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El nuevo proyecto
urbanístico
Bill Nickford, el alcalde de Scomersett, llegó al viejo cementerio en su coche último modelo, aparcó junto a los derruidos muros y se apeó sacudiéndose la chaqueta del traje. Era un hombre orondo de cincuenta y seis años, e intentaba disimularlo con carísimos trajes hechos a medida y lustrosos zapatos que, por cierto, se hundieron en el barro en cuando bajó del coche.
Nickford gruñó y tiró de sus piernas para sacarlas del lodazal, pero la suciedad ya había llegado hasta los cordones. Murmurando para sí lo mucho que costaría ordenar que se los limpiaran, lanzó una mirada desaprobatoria al cementerio como si aquello fuese culpa suya. Después fue hacia el maletero, de donde sacó un casco de obra azul brillante que se ajustó sobre la cabeza para que no diese la sensación de quedarle demasiado grande. Una vez listo, esperó diez o quince minutos al empleado del ayuntamiento y el encargado de obras públicas, mientras clavaba sus ojos en los muros de mampostería que habían empezado a agrietarse.
El viejo cementerio había surgido alrededor del año mil quinientos, casi al mismo tiempo que la fundación del pueblo, cuando llegaron los primeros habitantes y éstos persistieron en las viejas costumbres de tener hijos, herrar caballos, hacerse viejos y morir en invierno. Pero aquel no era el único camposanto del pueblo ya que en mil novecientos quince, el alcalde Friedric Winston había ordenado la construcción de uno muchísimo más amplio en el otro extremo de Scomertsett, por lo que aquel lugar recibió el nombre de Viejo Cementerio y había permanecido lleno sin admitir a más fallecidos, y con todos sus nichos y lápidas cayendo en el abandono.
Cuando acabaron los enterramientos también desapareció el dinero destinado a jardineros y limpiadores. Durante mucho tiempo Nickford pensó que un par de voluntarios del ayuntamiento iban allí los fines de semana a despejar la maleza, pero cuando le dijeron que la gente había dejado de trabajar gratis hacía mucho tiempo, decidió que tenía que ir a echar un vistazo a aquel lugar y hacer algo para detener la lucha que libraban los matojos y los restos de las fiestas juveniles por apoderarse del terreno.
Lo cierto es que era un sitio descuidado muy diferente a los grandes cementerios de Londres y que sobreviven (aunque sea una mala palabra) como parques donde la gente va a pasear y compartir la merienda. Según Nickford, el problema era que al Viejo Cementerio ni siquiera podía sacársele partido como destino turístico porque era espantoso de narices. Para empezar, la puerta parecía haber sido diseñada por el peor enemigo del buen gusto: un arco retorcido de hierro negro con púas en su parte superior que originariamente se había abierto hacia dentro arrastrando suciedad y hojas secas en un amplio semicírculo, pero que ahora permanecía cerrada a cal y canto abrazada por una gruesa cadena con candado. Nickford se acercó a la entrada y echó un vistazo al interior. Podía ver pequeños pabellones con tejados a dos aguas llenos de nichos, todos ellos ocupados y con lápidas negras, grises y aburridas amontonándose a su alrededor. En la zona central del cementerio estaban las tumbas más antiguas, donde la hierba crecía salvaje y bien condimentada por viejas latas de refresco, basura y alguna revista de chicas en bikini de la década de los ochenta. No había nada que reseñar, ni ángeles de piedra o alguna triste gárgola con colmillos que diese un poco de encanto al sitio. Era simplemente un lugar en ruinas, pero aquello se iba a terminar.
Nickford se giró cuando escuchó el motor de un coche y vio un BMW de color negro reluciente que avanzaba a trompicones por el camino de tierra que llevaba hasta el cementerio. En su interior, el jefe de obras públicas venía acompañado del empleado de mantenimiento, que vestía un mono de trabajo y barba de tres días. El alcalde se quedó en el sitio para no volver a meter los pies en el barro y esperó a que los dos hombres salieran del vehículo y se acercaran a él.
—¡Buenos días, Bill!—saludó el jefe de obras.
—¡Miles!
Se estrecharon la mano. El empleado del ayuntamiento sólo meneó la cabeza, sacó un paquete de cigarrillos del bolsillo de atrás de su uniforme y se metió un pitillo en la boca.
—¿Qué hay? —dijo.
Nickford sonrió como un tiburón, dejando ver un recital de dientes blanquísimos.
—¿Cómo se llama? —le preguntó.
—Paulie—dijo el empleado—. ¿Quieren que les abra?
Paulie fue hasta la puerta, sacó un manojo de llaves y probó unas veinte antes de dar con la que encajaba en el grueso candado que mantenía bien sujeta la cadena. La retiró dejándola caer al suelo con un gran tintineo metálico y, entre empujones, patadas y menciones a la madre que los trajo a todos, venció al barro acumulado durante años y el óxido de las bisagras y abrió un estrecho hueco en la entrada principal.
—Pasen, esto no abre más—se quejó escupiendo al suelo.
Nickford, aún preocupado por sus zapatos, fue el último en entrar para poder así fijarse en dónde pisaban los demás. La tierra estaba completamente apelmazada y la hierba había empezado a comerse la verja dificultando el avance, pero cuando estuvo seguro de que no caería en otro charco, se puso las manos en la cintura y miró a su alrededor.
—¿Cuántos años hace que nadie utiliza este cementerio? —preguntó Miles.
—¡Décadas!—respondió el alcalde—. Caballeros, ¿Qué les parece si echamos un vistazo para ver el estado general en el que se encuentra todo?
El encargado de obras públicas asintió encantado, pero el tal Paulie se limitó a encogerse de hombros dando a entender que en realidad le daba igual. Caminaron pues por la calle principal del cementerio fijándose en las lápidas. Había gente de todas las edades y estratos sociales existentes en el Scomersett del siglo XIX, pero ninguno de los apellidos les sonaban ni parecían pertenecer a alguna familia que residiera actualmente en el pueblo. La tumba más reciente pertenecía a un soldado de la Primera Guerra Mundial que ahora estaba cubierta por la suciedad, pero al margen de eso y de algún médico que había sido famoso en la zona doscientos años antes, no había nada más interesante. Miles, presuroso por complacer al alcalde, sacó una libreta del bolsillo de su chaqueta y empezó a leer lo que había anotado en ella.
—Se calcula que podría haber unas tres mil personas aquí enterradas, Bill. Pero claro, es una estimación. No quedan registros y en algunos nichos están concentradas familias enteras. Eso sin contar el osario, que…
—¿Dónde está el osario?
Miles se encogió de hombros, Paulie escupió otra vez en el suelo y se sacó el cigarrillo de la boca.
—Ahí al fondo, síganme.
En la pared Sur del cementerio, muy cerca de donde el río que rodeaba el pueblo hacía una curva, había una cerca de madera antiquísima que estaba carcomida y marcaba el osario. Se trataba de un pozo completamente oculto por la hierba donde, tras mucho tiempo en los nichos, los huesos que quedaban de los antiguos habitantes de Scomersett eran arrojados para dejar sus últimas moradas libres de nuevo, listas para acoger a nuevos ocupantes.
—Necesitaremos meter una excavadora si queremos sacarlos de ahí—apuntó Miles cruzándose de brazos.
Paulie se giró hacia los dos hombres, que se miraban y asentían con la cabeza.
—¿Y para qué quieren sacarlos? —les preguntó—. Esto es un cementerio, la gente viene aquí para quedarse. ¿No?
—Estimado Paulie—empezó Nickford con la voz engolada, como cada vez que se dirigía al periódico local o enfrentaba una reelección—, el Viejo Cementerio de Scomersett lleva décadas abandonado, como hemos podido observar, y corre el riesgo de convertirse en una fuente de problemas.
—¿Problemas?—preguntó Paulie aspirando el humo con tanta fuerza que el cigarrillo se acortó dos centímetros.
—La estructura es vieja y los chavales vienen aquí a hacer fiestas nocturnas y realizar todo tipo de travesuras. Cualquier día, una madre llamará histérica a la puerta del ayuntamiento exigiendo una indemnización porque su criatura se ha roto el brazo tras saltar el muro.
—¿Y quién narices les manda a esos mocosos meterse aquí, ehm? —replicó Paulie torciendo la cara.
—Se trata a todas luces—continuó el alcalde sin hacerle caso—de un lugar peligroso, o descuidado, si lo prefiere. Y está dando mala imagen a un pueblo que desde mil novecientos setenta está experimentando un gran crecimiento en esta dirección. Hasta el punto, señor… Paulie, de que el cementerio se está convirtiendo también en un problema urbanístico.
—A mí no me venga con mandangas. ¿Qué pasa con el cementerio?
Nickford se dio media vuelta y continuó su paseo por el camposanto.
—Mire, es un hecho demostrable que las poblaciones no crecen hacia los cementerios. Los constructores no compran los terrenos colindantes y acaban apareciendo… —se oyó cómo el alcalde metió los pies en un charco— lodazales. El caso es que tenemos una gran explanada alrededor de este lugar y Scomersett no puede crecer hacia el resto de direcciones.
—Estamos pensando en vender el cementerio—simplificó Miles.
Paulie, con su mono, su barba y un paquete de tabaco que volvió a despedirse de un nuevo compañero que iba a caer en acto de servicio, no entendió nada.
—Un cementerio no se puede vender. Es un… es un…
—Un terreno propiedad del ayuntamiento, una parcela en desuso y que necesita urgentemente una intervención de nuestro departamento de obras públicas…
—Gracias, señor alcalde —peloteó Miles.
—…si no queremos que se convierta en un lastre para la buena marcha de Scomersett de aquí a dentro de cinco años. Señor Paulie, vamos a vender el Viejo Cementerio y a trasladarlo muy lejos de aquí.
El empleado bufó y se le cayó el cigarrillo de los labios. Lo pisoteó con su bota y se encendió otro sin darse cuenta.
—¡Eso es una majadería!
—No, no lo es. Es un plan urbanístico muy bien desarrollado que consta de trece puntos de actuación— Dijo Miles—. Nos hemos reunido ya con empresas constructoras y con arquitectos, y en una década esta zona será una de las más nuevas y de mejor diseño de todo el pueblo. Venga, venga, se lo explicaré.
Paulie se dejó arrastrar del hombro mientras dos cosas pasaban por su cabeza. La primera era por qué narices le contaban todo eso a él, que no le interesaba lo más mínimo, y la segunda, en que nadie compraría jamás una vivienda construida sobre los restos del difunto y venerable abuelo Joe, que llegó desde Escocia en mil ochocientos y había sido encontrado muerto en el establo con una herradora aún sujeta a un caballo aplastándole la frente.
—Mire, para llegar hasta aquí hemos tenido que atravesar unos doscientos metros de camino sin asfaltar partiendo de una calle secundaria. Bien, el plan urbanístico pasa por ampliar esa calle secundaria y transformarla en un bulevar que pase directamente por el centro del pueblo, y hacer grandes aceras y paseos anchos que lleven hasta el río. Cuando derribemos el cementerio construiremos un parque, nuevos y modernos edificios de apartamentos y un centro comercial. Queremos que esta zona sea un nuevo foco de actividad y ayude al crecimiento económico de…
—No van a venderlo, van a derribarlo—dijo Paulie.
—Sí, claro, ¡Nadie compraría una casa cerca de los muros derruidos de un cementerio viejo y abandonado! Hay que quitarlo de aquí— dijo Nickford muy convencido mirando las lápidas por debajo de su casco azul brillante y sintiéndose todo un ingeniero.
—Las obras comenzarán dentro de pocos meses— continuó Miles— y el cementerio será el primer foco de actuación. Necesitamos que los habitantes del pueblo lo pierdan de vista, que no lo echen de menos, y de todas formas seguro que en seguida se olvidan de que estuvo aquí. Para ello, vamos a demoler todas las lápidas y panteones, y a sacar todos los mohosos huesos que quedan y llevarlos al pueblo de St. Louis, a treinta kilómetros de aquí, cuyo cementerio está casi sin usar.
—No pueden hablar en serio. Es un trabajo endemoniado. ¿Vaciar tumbas? ¡Jesús bendito! ¿Y creen que la gente no se va a dar cuenta, ehm?
—Oh Paulie, usted no sabe nada de planificación urbanística. ¿Quién se va a acordar de un camposanto mientras se va de compras, se toma un helado en una terraza o compra unos bollos de crema en una cafetería que construiremos cerca del río? Sólo esta zona constará con cinco grandes edificios de apartamentos, y Scomersett podrá crecer hasta donde le plazca. Y así será, se lo aseguro. La gente está huyendo de las grandes ciudades y regresando a los pueblos, donde la vida es tranquila y los alquileres más baratos. Todo son ventajas siempre y cuando…
—Siempre y cuando se elimine el cementerio— terminó Paulie—. ¿Y qué opinan las familias de todo esto?
El alcalde le miró, sorprendido.
—¿Qué familias? Ya no queda nadie que se interese por la gente que hay aquí, estimado Paulie. Usted mismo ha tenido que pelearse, muy bravamente, por cierto, con la puerta de la entrada para permitirnos el acceso. La propuesta se ha votado y todos hemos dado nuestro consentimiento. El proyecto se llevará a cabo.
—Ya, bueno, pues buena suerte— dijo Paulie bastante molesto—. ¿Y a quién van a traer para hacer todo el trabajito, ehm? Porque esto es idea de alguna constructora de fuera, llena de tipos que no han visto el terreno, no han visitado la zona, y seguro que sólo piensan en llevarse los bolsillos con…
—Bueno, señor Paulie, ¿Qué le parecería a usted ser el encargado de la obra?
Paulie pegó una calada a su cigarrillo y los miró largamente a los dos.
—¿Encargado?
—Como usted ha dicho, necesitamos alguien de aquí, alguien que crea en lo que intentamos hacer. Usted conoce los planes del ayuntamiento…
—Me los acaban de contar.
—…y necesitamos alguien como usted, que apoye nuestro proyecto urbanístico y dirija las labores de limpieza del cementerio.
—¿No necesitan a nadie para que… ya saben… marquen los huesos, les pongan nombre y los metan en bolsas?
Nickford se rió con ganas.
—No se preocupe ahora por eso. Todo esto irá de camino de St. Louis en unos meses y a estas alturas a nadie le importa. Lo importante es… ¿Cree usted en el proyecto, señor Paul?
El hombrecillo miró a su alrededor. El alcalde pensó que estaba preparando un plan de acción o unas pautas, o buscando una forma de empezar a desmantelar ya el sitio.
—¿Cuánto voy a cobrar? — preguntó.