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El aparcamiento
Paulie regresó al día siguiente, abrió la puerta del cementerio y se dio una vuelta por el lugar. No se fijó en el enorme boquete abierto sobre la tumba de Borden de Gloucester, ni sospechó por un segundo que allí había tenido lugar una acalorada pelea que había durado hasta dos horas antes de la salida del Sol. Para él, lo único que quedaba en el cementerio era un montón de huesos que él mismo iba a vaciar a cambio de una buena remuneración. Sacó el teléfono móvil, hizo un par de llamadas y se tomó una cerveza y un sándwich sentado en la lápida de un tal John Brennan, el soldado que el alcalde y él encontraron la mañana anterior. De haber sabido que varios metros bajo él, el cadáver recompuesto de un fusilero británico se tomaba muy a mal que almorzase sobre su tumba, Paul hubiese salido corriendo.
Sin embargo a Paulie ni le importaban ni creía en fantasmas. Y de hecho, ni se dio cuenta cuando uno de ellos pasó flotando, traslúcido a la luz del día, cerca de su hombro. El empleado del ayuntamiento continuó haciendo llamadas, pidiendo material para empezar la obra y preguntándose cuál sería el mejor sitio que tirar primero. A todas luces se trataba de un trabajo sencillo pero laborioso: tenía que abrir centenares de nichos, cavar decenas de tumbas, derribar panteones en desuso y luego llegar hasta el osario. Paulie había escuchado durante años que había una cripta en alguna parte, pero no encontró ninguna pista de dónde podría encontrarse y lo más probable era que la llenasen de hormigón cuando hiciesen los cimientos de los edificios.
Lo importante en aquel momento no eran los planes de Paulie sino que se había dejado la puerta abierta y la cadena tirada al lado como la muda de una serpiente. El fantasma, designado a dedo por la “Comisión Maverick”, se plantó en el umbral recordando la muerte del esqueleto que había estado en el mismo lugar donde se encontraba él. No sabía lo que iba a pasar y desde luego no quería arriesgarse, pero el candado estaba abierto y la llave del cementerio se encontraba en él, de modo que cabía una posibilidad de que no se disolviera como los dos infelices anteriores.
El fantasma respiró (transpiró, más bien) y se dejó caer hacia delante. Cerró sus incorpóreos ojos para no ver su final, pero pasó limpiamente a través de la puerta entreabierta y no le ocurrió nada. No se desvaneció y sus manos continuaron donde habían estado siempre, invisibles a la luz de la mañana. Su cuerpo, que parecía más un chorro de aire cálido que se hubiese quedado flotando en su sitio, parecía estar bien. Tras rodear el muro del cementerio un par de veces se preparó para cumplir su misión: la de buscar el edificio conocido como Ayuntamiento y ver qué planes tenían para el Viejo Cementerio de Scomersett. No era un gran plan, pero al menos le servía para alejarle del cuerpo reanimado de Borden de Gloucester y de los sucesos ocurridos la noche anterior.
*
Borden se sacudió el polvo de los hombros y miró a su alrededor. No pareció darle importancia al hecho de haber resucitado y abandonado su tumba abriéndose paso con sus propias manos, así que se lo tomó mucho mejor que la mayoría de la gente.
—Señor de Gloucester…—saludó Maverick tartamudeando.
Levantó una mano porque pensó que era su deber como Guardián del Cementerio dar la bienvenida al nuevo inquilino. Cuando alguien se encontraba en su ataúd y despertaba solo (o acompañado, lo que mucho más traumático) alguien tenía que explicarle todo iba bien, que había muerto pero ya había pasado y podía levantarse para estirar las piernas. Con Borden, sin embargo, no parecía hacer falta ese trámite.
—Es la campana—fue lo primero que dijo—. Es esa maldita campana.
—Llevo años diciendo lo mismo—dijo la señora Winifred saliendo de su escondite—. Personalmente creo que fue un error nombrarle Guardián del…
—Cállese de una vez, vieja apestosa.
El esqueleto con peluca enmudeció al instante. Ni siquiera encontró fuerzas para decirle a su marido que luchara por su honor, y lo cierto es que el señor Winifred hubiese podido hacer poco contra los musculosos restos de Borden de Gloucester, que había muerto en mil quinientos cinco en una escaramuza y parecía haber estado haciendo pesas durante los cinco siglos que había estado enterrado. Todos los cuerpos pierden algo de masa, pero su caso era especial porque parecía tan fuerte como en los años que había estado vivo y blandía una espada en la Guerra de las Rosas cortando cabezas o aplastando a todos los que se ponían debajo de los cascos de su caballo.
“Demasiados problemas en un solo día” Pensó Maverick.
—¿Se encuentra bien, señor de Gloucester?—preguntó.
Borden no le hizo caso, se miraba las manos y parecía empezar a comprender qué había pasado.
—Me pusieron la armadura. Esos hijos de mala madre me pillaron sin ella. ¡Tú!—señaló a un niño fantasmagórico que casi se derritió cuando le señaló— ¡Ven aquí!
El fantasma se acercó despacio, pero el soldado se dejó caer sobre el suelo y le ordenó que le desabrochase la coraza.
—Tengo que ver lo que me hicieron.
A espaldas de Borden, el niño miró los cierres de la armadura que mantenían juntas las planchas de metal sobre los hombros y luego a sus padres, sin saber qué hacer.
—¡Adelante, maldito seas! ¿Es que no os enseñan nada?
Borden se puso en pie y espantó al niño-fantasma como quien aleja un mosquito. Se miró las tiras de cuero y notó que estaban podridas, así que las arrancó y el peto golpeó el suelo. Los demás habitantes del cementerio pudieron observar el cuerpo del soldado y contaron por lo menos treinta y nueve puñaladas. La mayoría se concentraban en el abdomen, aunque tenía algunas muy profundas en el cuello. No menos admirados que aterrados, tuvieron que reconocer que aquel hombre parecía haber luchado hasta el final protegiéndose con los brazos de las cuchillas de sus atacantes.
Su piel era verde y seca, pero no se desmenuzó cuando Borden metió los dedos en sus propias heridas, ni se quejó cuando vio un corte que le recorría la palma de la mano izquierda hasta llegar a la muñeca.
—Me cogieron desprevenido, pero me llevé a seis de ellos por delante antes de que diesen el toque final. Un cuchillo—gruñó—, si hubiese tenido un cuchillo les hubiese hecho arrepentirse de ponerme un dedo encima.
Nadie dijo nada más porque, ¿qué haces cuando una de las leyendas más oscuras de tu cementerio despierta de repente y sabes que tiene un humor de perros? El fusilero John Brennan, que había hablado largo y tendido sobre “el otro soldado” que yacía en el mismo lugar que él, parecía sentirse un poco herido en el orgullo. Cuarenta cuchilladas son más que diecisiete disparos, aunque seguro que dentro de poco podría contarle a cualquiera que quisiera escucharle cómo en su opinión, una bala entrando en tu carne hace muchísimo más daño que una hoja de acero y cómo, por lo tanto, sus heridas eran más importantes.
No obstante en aquel momento se acercó a Borden y fue el primero que lo hizo por voluntad propia. Se cuadró ante él y se presentó como fusilero ganador de una medalla al parecer muy importante, pero no terminó su discurso porque Borden le pegó un puñetazo que le mandó volando contra la pared de uno de los panteones.
—¿Qué está pasando aquí?—preguntó el recién despertado al cabo de un rato.
—Esto… este… manteníamos una reunión importante sobre asuntos urgentes— informó Maverick retomando su habitual compostura—, de modo que si quiere sentarse con los demás… seguro que alguien quiere hacerle sitio.
—¿Dónde estoy?
—En el cementerio de Scomersett. Acaba usted… bueno, déjeme que le informe desde el principio. Como seguro que ya ha comprobado, está muerto. Pero no, porque acaba de despertar.
Tras Maverick, el resto de habitantes retrocedía cada vez más hacia sus tumbas.
—Ha sido esa campana. Ha sido la que me ha despertado.
Borden se acercó de dos zancadas y se la arrebató de un manotazo. Todos gritaron desde unos diez o doce metros de distancia y cuando Borden la hizo sonar con un movimiento enérgico, un nuevo fantasma, simpático, inocente y cabezón, emergió por primera vez desde que en mil novecientos uno muriese en medio de una apuesta sobre aguantar el dolor.
—¡Así que es esto!—dijo Maverick—. La campana es la que despierta a los habitantes del cementerio. ¡Muchas gracias, señor de Gloucester, llevábamos años haciéndonos preguntas sobre el tema!
—Y esto sólo trae nuevas preguntas—dijo alguien.
Maverick extendió la mano para recuperar la campana, pero Borden se la colgó del cinturón que aún ceñía su cadera. Luego se dirigió hacia la entrada del cementerio pasando entre todos los espíritus, que se apartaron a su paso, pero antes de que llegase a la puerta, Maverick corrió sujetándose el cráneo para detenerle.
—¡Señor de Gloucester, aguarde por favor! ¡Hay un problema con esa puerta!
Hay que entender que Borden de Gloucester nunca fue muy querido en Scomersett, ni siquiera cuando estaba vivo. Cuando lo mataron, el pueblo entero pareció respirar más tranquilo pues aunque Borden había sido soldado, todos le conocían más por su faceta de mercenario y matón que nunca había tomado nada si podía robarlo, ni robado nada si podía romperle los brazos a su anterior propietario. Para todos, había sido un animal sediento de sangre que en la batalla de Bosworth se había llevado por delante al rey de Inglaterra y a la mitad de su Guardia Real, y confiaron que una vez muerto y enterrado, no podría causarles más problemas. Por eso, cuando los habitantes del Viejo Cementerio le vieron allí caminando hacia la puerta, cruzaron los dedos hasta que el pomposo Maverick tuvo que ir a avisarle del destino de los pobres fantasmas que habían atravesado la verja.
—No, no, ¡Es broma!—dijo alguien.
—Puedes marcharte si aquí no eres feliz.
—¡Sí, ve a ver el mundo, ha cambiado mucho!
Borden los miró a todos y las voces enmudecieron. Entonces el soldado se acercó al nuevo fantasma que él mismo había despertado minutos antes con el tañido de la campana y le cogió por el cuello.
—¡Hola. Me llamo Richard, aunque todos me llamaban Rigggggggg…!!!
Borden le lanzó con todas sus fuerzas por encima del muro del cementerio y el espíritu encontró una muerte igual de rápida que la primera al atravesar la barrera invisible que le deshizo como una pompa de jabón. Todos se quejaron y emitieron gritos de pena. Los fantasmas se enterraron en el suelo y los esqueletos regresaron a sus nichos a toda velocidad, mientras que los poltergeist dejaron de escribir obscenidades y se calmaron, aunque nadie podía asegurar si se habían marchado o seguían por ahí. Al final sólo quedaron Maverick y Borden de Gloucester, y el Guardián del Cementerio sólo permaneció a su lado porque se debatía entre la obligación de hacer honor a su cargo, recuperar la campana y la rigidez de unas piernas que no le permitían salir corriendo.
—Como le iba diciendo, estábamos en medio de una discusión sobre nuestro futuro inmediato. Verá, déjeme que le explique…
Cuando aparecieron los primeros claros en el cielo, Maverick encontró una excusa tan buena como cualquier otra para desearle a Borden de Gloucester la mejor de las no-vidas y darle la bienvenida al cementerio a la vez que le indicaba que no era del todo perjudicial, pero la luz del Sol y el calor del día resecaban la piel y los huesos. Borden se dio media vuelta sin decir nada y regresó a su tumba, y Maverick corrió entonces haciendo planes y buscando un fantasma que quisiera encargarse de una arriesgada misión.
*
Y allí estaba, flotando sobre los tejados de Scomersett. No producía sombra, así que no sabían que se encontraba allí, y de todas formas ya nadie creía en los fantasmas. Además, como él no tardó mucho en comprobar, la mayoría de la gente ni siquiera miraba al cielo. Todos iban sujetando un pequeño objeto rectangular que cabía en la palma de sus manos y que acariciaban con las puntas de los dedos sin apartar la vista de ellos, como si fueran rosarios o algo parecido. El fantasma podría haber pasado entre ellos en su forma corpórea si hubiese querido, pero decidió no arriesgarse y se limitó a buscar el “Ayuntamiento”.
Ambrosius, que llevaba muerto más de trescientos años, no llegaba a entender ni la mitad de las cosas del mundo moderno, ni lo que los vivos hacían fuera de los muros del cementerio. Para él, la vida y la existencia (y todo lo que le interesaba) se habían limitado a los treinta años que había vivido en Scomersett. Cuando se despertó en su ataúd con dos metros de tierra húmeda sobre la cara y un traje demasiado pequeño para su cuerpo, se sintió aturdido y tardó bastante en comprender que bueno, que era un fantasma. Al principio pensó que la muerte no era tan mala y que podría aprovechar para viajar por el mundo, pero la sensación de libertad no tardó en desaparecer para dar paso a la realidad: el mundo iba demasiado deprisa cuando estabas muerto y las generaciones iban y venían. Ambrosius sólo tenía un hermano y poco después nació un sobrino que se convirtió en un hombre detestable sin sentido del humor, y al final acabas sin ganas de cuidar de tus seres queridos ya que no puedes hacer gran cosa por ellos realmente. De modo que acabas perdiendo también el interés por lo que ocurre en tu pueblo y vuelves a tu tumba a echarte siestas de unos cincuenta años más o menos. Porque en eso consiste realmente ser un fantasma, si queréis saberlo, en ver cómo pasa el tiempo.
De modo que Scomersett era muy diferente a como Ambrosius lo recordaba y no tenía ganas de seguir allí más de lo necesario. Quería volver a su acogedora fosa y, viendo lo que pasaba a su alrededor, que la cadena que mantenía el cementerio cerrado a posibles escapes funcionase también a la inversa, manteniendo a los vivos lejos de él. Deseó que Maverick se lo hubiese inventado todo y que así su viaje sólo resultase ser una excursión interesante y aterradora que contar a los nietos algún día. Cuando fueran fantasmas, claro. Si llegaban a serlo.
El Ayuntamiento resultó ser aquel edificio donde vivía el alcalde y desde el que gobernaba la ciudad. Apenas se acordaba de aquello y hasta le costó reconocer el lugar. Todo estaba lleno de aquellos extraños automóviles sin caballo que había visto en ocasiones, pero que en los últimos años se habían convertido en artefactos ruidosos y coloridos con gente que salía chillando de ellos con bolsas en las manos. A pesar de las ganas que tenía de regresar, Ambrosius se dijo a sí mismo que tenía una misión y que no iba a volver al cementerio hasta haberla cumplido o al menos, haber aparentado durante un rato.
El fantasma se introdujo a través de una rejilla de calefacción y una corriente de aire caliente lo arrastró a través de toda la estructura del edificio del ayuntamiento. Dio varias vueltas, pasó por un calefactor y salió propulsado hasta golpear una pared en la que alguien había colgado un retrato del alcalde Bill Nickford. Tras él, una secretaria tecleaba en una pequeña máquina de escribir de aspecto extraño y que parecía una pecera en la iban apareciendo las letras. Cuando un hombre pasó detrás de ella con una taza de café, las palabras que ella escribía sobre la superficie blanca contenían las expresiones “concejal de urbanismo” o “propuesta comercial”, pero cuando volvió a quedarse sola, apretó un botón y de pronto aparecieron un muy interesante artículo de una revista sobre una famosa y una conversación que la secretaría parecía tener con una prima lejana que por lo visto había salido de celebración el fin de semana anterior y le habían dejado sola en un bar con muy mal ambiente.
Ambrosius dejó de prestarla atención y se filtró por las paredes. Pasó a través de oficinas y almacenes, bajó a la cafetería, descubrió que trescientos años más tarde ya nada sabía igual y finalmente se materializó en el despacho del encargado de obras públicas. Era un cuartucho pequeño con el mismo retrato del alcalde Nickford sonriendo desde lo alto con la misma actitud que un conquistador colonial. Había también una alfombra con muy mal gusto por el diseño y lo que llamó la atención del fantasma: una mesa en la que alguien había construido un pequeño pueblo de juguete. Ambrosius pensó que un adulto competente no debería perder el tiempo con juegos infantiles, pero poco después reconoció el perfil del río que bordeaba el poblado. Era el que estaba a pocas decenas de metros del cementerio. Era inconfundible la forma en la que se retorcía y también el aspecto de ser un gran charco de fango gorgoteante. Pero todo lo demás había cambiado y en seguida descubrió que se trataba de un modelo de la ciudad, sólo que nada de lo que había ahí construido existía realmente. En la zona de los árboles había un edificio de apartamentos, junto al río, un parque y un “puesto de perritos calientes y bollos de crema”. Y luego buscó, buscó y buscó el emplazamiento donde hasta aquella mañana se encontraba el viejo cementerio de Scomersett y su cómoda y lúgubre tumba. Recorrió la habitación buscando algún trozo de maqueta perdido, algo que se pareciera a las tumbas de los Byers o a la suya propia, tal vez incluso un muñequito de Maverick zascandileando con su campanita por alguna parte. Pero no lo encontró. El lugar ya estaba ocupado.
Habían arrancado los árboles y derruido los panteones. Habían alisado el terreno y eliminado el barro centenario. No existían las calles del cementerio ni las hermosas galerías de nichos, ni tampoco las viejas lápidas recubiertas de musgo. La entrada ya no estaba ni tampoco una reproducción a escala de la cadena que la cerraba, sólo una superficie plana, gris y árida, y un ejército de farolas. A escasos metros, algo llamado “centro comercial”, y sobre el lugar de reposo final de los antiguos habitantes del pueblo, decenas de vehículos en miniatura.
Iban a construir un aparcamiento.
*
—¡Vamos a morir!
El cementerio se llenó de gritos y discusiones aquella noche, confirmada la historia de Maverick cuando Ambrosius llegó justo antes de que Paulie cerrase de nuevo la cadena al marcharse de allí. Lejos de calmarlos, el relato del fantasma les había dado más ganas de hacer saber a los demás todas y cada una de sus opiniones al respecto. ¡Aparcamientos! ¡Farolas! Maverick estaba furioso. La juventud había perdido el respeto por los camposantos. ¿Quiénes se creían que eran? ¿Quién había elegido al tal Bill Nickford en las pasadas elecciones? Sin duda debían haber manipulado las votaciones, ninguna población capaz de razonar daría el poder a un tipo que sólo pensaba en su beneficio personal. Pero según Ambrosius, había escuchado una conversación donde hablaban el “gran impacto económico que aquello iba a tener en la zona”.
—¡Pero un aparcamiento!—bufó el Guardián del Cementerio.
La señora Winifred se mostró muy disgustada. Llevaba cuatro siglos habitando la misma tumba y no le apetecía para nada abandonarla porque ella aseguraba que era una mujer de costumbres, y su marido también.
Pero había más, y ese era el verdadero tema de conversación aquella noche. La secretaria de Nickford, entre llamadas a su hermana y su amiga Melinda, que por lo visto tenía algo muy urgente que contar, había comentado que al día siguiente el propio alcalde regresaría al cementerio y lo haría acompañado. Al parecer había llamado “a los medios”, y estos tipos, fueran quienes fuesen, por lo visto eran vitales para que el proyecto saliera adelante. Ambrosius entendió algo acerca de la mala publicidad y de la necesidad de dar al cementerio una imagen de lugar que había que derruir cuando antes.
—Hay que influir sobre esos “medios”—dijo Maverick.
—¡Sí, y decirles que no nos dejaremos intimidar!—gritó un esqueleto.
—¡Plantarnos en la puerta del cementerio y decirles a todos que aquí ahora vivimos nosotros.
—¡Hay que manifestarse!
Un poltergeist hizo sacudir las ramas de los árboles para mostrar su conformidad. Las apariciones espectrales siempre estaban dispuestas a hacerse notar, tenían una enorme necesidad de llamar la atención.
—Pero, ¿qué pasa con la intimidad?—preguntó un anciano cadáver—. Durante siglos llevamos aquí escondidos porque no queremos que nos molesten, ¿y ahora queréis salir ahí fuera y hablar con esos “medios”, hmmm? ¡Ridículo! Los vivos vendrían aquí cada día, cada hora, pidiéndonos que contactásemos con sus abuelos o su tío, el que tenía dinero. Todas esas cosas. Creedme, es una mala idea.
—Hay fantasmas que sí lo hacen—dijo John Brennan—. En castillos, zonas de guerra… ¿Por qué vamos a ser nosotros diferentes?
Los niños-fantasma revoloteaban por allí y gritaron llenos de emoción. Les encantaría ser un cementerio encantado.
—Sería un error—prosiguió el anciano—. Se despertaría el interés por este sitio. Vendrían turistas, periodistas, curiosos… y bastante tenemos con los niños que vienen a celebrar fiestas sobre mi lápida. No aguanto su música ni sus gritos, y no me dejan pegar ojo.
—¡Pero nosotros queremos llamar la atención!—gritaron los niños-fantasma.
Un montón de piedras que hacían malabares en el aire dieron a entender que no eran los únicos que querían hacerlo. Maverick se sintió en la obligación de poner un poco de orden, pero sin la campana, que seguía colgando del cinturón de Borden, se sentía menos importante.
—Por favor caballeros, yo creo que deberíamos redactar un mensaje, un escrito formal hacia el alcalde Nickford comentándole por qué creemos que el Viejo Cementerio de Scomersett debe seguir en pie. No ya por la historia que tiene sino por lo que representa para el pueblo como una unión entre modernidad y tradición. Porque no hay nada más bonito que un buen cementerio lleno de barro y con enredaderas sobre las lápidas.
Hubo quienes le dieron la razón, pero la señora Winifred se mostró contraria a escribir y decidió que alguien (miró a su marido) tenía que arreglar las cosas cara a cara, como hombres. Fue entonces cuando apareció Borden.
Había pasado el día descansando en su tumba, y cuando se anunció la asamblea de la noche permaneció apartado sin hacer migas con nadie. Los demás inquilinos le habían dejado tranquilo y algunos actuaban como si su resurrección hubiese sido algo imaginario y un sanguinario soldado británico no estuviese en aquel momento sentado sobra una lápida hurgándose entre los dientes. Pero cuando se levantó y acercó al círculo de convecinos, éstos se apartaron al escuchar los chirridos de su armadura.
—¡Sois lamentables! Miraos todos, quejándoos porque alguien quiere tirar vuestras casas. Lo que nosotros hubiésemos hecho es ir a ver al alcalde y sacarle a rastras de debajo de su cama. ¡Una paliza, eso es, hace siglos que no me meto en una pelea! ¡Yo iré!
Algunos aplaudieron a pesar del miedo que les daba Borden, pero alguien tuvo que aguar la fiesta con el inevitable comentario acerca de que el cementerio estaba cerrado.
—Pero si ese hombre, Nickford, va a venir mañana, abrirán la cadena. Saldré a por él y cuando colguemos su cuerpo de los muros del cementerio aprenderán quién manda.
—¡Sí!—aplaudieron los niños-fantasma.
—¡No!—dijo Maverick—. Estoy con el viejo Robert en que no debemos llamar la atención. ¡Nada de apariciones, señores! El cementerio es un lugar solitario y sabemos el jaleo que traería un asesinato en nuestra casa.
—¡Turistas!—gritó el anciano—. ¡Fiestas nocturnas, bebidas alcohólicas, equipos de música!
Borden escupió al suelo. La noche anterior estaba aturdido, pero ahora ya se notaba listo de nuevo para regresar a la acción. Quería estirar los músculos y ver si aguantaban bien sobre los huesos que asomaban entre la ropa podrida, y la mejor forma de averiguarlo era rompiéndole la nariz a alguien. Pero esa gente no lo entendía.
—Necesitamos algo sencillo que los mantenga alejados—continuaba el anciano —. Meter un poco de miedo a esos “medios”.
Los niños-fantasma se ofrecieron voluntarios para ayudar tirando piedras o rompiendo cristales, y también para hacer ruido de cadenas y lanzar sonidos lastimeros. Algunos incluso empezaron a hacerlo en aquel momento.
—¡No, no, no! ¡Esto no es algo que pueda hacerlo un zagal!—se quejó Maverick—. Necesitamos un experto en apariciones, alguien sutil, alguien que sea un profesional…
A sus espaldas, un poltergeist se había transformado en una araña gigante, un lobo aullante y poco después, en una muñeca de porcelana vestida con tutú que sonreía con los ojos saliéndole de la barbilla.
Bill Nickford llegó a las diez en punto y como la vez anterior, se puso el casco de obrero mientras sonreía con satisfacción. Ya había empezado a recibir llamadas acerca del proyecto urbanístico y la mayoría eran favorables. Aquel día era su prueba de fuego, su presentación a los medios, su rueda de prensa seguida de un agradable paseo por el camposanto acompañando a los fotógrafos y periodistas. Miles, el jefe de obas públicas, se le sumó jovial y adulador como siempre, y Paulie, con las llaves de la verja en el bolsillo, se apoyó en el muro mientras los políticos hacían el paripé.
“Los medios” eran en realidad Runkle y Pryce, dos reporteros del periódico local, y también Allison, que trabajaba para la cadena de televisión menos vista de toda Inglaterra y que llevaba consigo a un cámara que sacaba imágenes de la enorme perorata que Nickford les soltó con el derruido muro del cementerio de fondo.
—Lo que tenemos aquí no es más que un paso inevitable hacia el futuro. No podemos anclarnos en el pasado y correr el riesgo de posibles accidentes en este lugar. Por supuesto que apreciamos el valor histórico del Viejo Cementerio de Scomersett, pero no podemos limitarnos a ver cómo se deteriora y hunde en el barro y la suciedad. Hemos trazado un plan de acción—miró a su izquierda, donde Miles asintió con la cabeza lleno de orgullo—, que buscará dar el mejor reposo a los centenarios restos que aquí descansan. Hemos encargado también una escultura que conmemore el lugar y que presentaremos al público dentro de unos meses.
Mientras hablaba, los fantasmas y esqueletos del cementerio escuchaban a escondidas. Tenían que tener cuidado de no ser vistos, y hubo que convencer a gente como Borden de Gloucester de que dejase actuar al poltergeist más antiguo del lugar.
Al contrario que los cuerpos reanimados y los entes ectoplásmicos, un poltergeist no era humano. Tal vez lo había sido en algún momento, pero ahora no era más que una sensación, una presencia sin forma, un ser juguetón y travieso. Mientras tanto, Maverick se revolvía literalmente en su tumba porque no podía salir y echar un vistazo. Todos tenían que estar en su sitio y ni siquiera los fantasmas se habían vuelto traslúcidos para pasear lastimosamente por entre las lápidas.
—¡Vean, vean!—dijo Nickford cuando terminó sus discurso—. Echemos un vistazo a la situación del cementerio.
El poltergeist se preparó tomando aire con sus inexistentes pulmones. Cuando Paulie abrió la puerta, hizo fuerza para que pareciera que se negaba a abrirse, como si los siglos quisieran mantener aquel lugar cerrado a cal y canto a salvo de los vivos.
—¡La madre que lo…!—masculló Paul dando una patada y abriendo la puerta de golpe.
—Como les decía. Viejo…—murmuró Nickford en voz alta meneando la cabeza.
El pequeño grupo se dio un paseo y pronto todos empezaron a mostrarse de acuerdo con el plan del alcalde. El camposanto estaba lleno de basura, papeles y botellas vacías, de latas de refresco, revistas viejas, comida y plásticos desechados. Había ropa colgada de las ramas de los árboles e incluso un microondas que alguien había arrojado por encima del muro. Todos se mostraron sobrecogidos con el abandono al que habían sometido al lugar, pero el poltergeist no iba a rendirse así como así. Hizo su mejor esfuerzo para ser sutil y aterrador. Movió las ramas sobre las cabezas de los presentes, y éstos se subieron los cuellos de las chaquetas quejándose del viento. Hizo rodar las piedras, pero nadie las escuchó. Se acercó al chico que tenía la cámara de vídeo y borró la cinta inundándola de interferencias, pero daba igual porque el programa no iba a emitirse de todas formas. Cuanto más se esforzaba, más desapercibidas pasaban sus manifestaciones, y Nickford encontraba una excusa para todo. ¿Llovía en un sólo una porción del cementerio, concretamente sobre una vieja tumba? Microclima. ¿Aullido de lobos? Un perro abandonado. ¿Sonidos de cristales rompiéndose? Habrían pisado una botella enterrada en el barro. Harto, el poltergeist se metió dentro del cuerpo del alcalde y le apretó la garganta para que dejase de hablar, pero él se limitó a toser y a decir que necesita beber un poco de agua.
En un último intento, y como la cadena estaba abierta, pasó por encima del muro, se metió en el motor del coche del alcalde, hizo saltar la alarma, abrió todas las puertas y la radio empezó a emitir una emisora de Europa del Este a la vez que le escondía el cargador del móvil y esparcía por el suelo los caramelos que Nickford guardaba en la guantera. Pero ni siquiera eso funcionó, ya que el alcalde salió para callar al coche diciendo que el vehículo llevaba un tiempo demasiado sensible.
Derrotado y con el ánimo por los suelos, el poltergeist se dio media vuelta y los dejó deambular por el cementerio mientras criticaban absolutamente todo lo que había en aquel lugar. Se sentó con las invisibles piernas de niño que no tenía en lo alto de un panteón y los vio alejarse.
—Una pregunta más, señor Nickford—dijo Pryce—. ¿Cuándo tienen pensado empezar este macroproyecto?