Capítulo 3
LA seguridad para entrar en su ático solo era comparable a la de su oficina. El conductor dijo algo por un interfono y se abrieron unas puertas que llevaban a un aparcamiento subterráneo. Una vez allí, fueron a un ascensor que no se abrió hasta que Daniil tecleó un código y dijo su nombre con su voz grave y sexy. Salieron a un vestíbulo donde los saludaron y tomaron otro ascensor hasta su casa. Entraron y él tiró la chaqueta en una butaca, sirvió dos bebidas y se sentó en un sofá mientras ella, de pie todavía, lo asimilaba todo.
Daniil estaba acostumbrado a que las mujeres fuesen a su casa, donde controlaba la situación. Sin embargo, no estaba acostumbrado a una mujer como Libby. Sus zapatos planos no hacían ruido en el suelo de mármol mientras iba a mirar las vistas y estaba seguro de que estaba manteniendo otra conversación en su cabeza.
Libby pensó que Daniil vivía por encima de las nubes, o, al menos, eso era lo que parecía. Estaban a tanta altura que se sentía como si estuviese volando en globo.
–No haces el ruido de un caballo que trota de un lado a otro –comentó él.
–Ya… el ruido te irrita.
Libby sonrió con un brandy en la mano y mirando el anochecer en Londres. El cielo tenía un tono anaranjado que presagiaba que el día siguiente también sería caluroso. Se acordó de cómo había empezado todo.
–Iba a llamar una y otra vez a la puerta de tu despacho solo para fastidiarte.
–¿Por eso estabas sonriendo cuando entraste? –le preguntó Daniil al acordarse de que había pensado que se había reído por algún chiste privado… que acababa de contarse.
–Sí.
Libby se dio la vuelta y dejó de mirar una vista maravillosa para mirar otra, él.
–¿Sabías que Cindy me mandó que me arreglara antes de dejarme que te viera?
–Claro.
–Me sentí como si estuviese en el colegio y fuesen a hacerme una revisión del uniforme.
Libby volvió a mirar el Big Ben y se preguntó si se podrían oír las campanadas desde allí, pero no pudo hacer la pregunta porque él habló primero.
–¿Llevas puestas las bragas azul marino?
Ella quiso levantarse la falda y enseñarle el trasero, pero soltó una carcajada al imaginárselo.
–Esta noche no me parezco nada a mí misma –reconoció ella.
–¿En qué sentido?
Ella lo pensó un rato, se preguntó cómo podría describirle la inmensa satisfacción que le producía darse un placer, que, hasta ese momento, se había negado, menos cuando bailaba. Sin embargo, en vez de decirlo, sacudió la cabeza como hacía él cuando prefería no hablar de algo. Él aceptó su silencio.
–Yo tampoco me parezco nada a mí mismo.
Normalmente, ya estaría a punto de acabar. La cena con Libby había sido muy apacible y era pronto para estar en casa. Además, no se habían besado en el ascensor ni estaban ya en la cama. Ella iba de un lado a otro y él, cosa extraña, se sentía cómodo y la dejaba.
Era un espacio muy amplio. Las paredes eran de ladrillo, menos una de cristal, y el efecto era impresionante con el cielo de la noche. Estaba acercándose una tormenta y había que ver el cielo que se iluminaba a lo lejos con cada relámpago, pero no se oían los truenos, más bien, los sentía. Era casi como estar suspendida en un balcón muy alto. En realidad, le daba un poco de vértigo, como si pudiera sentir el viento. Al cabo de un momento, retrocedió y tuvo la sensación de que debería protegerse.
–Tu casa es impresionante.
Los sofás de cuero oscuro eran tan grandes que podría dormir tranquilamente en la cuarta parte de uno de ellos y, naturalmente, tenía todos los avances más modernos. Solo faltaban algunas cosas; no había obras de arte en las paredes ni fotos en las repisas…
–¡No hay libros! –exclamó Libby.
–Leo en el ordenador.
–¿Y tus libros antiguos?
–Me deshago de ellos cuando los termino –contestó Daniil encogiéndose de hombros.
Libby casi se desmayó al imaginárselo tirándolos sin contemplaciones. Era una lección. Al día siguiente, ella estaría en el contenedor de reciclado y la mujer de la limpieza borraría todo rastro que hubiese dejado. Efectivamente, era aséptico a pesar de su belleza. La cocina haría llorar de envidia a cualquier cocinero, pero ella, al contrario que su hermana, no era cocinera ni nada que se le pareciese y pasó de largo sin prestarle mucha atención.
–¿No te gusta la cocina? –le preguntó él por encima del hombro.
–Es una cocina –contestó ella.
Vaciló al acercarse al dormitorio principal, donde estaría actuando al cabo de un rato, pero le sorprendió que no sintiese miedo escénico. Además, era posible que ni siquiera llegaran al dormitorio. Suspiró porque, en ese momento, estaba resistiendo la tentación de darse la vuelta y abalanzarse sobre él en el sofá. Podía notar la mirada de él clavada en ella y tenía la inquietante sensación de que podía saltar en cualquier momento sobre ella.
Menudo dormitorio… pensó cuando miró dentro. Solo había una cama, nada más. Una cama perfecta, amplia y con sábanas blancas contra una pared de ladrillos enorme. Sin obras de arte en las paredes ni espejos… Tenía una sencillez que lo hacía extrañamente hermoso porque no había nada ni dónde esconderse.
–¿Dónde dejas la ropa? –le preguntó ella desde la puerta.
–Hay un vestidor detrás de la pared que tienes a la derecha.
Tampoco había mesillas.
–¿Dónde dejas el vaso de agua?
–Me levanto si quiero beber.
–¿Los preservativos?
–¡Ja! –él se rio por lo concisa que había sido–. Tengo una mujer que me da uno cuando lo necesito…
Ella se dio la vuelta con los ojos en blanco.
–Debajo de la almohada –dijo él.
–Ah… –curiosamente, Libby se sintió decepcionada–. Creía que, como mínimo, tendrías que apretar un botón o algo parecido.
Una vez más, era muy aséptico, pero también era terriblemente sexy. Estaba increíblemente excitada y casi anhelaba que él acudiese a su lado, pero se quedó sentado observándola. Resopló, decidió no entrar en el dormitorio y siguió el recorrido. Había un despacho grande y muy ordenado, pero tampoco había ni libros ni fotos ni desorganización. Todo era precioso y… vacío. Llegó a otra puerta y fue a abrirla.
–Libby.
Ella se dio la vuelta y él sacudió levemente la cabeza, como había hecho cuando le preguntó por la cicatriz. Ni excusas ni explicaciones, solo una advertencia sobre lo que estaba vedado.
Entonces, se levantó, se movió con la misma flexibilidad que en su despacho y ella se sintió nerviosa de repente cuando se quitó la corbata. Era un nerviosismo delicioso que empezó entre las piernas, le subió por el abdomen e hizo que se sonrojara.
–Ven –dijo él dirigiéndose al dormitorio.
Nada de besos ni de palabras insinuantes siquiera. Eso era sexo puro y duro. Sabía que, en realidad, debería poner pies en polvorosa, pero su falta de tapujos, sus instrucciones frías, la excitaban en vez de disuadirla. Nunca se había sentido tan atraída por nadie. La tranquilidad e inquietud que sentía con Daniil era una combinación embriagadora. Probablemente, lo habría seguido a la luna en ese momento y decidió no rechazar esa invitación tan excepcional.
–¿Puede vernos alguien? –preguntó ella mirando los ventanales sin cortinas.
–No.
–¿Estás seguro?
–Segurísimo –él le hizo un gesto para que se acercara al ventanal donde había estado antes–. Mira allí…
Él le señaló un ventanal traslúcido y tenuemente iluminado. Le contó que era la casa de un joven miembro de la familia real bastante promiscuo y que encima vivía una estrella de cine.
–Es como una ambulancia –siguió él–. Puedes ver hacia fuera, pero no hacia dentro.
–¿Has estado alguna vez en una ambulancia? –preguntó ella.
–Unas cuantas.
Libby le miró la mejilla y se preguntó si por fin podría descubrir cómo se había hecho la cicatriz.
–¿Por…?
–Por…
Daniil acercó la boca a su mejilla como si fuese a contarle un secreto. Libby se quedó tensa a la espera, pero no oyó nada, solo sintió sus labios en el lóbulo y en el cuello, su piel se despertó por su contacto, pero la cabeza le bulló por la frustración. Se apartó bruscamente, él levantó la cabeza y vio el brillo de frustración de sus ojos.
–No necesitas saber la historia de mi vida, Libby.
Ella, sin embargo, quería saberla. Fue hasta la cama y se sentó con las piernas colgando mientras intentaba quitarse el malhumor. Se recordó que solo era una noche, pero ya estaba desbordada; ¿cómo iba a conformarse con pasar solo una noche con ese hombre?
Lo miró mientras se quitaba la camisa y apretó las mandíbulas. Conocía cuerpos, al fin y al cabo, ese era su trabajo. El suyo era bello de verdad. El abdomen, que ya había calificado de plano, era terso y bien definido; el pecho era tan poderoso que le recordó a una mariposa con las alas extendidas; los brazos eran musculosos, aunque largos y delgados, pero frunció el ceño por el moratón que tenía en un costado. Fue a preguntarle qué le había pasado, pero prefirió ahorrarse otro desaire.
–Date la vuelta –le ordenó ella en vez de eso.
Parpadeó al parecerle un poco raro que se atreviera a ordenárselo, pero se emocionó cuando él obedeció. Su espalda era como una obra de arte. Podía ver los músculos bajo la piel blanquísima y sus colegas se habrían desmayado de placer solo de verlo. Lo observó mientras se quitaba el resto de la ropa y, cuando se dio la vuelta y lo vio desnudo, no fingió y miró fijamente la erección, tan imponente y hermosa como todo él, que surgía de entre el vello púbico negro como el carbón… y que, por esa noche, sería suya.
–Desvístete –dijo él.
Le tomó una mano y la ayudó a levantarse, pero en vez de soltarla, la abrazó. Ella apoyó la mejilla en su pecho e inhaló, le acarició las caderas y el trasero y quiso recorrerle la espalda con los dedos, pero esperaría. Le brillaban los ojos, pero esa vez era por el placer que se avecinaba y, cuando la soltó, empezó a desabrocharse la chaqueta de color marfil.
–Espera.
Él se tumbó en la cama, estiró todo el cuerpo y asintió con la cabeza para que siguiera. Le costó un poco soltarse los botones, pero fue porque estaba observándola y notaba que sus ojos no perdían detalle de cada trozo de piel que dejaba a la vista. Era demasiado menuda como para que tuviera que llevar sujetador, pero notaba los pechos turgentes y los pezones endurecidos bajo la malla blanca. Fue a bajarse la falda.
–Despacio –le pidió él antes de ordenarle lo mismo que le había ordenado ella–. Date la vuelta.
Libby obedeció y le dio la espalda. Primero se quitó los zapatos con los pies y luego empezó a bajarse la falda por las caderas, se agachó para quitársela, oyó un gemido de satisfacción de él y supo que estaba acariciándose. Se incorporó, se bajó un tirante de la malla de ballet y tuvo que hacer un esfuerzo para no darse la vuelta. Se bajó el otro tirante, empezó a bajarse la malla por los muslos temblorosos y se inclinó para quitársela por los pies. Sin que él le dijera nada, se quedó en esa posición un poco más tiempo del necesario antes de incorporarse otra vez.
–Date la vuelta.
Estaba desnuda y le encantaba que le mirara su busto diminuto, su abdomen y el matojo rubio. Efectivamente, no se había depilado desde hacía tiempo, pero, gracias a Dios, sí se había afeitado las piernas esa mañana. Se quedó con las piernas un poco cruzadas y montó uno de los horribles pies encima del otro cuando se los miró.
–Me encantan tus pies –comentó él–. Conoces el dolor.
–¿Vas de eso? –preguntó Libby tragando saliva.
–No –contestó él–. Solo digo que me gusta que hayas perseverado. No te avergüences de ellos.
–¡Bah!
–¿Temías que fuese a darte unos azotes?
–No.
En realidad, Libby Tennent mintió. La verdad era que él podía ponérsela encima de las rodillas y estaría encantada, algo que sí temía porque nunca había pensado algo así en su vida. Efectivamente, esa noche no se parecía nada a sí misma. Aun así, cuando la llamó, sí era ella misma, como nunca se había permitido ser, porque hizo lo que quería hacer y acudió encantada a él. Se tumbó en la cama, pero no esperó instrucciones y lo besó. Él fue a apartar la cabeza, pero ella insistió porque era su turno de besarlo. Relajó los labios y aceptó las caricias de los de ella, quien introdujo la lengua para deleitarse con su sabor mientras él le tomaba los pechos entre las manos. Normalmente, Daniil no se preocupaba por los prolegómenos, pero esa noche hizo una excepción. Era una noche de estrenos para los dos; Libby iba a darse un placer esa noche y él iba a dejar de resistirse un rato. Esa noche se permitía sentir la suavidad de sus labios, la dulzura de su aliento, los gemidos de placer de ella y la calidez de sus pechos en las manos. Sí, era una noche para complacerse. Ella, sin apartar los labios de los de él, se sentó en su abdomen y profundizó el beso. Él dejó de acariciarle los pechos, bajó las manos a su cintura, la levantó un poco y volvió a bajarla para tomarle un pecho con la boca. Ella se puso de rodillas y se inclinó hacia delante para ofrecerle la plenitud de sus pechos y para darle la libertad de que le acariciara el trasero. Para Daniil era increíble, nada de silicona ni de colgajos, era puro músculo bajo sus manos, y para succionarlo con la boca. Libby quería que se los acariciara y succionara más, pero, entonces, se abrió paso dentro de ella con sus dedos largos y fríos.
–Manos frías… –susurró ella.
–Corazón helado –farfulló él con su pecho en la boca.
–Me da igual…
Tenía la cara como un horno y se reprochaba a sí misma ser tan fácil, tan entregada, y no tenía nada que ver con ese momento efímero que estaban pasando juntos, sino con el esfuerzo que estaba haciendo para no llegar al clímax.
A Daniil le encantaba que hiciera ese esfuerzo y le acarició tan profundamente la abertura lubricada y ardiente que ella le agarró la mano, pero, aun así, no cedió y siguió acariciándola hasta que cayó sobre él sin aliento.
–Sería un hombre espantoso –comentó ella–. Ya se habría acabado todo…
–Estarías roncando y yo estaría frustrado y desquiciado.
Él se rio de su propio chiste sin sacar los dedos de dentro de ella, se rio cuando el sexo solía ser algo muy serio para él. Entonces, como esa noche estaba siendo más placentera de lo que había esperado, descansó un poco en su rincón y planeó el asalto siguiente, porque pensaba llevarla al límite, pensaba disfrutar de ese cuerpecito que gozaba tan fácilmente con su mano. La levantó y la sentó a horcajadas sobre su pecho, pero la movió un poco hasta que tuvo las piernas sobre sus hombros y se sentó.
–¿Qué…?
Ella abrió los ojos como platos cuando vio que se elevaba. Caray, sí que era fuerte. La agarró de las caderas para sujetarla con la cara en su sexo. Tenía las piernas por encima de sus hombros y le caían por su espalda y tardó un segundo en equilibrarse, pero cuando lo consiguió… No podía agarrarse a nada, solo sentía sus manos en las caderas y el placer que le daba su boca. La movía como quería, la paladeaba completamente, cada lengüetada le arrancaba palabras que no había dicho jamás.
–No pares –le pidió ella mientras llegaba al clímax, y le encantaba que la llevara al límite.
Tenía que parar o derramaría su simiente en el aire. A él le encantaba el sexo, para disfrute propio, pero notar que ella se estremecía con su lengua y oler su aroma más íntimo le daba vértigo y estaba a punto de explotar.
La soltó y a ella le encantó que lo hiciera. Le encantó sentir el colchón en la espalda y la ligera desorientación mientras buscaba las almohadas para… enfundarlo, pero estaba a los pies de la cama.
–Tengo que advertirte…
No tenía que advertírselo. Podía ver que estaba más que preparado mientras se ponía el preservativo. Ya podría alcanzar el clímax y seguiría siendo su mejor amante.
Cuando fue a besarla, tenía los labios resplandecientes por todo lo que le había hecho, y si ella hubiese tenido modales, habría separado las piernas, pero le encantaba que su muslo levemente áspero por el vello se ocupara de eso.
Se quedó tumbada, indolente como una amante embriagada por la lujuria, deslumbrada y mareada por los dos orgasmos, buscando una breve pausa, pero no la encontró. Sintió cierto nerviosismo cuando miró esa gelidez, pero, entonces, los labios ariscos esbozaron una sonrisa levísima y ella supo que estaba a punto de comprobar lo que era que la tomaran.
–Oh… –susurró Libby mientras la tomaba.
Estaban esposados por sus pensamientos y era una felicidad casi depravada.
Una noche no era suficiente. Fue lo único que pudo pensar Libby mientras él palpitaba dentro de ella. Él, sin embargo, no cedió.
–Llega… –le suplicó ella, que iba a llegar en cualquier momento.
Aceleró las acometidas, pero no iba a liberarse. Desaceleró otra vez y ella contrajo los músculos alrededor de su turgente miembro, lo agarraba y lo soltaba y vio que él separaba los labios mientras ella jugaba su propia partida con él, una partida que iban a ganar los dos porque él entró plenamente, como si quisiera castigarla por haberse atrevido a provocarlo. Fue una maravillosa batalla interna para tomar las riendas.
Aunque estaba debajo, Libby quiso salirse con la suya, se arqueó, lo agarró de los glúteos y lo apremió, pero entonces, cuando fue a rodearlo con las piernas, cuando fue a aferrarse a él para llegar juntos al éxtasis, él volvió a tomar la iniciativa. Pasó las piernas alrededor de las de ella para que no le rodearan la cadera, pero no dejó de acometer. Ella fue a protestar, pero él se lo impidió con un beso. Se quedó inmóvil y dejó escapar un sollozo cuando él, con la pelvis encima de la de ella, entró tan profundamente, tan implacablemente, que se quedó clavada intentando acordarse de que tenía que respirar, pero decidió que no hacía falta, que estaba flotando y hundiéndose a la vez mientras él decía algo, seguramente, en ruso, seguramente, obsceno, y explotaba dentro de ella.
–Oh… –fue lo único que le salió.
Era un orgasmo tan intenso que lloró con lágrimas de verdad.
Ella, que durante un año muy complicado se había negado a llorar, lloró. Lo mejor de todo fue que, después, él no la consoló. Se limitó a dejarla como estaba. Era una felicidad excepcional.