XVIII
GOLF HANDICAPS
—Oh no, thank God! —exclamó sir Eric Drummond, primer lord Perth y embajador de Su Majestad británica ante el Quirinal. Era un día de otoño de 1935.
El sol partió una nube rosada de bordes verdosos y un rayo dorado se reflejó en la mesa, haciendo tintinear la cristalería y la porcelana. La inmensa extensión del agro romano abría ante los ojos profundas perspectivas de hierba amarilla, tierra tostada y árboles verdes en las que resplandecían solitarios bajo el sol de octubre los sepulcros de mármol y los arcos rojizos de los acueductos. La tumba de Cecilia Metela flameaba en medio del vivo fuego del otoño, y los pinos y cipreses de la via Appia se mecían al son del viento, perfumado de tomillo y laurel.
El almuerzo estaba a punto de tocar a su fin, el sol se estrellaba en los vasos y un sutil perfume de oporto se difundía en el aire dulce y tibio de color miel. En torno a la mesa, media docena de princesas romanas de origen americano o inglés le dedicaban sonrisas a Bobby, la hija de lord Perth, recién casada con el joven conde Sandy Manassei. Bobby explicaba que Beppe, el vigilante tuerto de la playa de Forte dei Marmi, el día que la Home Fleet, en el momento de mayor tensión diplomática entre Inglaterra e Italia por la cuestión etíope, entró en el Mediterráneo en formación de batalla, le había dicho: «Inglaterra es como Mussolini: siempre tiene razón, sobre todo cuando no la tiene».
—Do you really think England is always right? —le había preguntado a lord Perth la princesa Dora Ruspoli.
—Oh no, thank God! —exclamó lord Perth ruborizándose.
—Tengo curiosidad por saber —dijo la princesa Jane di San Faustino— si es cierta la historia del caddy y la Home Fleet.
A los pocos días de la aparición de la Home Fleet en el Mediterráneo, lord Perth fue a jugar al golf. Tras un rebote, la pelota, fue a caer en un charco de agua fangosa. «¿Te importa irme a recoger la pelota?», le dijo lord Perth al caddy. «¿Por qué no manda a la Home Fleet?», fue la contestación del joven romano que le hacía de caddy. Lo más probable es que la historia no fuera cierta, pero había hecho las delicias de toda Roma.
—What a lovely story! —exclamó lord Perth.
El sol le daba a lord Perth en plena cara, revelando con malicia en el color de su frente delicada y rosada, en sus labios y en sus ojos de color azul transparente todo lo que los ingleses de buena cuna tienen de infantiles y afeminados: esa maravillosa timidez, ese color de la inocencia, ese pudor juvenil que con el correr de los años y el incremento de las responsabilidades y los honores, lejos de marchitarse y apagarse, se reavivan hasta florecer, en la edad tardía, en esa virtud, que en el caso de los ingleses llega acompañada de las canas, de ruborizarse a cada momento y por nada. Era un día dorado y cálido, un inquieto día de otoño, y las tumbas de la via Appia, los altos pinos latinos y la extensión verde amarilla del agro, ese paisaje triste y solemne, formaban en torno al rostro de lord Perth un marco que estaba en viva y delicada armonía con su frente clara, sus ojos azules, sus cabellos blancos y su sonrisa tímida y vagamente triste.
—Britannia may rule the waves, but she cannot waive the rules —dije sonriendo.
A mi alrededor todos rieron, y Dora Ruspoli, mientras agitaba la mano derecha e inclinaba hacia lord Perth su rostro de piel opaca, dijo con su manera de hablar atropellada y ronca:
—C’est une grande force, pour une nation, de ne pas pouvoir bousculer les lois de la tradition, isn’t it?
—To rule the waves, to waive the rules… bonito juego de palabras —dijo Jane di San Faustino—, aunque yo detesto los juegos de palabras.
—Es un joke del que Hammen Wafer está muy orgulloso.
—Hammen Wafer es un gossip writer, n’est-ce pas? —me preguntó Dora Ruspoli.
—Algo por el estilo —respondí.
—¿Ha leído New York, de Cecil Beaton? —me preguntó William Phillips, el embajador de Estados Unidos, que se sentaba al lado de Cora Antinori.
—Cecil es un muchacho muy simpático —intervino la hija de William Phillips, Beatrice, o B, como la llamaban sus amigos.
—Es un libro delicioso —puntualizó Cora Antinori.
—Lástima —dijo Jane di San Faustino— que Italia no cuente con un escritor como Cecil Beaton. Los escritores italianos son provincianos y aburridos. No tienen sense of humour.
—La culpa no es del todo suya —dije—; Italia es una provincia, y Roma, una capital de provincia. ¿Se imagina un libro sobre Roma escrito por Cecil Beaton?
—¿Por qué no? —contestó Dorothy di Frasso—. Por lo que a chismorreos se refiere, Roma no tiene nada que envidiarle a Nueva York. Lo que le falta a Roma no son chismes, sino un gossip writer como Cecil Beaton. Piense en los potins sobre el Papa y el Vaticano. En lo que a mí respecta, nunca he suscitado tantas habladurías en Nueva York como en Roma. And what about you, my dear!
—Personne n’a jamais fait de potins sur moi —dijo Dora Ruspoli lanzándole a Dorothy una mirada llena de dignidad ofendida.
—On nous traite tout simplement comme des poules —dijo Jane di San Faustino—, et cela, au moins, nous rajeunit.
Se echaron todos a reír, y Cora Antinori dijo que tal vez el hecho de vivir en una provincia no era el único motivo de que los escritores italianos fueran aburridos.
—Hasta los escritores provincianos —dijo— pueden ser divertidos.
—En el fondo —dijo Dora—, también Nueva York es una ciudad de provincias.
—Quelle idée! —exclamó Jane mirando a Dora con desprecio.
—En parte depende también del carácter de la lengua —dijo lord Perth.
—El lenguaje tiene una gran importancia —dije—, no sólo para los escritores, sino también para los pueblos y los Estados. Las guerras, en cierto sentido, son errores de sintaxis.
—O simples errores de pronunciación —dijo William Phillips.
—Atrás quedaron los tiempos, en efecto, en que la palabra «Italia» y la palabra «Inglaterra» se escribían distinto pero se pronunciaban igual.
—Puede ser —dijo lord Perth— que se trate de un simple problema de pronunciación; eso mismo me digo cada vez que salgo de una reunión con Mussolini.
Me imaginé a lord Perth entrevistándose con Mussolini en la inmensa sala del palacio Venecia.
—Haga pasar al embajador de Inglaterra —le dice Mussolini a Navarra, su jefe de ujieres.
Tras un discreto gesto de Navarra, la puerta se abre obedientemente y lord Perth cruza el umbral y camina con paso flemático por el brillante pavimento de mármol historiado en dirección al escritorio de nogal macizo que se halla delante de la gran chimenea del siglo XVI. Mussolini está en pie, con la espalda apoyada en la mesa o en la chimenea, sonríe y se adelanta para recibirlo; ahora ambos se encuentran el uno frente al otro, Mussolini reconcentrado en sí mismo y, a la vez, empeñado como siempre en aparentar y mostrarse solícito, moviendo a un lado y a otro su enorme cabeza hinchada, blanca, redonda, rolliza y calva a la que un gran quiste en la zona occipital, justo detrás de la oreja, añade un peso horrible; lord Perth, erguido, sonriente, cauto y tímido, con la frente iluminada por un leve rubor infantil. Mussolini cree en sí mismo, si es que todavía cree en algo, pero no cree en la incompatibilidad entre la lógica y el azar, entre la voluntad y el destino. Su voz es cálida, grave y, no obstante, delicada. Una voz que a veces presenta extrañas y profundas resonancias femeninas, un dejo morboso y afeminado. Lord Perth no cree en sí mismo. Oh, no, thank God! Cree en la fuerza, en el prestigio, en la eternidad de la flota y del Bank of England, en el sense of humour de la flota y en el fair play del Bank of England. Cree en la estrecha relación entre los terrenos de juego de Eton y el campo de batalla de Waterloo. Mussolini está ahí, frente a él, y está solo; sabe que no representa nada ni a nadie. Se representa a sí mismo. Lord Perth no es más que el representante de Su Majestad británica.
Mussolini dice «How do you do?» como si dijera «I want to know how you are». Lord Perth dice «How do you do?» como si dijera «I don’t know how you are». Mussolini habla con el acento de un campesino de la Romaña, pronuncia la palabra «problema», la palabra «Mediterráneo», la palabra «Suez», la palabra «Etiopía», como si pronunciase las palabras «escoba», «lambrusco», «comido» y «Forlí». Lord Perth habla con el acento de un undergraduate de Oxford con parientes lejanos en Escocia, el acento del Magdalen College, del hotel Mitra, de la isla Mesopotamia y de Perthshire. Pronuncia la palabra «problem», la palabra «Mediterranean», la palabra «Suez», la palabra «Ethiopia», como si pronunciase las palabras «cricket», «Serpentine», «whisky» y «Edinburgh». Se muestra risueño y al mismo tiempo impasible, sus labios se mueven ligeramente, rozando apenas las palabras, y su mirada es profunda y secreta, como si mirara con los ojos cerrados. Mussolini tiene la cara pálida, hinchada y contraída en una mueca afable de serenidad fingida y forzada complacencia, sus gruesos labios se mueven como si quisieran sorber las palabras, tiene los ojos redondos y muy abiertos, la mirada firme y a la vez inquieta. La mirada de un hombre que sabe lo que es póquer y lo que no. La mirada de lord Perth es la de un hombre que sabe lo que es cricket y lo que no.
Mussolini dice: «I want». Lord Perth dice: «I would like». Mussolini dice: «I don’t want». Lord Perth dice: «We can’t». Mussolini dice: «I think». Lord Perth dice: «I suppose, may I suggest, may I propose, may I believe». Mussolini dice: «Indudablemente». Lord Perth dice: «Rather, may be, perhaps, almost, probably». Mussolini dice: «My opinion». Lord Perth dice: «The public opinion». Mussolini dice: «The Fascist revolution». Lord Perth dice: «Italy». Mussolini dice: «The King». Lord Perth dice: «His Majesty the King». Mussolini dice: «I». Lord Perth dice: «The British Empire».
—A Eden —dice Dorothy di Frasso— tampoco le resultó fácil entenderse con Mussolini. Era como si pronunciaran las mismas palabras de manera distinta.
Dora Ruspoli empezó a relatarnos los amenos incidentes que habían suscitado la morbosa curiosidad de la sociedad romana durante la reciente estancia de Anthony Eden en Roma. Tras almorzar en la embajada de Inglaterra invitado por lord Perth, Eden había salido solo y a pie de la embajada. Eran las tres de la tarde. A las seis no había vuelto todavía. Lord Perth empezaba a preocuparse. Poco antes de la hora de cierre, un joven secretario de la embajada de Francia que había llegado pocos días antes al palacio Farnesio directamente del Quai d’Orsay y estaba pagando todavía su tributo de novicio en Roma resiguiendo las huellas de Chateaubriand y Stendhal, mientras vagaba por las escaleras y pasillos de los Museos Vaticanos, había visto, sentado sobre la tapa de un sarcófago etrusco, entre la maza de un Hércules y el largo y pálido muslo de una Diana corintia, a un joven rubio de bigote delicado inmerso en la lectura de un libro encuadernado en piel oscura, un volumen, o por lo menos eso le había parecido, de Horacio. Al recordar las fotografías que los periódicos romanos habían publicado ese día en primera plana, el joven secretario de la embajada de Francia había reconocido en aquel lector solitario a Anthony Eden, quien, en la discreta penumbra de los Museos Vaticanos, se solazaba leyendo las Odas de Horacio del hastío de los almuerzos y las recepciones oficiales, de los coloquios y las negociaciones diplomáticas, y tal vez, quién sabe, también del invencible tedio en que se sume todo inglés de buena cuna cuando piensa en sí mismo.
El descubrimiento, que, llevado por la ingenuidad, el joven secretario de la embajada francesa había revelado a sus colegas y a tres o cuatro príncipes romanos con los que se reunía en el Círculo de Caza y el bar del Excelsior, causó sensación en la sociedad romana, apática por naturaleza, por tradición y por vanidad. Por la noche, durante una cena en casa de Isabelle Colonna, no se habló de otra cosa. Isabelle était ravie. Aquel simple dato biográfico, en cierto sentido irrelevante, se le antojaba un hallazgo sublime. ¡Eden y Horacio! Isabelle no recordaba ni un solo verso de Horacio, pero le parecía que tenía que haber algo en común entre Eden y el viejo, estimado y cordial poeta latino. Es más, le dolía en el alma no haber adivinado antes, sin que nadie se lo revelase, aquella comunión entre Horacio y Anthony Eden.
Al día siguiente, a partir de las diez de la mañana, todo el gratin romano se dio cita, como quien no quiere la cosa, en los Museos Vaticanos; todos llevaban bajo el brazo o aferraban entre las manos un volumen de Horacio. Pero Anthony Eden no hizo acto de presencia y, hacia mediodía, todo el mundo se marchó con gran desilusión. En los Museos Vaticanos hacía calor, e Isabelle Colonna, que se había detenido en el vano de una ventana junto con Dora Ruspoli para respirar un poco de aire fresco y dejar pasar a tous ces gens-là, le dijo a Dora cuando por fin se quedaron solas:
—Ma chère, regardez donc cette statue. Ne ressemble-t-elle pas à Eden? C’est un Apollon, sans doute. Oh, il ressemble à un Apollon. He’s a wonderful young Apollo.
Dora se había acercado a la estatua y la observaba con atención a través del rosado velo de su miopía.
—Ce n’est pas un Apollon, ma chère, regardez donc de plus près.
Era una estatua femenina, tal vez una Diana, quizás una Venus.
—Le sexe n’a aucune importance, dans ces affaires. Vous ne trouvez pas que ça lui ressemble tout de même?
En cuestión de horas, Horacio se había puesto de moda. En las mesitas del club de golf Acquasanta, encima de los manteles de algodón de cuadros escoceses blancos y rojos, junto a la bolsa de Hermes, el paquete de Camel o Gold Flake y el lighter de Dunhill, no faltaba nunca un Horacio de Schiaparelli, es decir un volumen de Horacio envuelto en un pañuelo o una bolsita de seda, tal como Schiaparelli recomendaba, en el último número de Vogue, para proteger los libros de la tórrida arena de la playa y de la tierra húmeda de los campos de golf. Un día apareció abandonado sobre una mesa, o acaso olvidado a propósito, un antiguo ejemplar veneciano de las Odas de Horacio con una magnífica encuademación del siglo XVI con repujados dorados. Impresas en las tapas, relucían (aunque el oro hubiese perdido algo de color debido al paso de los siglos) las armas de los Colonna; faltaban las armas de los Sursock, pero todo el mundo adivinó que se trataba del livre de chevet de Isabelle.
A la mañana siguiente Eden fue a Castel Fusano, y en cuanto la noticia se divulgó por Roma, tuvo lugar un auténtico desfile de coches de lujo por la autopista de Ostia; sin embargo, Eden, después de nadar un poco y de darse un breve baño de sol en la playa, se había ido de Castel Fusano hacía más de una hora, de modo que cuando la comitiva volvió a Roma todo eran caras de desilusión y de enfado. Por la noche, en casa de Dorothy di Frasso, no se hablaba de otra cosa que de aquella chasse au trésor; Dorothy no había dejado títere con cabeza, menos a Isabelle, quien, según Dorothy, había descubierto que un antepasado suyo, un Sursock que por muchos años habitó en Constantinopla en tiempos de Eduardo VII y en Londres durante el reinado de Abdul Hamid, había traducido las Odas de Horacio al siríaco. Había, pues, algo en común entre los Sursock, Horacio y, por supuesto, Eden, y ese inesperado vínculo con Anthony Eden llenaba a Isabelle de legítimo orgullo. Luego Eden se marchó a Londres de improviso y en el club de golf Acquasanta todo el mundo se miraba con sospecha, como los amantes celosos, y con una triste confianza, como los amantes despechados. Isabelle, a la que alguien llegado desde Forte dei Marmi le había repetido una broma inocente de Jane (una alusión al banquete ritual que, en Oriente, se celebra tras los funerales), había anulado un almuerzo a última hora. Dora, por su parte, se fue en cuanto pudo a Forte dei Marmi para poner al día a Jane acerca de los sucesos y los chismorreos de aquella maravillosa semana de pasión.
—Ah! Toi aussi, ma chère! —dijo Jane di San Faustino—. Je t’ai vue de loin avec un tel visage ce jour-là. Je me suis dit tout de suite: ça y est, elle s’est cogné le petit Juif.
—¡Roma es una ciudad extraordinaria! —dijo lord Perth—. La eternidad se respira en el aire. En ella todo se convierte en materia de leyenda, hasta el rumor más prosaico. Sir Anthony Eden ha pasado a formar parte de la leyenda. Il lui a suffi d’un séjour d’une semaine dans la Ville Éternelle pour entrer dans l’éternité.
—Oui, mais il en est sorti bien vite, le malin! —dijo Jane.
Aquélla fue la edad de oro del club de golf, aquéllos fueron los días de prestigio y felicidad del Acquasanta. Luego llegó la guerra y el course se convirtió en una especie de paseo por el que las jóvenes de Roma desfilaban bajo la mirada de Galeazzo Ciano, que hacía oscilar el driver entre sus pequeñas manos blancas en compañía de su cortejo. La estrella de Galeazzo, elevada gracias a los encarnados vapores de la guerra, ascendió rápidamente por el horizonte, y todos creyeron que los días de prestigio y felicidad habían vuelto y que empezaba una nueva edad de oro para el club, donde, pese a todo, los nombres, los modales, las miradas y los vestidos presentaban tintes demasiado novedosos y tonos demasiado vivos como para no despertar las suspicacias, en ocasiones injustas, que por norma suscitan los hombres y las cosas demasiado nuevas en un mundo demasiado viejo y que en nada estima ni la novedad ni la juventud. Por lo demás, la rápida fortuna de Galeazzo y de su séquito era un signo inequívoco de ilegitimidad sobre el cual no cabía llevarse a engaño.
Tras la partida de los ingleses y de los franceses, muchos otros diplomáticos extranjeros se preparaban para salir de Roma; los diplomáticos alemanes tomaron el relevo de los ingleses y los franceses, pero la decadencia de los modales era palpable y cierta desconfianza, un malestar indefinible, sucedió a la libertad, el donaire y el feliz abandono de días pasados. La princesa Anne Marie von Bismarck (su claro rostro sueco parecía bordado en el cielo de seda azul, sobre el fondo de los pinos, los cipreses y las tumbas de la via Appia) y las demás jóvenes de la embajada alemana poseían una gracia tímida y risueña, a la que el hecho de sentirse extrañas en esa Roma en la que toda mujer extranjera se siente romana añadía elegancia y pudor; y a pesar de todo, en el aire se respiraba el desasosiego, una nostalgia dulce y etérea.
La joven corte de Galeazzo Ciano era de natural sencillo y generoso; era la corte de un príncipe fatuo y antojadizo, una corte en la que no se ingresaba sino mediante el favor de las mujeres y de la que no se salía sino por el repentino disfavor del príncipe, un mercado de sonrisas, honores, cargos y prebendas. La reina de la corte era, claro está, una mujer, pero no una de las favoritas de Galeazzo, joven y bella, sino una mujer de la que Galeazzo era el favorito, el poulain, y de la que la sociedad romana había terminado por aceptar, no sin férrea resistencia al principio, una suerte de predominio áulico cimentado en su nombre, su rango, su fortuna y una angélica disposición de ánimo para toda clase de intrigas, a la que había que sumar el don natural de una inquieta sensibilidad histórica y una conciencia social, de clase, que sofocaba su ya de por sí débil e incierta sensibilidad política.
Favorecida tanto por su condición, a esas alturas ya indiscutible, de «primera dama de Roma», como por el desconcierto que debido al desorden de la guerra y a la incertidumbre del mañana se había abatido sobre la sociedad romana, así como por esa especie de desesperación pagana que se insinúa en las cansadas venas de las viejas aristocracias católicas cuando estalla una terrible tormenta, por no hablar de esa corrupción de los principios morales y las costumbres que presagia las grandes revoluciones, la princesa Isabelle Colonna había logrado convertir en un breve espacio de tiempo el palacio de piazza Santi Apostoli en baluarte de esos principios de «ilegitimidad» que el conde Galeazzo Ciano y su corte encarnaban con renovado y vivo esplendor en el terreno político y social. Esto sorprendió únicamente a quienes, ajenos a los vaivenes políticos de las grandes familias romanas en los últimos treinta o cincuenta años, o, ignorantes de los «secretos públicos» del gratin, desconocían la verdadera posición de Isabelle en el mundo romano.
Que Isabelle hubiese desempeñado durante muchos años el papel de rígida vestal de los principios más rigurosos de la legitimidad no quitaba que la petite Sursock (como era conocida Isabelle en sus primeros años de matrimonio, recién llegada a Roma desde El Cairo y Constantinopla con su hermana Matilde, casada con Alberto Theodoli) fuese considerada por muchos una parvenue, una intrusa, y que en el orden dórico de la casa Colonna ella representase el orden corintio. Con respecto a esa Italia ilegítima que Mussolini y su «revolución» habían elevado a la máxima dignidad, Isabelle adoptó durante varios años, es decir hasta el concordato, una honesta y alegre reserva, contemplando los acontecimientos, como quien dice, desde la ventana. Isabelle pactó sus relaciones con la «revolución», según la imagen que de ella se había hecho desde las ventanas del palacio Colonna, con la misma minucia y el mismo decoro, el mismo rigor protocolario, que empleaba a la hora de estipular sus famosos contratos de alquiler con la infeliz Mrs. Kennedy, que durante largos años había ocupado como inquilina una sección del palacio Colonna. El día que Isabelle le abrió las puertas a Italo Balbo, la Roma «legítima» no mostró sorpresa alguna, y tampoco puede decirse que la noticia provocara ningún escándalo, aunque quizá nadie comprendió las auténticas y profundas razones del cambio de actitud de Isabelle ni de la presencia de Italo Balbo en los salones del palacio de piazza Santi Apostoli.
La guerra había sido, no sólo para Isabelle y la sociedad romana, sino para todo el pueblo italiano, eso que los españoles llaman, con una expresión tomada de la tauromaquia, «el momento de la verdad», el instante en que el hombre se enfrenta al toro con el estoque en la mano; en ese momento se manifiesta la verdad, la verdad sobre el hombre y sobre la bestia que tiene enfrente. Toda vanidad humana o animal desaparece; en ese instante supremo, el hombre está solo y desnudo frente a la bestia, sola y desnuda también ella. Al principio de la guerra, en ese momento de la verdad, Isabelle también se había encontrado sola y desnuda, y entonces decidió abrir públicamente las puertas del palacio Colonna a Galeazzo Ciano y su corte, dando a entender que por fin había elegido entre el principio de legitimidad y el de ilegitimidad, convirtiendo así el palacio de piazza Santi Apostoli en lo mismo que fuera el arzobispado de París en tiempos del cardenal de Retz. En cierto sentido, ella misma era el cardenal de Retz y, desde esa corte en la que se reunía todo cuanto de equívoco y espurio había triunfado en los últimos años en la nueva Roma y la nueva Italia, Isabelle gobernaba como una reina, sin renunciar, con todo, a una antigua, amable y maligna predisposición a la tiranía; y Galeazzo, más que un tirano, era un instrumento de esa tiranía.
No eran ya rosas blancas ni jugosas fresas invernales —primicias reales que hasta la guerra llegaban todos los días en avión desde Libia, obsequio de Italo Balbo— lo que adornaba la mesa de Isabelle (Italo Balbo había muerto, y con él las rosas y las fresas invernales de Libia), sino los rostros sonrientes, las gotas de rosa y los labios de fresa de las jóvenes que Isabelle ofrecía, cual si fueran primicias reales, a la insaciable vanidad de Galeazzo.
Durante el efímero reinado de Italo Balbo, la mesa de Isabelle había sido descrita por los habituales beaux esprits de Roma, que siguen siendo los mismos de los que habla Stendhal, como una pista de despegue de la que partían los más altos y arriesgados vuelos sociales y políticos. Desde ahí partió Balbo para su travesía del Atlántico, desde ahí despegó para emprender su último vuelo. La mesa de Isabelle, desde que en ella reinaba Galeazzo Ciano, se había convertido en algo parecido a un altar de la patria: no faltaba en ella más que el cadáver de un desconocido. (Tal vez algún día, quién sabe, aparecería ese muerto misterioso.) Ninguna joven que hubiera llamado la atención de Galeazzo durante algún fugaz encuentro, ningún extranjero de valía, ningún galán con ambiciones, ningún dandi de palacio Chigi que ambicionara ascensos o sinecuras en alguna buena embajada podía sustraerse a la obligación, que por lo demás todos solicitaban empleando cualquier industria a su alcance, de pagarles a Isabelle y a Galeazzo el tributo de una corona de rosas convival. Los elegidos cruzaban las puertas del palacio Colonna con un aura de misterio y, a la vez, de abierta complicidad, como conspiradores de una conjura pública y manifiesta. Las invitaciones de Isabelle ya no tenían valor social. En todo caso, tenían valor político, si bien muchos se engañaban también acerca del valor político de las invitaciones a piazza Santi Apostoli.
Isabelle había sido la primera, y acaso la única, en comprender, aun antes de abrirle las puertas del palacio Colonna, que el conde Galeazzo Ciano, el joven y galante ministro de Exteriores, el afortunado yerno de Mussolini, no contaba para nada ni en la política ni en la vida italiana. Así pues, ¿qué la había llevado a izar el estandarte de Galeazzo Ciano en el palacio Colonna? Era evidente que quienes ingenuamente la acusaban, y no eran pocos, de ser la chaperonne de Galeazzo nada más que por ambición social (¿cabe imaginar acusación más ridícula?) o inclinación a las intrigas olvidaban que la «primera dama de Roma» no tenía ninguna necesidad de mejorar su posición y mucho menos de defenderla, y que aliándose con Galeazzo tenía mucho que perder y nada que ganar. Por lo demás, era bien sabida la suerte que corrían las alianzas del conde Ciano. Hay que hacer justicia al genio social de Isabelle y a la amplitud de miras de su política en ese aspecto: nadie, ni siquiera Mussolini, hubiera podido reinar en Roma contra Isabelle. En lo que se refiere a la conquista del poder, nadie hubiera podido darle lecciones. Ésa había sido su particular marcha sobre Roma, una marcha emprendida casi veinte años antes que la de Mussolini. Y hay que reconocer que su triunfo había sido mucho mayor.
Las razones del engouement de Isabelle por Galeazzo son mucho más complejas y profundas. En una sociedad en decadencia, próxima a la ruina, en una nación donde los principios de la legitimidad histórica, política y social no gozaban ya de autoridad alguna, en una Italia donde las clases estrechamente vinculadas a la suerte de la inmovilidad social habían perdido todo su prestigio, en un país que Isabelle, gracias al infalible instinto de los Sursock, sabía destinado a convertirse en el país oriental más grande de Occidente (desde el punto de vista de las costumbres políticas, Roma, mucho más que Nápoles, merecía la definición de lord Rosebery: «La única ciudad oriental del mundo que no tiene un barrio europeo»), en una Italia como ésa, el triunfo de los príncipes de la ilegitimidad era lo único que podía garantizar una superación pacífica de la terrible crisis social augurada y propiciada por la guerra, lo que equivalía a realizar la aspiración suprema e inmediata de las clases conservadoras en los períodos de grave crisis social: salvar lo que se pueda.
Voces ingenuas han acusado a Isabelle de haber abandonado la causa de la legitimidad por la de la ilegitimidad, lo cual, en la jerga del gratin, significa haber preferido al conde Galeazzo Ciano en vez de al príncipe de Piamonte, que a los ojos de las clases conservadoras personificaba el principio de la legitimidad, es decir del orden y el inmovilismo social, y parecía el único hombre capaz de garantizar una superación pacífica de la crisis dentro de los límites de la Constitución. Si en Europa hay un príncipe abundante en virtudes, ése es Umberto de Saboya. Su elegancia, su belleza, su bondad y su simplicidad risueña son las virtudes que el pueblo italiano busca en sus príncipes. Sin embargo, carecía de algunas cualidades indispensables para asumir la responsabilidad que las clases conservadoras le imponían. Por lo que respecta a la inteligencia, al príncipe de Piamonte le bastaba con la que poseía. Y por lo que se refiere al honor personal, sería una injuria decir que le faltaba. Lo tenía, pero no aquel que los conservadores, en momentos de peligro, entienden por sentido del honor en un príncipe. En el lenguaje de los conservadores atemorizados, la expresión «sentido del honor» en un príncipe alude a esa peculiar clase de honor que no se preocupa tan sólo de salvar el principio monárquico, las instituciones constitucionales y los intereses dinásticos, sino también todo lo que hay detrás de ese principio, esas instituciones y esos intereses, es decir, el orden social. Por otra parte, no había, en el entorno del príncipe de Piamonte, nadie que pareciera comprender lo que la expresión «sentido del honor» significa para los conservadores en períodos de grave y peligrosa crisis social.
En cuanto a la princesa de Piamonte, en la que muchos tenían depositadas grandes esperanzas, no era la clase de mujer con quien Isabelle pudiera entenderse. En los momentos de grave crisis social, cuando todo está en juego y todo corre peligro, y no sólo la familia real y sus intereses dinásticos, una princesa Isabelle Colonna, Sursock de nacimiento, no puede tolerar el trato con una princesa de Piamonte a menos que sea de igual a igual. Isabelle la llamaba la Flamande, epíteto que en los amargos labios de Isabelle evocaba la imagen de una de aquellas filles plantureuses de la pintura flamenca, de cabello pelirrojo, caderas abundantes y boca lánguida y sensual. Isabelle consideraba que ciertas actitudes de la princesa de Piamonte y algunos de sus misteriosos contactos, a decir verdad algo imprudentes, con hombres contrarios a la monarquía y hasta con comunistas eran la prueba de que la princesa de Piamonte prefería el consejo de los hombres, y aun de los adversarios, a las confidencias de las mujeres, e incluso de las amigas. «Ni tiene amigas ni las quiere», ésa era la conclusión a la que llegaba Isabelle, lo cual le causaba una gran pena, no por ella, se entiende, sino por «la pauvre Flamande».
Es evidente que, entre el príncipe de Piamonte y el conde Galeazzo Ciano, la elección de Isabelle sólo podía recaer sobre este último. Sin embargo, entre las muchas razones que habían llevado a Isabelle a preferir al conde Ciano en vez de al príncipe de Piamonte, se encontraba un yerro garrafal. Que Ciano era, política e históricamente, el más genuino exponente de los principios de la ilegitimidad, es decir, de aquella que las clases conservadoras consideraban, en sus palabras, «una revolución domesticada» (si bien una revolución domesticada resulta siempre más útil, a efectos de inmovilidad social, que una revolución violenta o sencillamente estúpida e inepta) es algo que no admite dudas. El yerro de Isabelle había consistido en llevar a cabo su elección persuadida, como tanta otra gente, de que Ciano era el Antimussolini, de que él encarnaba, no sólo en la realidad, sino en la conciencia del pueblo italiano, la única política capaz de «salvar lo que se pueda», es decir, la política de amistad con Inglaterra y Estados Unidos, e incluso de que era, si no el «hombre nuevo» que todo el mundo buscaba y esperaba (Galeazzo era demasiado joven para ser considerado, a sus treinta y seis años, un hombre nuevo en un país en el que los hombres no empiezan a ser nuevos hasta pasados los setenta), por lo menos el hombre de mañana, aquel que lo grave y complejo de las circunstancias exigían. Con el tiempo se ha visto cuan grave fue ese error y cuan numerosas sus consecuencias. Algún día se verá que Isabelle no fue más que un instrumento de la Providencia (de esa misma Providencia con la que Isabelle mantenía tan buenas relaciones a través del Vaticano) destinado a acelerar y a dar una forma, un estilo, a la agonía de una sociedad condenada a muerte.
Que el conde Galeazzo Ciano era el Antimussolini, el hombre al que Londres y Washington veían con confianza, fue una ilusión en la que muchos, no sólo Isabelle, cayeron. El propio Galeazzo, en su vanidad y en su satisfecho optimismo, se mostraba íntimamente convencido de gozar de la simpatía de toda la opinión pública inglesa y estadounidense y de ser, según los designios de Londres y Washington, el único hombre de Italia capaz de recoger (después del fin inevitablemente desastroso de la guerra) el difícil testigo de manos de Mussolini y efectuar la transición del orden mussoliniano a un nuevo orden inspirado en la civilización liberal anglosajona sin provocar daños irreparables, inútiles derramamientos de sangre o graves trastornos sociales. El único hombre, en fin, capaz de garantizar el orden ante Londres y Washington y, sobre todo, la necesaria continuidad de un orden social que Mussolini había perturbado hasta lo más profundo y que la guerra amenazaba con sacudir hasta los cimientos.
¿Cómo podía la infeliz Isabelle no caer en esa generosa ilusión? Para ella, oriental de nacimiento, y más aún, egipcia, el amor a Inglaterra era inherente a su carácter, su educación, sus costumbres y sus intereses morales y materiales; y por eso mismo se sentía inclinada, casi predestinada, a buscar o inventar en los demás lo que con tanta fuerza sentía ella en su interior y deseaba ver en ellos. Por otra parte, había descubierto en Galeazzo, en su naturaleza, su carácter, sus maneras, sus actitudes exteriores, que fácilmente podían confundirse con inclinaciones políticas, numerosos rasgos capaces de inspirarle confianza y abrir su corazón a grandes y vivas esperanzas, forjando una suerte de comunión ideal entre ella y el conde Ciano; rasgos que resultaban ser los más bajos, los más levantinos por así decir, del carácter italiano y que se habían hecho más evidentes desde que la guerra arrastraba la crisis hacia su fatal desenlace. Galeazzo poseía esta clase de rasgos en abundancia y los manifestaba con intensidad y vigor —él mismo era consciente e incluso se complacía en ello—, tanto por el origen de su familia, no toscana sino graecula (él había nacido en Livorno, pero sus padres provenían de Formia, cerca de Gaeta, simples pescadores, dueños de unas pocas y miserables barcuchas; por lo demás, Livorno es, entre todas las ciudades italianas, aquella en la que Oriente se muestra con colores más vivos, con mayor inmediatez y verdad), como por las malas costumbres adquiridas debido a su extraordinaria suerte y a su forma de concebir la riqueza, el poder, la gloria y el amor, una concepción, cosa curiosa, muy similar a la de los pachás. No por nada el instinto de Isabelle había reconocido en Galeazzo a otro Sursock.
En poco tiempo, Isabelle se convirtió en arbitro de la vida política de Roma, entendiendo el término «política» en el sentido estrictamente social que tiene entre el gratin. A juicio de un ojo inexperto que se detuviese en los diversos aspectos de su risueña insolencia podía parecer una mujer feliz. Pero esa felicidad, como ocurre siempre debido a fuerzas inconscientes en las sociedades corrompidas y durante épocas de corrupción y calamidades, adoptaba cada vez más el aspecto de una indiferencia moral, un triste cinismo que se reflejaba de forma fiel en la pequeña corte congregada en torno a su mesa en el palacio de piazza Santi Apostoli.
En aquella mesa se reunía lo mejor y lo peor de Roma en materia de nombres, maneras, reputaciones y costumbres. Las invitaciones al palacio Colonna constituían la ambición suprema, por otra parte bien fácil de satisfacer, no sólo de las jóvenes del gratin romano (empezaban a cruzar el fatídico umbral las olvidadas venus septentrionales, ínsubres, alóbroges y venecianas que llegaban desde el Norte para emular a sus afortunadas rivales romanas, y más de una consiguió mezclar en sus entrañas la nueva y oscura sangre de Ciano con la antigua e ilustre de los T., los C. o los D.), sino también de varias actrices de segunda fila de Cinecittà, por las cuales, como por una suerte de hastío proustiano del côté Guermantes, el conde Ciano parecía sentir una inclinación cada vez mayor.
Aumentaba de día en día el número de las «viudas de Galeazzo», como se conocía a las ingenuas favoritas que, caídas en desgracia con el conde Ciano, en el amor como en todo lo demás tan pronto a la pasión como propenso al tedio, acudían al seno de Isabelle para derramar en él sus lágrimas, sus confesiones y sus frenéticos celos. El llamado «día de las viudas», en que Isabelle recibía a las «viudas» de tres a cinco de la tarde, se repetía tres veces por semana. Las recibía con los brazos abiertos, sonriendo como si fuera a celebrar con ellas el fin de un peligro o un inesperado golpe de suerte, y daba la impresión de que la embargaba una alegría extraordinaria, un placer de lo más singular, casi físico, una enfermiza, permítaseme la palabra, voluptuosidad, al mezclar su risa estridente y sus palabras de alegría incontenible con los lamentos de las pobres «viudas», en quienes, más que un dolor sincero o una pena de amor auténtica y profunda, ardía el desprecio, la humillación y la rabia. Era en esos instantes cuando el maligno genio de Isabelle, ese genio tan dotado para la intriga y la simulación, alcanzaba la altura y la nobleza del puro arte, convirtiéndose en un juego libre y gratuito de una inmoralidad desinteresada, casi inocente. Reía, bromeaba, se apiadaba y lloraba, pero siempre con los ojos resplandecientes de alegría y placer, como si hallara una misteriosa venganza en las lágrimas de rabia y humillación de aquellas desdichadas. En aquel arte, en aquel juego de Isabelle, materiam superabat opus. El gran secreto de Isabelle, objeto durante tantos años de los tanteos, espionajes e inquisiciones por parte de la perversa curiosidad de toda Roma, se habría revelado en esos momentos a un ojo indiscreto, en el caso de que la patética y cruel escena del triunfo de Isabelle y la humillación de las «viudas» hubiese tolerado miradas indiscretas; no obstante, las confidencias de alguna que otra «viuda», confundida y turbada ante la extraña alegría de Isabelle, bastaban para arrojar un halo de luz reveladora, turbia y patética, sobre la compleja y misteriosa naturaleza de la infeliz Isabelle.
Y de día en día crecía en torno a Galeazzo y su elegante y servil corte el desierto paisaje de la indiferencia, el desprecio o el odio, que era por entonces el paisaje moral de aquella desventurada Italia. Tal vez en determinados momentos también Isabelle sentía crecer en torno a sí ese oscuro horizonte, pero ella no tenía ojos para lo que no quería ver, absorta como estaba en su quimérica esperanza, en el proyecto de esa generosa intriga que habría de permitir a Italia superar la prueba terrible e inevitable de la derrota y buscar refugio, cual nueva Andrómeda, en los amorosos brazos del Perseo inglés. Que poco a poco todo fuera desmoronándose a su alrededor, que el conde Ciano, con su inconstante vanidad, aumentase cada vez más su distanciamiento de la realidad de la vida italiana, confirmando lo que ella sabía ya desde hacía tiempo, algo que ella había sido la primera, y acaso la única, en comprender, a saber, el peso insignificante de Galeazzo en la vida italiana, su valor puramente formal, decorativo, su significado como mero pretexto, todo ello, lejos de infundir amargura y desconfianza en su ánimo, lejos de romper el lacre que sellaba sus ojos y hacerla cobrar conciencia de su fatídico error, no hacía sino confirmar su alta y generosa ilusión y dar renovadas razones a su orgullo. Galeazzo era el hombre de mañana, ¿qué más daba si no era el hombre de hoy? Isabelle era la única que seguía creyendo en él. Aquel joven caro a los dioses, aquel joven al que los dioses, benévolos y envidiosos, habían colmado de formidables dones y favores aún mayores, había de salvar Italia algún día; la tomaría en brazos a través de las llamas y la depositaría sobre el pecho seguro y generoso de Inglaterra. Isabelle creía en su apostolado con el fervor de una Flora MacDonald.
Nada podía apartarla de la ilusión de que Galeazzo (Londres y Washington, gracias a la hábil e infatigable propaganda de Isabelle en el Vaticano, donde el ministro de Su Majestad británica ante la Santa Sede, Osborne, se había refugiado desde el principio de la guerra, estaban al corriente de la estima que el pueblo italiano le profesaba al conde Ciano) era el único hombre con el que la política inglesa y norteamericana podían contar en Italia, el hombre que Londres y Washington se guardaban en la manga para el día en que hubiera que saldar cuentas, es decir, el día que los ingleses llamaban the morning after the night before. Ni siquiera la prudencia de sus poderosos amigos, que en el Vaticano eran muchos y devotos, sus continuas dudas, sus consejos de moderación y de humildad, sus muecas y sus movimientos de cabeza, ni siquiera la gélida reserva del ministro Osborne, bastaban para desengañar a Isabelle. Si alguien le hubiese dicho: «Demasiado quieren los dioses a Galeazzo como para confiar en su salvación», si alguien le hubiese revelado cuál es el destino, el favor supremo que los envidiosos dioses reservan a quienes más aman, diciéndole: «La suerte de Galeazzo es que Mussolini se lo reserva como cordero para la próxima e inevitable Pascua; sólo por eso Mussolini lo engorda», la estridente risa de Isabelle habría resonado sin duda alguna por todo el palacio Colonna. «Mais mon cher, quelle idée!» Demasiado querían los dioses también a Isabelle.
En los últimos tiempos, mientras la guerra empezaba a mostrar su verdadero rostro, su rostro misterioso, había ido formándose entre Isabelle y Galeazzo una suerte de triste complicidad que poco a poco los arrastraba, como llevados por fuerzas inconscientes, hacia una indiferencia moral cada vez más abierta, hacia ese fatalismo que surge como consecuencia del hábito inveterado de la simulación y el engaño mutuo. La ley que regía sus relaciones era la misma que regía los convites y las fiestas galantes del palacio Colonna, no la ley proustiana del faubourg Saint-Germain ni la de un reciente Mayfair ni la de una más reciente aún Park Avenue, sino la sencilla y generosa ley de los beaux quartiers de Atenas, El Cairo y Constantinopla. Una ley indulgente, fundada en el capricho y el tedio y con arreglo a la cual toda sombra de amoralidad era tenida por virtud. En esa corte corrupta de la que Isabelle era servil reina, Galeazzo interpretaba el papel de pachá: gordo, rosado, sonriente y despótico, no le faltaban más que las babuchas y el tarbush para armonizar con el clima de rahat lokum del palacio Colonna.
Tras una larga ausencia, después de más de un año en el frente ruso, Ucrania, Polonia y Finlandia, por fin una mañana volví al club de golf Acquasanta. Me senté en un rincón de la terraza y una extraña sensación de incomodidad e inquietud me invadió al ver cómo los jugadores se movían con paso lento e inseguro por las alejadas cimas de las pequeñas lomas que descienden suavemente en dirección a los arcos rojizos de los acueductos sobre ese fondo de pinos y cipreses que coronan las tumbas de los Horacios y los Curiacios. Era una mañana de noviembre de 1942, el sol calentaba, el viento húmedo traía del mar un rico olor de algas y hierbas. Un avión susurraba invisible en el cielo azul, su zumbido llovía desde las alturas como un polen sonoro.
Había vuelto a Italia pocos días antes, tras una larga convalecencia en una clínica de Helsinki donde fui sometido a una complicada operación que me había dejado sin fuerzas. Caminaba apoyándome en un bastón y estaba pálido y abatido. Los jugadores empezaban a regresar al club en pequeños grupos, y las beauties del palacio Colonna, los dandis del bar del Excelsior, el équipe irónico y frío de los jóvenes secretarios del palacio Chigi pasaban por delante de mí y me saludaban con una sonrisa; algunos se sorprendían de verme porque no sabían que había vuelto a Italia y me creían todavía en Finlandia. Al verme tan blanco y demacrado, se detenían un instante para preguntarme cómo estaba, y si hacía mucho frío en Finlandia, y si tenía previsto quedarme un tiempo en Roma o por el contrario iba a volver al frente finlandés. La copa de Martini me temblaba en la mano, todavía estaba muy débil, y decía que sí, que no, y los miraba a los ojos riendo para mis adentros; hasta que llegó Paola y nos sentamos en una mesita aparte, cerca de la ventana.
—Italia no ha cambiado nada, ¿a que no? —me preguntó Paola.
—Oh, todo ha cambiado —dije—, cuesta creer cuánto ha cambiado.
Paola dijo:
—Qué curioso, a mí no me da esa impresión. —Miraba hacia la puerta, y de repente exclamó—: ¡Mira, Galeazzo! ¿A él también lo ves cambiado?
—Hasta Galeazzo ha cambiado. Todo ha cambiado. Todo el mundo espera con terror al gran Koppâroth, al Kaputt, al gran Gato.
—¿Al qué? —exclamó Paola abriendo mucho los ojos.
Entró Galeazzo. Se detuvo un instante en el umbral mientras se frotaba las manos; reía con los labios apretados y el mentón levantado, y saludaba abriendo los ojos con una sonrisa amplia y cordial, sin separar los labios, dedicando una larga mirada a las mujeres y otra más breve a los hombres. Luego cruzó la sala sacando pecho y encogiendo la tripa para que nadie notara que se había engordado, y, sin dejar de frotarse las manos ni de girar la cabeza a un lado y a otro, fue a sentarse en una mesita situada en un rincón, donde enseguida se le unieron Cyprienne del Drago, Blasco d’Ayeta y Marcello del Drago. Las voces, que se habían convertido en un bisbiseo en cuanto Ciano había aparecido en la puerta, volvieron a subir de tono, y todo el mundo empezó a hablar en voz alta de una mesa a otra, como si hablaran de orilla a orilla de un río. Todos se llamaban por el nombre de un lado a otro de la sala y se volvían para mirar a Galeazzo y asegurarse de que éste había reparado en su presencia, que no otra cosa perseguían dando esas voces y con todo ese despliegue de grititos joviales, sonrisas y miradas fugaces. De vez en cuando Galeazzo alzaba la cabeza para sumarse a la conversación general y hablaba en voz alta observando ora a una muchacha otra a otra (su mirada no se posaba nunca sobre los hombres, como si en la sala no hubiera más que mujeres); les sonreía, les guiñaba el ojo con picardía y les hacía señas enarcando las cejas o con sus labios carnosos y prominentes, coqueterías a las que las mujeres respondían riendo exageradamente e inclinándose sobre la mesa con la cabeza ladeada sobre el hombro para oír mejor, sin dejar, por ello, de espiarse las unas a las otras con celosa atención.
En la mesa junto a la nuestra estaban sentados Lavinia, Gianna, Georgette, Anne Marie von Bismarck, el príncipe Otto von Bismarck y dos jóvenes secretarios del palacio Chigi.
—Todo el mundo parece estar de buen humor esta mañana —dijo Anne Marie von Bismarck volviéndose hacia mí—. ¿Es que hay novedades?
—¿Qué novedades quiere que haya en Roma? —respondí.
—Yo, por ejemplo —dijo Filippo Anfuso llegándose a la mesa de los Bismarck.
Filippo Anfuso había llegado esa misma mañana de Budapest, a cuya Real Legación había sido enviado poco tiempo atrás en sustitución del ministro Giuseppe Tálamo.
—¡Oh, Filippo! —exclamó Anne Marie.
—¡Filippo! ¡Filippo! —se oyó gritar a nuestro alrededor.
Anfuso se volvía sonriendo para saludar a unos y a otros con su habitual expresión de azoramiento, movía la cabeza como si tuviera un forúnculo en el cuello y, como de costumbre, no sabía qué hacer con las manos, por lo que tan pronto se las llevaba a la cintura como se las guardaba en los bolsillos o las dejaba caer inertes. Parecía hecho de madera recién barnizada, y el color negro de sus cabellos excesivamente brillantes parecía extremado para un ministro, y hasta para un hombre, como él. Reía, y al hacerlo le brillaban los ojos, unos ojos bellísimos, casi misteriosos, y entornaba los párpados con esa expresión lánguida y sentimental tan característica en él. Su punto débil eran las rodillas, dobladas un poco hacia dentro hasta tocarse. Él era muy consciente de que ése era su único punto débil, y eso lo hacía sufrir en silencio.
—¡Filippo! ¡Filippo! —gritaban a nuestro alrededor.
Observé que Galeazzo se había interrumpido a media frase y que se había quedado mirando a Anfuso con el ceño fruncido. Estaba celoso de Anfuso. Me sorprendió que todavía sintiera celos de Filippo. También Ciano tenía su punto débil en las rodillas, que se le doblaban hacia dentro hasta tocarse. Era lo único que Galeazzo y Filippo tenían en común: las rodillas torcidas.
—Los americanos desembarcaron ayer en Argelia —dijo Anfuso al tiempo que se sentaba en la mesa de los Bismarck, entre Anne Marie y Lavinia—, por eso están todos tan contentos.
—Taisez-vous, Filippo, ne soyez pas méchant —dijo Anne Marie.
—Para ser franco, tengo que decir estoy tan contento como el día que Rommel llegó a El Alamein —dijo Anfuso.
Cuatro meses antes, en junio, cuando las tropas italianas y alemanas a las órdenes de Rommel llegaron a El Alamein y parecía que de un momento a otro habían de entrar en Alejandría y El Cairo, Mussolini partió sin perder tiempo hacia el frente egipcio en uniforme de mariscal del Imperio, llevando consigo la famosa «espada del islam» de la que Italo Balbo, gobernador de Libia, le había hecho entrega con toda solemnidad unos años antes. Entre el séquito de Mussolini se encontraba el gobernador de Egipto, a quien el Duce pretendía otorgar la posesión de su cargo en El Cairo con gran pompa. El nombramiento había recaído sobre Serafino Mazzolini, antiguo ministro de Italia en El Cairo, de modo que también éste había partido a toda prisa en avión hacia el frente de El Alamein seguido por un ejército de secretarios, mecanógrafas, intérpretes, expertos en asuntos árabes y un brillante Estado Mayor formado por amantes, maridos, hermanos y primos de las favoritas de Ciano, más algunos ilustres, orgullosos y melancólicos favoritos de Edda caídos en desgracia, los cuales no tardaron en enzarzarse en discusiones y pullas, llenando el desierto libio con sus querellas de celos y vanagloria. La guerra de Libia, decía Anfuso, no traía suerte a los favoritos de los harenes de Edda y Galeazzo, pues cada vez que los ingleses, durante las escaramuzas en el desierto, daban un paso adelante, caía en sus manos alguno de esos áulicos personajes. Entretanto, las noticias que empezaban a llegar a Roma desde el frente de El Alamein hablaban de un Mussolini impaciente por hacer su entrada triunfal en Alejandría y El Cairo y de un Rommel furioso con Mussolini, hasta el punto de negarse a entrevistarse con él. «¿Qué ha venido a hacer aquí? —preguntaba Rommel—. ¿Quién nos lo ha mandado?» Mussolini, harto de esperar, caminaba de arriba abajo, mudo y negro, ante el pobre gobernador de Egipto, silencioso y blanco. En Roma todavía estaban vivas, y escocían, las heridas que el nombramiento de Serafino Mazzolini como gobernador de Egipto había abierto en la vanidad y la ambición frustrada de los cortesanos del palacio Chigi y el palacio Colonna; para muchos, lo importante no era cómo conquistar Egipto, sino cómo impedir que Serafino llegase a El Cairo, para lo cual todo el mundo confiaba en los ingleses. El propio Ciano, aunque por razones distintas, no estaba satisfecho de cómo iban las cosas y hacía alarde de ironía e incredulidad: «¡Claro! ¡En El Cairo!», exclamaba dando a entender que Mussolini no llegaría nunca a la ciudad. En el fondo, en medio de tantos sinsabores, el único consuelo que le quedaba a Galeazzo en los días de la victoria de El Alamein era el hecho, según refería Anfuso, de que Mussolini se hubiera ausentado de Roma, ni que fuese por unos días, que por fin, como decía Ciano, hubiese dejado de «tocar las narices».
—Parece ser que las relaciones entre Ciano y Mussolini no han mejorado hasta hoy —observé—, por lo menos eso es lo que se dice en Estocolmo.
—Il souhaite peut-être à son beau-père quelque petite défaite —dijo Anfuso imitando el acento de Marsella.
—Vous n’allez pas prétendre que la guerre, pour eux, n’est qu’une question de ménage —dijo Anne Marie.
—Hélas! —exclamó Filippo, suspirando con fuerza y dirigiendo sus hermosos ojos hacia el techo.
—Cyprienne parece que se aburre —dijo Georgette.
—Cyprienne tiene demasiado ingenio —dijo Anfuso— para divertirse con Galeazzo.
—En el fondo es verdad; a la larga, Galeazzo aburre —dijo Anne Marie.
—Je le trouve, au contraire, très spirituel et très amusant —dijo el príncipe Otto von Bismarck.
—Sin duda es mucho más divertido que Von Ribbentrop —dijo Filippo—. ¿Sabéis qué dice Von Ribbentrop de Galeazzo?
—Por supuesto —respondió Otto von Bismarck con voz inquieta.
—Non, vous ne le savez pas —dijo Anne Marie—. Racontez donc, Filippo.
—Von Ribbentrop dice que Galeazzo sería un gran ministro de Exteriores si no se mezclase en política exterior.
—Para ser ministro de Exteriores —dije—, hay que reconocer que se mezcla bien poco en ella. El problema es que se entromete demasiado en política interior.
—Tiene toda la razón —dijo Anfuso—, no se dedica más que a eso. Su antecámara se ha convertido en una sucursal del Ministerio del Interior y de la dirección del Partido Fascista.
—Le preocupa más el nombramiento de un prefecto o de un secretario federal —dijo uno de los dos jóvenes secretarios del palacio Chigi— que el nombramiento de un embajador.
—Muti era uno de los suyos —dijo el otro.
—Pero ahora se odian a muerte —dijo Anfuso—. Creo que rompieron a raíz del nombramiento del conde Magistrati como ministro en Sofía.
—¿Y qué tenía que ver Muti en esto? —preguntó Bismarck.
—Ciano se encargaba de la política interior y Muti de la exterior —contestó Filippo.
—Galeazzo es un hombre extraño —dije—. Cree que es muy popular en Estados Unidos y en Inglaterra.
—¡Si sólo fuera eso! —dijo Anfuso—. ¡Se cree muy popular hasta en Italia!
—Si ça lui fait plaisir —dijo Bismarck.
—Moi, je l’aime beaucoup —dijo Anne Marie.
—Si vous croyez que cela changera le cours de la guerre! —dijo Anfuso en un tono extraño y sonrojándose.
Anne Marie sonrió y miró a Anfuso.
—Vous aussi, vous l’aimez beaucoup, n’est-ce pas, Filippo?
—Je l’aime beaucoup, naturellement —dijo Anfuso—, mais à quoi cela sert-il? Si j’étais sa mère je tremblerais pour lui.
—Pourquoi ne tremblez-vous pas pour lui, si vous l’aimez? —dijo Anne Marie.
—Je n’ai pas le temps. Je suis trop occupé à trembler pour moi-même.
—Oh, pero ¿qué os pasa hoy a todos? —dijo Lavinia—. ¿Es por la guerra que estáis tan nerviosos?
—¿La guerra? —dijo Anfuso—. ¿Qué guerra? A la gente le importa un bledo la guerra. ¿No habéis visto los carteles que Mussolini ha mandado colgar en todas las tiendas y en las paredes de las calles? —Se refería a unos grandes carteles a tres colores en los que se leían, en letras cúbicas, las palabras: «Estamos en guerra»—. Menos mal que nos lo ha recordado —añadió Anfuso—, porque ya nos habíamos olvidado.
—L’état d’esprit du peuple italien dans cette guerre est vraiment très curieux —dijo el príncipe Otto von Bismarck.
—Me pregunto —dijo Anfuso— a quién responsabilizaría Mussolini si la guerra empezase a tomar mal cariz.
—Al pueblo italiano —dije.
—No, Mussolini nunca reparte la responsabilidad de las cosas entre muchas cabezas. Le basta con una. Una de esas cabezas que parecen hechas a medida para ese tipo de cosas. Culparía a Galeazzo. ¿Cuál, si no, sería el papel de Galeazzo? Mussolini lo mantiene en su cargo sólo para eso. Fijaos en su cabeza, ¿a que parece hecha a medida?
Nos volvimos todos hacia el conde Ciano. Su cabeza era redonda, algo hinchada, un poco demasiado grande.
—Un peu trop grande pour son âge —dijo Anfuso.
—Vous êtes insupportable, Filippo —dijo Anne Marie.
—Creía que eras amigo de Galeazzo —le dije a Anfuso.
—Galeazzo no necesita amigos ni los quiere. No sabe qué hacer con ellos. Los desprecia y los trata como a siervos —dijo Filippo; y riendo, añadió—: Le basta con la amistad de Mussolini.
—Mussolini l’aime beaucoup, n’est-ce pas? —dijo Georgette.
—Oh, oui, beaucoup! —contestó Anfuso—. En febrero de 1941, durante la nefasta campaña de Grecia, Galeazzo me mandó llamar a Bari para discutir unos asuntos del ministerio. Para Ciano era un momento muy difícil. Por entonces él era teniente coronel de una escuadra de bombarderos del campo de Palese, cerca de Bari. Estaba muy enfadado con Mussolini. Lo llamaba «El Cabezota». Pocos días antes se había celebrado la conferencia de Bordighera, en la que Mussolini se había reunido con Franco y Serrano Súñer. A Galeazzo, que tenía ya la maleta en la mano y estaba listo para partir, lo dejaron plantado en el último momento. Me dijo: «Mussolini me odia». Esa misma noche, Edda le telefoneó para avisarle de que su hijo mayor, Fabrizio, estaba gravemente enfermo. La noticia dejó muy turbado a Galeazzo. Se echó a llorar y dijo: «Me odia, no hay nada que hacer, me odia». Y luego añadió: «Ese hombre siempre me ha traído mala suerte».
—¿Mala suerte? —dijo Lavinia riendo—. ¡Oh, Dios mío, qué presuntuosos son a veces los hombres!
—Si no me equivoco, Galeazzo estuvo a punto de presentarle su dimisión —dijo Gianna.
—Galeazzo no renunciará nunca por voluntad propia —replicó Anfuso—. Le gusta demasiado el poder. Il couche avec son fauteuil de ministre, comme avec une maîtresse. Tiembla sólo con pensar que puedan destituirlo de un momento a otro.
—En Bari, por entonces —dije—, Galeazzo tenía también otro motivo para tener miedo. Justo por entonces, durante uno de sus encuentros en Brennero, Hitler le entregó a Mussolini un informe de Himmler contra Galeazzo.
—¿No era un informe contra Isabelle Colonna? —preguntó Anne Marie.
—Qu’en savez-vous? —le preguntó Otto von Bismarck con un dejo de inquietud en la voz.
—Tout Rome en a parlé pendant un mois —contestó Anne Marie.
—Fue un momento muy duro para Galeazzo —dijo Anfuso—. Hasta sus amigos más íntimos le dieron la espalda. Blasco d’Ayeta llegó a decirme que, entre Galeazzo e Isabelle, él se habría puesto de la parte de Isabelle. Yo le contesté: «¿Y entre Hitler e Isabelle?». La cuestión, por supuesto, no era decidir entre el conde Galeazzo Ciano y la princesa Isabelle Colonna, pero así es como piensa la gente. Una mañana Galeazzo me pidió que fuese a verlo a su casa. Era una hora de lo más insólito, hacia las ocho. Cuando llegué estaba bañándose. Salió de la bañera y mientras se secaba me dijo: «Von Ribbentrop me ha dado una puñalada por la espalda. Von Ribbentrop está detrás de Himmler. Parece que en ese informe se pide mi cabeza. Si Mussolini le pone mi cabeza en bandeja a Von Ribbentrop, demostrará que es lo que todos sabemos: un gusano». Luego, apretándose con las manos el vientre desnudo, añadió: «Tengo que adelgazar un poco». Una vez seco, se quitó el albornoz, se colocó desnudo delante del espejo y empezó a embadurnarse el cabello con un manojo de hierbas que se hacía traer desde Shanghai, unas hierbas que en China se utilizan como brillantina. «Menos mal», dijo, «que no soy el ministro de Exteriores de la República china.» Y añadió: «Conoces China tan bien como yo, es un país fabuloso, pero piensa en lo que me pasaría allí si llegase a caer en desgracia». Y empezó a describirme una tortura china que había presenciado en una calle de Pekín. El reo había sido atado a un palo y con un escalpelo le habían ido quitando, trozo a trozo, toda la carne a excepción de nervios, venas y arterias. Al final el reo se convierte en una especie de amasijo de huesos, nervios y venas a través del cual pasan los rayos del sol y vuelan las moscas. El condenado puede sobrevivir durante varios días. Galeazzo se recreaba en los detalles más escabrosos y reía tan feliz. Yo percibía su necesidad de ser cruel y, al mismo tiempo, su miedo y su odio impotente. «En Italia», añadió, «las cosas no son muy distintas. Mussolini ha inventado una tortura mucho más cruel que ésa: la patada en el trasero.» Y mientras lo decía se llevó la mano a las nalgas. «No es la patada en sí lo que duele», dijo, «es la espera, esa continua y exasperante espera de cada día, cada hora, cada minuto.» Yo le dije en broma que por suerte él y yo habíamos sido previsores porque teníamos buenas posaderas. Galeazzo arrugó el entrecejo y tocándose el trasero me preguntó: «¿De verdad crees que tengo el trasero gordo?». Le preocupaba mucho que engordara esa parte de su cuerpo. Luego, mientras se vestía, me dijo: «Mussolini no le regalará mi cabeza a nadie. Tiene miedo. Sabe muy bien que todos los italianos son como yo. Los italianos saben que yo soy el único en todo el país con valor para enfrentarse a Mussolini». Se engañaba, pero como no me correspondía a mí desengañarlo, me callé. Galeazzo vivía ya entonces plenamente convencido de estarle plantando cara a Mussolini, aunque en realidad el miedo a esa patada en el trasero lo hacía temblar día y noche. Delante de Mussolini, Galeazzo es como todos los demás, como cualquiera de nosotros: un siervo atemorizado. También él le dice siempre que sí con un valor de león. Sin embargo, a espaldas de él, no le teme a nada. Si Mussolini tuviera la boca en la espalda, Galeazzo no vacilaría en introducir la cabeza entre sus fauces como los domadores con las fieras. A veces, hablando de la guerra, de Mussolini o de Hitler, suelta comentarios de lo más divertido. No se puede negar que tiene agudeza e ingenio. A veces sus juicios sobre la situación política son los propios de un hombre que conoce el terreno que pisan tanto él como los demás. Un día le pregunté qué opinaba sobre el posible desenlace de la guerra.
—¿Y qué le contestó? —preguntó el príncipe Von Bismarck con una sonrisa irónica.
—Que no podía decirse todavía qué nación iba a ganar la guerra, pero que se sabía qué naciones la habían perdido ya.
—¿Y cuáles son las naciones que ya han perdido la guerra? —preguntó Otto von Bismarck.
—Polonia e Italia.
—No tiene mucho interés saber quién va a perder —dijo Anne Marie—. Lo que yo quiero saber es quién va a ganar.
—No sea indiscreta —dijo Anfuso—. Eso es secreto de Estado. ¿Verdad que es secreto de Estado? —añadió volviéndose hacia Von Bismarck.
—Naturellement —respondió el príncipe Otto von Bismarck.
—A veces Galeazzo aventura juicios con una imprudencia increíble —dijo Filippo Anfuso—. Si las paredes de su despacho del palacio Chigi y la mesa de Isabelle pudieran hablar, a Mussolini y a Hitler les pitarían los oídos.
—Debería ser más prudente —dijo Georgette—. La mesa de Isabelle es una mesa parlante.
—Encoré cette vieille histoire! —dijo Von Bismarck.
Cuando, a principios de 1941, Hitler hizo llegar a manos de Mussolini, durante un encuentro en Brennero, el informe de Himmler contra Galeazzo, al principio la noticia suscitó estupor en el mundo romano, luego miedo y por último una franca y maligna complacencia. Sin embargo, en torno a la mesa de Isabelle, la gente se reía de aquel informe como si se tratara de una broma de mal gusto a cargo de criados infieles o, cuando menos, indiscretos. «Hitler, quel goujat!», decía Isabelle. El informe, de hecho, no ponía tanto las miras sobre el conde Ciano como sobre la princesa Isabelle Colonna, a la que Himmler llamaba «la Quinta Columna». Todas las conversaciones desarrolladas en torno a esa mesa estaban recogidas día a día, palabra por palabra, con escrupulosa exactitud; y no sólo las palabras de Galeazzo, Edda, Isabelle, las observaciones de esos huéspedes a quienes el nombre, el rango social, la situación política o el cargo que ocupaban en la jerarquía del Estado conferían autoridad, no sólo los juicios de Ciano o de los diplomáticos extranjeros que frecuentaban el palacio Colonna acerca de la guerra y los errores de la política bélica de Hitler y Mussolini, sino incluso los comadreos mundanos, las puyas de las mujeres y las inocentes palabras de personajes menores como Marcello del Drago o Mario Pansa. Los mots de Edda acerca de esto y lo otro, acerca de Hitler, Von Ribbentrop, Von Mackensen, el relato de sus frecuentes viajes a Budapest, a Berlín, a Viena; las indiscreciones de Ciano referentes a Mussolini o Franco, Horty o Pavelić, Pétain o Antonescu; los afilados comentarios de Isabelle sobre los amores vulgares de Mussolini y sus amargas previsiones con respecto al desenlace de la guerra, junto con los amables potins florentinos de Sandra Spalletti y las escandalosas historietas de las jóvenes actrices alemanas o italianas de Cinecittà sobre los amores de Goebbels y Pavolini: todo constaba en aquel minucioso informe, si bien la parte principal se ocupaba de la vida amorosa de Galeazzo, su inconstancia, los celos de sus favoritas y la corrupción de su pequeña corte. Si algo había salvado al conde Ciano de las iras de Mussolini habían sido los honores tributados a Edda en el informe de Himmler. Aquel informe habría tenido consecuencias mortales para Galeazzo de no haber contenido una sola palabra acerca de Edda, sus amores, las liaisons dangereuses de sus amigas o los escándalos de Cortina d’Ampezzo y Capri. Las acusaciones contra su hija habían obligado a Mussolini a defender a su yerno. Con todo, el informe de Himmler consiguió sembrar la desconfianza en el seno de la corte de Galeazzo e Isabelle. ¿Quién había facilitado a Himmler los datos de aquel informe? ¿Los sirvientes del palacio Colonna? ¿El maître d’hotel de Isabelle? ¿Los amigos íntimos de Isabelle y Galeazzo? Se barajaron varios nombres, se sospechó de una joven herida en su amor propio por la fortuna reciente de una rival. Como medida de cautela, todas las «viudas» fueron sometidas a interrogatorios, seguimientos y pesquisas. «En tout cas, ce n’est ni vous ni moi», le dijo Isabelle al conde Ciano. «Moi, sûrement pas», contestó Galeazzo. «Quelle histoire!», respondió Isabelle levantando los ojos al techo decorado con frescos de Poussin. La única consecuencia del informe de Himmler fue el alejamiento temporal del conde Ciano de Roma; Galeazzo partió hacia Bari, destinado a un escuadrón de bombarderos del campo de aviación de Palese, y durante un tiempo en los salones del palacio Colonna y del mismo palacio Chigi sólo se habló de él en voz baja o afectando indiferencia (si bien Isabelle, aunque herida en los más profundo por aquel «moi, sûrement pas», permanecía fiel a Galeazzo; ce n’est pas à son âge qu’une femme peut se tromper), no como de un hombre caído en desgracia, sino como de un hombre que podía caer en desgracia de un momento a otro. Por emplear un término deportivo, the ball wasn’t now at his foot.
—Je parie —dijo Anne Marie volviéndose con donaire hacia Filippo Anfuso— que dans le rapport de Himmler il n’y avait pas un seul mot sur vous.
—Il y avait toute un page sur ma femme —respondió Anfuso riendo—, et cela suffit.
—Toute un page sur Maria? Ah, pauvre María! Quel honneur! —dijo Georgette sin sombra de malicia.
—Et sur moi! Est-ce qu’il y avait aussi toute une page sur moi? —preguntó riendo Anne Marie.
—Su pregunta —respondí— es como la pregunta que me hizo un día el general Von Schobert. Estábamos en Ucrania, eran los primeros meses de la campaña de Rusia. El general Von Schobert me había invitado a cenar a la comandancia, seríamos una decena de oficiales sentados en torno a la mesa. En un momento dado Von Schobert me preguntó qué pensaba yo de la situación del ejército alemán en Rusia. «Me parece», contesté, aludiendo a un proverbio italiano, «que el ejército alemán en Rusia, más que como un polluelo en la estopa, es como un polluelo en la estepa.»
—Ah! Mon Dieu —exclamó Anne Marie.
—Très amusant —dijo Von Bismarck sonriendo.
—¿Estás seguro —preguntó Filippo Anfuso— de que el general Von Schobert entendió lo que querías decir?
—Yo esperaba que me hubiese entendido. El general Von Schobert había estado en Italia y hablaba algo de italiano. Pero cuando el intérprete, el teniente Schiller, un tirolés de Merano que había escogido la nacionalidad alemana, tradujo mi respuesta intentando explicar el sentido del proverbio italiano, el general Von Schobert me preguntó en tono reprobatorio y a la vez severo y sorprendido que por qué en Italia se cría a los polluelos en la estopa. «¡Es que no los criamos en la estopa!», contesté. «Es un refrán que alude a las dificultades contra las que lucha y se debate un pobre polluelo que, por un casual, habría ido a caer sobre un montón de estopa.» «En Baviera», dijo el general Von Schobert, «los polluelos se crían en el serrín o en la paja trillada.» «¡También en Italia se crían en el serrín o en la paja trillada!», contesté. «Entonces, ¿por qué ha dicho eso de la estopa?», me preguntó el general Von Schobert frunciendo el ceño. «No es más que un proverbio popular», contesté, «¡una forma de hablar!» «Mmm, ¡qué raro!», dijo el general Von Schobert. «En Prusia Oriental», dijo el coronel del Estado Mayor Stark, «los polluelos se crían en la arena, es un sistema económico y racional.» «También en Italia», contesté, «en ciertas regiones, donde el terreno es arenoso, se cría a los polluelos en la arena.» Estaba empezando a sudar y le rogaba en voz baja al intérprete que, por el amor de Dios, me echase una mano y me ayudase a salir de aquel atolladero. Schiller sonreía y me miraba de través, como diciéndome: «En menudo lío te has metido, ¿y ahora quieres que yo te saque de él?». «Si es así», dijo el general Von Schobert, «no entiendo qué tiene que ver la estopa. Se trata de un proverbio, de acuerdo, pero los proverbios y dichos populares mantienen siempre cierta relación con la realidad. Esto significa que, a pesar de que usted sostenga lo contrario, hay regiones en Italia donde a los polluelos se los cría en la estopa, un sistema irracional y cruel.» Me observaba con unos ojos severos en los que comenzaba a atisbarse la sospecha y el desprecio. Yo hubiera querido responderle: «Sí, señor general, no me atrevía a decirlo, pero la verdad es que en Italia los polluelos se crían en la estopa, y no sólo en algunas regiones, sino en todas: en el Piamonte, en Lombardía, en la Toscana, en Umbría, en Calabria, en Sicilia, en todas partes, en Italia entera; y no sólo los polluelos se crían en la estopa, sino también los niños, todos los italianos se crían en la estopa. ¿Nunca se había dado cuenta de que todos los italianos se han criado en la estopa?». Tal vez entonces me habría entendido, tal vez me habría creído, sin saber, pese a todo, cuánta verdad había en mis palabras. Pero yo sudaba e insistía en que no, que no era cierto, que en ninguna región de Italia se cría a los polluelos en la estopa, que se trata tan sólo de un proverbio, de un dicho popular, ein Sprichwort. En ese momento el mayor Hanberger, que desde hacía rato me miraba fijamente a los ojos con una mirada de vidrio gris, me dijo con voz fría: «Explíqueme, pues, qué tiene que ver la estepa. De acuerdo con lo de la estopa, usted ha aclarado ya perfectamente la cuestión de la estopa. Pero ¿y la estepa? ¿Qué tiene que ver la estepa? Was hat die Steppe mit den Küken zu tun?». Yo me volví hacia el intérprete para pedirle ayuda, para suplicarle con los ojos que, por el amor de Dios, me librase de ese nuevo peligro, más grave aún, pero para mi horror vi que también Schiller empezaba a sudar, que tenía la frente húmeda de sudor y el rostro pálido; fue entonces cuando me entró el miedo, miré a mi alrededor y vi que todos me observaban con ojos severos, me supe perdido y me puse a repetir una, dos, tres veces que se trataba de un proverbio, de un dicho popular, de un simple juego de palabras. «De acuerdo», admitió el mayor Hanberger, «pero sigo sin entender qué tiene que ver la estepa con los polluelos.» Aquello comenzaba a irritarme, y le contesté en tono impaciente que, en Rusia, el ejército alemán era como un polluelo en la estepa. «De acuerdo», dijo el mayor Hanberger, «pero no entiendo qué tiene de extraño un polluelo en la estepa. En todas las aldeas de Ucrania hay gallinas y, por lo tanto, también polluelos, y no les he notado nada extraño. Son polluelos como los demás.» «No», contesté, «no son polluelos como los demás.» «¿No son polluelos como los demás?», preguntó el mayor Hanberger lanzándome una mirada llena de estupor. «En Alemania», dijo el general Von Schobert, «la avicultura ha alcanzado un nivel científico infinitamente superior al de la avicultura soviética. Por eso mismo es más que probable que los polluelos de la estepa sean de una calidad muy inferior a la de los polluelos alemanes.» Entonces el coronel Stark dibujó en un trozo de papel un corral modelo diseñado en Prusia Oriental; el mayor Hanberger citó numerosas estadísticas y así, poco a poco, la conversación derivó hacia una docta lección de avicultura científica en la que tomaron parte también el resto de los oficiales. Yo guardaba silencio, mientras me enjugaba el sudor que me resbalaba por la frente, y de vez en cuando el general Von Schobert, el coronel Stark y el mayor Hanberger se interrumpían para mirarme fijamente y decir que todavía no habían entendido qué tenían en común los soldados alemanes con los polluelos; los demás oficiales me miraban con profunda conmiseración, hasta que el general Von Schobert se puso en pie y dijo: «Schluss!», con lo que todos nos levantamos de la mesa y nos marchamos, dispersándonos por las calles de la aldea para irnos a dormir. La luz se alzaba redonda y amarilla en el cielo verdoso, y el intérprete, el teniente Schiller, me dijo, al desearme buenas noches: «Espero que haya aprendido a no hacerse el ocurrente con los alemanes». «Ach so!», le contesté y me fui a la cama cabizbajo. No conseguía conciliar el sueño, millones de grillos cantaban en la noche serena y me parecía oír a millones de polluelos piando en la estepa infinita. Cuando me dormí ya empezaban a cantar los gallos.
—C’est adorable! —exclamó Anne Marie batiendo palmas.
Todos se reían, pero el príncipe Otto von Bismarck me observaba con una mirada extraña.
—Vous avez beaucoup de talent —dijo— pour raconter des jolies histoires. Mais je n’aime pas vos poussins.
—Moi, je les adore! —dijo Anne Marie.
—A usted puedo confesarle la verdad —dije volviéndome hacia Otto von Bismarck—, en Italia los polluelos se crían en la estopa. Pero ésta es una verdad que no puede decirse. No olvidemos que estamos en guerra.
En ese momento Marcello del Drago se acercó a la mesa de los Von Bismarck.
—¿La guerra? —dijo—. ¿Todavía están hablando de la guerra? ¿Es que no saben hablar de otra cosa? La guerra está pasada de moda.
—Oui, en effet, elle est un peu démodée —dijo Georgette—, on ne la porte plus, cette année.
—Galeazzo me pide que te pregunte —dijo Marcello volviéndose hacia Anfuso— si hoy podrás pasar un momento por el ministerio.
—¿Cómo no? —respondió Anfuso en un tono irónico y ligeramente hostil—. Para eso me pagan.
—¿Va bien hacia las cinco?
—A las seis me iría mejor —contestó Anfuso.
—Entonces a las seis —dijo Marcello del Drago, e indicando con la cabeza a una mujer que estaba sentada en una mesa cercana a la de los Von Bismarck preguntó quién era.
—Comment? Vous ne connaissez pas Brigitte? —dijo Anne Marie—, c’est une grande amie à moi. Elle est jolie, n’est-ce pas?
—Ravissante —dijo Marcello del Drago, y mientras regresaba a la mesa de Galeazzo se volvió dos veces para mirar a Brigitte.
Entretanto, muchos de los presentes empezaron a levantarse y se alejaron por la hierba en dirección a los campos de golf. Nosotros nos quedamos sentados charlando y poco después vimos a Mario Pansa acompañar a Galeazzo a la mesa de Brigitte. Anne Marie comentó que Galeazzo estaba engordando.
—Durante la pasada guerra —dijo Anfuso— todos se adelgazaban; en ésta todos engordan. Desde luego, el mundo anda patas arriba. Ya no hay quien entienda nada.
Von Bismarck contestó (y no sabría decir si había ironía en sus palabras) que el embonpoint era un signo de salud moral.
—Europa —dijo— está segura de que ganará.
Yo dije que los pueblos estaban flacos, que bastaba con darse una vuelta por Europa para ver cómo habían enflaquecido.
—Y sin embargo —añadí—, los pueblos están seguros de que ganarán la guerra.
—¿Qué pueblos? —me preguntó Von Bismarck.
—Todos los pueblos —contesté—, incluido el alemán, naturalmente.
—Vous dites «naturellement» —dijo Von Bismarck con acento irónico.
—Los que están más flacos son los obreros —dije—. También los obreros alemanes, por supuesto; y sin embargo, los obreros son los que están más seguros de que ganarán la guerra.
—Vous croyez? —preguntó Von Bismarck con estupor.
El conde Ciano, de pie delante de Brigitte, le hablaba en voz alta, según su costumbre, girando la cabeza a un lado y a otro entre risas. Brigitte, sentada con los codos apoyados sobre la mesa y la cara entre las manos, lo miraba alzando sus preciosos ojos cargados de inocente malicia. Por fin se levantó y, junto con Galeazzo, salió al jardín y se puso a pasear en torno a la piscina hablando con languidez. El conde Ciano se movía con galantería, hablaba en voz alta y miraba a su alrededor enarcando las cejas en señal de orgullo y cordialidad. Todos observaban la escena e intercambiaban guiños de complicidad.
—Ça y est! —dijo Anne Marie.
—Brigitte est vraiment une femme charmante —dijo Von Bismarck.
—Galeazzo est très aimé des femmes—dijo Georgette.
—Aquí no queda ni una mujer que no haya tenido una historia con Galeazzo —dijo Anfuso.
—Alguna conozco —dijo Anne Marie— que ha sabido mantenerlo a raya.
—Sí, pero no está aquí —dijo Anfuso, y frunció el ceño.
—Qu’en savez-vous? —dijo Anne Marie con provocadora elegancia.
En ese momento Brigitte entró y se acercó a Anne Marie. Estaba contenta y reía con esa voz suya algo estentórea.
—Ándese con cuidado, Brigitte —dijo Anfuso—, el conde Ciano gana todas las guerras.
—Oh, je sais! —respondió Brigitte—. On m’a déjà avertie. Moi, au contraire, je perds toutes mes guerres. Mais je suis de guerre lasse, et Galeazzo ne m’intéresse pas.
—Vraiment? —dijo Anne Marie sonriendo incrédula.
Salimos también nosotros al jardín y nos dirigimos al primer tee caminando bajo el sol de otoño, que olía a miel y a flores marchitas. Los jugadores aparecían y desaparecían entre las ondulaciones del terreno, como nadadores en el vaivén de las olas. Se veían los hierros alzarse y brillar al sol, los jugadores elevaban los brazos al cielo con las manos juntas y por un instante permanecían en esa actitud de adoración, luego los hierros oscilaban y, describiendo una amplia curva en el aire verde y rosa, desaparecían y volvían a levantarse refulgentes; era como un ballet sobre un inmenso escenario, y el viento entonaba una dulce música entre la hierba. Las voces resonaban por el campo, voces verdes, amarillas, rojas, turquesas, que en la distancia adquirían una sonoridad elástica, mórbida, empañada. Un grupo de mujeres jóvenes estaban sentadas en la hierba intercambiando bromas y risas. Todas tenían la cara vuelta hacia Galeazzo, que paseaba a poca distancia con Blasco d’Ayeta, pasando revista al corrillo de jóvenes maliciosas e insinuantes, un bouquet formado por los rostros más bellos y los nombres más notables de Roma; camufladas entre ellas, aunque reconocibles por la manera de reír, el tono sonrosado de sus carnes, el brillo de los ojos, el carmín de los labios y sus maneras más francas y desenvueltas, se encontraban algunas de las mujeres más bellas de Florencia, Venecia y Lombardía. Algunas vestían de rojo, otras de azul, otras de un gris mortecino y aún otras con una tela del color de la piel desnuda. Algunas llevaban el cabello corto y ensortijado, y se regocijaban con su elegante frente de efebo y su boca pura, otras lucían trenzas sobre la nuca y otras un recogido sobre las sienes, pero todas sonreían y volvían el rostro hacia el calor del sol y el aire vivo; Marita se parecía a Alcibíades, Paola a la Fornarina, Lavinia a Amorrorisca, Bianca a Diana, Patricia a Selvaggia, Manuela a Fiammetta, Giorgina a Beatriz, Enrica a Laura. Había en sus frentes, en sus ojos, en sus labios, un aire de cortesanas y a la vez de inocencia. Una gloria corrompida resplandecía en sus rostros cándidos y rosados, en sus miradas húmedas que la sombra de las pestañas revestía de un pudor sensual.
Largas ráfagas de viento atravesaban el aire tibio y un sol orgulloso doraba los troncos de los pinos, las ruinas de los sepulcros de la via Appia, los ladrillos, las piedras y los fragmentos de mármol antiguo esparcidos entre las zarzas que delimitaban el campo. Sentados en torno a la piscina, los jóvenes anglómanos del palacio Chigi departían en inglés en voz demasiado alta, y algunas de sus palabras llegaban hasta nosotros perfumadas de Capstan y Craven Mixture. El fatigado sol del otoño arrojaba destellos dorados sobre el fairway, por el cual se paseaban las viejas princesas romanas, nées Smith, Brown, Samuel, las solemnes douairières apoyadas en bastones de puño de plata, las vieilles beautés de la generación dannunziana, distinguibles por su paso cadencioso, las bolsas negras bajo los ojos y las manos largas, blancas y esbeltas. Una muchacha con el cabello suelto perseguía gritando a un muchacho rubio vestido con plus fours. Era una escena viva, aunque ya algo agotada, ligeramente desenfocada y gastada en los márgenes, como una vieja estampilla de colores.
En un momento dado Galeazzo me vio y, dejando atrás a D’Ayeta, se acercó a mí y posó su mano sobre mi hombro. Hacía más de un año que no hablábamos y no sabía qué decirle.
—¿Cuándo has vuelto? —me preguntó con un ligero reproche en la voz—. ¿Por qué no has venido a verme?
Hablaba con confianza, con una especie de abandono, algo muy raro en él. Le contesté que había estado muy enfermo en Finlandia, y que todavía me sentía muy débil.
—Estoy muy cansado —añadí.
—¿Cansado? Querrás decir disgustado —replicó.
—Sí, disgustado con todo —respondí.
Se quedó mirándome, y al momento me dijo:
—Verás que pronto todo irá mejor.
—¿Mejor? Italia es un país muerto —contesté—. ¿Qué se puede hacer con un muerto? Lo único que se puede hacer es enterrarlo.
—Nunca se sabe —dijo.
—Puede que tengas razón —dije—. Nunca se sabe.
Lo conocía desde que éramos jóvenes, y siempre me había defendido frente a todo el mundo, sin que yo se lo pidiera. Me defendió en 1933 cuando me condenaron a cinco años, me defendió cuando me arrestaron en 1938, en 1939 y en 1940, me defendió ante Mussolini, ante Starace, ante Muti, ante Bocchini, ante Senise, ante Farinacci, y yo sentía por él una gratitud profunda y afectuosa, más allá de cualquier consideración política. Me daba pena, habría querido poder ayudarlo algún día. Quién sabe si algún día habría podido ayudarlo. Pero a esas alturas ya no había nada que hacer. Lo único que se podía hacer era enterrarlo. Estaba seguro de que, por lo menos, alguien lo enterraría. Con todos los amigos que tenía, era de esperar que por lo menos alguno lo enterrase.
—Cuidado con el viejo —le dije.
—Ya lo sé, me odia. Odia a todo el mundo. A veces me pregunto si está loco. ¿Crees que todavía podemos hacer algo?
—Ahora ya no. Es demasiado tarde. Debiste hacer algo en 1940, para impedir que arrastrara a Italia a esta vergonzosa guerra.
—¿En 1940? —dijo, y rió de una forma que no me gustó nada. Luego añadió—: La guerra podía haber salido bien.
Yo callaba. Galeazzo percibió el dolor y la hostilidad de mi silencio y dijo:
—No es culpa mía. Fue él quien quiso la guerra. ¿Qué podía hacer yo?
—Renunciar.
—¿Renunciar? ¿Y luego qué?
—¿Qué? Nada.
—No habría servido de nada —dijo.
—No habría servido de nada, pero debiste renunciar.
—Que debí renunciar… Cada vez que hablamos de esto me dices lo mismo, es lo único que sabes decir. ¡Que debí renunciar! ¿Y luego qué?
Galeazzo se apartó de mí con un movimiento improviso y se fue hacia el club a paso ligero. Se detuvo un momento ante la puerta, y entró.
Yo me quedé un rato más caminando por la hierba y luego entré también en el club. Galeazzo estaba sentado en el bar, entre Cyprienne y Brigitte, y en torno a él se sentaban Anne Marie, Paola, Marita, Georgette, Filippo Anfuso, Marcello del Drago, Bonarelli, Blasco d’Ayeta y una muchacha muy joven a la que yo no conocía. Galeazzo estaba explicándoles cómo había notificado la declaración de guerra a los embajadores de Francia e Inglaterra.
Cuando el embajador de Francia, François-Poncet, entró en su despacho del palacio Chigi, el conde Ciano lo recibió con la mayor cordialidad y acto seguido le dijo:
—Vous comprenez certainement, Monsieur l’Ambassadeur, pour quelle raison j’ai demandé à vous parler.
—Je ne suis pas très intelligent, d’habitude —respondió François-Poncet—, mais cette fois-ci je comprends.
Entonces el conde Ciano, de pie tras el escritorio, le leyó la fórmula oficial de la declaración de guerra:
—Au nom de Sa Majesté le Roi d’Italie, Empereur d’Éthiopie, etc.
François-Poncet se turbó y dijo:
—Alors, c’est la guerre.
—Oui.
El conde Ciano iba vestido con el uniforme de teniente coronel de la aviación. El embajador de Francia le preguntó:
—Et vous, qu’est-ce que vous allez faire? Vous allez jeter des bombes sur Paris?
—Je pense que oui. Je suis officier, et je ferai mon devoir.
—Ah! Tâchez au moins de ne pas vous faire tuer —le respondió François-Poncet—. Ça ne vaut pas la peine.
Dicho esto el embajador de Francia se conmovió y dijo unas palabras que Galeazzo no consideró oportuno repetir. A continuación, el conde Ciano y François-Poncet se despidieron con un apretón de manos.
—¿Puede saberse qué le dijo el embajador de Francia? —preguntó Anne Marie—. Me pica la curiosidad.
—Algo muy interesante —contestó Galeazzo—, pero que no puedo repetir.
—Apuesto a que te soltó alguna insolencia —dijo Marita—, ¡por eso no quieres repetirla!
Todos nos echamos a reír, y Galeazzo mucho más que los demás.
—Habría hecho muy bien en soltarme una insolencia —respondió Galeazzo—, pero en realidad no dijo nada ofensivo. Estaba muy conmovido.
Luego siguió narrando cómo fue acogida la declaración de guerra por parte del embajador de Inglaterra. Sir Percy Lorraine entró y enseguida le preguntó por qué motivo lo había convocado ante su presencia. El conde Ciano le leyó la fórmula de la declaración de guerra: «Au nom de Sa Majesté le Roi d’Italie, Empereur d’Éthiopie, etc.».
Sir Percy Lorraine escuchó con atención, sin perderse ni una sola sílaba, y luego le preguntó con frialdad:
—¿Es ésta la fórmula exacta de la declaración de guerra?
El conde Ciano no pudo disimular su sorpresa.
—Sí, es la fórmula exacta.
—Ah! —exclamó sir Percy Lorraine—. May I have a pencil?
—Yes, certainly —dijo el conde Ciano acercándole un lápiz y una hoja de papel con el membrete del Real Ministerio de Exteriores.
El embajador de Inglaterra arrancó con cuidado el membrete, doblando la hoja con la ayuda de un abrecartas, observó la punta del lápiz y le dijo al conde Ciano:
—¿Sería tan amable de dictarme lo que acaba de leerme?
—Con mucho gusto —respondió el conde Ciano, que no salía de su estupor.
Y le releyó despacio, palabra por palabra, la declaración de guerra. Cuando hubo terminado de dictar, sir Percy Lorraine, que durante el dictado había permanecido impasible inclinado sobre la hoja de papel, se levantó, le estrechó la mano al conde Ciano y se fue hacia la puerta. Ya en umbral, se detuvo un momento y, después, sin darse la vuelta, salió.
—Vous avez oublié quelque chose, dans votre récit —dijo Anne Marie von Bismarck con su leve acento sueco.
Galeazzo miró a Anne Marie con sorpresa y un poco turbado.
—Je n’ai rien oublié —dijo.
—Oh, sí, te has olvidado de algo —dijo Filippo Anfuso.
—Te has olvidado de contarnos —dije— que sir Percy Lorraine, al llegar al umbral, se dio media vuelta y dijo: «Usted cree que la guerra será fácil y breve. Vous vous trompez. Va a ser una guerra muy larga y muy difícil. Au revoir».
—Ah! Vous aussi vous le saviez? —dijo Anne Marie.
—¿Y tú cómo sabes eso? —me preguntó Galeazzo visiblemente molesto.
—Me lo explicó el conde De Foxá, el ministro de España en Helsinki. Pero lo sabe todo el mundo. Es un secreto a la italiana.
—Je l’ai entendu raconter pour la première fois à Stockholm —puntualizó Anne Marie—. Tout le monde le savait, à Stockholm.
Galeazzo sonreía, no sé si por irritación o por vergüenza. Todos lo miraban riendo, y Marita le gritó:
—Take it easy, Galeazzo.
Las mujeres se reían burlándose de él y aunque también Galeazzo se esforzaba en reír, había algo en su risa que sonaba falso, algo en su interior se había resquebrajado.
—Tenía razón François-Poncet —dijo Patricia—, ça ne vaut pas la peine.
—Oh non, vraiment, ça ne vaut pas la peine de mourir —dijo Georgette.
—Nadie quiere morir —dijo Patricia.
Galeazzo, irritado y turbado, arrugaba el entrecejo. La conversación se ensañaba ahora con algunos de los colaboradores del conde Ciano. Las jóvenes se mofaban del ministro V., quien a su regreso de Suramérica había acampado en el club de golf para estar siempre cerca de Galeazzo, con la esperanza de que éste no lo perdiera de vista y se olvidara de él.
—Il joue au golf même dans l’antichambre du palais Chigi —dijo Cyprienne.
Patricia se puso a hablar de Alfieri, y todas gritaron que para Italia era un auténtico privilegio contar con un embajador como Dino Alfieri.
—¡Es tan guapo! —decían.
Corría por entonces por toda Italia un rumor que al cabo resultó ser la invención de algún bromista: se decía que un oficial de aviación alemán, tras sorprender a Alfieri con su esposa, le había golpeado en la cara con una fusta.
—¡Quiera el cielo —dijo Patricia— que no se la haya deformado!
Anne Marie le preguntó a Galeazzo si era verdad, como todos creían, que había enviado a Alfieri como embajador a Berlín porque tenía celos de él. Todos rieron, también Galeazzo, aunque se notaba que estaba molesto.
—¿Celoso yo? —dijo—. Eso es cosa de Goebbels, él es el que está celoso de Alfieri, por eso quiere que lo haga volver Italia.
—¡Oh, Galeazzo! Déjalo donde está —dijo Marita sin malicia—, ¡hace tanta falta en Berlín!
Y todos se echaron a reír. Luego empezaron a hablar de Filippo Anfuso y de sus amores húngaros.
—En Budapest —dijo Filippo— las mujeres no quieren saber nada de mí. Las húngaras son morenas y se vuelven locas por los rubios.
Entonces Georgette se volvió hacia Galeazzo y le preguntó que por qué no mandaba un ministro rubio a Budapest.
—¿Rubio? ¿Es que hay algún rubio en el cuerpo? —preguntó Galeazzo, y se puso a contar con los dedos a los rubios del cuerpo diplomático.
—Renato Prunas —sugirió una.
—Guglielmo Rulli —apuntó otra.
Pero Galeazzo no soportaba a Rulli y no perdía nunca la ocasión de desacreditarlo.
—No, Rulli no —dijo frunciendo la frente.
—Yo soy rubio —dijo Blasco d’Ayeta.
—Sí, Blasco, Blasco, manda a Blasco a Budapest —gritaron todas.
—¿Y por qué no? —dijo Galeazzo.
Pero Anfuso, al que la broma no le hacía ninguna gracia, y sabiendo cómo funcionaban las promociones y los nombramientos de ministros en el palacio Chigi, se giró hacia Blasco d’Ayeta sonriendo y le dijo en tono agresivo:
—Tú siempre dispuesto a robarme el puesto —aludiendo al hecho de que Blasco lo había sustituido como jefe de gabinete del conde Ciano.
Entretanto, las mujeres se habían puesto a protestar porque Alberto todavía no había sido ascendido a consejero, porque Buby no había logrado entrar en el gabinete, porque Ghigi había sido trasladado a Atenas a pesar de su éxito en Bucarest y porque Galeazzo no se decidía a nombrar a Cesarino como ministro en Copenhague en lugar de Sapuppo, «que lleva allí tanto tiempo, aun cuando nadie se explica muy bien qué hace en Dinamarca», según dijo Patricia.
—Quiero contaros —dijo Galeazzo— cómo encajó el ministro Sapuppo la noticia de la invasión alemana de Dinamarca. Sapuppo juraba y perjuraba que los alemanes nunca cometerían la estupidez de invadir Dinamarca. Virgilio Lilli juraba y perjuraba lo contrario. El ministro Sapuppo le decía: «Claro que no, querido Lilli, ¿qué quiere que hagan los alemanes en Dinamarca?». Y Lilli respondía: «¿Y a usted qué le importa lo que hagan en Dinamarca? A usted lo que le importa es saber si vendrán o no». «No vendrán», decía Sapuppo. «Vendrán», decía Lilli. «Querido Lilli», decía Sapuppo, «¿acaso cree estar mejor informado que yo?» Virgilio Lilli vivía en el hotel Britannia. Todas las mañanas sin falta, a las ocho en punto, un viejo camarero de cabello cano y rostro rosado enmarcado por unas patillas largas al estilo antiguo entraba en su habitación vestido con una librea turquesa con botones de oro para llevarle la bandeja del té, colocaba la bandeja sobre una mesita cercana a la cama e inclinándose le decía: «Voilà votre thé, comme d’habitude». La escena venía repitiéndose cada mañana a las ocho en punto desde hacía veinte días y concluía siempre con la misma frase: «Voilà votre thé, comme d’habitude». Una mañana el viejo camarero entró, como de costumbre, a las ocho e, inclinándose, dijo con la habitual inflexión de su voz: «Voilà votre thé, comme d’habitude. Les Allemands son arrivés». Virgilio Lilli se incorporó de un salto en la cama y telefoneó al ministro Sapuppo para anunciarle que durante la noche los alemanes habían entrado en Copenhague.
La historia de Sapuppo y Lilli hizo las delicias de los presentes, y Galeazzo, que reía como el que más, parecía recuperado de su turbación y su incomodidad. De Sapuppo la conversación derivó hacia la guerra, y Marita dijo:
—¡Menuda lata!
Sus compañeras protestaban porque en el Quirinetta habían dejado de poner películas americanas y porque en toda Roma era imposible encontrar ni una gota de whisky ni un paquete de cigarrillos americanos o ingleses, y Patricia dijo que, con la guerra, la única alternativa que les quedaba a los hombres era combatir si aún tenían tiempo y ganas («Ganas no nos faltan —dijo Marcello del Drago—, lo que nos falta es el tiempo»), y a las mujeres, esperar la llegada de los ingleses y los americanos y sus victoriosos regimientos de Camel, Lucky Strike y Gold Flake.
—A whole of a lot of Camel —dijo Marita con su slang del New Yorker, y todos se pusieron a hablar en inglés con ese acento indefinible a medio camino entre el acento de Oxford y el del Harper’s Bazar.
De pronto, una mosca entró por la ventana, y luego otra, y luego otras diez, y otras veinte, cien, mil, hasta que en pocos instantes el bar se vio invadido por una nube de moscas. Era la hora de las moscas. Cada día a cierta hora, distinta en función de las estaciones, un ruidoso enjambre de moscas toma el club de golf Acquasanta. Los jugadores hacen girar los hierros en el aire para librarse de ese torbellino de brillantes alas negras, los caddies dejan caer las bolsas sobre la hierba y agitan las manos a ambos lados de la cara, y las viejas princesas romanas nées Smith, Brown, Samuel, las solemnes douairières, las vieilles beautés dannunzianas que pasean por el fairway, huyen sacudiendo las manos y sus bastones de puño de plata.
—¡Las moscas! —gritó Marita poniéndose en pie de un brinco, y como todos se echaran a reír dijo—: Puede que sea ridícula, pero me dan miedo las moscas.
—Marita tiene razón —dijo Filippo Anfuso—, las moscas traen infortunio.
Las palabras de Filippo fueron acogidas con un estallido de carcajadas, y Georgette observó que todos los años se abate sobre Roma un nuevo flagelo: un año la invaden los ratones, al otro las ranas, al otro los escarabajos.
—Desde que empezó la guerra —dijo—, han aparecido las moscas.
—El golf Acquasanta es famoso por las moscas —dijo Blasco d’Ayeta—. Somos el hazmerreír de Montorfano y el Ugolino.
—Yo no le encuentro la gracia —dijo Marita—. Como siga la guerra, las moscas acabarán por devorarnos.
—Es el fin que nos merecemos —dijo Galeazzo poniéndose en pie, y tras tomar del brazo a Cyprienne se fue hacia la puerta seguido por los demás.
Al pasar por mi lado me miró, pareció acordarse de algo y, soltando el brazo de Cyprienne, posó una mano sobre mi hombro sin dejar de caminar, como si tirara de mí. Salimos al jardín. Paseamos de un lado para otro en silencio, hasta que de repente, como si continuara en voz alta un pensamiento engorroso, me dijo:
—¿Recuerdas lo que dijiste un día, hablando de Edda? Yo me enfadé contigo y no te dejé continuar. Pero tenías razón. Edda es mi verdadera enemiga. No se da cuenta ni es culpa suya, o sí, no lo sé, ni siquiera me lo pregunto, pero tengo la impresión de que Edda representa un peligro para mí y de que debo guardarme de ella como del enemigo. Si algún día Edda se distanciase de mí, si hubiera algo más en su vida, algo serio, estaría perdido. Ya sabes que su padre la adora y que nunca me perjudicaría sabiendo que podría darle un disgusto; sin embargo, sigue esperando el momento oportuno. Todo depende de Edda. Más de una vez he intentado hacerle entender que ciertas actitudes suyas suponen un peligro para mí. Puede que lo que hace no tenga nada de malo, ni lo sé ni quiero saberlo. El problema es que con Edda no se puede hablar. Es una mujer dura, extraña. Uno no sabe nunca qué esperar de ella. A veces me da miedo.
Hablaba a rachas, con esa voz suya algo ronca, ligeramente desafinada, y mientras tanto se espantaba las moscas de la cara con un gesto monótono de su mano blanca y rechoncha. Las moscas zumbaban en torno a nosotros con rabia e insistencia, y de vez en cuando llegaba desde un tee lejano el impacto blando y tenue de un driver contra la pelota.
—No sé quién se dedica a difundir esos estúpidos rumores acerca de Edda y sus intenciones de anular nuestro matrimonio para casarse con no sé quién. Ah, dichosas moscas —exclamó con ademán de impaciencia, y al momento añadió—: No son más que habladurías. Edda no haría nunca algo así. Por desgracia su padre empieza a recelar. Ya verás como dentro de nada me echan del ministerio. ¿Sabes lo que pienso? Que yo seré siempre Galeazzo Ciano, aunque deje de ser ministro. Si Mussolini me despide, mi situación moral y política no podrá más que verse beneficiada. Tú sabes cómo son los italianos: olvidarán mis errores y equivocaciones y verán en mí únicamente a una víctima.
—¿Una víctima? —dije.
—¿Crees que el pueblo italiano no sabe quién es el responsable de todo esto, el único responsable? ¿Crees que no sabe distinguir entre Mussolini y yo? ¿Que no sabe que me opuse a la guerra, que hice todo lo que…?
—El pueblo italiano —dije— no sabe nada, no quiere saber nada y ya no cree nada. Tú y los demás debisteis hacer algo para impedir esta guerra en 1940. Debisteis hacer algo, arriesgar un poco, ése era el momento de vender caro el pellejo. Ahora vuestros pellejos no valen nada. Lo que pasa es que os gustaba demasiado el poder, ésa es la verdad. Y los italianos lo saben.
—¿Crees que si renunciase ahora…?
—Ahora ya es demasiado tarde. Os hundiréis todos con él.
—¿Qué debo hacer entonces? —preguntó Galeazzo con voz estridente y llena de impaciencia—. ¿Qué esperáis de mí? ¿Que deje que él me arroje como un trapo sucio cuando le venga en gana? ¿Que me resigne a hundirme con él? Yo no quiero morir.
—¿Morir? Ça ne vaut pas la peine —respondí, repitiendo las palabras del embajador de Francia, François-Poncet.
—Exactamente, ça ne vaut pas la peine —dijo Galeazzo—. Además, ¿morir para qué? Los italianos son buena gente, no le desean la muerte a nadie.
—Te equivocas —repliqué—, los italianos ya no son lo que eran. Con mucho gusto os verían morir, a ti y a él. A ti, a él y a todos los demás.
—¿Y de qué serviría nuestra muerte? —dijo.
—De nada. No serviría de nada.
Galeazzo no dijo nada. Estaba pálido y tenía la frente bañada en sudor. En ese momento una muchacha atravesó el prado en dirección a un grupo de jugadores que regresaban al club haciendo oscilar el putter entre las manos.
—¡Qué chica tan guapa! —exclamó Galeazzo—. Ya te gustaría a ti, ¿eh? —dijo dándome un leve codazo en el costado.