7
El guardián del
cementerio
Esa misma tarde, Nickford concretó un pedido de cemento y solicitó una cuadrilla de trabajadores que firmasen un acuerdo de confidencialidad, algo muy extraño para los empleados de un ayuntamiento, pero que ignorarían cuando les dijeran que por esa cláusula se les añadiría un suculento extra a su sueldo. Después llamó a Miles, que acudió solícito y sonriente con una corbata idéntica a la que Nickford solía llevar y con un peinado muy parecido.
—Bien Miles, la comisión ha dictaminado que lo del operario fue un accidente. Podemos volver al trabajo.
Miles se quedó con cara de piedra, pero se esforzó en mostrarse feliz por la noticia.
—¿Ah, sí?
—Y he decidido que no podemos perder ni un día más en esto. St. Louis nos pone demasiadas pegas para trasladar un cargamento de huesos, así que vamos a optar por algo más simple: de camino vienen quince camiones hormigoneras listos para enterrar el cementerio.
—¿Pero qué pasará con los huesos, Bill?
—Bueno, nadie los ha reclamado. Esa gente ya no tiene parientes, así que no creo que les echen de menos. Ahora es primordial continuar con nuestro plan de trabajo antes de las elecciones. De ello depende mi reelección —añadió.
—Me parece una idea estupenda, señor alcalde —mintió Miles masticando las palabras.
Seguido por su Yorkshire con camisa, el alcalde dio órdenes por teléfono preparándose para el golpe final a su enemigo, aquel monumento al viejo Scomersett con sus feísimos cipreses de diez metros de alto. Al recordarlos, también llamó al equipo de jardineros para que los talaran antes de tirar abajo lápidas y panteones.
Mientras tanto Emmet McCallum realizaba la que esperaba que fuera su última incursión como médium. Si todo salía bien, esperaba dejar aquel trabajo y dedicarse a vivir como no lo había hecho hasta ahora. El dinero de la asociación de espiritistas era algo muy tentador, y hasta el cheque del ayuntamiento podría venirle bien si al final decidía no devolvérselo al alcalde. Vestido con su eterno abrigo de color marrón, McCallum sólo necesitaba la aspiradora, donde dentro de ella seguía el niño-fantasma bastante enfadado. Había intentado comunicarse con la aparición espectral, claro, pero había dicho poca cosa antes de enfurruñarse y decirle que no hablaría más hasta que le soltara. El chico tenía mal carácter.
A eso de las cuatro, cuando el turno de trabajo tocaba a su fin y los obreros dejaban sus chalecos reflectantes, cascos y herramientas en las casetas, McCallum llegó a la zona de obras y caminó por el firme y liso camino de tierra que habían construido allí. El cementerio quedaba a la derecha, aún protegido por las vallas que impedían el acceso, pero él sabía que lo que en realidad mantenía a los fantasmas y esqueletos en su interior era el sello que había colocado en la cadena de la entrada. Cuando el próximo 31 de Octubre se reuniese con sus colegas de la asociación y les enseñase todos esos trucos, iba a ganar el premio gordo.
No se escuchaba nada, así que suponía que los habitantes del camposanto se encontraban durmiendo intranquilos y esperando a que el Sol se ocultara por completo antes de salir y reanudar sus aburridas reuniones que no conducían a nada. Aprovechó esta debilidad para abrir la cadena y colarse en el cementerio para después cerrarla tras él, se sentó a esperar escuchando su Walkman repleto de grandes éxitos y esperó a que las alegres melodías hicieran su efecto sobre los no-muertos.
En efecto, veinte minutos después empezó a notar la actividad emergiendo de todos los rincones del cementerio en forma de ataúdes que se abrían bajo tierra y quejas de aquel ruido infernal. Aún no había asomado ninguna cabeza huesuda, así que McCallum aprovechó para hablar.
—Os he dado tiempo para decidir—anunció con voz clara y firme—. Sólo quería una cosa y me habéis ignorado, qué tremenda falta de respeto por vuestra parte. Supongo que no me queda más remedio que cumplir con mi amenaza. Y es una lástima— añadió—. Sois el último cementerio encantado de Inglaterra.
Caminó cerca del muro, inspeccionando lápidas y moviendo con el pie las piedras sueltas y las bolsas de basura.
—Qué triste lo que le ha ocurrido a este sitio. Tenía mucho mejor aspecto antes, cuando vine hace meses en busca de la campana. Sí, ahí fue cuando me di cuenta de que tenía que estar por aquí. Veréis, hay un libro en la asociación de espiritistas británicos que habla acerca de estos objetos. ¿La conocéis?—preguntó al cementerio vacío—. La asociación fue fundada a principios del Siglo XVII tras el juicio de las brujas de Samlesbury…
Algo interrumpió a McCallum. Parecía que los obreros se lo habían pensado mejor y regresaban al trabajo, así que el médium fue muy despacio hacia la puerta asegurándose que sus pies no se tropezaban con alguna rama o brazo esquelético que surgiese de improviso, y echó un vistazo fuera.
Nickford había llegado y se le veía más sonriente que nunca. Cierto era que tenía ojeras y no se quitaba la chaqueta para que no se le vieran los cercos de sudor que tenía en la camisa, pero parecía mucho más contento que Miles, que se bajó de su propio vehículo con aire alicaído. Tras ellos, una hueste de camiones hacía girar el cemento en la parte de atrás y se colocaban en fila de la misma forma que haría un regimiento que se preparase para una carga de caballería.
—Maldito idiota —murmuró McCallum—. No podía esperar a mañana, ¿Verdad?
Tenía que acabar con eso rápido.
—¿Lo oís? Es vuestro joven alcalde, listo para cumplir mis órdenes. Tiene tres excavadoras listas para tirar los muros abajo. Espero que os guste estar muertos, porque esta vez no va a haber campana que os salve.
Entonces vio una serie de fantasmas elevándose sobre sus tumbas, pequeñas volutas de niebla que se retorcían y estiraban, traslúcidos u opacos, y de todos los colores. Eran fríos y no tenían piernas, ni tampoco ojos ni boca. Eran lo que McCallum siempre había sabido que eran: pequeñas bolsas de tejido ectoplásmico capaces de ser empujadas por un ventilador o un manotazo, frágiles y temblorosas. Los cuerpos sólidos, en cambio, parecían tener más reparos a dejarse ver. La tierra del cementerio empezó a burbujear y se escuchó el sonido de manos que escarbaban y trepaban desde abajo.
Una cabecita chata y con expresión estúpida fue la primera en aparecer. Vestía un ajustado traje de funeral, tenía un agujero de bala en la cabeza, le faltaba gran parte de los dientes y no parecía para nada amenazador. Sobre la lápida desdibujada que le servía de almohada, McCallum vio que aquel tipo en otro tiempo se había llamado Maverick.
Más esqueletos se levantaron poco a poco. Muchos se encontraban en un estado lamentable y otros conservaban restos de su ropa o algo de piel, e incluso uno de ellos tenía una peluca rubia llena de cucarachas. Familias enteras o abueletes de columna torcida fueron apareciendo aquí y allá, pero nadie dijo nada ni se atrevió a acercarse al médium, ni tampoco a mirar al otro lado del muro, donde se preparaban para enterrarlos bajo varios metros de cemento rápido.
—Me parece que estáis en un buen aprieto. Las excavadoras entrarán en primer lugar y el sello sigue en la puerta. Vuestra única salida es entregarme la campana.
Nadie contestó. Se miraron unos a otros y se juntaban arrastrando los pies, dándose cuenta de que todo era inútil. Alguien les había convencido de que no merecía la pena ni siquiera pedir un poco de compasión por sus pobres y tristes almas, y eso a McCallum le encantaba.
—¿Y bien?
El cadáver que había emergido de mala gana de la tumba de Maverick se encogió de hombros.
—De acuerdo—dijo McCallum—. Empezaré por el pequeño que tenemos aquí.
El médium hizo un rápido gesto con la mano y sacó la aspiradora portátil de su abrigo. La sacudió y el niño-fantasma que estaba atrapado en su interior pegó un grito angustiado. Entonces por fin el resto de apariciones reaccionó, pero no atacando, sino haciendo lo que mejor se les daba:
—¡Debería darle vergüenza utilizar así a un pobre niño indefenso!—criticó el esqueleto con peluca.
El chillido del niño no parecía haberles acobardado, sino que tras el comentario de la señora Winifred (que descansaba en paz desde 1695) ahora todos parecían indignados. McCallum llevaba décadas investigando sucesos paranormales y apariciones fantasmales, pero ver treinta o cuarenta cuerpos enfadados con él y dándose la razón unos a otros era lo más sorprendente que había presenciado nunca.
—Tan hombre no será si tiene que recurrir a esa bajeza.
—¡Eso es, Maverick!—dijo Owens dándole la razón por primera vez.
—¡Sí, cobarde!
El médium dio un paso atrás, pero se recompuso y gritó:
—¡La campana! Dádmela y os dejaré libres.
—¿Y cómo espera que le creamos, patas de pollo?—preguntó la señora Winifred.
—Eso es, cariño. Tienes razón.
El fantasma de Ambrosius asintió vigorosamente con la protuberancia superior de su forma neblinosa que podría haber pasado por su cabeza, y no fue el único. Por primera vez desde que habían despertado tras sus funerales, los habitantes del cementerio de Scomersett se mostraron como una comunidad unida, negándose a cooperar. Que hiciera lo que quisiera, le dijeron a McCallum. Que le apañaran, añadieron. Y que se duchara más a menudo, mencionó alguien.
—No os necesito a todos para encontrar la campana— Dijo él—. En cuanto os mate a unos cuantos, seguro que aparece alguien lo bastante razonable para negociar.
Levantó la aspiradora portátil y cogió impulso para lanzarla por encima del muro, y hasta encontró una terrible satisfacción en los gritos (ahora sí) de temor de aquellos seres.
Pero entonces lo oyó.
Cling.
McCallum se detuvo en el último segundo. Todos en el cementerio se habían quedado en silencio también y sólo se escuchaba el lejano rumor de los motores de los camiones. Poco a poco, fueron girando sus cabezas hacia el lugar del origen del hueco tañido de la campana.
Cling.
Los esqueletos se apartaron y entre ellos apareció un ser más alto que los demás, vestido con una abollada y sucia armadura medieval que protegía unos miserables huesos apenas cubiertos por músculos del color de la ceniza. Sus cuencas vacías apuntaban fijamente hacia el médium y en su mano izquierda colgaba, bien sujeta entre sus falanges desnudas, una sucia campana de latón abollada.
McCallum se fijó en el objeto que llevaba el soldado como si no existiera nada más. La había buscado durante tanto tiempo que había llegado a imaginar una campana de catedral gigantesca y colgada de una torre, o quizá enterrada en una cripta subterránea y protegida por las más abominables criaturas de la noche. Pero era muy pequeña y había aguantado muy mal el paso del tiempo. Y aun así seguía siendo el objeto más preciado del mundo entero.
—Veo que hay alguien conserva el cerebro—dijo McCallum.
—¿La quieres? —preguntó Borden—. Abre la puerta y no me sigas.
McCallum dudó un instante.
—¿Y qué quieres que haga con tus vecinos?
—Me importa un carajo. Por mí puedes aplastarlos con el resto del cementerio si te apetece.
Hubo quejidos y gruñidos, y un poltergeist rompió varias piedras de la indignación. El matrimonio Winifred se quejó, la señora White ocultó su calavera entre las manos por lo poco que le iba a gustar ver cómo se ensuciaba su casa y el resto de los fantasmas insultaron a Borden desde varios metros de altura, a salvo de sus puños.
—¡Callaos de una vez!—les gritó.
El soldado desenfundó un enorme y afilado cuchillo Y McCallum retrocedió, levantando la aspiradora como si fuese un pequeño escudo que le mantenía a salvo. Y de pronto, Borden de Gloucester arrojó su arma al suelo.
—No voy a perder el tiempo con esto. He estado muerto cinco siglos años y tengo muchos planes por delante.
—Disculpe señor—un pequeño esqueleto levantó la mano—. ¿Cree que podría contestarme una cuestión académica?
McCallum miró al tal Maverick, que había salido del grupo y estaba siendo aniquilado por la mirada vacía de Borden.
—¿El qué?
—Bueno… la campana ha sido el símbolo del Guardián del Cementerio durante siglos, y ha sido un cargo que yo mismo he desempeñado con devoción y…
—¡Oh, cállate, ya te hemos dicho que no nos importa!
Más voces, más gritos. Borden le cerró la boca a un esqueleto de un manotazo.
—No, no, creo que tenemos derecho a conocer todos los detalles de este entuerto— insistía Maverick poniéndose a salvo de los que querían amordazarle y arrastrarle de vuelta a su tumba.
—No, por favor—dijo McCallum, que parecía hasta divertido—. Os lo explicaré. Veréis, en la asociación de espiritistas británicos tenemos un libro que habla sobre ellas.
—¿Y qué es la asociación…?
—¡Chist!
—Las campanas son importantes, señor esqueleto. Se dice que los ángeles las llevaban cuando bajaban a la tierra y las utilizaban para curar enfermos que habían sido considerados santos o dignos del toque divino. Esa —señaló la que Borden tenía en su puño. —podría ser una de ellas.
Borden no miró la campana, ni hizo ningún gesto que diera a entender que aquella información le importaba.
—Bueno, son leyendas, la verdad. Pero el caso es que esa campana resucita a los muertos. ¿Esto?—McCallum levantó la aspiradora que contenía al fantasma. —Una chuchería comparada con ella, una reliquia que parece haber sido tocada por una mano especial. Algo… increíble.
El médium sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. Ya era suya, y eso significaba más que el ansiado premio del próximo Octubre.
—El rastro de las campanas es igual de difícil de seguir que su origen. Algunos aseguran que un ángel caído bien podría haberse llevado la suya para jugar con los mortales. Somos tan pobres en comparación y ellos tienen un extraño sentido del humor. Los libros dicen que tal vez así empezaron los primeros cementerios encantados, cuando las brujas las utilizaron en sus rituales. He buscado campanas durante las últimas décadas hasta encontrar el pequeño y ridículo pueblo de Scomersett y no me sorprende haberla encontrado en vuestro cementerio, ya que aquí fue donde se quemaron a las últimas brujas del país.
Maverick y el resto miraron a su alrededor. Llevaban siglos allí y jamás habían oído hablar de nadie que hubiese sido castigada por brujería o algo similar. Lo hubiesen sabido. Eran fantasmas, tenían tiempo de sobra para investigar el pasado de sus vecinos.
—En Cornualles tienen una colección de objetos similares. Todos rotos y sin ningún poder. Por eso, ésta en concreto mes es de mucha utilidad—dijo McCallum —. Así que por favor…
Emmet McCallum se abrió el abrigo y éste cayó a sus pies dejando al descubierto su sucia y desgastada camisa, que había llevado puesta desde el día en que le enterraron. Tenía agujeros y botones rotos, y a través de ella podía verse su cuerpo consumido y piel arrugada y retorcida sobre los huesos. Las costillas estaban abiertas y a través de ellas Borden y los demás pudieron ver un corazón negro y pequeño que no latía, pero que hacía escurrir la sangre por lo que quedaba de su cuerpo de forma lenta y espesa.
—Cualquiera diría que unos fanáticos del ocultismo podrían reconocer a un muerto viviente cuando lo vieran. He asistido a muchas reuniones, hablado con fantasmas y espíritus y hasta aguantado las charlas de la asociación de espiritistas más aburrida del mundo. Y durante todo este tiempo he estado buscando algo que me saque de esta situación. Porque a veces mueres… pero no mueres. Con la campana no sólo puedo despertar en un ataúd roñoso, es capaz de mucho más. Un día al año, en plena noche de brujas, es capaz de hacerte renacer, y quiero hacerlo delante de ellos y ganar el suficiente dinero como para disfrutar de una vida que me fue negada a una edad muy temprana. Seguro que lo entiendes, ¿Verdad, soldadito? Una vida, algo que seguro que todos habéis echado de menos.
McCallum levantó la aspiradora que contenía a su prisionero para que todos vieran que iba en serio.
—¿Y qué pasará con nosotros?—preguntó Maverick.
—Creo que ya he contestado demasiadas preguntas.
Borden caminó hacia él, y muchos de los fantasmas intentaron retenerle por primera vez desde que salió de un humor de perros de su fosa embarrada. Él se los quitó de encima entre insultos y maldiciones, y entre todas aquellas voces, alguien gritó:
—¡Traidor!
El soldado recordó una imagen venida de un mundo antiguo, un tiempo atrás en el que había estado vivo y sano. Un pasado de cargas de caballería y reyes chepudos que caían frente a su espada. Y entonces alguien mucho más sensato que él decidió actuar. Con un grito de guerra pasado de moda, John Brennan emergió tras una lápida armado con aquel rifle que tenía un siglo de antigüedad cargado con cartuchos mojados. Dijo algo acerca del honor, la patria y la amistad y disparó contra el cuerpo de Emmet fallando estrepitosamente. McCallum empezó a correr para evitar todos los disparos, y el grupo de fantasmas se lanzó hacia él como chorros de aire caliente. El médium maldecía y amenazaba a voces con asesinarlos a todos mientras sus órganos ennegrecidos iban dando tumbos dentro de su cuerpo abierto. Una bala le acertó por casualidad en el hombro y lo atravesó como si fuera de papel.
—¡Basta!—gritó.
McCallum había llegado al boquete causado por el bulldozer el día que tiró parte del muro del cementerio, y Borden vio cómo tomaba impulso para lanzar la aspiradora como represalia. De dentro salió el chillido asustado de un niño-fantasma que luchaba por liberarse.
Y corrió. Movió sus pesadas piernas y saltó por encima de otros esqueletos que se iban quedando atrás. Inspiró por primera vez en siglos y notó el calor del aire de la noche que entraba en él y lo incendiaba. Borden olvidó que estaba muerto, olvidó el peso de la coraza y también que estaba desarmado. Se sintió como en las mejores peleas de su vida pasada en tabernas y callejones, y con ganas de aplastar a aquel miserable contra la pared. Lo embistió con el hombro y la aspiradora salió despedida de la mano de Emmet McCallum girando en el aire hasta caer inofensiva sobre la hierba. Borden le arrastró por el aire, pues el médium era sólo piel y un saco de huesos que crujieron bajo el golpe, y lo lanzó a través del agujero y también el sello que les mantenía aprisionados. El médium voló en un torbellino de risas histéricas, y las manos nudosas y alargadas se cerraron en torno a los hombros de la armadura de Borden de Gloucester y se lo llevó con él.
Los dos cayeron al suelo a sólo un metro de distancia. Todos los esqueletos del cementerio corrieron hacia ellos y se quedaron justo al otro lado del muro. Borden levantó la cabeza y vio que lo que había sido el cuerpo del McCallum se retorcía y desmenuzaba, cayéndosele la piel y dejando al descubierto una calavera horrenda y consumida. Las manos se crisparon y saltaron hechas trizas, la camisa se agrietó y terminó de romperse, dejando caer las costillas y el negro corazón como un montón de escombros. Una última carcajada de rabia contenida se quebró en el aire.
Borden se levantó y miró hacia el cementerio. Aquel hatajo de chiflados y estúpidos seguía al otro lado del agujero del muro sin saber qué decir. Sólo se escuchaba al idiota del soldado que había probado con muy mala puntería su tan cacareada arma de cobarde. Ahora a lo mejor todos entendían por qué Brennan no había llegado vivo al final de la guerra.
El sello que mantenía al niño-fantasma dentro de la aspiradora se rompió una vez desaparecido su creador, y el pequeño ente blanquecino salió disparado perdiéndose entre los árboles, donde fue a reunirse con los demás.
“Todo esto para nada” pensó Borden. “Maldito crío estúpido”.
Le fallaron las piernas. Sus pies parecían estar hundiéndose en el barro y la armadura se volvía de repente muy pesada. Fue consciente de que no tenía ojos ni tampoco músculos en las manos, y también de que estaba a punto de desaparecer. Los demás espíritus continuaron mirando sin decir nada mientras Borden de Gloucester se desplomaba, con su cabeza sin poder ser sujetada nunca más por sus vértebras, y al final parece que no le importó demasiado. Se iba de allí tal y como él quería, y se desvaneció con una sensación de triunfo, de haber ganado una última pelea. Que se las apañaran aquellos idiotas sin él, sonrió. El niño-fantasma regresó acompañado de dos presencias idénticas que podrían ser sus padres y se quedaron mirando desde lo alto. Y luego se hizo el silencio.
—¡Bien, muchachos! ¡Por aquí, seguidme! Vamos a hacer una última comprobación rutinaria antes de proceder a la limpieza de este lugar.
Bill Nickford caminaba ufano con las manos en las solapas de su traje y seguido por un aburrido Paulie y de Miles, que arrastraba los pies. Habían dejado a los obreros preparando el cemento y algunos incluso se dirigían ya a las excavadoras aparcadas fuera para tirar los muros abajo. Cuando el alcalde y su séquito llegaron a la puerta del cementerio una vez pasadas las vallas metálicas, se dieron cuenta de que la cadena estaba rota y tirada en el suelo.
—Paulie, Paulie… —chasqueó la lengua. — Esto no puede ser. Hay que tener más cuidado con la seguridad de este sitio.
Estaba contento, así que dejó pasar aquel detalle por alto y empujó él mismo la puerta. Se sentía cómodo haciendo parte del ejercicio físico por sí mismo. Quizá no estaría mal llamar a los fotógrafos para que le inmortalizasen arrimando el hombro con el proletariado, sudando todos bajo el mismo sol nublado y con su sonrisa apuntando a la próxima campaña.
—Bueno, al final ni siquiera creo que haga falta llevarse la basura de aquí, ¿No, Paulie? Eso es una buena noticia para usted, que seguirá cobrando lo mismo por…
Nickford se quedó sin habla cuando frente a él vio a nada menos que cuarenta esqueletos en pie mirándolos desde todos los puntos del cementerio. También había presencias neblinosas que se deslizaban por el suelo y aparecían sobre las ramas de los cipreses, e incluso una araña gigante que casqueaba las mandíbulas y que era el poltergeist que había ignorado a menudo hiriendo sus sentimientos.
El alcalde se quedó pálido del susto, Miles se desmayó y a Paulie se le cayó el cigarrillo de la boca.
—Supongo que querrá una explicación de lo que está sucediendo aquí—dijo uno de los esqueletos.
Se acercó y tendió una mano, listo para estrechársela, pero Nickford se quedó congelado con la mayor expresión de terror que nadie haya puesto. Aquel ser, aquella calavera desdentada que se esforzaba en ser amable, se presentó como Maverick, antiguo Guardián del Cementerio. Dijo que no tenía el gusto de conocerle, porque el único al que había visto “de cuerpo presente” era al viejo Stacey que, por desgracia, aún continuaba muerto.
—Y le aseguro que esto hubiese sido mucho más fácil con él siendo nuestro consejero en estos asuntos—añadió—. Pero ahora tenemos otros puntos que discutir. Por ejemplo…
—¿Qué clase de alcalde puede proponer algo así?—le interrumpió un esqueleto que también hablaba, terrorífico y peor aún, con peluca—. ¡Esto es una vergüenza! ¡Si yo fuese usted, dimitiría!
—¡Sí, dimita usted!
—¡Vienen con camiones!—continuó la señora Winifred—. ¡Con “retroscavadoras” y con médiums que intentan matarnos, y además ni siquiera pensaba llevarnos a St. Louis, pensaba enterrarnos!
Uno a uno, todos los habitantes del viejo cementerio de Scomersett encontraron un motivo para quejarse al boquiabierto ser vivo que estaba entre ellos. Durante mucho tiempo la idea de castillos encantados o presencias inquietantes entre las ruinas de un convento abandonado había servido para inspirar siglos de literatura de terror. Ahora Bill Nickford tenía ante sí un concentrado sobrenatural de electores disgustados con el trato por parte del Ayuntamiento.
—Mire—dijo Maverick —: Nos gusta este lugar y no queremos marcharnos de él. Es obvio que usted ha debido sufrir una complicada enfermedad, ideando nuevos edificios de aspecto demasiado moderno para nuestra sociedad, y podemos dejar pasar un desliz como este, pero no nos obligue a quejarnos con más fuerza.
—¡Sí, eso!—gritó Owens.
—Este es nuestro hogar, y seguirá siéndolo. Puede enviar todos los camiones que quiera, pero tenemos huesos suficientes para arrojárselos a quien quiera entrar por esa puerta con malas intenciones.
Hubo un grito de júbilo por parte de aquellos que nunca habían creído que Maverick pudiese hablar como si fuese una autoridad respetable.
—Ahora por favor démonos la mano para zanjar este desagradable encuentro y permita, como buen alcalde, que nos quedemos aquí. Pero envíe a alguien, tal vez a ese joven de aspecto tan lozano— Señaló a Paulie, que se estaba encendiendo otro pitillo a toda velocidad—, para limpiar la basura que ustedes tiraron en nuestra casa. Ese microondas empieza a molestarnos demasiado.