Capítulo 10

 

LIBBY no estaba dormida.

Cuando entró en el que había sido el dormitorio de Daniil, le pareció como si no solo los helicópteros le dieran vértigo porque tuvo la extraña sensación de que todo el cuarto se movía. Se sentó en la cama un poco mareada y se preguntó si le habría sentado mal algo que había comido o bebido. Sin embargo, era imposible porque el champán que había bebido en el brindis le había sabido amargo y solo había podido dar un sorbo.

Decidió que estaba demasiado cansada, y lo estaba. Había estado muy ajetreada con la nueva escuela, los bancos, la velada informativa y otras cosas. Eso tampoco tenía sentido. Lo que para algunos podrían haber sido unas semanas agotadoras, a ella le parecían unas vacaciones. Estaba acostumbrada a levantarse a las seis de la mañana para hacer ejercicios de calentamiento y empezar la primera clase de danza a las ocho. Los ensayos empezaban a las diez y había actuado por la mañana y la tarde y, aunque sus papeles hubiesen sido pequeños, no se acostaba antes de medianoche. Además, también había tenido que ensayar aunque fuese para papeles de suplente.

No, aunque se sintiera molida, no tenía ningún motivo para estar cansada. ¿Sería por el desasosiego de haberse enamorado de un hombre que le había advertido desde el principio que no se encariñara demasiado con él? Quizá Daniil hubiese debido ser más concreto, quizá hubiese debido decirle también que no siguiese adelante e hiciese algo tan necio como quedarse embarazada. Allí, tumbada en la cama y mirando las escayolas del techo, se lo dijo por primera vez y se regañó a sí misma por exagerar de esa manera. Ni siquiera se le había retrasado el periodo… casi. Sin embargo, la amenorrea era la maldición de las bailarinas.

Se incorporó de un salto cuando llamaron a la puerta. Sabía que Daniil no llamaría y se preguntó si Richard o Katherine estaban a punto de entrar. Volvieron a llamar.

–Adelante.

Se abrió la puerta, vio que era Marcus con una bandeja y suspiró con alivio.

–He pensado que podría apetecerle un poco de té.

–Gracias, es usted muy amable.

No solo había té, también había unas galletas, un trozo de tarta y una jarra de agua helada. ¡Era muy considerado que le llevaran comida mientras estaba encerrada!

–¿Daniil sigue hablando con su padre?

–No estoy seguro –contestó Marcus mientras le servía el té y esbozaba una sonrisa tensa y muy elocuente–. No creo que duren mucho.

–¿Siempre hay esta tensión cuando Daniil está aquí? –preguntó Libby mientras tomaba la taza.

Sabía que estaba preguntando más de la cuenta, pero no podía evitarlo. Esperó que le contestara algo vago, cortés y ligeramente cortante, pero la taza tembló en el plato cuando Marcus contestó mucho más francamente de lo que ella había esperado.

–Siempre hay esta tensión.

Sorprendida por su indiscreción, miró el rostro amable del mayordomo y se preguntó si se retractaría o intentaría disimular lo que acababa de decir, pero él estaba mirándola fijamente, casi como si la invitara a hablar.

–¿Y aun así se ha quedado después de la jubilación?

–No. Algunas veces decimos cosas solo para… apaciguar, aunque, naturalmente, Daniil nunca ha dominado ese arte –él miró alrededor–. Me acuerdo del día que llegó. Yo estaba a punto de firmar la jubilación, no quería volver a tener que soportar a otro preadolescente que me dijera lo que tenía que hacer, pero cuando él llegó… –Marcus sacudió la cabeza–. Bueno, era tan doloroso…

Ella tragó saliva y abrió la boca para decir algo porque le dolía que describieran así a Daniil, pero volvió a cerrarla cuando Marcus siguió hablando.

–Era demasiado doloroso como para dejar a un niño que lo sobrellevara solo, sobre todo, cuando no sabía inglés.

Era lo más perspicaz que había oído en su vida.

–¿Y se quedó?

–Sí, decidí quedarme unas semanas para allanarle el camino y se convirtieron en meses y años. Decidí marcharme cuando Daniil fue a la universidad.

–Pero no lo hizo.

–Entró una cocinera nueva –Marcus sonrió, miró la bandeja que había llevado y vio que la tarta estaba intacta–. Shirley. No tiene ni idea de la cantidad de veces que ha intentado que le saliera bien esa tarta… –no aclaró nada más–. Naturalmente, no les dijimos nada a los Thomas. Nos habrían instalado en una habitación para parejas con la mitad de salario.

–¿Por qué me cuenta todo esto?

–Porque lo ha preguntado –contestó Marcus–. Eso es muy raro por aquí. Además, basta decir que Shirley y yo nos jubilaremos dentro de unas semanas y no puede llegar en mejor momento.

Él no dijo nada más. Se limitó a sonreír y a desearle buenas noches. Cuando ya se había marchado, Libby se desvistió, se metió en la enorme cama y apagó la luz de la mesilla. El ruido le llegaba y echó de menos las ventanas con cristales dobles de su pisito que impedían que oyera el ruido de los autobuses y los coches. Allí, las ventanas eran viejas y podía oír a los invitados que se marchaban, el crujido de la gravilla bajo las ruedas de los coches, los helicópteros que se elevaban en el cielo e, incluso, la voz de sir Richard que se reía por algo que había dicho alguien y le deseaba buen viaje. También oyó una carcajada de George, pero no oyó que Daniil estuviese hablando con ellos.

Tumbada y sola, cuando ya eran casi las tres de la madrugada, se preguntó si Daniil se habría marchado ya. No sabía si, sencillamente, se habría marchado de repente. Quizá se hubiese olvidado de que ella estaba allí, como si fuese una bolsa olvidada en un tren que echaría de menos al día siguiente y que intentaría recuperar sin muchas ganas.

Recordaba muy bien lo cautelosa que había sido cuando aceptó su invitación a cenar aquella primera noche. Entonces, se cercioró de que tenía bastante dinero en la cartera para poder escapar. Esa noche, no tenía nada. Lo único que podía hacer era preguntarse por qué prefería estar solo que con ella… si estaba solo.

Las dudas eran tan negras y alargadas como las sombras que se proyectaban en las paredes. El miedo de que pudiese estar embarazada no ayudaba a que se quedara dormida. Sentía la necesidad de acelerar las cosas, de saber exactamente qué tenía entre manos, y seguía con los ojos muy abiertos cuando, después de las cuatro, se abrió la puerta y Daniil entró.

–¿Dónde estabas? –le preguntó ella mientras escuchaba cómo se desvestía.

–Jamás he contestado a esa pregunta y no voy a empezar ahora.

–Entonces, tenía que quedarme aquí tumbada y esperándote…

–No te pedí que me esperaras despierta.

En realidad, le desconcertaba que lo hubiese hecho. Había dado por supuesto que Libby llevaría mucho tiempo dormida. Estaba acostumbrado a tener sus horarios y no estaba acostumbrado a dar explicaciones.

–Espero que ella mereciese la pena.

Libby cerró los ojos y se arrepintió en cuanto dijo la frase. Parecía celosa, recelosa y ansiosa, pero se sentía como si hubiese pasado cuatro horas esperando a que volviera el señor de la casa.

–¿Estabas con Charlotte?

–¡Madura! –exclamó Daniil–. ¿De verdad crees que he pasado las últimas cuatro horas seduciendo a un espectro de mi pasado? ¿Crees que he estado magreándome con la hija del doctor Stephenson para…?

Él se calló y ella siguió escuchando mientras se desvestía.

–¿Eso era lo que hacías? –preguntó Libby–. ¿Era parte de tu rebeldía?

–Sí –contestó él con despreocupación.

–¿Ha habido alguna examante más esta noche? –preguntó ella desquiciada.

–Muchas –contestó Daniil–. El bar del pueblo cierra a las once… y era demasiado temprano para volver a este agujero infernal.

Él se metió en la cama y ella sintió el frío debajo de la sábana. Entonces, se dio cuenta de que había pasado todo ese tiempo fuera… en vez de estar con ella.

–Lo único que sé… –empezó a decir Libby, pero no terminó.

–¿Qué es lo único que sabes?

–Nada –reconoció ella–. No sé dónde estamos ni a dónde nos dirigimos…

Ella se dio la vuelta y lo miró. Estaba tumbado de espaldas, con las manos debajo de la cabeza y mirando al techo. Estaban en la misma cama, pero era como si él estuviese en otro cuarto.

–A ningún sitio –dijo Daniil–. La noche que nos conocimos te dije que no íbamos a ninguna parte.

–Malnacido.

–No tienes ni idea de lo malnacido que puedo llegar a ser, Libby.

–Estoy empezando a comprobarlo. No entiendo qué ha pasado. Sé que ha pasado algo, pero tú, en vez de decírmelo, me dejas aquí preguntándome dónde estarás.

–Si tienes que saberlo, he estado en la balconada.

–Quiero saberlo.

Era exigente. Con ella, era todo o nada, así vivía su vida. Con Daniil notaba que debería contenerse, fingir despreocupación, pero ella no era así.

–¿Sabías algo sobre una carta para mí?

–Sí, creo que era sobre tu herencia… –contestó Libby con ambigüedad.

–No, era una carta dirigida a mí.

–¿Cómo iba a saberlo?

–Duérmete –contestó él.

–Como si fuera tan fácil. Lo siento si no soy lo suficientemente imperturbable para ti. Te pido perdón por no poder dormir el sueño de los justos si no tengo ni idea de dónde estás.

Nadie le había esperado despierto jamás. Alguna vez, Marcus le había abierto la puerta si había llegado tarde y sin llaves, pero eso era lo máximo que se habían preocupado por él en esa casa.

Recordaba una Nochebuena, cuando tenía unos diecisiete años, y le apetecía más pasar la noche en el bar del pueblo que con sus padres, George y la familia del doctor Stephenson. No pudo conseguir un taxi en el pueblo y, absurdamente, decidió ir andando hasta su casa bajo la nieve. No había tenido en cuenta que la falta de señales, o las bebidas que tenía en el estómago atenazado por el miedo, podrían complicarle el recorrido. Acabó dándose por vencido y se refugió en un granero, hasta que se despertó al amanecer y recorrió el último kilómetro que quedaba hasta su casa. Marcus le había abierto la puerta y él, siguiendo el sonido de las voces, había entrado en la sala, donde sus padres y George estaban abriendo los regalos. Tenía el pelo cubierto de nieve y la ropa mojada por haber dormido casi a la intemperie, pero lo que de verdad lo dejó helado aquella Navidad fue la reacción de su madre.

–¡Oh! –había exclamado ella encogiéndose un poco de hombros–. Creíamos que seguías en la cama.

Miró a Libby y comprendió que su rabia estaba dirigida hacia la persona equivocada.

–Creía que estarías dormida.

–Pues no lo estaba.

–Me he enterado ahora.

Había entrado en el cuarto decidido a mantenerse alejado, pero se acercó a ella, buscó su boca para besársela y la acarició, pero ella le apartó las manos con un manotazo.

–Prefieres acostarte conmigo que hablar conmigo.

–Esta noche, sí.

–Mala suerte –replicó ella–. No puedes dejarme de lado media noche y esperar que te reciba con las piernas abiertas…

Él se dio media vuelta y ella se arrepintió de su actitud, pero, aun así, se negaba a ceder. Se quedó dándole la espalda y, probablemente, tan sola y asustada como se había sentido Daniil durante todos aquellos años en ese cuarto. Al fin y al cabo, su problema era el mismo que había tenido él; era doloroso aceptar que no era querida.