XV

LAS MUCHACHAS DE SOROCA

—Oh, qu’il est difficile d’être femme! —exclamó Luise.

—Y cuando el barón Braun von Stum —dijo Ilse— conoció la noticia del suicidio de su esposa…

—Ni pestañeó siquiera. Enrojeció un poco y gritó: «Heil Hitler!». Esa mañana, como de costumbre, presidió la conferencia diaria de la prensa extranjera en el Ministerio de Exteriores. Parecía completamente sereno. Al funeral de Giuseppina no acudió ni una sola mujer alemana, ni siquiera las esposas de los colegas del barón Braun von Stum. El cortejo fue breve, lo componían tan sólo algunas italianas residentes en Berlín, un grupo de obreros italianos de la organización Todt y algunos funcionarios de la embajada de Italia. Giuseppina no era digna de la lástima de las mujeres alemanas. Las esposas de los diplomáticos alemanes se sienten orgullosas del sufrimiento, la miseria y las privaciones del pueblo alemán. Las esposas alemanas de los diplomáticos alemanes no se tiran por la ventana, no se matan. Heil Hitler! El barón Braun von Stum iba tras el féretro en uniforme diplomático hitleriano y de vez en cuando miraba a su alrededor con gesto desconfiado y enrojecía. Le avergonzaba que a su esposa (ach!, se había casado con una italiana) le hubiese faltado fuerza para sobrellevar los sufrimientos del pueblo alemán.

—Parfois j’ai honte d’être femme —dijo Luise en voz baja.

—¿Por qué, Luise? Permítame que le explique la historia de las muchachas de Soroca —dije—. Soroca está en Besarabia, junto al Dniéster.

»Las muchachas eran unas pobres judías que habían huido a los campos y bosques para escapar de las manos de los alemanes. Los trigales y bosques de Besarabia, entre Bălţi y Soroca, estaban llenos de muchachas judías escondidas por miedo a los alemanes, a las manos de los alemanes.

»No tenían miedo de su cara, ni de sus terribles y roncas voces, ni de sus ojos azules, ni de sus pies grandes y pesados, sino de sus manos. No de sus cabellos rubios, ni de sus fusiles ametralladores, sino de sus manos. Cuando una columna de soldados alemanes asomaba al fondo de la carretera, las muchachas judías que se escondían entre el trigo y los troncos de las acacias y los abedules temblaban de miedo, y si alguna de ellas se echaba a llorar o a gritar, las compañeras le tapaban la boca con la mano y se la llenaban de paja; pero aun así podía ser que la muchacha forcejeara y siguiera gritando, porque tenía miedo de las manos alemanas, porque podía sentir bajo la ropa las manos duras y lisas de los alemanes y cómo sus dedos de hierro penetraban en su carne secreta. Llevaban días viviendo en los campos, en medio del grano, tendidas en los surcos entre las altas espigas doradas como si fuera una cálida selva de árboles de oro, y se movían despacio para no agitar las espigas, porque cuando los alemanes veían que las espigas se movían sin que soplara viento, decían: "Achtung! ¡Milicianos!", y disparaban ráfagas de ametralladora contra la dorada selva de trigo. Las muchachas judías llenaban de paja la boca de las compañeras heridas para que no gritasen y, suplicándoles silencio, las sujetaban contra el suelo poniéndoles la rodilla en el pecho o las aferraban del cuello con los dedos agarrotados de puro miedo, para que no gritasen.

»Eran muchachas judías de unos dieciocho o veinte años, y eran las más jóvenes, las más bellas; las demás, las muchachas feas y tullidas de los guetos de Besarabia, se encerraban en casa con los visillos levantados para ver pasar a los alemanes y temblaban de miedo. O tal vez no fuera sólo miedo, sino otra cosa lo que hacía temblar a esas pobres muchachas gibosas, cojas, lisiadas, con la piel picada de escrófula o viruela o con los cabellos comidos por los eccemas. Temblaban de miedo al levantar los visillos de las ventanas para ver pasar a los soldados alemanes, y aunque si alguno de ellos les dirigía una mirada distraída, hacía un gesto involuntario o alzaba la voz, se apartaban muertas de miedo, acto seguido rompían a reír y, congestionadas y sudadas, echaban a correr dando tropezones por las estancias en penumbra, compitiendo por llegar antes que las demás a la ventana de la habitación contigua y ver a los soldados alemanes doblar en la esquina.

»Las muchachas que se escondían en los campos y en los bosques palidecían al oír el rumor de los motores, los cascos de los caballos o el chirrido de las ruedas por las carreteras que unen Bălţi y, en Besarabia, con Soroca, en el Dniéster, cerca ya de Ucrania. Vivían como animales salvajes y se alimentaban con lo poco que conseguían mendigarles a los campesinos: alguna rebanada de pan o mămăligă, o restos de brânză salado. Había días en que, hacia el anochecer, los soldados alemanes se adentraban en los trigales a la caza de muchachas judías. Avanzaban como los dedos de una mano abierta, como los dedos de una mano enorme, rastreando el trigo y llamándose los unos a los otros, "¡Kurt!, ¡Fritz!, ¡Karl!", con sus voces jóvenes, algo ásperas, como cuando los cazadores, en plena batida, rastrean los brezos para recoger las perdices, las codornices y los faisanes.

»Sorprendidas y asustadas, las alondras remontaban el vuelo a través del polvoriento aire del ocaso, y los soldados alzaban la vista para seguirlas con los ojos; escondidas entre el grano, las muchachas contenían la respiración sin apartar la vista de las manos de los soldados alemanes, apretadas en torno a la culata del fusil ametrallador, que aparecían y desaparecían entre las espigas, esas manos alemanas recubiertas de una pelusa clara y brillante, parecida a la de los cardos, esas manos alemanas duras y lisas. Los cazadores ya estaban cerca, caminaban algo encorvados y respiraban con fuerza, resollando ásperamente. Hasta que una de las muchachas dejaba escapar un grito, y luego otra, y otra.

»Un día, el servicio sanitario del II° Ejército alemán decidió abrir un burdel militar en Soroca. El problema era que en Soroca no quedaban más mujeres que las viejas y las feas. Gran parte de la ciudad había sido destruida por las minas y los bombardeos de los alemanes y los rusos, casi todos los habitantes habían huido y los jóvenes habían seguido al ejército soviético hacia el Dniéper. Sólo habían quedado en pie el barrio de los jardines públicos y el que rodea el antiguo castillo de los genoveses, que se alza en la orilla occidental del Dniéster, en medio de un laberinto de casuchas bajas de madera y barro habitadas por una población miserable de tártaros, rumanos, búlgaros y turcos. Desde lo alto del barranco que cae a pico sobre el río, se ve la ciudad acorralada entre el Dniéster y la abrupta ribera boscosa: las casas estaban derruidas o ennegrecidas por los incendios, y al otro lado de los jardines públicos algunos edificios humeaban todavía. Así era Soroca del Dniéster en el momento de la inauguración del burdel militar en una casa próxima a las murallas del castillo genovés: una ciudad en ruinas con las calles atestadas de columnas de soldados, caballos y coches.

»La comandancia militar envió patrullas para que dieran caza a las muchachas judías escondidas en los trigales y los bosques de los alrededores de la ciudad. Y así, cuando el burdel quedó inaugurado con la visita oficial, al más severo estilo militar, del comandante del II° Ejército, el general Von Schobert y su séquito pudieron ser recibidos por una decena de muchachas pálidas con los ojos irritados por las lágrimas. Eran todas muy jóvenes, algunas poco más que unas niñas, y no iban vestidas con esos saltos de cama largos de seda roja, amarilla, verde y mangas anchas que son el uniforme tradicional de los burdeles orientales, sino con sus mejores vestidos, esos vestidos sencillos y discretos de las jóvenes burguesas de provincias, tanto es así que parecían estudiantes (y de hecho algunas lo eran) reunidas en casa de una amiga para preparar un examen. Por el aspecto parecían humildes, tímidas y asustadas. Las vi pasar por la calle unos días antes de la apertura del burdel, eran unas diez y caminaban con un hatillo bajo el brazo, una maleta de cuero o un fardo atado con hilo bramante, seguidas por dos SS armados con fusiles ametralladores. Todas tenían los cabellos grises de polvo, alguna que otra espiga de grano clavada en las faldas y las medias rasgadas, y una de ellas caminaba renqueando con un pie descalzo y el zapato en la mano.

»Un mes después, una noche que me encontraba de paso en Soroca, el Sonderführer Schenk me invitó a ir con él a visitar a las jóvenes judías del burdel militar. Le dije que no y Schenk se echó a reír mirándome con socarronería.

»—No son prostitutas, son chicas de buena familia —dijo Schenk.

»Yo le contesté:

»—Ya sé qué son chicas respetables.

»—No hace al caso compadecerlas —dijo Schenk—, son judías.

»Yo le contesté:

»—Ya sé que son judías.

»—¿Y entonces? —dijo Schenk—. ¿Tal vez le dé miedo que se ofendan si vamos a visitarlas?

»Yo le contesté:

»—Hay cosas que usted no puede entender, Schenk.

»—¿Qué hay que comprender? —preguntó Schenk.

»Yo le contesté:

»—Estas pobres muchachas de Soroca no son prostitutas, no se venden por propia voluntad, sino que las obligan a prostituirse. Tienen derecho a que todo el mundo las respete. Son prisioneras de guerra y ustedes se aprovechan de ellas de manera innoble. ¿Qué porcentaje se lleva la comandancia alemana sobre las ganancias de esas pobres muchachas?

»—El amor de esas muchachas no cuesta nada —dijo Schenk—, es un servicio gratuito.

»—Un trabajo forzoso, querrá decir.

»—No, un servicio gratuito —respondió Schenk—. Además no tiene sentido pagarles.

»—¿No tiene sentido pagarles? ¿Y por qué no?

»Entonces el Sonderführer Schenk me dijo que terminados sus servicios, al cabo de un par de semanas, las mandarían de vuelta a sus casas y las reemplazarían con otra remesa de muchachas.

»—¿A casa? —exclamé—. ¿Está usted seguro de que las mandarán de vuelta a casa?

»—Sí —contestó Schenk visiblemente incómodo y ruborizándose un poco—, a casa, al hospital, no lo sé. Puede que a un campo de concentración.

»—¿Por qué —pregunté— no metéis a los soldados rusos en el burdel, en vez de a esas pobres muchachas judías?

»Schenk se echó a reír y rió sin parar, me daba palmadas en el hombro y repetía: "Ach so! Ach so!". Yo estaba seguro de que no había entendido lo que yo había querido decir; él creía sin duda que me refería a aquella casa de Bălți y en la que un Leibstandarte de las SS tenía un burdel secreto para homosexuales. No había entendido lo que yo había querido decir y reía abriendo la boca y me daba palmadas en el hombro.

»—Si en vez de esas pobres muchachas judías —dije— fueran soldados rusos, sería mucho más divertido, nicht wahr?

»Esta vez Schenk creyó haber entendido y rompió a reír con más fuerza todavía. Luego se puso serio y me dijo:

»—¿Cree usted que los rusos son homosexuales?

»—Eso lo descubrirán ustedes cuando termine la guerra —respondí.

»—Ja, ja, natürlich, ¡eso lo descubriremos cuando termine la guerra! —dijo Schenk soltando una sonora carcajada.

»Una noche, ya tarde, poco antes de la medianoche, decidí encaminarme hacia el castillo genovés. Bajé al río, entré por una de las callejuelas de ese barrio miserable, llamé a la puerta de la casa y entré. En la amplia habitación iluminada por una lámpara de petróleo colgada en el centro del techo había tres muchachas sentadas en unos sofás dispuestos a lo largo de la pared. Una escalera de madera conducía al piso superior. En las habitaciones de arriba se oía un chirriar de puertas, un rumor de pasos y un bisbiseo de voces lejanas, como sepultadas en la oscuridad.

»Las muchachas alzaron la vista y me miraron. Estaban sentadas en pose recatada en esos sofás bajos cubiertos con esas espantosas alfombras rumanas de franjas amarillas, rojas y verdes de Cetatea Albă. Una de ellas leía un libro que, en cuanto entré, posó sobre sus rodillas observándome en silencio. Parecía una escena de burdel pintada por Pascin. Me observaban en silencio y una de ellas se atusó el pelo encrespado, recogido sobre la frente como las niñas. En un rincón del cuarto, sobre una mesa cubierta con un mantel amarillo, había unas cuantas botellas de cerveza y ţuică y dos hileras de vasos.

»—Gute Nacht —dijo pasados unos instantes la muchacha que se atusaba el pelo.

»—Bună seara —respondí en rumano.

»—Bună seara —dijo la muchacha esbozando una débil sonrisa.

»En ese instante caí en la cuenta de que no recordaba para qué había ido a esa casa, si bien sabía que lo había hecho a espaldas de Schenk y no por curiosidad o por un vago sentimiento de piedad, sino por algo que en ese momento tal vez mi conciencia se negaba a aceptar.

»—Es muy tarde —dije.

»—Cerramos dentro de poco —dijo la muchacha.

»Entretanto, una de sus compañeras se había levantado perezosamente del sofá y, mirándome de reojo, se acercó a un gramófono colocado en un rincón de la estancia sobre una mesita, dio unas vueltas a la manivela y posó la aguja de acero sobre el disco. Del gramófono salió una voz de mujer cantando un tango. Me acerqué al gramófono y levanté la aguja del disco.

»—Warum? —preguntó la muchacha que, con los brazos en el aire, se preparaba para bailar conmigo, y sin esperar respuesta me dio la espalda y volvió a sentarse en el sofá.

»Era pequeña y algo rellena. Calzaba un par de pantuflas de tela de color verde claro. Fui a sentarme yo también en el sofá, y la muchacha se recogió la falda bajo las piernas, para dejarme espacio, y me miró fijamente. Sonreía, y no sé por qué, su sonrisa me irritó. En ese momento oí abrirse la puerta en lo alto de la escalera y una voz de mujer dijo:

»—Susanna.

»Una muchacha delgada, pálida y con el cabello suelto sobre los hombros apareció por la escalera; en la mano llevaba una vela encendida que sobresalía de un embudo de papel amarillento. Iba en zapatillas, del brazo de la vela le colgaba una toalla y con la otra mano se sujetaba el salto de cama de color rojo, una especie de albornoz ceñido a la cintura mediante un cordón, como si fuese una túnica; se detuvo en un peldaño a media escalera y se quedó mirándome con atención, con el entrecejo fruncido como si la importunara mi presencia; luego miró en derredor, más con suspicacia que con irritación, y posó la vista en el gramófono, donde el disco seguía girando en el vacío dejando oír un leve susurro, miró los vasos intactos, las botellas alineadas en orden y, abriendo la boca para bostezar, dijo con una voz algo ronca en la que resonaba un eco duro y ordinario:

»—Vámonos a la cama, Susanna, que ya es tarde.

»La muchacha a la que la recién llegada llamaba Susanna se echó a reír y miró a su compañera con cierto aire socarrón.

»—¿Ya estás cansada, Lublia? —dijo—. ¿Qué has hecho para estar tan cansada?

»En vez de contestar, Lublia fue a sentarse en el sofá que había frente al nuestro y, entre bostezos, se quedó observando mi uniforme con atención. Luego me preguntó:

»—Tú no eres alemán. ¿Qué eres?

»—Italiano.

»—¿Italiano?

»Las muchachas me miraban ahora con amable curiosidad. La que estaba leyendo cerró el libro y posó sobre mí una mirada cansada y distraída.

»—Italia es bonita —dijo Susanna.

»—Preferiría que fuese un país feo —repuse—. De nada sirve que sólo sea bonito.

»—A mí me gustaría irme a Italia —dijo Susanna—, a Venecia. Me gustaría vivir en Venecia.

»—¿En Venecia? —dijo Lublia echándose a reír.

»—¿No irías conmigo a Italia? —preguntó Susanna—. Yo nunca he visto una góndola.

»—Si no estuviera enamorada —dijo Lublia—, me iría ahora mismo.

»Sus compañeras se echaron a reír y una de ellas dijo:

»—Todas estamos enamoradas. —Y las demás rieron de nuevo y me miraron de una forma extraña.

»—Nous avons beaucoup d’amants —dijo Susanna en francés con el suave acento de los judíos rumanos.

»—Ils ne nous laisseraient pas partir pour l’ltalie —dijo Lublia encendiendo un cigarrillo—, Ils sont tellement jaloux!

»Reparé en que tenía una cara alargada y estrecha, y una boca pequeña y triste de labios finos. Parecía la boca de una niña. La nariz era huesuda, cérea, con las aletas sonrojadas. Fumaba levantando de vez en cuando los ojos al techo y expulsaba la bocanada de humo con estudiada indiferencia; un brillo resignado y a la vez desesperado relucía en su blanca mirada.

»En ese momento, la muchacha que estaba sentada con el libro sobre las rodillas se puso en pie y mientras sujetaba el libro con ambas manos a la altura del vientre dijo:

»—Noapte bună.

»—Noapte bună —respondí.

»—Noapte bună, domnule căpitan —repitió la muchacha, luego se inclinó frente a mí con una gracia tímida, algo desgarbada, y dándose media vuelta subió por la escalera.

»—¿Quieres la vela, Zoé? —le preguntó Lublia al tiempo que la seguía con la mirada.

»—Gracias, no me da miedo la oscuridad —respondió Zoé sin girarse.

»—Tu vas rêver de moi? —gritó Susanna.

»—Bien sûr! Je vais dormir à Venise! —respondió Zoé, y desapareció.

»Nos quedamos en silencio unos instantes. El rumor lejano de un camión hacía vibrar suavemente los cristales de las ventanas.

»—Vous aimez les Allemands? —me preguntó de pronto Susanna.

»—Pourquoi pas? —contesté con un ligero dejo de suspicacia que no le pasó inadvertido.

»—Ils sont gentils, n’est-ce pas? —dijo.

»—Il y en a qui sont très gentils.

»Susanna me escrutó durante un buen rato y después, con un tono de odio incontenible, dijo:

»—Ils sont très aimables avec les femmes.

»—Ne le croyez pas —dijo Lublia—, au fond, elle les aime bien.

»Susanna rompió a reír mirándome de una forma extraña. Algo blanco y suave nacía al fondo de su mirada y daba la impresión de que los ojos fueran a derretírsele.

»—Elle a peut-être quelque raison de les aimer —dije.

»—Oh, desde luego —dijo Susanna—, son mi último gran amor.

»Me percaté de que tenía los ojos llenos de lágrimas, y no obstante sonreía. Entonces le acaricié la mano con suavidad y Susanna agachó la cabeza sobre el pecho y dejó que las lágrimas le inundaran el rostro.

»—¿Por qué lloras? —preguntó Lublia con voz ronca mientras apagaba el cigarrillo—. Todavía nos quedan dos días de vida. ¿Te parecen pocos dos días? ¿Es que no te bastan? —y entonces alzó la voz y los brazos y, agitándolos por encima de la cabeza como si invocase ayuda, con una voz llena de odio, de asco y de dolor, con una voz llena de miedo, gritó—: ¡Dos días, dos días más y luego nos mandarán a casa! ¿Ya sólo dos días te echas a llorar? ¿Precisamente ahora te echas a llorar? Vamos a irnos de aquí, ¿entendido? Nos iremos bien lejos.

»Y tras echarse sobre el sofá, escondió la cara entre los cojines y empezó a temblar; los dientes le castañeteaban con violencia y de vez en cuando repetía con esa extraña voz llena de miedo: "¡Sólo dos días!". Una de las zapatillas resbaló de su pie desnudo, cayó sobre el suelo de madera y dejó al descubierto un pie rojizo, rugoso, surcado de cicatrices blancas. Pequeño como el pie de una niña. Pensé que debía de haber caminado una gran distancia, a saber de dónde venía, a saber cuántos países había atravesado en su huida, antes de que la apresaran y la llevaran a esa casa por la fuerza.

»Susanna guardaba silencio, con la cara gacha sobre el pecho y la mano abandonada entre las mías. Parecía como si no respirase. De pronto, en voz baja y sin mirarme, preguntó:

»—¿Cree que nos mandarán de vuelta a casa?

»—No pueden obligarlas a estar aquí toda la vida.

»—Cada veinte días cambian a las chicas —dijo Susanna—. Ya llevamos aquí dieciocho días. Dos días más y nos sustituirán. Ya nos han avisado. Pero ¿cree de veras que nos dejarán volver a casa?

»Me di cuenta de que tenía miedo de algo, pero no acertaba a saber de qué. Luego me explicó que había aprendido francés en la escuela, en Chișinău, que su padre era un comerciante de Bălţi, que Lublia era hija de un médico y que otras tres compañeras eran estudiantes, y añadió que Lublia estudiaba música, que tocaba el piano como los ángeles y que algún día se convertiría en una gran artista.

»—Cuando se marche de esta casa —dije— podrá retomar sus estudios.

»—Vaya usted a saber. Después de todo lo que hemos pasado. Además, quién sabe dónde iremos a parar.

»Mientras hablábamos, Lublia se había incorporado apoyándose sobre los codos y sus ojos relucían de un modo extraño en su rostro de cera. Temblaba como si tuviera fiebre.

»—Sí, sin duda llegaré a ser una gran artista —dijo, y se echó a reír rebuscando un cigarrillo en los bolsillos del salto de cama.

»Luego se levantó, se fue a la mesa, destapó una botella de cerveza, sirvió tres vasos y nos los ofreció en una bandeja de madera. Se movía con ligereza, sin hacer ruido.

»—Tengo sed —dijo Lublia antes de beber ávidamente con los ojos cerrados.

»Hacía un calor sofocante y por las ventanas entornadas penetraba el denso hálito de la noche de verano. Lublia caminaba por la habitación con los pies descalzos, sosteniendo el vaso en la mano y con la mirada fija al frente. Su cuerpo espigado y delgado cimbreaba en el interior de la campana vaporosa del salto de cama rojo y, al pisar el suelo de madera, sus pies desnudos producían un sonido suave y lejano. La otra chica, que durante todo ese tiempo no había dicho una palabra ni dado señales de vida, como si, mirándonos sin vernos, no se diera cuenta de lo que ocurría a su alrededor, se había quedado dormida boca arriba en el sofá, con su pobre vestido apedazado, una mano posada sobre el regazo y la otra, con el puño cerrado, recogida sobre el pecho. De vez en cuando, procedente de los jardines públicos, se oía retumbar la seca detonación de un disparo. Desde la otra orilla del Dniéster, río arriba en la dirección de Yampil, llegaba el fragor de la artillería, que moría sofocado entre los pliegues de lana de aquella noche tórrida. Lublia se paró delante de la compañera dormida y durante un buen rato la observó en silencio. Luego se volvió hacia Susanna y dijo:

»—Hay que llevarla a la cama, está cansada.

»—Hemos trabajado todo el día —dijo Susanna casi a modo de disculpa—, estamos rendidas. Durante el día los soldados vienen a desfogarse, y por la noche, de ocho a once, vienen los oficiales. No tenemos ni un minuto de descanso.

»Hablaba con indiferencia, como si se tratara de un trabajo cualquiera. Ni tan siquiera mostraba repugnancia. Tras decir esto, se levantó y ayudó a Lublia a levantar a la compañera, que en cuanto puso los pies en el suelo se despertó y, gimiendo como si la aquejara un mal, se abandonó casi con deleite en los brazos de sus amigas y subió por la escalera hasta que sus gemidos y el rumor de los pasos se apagaron detrás de la puerta entrecerrada.

»Me quedé solo. La lámpara de petróleo que colgaba del techo humeaba y me levanté para regular la llama; la lámpara osciló y proyectó sobre las paredes mi sombra y la sombra de los muebles, las botellas y el resto de los objetos. Quizá lo mejor habría sido marcharse en ese momento. Estaba sentado en el sofá, de cara a la puerta. Tenía el oscuro presentimiento de que hacía mal quedándome en esa casa. Quizá lo mejor habría sido marcharse antes de que volvieran Lublia y Susanna.

»—Temía que se hubiera marchado —dijo la voz de Susanna a mi espalda.

»Había bajado sin hacer ruido y se movía despacio por la habitación, poniendo en orden botellas y vasos; luego se sentó a mi lado en el sofá. Se había empolvado la cara, lo que le daba un aspecto todavía más pálido. Me preguntó si iba a quedarme mucho tiempo en Soroca.

»—No lo sé, puede que dos o tres días, no más —contesté—. Tengo que ir al frente de Odessa. Pero volveré pronto.

»—¿Cree que los alemanes conseguirán tomar Odessa?

»—Me importa bien poco —dije— lo que hagan los alemanes.

»—Me gustaría poder decir lo mismo —dijo Susanna.

»—¡Oh! Lo siento, Susanna, no quería… —dije, y después de un incómodo silencio agregué—: Los alemanes se esfuerzan en vano, no es así como se gana una guerra.

»—¿Sabe quién ganará la guerra? ¿Qué cree, que la ganarán los alemanes, los ingleses o los rusos? La guerra la ganaremos nosotras. Lublia, Zoé, Marica, yo y todas las que son como nosotras. La ganarán las putas.

»—Cállese —dije.

»—¡La ganarán las putas! —repitió Susanna casi a voz en grito. Luego se echó a reír en silencio, hasta que por fin, con la voz temblorosa de una niña asustada, me preguntó—: ¿Cree que nos mandarán de vuelta a casa?

»—¿Por qué no iban a mandarlas de vuelta a casa? —repliqué—. ¿Tienen miedo de que las manden a otra casa como ésta?

»—Oh, no, después de veinte días en un trabajo como éste no vale ya una para nada. Ya he visto a las otras.

»Hizo una pausa. Me fijé en que le temblaban los labios. Ese día había tenido que "servir" a cuarenta soldados y seis oficiales. Se echó a reír. No podía seguir soportando ese tipo de vida. Ya no se trataba tanto del asco como del cansancio físico. Ya no se trataba de que le diera asco, reiteró sonriendo. Esa sonrisa me dolió, era como si buscara justificarse; aunque tal vez se escondiera algo más en esa sonrisa ambigua, algo oscuro. Y añadió que cuando las otras, las que habían estado allí antes que ella, antes que Lublia, Zoé y Marica, abandonaron la casa daba pena verlas. Ni siquiera parecían mujeres. Eran pingajos. Las vio marcharse con sus maletas y sus hatillos llenos de harapos bajo el brazo. Dos SS armados con fusiles ametralladores las hicieron montar en un camión para llevárselas quién sabe dónde.

»—Quiero volver a casa —dijo Susanna—. A casa.

»La lámpara humeaba de nuevo y un intenso olor de petróleo se difundía por la habitación. Yo estrechaba entre mis manos, suavemente, la mano de Susanna, y la suya temblaba como un pájaro asustado. La noche resollaba en el umbral de la puerta como una vaca enferma; su cálido aliento entraba en la habitación junto con el rumor de las hojas de los árboles y el murmullo del río.

»—Las vi cuando se marcharon de aquí —dijo Susanna estremeciéndose—, parecían espectros.

»Y así permanecimos largo rato, callados, en la habitación en penumbra, y yo me sentía embargado por una amarga tristeza. Había perdido la confianza en mis palabras. Mis palabras eran falsas y mezquinas. Hasta nuestro silencio parecía falso y mezquino.

»—Adiós, Susanna —dije en voz baja.

»—¿No quiere subir? —preguntó Susanna.

»—Es tarde —contesté mientras iba hacia la puerta—. Adiós, Susanna.

»—Au revoir —dijo Susanna sonriendo.

»Su sonrisa impotente resplandecía en el umbral; el cielo estaba lleno de estrellas.

—¿No ha vuelto a saber nada de esas pobres muchachas? —preguntó Luise tras un largo silencio.

—Sé que se las llevaron dos días más tarde. Cada veinte días los alemanes se encargaban de reemplazar a las chicas. A las que dejaban el burdel las hacían subir a un camión y se las llevaban en dirección al río. Schenk decía que no hacía al caso compadecerse de ellas. No valían para nada. Eran pingajos. Y además, eran judías.

—Elles savaient qu’on allait les fusiller? —preguntó Ilse.

—Elles le savaient. Elles tremblaient de peur d’être fusillées. Oh, elles le savaient! Tout le monde le savait, à Soroca.

Cuando salimos, el cielo estaba cuajado de estrellas. Resplandecían frías y muertas, como ojos de cristal. Desde la estación llegaba el silbido áspero de los trenes. Una pálida luna de primavera se alzaba en el cielo transparente, y los árboles y las casas parecían hechos de una materia blanda y viscosa. Más abajo, en dirección al río, un pájaro cantaba entre las ramas. Descendimos por una calle desierta hasta la orilla del río y nos sentamos en la vera.

El agua sonaba en la oscuridad como el crujir de la hierba bajo los pies descalzos. En las ramas de un árbol iluminado por el pálido fuego de la luna se puso a cantar un pájaro, al que contestaron las demás aves, desde las proximidades algunas, desde más lejos las otras. Un pájaro de grandes dimensiones sobrevoló los árboles en silencio, descendió hasta rozar el agua y cruzó el río con vuelo lento e incierto. Me vino a la memoria aquella noche de verano, en la prisión romana de Regina Coeli, en que una bandada de pájaros se posó en el tejado de la cárcel y se puso a cantar. Seguramente venían de los árboles del Janículo. «Anidan en el roble de Tasso», pensé. Pensé que anidaban en el roble de Tasso y me eché a llorar. Me avergonzaba llorar, pero después de tan largo presidio hasta el canto de un pájaro puede más que el orgullo del hombre, que la soledad del hombre.

—Oh, Luise —dije.

Y así, sin quererlo, tomé la mano de Luise y la estreché con suavidad entre las mías.

Luise retiró con cuidado la mano y me lanzó una mirada más de estupor que de reproche. Mi inesperado gesto la había cogido por sorpresa, y tal vez ahora se arrepentía de haber rehuido mi dolorosa caricia; yo hubiese querido decirle que me devolvía a la memoria la mano de Susanna abandonada entre mis manos, la mano menuda y sudorosa de Susanna en el burdel de Soroca; me devolvía a la memoria la mano de aquella obrera rusa que una noche estreché a hurtadillas en un vagón del U-Bahn, en Berlín, aquella mano larga y rugosa, quemada por los ácidos. Tenía la sensación de estar sentado al lado de aquella pobre muchacha judía en el sofá del burdel de Soroca, al lado de Susanna, y entonces sentí una gran piedad por Luise, por Luise de Prusia, la princesa imperial Luise von Hohenzollern. Los pájaros cantaban en torno a nosotros bajo la oscura luz de la luna. Las dos muchachas observaban en silencio el paso del río junto a la orilla, contemplando su brillo opaco entre las tinieblas.

—J’ai pitié d’être femme —dijo Luise en voz baja con su francés de Potsdam.