Capítulo 22

 

¡Está rosa!

Estelle no podía creerse que aquellos deditos que envolvían los suyos estuvieran tan rosas. Hasta las uñas las tenía de color rosa. Un color que, de pronto, se convirtió en el favorito de Estelle.

—Eso es lo primero que hemos dicho. Ha sido una luchadora desde que nació —le sonrió a su hija.

Estaban todos tan felices por la recuperación de Cecilia que no se fijaron en los esfuerzos que estaba haciendo Raúl para no emocionarse. Raúl miraba a la niña, que se parecía a Estelle, y apenas podía creer que hubiera estado a punto de perderse todo aquello.

—Tengo que salir por un asunto relacionado por el trabajo. ¿Quieres que comamos juntos?

Estelle alzó la mirada, a punto de decirle que no, pero vio que Raúl estaba hablando con Andrew.

—En la cafetería del hospital —añadió.

—Me parece muy bien. Estelle, ¿puedes llevarte a Amanda a desayunar? Quiere que uno de nosotros esté constantemente con Cecilia, pero necesita salir a tomar un poco de aire fresco.

—Claro —Estelle se levantó.

—Y he pensado que podríamos cenar fuera esta noche —añadió Raúl, mirando a Estelle.

—Quiero quedarme aquí con mi sobrina —replicó ella.

—Andrew y Amanda estarán con ella. Y estoy seguro de que querrán que comas algo mientras estés aquí.

—Por supuesto —corroboró Andrew—. Sal esta noche, Estelle. Tú también necesitas airearte.

 

 

Fue un día muy largo. Los médicos entraban y salían constantemente de la habitación. Los padres de Amanda se fueron a casa con intención de regresar durante el fin de semana. Después de que se marcharan, Estelle pudo convencer a Amanda de que se echara en la habitación de sus padres. Fue agotador.

Mientras regresaba a la habitación de Cecilia, Estelle se preguntó si no se habría acostumbrado en exceso al estilo de vida de Raúl. En aquel momento, habría dado cualquier cosa por estar en el yate sin pensar en el tiempo que tardarían en volver a hacer el amor. Ser la mujer de Raúl no había estado tan mal, pensó con una irónica sonrisa. Era la vida de Raúl la que era un infierno.

—Amanda se ha dormido —anunció Estelle.

—Gracias por estar aquí con nosotros —le dijo Andrew—. Raúl es genial. Al principio, no estaba muy seguro, pero es evidente que te quiere.

Estelle sintió el escozor de las lágrimas en los ojos.

—¿Le has pedido tú que me ofreciera un trabajo? —le preguntó de pronto Andrew.

—¿Un trabajo?

Andrew supo inmediatamente que la reacción de sorpresa de su hermana era real, que no tenía la menor idea de que le hubieran ofrecido un trabajo.

—Raúl me ha dicho que, en cuanto Cecilia mejore, tendré un trabajo esperándome. Quiere que sea supervisor de sus hoteles, que me dedique a estudiar posibles mejoras para discapacitados. El trabajo implicará muchos viajes y, al principio, será duro. Pero, en cuanto Cecilia esté mejor, me encargaré no solo de adaptar los hoteles a discapacitados, sino también a familias con niños.

Era un trabajo de ensueño, Estelle lo veía en los ojos de su hermano. Pronto comenzaría a ganarse de nuevo la vida y a recuperar el respeto y la confianza en sí mismo.

—Es maravilloso.

Le dio un abrazo, pero, aunque sonrió, estaba furiosa con Raúl. Su empresa estaba a punto de dividirse y no iban a tardar en divorciarse. ¿Cómo se atrevía a involucrar a Raúl en aquel caos?

Cuando llegó al hotel, encontró una nota de Raúl esperándola. Le decía que estaba en una reunión, pero que la vería en el restaurante a las ocho.

—Al fin y al cabo, yo misma firmé el contrato —se dijo Estelle en voz alta mientras se maquillaba.

Se preguntaba si sería solo una cena, si saldrían después o... Cerró los ojos con fuerza. Seguramente, Raúl no esperaría que se acostara con él, ¿no? No se le ocurriría insistir...

Pero mientras se montaba en el taxi, se recordó una vez más que se trataba de Raúl. Por supuesto que insistiría. Y, con independencia del peaje que tuviera que pagar su corazón, ella debería obedecer.

 

 

Todo el mundo se volvía a mirarle. Estaba esperándola en la barra, y, cuando se dirigieron al salón del restaurante, cualquiera habría dicho que acabara de bajar de un helicóptero con una falda escocesa, porque todo el mundo le miraba.

—Estás preciosa —le dijo Raúl cuando se sentaron.

—Gracias —contestó.

Raúl sentía el enfado vibrando dentro de ella e imaginó que habría hablado con su hermano.

—El vestido es precioso. ¿Es nuevo? Te sienta muy bien.

—Lo sé.

Raúl pidió vino. Ella lo rechazó. Después, Raúl sugirió que comieran marisco. A Estelle le encantaba, pero él había leído en uno de los muchos folletos que había hojeado en el hospital que, cuando una mujer estaba embarazada, aconsejaban no comerlo.

—Creía que te encantaba el marisco —comentó Raúl.

—Ya he comido más que suficiente.

Pidió un bistec y Raúl la observó cortarlo furiosa antes de dar voz a una de las muchas cosas que tenía en la cabeza.

—¿Le has ofrecido trabajo a mi hermano?

—Sí.

—¿Y se puede saber por qué has hecho una cosa así cuando estás a punto de marcharte de la empresa y sabes que la empresa va a tener que enfrentarse a serios problemas?

—No vamos a tener que enfrentarnos a ningún problema. Hoy he estado hablando con Luka, con Paola y con Carlos. En cualquier caso, si hubiera algún problema, sería en la oficina, tu hermano no tendrá que preocuparse por ello.

—¿Y cuando nos divorciemos? ¿Lo utilizarás entonces para chantajearme?

—Jamás. Que te quede algo claro: es un buen puesto de trabajo y, mientras tu hermano cumpla con su deber, lo conservará.

—Eso dices ahora.

—Yo siempre digo la verdad, les guste a los demás o no. Y creo que los dos lo sabemos. Soy un hombre de éxito porque elijo cuidadosamente a mis empleados, nunca he dado trabajo a nadie por compasión. Tu hermano me comentó algunos cambios que podrían hacerse en el hotel. Como, por ejemplo, disponer de una mesa baja para que pueda registrarse sin problemas cualquier persona en silla de ruedas. Eso significa que no tendré que remodelar las áreas de recepción de nuestros hoteles, así que me ha ahorrado más dinero del que va a ganar en un año.

—Muy bien.

—No quiero que mis hoteles sean buenos. Quiero que sean los mejores para todo el mundo: hombres de negocios, familias con niños o discapacitados —la miró atentamente, preguntándose si Estelle le daría en aquel momento la noticia—. Me alegro de ver mejorar a Cecilia. Para todos vosotros tiene que ser un enorme alivio.

—Lo es —admitió Estelle—. Creo que ahora estamos empezando a darnos cuenta de lo duros que han sido todos estos meses.

—¿Y al ver a tu sobrina no te entran ganas de tener un hijo?

—Al contrario, todo esto me ha quitado las ganas de ser madre de por vida.

—Pero ellos lo han superado.

No iba a decirle que estaba embarazada, comprendió Raúl. Pero, lejos de enfadarle, aquello le hizo sonreír. Estaba frente a la mujer más fuerte que había conocido nunca.

Cuando terminaron de cenar, extendió crema de queso en una galleta, le añadió un poco de membrillo y se la tendió.

—No, gracias, estoy llena.

—Pero es un recuerdo de la noche que nos conocimos.

—Preferiría no acordarme de esa noche.

Raúl vio lágrimas en sus ojos y quiso tomarle la mano. Cuando Estelle le rechazó, comenzó a dudar de que pudieran superar todo lo ocurrido.

—Siento haberte hecho daño. Exageré, pensé que iba a perderlo todo, que no iba a poder estar a la altura del estilo de vida que te había ofrecido hasta ahora.

—¡Como si necesitara cenar en restaurantes de lujo o vestir la ropa que a ti te gusta!

—Si nada de eso te gusta, ¿qué es lo que quieres?

—Nada, no quiero nada de ti.

Raúl pidió la cuenta y pagó. Cuando salieron del restaurante, agarró a Estelle de la mano con fuerza, la hizo volverse hacia él y la besó.

A Estelle le entraron ganas de escupirle. Pero no porque le repugnara su boca, sino porque quería hundirse en ella para siempre. Quería creer sus mentiras, pensar que podía aferrarse a él, que deseaba a ese hijo tanto como ella y que, si la conociera de verdad, también la querría.

—¿Adónde podemos ir ahora? —preguntó Raúl—. ¡Ya lo tengo! Podrías enseñarme el Dario’s.

—Ya te dije que no había conocido a Gordon en el Dario’s.

—Podríamos ir de todas formas. Es la última noche que pasaremos juntos y parece divertido.

Vio la contradicción en sus ojos, la vio tomar aire para forzar otra mentira. Pero no quería hacerla pasar por algo así, de modo que la besó.

—Volvamos al hotel...

—Raúl...

Estelle ya no podía seguir soportándolo. No podía continuar fingiendo durante un segundo más.

—¿Qué? —preguntó Raúl mientras la agarraba de la mano y la llevaba al taxi.

Pero Estelle permaneció en silencio.

 

 

—Vamos, Estelle —una vez en el hotel, la desnudó a toda velocidad—. Hoy ha sido un día infernal. Tengo ganas de acostarme contigo.

—Qué romántico.

—Pero si eres tú la que insiste en que no haya nada de romanticismo entre nosotros. No entiendo a qué viene este cambio tan repentino. Hemos estado acostándonos durante dos meses y ahora... —estaba de rodillas, quitándole los zapatos—. Mañana ya habrá terminado todo. Esta noche tenemos que celebrarlo.

—No te deseo.

—¿Y las otras veces sí? Estelle, después de esta noche, te librarás de mí para siempre.

La dejó en la cama y la besó, pero la sintió fría entre sus brazos. Se apoderó de uno de los pezones con la boca, lo lamió y sopló para verlo endurecerse. Después, volvió a tomarlo entre los labios mientras la acariciaba más íntimamente.

Aquello era a lo que se había comprometido, se recordó Estelle. No tenía que disfrutar. Pero el problema era que disfrutaba. Y era como un secreto culpable. Porque le deseaba y deseaba sentirle muy dentro de ella. Apartó la cara, pero él la hizo volverla y volvió a besarla. Estelle no respondió. O, al menos, hizo todo lo posible para no hacerlo.

Raúl notó el cambio que se produjo de pronto en ella. Sintió el movimiento de su lengua. Sintió a Estelle.

—Dime que me detenga y lo haré —le prometió.

Estelle le miró fijamente. Era incapaz de decir nada.

—Eres incapaz de detener esto —dijo Raúl—, de la misma forma que yo soy incapaz de hacerlo.

Se apoyó sobre los codos y Estelle intentó no mirarle a los ojos mientras continuaba acariciándola.

—Dime cómo te sientes —le pidió Raúl.

Iba a hacerlo de un momento a otro. Estelle sabía que no tardaría en estar gimiendo y suplicando entre sus brazos. Alzó las caderas para que Raúl acabara cuanto antes con aquella tortura.

—Estoy a punto de llegar al orgasmo.

—Mentirosa.

Raúl se hundió con más fuerza en ella, alcanzando aquel punto que Estelle habría preferido que no tocara aquella noche, porque el rostro le ardía, las manos comenzaban a recorrer el cuerpo de Raúl y sus caderas parecían alzarse con voluntad propia mientras ella dejaba escapar un gemido.

Sintió un flujo de calor dentro de ella, sintió la insistencia de Raúl en su interior, la demanda de que igualara su deseo.

—Nadie puede pagar por esto —continuaba seduciéndola con sus palabras—. Esto no eres capaz de fingirlo...

Se colocó sobre ella y la penetró con una nueva embestida, haciéndola alcanzar el orgasmo.

Estelle no sabía dónde empezaba o terminaba su cuerpo, no sabía cómo manejar el amor que inundaba su corazón, o al niño que descansaba en su vientre.

—Me deseas tanto como yo —sentenció Raúl.

—¿Y? —le miró fijamente—. ¿Eso qué demuestra? ¿Que eres bueno en la cama? —se apartó de él y se hizo un ovillo—. Porque creo que eso ya lo sabías.

—Eso demuestra que hago bien al confiar en ti y que me quieres tanto como yo te quiero a ti.

—Pero si ni siquiera me conoces —comenzó a llorar—. Durante todo este tiempo, te he estado mintiendo.

—Te conozco más de lo que crees —respondió Raúl.

—No, tu padre tenía razón. Me gusta visitar iglesias antiguas, y leer. Y no soporto los locales nocturnos. No me parezco en nada a la mujer que creíste conocer.

—¿Y crees que durante todo este tiempo no me he dado cuenta? —Raúl le dio un beso en la mejilla—. Una prostituta virgen, ¿quién se lo iba a creer?

Oyó la risa de Estelle, una risa que acompañaban las lágrimas provocadas por el agotamiento.

—No sé cómo puedo acusarte de no tener principios cuando te he estado mintiendo durante todo este tiempo.

—Porque eres complicada, y porque eres mujer. Y porque me has querido desde el principio.

Estelle estuvo a punto de protestar, pero sabía que Raúl estaba diciendo la verdad.

—¿Sabes cuándo me enamoré de ti? —preguntó Raúl—. Cuando te vi con ese pijama viejo y me di cuenta de que no quería que te acostaras con Gordon. Me merecí la bofetada que me diste, pero interpretaste mal mis palabras.

Estelle tenía un miedo atroz a quererle, a decirle lo de su hijo. Pero, si su relación iba a sobrevivir, tendría que hacerlo. Era incapaz de imaginar que Raúl ya lo sabía.

—¿Cuándo pensabas decirme que estás embarazada?

Estelle sintió la mano de Raúl en el vientre y su beso en la nuca. Lo único que cabía ya era ser completamente sincera.

—Cuando estuviera demasiado embarazada como para poder montar en avión.

—Así que pretendías que el bebé naciera en Inglaterra.

—Sí.

—¿Y cómo pensabas mantenerlo?

—Pues como lo hace todo el mundo.

—¿Habrías terminado diciéndomelo?

—Sí —necesitaba saber toda la verdad, así que se volvió para mirarle—. ¿Te has quedado aquí porque sabías que estaba embarazada?

—No, me he quedado aquí por ti. He tenido tres noches infernales en mi vida. De la primera, nunca quise hablar, pero empecé a hacerlo contigo. La segunda fue la noche que descubrí que tenía un hermano, y tú estuviste a mi lado. Supongo que en ese momento ya estaba enamorado de ti, pero era más seguro no admitirlo.

—¿Y la tercera?

—La tercera noche me descubrí a mí mismo en una pesadilla, pero no era la pesadilla a la que estoy acostumbrado. No estaba en el coche llamando a mi madre. Pero acababa de darme cuenta de que la mujer a la que amaba se había marchado y yo era realmente el culpable. Fui a ver a Ángela y fue ella la que me dijo que, por lo menos, mi padre se había enterado de lo del niño. Al parecer, yo he sido el último en saberlo.

—Yo no le dije nada.

—Me alegro de que lo adivinara. Se lo contó a mi padre aquella mañana —la miró y sonrió—. Los opuestos se atraen, Estelle. Es una ley de la naturaleza. No puedes cuestionarla.

—No la estoy cuestionando.

—¿Y también odiabas bailar conmigo? —preguntó Raúl de pronto.

—Por supuesto que no.

—En ese caso, contrataremos a alguien cuando queramos salir a bailar —resopló al pensar en los cambios que se avecinaban y vio que Estelle sonreía—. ¡Quién me lo iba a decir!

—Desde luego, yo no —admitió Estelle.

—Y ahora, ¿cómo puedo decirle a mi esposa que si quiere casarse otra vez conmigo?

—No hace falta que nos casemos otra vez. Pero no estaría mal disfrutar de una segunda luna de miel en el yate.

Sí, realmente podría llegar a acostumbrarse a esa vida. Sobre todo, después de haber hecho el amor con él otra vez. Raúl nunca le había mentido, pero nunca había sido tan honesto como aquella noche. Y eso la hacía sentirse bien.

—¿Crees que tu familia notará que hemos cambiado? —le preguntó Raúl.

—No, ellos creen que nos enamoramos locamente nada más conocernos.

—Y tienen razón. Nosotros éramos los únicos que no podíamos creérnoslo.