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Un fantasma atrapado

 

en una aspiradora

 

 

 

 

 

El proyecto urbanístico era el gran sueño del alcalde Nickford. Mucho más que una promesa electoral de la que nos olvidamos tras la reelección poniendo la excusa de la falta de presupuesto o el acuerdo con los sindicatos. Nickford se imaginaba a sí mismo como una de las figuras emblemáticas del pequeño Scomersett y quería que todos pudieran verlo cada mañana en la explanada a las afueras de la localidad con su traje planchado, su camisa blanca y el impecable casco de obrero. Llegaba temprano y desenrollaba planos que extendía sobre el capó de su coche oficial, sonreía como si anunciase dentífricos y contestaba a las preguntas del periódico local con exagerado entusiasmo.

Pronto, en las hectáreas vacías que nunca antes se habían aprovechado apareció un ejército de constructores, hormigoneras, camiones y grúas de color verde que ascendían al cielo. Las excavadoras removieron todo el descampado arrancando árboles y matojos, destrozando pedruscos y preparando un camino de tierra apisonada que sería el origen de la tan ansiada Nueva Avenida.

—¡Cipreses! — Comentaba Nickford en voz alta—. Habrá que quitarlos todos, sin duda. Son árboles deprimentes, ¿Por qué no podemos tener cerezos, pinos, robles…?

—¿Y qué tal unas cuantas plantas exóticas?—sugería Miles.

—Sí, ¿Por qué no? Me parece una gran idea.

—Gracias, señor alcalde.

Miles era un experto en el arte de darle la razón a su superior, pero todos en el pueblo (menos Nickford, imaginamos) sabían que en realidad lo que buscara era ocupar el sillón del alcalde en la próxima legislatura, así que le hacía la pelota hasta el punto que si Nickford hubiese tirado un palo, él se lo hubiese devuelto en la boca y esperando que le acariciaran detrás de las orejas. Ambos hombres supervisaban el avance de las obras con cuidado de no mancharse de barro y siempre preparados para el fotógrafo de turno, que les sacaba sonriendo, enseñando los pulgares o fingiendo que estaban muy ocupados decidiendo cuestiones técnicas. En muchas de aquellas fotografías también salía el viejo Paulie fumándose un cigarrillo y con cara de no entender muy bien qué quería ese par de pijos burócratas.

Pero la transformación de Scomersett era evidente. Los empresarios que habían apoyado el plan urbanístico iban a hacer mucho dinero con él y ya estaban allí grupos de arquitectos armados con medidores láser que calculaban la distancia y la consistencia del terreno, decidiendo dónde construirían un parque o unos centros recreativos. Imaginaban ya hileras de bloques de viviendas, aparcamientos y una nueva biblioteca que tendría que abastecerse con los libros de la antigua, y hasta había discusiones sobre si la ribera del río que cruzaba el pueblo sería un terreno demasiado blando para enterrar los cimientos de los edificios en ella. Por suerte el alcalde también había ideado un plan para desviar el cauce del agua y limpiar el fondo de todas esas algas sucias y bolsas de basura, por no hablar de latas de refresco e incluso otro microondas que había aparecido flotando en los márgenes. La mejora del río finalizaría con un lecho de cemento que lo transformaría en un limpio canal que daría al pueblo una imagen mucho más sofisticada. No había nadie que se opusiera a aquellos planes ya que las únicas construcciones que había en el terrero eran la granja del viejo Millboard, que la había vendido al ayuntamiento por un buen precio para pasar su jubilación en un lugar con Sol, y el Viejo Cementerio.

Aquella era la única mancha en su expediente, ya que Nickford había planeado tirar el camposanto antes de que las obras empezasen en serio. Pero tras el accidente del operario del bulldozer tenían que esperar a que una comisión de riesgos y accidentes laborales dictase un informe sobre lo ocurrido, y mientras tanto habían puesto vallas metálicas alrededor del cementerio para que nadie entrase en él. Los peritos habían ido un par de veces, tomado medidas sobre el camino que siguió la excavadora y conjeturado cómo un hombre de ochenta y tres kilos pudo salir volando por lo alto del muro, pero no pudieron hacer lo más sencillo, que hubiese sido preguntarle al obrero. Por lo visto cuando le dieron el alta en el hospital presentó su renuncia, cogió a su mujer y se mudó a otro pueblo en menos de una semana sin tan siquiera pasarse a recoger su último cheque, que insistió que le enviasen por correo a su nueva dirección.

Eso complicaba las cosas aún más para Nickford porque habían empezado a hacer preguntas sobre el cementerio. Corrían rumores de que alguien había presentado una petición para que las tumbas se considerasen patrimonio de Scomersett y otros muchos veían en su destrucción algo de mal gusto. Lo que tendría que haber sido una demolición secreta y rápida estaba dándole demasiados dolores de cabeza al alcalde, que no desaparecieron cuando McCallum apareció con una aspiradora portátil.

Los habitantes del cementerio, por su parte, habían visto cómo en dos semanas se había levantado una serie de barracones y oficinas prefabricadas además de una cafetería en un remolque para el disfrute de los obreros en sus ratos de descanso. También cómo la granja de Millboard era derruida por un bulldozer gigantesco que se llevó por delante su granero y que luego echó los escombros a un camión que se los llevó de camino al vertedero. Imaginaban que ese sería su destino, y ahora tenían que tener más cuidado que nunca para no ser vistos u oídos durante el día. Los que podían flotar invisibles habían dejado de hacerlo cuando las primeras grúas empezaron a montarse, y ahora la parte trasera del cementerio se había convertido en un almacén de herramientas. Y en respuesta, ellos no habían hecho nada, sino que se habían limitado a esperar lo inevitable en silencio mientras buscaban a un pequeño niño-fantasma a quien nadie había vuelto a ver.

Otro del que no habían vuelto a tener noticias era Emmet McCallum, que parecía haberles dejado tiempo de sobra para decidir si entregarle la campana, volviéndose locos con la visión de las obras. Sin embargo Borden de Gloucester, que se había erigido en el matón del cementerio, se negaba a ofrecerla o incluso a discutir sobre el tema, por lo que todos empezaban a comprender que estaban perdidos.

—Tendremos que ceder—decía Maverick—. No me agrada la idea de abandonar este familiar hogar que hemos tenido durante muchos siglos, pero cargarán nuestros huesos y los llevarán a St. Louis, donde podremos empezar de nuevo. No será tan grave…— añadió dándose ánimos a sí mismo.

Pocos tenían ya ganas de hablar. La familia de fantasmas que había perdido a su hijo se pasaba las noches enteras aullando lastimeramente y esperando a que su vástago apareciera. Y sin ellos animando las reuniones y con la señora Winifred quejándose de todo, sólo podían luchar contra el esqueleto más grande del cementerio para robarle la campana o arriesgarse a que el médium no cumpliese su amenaza de exterminarlos a todos para hacerse con lo que quería.

—Hay otra posibilidad—decía siempre Brennan—. Podemos luchar, hacer frente como los valientes soldados de Leónidas hicieron en su momento. Yo podría dirigiros a la batalla, construir trincheras, llamar a la artillería…

—¿Y cuántas armas tienes soldadito?

Borden habló por primera vez en días. Los demás se echaron hacia atrás, temerosos siempre de aquellos músculos secos y esa armadura oxidada que no se quitaba nunca. A su lado Brennan parecía un niño enclenque con uniforme militar sucio y gastado.

—Disculpe, señor de Gloucester, si le parece mal que a usted sólo le enterrasen con un cuchillo, pero a mí, un héroe de la Gran Guerra, me concedieron el gran honor de ser sepultado con mi fiel Lee-Enfield y munición de sobra para acabar con todos nuestros problemas.

—¿Y qué se supone que es eso?

—Oh, es normal. ¿En sus tiempos cuál era el arma más avanzada, el hacha? Pero las vicisitudes de la guerra moderna nos han llevado a utilizar todo tipo…

—¡Cállate, Brennan!—gritó Owens.

—Perdonad, pero si vamos a ir a la guerra necesitamos empezar por organizar nuestras fuerzas, y yo soy el único con experiencia militar.

Borden caminó hacia Brennan y todos pudieron ver cómo el fusilero parecía llegarle por debajo de la barbilla.

—Así que te crees todo un legionario, ¿eh? ¿Y con qué, con armas de cobarde? ¿Arcos y flechas para disparar desde la distancia?

Brennan retrocedió un poco.

—Por Dios, señor, una muestra más de su falta de conocimiento. Los rifles del ejército de Su Majestad cuentan incluso con una bayoneta y una mira que permite hacer blanco con facilidad. Créame, si aún conservase mis ojos, podría ser un tirador mortal.

Alguien añadió que el problema de Brennan fue precisamente no haber visto venir los disparos enemigos, lo que le ofendió una vez más. Entonces Borden sacó su cuchillo.

—No me gustan vuestras armas. No tenéis el valor suficiente para acercaros a otro hombre y luchar con él, saborear la sangre ni el sudor, ni tampoco el esfuerzo. No le tenéis respeto a la muerte.

—Mi buen amigo—dijo Brennan arriesgándose muchísimo al poner una mano en el gigantesco hombro del otro soldado—, permítame recordarle que usted está muerto.

La discusión se prolongó durante varias horas y el detalle de la campana volvió a salir a la luz. Maverick estaba muy dolido desde que le habían retirado el cargo de Guardián del Cementerio y no quería hablar de ninguna forma. Se quedaba en su tumba enfurruñado y si lograban hacerle salir sólo lo hacía para quejarse de todo lo que proponían los demás. Al final fue la señora Winifred la única que habló directamente al gigante huesudo.

—Oiga usted. Se supone que debería velar por los intereses de la comunidad, no negarse a participar y apropiarse de objetos ajenos. Hicimos una votación y no puede negarse a cumplir con su parte del trato.

Maverick vio la oportunidad de acercarse y murmuró que él pensaba lo mismo.

—Yo no me presenté a ningún cargo, vieja chalada—respondió Borden—. Así que no me hable de esa manera si no quiere que meta sus huesos en un saco y le lance por encima del muro. Así conseguiríamos cinco minutos de silencio.

Hubo gritos de indignación, pero también varios animaron a Borden a probar su puntería. Él los calló con un gesto.

—Además me importa un carajo lo que queráis—continuó—. No somos amigos y lo único que quiero es encontrar una forma de abrir esa puerta y salir por ella. Sólo necesito una espada. Un arma —añadió haciendo énfasis en esa palabra mirando a Brennan— de verdad.

—Si él no quiere hacerse cargo de las tareas de Guardián del Cementerio, creo que deberíamos devolver el puesto a su antiguo titular—dijo Maverick—. Yo siempre he mirado por nosotros y me siento ofendido ante la falta de respeto hacia nuestro hogar.

—Sois estúpidos—gruñó Borden, harto del pomposo esqueleto—. ¿De verdad creéis que el alcalde y el quemabrujas ese van a escucharos? No. Uno quiere echaros y otro aplastaros, y para ellos tanto mejor si os pasan las dos cosas. ¿Entregarles la campana, algo que parece tan valioso? No. Os pertenece, y si la quiere, ese espantapájaros con abrigo tendrá que negociar.

—¿Y si cumple su amenaza y tira los muros del cementerio?—preguntó un esqueleto que iba vestido con su traje de boda.

—No lo hará. Ha tenido tiempo de sobra. ¿No lo entendéis, panda de huesos atontados? Sabe que si lo hace puede que jamás encuentre la campana. Si es necesario la enterraré tan profundo que jamás volverá a ver la luz del Sol, y él no puede parar esas… obras para buscarla él mismo.

Muchos se quedaron sorprendidos ante la cantidad de palabras que Borden de Gloucester había soltado sin romperle la mandíbula a nadie. Y hasta se plantearon si estaba de su lado o hablaba de su plan personal e intransferible. Si utilizaba la campana para negociar con el médium, tal vez tuvieran una oportunidad de salvar su no-vida. Pero eso les llevaba de nuevo a la orden de desahucio emitida por el ayuntamiento y la importancia de aquel instrumento de latón sucio que devolvía la vida a los muertos.

—No puede ser única, de todas formas —dijo el señor Winifred—. Todos hemos oído hablar de fantasmas, y cuando podíamos flotar libremente sabíamos de gente como nosotros.

—¿Alguna vez habéis hablado de ella con alguien?—preguntó Owens.

Ni siquiera el esqueleto más viejo del lugar, al que llamaban “el abuelo”, sabía nada del tema. Para ellos sólo era un juguete que le habían dado a Maverick para que se sintiera importante mientras los demás se limitaban a dormir durante décadas.

—La campana es algo más que un instrumento—insistía él—. Es un símbolo, una prueba de nuestra legitimidad sobre el terreno que pisamos.

—Ya lo sabemos, pesado.

—¿Entonces qué hacemos?—preguntó un ectoplasma de color azulado.

—Conocer a nuestro enemigo—dijo Brennan—. Saber quién es y por qué le interesa tanto la campana. Y como dice el camarada Borden, podríamos utilizarla… llamar a la fuerza aérea y utilizar granas de mortero para debilitar sus defens…

Borden le pegó un puñetazo tan fuerte que su cabeza salió volando por aires.

—Volverá—dijo—. Y entonces veremos qué se trae entre manos.

 

 

*

En el despacho del alcalde, Emmet McCallum se negó a tomar una taza de té. Tampoco se sentó, sino que se quedó de pie en medio de la habitación mientras Nickford atendía decenas de llamadas que le tenían ocupado todo el día. Los empresarios empezaban a impacientarse porque el derribo del cementerio era algo esencial que se estaba posponiendo de forma innecesaria. Él aseguraba que lo solucionaría en un par de días, pero había pasado un mes y no podían continuar a menos que aquel engorroso lugar desapareciese del mapa.

—El cementerio está en la intersección de varios caminos, Nickford—le dijo uno de los arquitectos—. Iba a ser un aparcamiento también para los obreros, porque en algún sitio tenemos que dejar las excavadoras.

El problema era que McCallum había dejado una aspiradora portátil sobre la mesa, y dentro de ella había un fantasma. El alcalde seguía sin creer en esas cosas, desde luego. Un tío suyo había sido mago y estaba acostumbrado a los trucos con cartas, monedas y palomas que se guardaban en los sombreros, así que se conocía de sobra las triquiñuelas y engaños de los prestidigitadores. Y sin embargo, había algo dentro de aquel aparato que luchaba por salir.

No había que preocuparse, dijo McCallum entre risas secas. Los fantasmas no necesitaban comida o agua, y podían dejarle allí durante años si querían. Le explicó que la aspiradora tenía una versión diferente del sello espectral que él mismo había colocado en la cadena del cementerio, así que el pequeño iba a estar muy encogido e incómodo hasta que solucionasen su problema.

—El resto de mis honorarios, por favor—pidió.

—Oiga, McCallum, conozco a todos los charlatanes desde aquí a Gales. Hace dos años en la feria del pueblo un hombre aseguró que le habían robado una barraca llena de premios de las tómbolas, y no tuve más que reunirme con mis abogados para detectar el fraude. Usted no puede venir aquí, hacerme creer que tiene un fantasma atrapado en una jaula y esperar que el departamento de cuentas apruebe el gasto de un cazafantasmas.

—Médium, por favor. Y no, en realidad se trata de un fantasma atrapado en una aspiradora, así que hay una diferencia.

Nickford bufó y se levantó para dar a entender que la reunión había finalizado.

—Lo siento, pero he terminado con este asunto. Tengo un encuentro con varios proveedores para la construcción de las viviendas

El alcalde rodeó el escritorio y puso la mano en el manillar de la puerta, pero McCallum permaneció envarado en el centro de la estancia sin mirarle. Cogió la aspiradora y tocó uno de los botones, que la encendió haciendo que del extremo salieran varias volutas de polvo y pelos de gato. Pero entonces, del interior del aparato emergió una esfera de luz traslúcida y quejumbrosa que emitió un chillido muy fuerte pidiendo ver a su madre. La aparición revoloteó por el despacho hasta que McCallum volvió a aspirarla y encerrarla dejando atrás sólo un poco de suciedad y el sonido del llanto de un niño pequeño.

—¿Ha oído hablar de la convención bienal de espiritistas en Londres, señor Nickford?

Se giró. El alcalde se había apretado contra la pared y parecía pálido como un cadáver. Emmet le indicó que volviera a su sillón y él obedeció con lentitud, manteniéndose bien apartado de la aspiradora portátil que descansaba sobre su mesa y de la que salían pequeños sollozos.

—Siéntese—dijo McCallum—. Algo me dice que le quedan a usted por delante al menos veinte años de vida, así que no le importará si le robo unos minutos más. Verá, la asociación de espiritistas británicos se fundó a principios del siglo XVII tras el juicio de las brujas de Samlesbury. Intentaban desentrañar los misterios de las oscuras prácticas de las condenadas, pero con el paso del tiempo se acabaron convirtiendo en investigadores de lo paranormal. Ahora son una comunidad respetada que se reúne cada dos años para hablar de los últimos descubrimientos. Seguramente no haya oído hablar de ella, pero todos los grandes hombres y mujeres de esta país que querían conocer aspectos del más allá han sido miembros de esta organización. Harry Houdini, Conan Doyle… ¿Ha oído hablar del fantasma de Ricardo VIII, señor Nickford?

—No tengo el placer—tartamudeó.

—Oh, es uno de nuestros temas favoritos. Ha aparecido incluso en las cámaras de seguridad del palacio de Hampton Court. Hay una recompensa de cien mil Libras para el que aporte una prueba concluyente de su existencia.

El alcalde no entendía gran parte de lo que estaba diciendo, pero empezaba a ver por dónde iban los tiros.

—E imagino que usted, señor McCallum, es parte de esa sociedad.

—Así es. La próxima reunión está programada para finales de Octubre, y hace dos años la recompensa por la aportación de un elemento sobrenatural confirmado y contrastado es de millón y medio de Libras. No quiero aburrirle con cómo conseguimos nuestra financiación, pero sí quiero decirle que la mayoría de las conferencias que se dan esos días son bastante aburridas.

Según McCallum, la asociación de espiritistas contaba con charlas de expertos en apariciones y buscadores de reliquias. Se discutía sobre criptozoología, la ouija, la reencarnación o la existencia de los poltergeist, y también se contaban las batallitas de todas las casas encantadas con las que se habían topado o del encuentro de McCallum con una Mujer de Negro, un tipo de fantasma conocido por originarse de una mujer que había muerto de pena tras perder a su marido poco antes de la boda.

—También tratamos temas mucho más serios, como comprenderá: fenómenos naturales, psicología, electromagnetismo, autosugestión, falsos recuerdos… todas esas cosas que hacen que la gente vea fantasmas sin necesidad de que los haya. El problema es que las veces que nos encontramos con una auténtica aparición, estas suelen dejar poco rastro.

—Es comprensible.

—No se ría de mí, señor Nickford. Los espíritus no son dados a ceder. Cuando les proponemos que se pasen a dar una conferencia o actos más propios de su naturaleza (hacer temblar las luces, mover objetos, meterse dentro de muñecas de porcelana) casi lo ven como un insulto. Creen que menospreciamos su pena.

—Bueno—carraspeó Nickford intentando recomponerse—, si lo que dice es cierto, usted ha ganado el encuentro de este año, ¿Verdad? Ya tiene a su fantasma. Felicidades y que tenga usted un buen viaje de regreso a Londres.

McCallum sonrió, y los músculos de su cara crujieron como si no fuese un gesto que hiciera a menudo.

—¿Qué hará cuando lleguen las próximas elecciones y su sueño arquitectónico se quede a medias? ¿O cuando la gente empiece a creer los rumores de que usted tiene miedo al viejo cementerio porque está convencido de que está encantado?

—¡Eso es absurdo!—protestó el alcalde—. Estamos pendientes de que la comisión de accidentes laborales…

—Aaaah… pero es que alguien tiene un gran interés en que usted no consiga sacar adelante al proyecto. Miles, sin ir más lejos. Espera que usted fracase para convertirse en su rival a la alcaldía dentro de poco. Puede que los rumores le ayuden en su camino hacia este despacho.

Por primera vez, Nickford no tenía ni idea de qué decir. Se le habían acabado las cortesías y los comentarios a la prensa, las declaraciones pomposas y hasta las sonrisas. Ahora estaba morado de rabia y vergüenza, y parecía que iba a explotar.

—No se preocupe. No es el primer político al que su perrillo faldero traiciona cuando tiene la oportunidad. Créame cuando le digo que Miles ya está viendo cómo acabar él mismo este proyecto urbano y quedar como el hombre que ayudó a Scomersett a salir de la crisis en la que le sumergió el inepto de Bill Nickford.

—Miles… cómo se atreve… ¡Esto es un insulto! ¡Márchese de aquí ahora mismo!

—¿Y dejar que Miles y los rumores ganen? No, señor Nickford. Vengo a ofrecerle mis servicios una vez más, y ahora muy en serio.

Se metió la mano en su desarrapado abrigo y sacó un cheque que rellenó por el importe que ya le habían ingresado en su cuenta por el trabajo de limpiador de cementerios.

—No tengo ningún interés en esto. El premio de la asociación de espiritistas británicos es mucho mayor que lo que usted tenga en sus arcas públicas. Puedo devolvérselo y conseguir que mañana mismo el cementerio sea historia.

Bill miró el cheque y en su cara apareció la esperanza de recuperar el dinero que le había dado a ese charlatán y así evitar una vergonzosa investigación por algo que se llamaba “desviación de fondos”. Pero algo no terminaba de cuadrarle.

—Esto es otro truco.

—No. Es que en el cementerio hay algo mucho más valioso aún que no puedo permitir que entierren antes de que me haga con ello.