5

 

McCallum

 

 

 

 

 

Era un hombrecillo que olía a armario y que estuvo un buen rato inspeccionando la entrada principal del cementerio. Le pidió a Paulie que abriese la cadena y observó cómo el empleado quitaba el candado y abría la puerta con dificultad. No dio las gracias, simplemente pasó con sus zancas largas y raquíticas a través del barro y entró en él.

—No estoy yo muy seguro de esto… —dijo Paulie.

Pero Nickford no tenía elección. Un tipo había salido catapultado desde el interior de su bulldozer y ahora estaba en una habitación de hospital delirando y diciendo cosas sin sentido. Para el alcalde todo había sido un malentendido. El obrero tenía que haberse quedado atascado en la máquina o tropezado con las orugas, o cualquier otra cosa que explicase de forma racional aquel súbito interés del hombre por la aviación sin motor. Esas cosas pasan, afirmó, no había más que mirar las estadísticas de accidentes laborales. Pero con un hombre herido y en shock, las obras tuvieron que ser detenidas cinco minutos después de empezar, algo que parece muy normal en los funcionarios. Y ahora había otro problema más: el resto de obreros no quería poner un pie en aquel sitio. El alcalde escuchó que uno de ellos había puesto rejas en las ventanas, cruces sobre todas las camas y le había dado por coleccionar ajos. Y por si fuera poco, alguien había llamado a McCallum.

Aquel hombre era lo más extraño que había visto nunca. Para empezar, se había presentado conduciendo un coche fúnebre. Aseguraba haber sido “llamado” aunque no decía por quién, y que había “acudido” ante la necesidad. Y luego, cuando entró en el cementerio y vio el estropicio causado, con lápidas derruidas y un panteón hecho añicos, expulsó el aire por su grotesca nariz ganchuda y dijo:

—Está claro. Ustedes tienen problemas de fantasmas.

¡De fantasmas! El alcalde se llevó las manos a la cabeza, que esta vez se había olvidado cubrir con el casco. No quería imaginar lo que dirían los miembros de la oposición si se enterasen de que él, el gran Bill Nickford, que había prometido expansión y prosperidad económica, aparcamientos y multicines, estaba consultando a un cazafantasmas.

—Médium, por favor, no cazafantasmas—dijo aquel hombre como si le hubiese leído el pensamiento —. Nosotros no cazamos, nos comunicamos con las presencias de ultratumba, escuchamos sus necesidades e intentamos ayudar a esas pobres criaturas a encontrar la paz y el camino de vuelta.

Paul soltó un bufido incrédulo, pero el espiritista no le escuchó porque en aquel momento le sonó el teléfono móvil, que descolgó para hablar su secretaria y volver a guardar al cabo de unos minutos.

—Como les iba diciendo, ellos no quieren ser echados. Hemos aprendido que las apariciones tienen un muy arraigado sentimiento de propiedad, así que necesitamos acceder al núcleo de sus peticiones, comprenderlos. Establecer contacto.

—Oiga, señor…—empezó Nickford. —creo que todo esto es un malentendido. Lo del operario de la excavadora sin duda fue un accidente fácilmente explicable. Todo lo demás sin duda corresponde al inevitable sentimiento de nostalgia que lugares tan representativos como, lamento decirlo, en claro desuso como este, provocan…

—Silencio. —McCallum estiró un dedo índice de por lo menos veinte centímetros de largo. —Es comprensible para gente como ustedes no creer en apariciones. Están tan acostumbrados a la vida mortal que no se han parado a pensar en esas pobres y honradas almas en pena que vagan por el mundo, ni en lo compleja que es la existencia más allá de nuestras fronteras.

McCallum deambuló por el cementerio y Nickford aprovechó para mirarle bien. Al contrario que el alcalde, que vestía siempre con trajes caros y una corbata tan ceñida al cuello como podía llevarla un condenado a la horca, aquel desconocido vestía con un abrigo que le llegaba muy por debajo de las rodillas y una camisa muy vieja y sucia. Sus manos, que colgaban sin mucha gracia, eran como las raíces de un árbol, nudosas y de un marrón oscuro. McCallum caminó, tocó y observó las tumbas comidas por la hierba hasta que encontró un par de huesos por ahí tirados. Chasqueó la lengua y se los enseñó a los hombres que se encontraban con él, sin darse cuenta de que en algún lugar bajo sus pies, alguien estaba lanzando exclamaciones de indignación. El cazafantasmas médium explicó con voz muy experta que él había sido un gran experto en limpieza de cementerios. No hizo ningún comentario acerca del microondas que tuvo que rodear porque, precisó, él se especializaba en otro tipo de limpiezas. Nickford se santiguó, no por respeto, sino porque estaba viendo su carrera política pasar ante sus ojos a una velocidad vertiginosa.

—Es un trabajo que puedo hacer, por supuesto. Pero atención, purificar un cementerio es una tarea muy compleja. Exige ciertos rituales místicos que se han ido enseñando de maestro a aprendiz durante generaciones: mantras, conjuros con sal y tierra removida, es todo muy complejo y espiritual… seguro que podría empezar mañana mismo, tan pronto como ustedes me hayan hecho una transferencia a esta cuenta del blanco Millmoard en la calle Denkins.

McCallum sacó una tarjeta de visita y se la extendió al alcalde, que la examinó. Era un trozo de cartón con los bordes quemados y letras góticas que incluían una calavera, dirección de e-mail y una cuenta de Twitter.

—Ahora, cuando ustedes quieran…

Los tres hombres salieron de allí por la puerta principal a pesar de que había un boquete en el muro que podían haber atravesado sin problemas. Volvieron a colgar la cadena y la ya conocida sensación de opresión se apoderó del cementerio.

 

—¡Os dije que esto nos iba a meter en problemas!—gruñó el viejo esqueleto— ¡Nada de apariciones, nada de lucirse! Ahora no nos dejarán en paz.

Aquella noche Maverick no tuvo que hacer sonar la campana, aunque tampoco hubiese podido hacerlo de haber querido. En cuanto se puso el Sol todos salieron de sus escondrijos hablando y dando gritos en una sucesión de apariciones y huesos que entrechocaban quejándose y murmurando. La señora White, que había tenido que darse ánimos, volvió a salir de su tumba y fue entonces cuando vio el gigantesco agujero y el monstruo de metal naranja mal aparcado sobre el lugar del que Augustus intentaba escapar tirando de sus piernas atrapadas bajo las orugas.

—¡No tienen vergüenza!—gritaba mientras se aseguraba que sus extremidades conservaban todos los huesos.

Maverick intentó calmarlos, pero era obvio que ya nadie le hacía caso. La señora Winifred les decía a todos que eso era culpa suya, y que de haber sido otros (esta vez tampoco desveló a quién se refería, por desgracia) quienes se hubiesen hecho cargo de la situación, esto no habría pasado.

—Sí, cariño.

—Pero a ver, ¿Qué podemos hacer nosotros contra la maquinaria?—se quejó Maverick.

—¡No hablo de esa monstruosidad!—se defendió ella, muy airada—. Mirad cómo está todo. Debimos haber hecho algo mejor que enviar a una imitación de fantasma, pero tampoco creo que ese señor tuviera ningún derecho a tomarse la justicia por su mano.

A nadie se le pasó que Borden de Gloucester había salido de su ataúd en pleno día y le había arreado un puñetazo en la barbilla a un operario, y que con ello había conseguido que aparecieran diez coches de policía, dos ambulancias, los de la televisión local y veinte curiosos. También, era cierto, había detenido las obras.

—Ese niño debería haber estado más vigilado por sus padres—criticó la señora Winifred colocándose la peluca—. En mis tiempos sabíamos obedecer, no íbamos por ahí poniéndonos en peligro y…

—Oiga momia seca, mis hijos están muy bien enseñados—le interrumpió un ente ectoplásmico que podría haber sido su madre. O su padre.

—¡Mi lápida ya no está! —se quejó alguien.

—¡He encontrado huesos en mi ropa! ¡Y no son míos!

Volvieron a discutir. Los fantasmas se enzarzaron en un debate sobre si podrían hacer funcionar esa máquina de destrucción y apartarla de allí pues estropeaba el paisaje, y el poltergeist se les adelantó sentándose en el asiento del conductor y haciéndolo girar mientras se reía.

—Orden, por favor… —siguió insistiendo Maverick.

—Deberíamos haber aprovechado nuestra oportunidad— interrumpió John Brennan, el legendario y cansino fusilero—. Cuando esta tarde aparecieron las fuerzas del orden y la ley deberíamos haber parlamentado, sentado nuestras bases. O lanzado un buen ataque contra su oficial al mando—añadió golpeando con su puño sobre la mano abierto. Se le cayeron las falanges al suelo.

—Eso son tonterías— Dijo Maverick—. Nadie me pidió que parlamentara, y si lo hubiese hecho, la señora Winifred sin duda hubiese encontrado otro motivo de queja en esta reunión.

—¿Qué está insinuando?

—Cálmate, cariño…

—¡No me pidas que me calme! Ah, si yo hubiese sido la Guardiana del Cementerio… Pero no, ahora nos ha pasado lo peor que nos podía ocurrir. ¡Nos hemos convertido en un cementerio encantado!

 

Sin duda, lo que más acaparó su atención fue la presencia del espiritista. Durante siglos habían estado convencidos de que casi ningún vivo sospechaba que había muertos que no lo estaban tanto como deberían, y ahora gente como Maverick tenía muchas preguntas.

—Es como una orden de desahucio—explicaba un fantasma que conocía bien esos temas—. Hace cien años yo vivía en un desván muy cómodo en Stratford y un capellán vino a expulsarme. Traía agua bendita y aseguraba que era cosa hecha.

—¿Y funcionó?

—Me marché cuando empezó a leer la Biblia desde el principio. Uno puede morirse de aburrimiento con esas cosas.

A todos les interesaban mucho los desahucios y los exorcismos, ya que casi todos pensaban que tras la muerte se habían librado de cosas tan engorrosas como los impuestos, el alquiler, las visitas al médico o las cenas de Navidad, pero ahora venía alguien que se empeñaba en echarlos del único hogar que habían tenido durante una eternidad.

—¿Y si intentamos despertar al alcalde Stacey?—volvieron a sugerir, como siempre que se quedaban sin ideas.

Un fantasma flotó en dirección a su lápida y enterró la cabeza bajo la tierra. Le oyeron gritarle durante un rato que se levantara de una vez, pero emergió de nuevo completamente decepcionado.

—Nada, sigue muerto.

—Ya os lo he dicho. Todas las noches soy el primero en salir y ver si ha cambiado algo, y nada—dijo Maverick.

—¿Y si probásemos la campana? —preguntó la señora Winifred — Ya escuchasteis lo que dijo ese animal. Es la campana la que despierta a los muertos. Alguien debería intentarlo.

Y ahora sí, estaba claro que con ese “alguien” la apolillada mujer se refería a Maverick. Pero eso implicaba acercase demasiado a la tumba de Borden, y nadie le había visto desde el incidente con la máquina “rescavadora”.

Habían comentado mucho el tema, claro, pero nunca delante de él. La familia del niño-fantasma había salido a defenderle, pero nadie quiso estrecharle la mano ni preguntarle si necesitaba algo. No, lo dejaron quieto y en silencio en su cama de madera por el miedo a que también los lanzase a ellos. Pero Maverick tenía un cargo, así que se armó de valor, hinchó su pecho y llamó.

—¿Señor de Gloucester?

La tierra bajo sus pies se removió y apareció el cráneo anguloso y con mala leche del soldado más sanguinario de Inglaterra. De nuevo, no parecía haber estado durmiendo, sino esperando.

—Lamento mi intromisión—dijo Maverick—. Si usted me lo permite, me gustaría solicitar esa pequeña campana que cuelga de su cinturón. Verá, nosotros… sí, nosotros, estamos intentando despertar a alguien más para la reunión y… sí, esa campana justamente.

Pero Borden no se la tendió. Se limitó a salir de su tumba y mirar al pequeñísimo y tembloroso Guardián del Cementerio, que dio un paso atrás.

—Verá, creemos que el alcalde Stacey podría sernos útil para esta cuestión.

Cuando quedó claro que el soldado no quería darle la campana, Maverick aludió a su inmensa paciencia y bondad, además de la nobleza de su corazón, para que le siguiera si era tan amable, y le guió hacia el lugar donde habían sepultado al alcalde tras su atracón final. Si Borden tenía razón, mover la campana en varias ocasiones podría reanimarle.

—Y como usted ha comprobado, nuestra situación es desesperada.

Todo el cementerio se reunió para mirar lo que iba a pasar. Empezaban a darse cuenta de que no es que la muerte se hubiese olvidado de ellos, sino que ese objeto era el responsable de que estuviesen atrapados entre el cielo y la tierra por medio de algún tipo de magia desconocida. Confiaban en que Stacey les diese alguna solución, pero muy atrás un esqueleto pálido y enclenque dijo que era una tontería porque, a fin de cuentas, él no había votado por Stacey ni siquiera cuando estaba vivo. Borden movió su gran brazo e hizo sonar la campana varias veces. Todos contuvieron la respiración (algo muy fácil cuando llevas décadas sin necesitar el aire) pero no ocurrió nada.

Se quedaron muy decepcionados cuando un fantasma emergió del columbario gritando histérico que no sentía sus piernas.

—¡Estamos perdidos!

—¡No hay ninguna solución!

—¡Calma, calma!—gritó Maverick—tendremos que dialogar con el alcalde. El vivo— añadió.

—O podríamos hablar con esa urraca que ha venido hoy—dijo alguien—. Dice que es un experto en limpieza, ¿No? Pues podría empezar limpiándome el…

—¡Basta!—interrumpió Borden.

Todos se callaron, e incluso algunos regresaron a sus tumbas.

—¿No veis qué es esto?—dijo señalando la campana—, Es un arma. Usémosla para levantar a todos los que queden por ser reanimados. Echemos a esos bastardos a la calle. ¡Acabemos con ellos, formemos un ejército!

—¡Sí, un ejército! ¡Estoy totalmente de acuerdo!

Nadie necesitó mirar para comprobar quién había hablado.

—Se presenta el soldado John Brennan, del quinto regimiento de fusileros de su majestad. Con gusto daré mi vida por…

—¿Qué vida?—se rio alguien.

—¡Es una forma de hablar!—se enojó—. ¡Con gusto daré mi muerte al servicio de la patria!

Hubo muchos comentarios, sobre todo porque Brennan llevaba años hablando de su carrera militar y se lamentaba de que las guerras habían terminado, impidiéndole disfrutar de la emoción de la batalla. Pero ahora parecía estar eufórico.

—¡Necesitamos más hombres! ¡Que las mujeres se encarguen de los heridos y nos traigan agua y provisiones!—Empezó a caminar en círculos dando órdenes—. ¿Quién ha visto mis dedos?

La señora Winifred se cruzó de brazos dejando muy claro que ella no era la esclava de nadie y que no iba a trabajar para alguien que no tenía la decencia de consultárselo antes.

—¿Es que no vas a decir nada?—le preguntó a la gelatina traslúcida que era su marido.

—Bueno, yo…

—Ya estamos, siempre tan directo. En buena hora me casé con un indeciso como tú. Debería haber hecho caso a mi madre…

—Yo creo que…

—¡Tú cállate y dame la razón!

Maverick empezaba a echar de menos los tiempos en los que todos permanecían décadas en sus tumbas y sólo salían en Halloween o cuando despertaba alguien nuevo. Aquello les superaba.

—Perdonen, pero creo que yo sigo siendo Guardián del Cementerio, y mientras…

—No, ya no—intervino alguien levantando su brazo por encima de las cabezas de los demás—. Ahora el señor de Gloucester es quien tiene la campana.

—Ya, pero no ha sido un traspaso de poder legítimo—se quejó Maverick—. No ha habido una votación.

—¡Necesitamos un líder carismático y decidido!—gritó Brennan—. Alguien que sepa guiarnos, como ese jovenzuelo de Churchill…

—¡No, no, no!—Gritó Maverick—. Por culpa de gente como el señor de Gloucester nos encontramos en este lío. Estoy cansado de que se me ignore, he sido Guardián con éxito durante…

Borden le pegó un empujón y envió todos sus huesos contra una pared.

—Ese hombre cree que puede amenazarnos. Pues que venga. Pero no lo hará sin quitar la cadena de la puerta. ¡Eh, tú, imbécil!—Llamó a Brennan, que seguía hablando solo de maniobras militares que había estudiado—. La llave está en el bolsillo del idiota que fuma, ¿No? Pues quitémosela.

Hubo vítores por todas partes, y Maverick buscó a tientas su mandíbula para recordarle a todos que habían tenido mucho miedo a Borden cuando salió gruñendo por primera vez. Ahora no entendía por qué todos habían olvidado sus crímenes y le seguían, y además… no encontraba la mitad de sus vértebras y necesitaba ayuda para recomponerse.

—¡Eso es! Defenderemos nuestro territorio como los valerosos soldados del tercer regimiento.

—A mí este sitio me importa un pimiento—Dijo Borden. No dijo “pimiento”, pero vamos a dejarlo así— Yo lo que quiero es largarme de aquí.

 

Para limpiar un lugar de la presencia de malos espíritus se necesita un tazón con una parte de agua y dos de vinagre, a la que echamos sal y removemos hasta disolver. Después cogemos una vara de zahorí santificada que utilizaremos para encontrar el lugar donde confluyen las malas energías y dejaremos el cuenco para que recoja todas esas tensiones espectrales, que se purificarán en el agua mezclada. En el caso enfrentarnos a una plañidera (una presencia que habita en las paredes de las casas antiguas y llora por las noches), deberíamos bendecir también el agua e introducir en el vaso un cordón rojo que habremos llevado en nuestra muñeca una noche y un día. También podemos llevar dientes de ajo en los bolsillos en caso de encontrarnos vampiros, o utilizar la ouija para comunicarnos con el espíritu y negociar con él, pero ese es un método muy lento y nada te garantiza que el fantasma no se ponga a escribir mensajes obscenos.

Emmet McCallum entró armado con un termo y un walkman con los grandes éxitos de los setenta. Recorrió el cementerio y volvió a colocar la cadena en su lugar, porque él sabía que aquel sitio se encontraba bajo el efecto de un sello espectral, que era lo que impedía que los espíritus abandonasen el cementerio. Se sentó a tomarse el té verde en la vieja fuente de piedra y se puso los auriculares porque todo experto en ocultismo sabía lo que los espíritus sienten ante los grandes éxitos de la música Disco. Podríamos hacer un alto aquí para explicar cómo las ondas de las canciones parecen penetrar en el tejido de la realidad y golpear las esencias de los muertos, o cómo el propio McCallum había ganado cincuenta de los grandes recorriendo una mansión victoriana a ritmo de los Bee Gees expulsando así a un fantasma aullador. Pero supongo se pilláis la idea.

Tras un rato, todos los espíritus pudieron escuchar los ritmos pegajosos y las letras de amor y optimismo, y tuvieron que resistirse mucho a abandonar la comodidad de sus húmedos refugios. Maverick, tumbado en su destartalado féretro, pensaba que tenían que haber vuelto los chavales que hacían fiestas en el cementerio, o tal vez incluso sus padres. O unos chavales con un gusto musical muy raro. Pero no sabía si seguía siendo el Guardián del Cementerio y por tanto, si seguía siendo su deber salir a decirles algo. Por su parte, los fantasmas sólo tenían que hacerse invisibles y flotar alrededor de aquel tipo que degustaba su tercera taza de té y que les estaba haciendo añorar los sencillos placeres de la vida como la comida o la bebida.

Dispuestos a hacer algo para evitar su expulsión de Scomersett, seguían sin ponerse de acuerdo sobre cómo proceder, y a excepción de Borden ninguno de ellos había entrado en contacto con un vivo en cientos de años y les daba un poco de miedo y respeto. Por suerte, fue McCallum quien habló primero.

—Ah, ya decía yo que iba a encontrar a algunos de vosotros por aquí.

Uno de los que había salido a cotillear era el niño-fantasma que casi había sido arrollado por la excavadora. Después de aquello sus padres le habían regañado, pero ahora tenía curiosidad, porque McCallum era para el niño muerto el equivalente de una parca andante para un niño vivo, así que el médium podía vanagloriarse de dar miedo a dos planos de existencia diferentes. El hombre sacó de su enorme chaquetón un folleto plastificado sobre el cementerio del pueblo de al lado donde se leían las palabras “Descanso eterno en la mejor compañía”. Ambrosius, que también estaba por allí, se inclinó sobre el hombro de McCallum de la misma forma que hace la gente en el metro cuando quiere cotillear el periódico del que está sentado a su lado.

—Tengo que deciros que me gusta lo que habéis hecho con este sitio. Las piedras cubiertas de musgo, la fuente seca… aunque creo que se os ha ido un poco la mano. Hay hasta un microondas por aquí tirado, ¿Qué clase de aparición que se precie puede permitirse vivir en un sitio así? Os lo diré: nadie respeta a un lugar encantado que no se respeta a sí mismo. El cementerio de St Louis, adonde vuestro alcalde quiere llevarse todos los huesos de este lugar, es muy diferente. Fue…—empezó a leer el folleto publicitario—erigido en la década de los setenta para responder a los problemas de espacio de otros camposantos en Lockford. Su diseño amplio permite acoger a sus seres queridos y proporcionarles un lugar de descanso a sólo cinco minutos de la carretera que une con Scomersett.

La verdad era que todo tenía muy buena pinta, siguió diciendo. Explicó que las treinta hectáreas habían sido fruto de una gran planificación y que todo estaba pensado para proporcionar intimidad y recogimiento, pero también para celebrar la vida de nuestros familiares y ayudarnos a superar la tan terrible pérdida. Podría adquirirse una plaza por sólo unas quince mil Libr…

—Bueno, captáis la idea. El caso es que si yo fuera vosotros me plantearía en serio lo de la mudanza. Sé lo que estáis pensando: es un sitio nuevo. Pero dadle sólo unos doscientos años y ya veréis cómo tiene un aspecto mucho más adecuado a vuestro estilo. Ohm, esperad.

Sacó de nuevo ese rosario innovador que Ambrosius había visto en manos de todos cuando sobrevoló el pueblo y el fantasma se quedó estupefacto cuando le vio pegárselo a la mejilla y recitar una salmodia para sí mismo, como si tuviera doble personalidad y hablase con su otro yo. Decidiendo que era un tipo muy raro, Ambrosius se fijó en el termo que había dejado abierto y se metió dentro, empapándose del aroma a menta.

—Perdonad. Es del trabajo—Dijo McCallum devolviendo el teléfono móvil a su bolsillo—. Como os iba diciendo, podéis aceptar el traslado de vuestros restos al cementerio de St Louis y yo os garantizo que llegaréis allí juntos y con todas vuestras extremidades. A cambio sólo tenéis que darme algo, una fruslería sin importancia.

La cinta de casette llegó al final y emitió un chasquido. Los fantasmas, que seguían siendo invisibles, estaban tan cerca de McCallum que podían ver todos los poros de su piel de elefante, cada arruga en su cuello y cada doblez de sus largos dedos.

—Quiero la campana—dijo—. La campana que resucita a los muertos y que si no me equivoco, llegó aquí en algún momento de los últimos siglos. Dádmela y quitaré el sello que os mantiene encerrados aquí dentro.

Cogió el termo y pegó un gran sorbo. Ambrosius, que se había quedado sin habla, se coló por la garganta del hombre y salió del cuerpo del médium lleno de indignación.

—Si no— añadió Emmet McCallum—, haré que tiren los muros del cementerio dejando la puerta para el final. Sin muros no habrá límite dentro del que mantenerse, y descubriréis que la gente que ha muerto puede volver a hacerlo.

 

La nueva y desesperada reunión de la comunidad sobrenatural del cementerio de Scomersett tuvo como primer punto descubrir de dónde narices había salido la campana de latón y por qué ahora todo parecía tener que ver con ella. La señora Winifred se apresuró también a decir que ella había sido la primera en darse cuenta de que la cadena y el candado de la puerta principal tenían algún tipo de magia y que seguro que había sido colocada allí a mala fe por aquel hombre de aspecto desaliñado. Ahora entendían también por qué no podían marcharse del cementerio, y algunos opinaron que podían simplemente esperar al día siguiente y que cuando abrieran la puerta, echar todos a correr. Pero medio centenar de esqueletos y fantasmas vagando por una carretera nacional llamaría la atención y el Sol los quemaría y secaría antes de una semana. Llegados a este punto, la reacción por parte de muchos fue obvia: decir que todo era culpa de Maverick

—Disculpen, caballeros, pero yo acepté humildemente el cargo de Guardián del Cementerio de manos de Ignatius William, y de él también heredé la campana que…

—¿Y dónde está Ignatius?—preguntó Owens.

—A lo mejor es ese esqueleto viejo y quejica que ronda por ahí.

—No puede ser. Él siempre se ha llamado “abuelo”.

—Iré a preguntárselo.

Mientras un esqueleto cojo iba dando saltitos hacia la pared del fondo, todos reanudaron la discusión. La verdad era que desconocían de dónde había salido el cargo de Guardián del Cementerio. Daban por supuesto que necesitaban que alguien vigilara por las mañana, cambiase las flores y recogiese el correo, además de enterarse si venía algún familiar de visita y todas esas cosas. Cuando la señora Winifred despertó, por ejemplo, le encargó al Guardián que permitiese sólo tulipanes sobre su lápida y estuviese atento por si aparecía su hijo y esa horrible mujer con la que se había casado. Le dio los nombres de sus nietos e insistió en saber sobre si estaban muy altos, comían bien y eran buenos en casa. Pero ahora, toda la estirpe de los Winifred debía estar muerta también, o a lo mejor se habían mudado y ya no iban a visitarles. Nadie podía saber quién fue el primer Guardián porque los esqueletos tienen mala memoria (no hay que olvidar que no tienen cerebro) y se les acaba olvidando incluso su propio nombre. La campana seguramente había aparecido un día por ahí y se la habían dado a Maverick como un símbolo de su cargo, que él había ostentado durante cinco o siete décadas. Pero nadie sabía más.

—Seguro que fue ese infeliz de Mortimer quien la trajo—dijo la señora Winifred—. Nunca me pareció de fiar.

—Pero cariño, Mortimer no se ha movido del sitio desde que le enterraron.

—Me da igual. Yo digo que no es trigo limpio. Deberíamos despertarle y ver qué excusa nos pone.

—El señor de Gloucester tiene la campana y rehúsa devolverla—se quejó Maverick—. Y creo que debería pertenecer al Guardián electo, ¿No es así?

—¡Exacto!—gritaron varios fantasmas.

Maverick se hinchó de orgullo. Parecía que por fin iba a hacerles recapacitar y que le devolverían la autoridad que le correspondía por derecho.

—Creo que ya va siendo hora de una nueva votación—Dijeron—. ¿Quién vota por el señor Borden de Gloucester?

Hubo un coro de voces que a Maverick le rompió el corazón. La elección de un Guardián del Cementerio es una de esas cosas que deben salir por unanimidad, y allí todos saltaban levantaban los brazos o, en el caso de los fantasmas, temblaban y cambiaban de color. Hasta los poltergeist tenían derecho a voto, y lo ejercían haciendo ruido de cadenas o escribiendo amenazas en latín con lo que parecía sangre de cordero. Los niños-fantasma no podían dar su opinión, y eso les dejaba en muy mal lugar porque no era como si pudiesen esperar a crecer.

Así que, mientras todos debatían el cargo, el niño-fantasma flotó en el aire caliente de la noche. Había escuchado también lo que aquel hombre tan extraño tenía pensado hacer y se preguntó qué pasaría cuando decenas de monstruos de color naranja se llevasen por delante los muros del cementerio. Se imaginó un martillo muy grande que caía sobre ellos y los aplastaba, y no le gustó nada. Se posó con suavidad cerca, pero no mucho, de Borden de Gloucester, aquel hombre tan malo que había matado a un rey de Inglaterra, y que seguía lejos de las reuniones y comportándose como si todo aquello no fuera con él.

—¿Qué miras?—preguntó la cabeza de Borden, que se giró para mirarle.

El niño se enterró en el suelo y esperó un rato.

—¿No tienes espada? —Preguntó.

Borden escupió. O lo habría hecho si conservara los labios.

—Mi espada… a saber lo que harían con ella.— Luego pensó.—¿En qué año estamos, niño?

Él se encogió de hombros.

—¿Para qué sirve la campana?

—¿Por qué no te vas a molestar a otro lado? No estoy para charlas.

—Se la podías dar. Dicen que si se la dan, nos llevarán a una nueva casa.

—¡He dicho que te largues!

Borden dio un manotazo en el aire y el niño se desmaterializó. Apareció de nuevo unos metros más allá y dio una vuelta aburrido por el cementerio. Era todo muy confuso para él: las reuniones, las votaciones, las obras, los tractores… De pronto se preguntó si podría subir muy muy alto en el cielo y ver el cementerio desde arriba. Sus padres le habían dicho mil veces (sí, mil, habían tenido tiempo para hacerlo) que jamás lo intentara, porque podía ser atropellado por un avión o ahora el viento podría empujarle fuera de los muros, pero él pensaba que no podía ser para tanto. Podía hacerlo siempre que tuviera cuidado y flotar sin perder de vista el centro del cementerio. Así que se dejó llevar por la corriente ascendente y subió como un cohete con los brazos pegados al cuerpo a pesar de que un fantasma no es más que una niebla sin forma, pero pronto descubrió que no podía mantener el control sobre el vuelo y daba sacudidas. Miró abajo y vio que la reunión seguía, y que algunos fantasmas parecían muy empeñados en hacerse grandes y redondos cuando se enfadaban.

Un golpe de aire le llevó muy cerca de los límites del cementerio y notó el calor contra la cara. Bajó de inmediato para sentirse cerca del suelo y una vez allí se preguntó si alguien había pensado en arrastrarse por el suelo y pasar por debajo de los muros. Cuando lo intentó, se dio cuenta de que funcionaba igual, así que no podían pasar ni por arriba, ni por abajo, ni siquiera colándose entre los ladrillos o por el boquete causado por la obra. Era una celda. ¿Y qué era lo que habían dicho? Era la cadena, que tenía un conjuro o un hechizo, o que era mágica a secas y muy peligrosa y por eso no podían salir. Así que el niño-fantasma hizo lo que cualquiera que tuviese ocho años: ir a verla muy de cerca.

La cadena era vieja y fea, y el candado, nuevo y brillante. Sabía que el señor Ambrosius había ido a explorar más allá de los límites y le daba mucha envidia porque él pocas veces había salido del recinto y recordaba poco del pueblo de Scomersett. Los fantasmas tenían más libertad que los esqueletos, pero sus padres siempre le decían que tienen más posibilidades de acabar encerrados en algún baúl o un cajón, así que no podía permitirse explorar.

El niño se acercó teniendo cuidado de no tocar la pared, y vio que había una sombra que estaba abriendo lentamente la cadena. Metía la llave en el candado y lo dejaba caer al suelo, y al hacerlo desapareció la sensación de calor y opresión. Él se acercó un poco más confiando que, como era invisible, nadie se daría cuenta. Y entonces una Dyson portátil 25K se puso en marcha y engulló el aire con tanta fuerza que el fantasma fue arrastrado al interior de la aspiradora portátil, atrapándole en una maraña de pelusas.

—Shhhhhh —dijo alguien desde fuera—. No te preocupes, todo irá bien.

 

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