Capítulo 2
Fue una mañana muy larga.
Alina permaneció sentada, sintiéndose incómoda y violenta mientras el personal del hotel recogía los restos de una noche decadente.
Demyan no parecía incómodo en absoluto. Era evidente que estaba acostumbrado.
—¿Hay inquilinos en la otra propiedad? —preguntó Alina.
—No —respondió él sin mirarla— . Es mi vivienda particular. De ahí la necesidad de discreción.
Alina asintió lentamente y se pasó la lengua por los labios repentinamente secos mientras empezaba a entender lo que implicaba lo que Demyan le acababa de revelar.
—¿Tengo que buscar otra...?
—No voy a comprarme otra.
Alina parpadeó: se marchaba de Australia.
—Va a ser un mes de mucho trabajo —él, por fin, la miró— . ¿Alguna pregunta?
—No.
—Pues debieras tenerlas. Vas a llevar mi agenda y a organizar la venta de dos de mis propiedades, ¿y no tienes nada que preguntarme? Como te he dicho, he reservado el día de hoy para... —claramente molesto por no hallar la palabra, Demyan repitió— : para...
Alina apretó los labios para no decirle las palabras que estaba buscando. No quería que se enfadara más; de hecho, esperaba que, de un momento a otro, le dijera que se marchara. Y entonces se produjo algo muy extraño. Él le sonrió.
—No soy tartamudo —dijo.
Alina tragó saliva sin saber hacia dónde se dirigía la conversación.
—No te quedes ahí sentada fingiendo que no te das cuenta de que no encuentro las palabras adecuadas.
Seguía sonriendo levemente, pero lo suficiente para que Alina se diera cuenta de por qué era un rompecorazones. Tenía una sonrisa fascinante. Su boca era sensual, de labios rojos y carnosos que se movían muy despacio.
—Puedes ayudarme si quieres —afirmó él.
Alina estaba absorta pensando en sus labios, pero volvió rápidamente a la realidad.
—Para ponerme al día —dijo con voz ronca.
—Entonces, aprovéchalo.
Alina asintió.
—Si en algún momento no estás segura de algo o tienes alguna pregunta...
—Te preguntaré.
Respuesta equivocada.
Alina lo supo porque vio que él contraía las mandíbulas y apretaba los labios.
—Si me dejas terminar... —no había rastro de sonrisa en sus labios— . Iba a decirte que te pongas en contacto con Mariana, mi secretaria habitual en Estados Unidos.
—¿Da igual la hora del día? Con la diferencia horaria...
—Hablarás con ella antes de molestarme.
Comenzaron a trabajar.
A las once, Demyan dijo:
—Llama a la secretaria de Hassan para ver si podemos comer juntos mañana. Solo va a quedarse aquí una semana, así que me urge verle —hizo una pausa porque ella anotaba todo lo que decía— . Iremos a un restaurante que le gusta y al que hace tiempo que no voy —le dio el nombre del restaurante, que era en el que ella trabajaba.
—¿Algún problema?
—No —respondió ella— . ¿Por qué?
—Porque no lo has anotado.
No se le escapaba nada, pensó Alina mientras lo anotaba y esperaba más instrucciones. Pero Demyan se quedó callado.
Al acercarse la hora de comer, Alina estaba segura de que Demyan había decidido que haría venir a la eficiente Mariana.
Estaba en lo cierto.
Demyan pensaba que no era una buena secretaria. No había visto en su vida a nadie tan tímido ni que se disculpara tanto. Se sonrojaba cada vez que él le dirigía la palabra.
Así que llamó a Mariana, pero, al percibir el deseo en su voz, decidió no hacerla ir a Australia y conceder más tiempo a Alina.
Esta estaba hablando con la secretaria de Hassan cuando Demyan acabó de hablar con Mariana.
—Tengo dolor de cabeza. Pide que suban analgésicos. No, tengo algunos en el cuarto de baño. ¿Me los traes, por favor?
El personal del hotel había hecho bien su trabajo, y no había señal alguna de que hubiera habido tres mujeres con Demyan la noche anterior.
Así son las cosas, se dijo ella, porque Demyan la atraía; de hecho la atraía más que nadie lo había hecho en su vida. Y sabía que él no la miraría nunca de ese modo. Y no lo pensaba por modestia, sino porque él pertenecía a otro mundo. Alina pensó que no debería estar allí, que había sido una estupidez mentir y decir a Elisabeth que era capaz de trabajar para Demyan.
En el cuarto de baño, se olvidó durante unos segundos de que estaba allí con un propósito y se dedicó a admirar las cosas de Demyan. Y había mucho que admirar. Sin poder evitarlo, agarró el frasco de colonia y frunció los ojos para leer el nombre.
Demyan.
Tenía su propia fragancia.
Abrió el frasco y aspiró. Podría haberlo seguido haciendo eternamente, pero la sobresaltó el sonido del teléfono y un poco de colonia se le vertió en el rostro y la mano.
Cerró el frasco a toda prisa y lo dejó en el estante. Tomó dos analgésicos de una cajita y volvió con Demyan.
Este hablaba en ruso. Su tono no era agradable y, al decir el nombre de Nadia, ella supo que estaba hablando con su exesposa.
Alina retrocedió hacia el dormitorio, hasta que Demyan, lleno de ira, lanzó el teléfono al suelo.
La madre de Alina siempre afirmaba que decía mucho de un hombre su forma de hablar con su exesposa o de hablar de ella.
Y aunque se sintiera muy atraída por él, a Alina no le cupo duda alguna de que era un canalla.
Demyan alzó la vista cuando se le acercó. Volvía a tener las mejillas rojas, pero él creyó que era por incomodidad ante lo que había presenciado.
Él no tenía que darle explicaciones y, desde luego, no iba a decirle cómo había reaccionado Nadia cuando él la había llamado «prostituta». En vez de romper a llorar o, mejor aún, colgar, había bajado la voz y le había susurrado: «Si quieres que lo sea...».
Alina le tendió las pastillas y él sonrió con ironía.
—Necesitaré alguna más. Tráeme la caja y un vaso de agua helada.
—En la caja dice que la dosis son dos.
—Si quisiera una enfermera, la habría contratado —Demyan la miró a los ojos, y ella contuvo la respiración al ver que aspiraba porque había olido la colonia que ella había derramado— . Una enfermera que no tocase mis cosas. Tráeme la caja.
—No voy a traerte más —a Alina le daba igual que la despidiera, pero no estaba dispuesta a darle drogas a Demyan, aunque solo fueran dos analgésicos más. Vio que él abría los ojos y que iba a responderle, pero se le adelantó— . Si quieres pasarte de la dosis, ve tú a por ellas.
Ella dejó las tabletas en la mesa y esperó a que se produjeran los mismos gritos que él había lanzado al hablar con Nadia.
Pero no los hubo.
Demyan se limitó a encogerse de hombros y a levantarse, aunque no fue al cuarto de baño, sino que agarró la chaqueta.
—Vamos a ver mi casa, pero antes pararemos a comer. Puede que lo que necesite sea que me dé el aire, en vez de pastillas.
Le gustó la tímida sonrisa de ella y que lo hubiera desafiado.
Pocos lo hacían.
—Llama para reservar mesa. Decide tú dónde.
Eso debería haber sido todo.
Y con otra persona lo hubiera sido.
Daba órdenes y se le obedecía.
Alina tosió levemente.
—No puedo comer contigo.
—¿Cómo dices?
—Según las normas de la agencia, no puedo comer con el cliente. Está en el contrato que firmaste anoche.
—¿Lo firmé?
Ella lo sacó del bolso y se lo enseñó. Aquella era su firma, no cabía duda. Pero de la noche anterior solo tenía recuerdos borrosos.
—Lo firmé —le echó una ojeada— . Aquí dice que debes terminar de trabajar a las cinco, sin excepciones. ¿Puedo preguntarte por qué?
—Soy una trabajadora temporal. Son las normas —no le dijo que de esa forma podía trabajar por las noches en el restaurante.
—Muy bien. Tenemos mucho que hacer hasta que sean las cinco. Pero, primero, necesito comer.
Alina llamó a uno de los restaurantes de la lista que Mariana le había enviado por correo electrónico y también llamó al chófer, que los estaba esperando cuando salieron del hotel.
Por primera vez en su vida, Alina sintió que se giraban para mirarlos.
Aunque miraban a Demyan, por supuesto.
La puerta del coche estaba abierta y ella se dio cuenta de que Demyan estaba esperando a que entrase.
En la parte de atrás.
Con él.
Con él, pero separados, ya que fue como si ella no estuviera allí. Al principio, él no intentó entablar conversación y se limitó a mirar por la ventanilla.
El corazón de Alina latía a toda prisa. No había dejado de hacerlo desde que se habían conocido. Iba a ser la una del mediodía. Habían pasado casi cinco horas desde su primer encuentro, y ni la belleza de Demyan ni el impacto de su presencia habían disminuido.
—Roman nació allí —dijo él de pronto, más para sí mismo que para ella. Miró el hospital y recordó lo orgulloso que se había sentido ese día y lo dispuesto que estaba a hacer las cosas bien.
Cuando Alina se volvió para echar una ojeada, se dio cuenta de que toda su arrogancia había desaparecido. Nunca había visto a nadie tan triste.
—Yo también.
La voz de Alina y la sorpresa que le produjeron sus palabras hicieron que Demyan la mirara a los ojos.
Ella pensó que, aunque, en aquel momento, su fortuna le permitiera acudir únicamente a los mejores hospitales privados, el hecho de que Roman hubiera nacido en aquel indicaba que su padre había comenzado desde abajo.
—¿Cuántos años hace?
—Veinticuatro. Mi madre quería tenerme en el hospital local o en casa, pero el embarazo fue complicado.
Alina se sonrojó como solía hacerlo ante él, pero esa vez se debió al hecho de haber contado algo de sí misma, lo cual no era habitual en ella.
—Yo tendría nueve años —afirmó él— . Ni siquiera había oído hablar de Australia por aquel entonces.
Alina calculó que tendría treinta y tres. Y Roman, según las revistas, catorce.
—Fuiste padre muy joven.
—No demasiado —no estaba dispuesto a explicarle que nunca se había sentido joven. Incluso de niño había tenido muchas responsabilidades.
—Yo fui a la escuela aquí cerca.
—Creí que vivías en el campo.
—Estaba interna durante la semana —Alina le dijo el nombre de la escuela, y él enarcó una ceja, ya que se trataba de una escuela femenina muy estricta— . Mi madre estaba empeñada en que recibiera una buena educación.
—Eso está bien.
—No lo estuvo, créeme —vio pasar a dos niñas de uniforme— . Me pongo enferma solo de ver el uniforme.
—¿No te gustaba la escuela?
—La odiaba. No encajaba en ella.
—Eso no es malo. Yo nunca encajé —replicó él volviendo a mirar por la ventanilla.
El coche se detuvo frente al restaurante. Alina se sintió ridícula al volver a rechazar su ofrecimiento de comer juntos.
—Quedamos aquí, en el coche.
—Muy bien. ¿Cuánto tiempo te concede el contrato para comer?
Alina sabía que se estaba haciendo el gracioso. Le pidió al chófer que le mandara un SMS en cuanto Demyan estuviera listo para salir.
Y así, en vez de comer en un lujoso restaurante, ella se tomó, sin mucho entusiasmo, un sándwich vegetal que se había hecho en casa esa mañana.
Pero se sintió más segura al comer sola.
Nunca había conocido a nadie tan masculino, ni su cuerpo había reaccionado, ni de lejos, como lo había hecho aquella mañana, lo cual la asustaba.
Trató de analizar la causa de su inquietud.
Aunque Demyan fuera de una belleza deslumbrante, era una persona mala y peligrosa. Lo había comprobado al oír cómo hablaba a su exesposa y al haber visto a aquellas tres mujeres saliendo de la suite.
Dio un mordisco a la manzana que había llevado, pero enseguida la tiró a la papelera.
Estaba harta de manzanas.
Se dirigió a un puesto callejero y pidió un perrito caliente.
Se había prometido seguir la dieta esa semana, pero, la mañana pasada con Demyan, había desbaratado sus planes.
Él era lo opuesto a lo que le gustaba en un hombre, sobre todo en la forma de comportarse con su hijo. ¿Cómo iba a gustarle un hombre que renunciaba a su hijo? Era verdad que Roman no era un niño, que ya tenía catorce años. Ella tenía tres cuando su padre se marchó.
Alina mordió el grasiento perrito y, por primera vez desde las ocho de la mañana, dejó de pensar en Demyan.
Miró los rascacielos y se preguntó si su padre estaría detrás de una de aquellas ventanas, o tal vez fuera uno de los hombres trajeados que caminaban hacia ella.
Si lo fuera, ¿lo reconocería?
¿La reconocería su padre?
¿Le importaría siquiera? Era evidente que no.
Alina iba a dar otro mordisco al perrito, pero vio que ya se lo había comido.
Demyan optó por comer en la terraza. Estaba contemplando a la gente pasar cuando vio que Alina tiraba una manzana a la papelera y se compraba un perrito caliente. Nunca había visto a nadie comerse uno tan deprisa.
¿Se quedaría con ella o no? No se parecía en nada a Mariana ni a sus empleados habituales, que destacaban por su eficiencia. Era tan tímida y tenía tantas ganas de pasar desapercibida que no podías evitar fijarte en ella.
Era tímida y complaciente, en efecto, pero se había negado a darle más analgésicos.
—¿Desea algo más el señor? —le preguntó el camarero.
—Otro café. Y si pudiera traerme unos analgésicos... La caja entera.
—Por supuesto, señor.
Eso estaba mejor, pensó.
Recordó cómo se había sonrojado Alina al negarle las pastillas. Volvió a mirarla y comenzó a admirar sus generosas curvas.
Pensó que sería agradable llevársela a la cama, si dejaba de disculparse y de ser tan tímida. Sería agradable volver a ver curvas.
Cuanto más rico se hacía, más delgadas eran sus acompañantes.
La dejaría para más adelante. Sería una bonita recompensa después de que acabaran las duras semanas que lo esperaban.
Se tomó muy despacio el segundo café.
No lo hizo para hacer esperar a Alina.
Sencillamente, no quería ir a su casa.