Prólogo
Ese día no.
Demyan Zukov miró por la ventanilla de su jet privado mientras iniciaba el descenso hacia Sídney, Australia.
Era una vista magnífica, y él era dueño de parte de los rascacielos. Sus ojos oscuros localizaron el ático en el que vivía y, después, se fijaron en las numerosas ensenadas de la costa. El agua era de un sorprendente azul oscuro y estaba llena de barcos, ferries y yates que se abrían paso hasta el puerto dejando una estela blanca tras ellos.
Esa vista siempre lo entusiasmaba y emocionaba. Siempre había la posibilidad de pasárselo bien en cuanto el avión aterrizara.
Pero ese día no.
Demyan recordó su primer viaje a Australia. Lo había hecho con mucho menos estilo y, desde luego, la prensa no lo esperaba para darle la bienvenida. Entonces era un desconocido, aunque dispuesto a dejar huella. Tenía trece años cuando se marchó para siempre de Rusia.
Había llegado en un avión comercial, en clase turista, con su tía Katia. Y había mirado por la ventanilla para contemplar la tierra que lo esperaba. Katia le habló de la granja en la montaña que pronto sería su hogar.
La educación de Demyan había sido brutal. No había conocido a su padre, y su madre, soltera, se había visto atrapada en una espiral de pobreza y alcohol, y en ella se gastaba el escaso apoyo que recibía del Gobierno.
A los cinco años, Demyan tuvo que hacerse responsable de mantenerlos a ambos. Había trabajado muy duro, y no solo en la escuela. Por las tardes y los fines de semana, acompañado de Mikael, un chico de la calle, limpiaba los parabrisas de los coches detenidos en los semáforos y pedía limosna a los turistas.
Si era necesario, escarbaba en la basura de los restaurantes y hoteles. Y así, todas las noches podían cenar madre e hijo. Al final de su vida, su madre había dejado de preocuparse por la comida y solo exigía vodka y más vodka mientras se volvía cada vez más paranoica y supersticiosa.
Cuando murió, Demyan creyó que viviría en la calle con Mikael, pero Katia, la hermana de su madre, había llegado a Rusia desde Australia, donde vivía, para el entierro de Annika.
Katia se quedó horrorizada al saber cómo habían vivido su hermana y su sobrino, ya que Annika siempre le decía en las cartas y las llamadas telefónicas que les iba bien. Miró detenidamente a su escuálido sobrino, cuyo cabello negro y ojos grises contrastaban con su pálida piel. Y aunque no lloraba, su rostro expresaba confusión, recelo y pena.
Al entierro de Annika solo acudieron tía y sobrino. El sombrío oficio religioso tuvo lugar muy lejos de cualquier iglesia, y a Demyan le pareció oír los gritos de protesta de su madre mientras el féretro descendía en tierra no consagrada.
—¿Por qué no me dijo Annika lo mal que estaban las cosas? —preguntó Katia a su sobrino mientras se alejaban de la tumba.
—Era muy orgullosa —respondió él girándose para mirar la tumba.
Sí, Annika Zukov había sido muy orgullosa para pedir ayuda, pero muy débil para cambiar en su propio beneficio o en el de su hijo, pensó Demyan con amargura.
—Las cosas mejoraran ahora —afirmó Katia mientras le pasaba el brazo por los hombros, pero el niño se echó a un lado.
Volaron desde un frío San Petersburgo al verano australiano. Durante el viaje, Demyan, huraño y sufriendo en silencio, solo se animó al contemplar por la ventanilla la belleza majestuosa de la tierra a la que llegaban. Había oído que Sídney tenía uno de los puertos más bonitos del mundo.
Y era cierto.
Por primera vez en mucho tiempo, lo que le habían dicho era verdad.
Era como ver el sol por primera vez. Te hacía daño y te cegaba, pero no podías evitar volver a mirarlo.
El corazón de Demyan seguía siendo de hielo, tan frío y oscuro como la tierra en la que yacía su madre, pero al acercarse a su nuevo hogar, al ver por primera vez la Opera House y el Harbour Bridge, se juró que nunca volvería a Rusia y que aprovecharía cada oportunidad que se le presentara a partir de aquel nuevo comienzo.
Y Demyan había aprovechado todas las oportunidades.
Todas y cada una.
Pronto aprendió a hablar inglés, aunque con un fuerte acento ruso, pero con muy buenas calificaciones, que siguieron siendo buenas al entrar en la universidad. El estudio siempre había sido su prioridad, pero, cuando acababa el trabajo del día, se dedicaba a divertirse.
Pocas mujeres se resistían a su aspecto inquietante y a la ocasional recompensa que suponía verle sonreír. El sexo siempre tenía lugar en los términos que dictaba él. No se entretenía en besarlas, pero su falta de afecto la compensaba con una buena técnica, aunque pronto se aburría y cambiaba de pareja.
Con Nadia tuvo una corta aventura.
Al ser una compatriota, le resultó agradable volver a hablar en su propia lengua. El cerebro se le fatigaba después de media hora haciéndolo en inglés.
Fue una sola noche, pero tuvo consecuencias: a los diecinueve años, Demyan supo lo que era ser padre.
Dejó de estudiar y se puso a trabajar. Pronto comenzaron a rifárselo diversas empresas, pero él se negó a comprometerse solo con una. No había podido controlar la vida de su madre, pero controlaba la suya completamente.
A los veintiún años, ya se había divorciado de Nadia, pero no consideró su breve matrimonio un fracaso porque Roman, su hijo, era su mejor logro.
Lo había sido.
Cuando las ruedas del jet tocaron tierra, Demyan cerró los ojos y trató de olvidarse de la terrible revelación de Nadia, pero volvió a abrirlos. Estaba en Sídney para enfrentarse a la situación.
Iba a ser una visita difícil. Los medios de comunicación se habían enterado de que Nadia iba a casarse con Vladimir y de que se llevaría a Roman, que tenía catorce años, a vivir a Rusia.
La familia Zukov era el equivalente a la realeza en Australia, por lo que los medios acosaban a crueles preguntas a Demyan, que él se negaba a contestar.
Pasó la aduana y trató de protegerse de los periodistas que lo esperaban.
Y tal vez hubiera sido mejor que estos se protegieran de él, porque, si una cámara más se interponía en su camino, en el estado de ánimo en el que se hallaba, iba a haber una exclusiva en la última edición del telediario. Ni siquiera se dignó a contestar «sin comentarios» a las preguntas sobre Nadia y Roman.
No tenía ganas de hablar con los medios cuando ni siquiera había podido hacerlo con Roman.
¿Cómo iba a decirle que cabía la posibilidad de que no fuera hijo suyo?
—Dobryy den, Demyan —Boris, su chófer, le dio las buenas tardes cuando este se montó en el coche.
Mientras se dirigían a su casa, Demyan llamó por teléfono a Roman, pero siguió sin obtener respuesta.
Finalmente, y contra su voluntad, llamó a Nadia.
—Quiero hablar con Roman.
—Se ha marchado unos días con unos amigos —afirmó Nadia— . Quería estar con ellos antes de que nos fuéramos a Rusia.
—Deja de jugar, Nadia. Soy yo quien quiere estar con él antes de que se marche. Estoy aquí, en Sídney. Dime dónde está.
—¿Por qué no nos vemos y hablamos? Puedo ir a tu casa y...
Nadia bajó la voz, y Demyan sonrió sin alegría. Si ella supiera lo frío que lo dejaban sus intentos de seducirlo, se los ahorraría. Menos de un mes antes de la boda de ella, no le producía placer alguno que estuviera dispuesta a traicionar a Vladimir.
—No tenemos nada de que hablar.
—Demyan...
Este finalizó la llamada porque, de no haberlo hecho, le hubiera dicho a Nadia lo que pensaba de ella.
—Llévame a un hotel —le dijo al chófer, ya que se veía incapaz de ir a su casa.
Ya no era su hogar.
—¿A cuál prefieres?
—¿Cuándo se inaugura el nuevo casino?
—La semana que viene —contestó Boris reprimiendo una sonrisa. ¡Demyan había vuelto!— . Supongo que estarás invitado.
—Por supuesto —replicó Demyan, molesto porque le habría gustado ir al nuevo complejo de hotel y casino— . Busca un hotel que tenga libre la suite presidencial durante toda mi estancia en la ciudad. Probablemente me quedaré un mes.
Mariana, su secretaria, estaba en Estados Unidos y atendería cualquier encargo de su jefe. Boris hizo unas cuantas llamadas y, poco después, el coche se detuvo frente a un lujoso hotel.
El personal se esforzó al máximo para atender la inesperada llegada de su huésped más prestigioso.
La suite estaba libre y preparada para recibirlo. Sin embargo, que fuera Demyan Zukov quien llegaba, hizo que veinticuatro plantas más arriba un buen puñado de trabajadores se dedicara a toda velocidad a comprobar que todo estaba perfecto para recibirlo.
Al entrar, Demyan apenas miró a su alrededor.
Los hoteles, por lujosos que fueran, se parecían mucho.
—¿Le apetece tomar algo de beber? —le preguntó el mayordomo.
—Quiero estar solo.
—¿Le gustaría...?
—He dicho que quiero estar solo. Llamaré si necesito algo.
Cuando la puerta se cerró, Demyan se quedó solo por primera vez desde que Nadia le había dado la noticia.
Se tomó unos segundos para asimilarla. Se había negado a aceptar la posibilidad de que Roman no fuese su hijo, desde luego. Tenía que serlo. Lo había abrazado en el momento de nacer, lo había mirado a los ojos y lo había querido desde ese instante. Nunca había dudado que fuese hijo suyo.
Había tratado de olvidar lo que Nadia le había dicho con alcohol y mujeres.
Casi lo había conseguido.
Al personal del hotel, a pesar de sus esfuerzos, se le había pasado un detalle por alto. Mientras Demyan hojeaba los periódicos vio una revista con Vladimir y él en la portada y el siguiente titular: ¿A quién elegiría usted?
Demyan pensó con amargura que inducía a error, ya que Nadia no podía elegir entre los dos porque él no volvería a aceptarla incuso aunque ella albergara la fantasía de que volvieran a ser una familia.
Pero a la prensa sensacionalista le encantaban aquellos jueguecitos. Demyan pasó las páginas hasta llegar al artículo en cuestión.
Allí estaba Vladimir, cincuenta y pocos años, muy rico y con buena reputación. Lo único que le faltaba en la vida era un hijo.
Y allí estaba él.
Treinta y tres años, con una fortuna ante la que Vladimir, en comparación, era pobre de solemnidad, y una apariencia en la que era indudable que aventajaba a Vladimir.
¿Cuál era la parte negativa?
Demyan no tenía que pasar la página para saberlo, pero lo hizo. Era cierto: era un playboy que se dedicaba a recorrer el mundo alojándose en hoteles, preferiblemente con casino. Y también era cierto que, a veces, desaparecía en su yate con una colección de rubias.
Demyan trabajaba mucho y se divertía más.
¿Por qué no si era soltero?
Siguió leyendo y tuvo que reconocer que, por una vez, la prensa había jugado limpio.
En efecto, tenía una escandalosa reputación, pero se veía compensada por su enorme éxito, porque nadie podía poner en duda que adoraba a su hijo y porque sus excesos siempre tenían lugar fuera de Australia.
El artículo se preguntaba por qué no se había enfrentado a Nadia.
¿Por qué dejaba que se llevara a su hijo a Rusia sin luchar por él? Si Demyan Zukov se proponía una cosa, la conseguía. Entonces, ¿por qué no pedía a un tribunal de justicia que su hijo, nacido en Australia, se quedara allí?
Demyan continuó leyendo, y se le hizo un nudo en el estómago al pensar que Roman estaría leyendo lo mismo.
El artículo era implacable. Tal vez a Demyan no le importara su hijo, tal vez la buena relación padre-hijo hubiera sido una pose ante las cámaras. ¿Había una señora Zukov entre bastidores?
Pobre de ella si la había, afirmaba el artículo.
¿Estaría cansado Demyan de sus frecuentes viajes a Sídney y encantado de que Nadia se ocupara ella sola de su hijo?
Se sirvió una copa, dio un trago y se acercó a la ventana. Desde allí veía su casa, donde había pasado muchas noches escuchando tocar al grupo que formaban su hijo y sus amigos. Allí, en la piscina de la azotea, había enseñado a Roman a nadar.
Dejó de mirar y, lleno de ira, tiró el vaso.
No soportaba poner los pies allí. Quería venderla. También tendría que vender la granja que había sido su primer hogar en Australia, ya que, si Roman se iba a Rusia, no habría motivo alguno que lo retuviera allí ni motivo alguno para volver.
Demyan pensó en pedir a su secretaria que se reuniera con él para que se encargara de todo, pero decidió que no lo haría, a pesar de que le gustaba su profesionalidad en la cama. A fin de cuentas, no se trataba de negocios, sino de algo personal. Si iba a ser su último viaje a Sídney, tendría que ocuparse de muchas cosas que le iban a doler.
Descolgó el teléfono.
—Necesito una secretaria durante un par de semanas, tal vez un mes. Alguien discreto y que entienda de inmuebles.
—Por supuesto. ¿Para cuándo la...?
Demyan lo interrumpió.
—Para mañana a las ocho de la mañana.
Al día siguiente, comenzaría a enfrentarse a lo que lo esperaba.
Empezaría a desmantelar su vida allí y la dejaría atrás para siempre.
Ya nada lo retenía en aquella ciudad.
Se sirvió otra copa.
¿Qué iba a hacer ese miércoles por la noche? Decidió ir al casino. Se emborracharía y, por una vez, haría honor a su reputación en Sídney.
Rubia, pensó mientras bebía.
No, morena; o, tal vez, pelirroja.
¿Por qué no las tres?
Esa noche, se iría de juerga como si el mañana no existiera.
Volvió a mirar por la ventana y contemplo la vista que en otro tiempo lo calmaba.
Ese día no.