Prólogo

 

HOLA, Shishka.

Daniil Zverev se puso tenso cuando entró en el dormitorio y oyó cómo lo había llamado su amigo Sev. Al parecer, Shishka era su nombre nuevo. El argot ruso podía golpear donde más daño hacía y esa noche lo había conseguido. Pez gordo. Mandamás. Perdonavidas. Daniil miró a Sev mientras este dejaba el libro que estaba leyendo.

–Estábamos hablando de cómo te irá con esa familia tan rica de Inglaterra, Shishka.

–No vuelvas a llamarme eso.

Daniil tomó el libro y lo levantó por encima de la cabeza como si fuese a arrancar las páginas, pero vio que Sev tragaba saliva y lo tiró en la cama. No lo habría roto, Sev podía leer muy pocos libros, pero esperaba que hiciese caso a su advertencia.

–¿Has encontrado cerillas?

Nikolai levantó la mirada del barco que estaba construyendo trabajosamente y Daniil sacó del bolsillo unas cuantas que había encontrado después de buscar por todos lados.

–Toma.

–Gracias, Shishka.

Lo haría, destrozaría el barco de Nikolai. Daniil estaba furioso, le costaba respirar y miró fijamente a su amigo. En realidad, los cuatro muchachos eran mucho más que amigos. Nikolai y Sev no tenían ningún parentesco y Daniil y Roman eran gemelos idénticos, pero se habían criado juntos. Los cuatro eran morenos y muy blancos de piel y, además, eran los más pobres de entre los pobres. En la casa de acogida ya se llamaban los unos a los otros desde sus cunas. Daniil y Roman habían compartido la misma cuna y Nikolai y Sevastyan habían tenido una cada uno a los lados de los gemelos. Cuando crecieron, los mandaron al orfanato y los metieron en el mismo dormitorio común. En ese momento, ya adolescentes, compartían una habitación con cuatro camas. La mayoría los consideraba problemáticos, pero no tenían problemas de verdad entre ellos. Solo se tenían los unos a los otros.

–Como toques el barco… –le amenazó Nikolai.

–Entonces, no me llames Shishka. Además, no hay ningún motivo porque he decidido que no voy a ir a vivir a Inglaterra –Daniil miró a Roman, su gemelo, que estaba tumbado en la cama mirando al techo–. Voy a decir que no quiero ir y no pueden obligarme.

–¿Por qué? –le preguntó Roman mirándolo con esos gélidos ojos grises que tenían los dos.

–Porque no necesito que ninguna familia rica me ayude. Vamos a salir adelante por nuestra cuenta, Roman.

–Sí, claro.

–Claro que sí –insistió Daniil–. Sergio dijo…

–Qué sabrá él. Es el encargado de mantenimiento.

–Pero fue boxeador.

–Eso dice él.

–¡Los gemelos Zverev! –exclamó Daniil–. Dice que vamos a conseguirlo y…

–Vete con la familia rica –le interrumpió Roman–. Aquí no vamos a hacernos ricos y famosos, nunca saldremos de este agujero.

–Si nos entrenamos mucho nos irá bien.

Daniil tomó la foto que Roman tenía al lado de la cama. Un día, hacía un par de años, Sergio había llevado su cámara y había sacado una foto de los gemelos y luego, como los demás se habían empeñado, había sacado otra de los cuatro. Sin embargo, Daniil había tomado la de ellos dos para hablar con su hermano.

–Dijiste que lo conseguiríamos.

–Bueno, pues mentí –replicó Roman.

–Eh… –Sev estaba leyendo otra vez, pero aunque acababa de provocar a Daniil, lo quería y sabía a dónde llevaba todo eso–. Déjalo, Roman. Déjale que tome sus decisiones.

–No.

Roman se levantó con rabia. Las cosas llevaban meses fraguándose, desde que les dijeron que había una familia que quería recibir a un niño de doce años en una buena casa.

–Quiere rechazar esta oportunidad porque tiene ese sueño estúpido de que puede salir adelante en el ring, pero no puede.

–Los dos podemos –añadió Daniil.

–Yo puedo –le corrigió Roman–. Mejor dicho, podría si no fueses una carga para mí.

Roman le quitó la foto de las manos y la tiró al suelo. No tenía cristal, pero algo se rompió y Daniil sintió que algo se rompía también dentro de él.

–Vamos –siguió Roman–. Te enseñaré quién puede pelear de verdad.

Se levantó de la cama y se oyó un murmullo en el dormitorio común mientras los gemelos se miraban fijamente. Lucharían por fin. Los gemelos Zverev se entrenaban todo el día. Sergio los sometía a todo tipo de pruebas y ellos iban pasándolas. La única queja que tenían era que querían pelear. Sergio se había negado hasta hacía unos meses y, además, lo consintió bajo su estricta vigilancia. Como exboxeador, sabía que los chicos no podían empezar demasiado pronto. Eran unos chicos con unos cuerpos formidables. Eran altos y con extremidades largas, eran rápidos, se movían con ligereza y tenían voracidad. Él sabía que los gemelos llegarían lejos con un entrenamiento acertado. Eran como dos gotas de agua, dos jóvenes airados y de ideas fijas. Lo único que tenía que hacer él, por el momento, era contenerlos, pero él no estaba allí esa noche y la habitación empezó a llenarse, se apartaron las camas para hacer sitio y los espectadores se arrodillaron encima.

–Demuéstrame lo que sabes –dijo Roman en tono jactancioso mientras salía a pelear.

Ya tenía a Daniil a la defensiva, encajando golpes y reculando sin protector en la cabeza, sin guantes y sin dinero por medio, todavía. Roman no le daba respiro y Daniil, que tenía que demostrarlo todo, se resistía como podía. Los otros chicos vitoreaban, aunque intentaban no hacerlo para no llamar la atención de los empleados.

Roman golpeaba con todas sus fuerzas y aunque Daniil hacía lo que podía para estar a su altura, fue quien se cansó primero y se agarró a su hermano. Necesitaba respirar un poco, pero Roman se lo quitó de encima. Aun así, Daniil volvió a agarrarse a él para que no pudiera golpearlo.

Cuando se separó empezaron a luchar otra vez, paraban algunos golpes y encajaban otros, pero Daniil creyó que estaba ganando terreno. Era rápido y Roman era resistente, pero esa vez fue Roman quien se agarró y se apoyó en su gemelo. Daniil podía oír su respiración entrecortada, pero, cuando lo soltó, Roman, en vez de darle el segundo que necesitaba para colocarse, le alcanzó en la mejilla con un gancho y lo tumbó. No supo cuánto tiempo quedó fuera de combate, pero fue lo bastante como para que todos se preocuparan. Todos menos Roman.

–¿Lo ves? Me apañó mejor sin ti, Shishka.

Los empleados ya se habían dado cuenta de que algunos dormitorios estaban vacíos y, alertados por los vítores, habían empezado a acudir mientras Daniil intentaba reponerse. Katya, la cocinera, se lo llevó a la cocina y le dijo a su hija Anya que llevara la caja de esparadrapos. Anya estaba en la cocina practicando pases de baile. Tenía doce años e iba a una escuela de danza, pero estaba pasando unas vacaciones allí. Algunas veces, para meterse con los gemelos, les decía que estaba más en forma que ellos. Anya todavía soñaba que alguna vez podría ser bailarina y salir de allí. Daniil ya no tenía sueños.

–¿Puede saberse qué estabais haciendo? –le riñó Katya mientras le daba un té y le ponía un esparadrapo en la cara–. Esa familia rica no quiere chicos feos…

 

 

Unos días más tarde, Daniil estaba sentado en una cama y se sentía a millones de kilómetros de su tierra. Había visto las casitas y las tiendas desde el coche y cuando doblaron un recodo, vio una imponente residencia de ladrillos rojos a lo lejos. Recorrieron el camino de entrada flanqueado de césped, fuentes y estatuas que rodeaban la inmensa casa. No había querido bajarse del coche, pero acabó haciéndolo en silencio.

Un hombre vestido de negro abrió la puerta. A Daniil le pareció que estaba vestido para ir a una boda o a un entierro, pero le sonrió con amabilidad. Una vez dentro, se quedó de pie mientras los adultos hablaban de él, hasta que la mujer que había ido un par de veces al orfanato, y que ya era su madre, lo llevó al piso de arriba. En un rincón de la escalera había un retrato de sus nuevos padres con las manos en los hombros de un sonriente niño moreno. Le habían dicho que no tenían hijos. El dormitorio era grande, solo tenía una cama y la ventana daba al campo.

–¡Báñate!

No entendió nada hasta que ella señaló hacia otro cuarto y se marchó. Se bañó y se puso una toalla alrededor de la cintura justo a tiempo porque llamaron a la puerta, se abrió y ella entró con una sonrisa nerviosa. Empezó a revisar sus cosas mientras no dejaba de llamarlo con un nombre muy raro. Él quería corregirla y decirle que su nombre se pronunciaba «Daniil», no «Daniel», como ella se empeñaba en decir, pero entonces se acordó de que el traductor le había explicado que tenía un nombre nuevo: Daniel Thomas.

La mujer llevaba guantes de goma y metía todas sus cosas en una bolsa de basura que sujetaba el hombre vestido con traje. Ella seguía hablando en un idioma que él no entendía. Señalaba hacia la ventana y luego le indicaba la mejilla como si estuviese cosiendo. Después de repetirlo varias veces, él entendió que iba a llevarlo para que le curaran la mejilla mejor de lo que lo había hecho Katya. Miró la maleta mientras ella se deshacía de su vida y vio dos fotos, que él sabía que no había metido. Tenía que haber sido Roman.

Nyet!

Fue la primera palabra que dijo desde que salieron de Rusia y la mujer dejó escapar un leve grito mientras Daniil se abalanzaba sobre las fotos. No podía tirarlas ni tocarlas.

Su madre se marchó y el hombre se quedó y se sentó en la cama con él para mirar las fotos.

–¿Tú? –le preguntó el hombre señalándolo a él y uno de los chicos de la foto.

–Roman –contestó Daniil.

El hombre mayor de ojos amables se señaló el pecho.

–Marcus.

Daniil asintió con la cabeza y volvió a mirar la foto. Entonces, empezó a entender que Roman no lo odiaba, que había intentado salvarlo. Él, sin embargo, no había querido que lo salvara, había querido salir adelante con su hermano, no solo.