XVI

HOMBRES DESNUDOS

El gobernador de Laponia, Kaarlo Hillilä, levantó el vaso y dijo: «Maljanne». Estábamos comiendo en el palacio del gobernador, en Rovaniemi, la capital de Laponia, construida sobre el círculo polar ártico.

—El círculo polar ártico pasa justo por debajo de la mesa, entre nuestros pies —dijo Kaarlo Hillilä.

El conde Agustín de Foxá, ministro de España en Finlandia, se agachó a mirar bajo la mesa, el resto de los invitados se echó a reír y De Foxá masculló entre dientes:

—Ces sacrés ivrognes!

Estaban todos borrachos: pálidos, la frente empapada en sudor, los ojos brillantes e impávidos, esos ojos fineses que el alcohol tiñe con reflejos de madreperla. Yo le decía a De Foxá:

—Agustín, bebes demasiado.

Y Agustín respondía:

—Sí, tienes razón, bebo demasiado, pero éste es el último vaso.

Entonces Olav Koskinen levantaba el vaso y le decía «maljanne», y De Foxá contestaba:

—No, gracias, no bebo.

Y el gobernador lo miraba fijamente y decía:

—Vous refusez de boire à notre santé?

Y yo le decía con voz queda a De Foxá:

—Por el amor de Dios, Agustín, no cometas ninguna imprudencia, hay que decirles siempre que sí, por el amor de Dios, siempre que sí.

Y De Foxá decía que sí, siempre que sí, de vez en cuando levantaba su vaso diciendo «maljanne», y tenía la cara roja, la frente brillante de sudor y los ojos inciertos tras las gafas empañadas. «Confiemos en el Señor», pensaba yo mirando a De Foxá.

Debía de ser casi medianoche. El sol, rodeado por un fino velo de niebla, resplandecía en el horizonte como una naranja envuelta en papel de seda. La luz espectral del Norte, que con gélida violencia penetraba por las ventanas abiertas, iluminaba con un reflejo cegador de pabellón quirúrgico el inmenso salón de modernísimo estilo finlandés, de techo bajo, paredes blancas y suelo de madera rosada de abedul, a cuya mesa llevábamos seis horas sentados. Las grandes ventanas rectangulares, altas y estrechas, se abrían sobre el amplio valle del Kemi y el Ounas, sobre el boscoso horizonte del Ounasvaara. En las paredes había colgados antiguos rya, esos tapices que los pastores y campesinos finlandeses tejen con sus telares rústicos, y bellas estampas de los suecos Skjöldebrand y Aveelen y del vizconde francés de Beaumont. Había, entre otros, un rya de color rosa, gris, verde y negro de gran valor tejido con motivos de árboles, renos, arcos y flechas, y otro, rarísimo también, en el que los colores dominantes eran el blanco, el rosa, el verde y el marrón. Las estampas representaban paisajes de Ostrobotnia y Laponia, vistas del curso del Oulu, el Kemi y el Ounas, perspectivas del puerto de Tornio y del tori de Rovaniemi. (Entre finales de siglo XVIII y principios del pasado, cuando Skjöldebrand, Aveelen y el vizconde de Beaumont grababan sus deliciosos cobres, Rovaniemi no era más que un pueblo de pioneros finlandeses, pastores de renos y pescadores lapones formado por casitas de troncos de pino rodeadas de altas empalizadas defensivas; el pueblo había ido creciendo en torno al tori, el cementerio y la bella iglesia de madera pintada de gris, edificada por Bassi, un italiano, en ese estilo neoclásico de origen sueco combinado con elementos procedentes de la Francia de Luis XV y la Rusia de Catalina, presentes también en los muebles lacados de blanco que decoran las casas de los pioneros finlandeses de Ostrobotnia septentrional y Laponia.) Entre ventana y ventana, y encima de las puertas, colgaban de la pared panoplias con antiguos puukko de hoja historiada y mango de hueso forrado con piel de reno de pelaje corto y suave. Por lo demás, todos los comensales llevaban un puukko al cinto.

El gobernador estaba sentado a la cabeza de la mesa, sobre una silla forrada de piel de oso blanco. Yo estaba sentado, a saber por qué, a la derecha del gobernador, y el ministro de España, Agustín de Foxá, se sentaba, a saber por qué también, a su izquierda. De Foxá estaba furioso.

—Ce n’est pas pour moi, tu comprends —me decía—, c’est pour l’Espagne.

Y Titu Mihăilescu, que estaba bebido, le decía:

—Ah! C’est pour les Espagnes, n’est-ce pas? Pour tes Espagnes.

Yo intentaba atemperar los ánimos:

—No es culpa mía —le decía.

—Tu ne représentes pas l’Italie, toi, et alors? Pourquoi es-tu assis à sa droite? —protestaba De Foxá.

—Il représente ses Italies, n’est-ce pas, Malaparte, que tu representes tes Italies? —decía Mihăilescu.

—Ta gueule! —le decía Agustín.

Como a mí me entusiasman las conversaciones de borrachos, no perdía detalle de la discusión entre Mihăilescu y De Foxá, que reñían con la pausada y ceremoniosa rabia de los beodos.

—Ne t’en fais pas, le Gouverneur est gaucher —le decía Mihăilescu.

—Tu te trompes, il n’est pas gaucher, il louche —replicaba De Foxá.

—Ah, s’il louche, ce n’est pas la même chose, tu devrais protester —le decía Mihăilescu.

—Tu penses qu’il louche exprès pour me faire asseoir à sa gauche? —le preguntaba De Foxá.

—Bien sûr, il louche exprès —respondía Mihăilescu.

Entonces el conde Agustín de Foxá, ministro de España, se volvía hacia Kaarlo Hillilä, gobernador de Laponia, y le decía:

—Monsieur le Gouverneur, je suis assis à votre gauche, je ne suis pas à ma place.

Y Kaarlo Hillilä lo miraba estupefacto.

—Comment? Vous n’êtes pas à votre place?

—Vous ne trovez pas —respondía De Foxá inclinándose ligeramente— que je devrais être assis à la place de Monsieur Malaparte?

El gobernador lo miraba con el más profundo estupor y luego se volvía hacia mí y me decía:

—Comment? Vous voulez changer de place?

Y todos me miraban estupefactos.

—Mais pas du tout, je suis assis à ma place —respondía yo.

—Vous voyez? —decía el gobernador con aire triunfal, y se giraba hacia el ministro de España—, il est assis à sa place.

Entonces Titu Mihăilescu le decía a De Foxá:

—Mais mon cher Agustín, tu ne vois pas que Monsieur le Gouverneur est ambidextre?

De Foxá se ruborizaba, se limpiaba las gafas con la servilleta y decía con cara de pasmo:

—Oui, tu as raison, je ne l’avais pas remarqué.

Y yo miraba a Agustín con gesto severo.

—Tu as trop bu —le decía.

—Hélas! —respondía Agustín de Foxá lanzando un profundo suspiro.

Llevábamos seis horas sentados a la mesa, y después de los rapu, los cangrejos rojos del Kemi, después de los aperitivos suecos, después del caviar, el siika y la lengua de reno ahumada, después de la sopa de coles y tocino, después de los enormes salmones del Ounas, rosados como los labios de una doncella, después del asado de reno y las patas de oso al horno, después de la ensalada de pepino aderezada con azúcar, había aparecido por el nebuloso horizonte de la mesa, entre las botellas vacías de snaps, de vino del Mosela y de Château Lafitte, en su cielo de color de aurora, el coñac. Y todos aguardábamos inmóviles, inmersos en ese profundo silencio de los banquetes fineses a la hora del coñac, mirándonos fijamente los unos a los otros, rompiendo el silencio ritual tan sólo para decir «maljanne».

Aunque habíamos terminado de comer, las mandíbulas del gobernador Kaarlo Hillilä producían un ruido sordo y continuo, casi amenazante. Kaarlo Hillilä era un hombre de apenas treinta años, de poca estatura y cuello muy corto hundido entre los hombros. Me llamaban la atención el grosor de sus dedos, sus espaldas atléticas y sus brazos cortos y musculados. Tenía los ojos pequeños, cortados al sesgo sobre la frente estrecha y encerrados bajo dos pesados párpados de color rosa. El cabello era de color rubio oscuro, rizado, o mejor dicho crespo, y corto como una uña. Los labios, carnosos y resecos, presentaban un tono azulado. Hablaba con la cabeza gacha, apoyando el mentón en el pecho, y de vez en cuando apretaba los labios y miraba a su interlocutor de abajo arriba. En sus ojos brillaba una mirada salvaje y astuta, una mirada corta y violenta, de tintes irascibles y crueles.

—Himmler es un genio —dijo Kaarlo Hillilä soltando un puñetazo sobre la mesa.

Por la mañana había mantenido una reunión de cuatro horas con Himmler y se sentía orgullosísimo.

—Heil Himmler —dijo De Foxá al tiempo que levantaba el vaso.

—Heil Himmler —repitió Kaarlo Hillilä, y clavando en mí una severa mirada de reproche añadió—: ¿Y pretende hacernos creer que se encontró con él, que conversaron y que no lo reconoció?

—Le repito —respondí— que no sabía que fuera Himmler.

Días atrás, en el vestíbulo del hotel Pohjanhovi, justo delante del ascensor, había un grupo de oficiales alemanes. De pie frente al ascensor se encontraba un hombre de estatura media con uniforme hitleriano y cierto aire a Stravinski. Era un hombre de rostro mongólico, pómulos prominentes y ojos miopes, semejantes a los de un pez, encerrados detrás de dos lentes gruesas como los cristales de un acuario. Tenía una cara extraña y una expresión cruel y abstracta. Hablaba en voz alta y reía. Había cerrado ya la puerta corredera del ascensor y se disponía a pulsar el botón eléctrico cuando aparecí yo corriendo, me escurrí entre el grupo de oficiales, abrí la puerta y, antes de que los oficiales pudieran detenerme, me metí en el ascensor. El individuo con el uniforme hitleriano había procurado impedírmelo, pero para su desconcierto logré esquivarlo y, tras cerrar la puerta, pulsé el botón. Así fue como me encontré frente a frente con Himmler en aquella jaula de hierro. Él me miraba con estupor, tal vez incluso con irritación. Estaba pálido y parecía inquieto. Se refugió en un rincón de la jaula y desde allí, con ambas manos extendidas como para defenderse de un ataque inesperado, me observaba con sus ojos de pez, resollando ligeramente. Me quedé mirándolo con cara de sorpresa. A través de los cristales del ascensor veía cómo los oficiales, seguidos por unos cuantos agentes de la Gestapo, subían las escaleras a toda prisa tropezando entre ellos en los rellanos. Me volví hacia Himmler y sonriendo me disculpé por haber pulsado el botón eléctrico sin haberle preguntado antes a qué piso iba.

—Al tercero —dijo con una sonrisa, y me pareció que empezaba a tranquilizarse.

—Yo también voy al tercero —dije.

El ascensor se detuvo en el tercer piso, abrí la puerta y le cedí el paso, pero Himmler, haciendo una inclinación, me indicó la puerta con un gesto cortés, de modo que fui yo el primero en salir del ascensor, ante la mirada de asombro de los oficiales y agentes de la Gestapo. Acababa de arroparme en la cama cuando un miembro de las SS llamó a mi puerta. Himmler me invitaba a tomar un ponche en su habitación. «¿Himmler? Perkele!», dije para mis adentros. Perkele es una palabra finlandesa que por nada del mundo debe pronunciarse y que significa «demonio». ¿Himmler? ¿Qué querría de mí? ¿Dónde habríamos coincidido? Ni se me pasó por las mientes que pudiera ser el hombre del ascensor. ¿Himmler? Me daba pereza levantarme, así que aprovechando que se trataba de una invitación y no de una orden, mandé decir a Himmler que agradecía su invitación y que le rogaba me disculpase, pero estaba rendido y acababa de echarme en la cama. Al poco llamaron de nuevo. Esta vez era un agente de la Gestapo.

Me traía una botella de coñac de parte de Himmler. Coloqué dos vasos sobre la mesa e invité a beber al agente de la Gestapo.

—Prosit —dije.

—Heil Hitler —respondió el agente.

—Ein Liter —repliqué yo.

El pasillo estaba tomado por agentes de la Gestapo, y el hotel, rodeado de miembros de las SS armados con ametralladoras.

—Prosit —dije.

—Heil Hitler —respondió el agente de la Gestapo.

—Ein Liter —repliqué yo.

A la mañana siguiente, el director del hotel me rogó amablemente que dejase libre mi cuarto y me hizo bajar al primer piso, a una habitación con dos camas situada al fondo de un pasillo. La otra cama la ocupaba un agente de la Gestapo.

—Fingiste no reconocerlo —dijo mi amigo Jaakko Leppo, lanzándome una mirada hostil.

—Nunca antes lo había visto, ¿cómo iba a reconocerlo? —contesté.

—Himmler es un hombre extraordinario, francamente interesante —dijo Jaakko Leppo—. Debiste aceptar su invitación.

—Es un personaje con el que no quiero tratos —repliqué.

—Se equivoca usted —dijo el gobernador—. Antes de conocerlo, yo también creía que Himmler era un personaje atroz, con una pistola en la diestra y un látigo en la siniestra. Después de cuatro horas conversando con él, me he dado cuenta de que Himmler es un hombre de una cultura extraordinaria, un artista, un auténtico artista, un alma noble, abierta a todos los sentimientos humanos. Y diré más: un sentimental.

En efecto, ésas fueron las palabras del gobernador: «un sentimental». Y añadió que, tras conocerlo en persona y haber tenido el honor de hablar con él durante cuatro horas, si tuviera que pintarlo lo representaría con el Evangelio en la diestra y el libro de las oraciones en la siniestra.

En efecto, ésas fueron las palabras del gobernador: «Con el Evangelio en la diestra y el libro de las oraciones en la siniestra», y descargó un puñetazo sobre la mesa.

De Foxá, Mihăilescu y yo no podíamos disimular una discreta sonrisa, y De Foxá, volviéndose hacia mí, me preguntó:

—Cuando te lo encontraste en el ascensor, ¿qué llevaba? ¿La pistola y el látigo, o el Evangelio y el libro de las oraciones?

—No llevaba nada —respondí.

—Entonces no era Himmler, era otro —sentenció grave De Foxá.

—El Evangelio y el libro de las oraciones, como lo oyen —dijo el gobernador, y descargó otro puñetazo sobre la mesa.

—Tú lo que pasa es que fingiste no reconocerlo —dijo mi amigo Jaakko Leppo—. Sabías perfectamente que era Himmler.

—Corrió usted un grave peligro —dijo el gobernador—. Alguno de los presentes pudo haber pensado que se trataba de un atentado y dispararle.

—Apuesto a que esto te va a traer dolores de cabeza —dijo Jaakko Leppo.

—Maljanne —dijo De Foxá levantando el vaso.

—Maljanne —respondieron todos a coro.

Los comensales estaban sentados en pose erguida, apoyados con rigidez contra el respaldo de la silla, balanceando la cabeza con suavidad como si soplase un vendaval. Seco y fuerte, el olor del coñac se difundía por la sala. Jaakko Leppo no dejaba de mirarnos a De Foxá, Mihăilescu y a mí con el característico fuego hostil de su mirada.

—Maljanne —decía de vez en cuando el gobernador Kaarlo Hillilä levantando el vaso.

—Maljanne —repetían todos a coro.

A través de los cristales de las ventanas yo contemplaba el paisaje triste, desierto y desesperado de los valles del Kemi y el Ounas, aquellas perspectivas maravillosamente transparentes y profundas de bosques, aguas y cielos. Un horizonte inmenso, calcinado por la candida luz del Norte, violenta y pura, se abría al fondo del ondear remoto de los tunturit, las frondosas alturas entre cuyos delicados pliegues se esconden pantanos, lagos, bosques y el curso de los grandes ríos árticos. Yo contemplaba aquel cielo vacío, altísimo, aquel desolado abismo de luz suspendido sobre el gélido resplandor de las hojas y las aguas. El significado secreto, misterioso, de aquel paisaje espectral se ocultaba en el cielo, en el color del cielo de aquel álgido y excelso desierto quemado por una luz maravillosamente blanca, por un esplendor gélido y muerto, como de yeso. Bajo aquel cielo (en el que el pálido disco del sol nocturno parecía pintado sobre un muro liso de color blanco), los árboles, las piedras, la hierba y las aguas exudaban una extraña sustancia blanda y viscosa, y esa luz de yeso era la espectral y deslumbrante luz del Norte. Frente a ese esplendor inalterable y puro, el rostro humano parece una máscara de yeso, muda y ciega. Un rostro sin ojos, sin labios, sin nariz, una máscara de yeso lisa e informe, semejante a la cabeza ahuevada de algunos de los héroes de De Chirico.

En los rostros de los comensales, avasallados con gélida violencia por la clara luz que penetraba por las ventanas, vivía sólo una ligera sombra, una gota apenas de color azul en la mirada oculta bajo los párpados y en la cavidad entre el párpado y la ceja. Pero la luz del Norte quema en los ojos toda señal de vida, todo vestigio de humanidad. Da al hombre el aspecto de la muerte. Me volví hacia el gobernador y comenté sonriendo que su rostro y el del resto de los comensales me recordaban a los de los soldados que dormían en el tori la noche en que llegué a Rovaniemi. Dormían en el suelo, sobre jergones de paja. Su rostro era de yeso, carente de ojos, labios y nariz, liso y con forma de huevo. Los ojos cerrados de los durmientes eran objetos delicados y sensibles sobre los que la luz blanca se posaba tímida, con una leve caricia, formando un pequeño y cálido nido, una gota de sombra.

—¿Conque una cara con forma de huevo? ¿También yo tengo la cara con forma de huevo? —preguntó el gobernador mirándome maravillado e inquieto mientras se tocaba los ojos, la nariz y la boca.

—Sí —dije—, igual que un huevo.

Todos me miraron maravillados e inquietos, al tiempo que se tocaban la cara. Y entonces les expliqué lo que había visto en Sodankylä, de camino a Petsamo. Había decidido hacer un alto en Sodankylä, era una noche serena, el cielo estaba blanco, y los árboles, las casas, las colinas: todo parecía de yeso. El sol nocturno semejaba un ojo ciego y sin pestañas.

En cierto momento vi que por la carretera de Ivalo llegaba una ambulancia que se detuvo en la puerta del pequeño hotel situado frente a la oficina de correos, donde se había instalado el hospital. Unos cuantos enfermeros vestidos de blanco (¡ah, el blanco cegador de aquellas batas de lino!) sacaron las camillas de la ambulancia y las alinearon sobre el césped. El césped presentaba un color blanco, matizado por un transparente velo azulino. En las camillas había tendidas, con gesto pesado, inmóvil y glacial, unas cuantas estatuas de yeso, con la cabeza ovalada y lisa, sin ojos, sin nariz y sin boca. Sus caras tenían forma de huevo.

—¿Estatuas? —exclamó el gobernador—. ¿Quiere usted decir estatuas, estatuas de yeso? ¿Y las llevaban al hospital en ambulancia?

—Estatuas —respondí—, estatuas de yeso. De pronto una nube gris encapotó el cielo, y de la improvisa penumbra surgieron a mi alrededor, revelando su verdadera forma, los seres y objetos que hasta entonces habían permanecido ocultos por ese inalterable resplandor blanco. De repente, bajo esa sombra llovida de los cielos, las estatuas de yeso tendidas en las camillas se tornaron cuerpos humanos, y sus máscaras de yeso, en rostros de carne, en caras humanas, vivas. Eran hombres, eran soldados heridos. Y me seguían con la mirada, perplejos e inseguros, pues yo también, a sus ojos, había pasado de repente de estatua de yeso a hombre vivo, hecho de carne y sombra.

—Maljanne —dijo grave el gobernador, mirándome con asombro e inquietud.

—Maljanne —repitieron todos a coro, y levantaron los vasos llenos hasta el borde de coñac.

—¿Qué le pasa a Jaakko? ¿Se ha vuelto loco? —dijo de repente De Foxá tomándome del brazo.

Jaakko Leppo está sentado en su silla con el busto inmóvil y la cabeza ligeramente echada hacia delante; habla en voz baja, sin gesticular, el rostro impasible, los ojos llenos de fuego negro. Poco a poco desliza la mano derecha hacia el costado, desenfunda el puukko de mango de hueso de reno que lleva ceñido al cinto y, de pronto, alza su brazo corto y rechoncho empuñando el cuchillo y clava la mirada en los ojos de Titu Mihăilescu. Los demás hacen lo propio y desenfundan sus puukko.

—No, no se hace así —dice el gobernador, que desenfunda también su puukko y repite el movimiento de los cazadores de osos.

—Ya entiendo, directo al corazón —dice Titu Mihăilescu.

—Eso es, directo al corazón —repite el gobernador mimando una puñalada de arriba abajo.

—Y el oso cae al suelo —dice Mihăilescu.

—No, no cae enseguida —dice Jaakko Leppo—. Avanza unos pasos, luego se tambalea y cae. Es un momento precioso.

—Ils sont tous ivres morts —dice De Foxá en voz baja mientras me toma del brazo—. Je commence à avoir peur.

Entonces yo le digo:

—¡Que no noten que tienes miedo, por el amor de Dios! Si se dan cuenta de que tienes miedo, pueden ofenderse. No tienen mala intención, lo que pasa es que cuando beben, se vuelven como niños.

—Ya sé que no lo hace con mala intención —dice De Foxá—, son como niños. Pero es que a mí me dan miedo los niños.

—Para demostrarles que no tienes miedo, tienes que decir «maljanne» en voz alta y beberte el vaso de un trago mirándolos a la cara.

—Yo ya no puedo más —dice De Foxá—. Si me tomo otro vaso, me voy directo al suelo.

—Por el amor de Dios —le imploro—, ¡no te emborraches! Cuando los españoles se emborrachan, se vuelven peligrosos.

—Señor ministro —dice un oficial finlandés, el mayor Von Hartmann, dirigiéndose en español a De Foxá—, en España, durante la guerra civil, yo me divertía enseñándoles a mis amigos del tercio cómo se juega al puukko. Es un juego muy divertido. ¿Quiere que le enseñe a jugar, señor ministro?

—Je n’en vois pas la nécessité —dice De Foxá con suspicacia.

El mayor Von Hartmann, antiguo alumno de la escuela de caballería de Pinerolo y ex combatiente voluntario en España, en las filas del ejército de Franco, es un hombre cortés y autoritario al que le gusta que lo obedezcan con humildad.

—¿No quiere que le enseñe? ¿Y por qué no? Es un juego al que debe aprender a jugar sin falta, señor ministro. Observe. Se coloca la mano izquierda sobre la mesa, con los dedos bien separados, se aferra el puukko con la mano derecha y, con un movimiento decidido, se clava el puñal en la mesa entre los dedos.

Y diciendo esto, levanta el puukko y lo clava entre los dedos de su mano abierta. La punta del puñal se hunde en la mesa entre los dedos índice y medio.

—¿Se ha fijado usted bien? —pregunta Von Hartmann.

—¡Válgame Dios! —exclama De Foxá palideciendo.

—¿Le apetece probar, señor ministro? —dice Von Hartmann, y le tiende el puukko a De Foxá.

—Lo haría con mucho gusto —dice De Foxá—, pero no puedo separar los dedos. Tengo los dedos como los patos.

—¡Eso sí es curioso! —dice Von Hartmann con incredulidad—. Déjeme verlos.

—Ça ne vaut pas la peine —dice De Foxá, y se esconde las manos detrás de la espalda—. C’est un défaut, un simple défaut de naissance, je ne peux pas écarter les doigts.

—Déjeme verlos —dice Von Hartmann.

Todos se inclinan sobre la mesa para ver los dedos del ministro de España, unidos como los de los patos, pero De Foxá esconde las manos bajo la mesa, se las guarda en los bolsillos o las oculta detrás de la espalda.

—Vous êtes donc un palmipède? —dice el gobernador empuñando el puukko—. Montrez-nous vos mains, Monsieur le Ministre.

Los comensales se inclinan sobre la mesa blandiendo sus puñales.

—Un palmipède? —dice De Foxá—. Je ne suis pas un palmipède. Pas tout à fait. Ce n’est qu’un peu de peau entre les doigts.

—Il faut couper la peau —señala el gobernador mientras levanta su largo puukko—, ce n’est pas naturel d’avoir des pattes d’oie.

—Des pattes d’oie? —dice Von Hartmann—. Vous avez déjà la patte d’oie, à votre âge, señor ministro? Montrez-moi vos yeux.

—Les yeux? —pregunta el gobernador—. Pourquoi les yeux?

—Vous aussi, vous avez la patte d’oie —dice De Foxá—, montrez-donc vos yeux.

—Mes yeux? —pregunta el gobernador con voz turbada.

Los comensales se inclinan sobre la mesa para ver de cerca los ojos del gobernador.

—Maljanne —dice el gobernador levantando su vaso.

—Maljanne —repiten todos a coro.

—Vous ne voulez pas boire avec nous, Monsieur le Ministre? —pregunta el gobernador a De Foxá en tono de reproche.

—Monsieur le Gouverneur, messieurs —dice con gravedad el ministro de España, poniéndose en pie—, je ne peux plus boire. Je vais être malade.

—Vous êtes malade? —inquiere Kaarlo Hillilä—. Vous êtes vraiment malade? Buvez donc. Maljanne.

—Maljanne —dice De Foxá sin levantar el vaso.

—Buvez done —dice el gobernador—, quand on est malade, il faut boire.

—Por el amor de Dios, Agustín, bebe —le digo a De Foxá—. Como se den cuenta de que no estás borracho, estás perdido. Si no quieres que noten que no estás borracho, Agustín, tienes que beber. —En compañía de finlandeses hay que beber siempre; si uno no bebe con ellos, si no se emborracha con ellos, si se rezaga ni que sean dos o tres maljanne, deja de ser una persona de fiar y empiezan a mirarlo con recelo—. ¡Por el amor de dios, Agustín, que no se den cuenta de que no estás borracho!

—Maljanne —dice De Foxá sentándose de nuevo con un suspiro, y levanta su vaso.

—Beba, pues, señor ministro —ordena el gobernador.

—¡Válgame Dios! —exclama De Foxá cerrando los ojos, y de un trago apura todo el vaso de coñac.

El gobernador rellena los vasos y dice:

—Maljanne.

—Maljanne —repite De Foxá, y levanta el vaso.

—Por el amor de Dios, Agustín, no te emborraches —le digo a De Foxá—. Un español borracho es un peligro. Recuerda que eres el ministro de España.

—Je m’en fous —dice De Foxá—. Maljanne.

—Los españoles —dice Von Hartmann— no saben beber. Durante el sitio de Madrid estuve con el tercio frente a la Ciudad Universitaria…

—¿Cómo? —interrumpió De Foxá—. ¿Que los españoles no sabemos beber?

—Por el amor de Dios, Agustín, piensa que eres el ministro de España.

—Suomelle —dice De Foxá levantando el vaso. Suomelle significa «a la salud de Finlandia».

—¡Arriba España! —dice Von Hartmann.

—¡Por el amor de Dios, Agustín, no te emborraches!

—Ta gueule! Suomelle! —dice De Foxá.

—¡Viva América! —grita el gobernador.

—¡Viva América! —grita De Foxá.

—¡Viva América! —repiten todos a coro, levantando los vasos.

—¡Viva Alemania y viva Hitler! —grita el gobernador.

—Ta gueule! —contesta De Foxá.

—¡Viva Mussolini! —grita el gobernador.

—Ta gueule! —contesto yo sonriendo, y levanto mi vaso.

—Ta gueule! —replica el gobernador.

—Ta gueule! —repiten todos a coro, levantando los vasos.

—América —dice el gobernador— es un buen amigo de Finlandia. Cientos de miles de emigrantes finlandeses viven en Estados Unidos. Es nuestra segunda patria.

—América —dice De Foxá— es el paraíso de los finlandeses. Cuando los europeos se mueren, esperan ir al paraíso. Los finlandeses, cuando se mueren, lo que esperan es ir a América.

—Cuando me muera —dice el gobernador—, no me iré a América. Me quedaré en Finlandia.

—Por supuesto —dice Jaakko Leppo lanzándole una mirada torva a De Foxá—. Vivos o muertos, lo que queremos es quedarnos en Finlandia cuando nos muramos.

—Así es —asienten todos, y observan a De Foxá con ojos hostiles—, cuando nos muramos, queremos quedarnos en Finlandia.

—J’ai envie de caviar —dice De Foxá.

—Vous désirez du caviar? —pregunta el gobernador.

—J’aime beaucoup le caviar —responde De Foxá.

—¿Hay mucho caviar en España? —pregunta el prefecto de Rovaniemi, Olav Koskinen.

—Il y avait du caviar russe, dans le temps —responde De Foxá.

—¿Caviar ruso? —pregunta el gobernador frunciendo el ceño.

—Le caviar russe est excellent —dice De Foxá.

—El caviar ruso es pésimo —contesta el gobernador.

—El coronel Merikallio —dice De Foxá— me contó una historia muy divertida acerca del caviar ruso.

—El coronel Merikallio está muerto —dice Jaakko Leppo.

—Estábamos a orillas del Ladoga —explica De Foxá—, en el bosque de Raikkola. Una escuadra de sissit finlandeses había encontrado en una trinchera rusa una caja llena de una especie de pringue de color gris oscuro. Un día el coronel Merikallio entra en el korsu de primera línea y se encuentra a los sissit untando con grasa sus botas de nieve. El coronel Merikallio olfatea el aire y dice: «Qué olor tan extraño». Olía a pescado. «Es la grasa de los zapatos lo que huele a pescado», dice uno de los sissit, mostrándole al coronel una caja de hojalata. Era una caja de caviar.

—El caviar ruso no vale más que para untar botas —dice el gobernador con desprecio.

En ese momento uno de los camareros abrió la puerta y anunció:

—¡El general Dietl!

—Señor ministro —dijo el gobernador mientras se levanta y se vuelve hacia De Foxá—, el general alemán Dietl, el héroe de Narvik, comandante supremo del frente del Norte, me ha hecho el honor de aceptar mi invitación. Señor ministro, es para mí un placer y un orgullo que conozca usted al general Dietl en mi casa.

Entretanto se oía un estrépito fuera de lo común: un coro de ladridos, maullidos, gruñidos, como si una manada de perros, gatos y cerdos salvajes estuvieran peleándose en el vestíbulo del palacio. Nos miramos todos con cara de sobresalto, hasta que de pronto se abrió la puerta y el general Dietl apareció en el umbral, seguido por un grupo de oficiales que caminaban a cuatro patas el uno detrás del otro. El singular cortejo avanzó aullando, gruñendo y maullando hasta el centro de la sala, donde el general Dietl, cuadrado en posición de firmes, se llevó la mano a la visera de la gorra y, abriendo los brazos, gritó con voz estentórea la interjección que los finlandeses suelen usar cuando alguien estornuda:

—Nuha!

Me llamó la atención el extraordinario aspecto del hombre que estaba en pie frente a nosotros: alto, delgado, más que delgado reseco, como un tronco viejo pulido por algún anciano carpintero bávaro. Tenía un rostro gótico, parecido al de las tallas de madera de los antiguos maestros alemanes. Sus ojos, salvajes e infantiles a un tiempo, desprendían un brillo intenso; los orificios de la nariz eran extraordinariamente hirsutos, y tenía la frente y las mejillas surcadas de infinitas y finísimas arrugas, como las grietas que se aprecian en la madera vieja cuando está bien curada. El cabello oscuro, corto y derramado sobre la frente como el flequillo de los pajes de Masaccio confería a su rostro un aura frailesca y a la vez efébica que su modo de reír, torciendo la boca, acentuaba de forma desagradable. Sus gestos eran imprevisibles, inquietos, febriles, reveladores de una naturaleza enfermiza, de la presencia, en torno y dentro de él, de algo que él mismo repudiaba y que de alguna forma lo acosaba y lo amenazaba. Tenía la mano derecha lastimada, y hasta el gesto corto y torpe que ésta describía parecía evidenciar la sospecha secreta de una fuerza acosadora y amenazante. Todavía era joven, debía de rondar la cincuentena. Sin embargo, también su rostro, como el de sus jóvenes Alpenjäger del Tirol y Baviera, dispersos por los bosques lapones, las ciénagas y tundras del ártico, el inmenso frente que desde Petsamo y la península de los Pescadores desciende a lo largo de las orillas del Litsa hasta Alakurtti y Salla, también su rostro mostraba, en el color verde amarillo de la piel, en su mirada humillada y triste, los signos de aquella lenta consunción, parecida a la lepra, a la que los seres humanos sucumben fatalmente en el profundo Norte, aquella descomposición senil que marchita el cabello, pudre los dientes, excava profundas arrugas en el rostro y tiñe el cuerpo humano, vivo aún, de ese tono amarillo verdusco característico de los cuerpos putrefactos. De pronto fijó la mirada en mí; sus ojos de bestia mansa y resignada tenían un brillo humilde y desesperado que me turbó hasta lo más hondo. Eran los mismos ojos maravillosos y bestiales, la misma mirada misteriosa con que me observaban los soldados alemanes, los jóvenes Alpenjäger de Dietl, que, desdentados, calvos, arrugados, con la nariz blanca y afilada como la de los cadáveres, deambulaban taciturnos y absortos por los espesos bosques de Laponia.

—Nuha! —gritó Dietl, y a continuación añadió—: ¿Dónde está Elsa?

Y entró Elsa. Menuda, delgada, bonita, vestida como una muñeca, de aspecto frágil como el de una niña (Elsa Hillilä, la hija del gobernador, tiene dieciocho años, pero todavía parece una niña), entra por una puerta situada al fondo de la inmensa sala, sosteniendo con ambas manos una gran fuente de plata en la que están alineados los vasos para el ponche. Camina despacio, moviendo sus piececitos con agilidad sobre el suelo de abedul. Se acerca sonriendo al general Dietl y con una elegante reverencia le dice:

—Hyvää päivää, buenos días.

—Hyvää päivää —responde Dietl haciendo también él una reverencia; luego toma un vaso de ponche de la fuente de plata, lo levanta y grita—: Nuha!

Los oficiales de su séquito toman los vasos de ponche de la fuente, los alzan y gritan:

—Nuha!

Dietl echa la cabeza atrás, apura el vaso de un sorbo y sus oficiales lo imitan con un movimiento simultáneo. El olor salvaje, grasiento y dulce del ponche se difunde por la sala. Es el mismo olor grasiento y dulce que desprenden los renos bajo la lluvia, el mismo olor de leche de reno. Entorno los ojos y me parece que vuelvo a estar en el bosque de Inari, a orillas del lago, en la desembocadura del Juutua. Llueve, y el cielo es un rostro sin ojos, el blanco rostro de un muerto. Al golpear las hojas de los árboles y la hierba, la lluvia deja oír un murmullo difuso. La vieja lapona, sentada al borde del lago con la pipa entre los dientes, me mira impasible sin pestañear. Una manada de renos pace en el bosque, y en ese momento alzan los ojos y me miran. Sus ojos humildes y desesperados me observan con esa mirada misteriosa que tienen los muertos. Un olor a leche de reno se difunde entre la lluvia. Un grupo de soldados alemanes con la cara tapada con máscaras con redecilla antimosquitos y las manos protegidas con gruesos guantes de cuero de reno están sentados bajo los árboles, a orillas del lago. También sus ojos humildes y desesperados tienen la mirada misteriosa de los muertos.

El general Dietl toma por la cintura a la pequeña Elsa y la arrastra por la sala bailando al son de un vals que todos cantan a coro, acompañándose con palmadas y el tintineo de los vasos al percutirlos con el mango del puukko y los puñales de Alpenjäger. Un grupo de oficiales jóvenes, de pie junto a una ventana, bebe en silencio mientras contempla la escena. En esas que uno de ellos vuelve la cara hacia mí, me mira sin verme, y en él reconozco al príncipe Friedrich Windischgraetz; le sonrío desde lejos y lo llamo por su nombre: «Friki», y él se da la vuelta intentando ver quién lo llama. A saber de dónde procede esa voz que lo llama desde tan remoto pasado.

El que está frente a mí es un viejo, y no el joven Friki de Roma, de Florencia, de Forte dei Marmi, y sin embargo conserva todavía algunas trazas de su antiguo esplendor, un esplendor corrompido, una frente oscurecida por una sombra candida y espectral. Veo cómo levanta el vaso, cómo mueve los labios para decir «nuha», cómo echa la cabeza atrás para beber, y al hacerlo, los huesos de la cara se revelan gráciles bajo la piel, el cráneo blanquea entre el cabello ralo y la piel muerta de la frente desprende un leve brillo. También a él se le cae el pelo y los dientes le bailan en la boca. Detrás de las orejas de cera se encorva la nuca fina y delicada de un niño enfermo, su frágil nuca de anciano. Al depositar el vaso sobre la mesa, le tiemblan las manos. Friki tiene veinticinco años y tiene ya la mirada misteriosa de los muertos.

Me acerco entonces a Friedrich, lo llamo en voz baja: «Friki», y poco a poco Friedrich se da la vuelta, poco a poco me reconoce; soy como el ahogado que surge lentamente desde las profundidades con la cara mustia, y poco a poco Friedrich me reconoce, me escruta con tristeza, explora mi rostro devastado, mi boca exhausta, mi mirada en blanco. Me estrecha la mano en silencio, nos miramos largo rato sonriendo, y mientras dura ese instante vuelvo a ver a Friedrich en la playa de Forte dei Marmi; el sol se derrama como un río de miel sobre la arena, los pinos que rodean mi casa desprenden una luz dorada y tibia como la miel (pero Clara se ha casado ya con el príncipe de Fürstenberg, y Suni está enamorada), y ambos alzamos los ojos para mirar a través de la ventana el blanco brillo de las hojas, las aguas y el cielo. Pobre Friki, pienso. Friedrich está de pie frente a la ventana, inmóvil, casi ni respira, y observa en silencio el inmenso bosque lapón, ese conjunto de perspectivas verdes y plateadas de ríos, lagos y selváticos tunturit que se alejan y se extienden lentamente bajo un blanco cielo glacial. Con la mano rozo el brazo de Friedrich, quizá sea una caricia. Friedrich vuelve hacia mí su rostro de piel amarillenta y rugosa en el que los ojos relucen humildes y desesperados. Y de pronto reconozco su mirada.

Reconozco su mirada y me echo a temblar. Tiene la mirada de un animal, pienso horrorizado, la misteriosa mirada de un animal. Tiene los ojos de un reno, pienso, los ojos humildes y desesperados de un reno. Quisiera decirle: «No, Friki, tú no», pero también él tiene la mirada de un animal, los ojos humildes y desesperados de un reno. «No, Friki, tú no», pero Friedrich me mira en silencio, y es como si me mirase un reno. Es como si un reno me mirase con sus ojos humildes y desesperados.

Los demás oficiales, los compañeros de Friedrich, también son jóvenes de veinte, veinticinco, treinta años, pero todos tienen ya el rostro arrugado y en él llevan impresas las huellas de la vejez, la derrota y la muerte. Todos ellos tienen los ojos desesperados del reno. Son animales, pienso, son animales salvajes, pienso horrorizado. Todos ellos llevan estampada en el rostro y en la mirada la bellísima, maravillosa y triste mansedumbre de los animales salvajes, en todos ellos trasluce la locura absorta y melancólica de los animales, su misteriosa inocencia, su terrible piedad. Esa piedad cristiana que habita en todos los animales. Los animales son Cristo, pienso, y me tiemblan los labios, me tiemblan las manos. Miro a Friedrich, miro a sus compañeros y en todos ellos veo la misma tez ajada y rugosa, la misma frente desnuda, la misma sonrisa desdentada, en todos ellos la misma mirada de reno. Hasta la crueldad, hasta la crueldad alemana se ha apagado en esos rostros. Tienen los ojos de Cristo, los ojos de un animal. Y de pronto vuelve a mi memoria aquello que he oído narrar desde que llegué a Laponia, aquello de lo que todos hablan en voz queda, como si fuera algo misterioso (y sin duda lo es), aquello de lo que está prohibido hablar; vuelve a mi memoria aquello que he oído narrar desde que llegué a Laponia acerca de unos jóvenes soldados alemanes, unos Alpenjäger del general Dietl, que se ahorcan de los árboles en lo profundo de los bosques o que pasan días sentados a orillas de un lago contemplando el horizonte para después dispararse en la sien, o que, impelidos por una prodigiosa locura, casi una fantasía amorosa, deambulan por los bosques como animales salvajes y se arrojan a las aguas inmóviles de los lagos, o se echan a esperar la muerte sobre los lechos de líquenes al pie de los árboles agitados por el viento, y se dejan morir con dulzura en la soledad fría y abstracta del bosque.

«No, Friki, tú no», quisiera decirle. Pero Friedrich me pregunta:

—¿Viste a mi hermano en Roma?

Y yo le contesto:

—Sí, lo vi antes de partir, una noche, en el bar del Excelsior.

Pero yo sé que Hugo está muerto, sé que el príncipe Hugo Windischgraetz, oficial de la aviación italiana, se ha precipitado en llamas desde el cielo de Alessandria. Y sin embargo le digo:

—Sí, lo vi una noche en el bar del Excelsior. Estaba con Marita Guglielmi.

Y Friedrich me pregunta:

—¿Cómo está?

Yo le contesto:

—Está bien, me preguntó por ti y me pidió que te saludara de su parte.

Pero yo sé que Hugo está muerto.

—¿No te dio ninguna carta para mí? —pregunta Friedrich.

—Lo vi sólo un momento la noche antes de partir, no tuvo tiempo de escribir ninguna carta, pero me pidió que te saludara de su parte —respondo, pero yo sé que Hugo está muerto.

Y Friedrich dice:

—Hugo es un gran tipo.

Y yo le contesto:

—Sí, es un gran tipo, todo el mundo lo quiere mucho, y te manda saludos.

Pero yo sé que Hugo está muerto. Y Friedrich me mira.

—Algunas noches me despierto pensando que Hugo está muerto —dice, y me mira con sus ojos de animal salvaje, con su mirada de reno, con esa mirada misteriosa de animal salvaje que tienen los ojos de los muertos.

—¿Por qué crees que tu hermano está muerto? Lo vi en el bar del Excelsior la noche antes de salir de Roma —contesto, pero yo sé que Hugo está muerto.

—¿Qué tiene de malo estar muerto? —pregunta Friedrich—. No tiene nada de malo, no está prohibido. ¿O es que crees que está prohibido morirse?

Y de repente me tiembla la voz y le digo:

—¡Oh, Friki! Hugo está muerto. Lo vi en el bar del Excelsior la noche antes de salir de Roma. Ya estaba muerto. Me pidió que te saludara de su parte. No pudo escribirte ninguna carta porque estaba muerto.

Friedrich me mira con sus ojos de reno, con sus ojos humildes y desesperados de animal salvaje, con esa misteriosa mirada de animal que tienen los ojos de los muertos; y sonríe y me dice:

—Ya sabía que Hugo había muerto. Lo sabía incluso antes de que muriese. Es maravilloso estar muerto.

Me rellena el vaso, tomo el vaso que Friedrich me ofrece y la mano me tiembla.

—Nuha —dice Friedrich.

Y yo digo:

Nuha.

—Me gustaría volver a Italia por unos días —dice Friedrich tras un largo momento de silencio—. Me gustaría volver a Roma. Roma es una ciudad tan joven —luego añade—: Y Paola, ¿cómo está? ¿Desde cuándo no la ves?

—Me la encontré una mañana en el golf, poco antes de irme de Roma. Está muy guapa. Yo quiero mucho a Paola, Friki.

—Yo también la quiero mucho —dice. Luego me pregunta—: ¿Y cómo está la condesa Ciano?

—¿Cómo quieres que esté? Como todas.

—¿Quieres decir que…?

—Oh, no me hagas caso, Friki.

Me mira sonriendo y dice:

—¿Y Luisa cómo está? ¿Y Alberta?

—Oh, Friki —contesto—. Se han metido a putas. En Italia, está muy de moda meterse a puta hoy en día. Todo el mundo trabaja de puta: el Papa, el rey, Mussolini, nuestros queridos príncipes, los cardenales, los generales, en Italia todo el mundo trabaja de puta.

—Italia siempre ha sido así —dice Friedrich.

—Siempre ha sido así, y siempre será así. Durante muchos años, también yo me prostituí como los demás. Hasta que sentí asco de vivir de esa manera, me rebelé y terminé entre rejas. Aunque también sufrir prisión es una manera de prostituirse. En Italia, hasta ser un héroe, hasta combatir por la libertad es una manera de prostituirse. Hasta decir que esto es una mentira, un insulto a quienes murieron por la libertad, es una manera de prostituirse. No hay escapatoria, Friki.

—Italia siempre ha sido así —dice Friedrich—, nunca dejará de ser esa patria donde las banderas ondean al viento bajo el mismo vientre blanco:

Al fondo del vientre blanco

esta patria me reclama

con las banderas al viento.

—¿No fuiste tú quien escribió estos versos?

—Sí, son míos. Los escribí en Lipari.

—Es un poema muy triste. Se titula «Exvoto», creo. Es un poema desesperado. Se nota que fue escrito en la cárcel. —Me miró, alzó el vaso y dijo—: Nuha.

—Nuha —dije yo.

Guardamos silencio durante un instante. Friedrich me miraba sonriendo con sus ojos de animal salvaje, humildes y desesperados. Del fondo de la sala llegaban unos gritos salvajes. Me di la vuelta y vi al general Dietl, al gobernador Kaarlo Hillilä y al conde De Foxá de pie en medio de un grupo de oficiales alemanes. De vez en cuando la voz de Dietl resonaba repentina y aguda, seguida de un estrépito ensordecedor de voces y carcajadas. No alcanzaba a oír qué decía, pero me pareció que repetía en voz alta una palabra, siempre la misma: la palabra traurig, creo, que significa «triste». Friedrich miró en torno y dijo:

—Es terrible. Día y noche en una orgía continua. Y mientras, los casos de suicidio entre oficiales y soldados se incrementan de modo impresionante. Himmler en persona ha venido hasta aquí para intentar poner fin a esta epidemia de suicidios. Mandará arrestar a los muertos. Hará que los entierren con las manos atadas. Cree que con el terror logrará impedir los suicidios. Ayer hizo fusilar a tres Alpenjäger porque habían intentado ahorcarse. Himmler ignora que estar muerto es maravilloso. —Me miró con sus ojos de reno, con esa misteriosa mirada de animal que tienen los ojos de los muertos—. Algunos se disparan en la sien. Otros se ahogan en los ríos y lagos, y son siempre los más jóvenes entre nosotros. Otros vagan por los bosques delirando.

—Trrraaauuurrriiig! —gritaba el general Dietl con voz agudísima, imitando el horrendo zumbido de los Stuka, hasta que el general de aviación Mensch gritaba: «¡Bum!», remedando el terrible estruendo de la explosión de las bombas.

Los demás les hacían coro gritando, silbando, chiflando, dando palmas y taconeando en un intento de reproducir el fragor de los muros al derrumbarse y el ululante silbido de las esquirlas proyectadas al cielo por la violencia de la explosión.

—Trrraaauuurrrüig! —aullaba Dietl.

—¡Bum! —gritaba Mensch.

Y los demás les hacían coro con voces y berridos animalescos. La escena tenía algo salvaje y grotesco, algo bárbaro y a la vez infantil. El tal general Mensch era un hombre de unos cincuenta años, bajito, delgado, de rostro amarillento y arrugado, boca mellada, cabello ralo y gris y ojos malignos apresados en una red de finas arrugas. El general Mensch gritaba «¡Bum!» mientras observaba a De Foxá con una mirada extraña, llena de odio y de desprecio.

—Halt! —gritó de repente el general Mensch alzando una mano; se volvió hacia De Foxá y le preguntó con insolencia—: ¿Cómo se dice traurig en español?

—Se dice «triste», creo —respondió De Foxá.

—Probemos con «triste» —dijo Mensch.

—Trrriiisssteee —aulló el general Dietl.

—¡Bum! —gritó Mensch. Luego levantó la mano y dijo—: No, «triste» no sirve… El español no es una lengua guerrera.

—El español es una lengua cristiana —dice De Foxá—, es la lengua de Cristo.

—¡Ah, Cristo! —dice Mensch—. Probemos con «Cristo».

—¡Crrriiissstooo! —aúlla el general Dietl.

—¡Bum! —grita el general Mensch. Luego levanta la mano y dice—: No, «Cristo» no sirve.

En ese momento un oficial se acerca al general Dietl, le dice algo en voz baja y Dietl se vuelve hacia nosotros y dice con voz fuerte:

—Señores, Himmler ha vuelto de Petsamo y nos espera en la comandancia. Vamos a rendirle a Himmler nuestro tributo de soldados alemanes.

Subimos a los coches y atravesamos a gran velocidad las calles desiertas de Rovaniemi, sumergidas en un cielo blanco cortado a ras de tierra por la cicatriz rosada del horizonte. Pueden ser tanto las diez de la noche como las seis de la mañana. Un sol pálido se mece sobre los tejados, las casas tienen el color del cristal esmerilado, el río brilla con tristeza entre los árboles.

Al poco llegamos a un poblado de barracones militares construido en la linde de un bosque plateado de abedules, justo a las afueras de la ciudad. Aquí es donde tiene su sede el cuartel general de la comandancia suprema del frente del Norte. Un oficial se acerca a Dietl y nos dice entre risas:

—Himmler está en la sauna de la comandancia. Vamos a verlo desnudo.

Sus palabras son acogidas con un estallido de carcajadas. Dietl se dirige casi corriendo hacia una cabaña de troncos de pino construida a poca distancia en el interior del bosque. Empuja la puerta y entramos.

El interior de la sauna, la estufa finlandesa, está ocupado por el hogar y la caldera, de la cual gotea sobre las piedras candentes, apiladas sobre la olorosa hoguera de leña de abedul, el agua producida por la nube de vapor. En los bancos, dispuestos los unos sobre los otros a modo de gradería a lo largo de la pared de la sauna, están sentados, o tendidos, una decena de hombres desnudos. Tan blancos, blandos, flácidos, inofensivos. Tan extraordinariamente desnudos que parecen no tener piel. Su carne recuerda a la pulpa de los crustáceos, pálida, rosada, y desprende el mismo olor acidulado que los crustáceos. Tienen el pecho ancho y grueso, y las tetillas hinchadas y caídas. Su rostro, severo y duro, su rostro de alemanes, contrasta de un modo singular con la desnudez de sus miembros blancos y flácidos y adquiere casi el valor de una máscara. Esos hombres desnudos se sientan o yacen sobre los bancos como si fueran cadáveres cansados. De vez en cuando levantan un brazo lenta y penosamente para enjugarse el sudor que resbala por sus miembros blancuzcos, salpicados de pecas amarillas, una especie de sarna luminosa. Se sientan o yacen sobre los bancos como si fueran cadáveres cansados.

Los alemanes desnudos parecen increíblemente inofensivos. No ocultan secretos. No dan miedo. El secreto de su fuerza no está en su piel, sus huesos, su sangre, sino en el uniforme. Tan desnudos están que no se sienten vestidos si no es en uniforme. El uniforme es su verdadera piel. Si los pueblos de Europa supiesen cuan floja, inofensiva y muerta es la desnudez que se oculta bajo el feldgrau del uniforme alemán, el ejército germánico no daría miedo ni al pueblo más débil y desarmado. Hasta un niño se atrevería a enfrentarse a todo un batallón alemán. Basta con verlos desnudos para comprender el sentido secreto de su vida nacional, de su historia como nación. Estaban desnudos ante nosotros como tímidos y pudorosos cadáveres. El general Dietl levantó el brazo y gritó con voz fuerte:

—Heil Hitler!

—Heil Hitler! —respondieron los hombres desnudos levantando penosamente sus brazos armados con flagelos de rama de abedul.

Eran las fustas para la fustigación, que es el momento más característico de la sauna, el más sagrado de sus rituales. No obstante, hasta el gesto de esos brazos armados con flagelos era blando e inofensivo.

Entre los hombres desnudos había uno sentado en el banco inferior al que creí reconocer. El sudor resbalaba por su cara de protuberantes pómulos en la que unos ojos miopes, desprovistos de lentes, resplandecían con un brillo blando y blancuzco semejante al de los ojos de un pez. Tenía la frente levantada en gesto de orgullosa insolencia; de vez en cuando echaba la cabeza hacia atrás, y al hacer ese movimiento inesperado y brusco, ríos de sudor le manaban de las cuencas de los ojos, la nariz y las orejas, como si tuviera la cabeza llena de agua. Mantenía las manos apoyadas sobre las rodillas, en actitud de colegial castigado. Entre los antebrazos descollaba, se derramaba más bien, un pequeño vientre hinchado y rosáceo cuyo sobresaliente ombligo destacaba de forma extraña en medio de la piel blanda y rosada, como un delicado capullo de rosa, un ombligo de niño en un vientre de anciano.

En mi vida había visto un vientre tan desnudo y rosado: era tan tierno que daban ganas de hincarle el tenedor. Gruesas gotas de sudor le resbalaban por el pecho, se escurrían sobre la piel de ese vientre tierno y se acumulaban en el pubis como el rocío sobre un arbusto bajo el cual pendían, chiquitas y tiernas, dos avellanas encerradas en una bolsita de papel, y tan orgulloso se le veía a él con sus dos avellanas como a Hércules de su virilidad. De tanto que sudaba, el hombre parecía licuarse ante nuestros ojos, y yo empecé a temer que al cabo de nada no quedara de él más que un pellejo flácido y vacío, y es que incluso los huesos parecían reblandecerse, volverse gelatinosos y licuarse. Parecía un sorbete dentro de un horno. En un decir Jesús no quedaría de él más que un charco de sudor en el suelo.

Cuando Dietl levantó el brazo y dijo «Heil Hitler» el hombre se puso en pie y lo reconocí. Era el hombre del ascensor, era Himmler. Ahí estaba, de pie frente a nosotros (tenía los pies planos, con el pulgar vuelto hacia arriba de manera insólita), con sus cortos bracitos pegados a los costados. El sudor le caía de la punta de los dedos como si fuera un surtidor. Los chorros manaban hasta del pubis, tanto es así que Himmler parecía la estatua del Manneken Pis de Bruselas. En torno a las flácidas tetillas asomaban dos coronitas peludas, dos aureolas de vello pajizo; el sudor brotaba de los pezones como si fuera leche.

Al querer apoyarse en la pared para no patinar sobre el suelo mojado y resbaladizo, se dio la vuelta y dejó a la vista dos redondas y voluminosas nalgas donde se veía impresa, como un tatuaje, la señal de los listones del banco. Cuando por fin logró recobrar el equilibrio, se dio la vuelta, levantó el brazo y abrió la boca, pero el sudor que se deslizaba por su rostro se la llenó de líquido, impidiéndole decir «Heil Hitler». Tras interpretar su gesto como la señal para la fustigación, los demás hombres que allí había alzaron los flagelos y empezaron a arrearse entre ellos para después, todos a una, azotar los hombros, la espalda y las nalgas de Himmler con una violencia que aumentaba por momentos.

Las ramas de abedul estampaban sobre aquella carne blanduzca la impronta blanca de las hojas, que enseguida se tornaba roja y se desvanecía. La piel de Himmler era como una selva fugaz de hojas de abedul que aparecía y desaparecía a cada momento. Los hombres desnudos levantaban y descargaban los flagelos con virulencia, y al hacerlo dejaban escapar breves bufidos entre los labios hinchados. Al principio, Himmler intentó protegerse tapándose la cara con los brazos; se reía, pero era una risa forzada que revelaba rabia y miedo. A medida que los flagelos empezaron a bajar por los costados, intentó volverse de un lado y del otro, se tapó el vientre con los codos, se dobló sobre las puntas de los pies, encogió el cuello entre los hombros y rió como un histérico bajo la lluvia de latigazos, como si sufriese más por las cosquillas que por los azotes. Al fin, Himmler vio la puerta de la sauna abierta detrás de nosotros; extendió los brazos para abrirse paso, corrió hacia ella y, perseguido por el grupo de hombres desnudos, que seguían azotándolo con implacable celo, huyó a toda velocidad en dirección al río y se zambulló en el agua.

—Señores —dijo Dietl—, a la espera de que Himmler termine su baño, los invito a tomar una copa en mi casa.

Salimos del bosque, cruzamos el prado y, siguiendo a Dietl, entramos en su casita de madera. Me parecía estar adentrándome en una de esas hermosas casas de las montañas bávaras. En el hogar crepitaba una hoguera de ramas de abeto y un agradable olor a resina impregnaba el aire cálido. Empezamos a beber de nuevo, gritando «Nuha!» todos a coro cada vez que Dietl o Mensch daban la señal levantando el vaso. En un momento determinado, mientras todos empuñaban sus puukko o sus puñales de Alpenjäger formando un corro en torno a Mensch y De Foxá, que representaban los últimos instantes de una corrida (Mensch en el papel de toro y De Foxá en el de torero), el general Dietl nos pidió a Friedrich y a mí que lo acompañásemos y, saliendo de la sala, entramos en su despacho. En un rincón, colocada contra la pared, había una cama de campaña; tendidas en el suelo, pieles de lobo ártico, y sobre la cama, a modo de manta, una magnífica piel de oso polar. En las paredes había clavadas con chinchetas varias fotografías de montañas: las Torres del Vaiolet, la Marmolada, las Tofanas, paisajes del Tirol, Baviera y el Cadore. Sobre la mesa, al lado de la ventana, había una fotografía enmarcada en cuero de una mujer con tres niñas y un niño. La mujer tenía un aspecto sencillo, puro, delicado. En la habitación contigua resonaba la voz aguda del general Mensch secundada por estallidos de risas, gritos salvajes y batir de manos y pies. La voz de Mensch hacía tintinear los cristales de las ventanas y los jarros de peltre de la repisa de la chimenea.

—Dejemos que los muchachos se diviertan un poco —dice Dietl, y se echa en la cama de campaña.

Dirige la mirada hacia la ventana, y también él tiene los ojos humildes y desesperados de los renos, también él tiene la misteriosa mirada animalesca que tienen los ojos de los muertos. Un sol blanco ilumina de través los árboles, los barracones de los Alpenjäger alineados en la linde del bosque y las casitas de madera de los oficiales. Desde el río llegan las voces y las risas de los bañistas. Himmler, el vientre rosado de Himmler. Un pájaro chilla entre las ramas de un pino. Dietl ha cerrado los ojos, duerme. También Friedrich, sentado en un rústico sillón cubierto con pieles de lobo, ha cerrado los ojos y duerme con una mano abandonada a un lado y la otra apoyada en el pecho, una mano infantil, pequeña y blanca. Es maravilloso estar muerto. El rumor lejano de un motor enturbia el verde plateado del bosque de abedules. Un avión zumba en el cielo altísimo y transparente, es un zumbido lejano, como de abeja. En la habitación de al lado la orgía prosigue entre aullidos salvajes, estrépito de vasos rotos, superposición de voces roncas y risotadas violentas e infantiles. Me inclino sobre Dietl, el conquistador de Narvik; he aquí a un héroe de la guerra alemana, un héroe del pueblo alemán. También él es un Sigfrido, también él es Sigfrido y el gato a la vez, es un héroe, pero también un koppâroth, una víctima, un kaputt. Es maravilloso estar muerto.

En la habitación de al lado se oyen la voz aguda de Mensch, la voz grave de De Foxá y griterío de pelea. Me asomo a la puerta y veo a Mensch de pie frente a De Foxá, que está pálido y sudado. Ambos llevan un vaso en la mano, y también los oficiales que los rodean sujetan sus vasos con la mano.

El general Mensch dice:

—Bebamos a la salud de los pueblos que combaten por la libertad de Europa. Bebamos a la salud de Alemania, de Italia, de Finlandia, de Rumanía, de Hungría…

—… de Croacia, de Bulgaria, de Eslovaquia… —sugieren los demás.

—… de Croacia, de Bulgaria, de Eslovaquia… —repite Mensch.

—… de Japón…

—… de Japón… —repite Mensch.

—… de España… —dice el conde De Foxá, ministro de España en Finlandia.

—¡No, de España no! —grita Mensch.

De Foxá baja lentamente su vaso. Tiene la frente pálida y empapada en sudor.

—… de España… —repite De Foxá.

—Nein, nein, Spanien nicht! —grita el general Mensch.

—La División Azul española —dice De Foxá— combate en el frente de Leningrado junto a los soldados alemanes.

—Nein, Spanien nicht! —grita Mensch.

Todos miran a De Foxá, que, pálido y resoluto, se mantiene frente al general Mensch atravesándolo con una mirada llena de ira y orgullo.

—Si vous ne buvez pas à la santé de l’Espagne —dice De Foxá—, je crierai merde pour l’Allemagne.

—Nein! —grita Mensch—. Spanien nicht!

—Merde pour l’Allemagne! —grita De Foxá levantando su vaso, y se vuelve a mirarme con un destello de triunfo en los ojos.

—Bravo, De Foxá —le digo—, has ganado la apuesta.

—Vive l’Espagne, merde pour l’Allemagne!

—Ja, ja! —grita Mensch levantando su vaso—. Merde pour l’Allemagne!

—Merde pour l’Allemagne! —repiten todos a coro, y levantan los vasos.

Todos se abrazan, algunos se caen por el suelo, el general Mensch se arrastra a gatas por el suelo intentando hacerse con una botella que rueda lentamente por el pavimento de madera.