II

PATRIACABALLO

Después de la transparencia espectral del interminable día estivo, sin alba y sin ocaso, la luz empezaba a perder su juventud, el rostro del día se cubría de arrugas y, poco a poco, el atardecer acentuaba las primeras sombras, todavía tenues y luminosas. Los árboles, las piedras, las casas, las nubes se deshacían despacio en el dulce paisaje otoñal, semejante a los paisajes de Elias Martin, realzados y endulzados por el presagio de la noche.

De pronto oí relinchar a los caballos del Tivoli. Entonces le dije al príncipe Eugenio:

—Es la voz de la yegua muerta de Aleksandrovka, en Ucrania, la voz de la yegua muerta.

Caía la noche, y los disparos de los milicianos horadaban la inmensa bandera roja del ocaso, que ondeaba al fondo del horizonte, entre el viento lleno de polvo. Me encontraba a pocas millas de Nemirovskoie, en las proximidades de Balta, en Ucrania. Era el verano de 1941. Mi intención era llegar a Nemirovskoie para pernoctar en lugar seguro. Sin embargo, estaba ya oscuro y decidí parar en una aldea abandonada, al fondo de uno de los valles que atraviesan de norte a sur la inmensa llanura entre el Dniéster y el Dniéper.

La aldea se llamaba Aleksandrovka. Todas las aldeas rusas se parecen, incluso en el nombre. En la región de Balta hay muchas aldeas que tienen por nombre Aleksandrovka. Hay una al oeste de Gederimova, en la carretera de Odessa, por donde pasa el ferrocarril eléctrico; otra unas nueve millas al norte de Gederimova. La que yo había elegido para pasar la noche se encontraba cerca de Nemirovskoie, a orillas del río Kodima.

Dejé el coche, un viejo Ford, a un lado del camino, contra la empalizada que rodeaba el huerto de una casa de aspecto señorial. Junto a la cancela de madera de la empalizada había tendida una carroña de caballo. Me detuve a observarla un momento: era una yegua magnífica, de pelaje alazán oscuro y larga crin rubia. Yacía acostada sobre el flanco, con las patas traseras hundidas en un charco. Empujé la cancela, crucé el huerto y apoyé la mano sobre la puerta, que se abrió con un chirrido. La casa estaba abandonada; por el suelo de las habitaciones había esparcidos papeles, paja, periódicos y ropa. Los cajones de los muebles estaban desencajados y los armarios, abiertos de par en par. Desde luego, aquélla no era la casa de un campesino; tal vez la de un judío. El colchón del cuarto en el que decidí echarme estaba destripado. Los cristales de la ventana permanecían intactos. Hacía calor. «La tormenta», pensé mientras cerraba la ventana.

Los ojos negros de los girasoles, con sus largas pestañas doradas, brillaban en el huerto bajo la luz incierta de la noche sobrevenida. Me observaban atónitos, meciendo la cabeza al viento, húmedo ya de lluvia lejana. Por el camino pasaban soldados de la caballería rumana, que volvían del abrevadero conduciendo por el ronzal a sus hermosos caballos de flancos llenos y crines doradas. Entre las sombras, sus uniformes de color terroso parecían manchas amarillentas, lo que les daba cierto aspecto de gigantescos insectos enviscados en el aire denso y viscoso de la tormenta inminente. Tras ellos, los caballos bayos levantaban una nube de polvo.

Me quedaba todavía algo de pan y queso en la mochila, así que me puse a comer mientras caminaba de un lado a otro por la habitación. Me había quitado las botas y caminaba con los pies descalzos por el suelo de tierra batida, surcado por columnas de grandes hormigas negras. Notaba cómo las hormigas trepaban por mis pies, penetraban entre los dedos y subían a explorar el tobillo. Estaba muerto de cansancio, no podía ni masticar de tanto como me pesaban las mandíbulas y de lo mucho que me dolían los dientes a causa de la fatiga. Por fin me eché en la cama, cerré los ojos, pero no conseguía conciliar el sueño. De vez en cuando un disparo cercano, lejano, horadaba la noche; eran los disparos de los milicianos, escondidos en los trigales y campos de girasoles que cubren por entero la inmensa llanura ucraniana en dirección a Kiev y a Odessa. Y a medida que la noche se hacía más densa, un olor a carroña de caballo se fundía con el olor de la hierba y los girasoles. No podía dormir. Estaba tendido sobre la cama con los ojos cerrados, y no conseguía conciliar el sueño de tanto que me dolían los huesos a causa de la fatiga.

De pronto, el olor de la yegua muerta entró en el cuarto y se detuvo en el umbral. Noté que el olor me miraba. «Es la yegua muerta», pensé en el duermevela. El aire pesaba como una manta de lana, la tormenta gravitaba con todo su peso sobre los árboles, los trigales y el polvo del camino. Por momentos llegaba el murmullo del río, como un crujido de pies descalzos sobre la hierba. Era una noche negra, densa y viscosa como miel negra. «Es la yegua muerta», pensé.

Desde los campos llegaba un chirrido de carros, de esas cărute rumanas y ucranianas de cuatro ruedas, tiradas por jamelgos flacos y peludos, que siguen a los ejércitos cargadas de municiones, ropa y armas por los interminables caminos de Ucrania. Desde los campos llegaba el chirrido de los carros. Tuve la impresión de que la yegua muerta se había arrastrado hasta la puerta del cuarto y me observaba desde el umbral. Estaba muerto de cansancio, estaba completamente enviscado en el sueño, no lograba aclarar mis ideas, era como si la oscuridad, el calor y el olor a carroña llenasen el cuarto con un fango negro y viscoso en el que me debatía cada vez con menos fuerzas, hundiéndome despacio. Entonces, a saber cómo, pensé que quizá la yegua no estaba muerta del todo, sino tan sólo herida; que aunque el contorno de la herida estuviera pudriéndose y toda ella en proceso de descomposición, aun así, estaba viva; como los prisioneros que los tártaros atan a los cadáveres, abdomen con abdomen, cara con cara, boca con boca, hasta que el muerto se come al vivo. Y a pesar de todo, el olor a carroña seguía allí, en la puerta, y me miraba.

En un momento determinado sentí que se acercaba, que se aproximaba lentamente a mi cama.

—¡Fuera! ¡Fuera! —le grité en rumano—. Merge! Merge!

Luego se me ocurrió que tal vez la yegua muerta no fuera rumana, sino rusa, y grité:

—Poshol! Poshol!

El olor se detuvo, pero al cabo de un instante siguió avanzando despacio hacia mi cama. Entonces tuve miedo, eché mano de la pistola que tenía guardada bajo el colchón, me incorporé sobre la cama y oprimí el botón de mi linterna eléctrica.

El cuarto estaba vacío; la puerta, desierta. Salté de la cama, me acerqué a la puerta descalzo y me asomé al umbral. La noche estaba vacía. Salí al huerto. Los girasoles crujían suavemente bajo el viento, la tormenta se cernía sobre el horizonte, como un enorme pulmón negro al que le costase respirar. Inflado, vacío, como un pulmón enorme. Vi el cielo dilatarse y encogerse, vi cómo respiraba, destellos sulfúreos cortaban al bies el enorme pulmón, iluminando por un instante la enramada de las venas y los bronquios. Empujé la cancela de madera y salí afuera. La carroña yacía tendida en el charco, con la cabeza recostada en el margen polvoriento del camino. Tenía el vientre hinchado, lacerado por todas partes. El ojo, abierto, relucía húmedo y redondo. La rubia crin llena de polvo, embadurnada de costras de sangre y barro, se levantaba rígida sobre el cuello, como las crines equinas de los yelmos de los guerreros antiguos. Me senté al borde del camino y apoyé la espalda contra la empalizada. Un pájaro negro alzó el vuelo lento y silencioso. Dentro de poco lloverá. Invisibles ráfagas recorrían el cielo, nubes de polvo cruzaban el camino con un silbido ligero y prolongado, los granos de polvo me horadaban la cara, los párpados, me corrían por el pelo como hormigas. Dentro de poco lloverá. Volví a entrar en la casa y me eché en la cama. Me dolían los brazos y las piernas, estaba empapado en sudor. De pronto me quedé dormido.

Y en ésas, el olor a carroña se acercó de nuevo y se detuvo en la puerta. No estaba del todo despierto, pero tenía los ojos abiertos y sentía que el olor me miraba. Era un hedor blando y grasiento, un olor blando y viscoso, profundo, un olor amarillo manchado de verde. Abrí los ojos, estaba amaneciendo. Una telaraña de luz incierta, blancuzca, cruzaba el cuarto, y los objetos salían poco a poco de la penumbra con una lentitud que parecía deformarlos, alargándolos como si fueran objetos extraídos del cuello de una botella. Entre la puerta y la ventana, apoyado contra el muro, había un armario; las perchas colgaban vacías; el viento movía las cortinas de la ventana; por el suelo de tierra batida había esparcidos montones de papeles, ropa y colillas de cigarrillo, y los papeles crujían al viento.

De pronto entró el olor y en el umbral apareció un potro. Era flaco y peludo. Desprendía un hedor rancio a carroña de caballo. Me miraba con fijeza, y bufaba. Se acercó a la cama, alargó el cuello y se puso a olisquearme. Apestaba de una forma tremenda. Cuando hice el ademán de bajar las piernas de la cama, se dio la vuelta de improviso y, tras golpearse con el lado del armario, huyó relinchando de miedo. Me calcé las botas y salí afuera. El potro estaba tendido junto a la yegua muerta. Me miraba con fijeza.

—Ascultă! —le grité a un soldado rumano que pasaba cargando un cubo de agua. Le pedí que cuidara del potro.

—Es el hijo de la yegua muerta —dijo el soldado.

—Sí —dije—, es el hijo de la yegua muerta.

El potro me miraba con fijeza, refregando el dorso contra el flanco de la carroña. El soldado se acercó al potro y se puso a acariciarle el cuello.

—Hay que alejarlo de la madre, acabará pudriéndose él también si se queda aquí. Será el amuleto de tu escuadrón —dije.

—Sí —dijo el soldado—, sí, pobre animal. Le traerá fortuna al escuadrón.

Y diciendo esto se desabrochó el cinturón de los pantalones, lo ciñó al cuello del potro, que al principio no quiso alzarse hasta que por fin se levantó de un brinco, coceando, torciendo el cuello en la dirección de la madre muerta y relinchando, se puso en marcha hacia el campamento, en el bosque, y se lo llevó consigo. Por un momento le seguí con la mirada, luego abrí la puerta del coche y encendí el motor. Me olvidaba de la mochila. Volví a la casa, recogí la mochila y, tras dar un puntapié a la puerta, subí al coche y me puse en camino hacia Nemirovskoie.

El río brillaba de una forma extraña bajo la luz blancuzca del alba. El cielo estaba oscuro, parecía un cielo invernal. El viento soplaba por encima del río, nubes de polvo corrían bajas por el horizonte, densas y rojizas, como nubes salidas de un incendio. En los cañizares de las riberas, las aves acuáticas cantaban con voz áspera, bandadas de patos silvestres alzaban el vuelo, batiendo lentamente las alas a un dedo del agua entre los juncales estremecidos por las primeras brisas de la mañana. Y en todas partes pesaba el olor a rancio, a materia en descomposición.

Cada cierto tiempo me encontraba con largas filas de carretas militares rumanas. Los soldados caminaban por delante de sus caballos, charlando entre ellos en voz alta y riendo, o dormían echados sobre los sacos de pan, las cajas de cartuchos o los montones de zapas y palas. Y por todas partes se percibía ese olor a rancio. De vez en cuando, a lo largo de las riberas, sobre los bancos de arena que emergían en medio del río, se veían ondear las cañas y los juncos, como si un animal salvaje se hubiese refugiado en ellos al ver acercarse a los hombres. Entonces los soldados gritaban «¡Los ratones! ¡Los ratones!», tomaban los fusiles de los varales de las carretas, o se los descolgaban del hombro, y disparaban contra los cañizares, de donde salían mujeres, muchachas desgreñadas, hombres en bata y muchachos que tropezaban, caían y volvían a levantarse. Eran judíos de las aldeas vecinas, que se habían refugiado entre las cañas y los juncos.

En cierto momento, en un terreno pantanoso entre la carretera y el río, apareció un carro de combate soviético volcado. El cañón sobresalía de la torreta, cuya escotilla, retorcida por el estallido de algún proyectil, estaba abierta; dentro podía verse un brazo asomando entre el fango que había penetrado en el interior del vehículo. Era la carroña de un carro de combate. Apestaba a aceite y gasolina, a pintura quemada, a hierro incendiado. Era un olor extraño. Un olor nuevo. El olor nuevo de aquella nueva guerra. Aquella carroña de tanque despertaba piedad en mí, pero una piedad muy distinta de la que suscita la imagen de un caballo muerto. Era una máquina muerta. Una máquina en descomposición. Empezaba a apestar. Era una carroña de hierro volcada en el fango.

Paré, descendí hasta la orilla del marjal y me acerqué al tanque. Aferré el brazo del tripulante e intenté sacarlo de allí. Estaba atrapado en el fango; solo me sería difícil sacarlo, pero por fin noté que comenzaba a ceder y, poco a poco, vi despuntar una cabeza entre el fango. Le pasé la mano por la cara, raspé con las uñas la máscara de cieno y bajo la palma de mi mano apareció un rostro menudo, gris, de cejas y ojos negros. Era un tártaro, un tripulante tártaro. Seguí tirando para sacar todo el cuerpo del carro, pero pronto no tuve más remedio que ceder a la fatiga: el fango había podido más que yo. Entonces me alejé, subí de nuevo al coche y proseguí la marcha en dirección a una nube de humo que se levantaba al fondo de la llanura, en la linde de un gran bosque azul.

A medida que el sol salía por el verde horizonte, el grito ronco de los pájaros se hacía cada vez más agudo, más vivo. El sol caía como un martillo sobre la plancha de hierro de la laguna. Un bramido corría por encima de las aguas, y un sonido prolongado, una suerte de vibración metálica, se propagaba por la superficie de los marjales como el sonido del violín resbalando por la piel del brazo del violinista, casi como un escalofrío. A ambos lados de la carretera, diseminadas por los trigales, se veían máquinas volcadas, camiones abandonados retorcidos a causa de las explosiones. Sin embargo, ni un hombre, nada vivo, ni siquiera un cadáver, ni siquiera una carroña de caballo. En millas y más millas a la redonda, no había más que hierro muerto. Carroñas de máquinas, cientos y cientos de miserables carroñas de hierro. El olor del hierro putrefacto se extendía por los campos y las lagunas. En el centro de un marjal, entre el fango, sobresalía el fuselaje de un aeroplano. La cruz alemana podía distinguirse con toda claridad, era un Messerschmitt. El olor a acero putrefacto era más fuerte que el olor de los hombres, de los caballos (ese olor de la guerra antigua); hasta el olor del trigo y el penetrante y dulce de los girasoles se desvanecían ante el acre hedor del hierro incendiado, del acero en descomposición, de las máquinas muertas. Las nubes de polvo que el viento levantaba en los confines de la inmensa llanura no transportaban el olor de ninguna sustancia orgánica, sino un olor a limadura de hierro, y según iba adentrándome en el corazón de la llanura y acercándome a Nemirovskoie, el olor a hierro y gasolina se intensificaba en el aire polvoriento, era como si incluso la hierba tuviera ese olor vago, poderoso y embriagador de la gasolina, como si el olor de los hombres y los animales, y el de las plantas, la hierba y el fango, hubiesen sido vencidos por ese olor a gasolina y a hierro incendiado.

A pocas millas de Nemirovskoie tuve que detenerme. Un Feldgendarm alemán con una reluciente placa de latón colgando de una cadenita que recordaba a la de ciertas órdenes caballerescas me mandó parar. Verboten. Imposible seguir. Nein, nein, nein. Tomé por una vía transversal, una especie de camino de carros; quería llegar lo más cerca posible de Nemirovskoie, quería ver la «bolsa» rusa que se había interpuesto en el camino de los alemanes y a la que éstos atacaban ahora desde todos los flancos. Los campos, los canales, las aldeas, las granjas colectivas y los koljoses estaban llenos de tropas alemanas. Por todas partes verboten. Por todas partes zurück. Hacia el atardecer decidí dar media vuelta. Era inútil perder el tiempo intentando cruzar. Mejor dar media vuelta en dirección a Balta y buscar la manera de ir hacia el norte, hacia Kiev.

Me puse de nuevo en camino y tras un largo trecho de carretera me detuve a comer un poco de mi pan seco y mi queso en una aldea abandonada. El fuego había destruido la mayor parte de las casas. Un cañón tronaba a mi espalda, al suroeste. Justo a mi espalda. En la fachada de una de las casas había pintada una gran enseña, con la hoz y el martillo. Entré, era una oficina soviética. En una de las paredes había pegado un enorme retrato de Stalin. Un soldado rumano había escrito a lápiz bajo el retrato: «Aiurea!», que significa: «¡Anda ya!». Stalin aparecía representado de pie sobre una elevación de terreno, ante un fondo de tanques y chimeneas y bajo un cielo surcado de aeroplanos en formación. A la derecha, envuelta en una nube roja, se alzaba una inmensa planta metalúrgica y una maraña de grúas, puentes de acero, chimeneas descomunales y grandes ruedas dentadas. En la parte inferior, impreso en grandes letras, se leía: «La industria pesada de la URSS prepara las armas del Ejército Rojo». Y debajo, en rumano, alguien había escrito a lápiz: «Aiurea!», que significa: «¡Anda ya!».

Me senté frente a una mesa repleta de papeles, hasta el suelo estaba lleno de papeles, ropa, libros y opúsculos de propaganda. Pensaba en la yegua muerta tendida frente a la casa donde había pasado la noche, en la aldea de Aleksandrovka, en la pobre carroña solitaria de la yegua, caída en el margen del camino en medio de una multitud de máquinas muertas, de carroñas de acero. Pensaba en el pobre hedor solitario de la yegua muerta, vencido por el olor del hierro incendiado, la gasolina, el acero putrefacto, el olor nuevo de aquella nueva guerra de máquinas. Pensaba en los soldados de Guerra y paz, en los caminos de Rusia, sembrados de cadáveres rusos y franceses y de carroñas de caballo. Pensaba en ese olor de hombres muertos, de animales muertos; en los soldados de Guerra y paz, abandonados aún con vida a un lado del camino, a merced del pico rapaz de los cuervos. Pensaba en los caballeros tártaros, en los caballeros de Amur, armados con arco y flechas, a los que los soldados de Napoleón llamaban les Amours, en esos infatigables, velocísimos y terribles caballeros tártaros que surgían de los bosques para flagelar la retaguardia enemiga, en esa antigua y noble raza de caballeros que nacían y vivían con los caballos, que se alimentaban a base de carne de caballo y leche de yegua, que se vestían con piel equina, dormían bajo tiendas de cuero de caballo y se hacían enterrar montados sobre sus sillas en fosas profundas, a lomos de sus caballos.

Pensaba en los tártaros del Ejército Rojo, que son los mejores mecánicos de la URSS, los más audaces en su trabajo, los mejores udárniki y stajánovtsi, la punta de lanza de los «escuadrones de asalto» de la industria pesada soviética. Pensaba en los tártaros del Ejército Rojo, que son los mejores pilotos de carros de combate y los mejores mecánicos de las divisiones acorazadas y de la aviación. Pensaba en los jóvenes tártaros a quienes los tres planes quinquenales han transformado de caballeros en operarios mecánicos, de pastores de caballos en udárniki de las plantas metalúrgicas de Stalingrado, Jarkov y Magnitogorsk. «Aiurea!», que significa «¡anda ya!», ponía en rumano, escrito a lápiz, debajo del retrato de Stalin.

Sin duda había sido algún campesino rumano el que había escrito «Aiurea!», algún pobre campesino que en su vida había visto de cerca una máquina, ni desenroscado un tornillo ni desmontado un motor. Algún pobre campesino rumano al que el mariscal Antonescu, el Perro Rojo, como lo llamaban sus oficiales, había arrastrado por la fuerza a aquella guerra de campesinos contra el inmenso ejército de obreros de la URSS.

Entonces me acerqué al retrato de Stalin y empecé a arrancar el borde del cartel donde ponía «Aiurea!». En ese momento oí rumor de pasos en el patio. Me asomé a la puerta: era un grupo de soldados rumanos que me preguntaron la hora.

—Las seis —respondí.

—Mulţumesc —dijeron, que significa «gracias», y me invitaron a tomar con ellos una taza de té.

—Mulţumesc —dije, y les seguí por la aldea.

Tras caminar un poco llegamos a una casa medio derruida, donde otros cinco o seis soldados me recibieron con amabilidad, me invitaron a sentarme y me ofrecieron una escudilla con ciorbă de pui, que es sopa de pollo, y una taza de té.

—Mulţumesc —dije.

Entablamos conversación, y los soldados me explicaron que se encontraban en la aldea desempeñando funciones de enlace, que el grueso de la división estaba más adelante, hacia la derecha, a una decena de millas. No había rastro de vida en toda la aldea. Los alemanes habían llegado antes que los rumanos.

—Los alemanes llegaron antes que nosotros —repitió otro como si pretendiera disculparse.

Reían por lo bajo mientras se comían la ciorbă de pui.

—Aiurea! —dije yo, que significa «¡anda ya!».

—Domnule căpitan —dijo el cabo—, si no me cree, pregúnteselo al prisionero. Nosotros no arrasamos aldeas, no hacemos daño a los campesinos. A los únicos que se la tenemos jurada es a los judíos. Es la verdad. Ehi, ascultă! —gritó, volviéndose hacia un rincón de la estancia—. ¿No es cierto que los alemanes llegaron antes que nosotros?

Me giré hacia el rincón en penumbra y, sentado en el suelo, con la espalda apoyada contra el muro, vi a un hombre. Iba vestido con ropa caqui, tenía la cabeza afeitada, cubierta con una bolsa amarilla, e iba descalzo. Un tártaro. Tenía el rostro menudo, flaco, la piel tersa sobre los protuberantes pómulos, una piel gris y brillante, los ojos negros, fijos, velados quizá por el cansancio y el hambre. Me miraba fijamente, impasible, con sus ojos velados. En vez de contestar a la pregunta del cabo siguió mirándome fijamente, de arriba abajo.

—¿Dónde lo han apresado? —pregunté.

—Estaba dentro del tanque que hay en la plaza. Tenía una avería en el motor y no podía moverse, pero seguía disparando. Los alemanes tenían prisa y se largaron abandonándonos a nuestra suerte con el tanque. Dentro había dos hombres. Dispararon todo lo que tenían. Uno de los dos estaba muerto. Tuvimos que forzar la escotilla con una tranca de hierro. No quería rendirse. Se había quedado sin balas, estaba callado, agazapado ahí dentro, no quería abrir. El otro, el de la ametralladora, estaba muerto. Éste era el piloto. Tenemos que llevarlo a la comandancia rumana de Balta. De todos modos por aquí ya no pasa nadie, las columnas de camiones van por la vía principal. Por aquí hace tres días que no pasa nadie.

—¿Por qué le habéis robado las botas? —pregunté.

Los soldados se echaron a reír con insolencia.

—Es un buen par de botas —dijo el cabo—, fíjese, domnule căpitan, qué botas calzan estos cerdos rusos. —Se levantó, revolvió en un saco y extrajo un par de botas tártaras de piel suave, sin tacón—. Van mejor vestidos que nosotros —dijo el cabo mostrándome sus botas con los talones despegados y los pantalones hechos trizas.

—Señal de que su patria es mejor que la vuestra.

—Estos cerdos no tienen patria —dijo el cabo—, son como animales.

—Incluso los animales tienen patria —dije yo—, una patria mucho mejor que la nuestra. Mucho mejor que la patria rumana, que la patria alemana, que la patria italiana.

Los soldados me miraban fijamente, sin entender, me miraban masticando en silencio los trocitos de pui dispersos en la ciorba; azorado, el cabo dijo entonces:

—Un par de botas como éstas deben de costar al menos dos mil lei.

Los soldados movían la cabeza apretando los labios.

—Ya lo creo —decían—, un par de botas como éstas, al menos dos mil lei, como poco.

Y movían la cabeza, apretando los labios. Eran campesinos rumanos, y los campesinos rumanos no saben nada de animales; no saben que incluso los animales tienen patria; no saben nada de máquinas, ni que incluso las máquinas tienen patria, que hasta las botas tienen una patria mucho mejor que la nuestra. Son campesinos y ni siquiera saben qué significa ser campesinos; la ley Brătianu les ha dado la tierra a los campesinos rumanos, les ha dado la tierra como quien le da un pedazo de tierra a un caballo, a una vaca, a una oveja. Saben que son rumanos y que son ortodoxos. Gritan «¡Viva el rey!», gritan «¡Viva el mariscal Antonescu!», gritan «¡Muerte a la URSS!», pero no saben qué es el rey, ni qué es el mariscal Antonescu, ni qué es la URSS. Saben que un par de botas como ésas cuestan dos mil lei. Son pobres campesinos y no saben que la URSS es una máquina, que están haciéndole la guerra a una máquina, a mil máquinas, a un millón de máquinas. Eso sí, un par de botas como ésas cuestan por lo menos dos mil lei, como poco.

—El mariscal Antonescu —dije— tiene cien pares de botas mejores que éstas.

Los soldados me miraban fijamente, apretando los labios.

—¿Cien pares? —dijo el cabo.

—Cien pares, mil pares —dije yo—, y mucho mejores que éstas. ¿Nunca han visto las botas del mariscal Antonescu? Son preciosas. De cuero amarillo, de cuero negro, de cuero rojo, de cuero blanco, cortadas a la inglesa, con una roseta de oro bajo la rodilla. Preciosas de verdad. Las botas del mariscal Antonescu son mucho mejores que las de Hitler y Mussolini. Las botas de Hitler no están mal. Yo las he visto de cerca. Nunca he hablado con Hitler, pero he visto sus botas de cerca. No llevan espuelas. Hitler nunca lleva espuelas, le dan miedo los caballos; pero pese a no llevar espuelas no están nada mal. Las botas de Mussolini también son bonitas, pero no sirven de nada. No sirven ni para caminar ni para ir a caballo. Para lo único que sirven es para subir a la tribuna de honor durante los desfiles y ver a los soldados marchando con sus zapatos rotos y sus fusiles oxidados.

Los soldados me miraban fijamente, apretando los labios.

—Cuando termine la guerra —dije— le quitaremos las botas al mariscal Antonescu.

—Y a domnul Hitler —dijo un soldado.

—Y a domnul Mussolini —dijo otro.

—Desde luego, a Hitler y a Mussolini también —dije yo.

Se echaron a reír, y yo le pregunté al cabo:

—¿Cuánto deben de costar las botas de Hitler?

Se echaron a reír; entonces, de repente, no sé por qué, se volvieron para mirar al prisionero, que estaba agazapado en su rincón y me observaba con su velada mirada al sesgo.

—¿Le han dado de comer? —pregunté al cabo.

—Sí, domnule căpitan.

—No es verdad. No le han dado de comer —dije.

Entonces el cabo tomó una escudilla de la mesa, la llenó con ciorbă de pui y se la entregó al prisionero.

—Déle una cuchara —dije—, no puede comerse la sopa con la manos.

Los demás observaban al cabo mientras éste cogía una cuchara de la mesa, la limpiaba frotándola con las manos y se la entregaba al prisionero.

—Bolshoe spasibo, muchas gracias —dijo el prisionero.

—La dracu —exclamó el cabo, que significa «al diablo».

—¿Qué piensan hacer con el prisionero?

—Tenemos que llevarlo a Balta —respondió el cabo—, pero por aquí no pasa nadie, estamos lejos de las zonas de tránsito, hay que llevarlo a pie. Como hoy no llegue ningún camión, mañana lo llevaremos a pie hasta Balta.

—Terminarían antes matándolo, ¿no le parece? —le dije al cabo mirándolo fijamente.

Todos se echaron a reír, mirando al cabo.

—No, domnule căpitan —contestó el cabo al tiempo que se ruborizaba un poco—, no puedo. Tenemos que llevarlo a Balta. Cuando se hacen prisioneros, tenemos órdenes de llevar al menos uno a la comandancia. No, domnule căpitan.

—Si van a llevarlo a pie, tendrán que devolverle las botas. No puede caminar descalzo hasta Balta.

—Oh, puede caminar descalzo incluso hasta Bucarest —dijo el cabo riéndose.

—Si quiere, puedo llevarlo yo a Balta, con el coche. Déme un soldado de escolta y me lo llevo conmigo.

Aquello pareció satisfacer al cabo, y también al resto de los soldados.

—Irás tú, Grigorescu —ordenó el cabo.

El soldado Grigorescu se ciñó la cartuchera, tomó el fusil que tenía apoyado en la pared (eran cartucheras francesas, anchas y finas, y el fusil era un Lebel francés, con una bayoneta larga de forma triangular), descolgó el zurrón de un clavo hundido en la pared, se lo cargó en bandolera, escupió al suelo y dijo:

—Vámonos.

El prisionero seguía sentado en su rincón, escrutándonos con su mirada velada.

—Poidiom, vámonos —dije.

El tártaro se puso en pie despacio; era de gran estatura, tan alto como yo, algo estrecho de espaldas, de cuello delgado; me siguió caminando un poco encorvado y el soldado Grigorescu se puso detrás de él con el fusil en posición de disparo.

Se había levantado un fuerte viento, y el cielo parecía rígido y pesado como una plancha de hierro; la voz del trigo aumentaba y disminuía con el viento, similar a la voz de un río, y de vez en cuando se oía el crujido de los campos de girasoles bajo las ásperas ráfagas de polvo.

—La revedere, hasta la vista —le dije al cabo, y le estreché la mano.

Uno por uno, los soldados se acercaron a estrecharme la mano.

—La revedere, la revedere, domnule căpitan, la revedere.

Puse el coche en marcha, salí de la aldea, emboqué una pista llena de socavones y hondos surcos (el rastro de las orugas de los carros de combate duramente impreso sobre el lecho de polvo). El soldado Grigorescu y el prisionero iban sentados detrás de mí, y yo podía notar cómo la mirada fija del tártaro penetraba en mi espalda.

La tormenta se aproximaba desde el fondo de la inmensa llanura, ocupando poco a poco todo el cielo, como una inmensa rana. Una nube verde cuajada, aquí y allá, de blanco; igual que el vientre de una rana palpitando entre jadeos. Desde el filo del horizonte llegaba, de tanto en tanto, un croar ronco. En los campos, y a los lados de la carretera, había cientos de máquinas quemadas, carrocerías de camión, carroñas de acero volcadas de lado, con las piernas abiertas, miserables y obscenas. Poco a poco me parecía ir reconociendo la carretera, sin duda había pasado ya antes por allí, tal vez aquella misma mañana: ahí estaban el río y los marjales poblados de cañas y juncos en los márgenes. En el espejo violáceo del agua flotaba reflejado el vientre blancuzco de la inmensa rana, que se acercaba surcando el cielo, croando con aspereza. Alguna que otra gota, lenta, cálida, pesada, agujereaba el polvo de la carretera con una estridencia similar a la del hierro candente al hundirlo en el agua. Por fin aparecieron entre las sombras algunas construcciones en las que reconocí las casas de Aleksandrovka, la aldea abandonada en la que había pasado la noche.

—Será mejor detenernos aquí —le dije al soldado Grigorescu—, es demasiado tarde para continuar, Balta queda lejos todavía.

Paré el coche frente a la casa donde había dormido. Había empezado a llover, la lluvia caía con violencia, con una crepitación sorda, y levantaba una densa nube de polvo amarillo. La carroña de la yegua yacía aún al borde del camino, delante de la cancela de madera. Tenía el ojo completamente abierto, cargado de un blanco resplandor. Entramos en la casa. Todo estaba tal como lo había dejado por la mañana, en el mismo desorden inmóvil y espectral. Me senté sobre la cama y miré cómo el soldado Grigorescu se quitaba la cartuchera y colgaba el zurrón del tirador del armario. El prisionero se había recostado contra la pared, con los brazos caídos a los lados, y me escudriñaba con sus ojos pequeños y sesgados.

Me asomé a la puerta, la noche era negra como una piedra negra. Salí al huerto, empujé la cancela y me senté al borde del camino, junto a la carroña de la yegua. La lluvia me mojaba la cara y se escurría por mi espalda. Respiré con avidez el olor de la hierba mojada, y ese olor fresco y embriagante fue fundiéndose poco a poco con el hedor blando y grasiento de la carroña, venciendo al olor del acero rancio, del hierro en descomposición, del metal putrefacto. Me pareció que la antigua ley humana y animal de la guerra se imponía a la nueva ley de la guerra mecánica. En el olor de la yegua muerta reencontraba una patria antigua, una patria recobrada.

Poco después volví a la casa y me eché en la cama. Estaba muerto de cansancio, me dolían los huesos y el sueño me palpitaba en la cabeza como una arteria gigante.

—Vigilaremos al prisionero por turnos —le dije al soldado Grigorescu—, usted también debe de estar cansado. Despiérteme dentro de tres horas.

—Nu, nu, domnule căpitan —dijo el soldado—. No tengo sueño.

El prisionero, a quien el soldado Grigorescu había atado de pies y manos con una soga nudosa, estaba sentado en un rincón del cuarto, contra el muro, entre la ventana y el armario. El hedor denso y grasiento de la carroña empezaba a estancarse en la habitación. La luz amarilla de una lámpara de aceite oscilaba en las paredes y los girasoles del huerto crujían bajo la lluvia. El soldado estaba sentado en el suelo con las piernas cruzadas, de cara al prisionero, y sostenía entre las rodillas el fusil con la bayoneta calada.

—Noapte bună —dije cerrando los ojos.

—Noapte bună, domnule căpitan —dijo el soldado.

No conseguía conciliar el sueño. La tormenta se había desencadenado con una violencia rabiosa. El cielo se agrietaba con fragor, inesperados torrentes de luz irrumpían entre las nubes y se derramaban sobre la llanura, y la lluvia caía dura y pesada, como una lluvia de piedras. Vivificado, enfervorizado casi por la lluvia, el olor de la carroña de la yegua entraba, grasiento y viscoso, en la casa, y se estancaba en la estrecha habitación. El prisionero estaba sentado inmóvil con la nuca apoyada en la pared, y me miraba fijamente. Tenía las manos y los pies atados; las manos pequeñas y lívidas, de color ceniciento, sujetas por las muñecas con la soga nudosa, le colgaban sin vida entre las rodillas.

—¿Por qué no lo desata? —le dije al soldado Grigorescu—. ¿Tiene miedo de que se escape? Podría desatarle por lo menos los pies.

El soldado se inclinó hacia delante con lentitud y desató con parsimonia los pies del prisionero, que me miraba fijamente con sus ojos impasibles.

A las pocas horas me desperté. El soldado estaba sentado en el suelo, de cara al prisionero, con el fusil apoyado sobre las rodillas. El tártaro seguía sentado con la nuca apoyada en la pared, y me miraba fijamente.

—Vayase a dormir —le dije al soldado al tiempo que me levantaba de la cama—. Me toca a mí.

—Nu, nu, domnule căpitan. No tengo sueño.

—Que se vaya a dormir, he dicho.

El soldado Grigorescu se puso en pie, cruzó la habitación arrastrando el fusil por el suelo y se echó en la cama, de cara a la pared, estrechando el fusil entre los brazos. Parecía un muerto. Tenía los cabellos blancos del polvo, el uniforme hecho jirones, los zapatos reventados. La barba, negra y dura, le despuntaba hirsuta bajo la piel de la cara. Parecía de veras un muerto.

Me senté en el suelo delante del prisionero, crucé las piernas y me coloqué la pistola entre las rodillas. El tártaro me escrutaba con sus ojos velados, pequeños y sesgados como los de un gato; parecían de cristal, tenían la misma mirada que tienen los ojos de los muertos; los párpados, doblados bajo el arco de las cejas, describían dos pliegues apenas visibles de color sepia. Entonces me incliné hacia delante para desatar las manos del prisionero. Mientras mis dedos se peleaban con los nudos de la soga observé sus manos: pequeñas, lisas, de color ceniciento, con las uñas casi blancas. Aunque estaban corroídas por todas partes por arrugas pequeñas y profundas (su piel era tan porosa que daba la impresión de estar viéndola a través de una lente de aumento) y tenían las palmas recubiertas de finas durezas, eran tiernas y dulcísimas al tacto; pendían sin vida, abandonadas, como muertas, en mis manos, pero notaba que eran fuertes, ágiles, tenaces, y al mismo tiempo ligeras y delicadísimas, como las de un cirujano, un relojero o un mecánico de precisión.

Eran las manos de un joven recluta del Piatiletka, de un udárnik del tercer plan quinquenal, de un joven tártaro convertido en mecánico, en piloto de carros de combate; dignificadas por el antiguo y milenario contacto con el sedoso pelaje equino, con las crines, los tendones, los corvejones, los músculos de los caballos, las riendas, el suave cuero de la silla y las cinchas, en pocos años habían cambiado los caballos por las máquinas, el cuero por el acero, los tendones de carne por los tendones de metal, las riendas por las palancas de mando. Habían bastado unos pocos años para transformar a los jóvenes tártaros del Don, del Volga, de las estepas de los kirguis, de las costas del Caspio y del Aral, de pastores de caballos a operarios cualificados de la industria metalúrgica de la URSS, de caballeros en stajánovtsi a escuadrones de asalto del trabajo, de nómadas de la estepa a udárniki y a spes del Piatiletka. Deshice el último nudo de la soga y le ofrecí un cigarrillo.

El prisionero tenía las manos doloridas y los dedos entumecidos, y no acertaba a sacar el cigarrillo del paquete. Le coloqué el cigarrillo entre los labios, se lo encendí y me sonrió.

—Blagodariú, gracias —dijo el tártaro, y me sonrió.

Yo también le sonreí, y nos quedamos un buen rato así, en silencio, fumando. El olor de la carroña invadía el cuarto, grasiento, blando, dulzarrón. Yo respiraba el olor de la yegua muerta con una delectación extraña. Y también el prisionero parecía respirar ese olor con un placer delicado y triste. Las fosas nasales se le dilataban, palpitaban de una forma extraña. Entonces me fijé en su rostro pálido, de color ceniciento, en sus ojos sesgados e impasibles, que miraban vítreos y firmes como los de un muerto, y caí en la cuenta de que la vida entera se hallaba concentrada en sus narinas. Su antigua patria, su patria recobrada, era el olor de la carroña. El olor antiguo de su patria era el olor de la yegua muerta. Nos mirábamos a los ojos, en silencio, respirando con un placer delicado y triste ese olor grasiento y dulce. Ese olor de carroña era su patria, su patria antigua y viva; y en ese momento nada nos separaba, ambos estábamos vivos compartiendo como hermanos el olor antiguo de la yegua muerta.

El príncipe Eugenio levantó el rostro y volvió los ojos hacia la puerta; sus narinas palpitaban, como si el olor de la yegua muerta se hubiese detenido en el umbral de la sala y nos mirase. Era el olor de la hierba y de las hojas, el olor del mar y del bosque. La noche había caído ya, pero una claridad incierta vagaba todavía por el cielo. Bajo aquel brillo mortecino las casas del Nybroplan, los piróscafos y veleros atracados en los muelles del Strandvägen, las sombras espectrales del Pensador de Rodin y de la Victoria de Samotracia se reflejaban, deformados, en el paisaje nocturno, como los dibujos de Ernst Josephson y de Cari Hill, quienes en su melancólica locura veían los animales, los árboles, las casas y los barcos reflejarse en el paisaje como en un espejo deformante.

—Tenía las manos parecidas a las suyas —dije.

El príncipe Eugenio se miró las manos, parecía algo cohibido. Eran las manos blancas y hermosas de los Bernadotte, de dedos pálidos y finos.

Y yo le dije:

—Las manos de un mecánico, de un piloto de carros de combate, de un udárnik del tercer Piatiletka, no son menos bonitas que las suyas. Son las mismas manos de Mozart, de Stradivarius, de Picasso, de Sauerbruch.

El príncipe Eugenio sonrió y ruborizándose un poco dijo:

—Je suis d’autant plus fier de mes mains.

La voz del viento había ido haciéndose poco a poco más fuerte, más aguda, semejante a un relincho largo y lastimero. Era el viento del Norte, y al oír su voz me estremecí. El recuerdo del terrible invierno transcurrido en el frente de Carelia, entre los suburbios de Leningrado y las riberas del lago Ladoga, proyectaba ante mis ojos las candidas y tácitas imágenes de los inmensos bosques carelianos, y sentía un estremecimiento, como si el viento que hacía tintinear los cristales de las grandes vidrieras fuese el cruel y gélido viento de Carelia.

—Es el viento del Norte —dijo el príncipe Eugenio.

—Sí, es el viento de Carelia —dije—, reconozco su voz.

Y empecé a hablarle del bosque de Raikkola y de los caballos del Ladoga.