X

LA NOCHE DE VERANO

Tras la interminable noche invernal, tras la fría y clara primavera, llegó por fin el verano. El templado, delicado y lluvioso verano finlandés, con su olor y su sabor a manzana verde. Se acercaba la estación de los rapu y ya los primeros cangrejos dulces de los ríos de Finlandia, la delicia del verano boreal, empezaban a servirse en los platos. Y el sol no se ponía nunca.

—¡Infeliz de mí, tenía que venir a Finlandia, yo, un español, para encontrarme con el sol de Carlos V! —decía el conde De Foxá al ver florecer el sol de medianoche en el filo del horizonte como si fuera un tiesto de geranios.

Durante esas noches transparentes las muchachas de Helsinki salían a pasear con sus vestidos rojos y amarillos, la cara empolvada, los cabellos rizados con las tenacillas de hierro y perfumados con colonia Teo, la frente cubierta con un sombrero de papel ornamentado con flores de papel y comprado en Stockmann, y caminaban por la Esplanadi dejando oír el taconeo de sus zapatos de papel.

Un suave olor a mar llegaba desde el fondo de la Esplanadi. La sombra de los árboles se proyectaba con suavidad sobre las fachadas lisas y claras de los edificios, una sombra de un color verde clarísimo, como si los árboles fueran de cristal; y los jóvenes soldados convalecientes se sentaban en los bancos con la frente vendada, el brazo en cabestrillo y los pies envueltos en gasa a escuchar la música de la orquesta del café Royal mientras contemplaban el cielo de papel azul arrugado por la brisa marina contra el borde de los tejados. Los escaparates de las tiendas reflejaban la luz gélida, metálica y espectral de la «noche blanca» del Norte, en la que el trino de los pájaros sonaba como una cálida sombra. El invierno quedaba ya lejos, no era más que un recuerdo, si bien el aire parecía arrastrar aún restos invernales, acaso la luz blanca, semejante al reflejo de la nieve; acaso el recuerdo de la nieve muerta que se resistía a desaparecer del templado cielo del verano.

En Grankulla, en la villa de Vincenzo Cicconardi, el ministro de Italia, habían empezado las country parties. (Sentado junto a la chimenea con Rex, su viejo perro, acurrucado a los pies, y el viejo chiflado que le hacía de camarero de pie con los ojos muy abiertos y tieso como un palo tras el respaldo de la silla, Cicconardi hablaba en napolitano con un fuerte acento berlinés —para él eso era hablar alemán— con Von Blücher, el ministro de Alemania, y torcía la boca, oprimida por su gran nariz borbónica, al tiempo que juntaba las manos como si rezase. Cicconardi me gustaba por el contraste entre su frialdad, su flema napolitana, su ironía y las aspiraciones de poder y gloria que sugerían la forma barroca y las exageradas dimensiones de su cráneo, su frente, su mandíbula y su nariz. A su lado, Von Blücher, alto, flaco, algo encorvado, cabello gris cortado al rape, rostro de color azul pálido surcado de pequeñas arrugas, escuchaba mientras repetía con voz monótona: «Ja, ja, ja». A través del cristal de la ventana, Cicconardi echaba de vez en cuando un vistazo a sus invitados, que caminaban por el bosque bajo la lluvia, y al sombrero violeta de madame Von Blücher, que destacaba entre la verde fronda como una violeta de Renoir en un paisaje verde de Manet.) Habían empezado las cenas en el Fiskatorp, a orillas del lago, con el ministro de Rumanía, Noti Constantinide, madame Colette Constantinide, el conde De Foxá, Dinu Cantemir y Titu Mihăilescu, y las veladas en la legación de España, la legación de Croacia y la legación de Hungría. Habían empezado las largas tardes en torno a las mesitas del café al aire libre que hay al fondo de la Esplanadi, o en el bar del Kämpf, con el ministro Rafael Hakkarainen y el músico Bengt von Torne; los paseos por la acera de la Esplanadi bajo los verdes árboles poblados de pájaros; las largas horas en la baranda del club náutico sueco, en la islita fondeada en medio del puerto, viendo pasar las olas, que brillaban como lagartijas blancas en medio del agua verde. Y los deliciosos weekends en las stuga de las riberas de los lagos, o en los muelles del Barösund y en las villas que los franceses, siempre orgullosos, llamarían châteaux, pero que los finlandeses, siempre modestos, llaman sencillamente stuga: son antiguas casas de campo construidas con madera y yeso en un estilo neoclásico inspirado en Engel, con fachadas dóricas recubiertas de un fino moho gris. Y los días felices en la villa que el arquitecto Sirén, el autor del palacio del Parlamento de Helsinki, se hizo edificar en la islita de Bockholm, en pleno Barösund; al alba salíamos a recoger setas por el bosque de abedules plateados y pinos rojos o a pescar entre las islas de Svartö y Strömsö, y por la noche se oían entre la niebla las sirenas de los piróscafos mugiendo quejumbrosas y los gritos infantiles y roncos de las gaviotas.

Habían comenzado los días claros y las noches blancas del verano finlandés, y las horas en las trincheras y los taludes del frente de Leningrado se me hacían interminables. El sol nocturno arrancaba extraños destellos metálicos a la ciudad, recortada, inmensa y gris, contra el fondo verde de los bosques, prados y marjales; a veces el brillo era tan suave y tenue que parecía una ciudad de aluminio; otras era tan frío y cruel que parecía una ciudad de acero; otras, tan vivo y profundo que parecía de plata. Algunas noches, al contemplarla desde las lomas de Belostrov o desde la linde del bosque de Terijoki, me parecía hecha de plata, como si la hubieran grabado sobre el delicado horizonte con el cincel de Fabergé, el último gran orfebre de la corte de San Petersburgo. Las horas se me hacían interminables en las trincheras y los taludes junto al mar, frente a la fortaleza de Kronstadt, que surge de las aguas del golfo de Finlandia rodeada por los fuertes de Totleben, unos islotes artificiales de cemento y acero que forman una corona a su alrededor.

Como por las noches no podía dormir, me iba a pasear entre los taludes con Svartström, parándome de vez en cuando a observar desde una aspillera el parque de Leningrado, los árboles de la Vasílievski Óstrov, tan queridos por Eugenio Oneguin y por los héroes de Dostoyevski, o a mirar las cúpulas de las iglesias de Kronstadt, las luces rojas, verdes, turquesas, de las antenas de radio, los tejados grises del arsenal y el brillo resplandeciente de la flota soviética, fondeada frente a nosotros en la rada, tan cerca que casi podíamos alcanzarla con las manos; el aire de esas blancas noches de verano era tan transparente que, al alargar la mano por encima del parapeto de las trincheras de Belostrov y Terijoki, me parecía poder tocar las casas de Leningrado, dominadas por la cúpula de San Isaac y los bastiones de la fortaleza de Kronstadt. Llegué a pasar muchas horas en los korsu del bosque de Raikkola, situados en primera línea a orillas del Ladoga, escuchando mientras los oficiales finlandeses hablaban de la muerte del general Merikallio, que antes de fallecer había encargado a su hija que se despidiese de De Foxá, de Mihăilescu y de mí. También iba a los lottala del fondo del bosque a beber sirope de frambuesa con los sissit, taciturnos, pálidos y con el afilado puukko ceñido al cinturón, mientras las jóvenes lotta, vestidas de tela gris, nos observaban atentas y distantes con la cara ligeramente gacha sobre el cuello blanco de la blusa. Hacia el atardecer bajaba con Svartström al Ladoga, donde pasábamos largas horas sentados a orillas del lago, en el estrecho recodo en cuya brillante superficie se habían erigido las cabezas de los caballos atrapados en el hielo aquel invierno; algo de su denso olor impregnaba todavía la húmeda brisa nocturna.

Cuando abandonaba el frente para regresar a Helsinki, De Foxá me decía: «Esta noche iremos a tomar una copa al cementerio». Y por la noche, al salir de casa de Titu Mihăilescu, íbamos a sentarnos en el antiguo cementerio sueco que se conserva intacto en el corazón de Helsinki, entre el Bulevar di e Yrjönkatu, en el banco que hay al lado de la tumba de un tal Sierk; De Foxá se sacaba del bolsillo una botella de bordsbrännvin y mientras bebíamos discutíamos sobre cuál era la mejor variedad de aguardiente finlandés, si el bordsbrännvin, el pommeränsbrannvin, el erikoisbrännvin o el rajamäkibrannvin. En ese romántico cementerio las lápidas se alzan sobre la hierba como respaldos de sillón, de tal modo que parecen viejas butacas dispuestas en la platea de un teatro (donde el decorado representa un bosque). Los soldados se sentaban en los bancos bajo los grandes árboles y allí se quedaban inmóviles, como sombras infelices; entretanto, el follaje verde y tierno de los altos árboles (el reflejo azul del mar titilaba en las hojas) emitía un suave susurro.

Hacia el alba, De Foxá empezaba a mirar en torno con aire desconfiado y me decía en voz baja: «¿Has oído hablar del espectro de la calle Kalevala?». Le daban miedo los espectros, y decía que en Finlandia el verano es la estación de los espectros. «Me gustaría ver un espectro, un espectro de verdad», me decía en voz baja, y temblando de miedo miraba en torno con aire desconfiado. Cuando al salir del cementerio pasábamos por delante del monumento al Kalevala, De Foxá cerraba los ojos y volvía la cabeza en dirección contraria para no ver las estatuas espectrales de los héroes del Kalevala.

Cierta noche fuimos a ver al espectro que todos los días, a la misma hora, se aparecía puntual ante la puerta de una casa al fondo de la calle Kalevala. Para De Foxá, el atractivo de esa calle sombría no era tanto su miedo infantil a las apariciones como la morbosa curiosidad de ver aparecerse un espectro no ya entre las tinieblas nocturnas, como entre ellos es uso y costumbre, sino a pleno sol, bajo la luz cegadora de las noches de verano en Finlandia. Hacía días que los periódicos de Helsinki hablaban del espectro de la calle Kalevala; todas las noches, hacia las doce, el ascensor de una casa situada al fondo de la calle y orientada al puerto, se ponía en marcha solo, con un chasquido, subía hasta la última planta, se paraba y, al instante, bajaba rápido y silencioso; luego se oía abrirse la puerta del ascensor con un lento chirrido, el portal de la finca se entreabría y una mujer pálida se asomaba al umbral y durante un rato se quedaba mirando en silencio a la multitud congregada en la acera de enfrente, hasta que, retirándose despacio, cerraba con cuidado el portal; poco después volvía a oírse la puerta del ascensor y éste se ponía en marcha y subía rápido y silencioso por el interior de su jaula de acero.

De Foxá caminaba alerta y me tomaba del brazo de vez en cuando. Nuestra imagen se reflejaba espectral en los escaparates de las tiendas y el rostro nos brillaba blanco como la cera. Llegamos a la casa del espectro pocos minutos antes de la medianoche bajo el pálido sol nocturno; era una casa de obra reciente y líneas modernas que relucía gracias al uso de pintura clara, cristales y aceros cromados. El tejado estaba cubierto de antenas de radio. En la jamba del portal (era una de esas puertas que se abren desde el interior de cada vivienda mediante un interruptor eléctrico) había clavada una placa de aluminio con una columna de botones de metal negro y otra con los nombres de los inquilinos. Debajo de la placa de aluminio se abría en la pared la boca del interfono, de bordes niquelados, a través del cual los vecinos pueden hablar con quien haya llamado antes de abrirle la puerta. A la derecha del portal estaba el escaparate de Elanto, en el que se exponían cajas de pescado en conserva; los dos peces de color verde intenso impresos en la etiqueta rosa evocaban un mundo abstracto de símbolos y signos espectrales; a la izquierda había una barbería con las palabras «Parturi-kampaamo» escritas en amarillo sobre el cartel azul claro; en el escaparate se veían un busto femenino de cera, dos o tres botellas vacías y dos peines de celuloide.

La calle Kalevala es una vía estrecha y, vista desde abajo, la fachada de la casa parecía cernirse amenazante, como a punto de desplomarse sobre el grupo de personas reunidas en la acera de enfrente. Era una casa moderna, edificada con abundancia de cristal y aceros cromados que, unidos a las antenas de radio del tejado y la blanca fachada desnuda y lisa, donde los innumerables ojos de hierro de las ventanas reflejaban el claro cielo nocturno con la gélida nitidez del aluminio, formaban el escenario ideal para la aparición no ya de uno de esos lúgubres espectros nocturnos de rostro lívido y enjuto que, horrendos y patéticos, envueltos en fríos sudarios, exhalan un desagradable olor a sepultura por las antiguas calles de Europa, sino de un espectro moderno, como los que parecen evocar los diseños de Le Corbusier, los lienzos de Braque y Salvador Dalí, la música de Hindemith y Honegger, de uno de esos niquelados espectros streamlined que de vez en cuando se aparecen en la tétrica entrada del Empire State Building, en lo alto de la cornisa del Rockefeller Center, en la toldilla de un transatlántico o bajo la gélida luz azulada de una central eléctrica.

Un pequeño grupo de gente aguardaba en silencio ante la casa del espectro; eran gente del pueblo y burgueses, algunos marineros, dos soldados y un par de muchachas con el uniforme de la Lotta Svärd. De tanto en tanto pasaba un tranvía por la calle de al lado, haciendo temblar los muros y tintinear los cristales de las ventanas. Una bicicleta dobló en la esquina y nos pasó por delante a gran velocidad, y por un momento el aire se llenó del susurro de los neumáticos sobre el asfalto húmedo, dando la impresión de que una presencia invisible acababa de pasar ante nuestros ojos. De Foxá estaba muy pálido, escrutaba el portal de la casa con ojos ávidos, sin soltarse de mi brazo, y yo noté que temblaba de miedo y de deseo.

De pronto oímos el chasquido del ascensor, un leve zumbido y, a continuación, el chirrido de la puerta abriéndose y cerrándose en el último piso y el zumbido del ascensor al bajar; de repente se abrió el portal de la casa y una mujer apareció en el umbral. Era una mujer de mediana edad, vestida de gris y con un sombrerito de fieltro negro, o quizá de papel, en equilibrio precario sobre la rubia cabellera salpicada de hilos de plata. Sus ojos diáfanos se abrían como dos manchas opacas en el rostro pálido, enjuto y de pómulos prominentes. Tenía las manos escondidas bajo un par de guantes de tela verde. Los brazos le colgaban a los lados del cuerpo, y en contraste con el color gris de la falda, sus manos verdes parecían dos hojas muertas. Se quedó quieta bajo el umbral y miró uno por uno a los curiosos congregados en la acera de enfrente. Tenía los párpados blancos y la mirada apagada. Entonces levantó los ojos hacia el cielo y, elevando ligeramente una mano, se la llevó a la frente para protegerse del crudo reflejo de la luz. Se quedó contemplando el cielo durante unos momentos, hasta que por fin bajó la cara, dejó caer la mano a lo largo del costado y fijó la mirada sobre la gente que la observaba en silencio, dedicándole una atención fría, casi mezquina. A continuación la mujer dio un paso atrás y cerró la puerta. Se oyó el chasquido del ascensor y un zumbido tenue y prolongado. Permanecimos a la escucha conteniendo la respiración, a la espera del chirrido de la puerta al llegar a la última planta. El zumbido subió y se alejó hasta hacerse imperceptible. Parecía que el ascensor se hubiera evaporado en el aire o que hubiese abierto un agujero en el techo para seguir subiendo hasta el cielo. La concurrencia levantó la mirada y se puso a escrutar el espléndido cielo. De Foxá se aferraba a mi brazo con fuerza, y noté que temblaba de pies a cabeza.

—Vámonos —le dije.

Nos alejamos de puntillas, nos deslizamos entre la muchedumbre estática, que seguía ocupada observando una nube blanca en lo alto de los tejados, y recorrimos toda la calle Kalevala para ir a sentarnos en el antiguo cementerio sueco, en el banco que hay junto a la tumba de Sierk.

—No era ningún espectro —dijo De Foxá tras un largo silencio—. Nosotros éramos los espectros. ¿Has visto cómo nos miraba? Tenía miedo de nosotros.

—Era un espectro moderno —contesté—, un espectro boreal.

—Sí —dijo De Foxá—, los espectros modernos bajan y suben en ascensor.

Reía nerviosamente, intentando ocultar su pánico pueril. Salimos del cementerio y embocando Bulevardi cruzamos la calle Mannerheim por detrás del teatro Sueco. El césped de la Esplanadi estaba lleno de hombres y mujeres que, echados al pie de los árboles, dirigían el rostro hacia la blanca luz de la noche. Un extraño desasosiego, como una especie de fiebre fría, se adueña de los pueblos del Norte durante las «noches blancas» de verano. Se pasan la noche paseando junto al mar o tendidos en el césped de los jardines públicos o sentados en los bancos del puerto. Luego regresan a casa caminando pegados a las paredes, con la cara vuelta hacia el cielo. Duermen pocas horas, desnudos sobre la cama, bañados por la gélida y cegadora luz que penetra por las ventanas abiertas de par en par. Se acuestan desnudos bajo el sol de la noche como si éste fuera una lámpara de cuarzo. A través de las ventanas abiertas ven moverse en el aire vidrioso los espectros de las casas, los árboles y los veleros que se mecen en el puerto.

Estábamos reunidos en el comedor de la legación de España, en torno a una mesa de caoba maciza sostenida sobre cuatro enormes patas similares a patas de elefante y recargada de cristalería y plata antigua española. Las paredes, tapizadas con brocados rojos, y los muebles oscuros y pesados, decorados con amorcillos danzantes, festones de fruta y caza y cariátides de senos turgentes, ese escenario español, sensual y fúnebre, contrastaban de forma notable y singular con la blanca y cegadora luz nocturna que entraba por la ventana abierta. Tanto los hombres, vestidos con traje de noche, como las mujeres, escotadas y enjoyadas, reunidos en torno a la mesa maciza cuyas patas de elefante sobresalían entre las faldas de seda y los pantalones negros, iluminadas por el brillo purpúreo de los brocados y los destellos opacos de la plata, sometidos a la firme y grave mirada de los retratos de los reyes y grandes de España colgados en las paredes mediante gruesos lazos de seda (un crucifijo de oro pendía sobre el mueble aparador, y los pies del Cristo rozaban el cuello de las botellas puestas a enfriar en la champañera), presentaban un aspecto fúnebre y parecían salidos de un cuadro de Lucas Cranach: la piel, lívida y ajada; los ojos, rodeados de ojeras; las sienes, pálidas y sudadas, y un cadavérico color verde disperso por todo el rostro. Los comensales estaban sentados con los ojos muy abiertos y la mirada fija. El aliento del día nocturno empañaba los cristales. Se acercaba la medianoche y el fuego del atardecer enrojecía ya las copas de los árboles del Brunnsparken. Hacía frío. Yo miraba los hombros desnudos de Anita Bengenström, la hija del ministro de Finlandia en París, y pensaba que al día siguiente debía partir con De Foxá y Mihăilescu para Laponia, pasado el círculo polar ártico. El verano estaba ya muy avanzado. Nos perderíamos la mejor época para la pesca del salmón en Laponia. El ministro de Turquía, Agah Aksel, observaba entre risas que el llegar con retraso es una de las muchas delicias de la vida de los diplomáticos, y explicó que cuando Paul Morand fue nombrado secretario de la embajada de Francia en Londres, lo primero que le dijo el embajador Cambon, que conocía de oídas la fama de holgazán de Paul Morand, fue: «Mon cher, venez au bureau quand vous voudrez, mais pas plus tard». Agah Aksel estaba sentado de cara a la ventana; tenía el rostro de color bronce y los cabellos blancos formaban en torno a su frente un marco de plata similar al de los iconos. Bajito y recio, se movía con desconfianza, y miraba siempre a su alrededor como si sospechara de algo. («C’est un Jeune Turc qui adore le cognac», decía de él De Foxá. «Ah! Vous êtes donc un Jeune Turc?», le preguntaba Anita Bengenström. «J’étais beaucoup plus turc, hélas!, quand j’étais plus jeune», respondía Agah Aksel.)

El ministro de Rumanía, Noti Constantinide, que ha pasado en Italia los mejores años de su vida y desea terminar sus días en Roma, en via Panamá, hablaba del verano romano, de la voz de las fuentes en las plazas desiertas y de la canícula de mediodía, y al hablar se estremecía bajo la fría luz cegadora de la noche nórdica, mirándose la mano blanca, abandonada como si fuera de cera sobre el mantel de raso azul. Constantinide había vuelto el día anterior de Mikkeli, el cuartel general del mariscal Mannerheim, adonde se había desplazado para hacerle entrega al mariscal de una importante condecoración concedido por el joven rey Miguel de Rumanía.

—Está veinte años más joven que la última vez que lo vi; el verano le ha otorgado el don de la juventud —le había dicho Constantinide.

—¿El verano? —había contestado Mannerheim—. En Finlandia hay diez meses de invierno y dos sin verano.

La conversación giró durante unos minutos en torno al mariscal Mannerheim y el contraste entre su gusto «decadente» y la nobleza de su aspecto y sus maneras, en torno al inmenso prestigio de que gozaba en el ejército y en el país, en torno a los sacrificios que la guerra imponía al pueblo finlandés, en torno a aquel terrible primer invierno de guerra. La condesa Mannerheim observó que en Finlandia el frío no baja del Norte, sino que llega desde el Este.

—Aunque se encuentre al norte del círculo polar ártico —añadió—, Laponia es mucho menos fría que la región del Volga.

—Aquí tenemos un nuevo aspecto —dijo De Foxá— de la eterna cuestión oriental.

—¿Cree que para Europa existe todavía una cuestión oriental? —preguntó el ministro de Turquía—. Yo soy del parecer de Philip Guedalla: para los occidentales, la cuestión oriental se limita, hoy por hoy, a saber qué piensan los turcos acerca de la cuestión occidental.

De Foxá explicó que esa mañana se había reunido con el ministro de Estados Unidos, Arthur Schoenfeld, quien estaba muy molesto con Philip Guedalla por su último libro, Men of War, publicado en Londres durante la guerra y del que había encontrado un ejemplar en la librería Stockmann. En el capítulo dedicado a los turcos, el escritor inglés sostenía que las invasiones bárbaras de tiempos pasados siempre habían llegado a Europa desde Oriente por la simple razón de que, antes del descubrimiento de América, no podían llegar a Europa desde ninguna otra parte.

—En Turquía —dijo Agah Aksel— las invasiones bárbaras siempre han llegado desde Occidente, desde tiempos de Homero.

—¿Existían los turcos en tiempos de Homero? —preguntó Colette Constantinide.

—Hay alfombras turcas —respondió Agah Aksel— mucho más antiguas que la Ilíada.

(Días atrás habíamos ido a visitar a Dinu Cantemir, que vivía en el Brunnsparken, delante de la legación de Inglaterra, en la preciosa casa de los Linder, para admirar su colección de porcelanas y alfombras orientales. Mientras Dinu dibujaba en el aire el árbol genealógico de sus mejores ejemplares sajones y Bengt von Torne, de pie bajo el retrato de una Linder famosa por su belleza, hablaba de la pintura de Gallen-Kallela a Mircea Berindei y Titu Mihăilescu, los ministros de Turquía y Rumanía, de rodillas en el centro de la sala, discutían acerca de dos alfombras rituales turcas del siglo XVI que Cantemir había extendido en el suelo. En una había tejidos dos losanges y dos rectángulos alternados, de color rosa, violeta y verde; en el otro, cuatro rectángulos de color rosa, azul y oro, de evidente inspiración persa. El ministro de Turquía ponderaba la delicada correspondencia entre los colores del primero, según él la más difícil combinación con que se había encontrado, y el ministro de Rumanía alababa la gracia casi femenina de los tonos de la antigua miniatura persa de la segunda alfombra. «Mais pas du tout, mon cher —decía Constantinide alzando la voz—. Je vous assure, sur ma parole d’honneur, que vous vous trompez», replicaba Agah Aksel con voz impaciente. Ambos gesticulaban arrodillados con los brazos en alto, de tal forma que parecían rezar a la manera turca. Sin dejar de discutir, terminaron sentándose sobre las alfombras con las piernas cruzadas, el uno frente al otro. Y Agah Aksel decía: «On a toujours été injuste envers les Turcs».)

—Llegará el día —dijo Agah Aksel— en que de la gran civilización turca no quedarán más que algunas alfombras antiguas. Somos un pueblo heroico y desgraciado. Todas nuestras desgracias provienen de nuestra secular tolerancia. Si hubiésemos sido menos tolerantes, tal vez habríamos subyugado a toda la cristiandad.

Yo le pregunté qué significado tenía, en turco, la palabra «tolerancia».

—Siempre hemos obrado con liberalidad con los pueblos sometidos —respondió Agah Aksel.

—Yo lo que no entiendo —dijo De Foxá— es por qué los turcos no se convirtieron al cristianismo. Habría sido una manera de simplificar las cosas.

—Tiene razón —dijo Agah Aksel—, si nos hubiésemos convertido al cristianismo, tal vez hoy estaríamos aún en Budapest, y quién sabe incluso si en Viena.

—Hoy Viena es de los nazis —dijo Constantinide.

—Si se hicieran cristianos nunca tendrían que salir de ella —dijo Agah Aksel.

—El mayor problema de la modernidad sigue siendo el problema religioso —dijo Bengt von Torne—. On ne peut pas tuer Dieu.

Y contó el episodio ocurrido un tiempo atrás en Turku, la ciudad finlandesa bañada por el golfo de Botnia. Un paracaidista soviético que había tomado tierra en los alrededores de la ciudad había sido apresado y encerrado en la prisión de Turku. El prisionero era un hombre de unos treinta años que trabajaba como obrero mecánico en una planta metalúrgica de Jarkov, y un comunista convencido. De talante meditabundo, parecía no sólo interesado sino también informado acerca de muchos problemas, sobre todo de tipo moral. Poseía una cultura sensiblemente superior a la de los udárniki y stajánovtsi, los obreros de esas «brigadas de asalto» que en las fábricas soviéticas toman el nombre de Stajánov, su inventor y organizador. En su celda de la prisión no hacía más que leer, con preferencia libros de argumento religioso, que el director de la cárcel, interesado por un ejemplar humano tan singular y complejo, le permitía escoger de su biblioteca personal. Naturalmente, era materialista y ateo.

Pasado un tiempo lo pusieron a trabajar como mecánico en el taller de la cárcel. Cierto día el prisionero solicitó hablar con un sacerdote. Un joven pastor luterano, muy estimado en Turku por su piedad y su doctrina, amén de célebre predicador, se llegó a la cárcel y fue conducido a la celda de paracaidista soviético. Los dos hombres se quedaron solos en la celda por espacio de casi dos horas. Cuando el pastor, terminado el coloquio, se levantó para salir, el prisionero le puso las manos sobre los hombros y, tras un momento de duda, lo abrazó. Los detalles aparecieron publicados en los periódicos de Turku. Pasadas unas semanas, el prisionero, que durante los últimos días parecía atormentado por un pensamiento secreto y doloroso, solicitó entrevistarse de nuevo con el pastor, que regresó a la cárcel y se encerró, como la primera vez, en la celda del comunista. Había transcurrido más o menos una hora cuando el carcelero, que hacía la ronda por el corredor, oyó los gritos de alguien pidiendo ayuda. Abre la celda y se encuentra al prisionero de pie, recostado en el muro, y frente a él, tendido en el suelo sobre un charco de sangre, al pastor. Antes de expirar, el pastor explicó que, al final del coloquio, el prisionero lo había abrazado y, al hacerlo, le había hundido una afilada hoja de hierro en la espalda. Durante el interrogatorio posterior, el asesino declaró haber matado al pastor porque éste, con la fuerza de sus argumentos, había turbado su conciencia de comunista y ateo. Lo condenaron a muerte y fue fusilado.

—Quiso matar a Dios —concluyó Bengt von Torne— en la figura del pastor.

La noticia del crimen, publicada en todos los periódicos finlandeses, conmovió profundamente a la opinión pública. El teniente Gummerus, hijo del antiguo ministro de Finlandia en Roma, me contó que el comandante del pelotón de fusilamiento, un oficial de Turku amigo suyo, quedó muy impresionado ante la serenidad del asesino.

—Había apaciguado de nuevo su conciencia —dijo De Foxá.

—¡Pero eso es terrible! —exclamó la condesa Mannerheim—. ¿Cómo puede concebirse la idea de matar a Dios?

—Todo el mundo moderno intenta matar a Dios —dijo Agah Aksel—. Para la conciencia moderna, la vida de Dios está en peligro.

—¿Para la conciencia musulmana también? —preguntó Cantemir.

—Por desgracia también para la conciencia musulmana —respondió Agah Aksel—. Y no ya por la influencia de la vecina Rusia comunista, sino por el hecho de que el asesinato de Dios flota en el aire, es un elemento de la civilización moderna.

—El Estado moderno —dijo Constantinide— cree que puede proteger la vida de Dios sólo con medidas policiales.

—El Estado no sólo cree que puede proteger la vida de Dios, sino también su propia existencia —dijo De Foxá—. Piensen en España, por ejemplo. La única forma de derrocar a Franco es matando a Dios, y a día de hoy resulta imposible llevar la cuenta de los atentados contra la vida de Dios en las calles de Madrid y Barcelona. No pasa un día sin que alguien dispare un pistoletazo.

Y explicó que el día anterior, en la librería Stockmann, había encontrado un libro español de publicación reciente; lo había abierto y en la primera página, en la primera línea, había leído las siguientes palabras: «Dios, ese genio loco…».

—Lo que conviene tener en cuenta en el crimen de Turku —dijo Bengt von Torne— no es tanto que un comunista ruso asesine a un pastor, sino que Karl Marx intente matar a Dios. Es un crimen típicamente marxista.

—Hay que tener el valor de admitir que el mundo moderno acepta más fácilmente Das Kapital que el evangelio —dijo Constantinide.

—Lo mismo vale para el Corán —dijo Agah Aksel—. Sorprende la facilidad con que los jóvenes musulmanes aceptan el comunismo. La juventud islámica de las repúblicas orientales de la URSS abandona sin resistencia a Mahoma en favor de Marx. ¿Qué será del islam sin el Corán?

—La Iglesia católica —dijo De Foxá— ha demostrado que sabe arreglárselas sin el evangelio.

—Algún día habrá un comunismo pero sin Marx; ésa por lo menos es la esperanza de muchos ingleses —dijo Cantemir.

—La esperanza de muchos ingleses —dijo Constantinide—, es El capital de Marx en formato de prontuario.

—Los ingleses —dijo Agah Aksel— no tienen que temer nada del comunismo. Para ellos, el problema del comunismo reside en vencer la lucha de clases en el mismo campo de batalla sobre el que ganaron la batalla de Waterloo: en los terrenos de juego de Eton.

La condesa Mannerheim recordó que días atrás el ministro de Alemania, Von Blücher, mientras conversaba con algunos de sus homólogos, se había mostrado muy preocupado por el peligro comunista en Inglaterra. «Don’t worry —le había dicho el conde Adam de Moltke-Huitfeld, secretario de la legación de Dinamarca—, Britons will never be Slavs.»

—Los ingleses —dijo De Foxá— tienen la gran virtud de saber despojar los problemas de todo elemento superfluo, de saber poner sobre la mesa hasta los problemas más graves y complejos. Acabaremos viendo el comunismo —añadió— pasear desnudo por las calles de Inglaterra como si fuera lady Godiva por las calles de Coventry.

Eran quizá las dos de la madrugada. Hacía frío, y la luz metálica que entraba por la ventana daba una tonalidad lívida a los rostros de los comensales, tanto es así que le pedí a De Foxá que hiciera cerrar la ventana y encendiera las luces. Parecíamos cadáveres, y es que nada se asemeja tanto a un muerto como un hombre en traje de noche a plena luz del día o una mujer joven con colorete, espalda escotada y joyas reluciendo al sol. Estábamos sentados en torno a la opulenta mesa como si fuéramos muertos celebrando su banquete fúnebre en el Hades. La luz metálica del día nocturno daba a nuestra piel un lívido brillo mortuorio. Cuando los sirvientes cerraron la ventana y encendieron las luces, algo tibio, íntimo, secreto, entró en la habitación. El vino chispeó en las copas y nuestros rostros recuperaron su color sanguino, los ojos brillaron alegres y nuestras voces se volvieron cálidas y profundas como las voces de los vivos.

De pronto se oyó el largo lamento de las sirenas de alarma y acto seguido empezaron a sonar los disparos de la artillería antiaérea. Desde el mar se oía el suave rumor de abejas de la aviación soviética.

—Cela peut paraître drôle —dijo Constantinide con voz tranquila—, mais moi j’ai peur.

Nadie se movía. El estruendo de las explosiones retumbaba en la lejanía, las paredes temblaban y uno de los vasos se resquebrajó frente a Colette Constantinide dejando escapar un leve tintineo. De Foxá hizo una señal a uno de los sirvientes y éste volvió a abrir la ventana. Los aviones soviéticos, tal vez un centenar de ellos, volaban bajo sobre los tejados de la ciudad, como grandes insectos de alas transparentes.

—Lo más extraño de estas luminosas noches boreales —dijo Mircea Berindei con su particular acento rumano— es poder estudiar a pleno sol los gestos nocturnos, los pensamientos, los sentimientos, los objetos que únicamente nacen al amparo de las tinieblas y que la noche custodia y protege con celo en su oscuro seno —y volviéndose hacia madame Slörn añadió—: ¿Lo ven? He aquí un rostro nocturno.

Pálida y con los labios y los párpados sacudidos por un ligero temblor, madame Slörn sonreía agachando la cabeza. Demetra Slörn es griega y tiene un rostro diáfano, ojos negros, frente alta y pura y una dulzura antigua en la sonrisa y los gestos. Tiene ojos de lechuza, ojos de Atenea, de párpados blancos, delicados e inquietos.

—J’aime avoir peur —dijo madame Slörn.

De vez en cuando un profundo silencio se mezclaba con el estruendo de la artillería, el estallido de las bombas y el zumbido de los motores. Durante esos repentinos silencios, se oía el canto de los pájaros.

—La estación está ardiendo —dijo Agah Aksel, que estaba sentado frente a la ventana.

Los almacenes Elanto también ardían. Hacía frío. Las mujeres se habían tapado con las pieles y el gélido sol nocturno relucía a través de los árboles del parque. Un perro ladraba a lo lejos, en la dirección de Suomenlinna.

Entonces empecé a explicar la historia de Spin, el perro del ministro de Italia, Mameli, durante el bombardeo de Belgrado.