Capítulo 9

 

CORTARON la tarta, que tenía un aspecto maravilloso, pero que a ella le supo a tierra mientras Daniil bailaba por compromiso con algunas personas. Estaba claro que no fue a la única a la que le pareció insípida, porque la mesa a la que estaba sentada empezó a llenarse de platos con trozos de tarta a medio comer, pero Daniil, por fin, se acercó y la tomó entre sus brazos.

–El discurso te ha salido bien –comentó ella.

–El inconveniente es que ahora me hablan –replicó Daniil–. Prefería el silencio.

Él miró por encima del hombro de Libby y vio que su primo estaba observándolos. Ella también se dio cuenta.

–Tu primo parece muy interesado por ti.

–Está esperando que me desacredite para consolidar su herencia –le explicó él–. Algunas veces me apetece hacer la pelota a mis padres solo por el miedo que le daría a él…

–Pero no lo haces…

–No. Solo me divierte pensarlo a veces.

Miró a Libby. Tenía las manos en su cintura, pero estaba rígida y echó de menos la fluidez de sus movimientos, la naturalidad que solían sentir entre ellos.

–Siento haberte dejado sola tanto tiempo.

–No pasa nada.

–Nos marcharemos enseguida.

Él solo quería que terminase esa noche para hablar con su padre y aclarar esa parte vital de su pasado. Después, no tenía pensado nada. Sus pensamientos siempre habían terminado en el momento en el que su padre le decía la verdad sobre las cartas.

–Entonces, ¿no vamos a quedarnos? –le preguntó Libby antes de sonreír–. ¿O cuando has dicho que íbamos a marcharnos…?

Ella se refería al dormitorio, a una puerta entre ellos y el resto del mundo, y, por primera vez en su vida, él se dio cuenta de que podría ser suficiente. Miró esos ojos azules y le pareció que la idea de quedarse a pasar la noche podía ser apetecible si significaba que podían estar solos.

–Ya has comprobado que a mi padre no le importa llamar a la puerta y entrar sin esperar a que se lo autoricen…

–Podríamos quitarle fácilmente esa costumbre tan fastidiosa –le susurró Libby al oído.

–Esta tarde no ha dado resultado.

–No estaba desnuda y encima de ti.

Daniil sonrió al imaginarse la precipitada retirada de su padre si los encontrara en esa posición.

–No te esconderías debajo de la sábana, ¿verdad?

–Claro que no –contestó ella–. Le pediría que me sirviera un vaso de agua. No volvería a entrar sin permiso en una habitación jamás.

–¿Qué haces? –le preguntó Daniil cuando vio que ella sonreía a alguien y le saludaba con la mano.

–Fastidiar a George de tu parte –contestó ella–. Acabo de sonreír a tu madre.

Allí, en la casa familiar, donde jamás había pensado que la vería, vislumbró por primera vez la tranquilidad. Sentía la conexión con Libby, nada ni nadie podía tocarlos.

–¿Cómo se reparten las funciones tu familia? –le preguntó Daniil.

–Mi hermana se ocupa del catering, mi padre se ocupa de todos los detalles…

–¿Y tu madre? –le preguntó Daniil, porque casi nunca hablaba de ella.

–Se ocupa de fruncir el ceño –contestó Libby con resignación–. Creo que nunca ha sido feliz de verdad. Sencillamente, no sabe disfrutar del momento.

Eso era exactamente lo que hacían ellos. En ese momento, en medio de tanta historia, encontraban un resquicio de placer; el ritmo de la música, el contacto de sus cuerpos… ¿Era eso lo que se conseguía con una relación? Una visita infernal se había convertido en soportable porque estaba ella. Siempre había otra meta, había que correr la carrera, pero, en ese momento, en ese sitio que no tenía buenos recuerdos para él, donde menos podía habérselo imaginado, empezaba a vislumbrar un porvenir, una constante que podía durar.

El baile se había vuelto placentero, un tesoro que no había esperado encontrar esa noche, pero lo desasosegaba más que tranquilizarlo porque sabía que no podía acostumbrarse a algo así. Nada duraba y eso era algo que había comprobado desde hacía mucho tiempo.

Cuando terminó la canción, él la soltó y ella se excusó para ir al cuarto de baño. Daniil fue a buscar otro vaso de agua con gas, esa noche no estaba bebiendo intencionadamente. Se puso tenso cuando George se acercó a él entre sonrisas y felicitaciones por su discurso.

–Ha sido muy bonito.

George hizo un gesto de aprobación con la cabeza que él no necesitaba, pero como esa noche ya había vendido su alma para aclarar el asunto de las cartas, simuló aceptarlo y estrechó la mano de su primo.

–Es verdad lo que has dicho sobre el logro que es durar cuarenta años casados… –George suspiró–. No creo que vaya a pasarnos a nosotros.

–Sí, ya me he enterado de lo de tu divorcio.

Como esa noche estaba dispuesto a agradar, no mencionó que ese divorcio era el tercero de George.

–Esa vaca está intentando sacarme todo lo que no tengo –murmuró George entre dientes–. Las otras dos ya lo hicieron. Si me lo preguntas, te diré que las relaciones son una pesadez.

Él no se lo había preguntado.

–¿Cuánto tiempo llevas con Libby? –siguió George–. Parece una mujer encantadora.

–Lo es.

–¿Cómo os conocisteis?

–Nos… –Daniil se dio cuenta de que no tenía por qué mentir–. Nos conocimos a través del padre de Libby. Él ha organizado la celebración de esta noche.

–Entonces, lleváis poco tiempo juntos.

Daniil asintió con la cabeza.

–Eso me parecía.

–¿Qué quieres decir? –preguntó Daniil.

–Todavía parece feliz –contestó George antes de alejarse.

Daniil apretó los dientes, pero prefirió no hacer caso de lo que acababa de oír. Se dio la vuelta para marcharse y se encontró con Charlotte, que estaba hablando con su padre y su madre.

–¿Por los viejos tiempos? –dijo Charlotte.

Daniil supo que o bailaba o montaba una pequeña escena. Tomó a su ex sin estrecharla contra él y, si Libby no hubiese estado allí esa noche, ella se habría conformado, pero Charlotte no se conformó.

–Mi padre está mirándonos con el ceño fruncido –susurró Charlotte.

Unos doce años antes, eso lo habría excitado. Mejor dicho, hacía unas semanas podría haber sido suficiente para que esa noche, más tarde, hubiese ido a su cuarto por el mero placer de acostarse con ella en las narices de su padre.

–La semana que viene voy a ir a Londres –comentó Charlotte en tono meloso.

–Estaré fuera por trabajo.

–Volveré el mes que viene.

Él supo que había cambiado porque un mes era una eternidad en su mundo de las relaciones y, sin embargo, estaba empezando a imaginarse que las semanas venideras, los meses venideros, los años venideros podía pasarlos con Libby. Charlotte era como la tarta, perfecta a la vista, pero carente de algo. Ya no le tentaba.

–¿Por qué no me das tu número de teléfono? –siguió Charlotte–. Intenté llamarte hace un tiempo, pero tu recepcionista no me pasó la llamada. Si tuviese tu…

–No se lo doy a nadie –la interrumpió Daniil.

–Yo no soy nadie.

Él miró a unos ojos que estaban jugando a lo que él había jugado durante mucho tiempo, pero ya lo había dejado.

–Bueno, sí lo eres.

Efectivamente, era el malnacido que ella le había dicho que era y, cuando Libby volvió a entrar en el salón, vio que Charlotte se alejaba apresuradamente de sus brazos, y Libby no se sentía lo bastante segura como para que no le importase.

El festejo estaba decayendo y Daniil solo quería salir de ese sitio asfixiante, pero todavía no había hablado con su padre y decidió hacerlo en ese momento al ver que Richard se acercaba a él.

–Vamos a montar a caballo mañana por la mañana –comentó Richard–. Saldremos temprano y volveremos a desayunar…

–No voy a poder. Tenemos que marcharnos antes de las nueve, pero me gustaría que habláramos un momento.

–No es el mejor momento.

Libby estaba a su lado, presenciando la tensa conservación, y notó que Daniil le agarraba la mano con fuerza.

–Solo será un instante.

Richard asintió rígidamente con la cabeza y Daniil lo siguió cuando se dio la vuelta. Como estaba agarrándole la mano, ella también los siguió, pero, cuando llegaron a la puerta del salón, Daniil pareció caer en la cuenta de que estaba allí y la soltó.

–Tengo que hablar con mi padre.

–Podría acompañarte.

Él la miró fijamente, indicándole que se había pasado de la raya y que no sabía cuál era su sitio allí.

–Vete a dormir. Subiré dentro de un rato.

–¿A dormir? La gente sigue bailando, la fiesta no ha terminado y…

–Para nosotros, sí –la interrumpió él antes de alejarse.

Se quedó parada intentando entender semejante rechazo. Dibujó una sonrisa amplia, aunque incrédula, cuando Marcus, el mayordomo, se acercó.

–Creo que acaban de mandarme a la cama.

Libby sacudió la cabeza con perplejidad. Hacía un momento habían estado bailando juntos, y, acto seguido, la había mandado a la cama.

 

 

Daniil se quedó mirando mientras Libby subía las escaleras haciendo aspavientos y luego siguió a su padre por los oscuros pasadizos de la casa hasta su despacho. Cuando entraron y su padre se sentó detrás de su mesa, él se acordó de cuando iba allí a darle las notas. Sin embargo, ya no era un adolescente y sí era más alto que el hombre que lo había amedrentado de mala manera.

–Puedo imaginarme para qué has venido –dijo Richard–. Tu madre y yo hemos hablado mucho sobre tu herencia…

–No he venido por tu… patrimonio –lo interrumpió Daniil.

Richard apretó los labios cuando su hijo se olvidó del acento de colegio privado y Daniil lo miró con unos ojos desafiantes.

–Lo que hagas con él es asunto tuyo –siguió Daniil–. Tu dinero no me ha interesado jamás.

Richard resopló con impotencia porque una de las cosas que más le irritaba era que Daniil fuese mucho más rico que él.

–Las cartas –Daniil había sabido exactamente lo que pensaba decirle, pero allí, en ese tribunal que era el despacho de su padre, se sentía como si volviese a ser un adolescente y no le salían las palabras–. Quiero saber…

–Ah, es verdad –le interrumpió su padre esa vez–. Un trato es un trato. Pero solo hubo una.

Daniil frunció el ceño mientras su padre sacaba un sobre. Hizo todo lo posible por no demostrar ansiedad, pero le temblaba la mano cuando lo tomó. Estaba escrita en inglés, pero la había escrito un ruso. Lo sabía por la curvatura de las letras y los números. ¡Tenía que ser de Roman!

Quiso abrirla en ese preciso instante, pero se quedó mirando los sellos, la letra medio borrada y el matasellos mientras la esperanza empezaba a brotarle en el pecho. Por fin tenía un contacto con su gemelo.

–¿Cuándo llegó?

–Hará unos cinco o seis años –contestó su padre.

–¿Qué? –bramó Daniil.

Se alegró de haberle preguntado por la carta en ese momento y no antes. Si hubiesen tenido esa conversación antes, el único discurso que habría podido pronunciar habría sido la declaración ante la policía cuando hubiesen detenido a su padre, que era lo que le apetecía hacer. Sin embargo, se contuvo porque todavía tenía que hacerle algunas preguntas.

–¿Por qué no me la diste en su momento?

–No queríamos remover el pasado.

–Es mi pasado. No puedes arrebatármelo, aunque sabe Dios que lo habéis intentado –se le aplacó un poco de la rabia–. ¿Por qué me la has dado ahora?

–Le dije a Lindsey que podría convencerte para que vinieras.

¿Lo sabía Libby? Eso daba igual. Esa carta llevaba años guardada en un cajón. Unas semanas más o menos daban igual, no estaba pensando racionalmente.

–¿Me contestarás a una pregunta? –Richard asintió con la cabeza–. ¿Mandasteis las cartas que os di para que se las mandaseis a mi hermano? Te agradecería que me dijeses la verdad.

Quizá Richard supiese que podría ser la última vez que se viesen cara a cara o quizá aceptó que ese hombre nunca sería su hijo, pero, fuera como fuese, remachó el último clavo.

–No, no las mandamos.

–¿Puedo preguntar por qué?

–Todo el mundo nos aconsejó que si querías integrarte…

–No –volvió a interrumpirle Daniil–. Os adecuasteis los consejos que os dieron y buscasteis marionetas que os dijeran lo que queríais oír.

–Daniel, estarías en el arroyo o encerrado. Con el temperamento que tienes…

–Richard –le interrumpió Daniil por enésima vez porque no pensaba volver a llamarlo «padre»–, otyebis ot menya.

Le dijo que se fuese al infierno, aunque no de una forma tan delicada, y que se quedase allí. No podía soportar estar un segundo más en la misma habitación que él. Anhelaba esa puerta que lo separaría de su familia de la que había hablado Libby, esa intimidad. Sin embargo, mientras subía las escaleras, no pudo resistirlo y abrió la carta. Lo único que pudo ver fue que no era de Roman, sino de Sev y que le decía que iba a estar un día en Londres y que si podían verse. ¡La había mandado hacía cinco años!

Vio el retrato de esa supuesta familia en el recodo de la escalera y tuvo ganas de arrancarlo y pisotearlo o de llamar al piloto para marcharse en ese instante, pero se acordó de que le había dicho a Libby que durmiese un rato y no quería sacarla de la cama por un arrebato de rabia.

Fue a un balcón y observó a los invitados que se marchaban, también miró el paisaje en penumbra, como había hecho muchas veces de joven, y acabó sacando la carta para leerla de verdad.

 

¡Hola, Shishka!

 

Daniil apretó los dientes al leer ese nombre, pero también sonrió por los recuerdos y siguió leyendo.

 

Conocí a una mujer que me deseaba porque era ruso; estaba colgada de un hombre con el que se había acostado una vez, con Daniel Thomas. No me pareció muy ruso e indagué. ¡Te ha ido muy bien!

Voy a pasar un mes en Estados Unidos enriqueciendo más a un hombre que ya es rico, pero el doce de noviembre estaré en Londres. No sé dónde proponerte que quedemos, el único sitio que conozco allí es un palacio. ¿Te parece bien a mediodía?

Espero no complicarte las cosas por haberte escrito.

Sev

 

No decía nada ni de Roman ni de Nikolai ni de nada de sus vidas y él ansiaba saber algo, cualquier cosa sobre el pasado que había tenido que abandonar a la fuerza. Sin embargo, ya había llegado cinco años tarde. Miró el cielo negro y sin estrellas, tan parecido a su estado de ánimo. Aunque el día había sido cálido, era una de esas noches frescas que anunciaban el final del verano.

¿Anunciaba el final de ellos?

Quería volver a su dormitorio tan egoístamente como había querido que Libby estuviese allí esa noche. Quería que estuviesen los dos solos en su mundo sin complicaciones, pero también era consciente de que su estado de ánimo era muy sombrío. El comentario de George era como un gusano que lo corroía por dentro. Intentaba restarle importancia porque sabía lo ponzoñoso que podía llegar a ser, pero, como siempre, había cierta parte de verdad. ¿Hasta cuándo sería feliz Libby? ¿Cuánto tendría que soportar hasta que se le borrara para siempre la sonrisa permanente que tenía en el rostro? Él no tenía experiencia con las relaciones, ningún clavo ardiendo al que agarrarse con esperanza, nada que rememorar. Tenía recuerdos vívidos de otro tiempo, pero era mejor no recordarlos. Roman no había hecho nada para buscarlo, ni Nikolai. Lo único que tenía de ese pasado era una carta que le escribió Sev hacía cinco años. No era gran cosa y no le infundía la confianza en sí mismo que necesitaba para transmitirle a ella la decepción y el vacío que sentía esa noche. Era preferible dejarla al margen. s