VII

CRÍQUET EN POLONIA

—¿Cuántos judíos murieron en Iasi esa noche? —me preguntó Frank en tono irónico mientras acercaba los pies al hogar, y dejó escapar una risa discreta.

Los demás también reían discretamente, y me miraban con ojos compasivos. El fuego crepitaba en el hogar y la nieve helada acariciaba con sus dedos blancos los cristales de las ventanas. A ratos soplaba un fuerte viento, el viento gélido del Norte, con ráfagas que aullaban entre las ruinas del antiguo hotel d’Anglaterre y levantaban remolinos de nevisca en la plaza Saski. Yo me había levantado y había ido hasta una de las ventanas para contemplar, a través de los cristales empañados, la plaza iluminada por la luz de la luna. Sombras borrosas de soldados atravesaban la acera del hotel Europejski. Más abajo, donde veinte años antes se alzaba el sobor, la catedral ortodoxa de Varsovia, demolida por los polacos en cumplimiento de la oscura profecía de un monje, la nieve extendía ahora su manto inmaculado. Me volví para mirar a Frank y también yo me eché a reír con discreción.

—El comunicado oficial del vicepresidente del Consejo rumano, Mihai Antonescu —respondí—, reconocía quinientos muertos. Pero la cifra oficial declarada por el coronel Lupu es de siete mil judíos masacrados.

—Una cifra respetable —dijo Frank—, aunque sus métodos no son honestos. Así no se hacen las cosas.

—No. Así no se hacen las cosas —dijo el gobernador de Varsovia, Fischer, y sacudió la cabeza con un gesto de desaprobación.

—No es un método civilizado —dijo el gobernador de Cracovia, Wächter, uno de los asesinos de Dollfuss, con voz de disgusto.

—El pueblo rumano no es un pueblo civilizado —dijo Frank con desprecio.

—Ja, es hat keine Kultur —dijo Fischer, y sacudió la cabeza.

—Aunque mi corazón no es tan sensible como el suyo —dijo Frank—, entiendo y comparto su espanto ante la masacre de Iasi. Los pogromos merecen mi condena en tanto que hombre, alemán y Generalgouverneur de Polonia.

—Very kind of you —dije haciendo una reverencia.

—Alemania es un país con un grado de civilización superior, y aborrece los métodos bárbaros —dijo Frank dirigiendo a los presentes una mirada de sincera indignación.

Natürlich —dijeron todos.

—Alemania —dijo Wächter— debe cumplir una gran misión civilizadora en el Este.

—La palabra pogromo no es una palabra alemana —dijo Frank.

—Cierto, es una palabra hebrea, naturalmente —apunté sonriendo.

—Ignoro si es hebrea —dijo Frank—, pero sé que no ha entrado ni entrará nunca en el vocabulario de la lengua alemana.

—Los pogromos son una especialidad eslava —señaló Wächter.

—Los alemanes nos regimos en todo momento por la razón y el método, y no por el instinto animal; obramos siempre de manera científica. Cuando es necesario, y sólo cuando es estrictamente necesario —recalcó Frank separando las sílabas y mirándome fijamente, como si quisiera grabarme sus palabras en la frente—, imitamos el oficio del cirujano, nunca el del carnicero. ¿Acaso —añadió— ha presenciado usted alguna masacre de judíos en las calles de las ciudades alemanas? No, ¿verdad? A lo sumo alguna manifestación de estudiantes, alguna inocente trifulca entre jóvenes. Y no obstante, dentro de un tiempo no quedará en Alemania ni un solo judío.

—Es cuestión de método y organización —observó Fischer.

—Matar judíos —continuó Frank— no encaja con el estilo alemán. Es una molestia estúpida, un derroche inútil de tiempo y energía. Nosotros los deportamos a Polonia y los encerramos en los guetos, allí dentro son muy dueños de hacer lo que les plazca. Los judíos viven en los guetos de las ciudades polacas como en una república libre.

—¡Viva la república libre de los guetos de Polonia! —dije alzando la copa de Mumm que frau Fischer me ofrecía atentamente.

La cabeza empezaba a darme vueltas y me sentía de un humor estupendo.

—¡Viva! —gritaron todos a coro alzando sus copas de champán.

Bebieron y se quedaron mirándome entre risas.

—Mein lieber Malaparte —continuó Frank mientras posaba su mano en mi hombro con cordial familiaridad—, el pueblo alemán es víctima de calumnias abominables. Nosotros no somos un pueblo de asesinos. Espero que cuando vuelva a Italia explique lo que ha visto en Polonia. Su deber como hombre honesto e imparcial es decir la verdad. Podrá usted decir con la conciencia tranquila que, en Polonia, los alemanes forman una gran familia de trabajadores. Mire a su alrededor: ésta es una modesta, sencilla y honesta casa alemana. Así es Polonia: una honesta casa alemana. Fíjese —dijo señalando a su alrededor con la mano.

Me di la vuelta y miré. Frau Fischer había abierto el cajón de un mueble, de donde había sacado una caja en la que había un grueso ovillo de lana, dos agujas, un calcetín recién comenzado y algunas madejas de lana sin hilar. Después de inclinarse ligeramente hacia frau Frank, como si le pidiera su aprobación, se colocó sobre la nariz unas gafas con montura metálica y se puso a hacer punto con toda tranquilidad. Frau Brigitte, por su parte, había abierto una madeja de lana introduciendo las manos por en medio y, tras colocársela en las muñecas a frau Wächter, había empezado a formar con ella un ovillo, moviendo las manos con brío y ligereza. Frau Wächter estaba sentada con las rodillas juntas, el busto erguido y los brazos doblados a la altura del pecho, y, con un sutil movimiento de las muñecas, la ayudaba a hilar la madeja. Las tres mujeres sonreían, formando un auténtico cuadro de elegancia burguesa. El Generalgouverneur Frank las observaba trabajar con una mirada en la que relucía un sentimiento de afecto y orgullo. Entretanto, Keith y Emil Gassner cortaban los pasteles de medianoche y servían café en grandes tazas de porcelana.

Con la ayuda del vino, aquella escena burguesa y el timbre algo sordo de aquel interior de la Alemania provinciana (el tintineo de las agujas de punto, el crepitar de las llamas en la chimenea, el apagado rechinar de los dientes al masticar el pastel, el suave sonido de las tazas de porcelana) poco a poco suscitaban en mi ánimo un ligero malestar. Pese a no hacer fuerza con ella, la mano de Frank, posada sobre mi hombro, me oprimía el espíritu. Y poco a poco, al desentrañar y considerar uno por uno los sentimientos que Frank suscitaba en mí, al intentar esclarecer y definir en mi mente las razones, los pretextos y el significado de cada una de sus palabras, de cada uno de sus gestos, de cada unos de sus actos, al procurar componer, a partir de los elementos relativos a su persona que había ido reuniendo a lo largo de esos días, su retrato moral, me di cuenta de que no era un hombre al que pudiera despacharse con juicios apresurados.

El malestar que me embargaba siempre ante su presencia nacía justamente de la extrema complejidad de su naturaleza, una singular mezcolanza de inteligencia cruel, finura y vulgaridad, de cinismo brutal y de sensibilidad refinada. Sin duda había en él una zona oscura y profunda que yo no alcanzaba a explorar, un reino tenebroso, un infierno inaccesible del que en ocasiones emergía un fugaz resplandor opaco que de repente iluminaba su cara prohibida, su inquietante y enigmático rostro secreto.

El juicio que desde hacía tiempo me había formado sobre Frank era, sin duda alguna, negativo. Lo que sabía de él me bastaba para aborrecerlo. Sin embargo, mi conciencia me negaba el derecho a detenerme en ese juicio. Entre los elementos de que disponía para juzgar a Frank, procedentes en parte de la experiencia ajena, en parte de la propia, faltaba algo, y no sabía el qué; un elemento cuya naturaleza desconocía y del que esperaba, de un momento a otro, una repentina revelación.

Esperaba descubrir en Frank un gesto, una palabra, un acto «gratuito» que me revelasen su verdadero rostro, su cara secreta. Y esa palabra, ese gesto, ese acto gratuito debían irrumpir de repente desde esa zona oscura y profunda de su espíritu donde yo presentía que las raíces de su cruel inteligencia y de su refinada sensibilidad musical se hundían en el fondo enfermizo y, en cierto sentido, criminal de su naturaleza.

—Así es Polonia: una honesta casa alemana —repitió Frank abarcando con la mirada aquella escena íntima de familia burguesa.

—¿Por qué —le pregunté— no se dedica usted también a alguna labor femenina? Su reputación como Generalgouverneur no se resentiría. Hasta el rey de Suecia, Gustavo V, se solaza realizando labores femeninas. Por las noches, rodeado por su familia y sus allegados, el rey Gustavo V se dedica a bordar.

—Ach so? —exclamaron las señoras con incrédula y divertida admiración.

—¿A qué otra cosa puede dedicarse un rey neutral? —preguntó Frank entre risas—. ¿Cree que si fuera Generalgouverneur de Polonia encontraría tiempo para hacer bordados?

—El pueblo polaco sería sin duda mucho más feliz —respondí— si tuviera un Generalgouverneur que se dedica al bordado.

—Ja, ja, ja! ¡Desde luego, menuda fijación la suya! —dijo Frank riendo—. El otro día quería convencerme de que Hitler es una mujer, y hoy quiere persuadirme para que me dedique a las labores femeninas. ¿De veras cree que Polonia puede gobernarse con agujas de bordar? Vous êtes très malin, mon cher Malaparte.

—En cierto sentido —dije—, también usted se dedica a bordar. Su obra política es un auténtico bordado.

—Yo no soy como el rey de Suecia, que se dedica a pasatiempos de colegiala —dijo Frank en tono orgulloso—. Yo bordo sobre la tela de la nueva Europa.

Y lentamente, con paso augusto, cruzó la habitación, abrió una puerta y desapareció.

Yo fui a sentarme junto a la ventana, en un sofá desde el que, sólo girando la cabeza, podía abarcar con la mirada toda la inmensa plaza Saski, las casas sin techo en la parte posterior del Europejski y la ruinas del edificio que se levantaba junto al hotel Bristol, en la esquina de la callejuela que desciende hacia el Vístula.

De todos los paisajes que sirven de telón de fondo a mis experiencias juveniles, aquél era quizás el más caro a mi corazón; en esos momentos, en esa habitación del palacio Brühl y en esa compañía, se me hacía imposible contemplarlo sin sentir un extraño desasosiego, una especie de triste humillación. Ese paisaje, para mí antiguo y familiar, se presentaba de nuevo ante mis ojos después de más de veinte años, con la fatigada inmediatez de una vieja fotografía desvaída, y desde el lejano horizonte de 1919 y 1920, los días y las noches de Varsovia regresaban a mi memoria con el mismo aspecto y los mismos sentimientos de entonces.

(Desde las silenciosas habitaciones, perfumadas de incienso, cera y vodka, de la casita del callejón que se abre al fondo de la plaza del teatro, donde vivía, con sus sobrinas, la Chanoinesse Walewska, se oían las campanas de las cien iglesias del Stare Miasto, tañendo en el aire gélido y puro de la noche de invierno; las sonrisas brillaban en los labios encarnados de las muchachas, mientas las viejas douairières, recogidas frente a la chimenea de la Chanoinesse, hablaban entre ellas en voz queda, con malicia y secretismo. En el salón Malinowa del Bristol, los jóvenes oficiales de ulanos movían los pies al ritmo de la mazurca y se acercaban a las filas de rubias jovencitas vestidas de colores claros, con los ojos rebosantes de un fuego virginal. La vieja princesa Czartoryska, con su cuello ajado envuelto en un collar de perlas que le daba siete vueltas y le caía hasta el regazo, se sentaba en silencio frente a la vieja marquesa Wielopolska en el palacete de la aleje Ujazdowskie, junto a la ventana en cuyos cristales se reflejaban los árboles de la avenida; el reflejo de los tilos se proyectaba por la cálida estancia y teñía de verde las delicadas alfombras persas, los muebles Luis XV, los retratos y paisajes de la escuela francesa e italiana pintados al gusto del Trianón y Schönbrunn, la antigua plata sueca y los esmaltes rusos de tiempos de Catalina la Grande. De pie junto al clave del salón blanco de la Real Legación de Italia, en la Krakowskie Przedmieście, la condesa Rzewuska, la Boronat de deliciosa voz, cantaba las alegres canciones warszawianke de la época de Estanislao Augusto y los tristes cantos ucranianos de los tiempos del atamán Chmielnicki y el levantamiento cosaco; yo me sentaba al lado de Edwige Rzewuska, que me miraba en silencio, pálida y con los ojos extraviados. Y las excursiones en trineo hasta Wilanów, a la luz de la luna. Y las noches en el club Mysliwski, rodeados por el olor tibio del vino de Tokai, escuchando a los viejos señores polacos hablar sobre caza, caballos, perros, mujeres, viajes, duelos y enamoramientos, escuchando a la troika del club Mysliwski —el conde Henryk Potocki, el conde Zamoiski, el conde Tarnowski— discutir sobre vinos, sastres, bailarinas, y hablar con voz antigua de San Petersburgo y Viena, de Londres y París. Y las largas tardes de verano a la fresca sombra de la nunciatura apostólica, en compañía del nuncio, monseñor Achille Ratti, que más tarde sería el papa Pío XI, y con el secretario de la nunciatura, monseñor Pellegrinetti, que más tarde sería cardenal; las ametralladoras soviéticas crepitaban a lo largo de las riberas del Vístula en medio del agobiante calor del atardecer, y bajo las ventanas de la nunciatura piafaban los caballos del Tercero de Ulanos, que marchaban en dirección a Praga para enfrentarse a los cosacos rojos de Budionni. La multitud congregada en las aceras de la Nowy Świat cantaba:

Ułani, ułani, malowane dzieci
niejedna panienka za wami poleci…

Y al frente del regimiento cabalgaba la atlética princesa Woroniecka, madrina del Tercero de Ulanos, con un ramo de rosas entre los brazos.

… niejedna panienka i niejedna wdowa
za wami ułani polecieć gotowa.

Mi altercado con el teniente Potulicki y los tres días de borrachera cuando celebramos nuestra reconciliación. Y el pistoletazo que Marilski le disparó a Dzierjinski en casa de la princesa W., de una punta a otra de un salón atestado de parejas que bailaban The Broken Doll, el primer foxtrot conocido en Polonia, en 1919, y Dzierjinski tendido en el suelo sobre un charco de sangre, con la garganta destrozada, y la princesa W. diciendo a los músicos: «Jouez donc, ce n’est rien», y Marilski con la pistola en la mano, pálido y sonriente, rodeado de jóvenes mujeres congestionadas por el ardor del baile y la visión de la sangre, y, un mes más tarde, Dzierjinski, con el rostro blanco todavía y la garganta vendada, del brazo de Marilski en el bar del Europejski. En los bailes de la legación inglesa, la princesa Olga Radziwill, de cabellos rubios y rizados, cortos como los de un muchacho, abandonada entre risas en los brazos del joven secretario de la legación británica, Cavendish-Bentinck, que guardaba cierto parecido con Rupert Brooke y recordaba al «joven Apolo» del famoso epigrama de Mrs. Cornfold, «magnificently unprepared for the long littleness of life»; e Isabela Radziwill, alta, delgada, morena, de cabellera larga y sedosa y ojos llenos de noche serena, de pie frente al vano de una ventana al lado de un joven general inglés ciego de un ojo, como Nelson, y manco de un brazo, como Nelson, que le hablaba en voz baja, riendo discretamente, con una sonrisa dulce y amorosa. ¡Ah! Aquel general inglés, Carton de Wiart, ciego de un ojo y manco de un brazo, que en la primavera de 1940 capitaneaba las tropas británicas destacadas en Noruega, era sin duda un espectro, el gallardo espectro de una lejana noche en Varsovia. Y también yo era un espectro, el espectro opaco de una edad remota y tal vez dichosa, de una edad muerta pero tal vez dichosa.)

También yo era una sombra inquieta y triste, allí, frente a esa ventana, frente al paisaje de mis años de juventud. Las atractivas sombras de aquella edad lejana y pura surgían del fondo de mi memoria entre risas discretas. Me hallaba contemplando aquellas pálidas imágenes con los ojos cerrados, escuchando aquellas voces queridas, apenas marchitadas por el tiempo, cuando una música dulcísima me acarició los oídos. Eran las primeras notas de un preludio de Chopin. Frank estaba en la habitación contigua (podía verlo a través de la puerta entornada), sentado al piano de madame Beck con la cabeza inclinada sobre el pecho. Tenía la frente pálida, empapada en sudor. Una expresión de hondo sufrimiento mancillaba su orgulloso rostro. Respiraba entre jadeos y se mordía el labio inferior. Tenía los ojos cerrados y le temblaban los párpados. «Es un enfermo», pensé, y enseguida me arrepentí de haberlo pensado.

A mi alrededor todos escuchaban en silencio, conteniendo la respiración. Las notas del preludio, tan puras, tan ligeras, volaban por el aire tibio como pasquines de propaganda arrojados desde un avión. Cada nota llevaba impreso en grandes letras de color rojo: «¡Viva Polonia!». A través de los cristales de la ventana yo veía caer los copos de nieve sobre la plaza Saski, desierta bajo la luz de la luna, y cada copo de nieve llevaba escrito en grandes caracteres de color rojo: «¡Viva Polonia!». Eran las mismas palabras, impresas con las mismas letras rojas, que más de veinte años antes, en octubre de 1919, yo había leído en las notas de Chopin que, puras y ligeras, alzaban el vuelo entre las candidas, frágiles y preciosas manos del presidente del Consejo polaco, Ignacy Paderewski, sentado al piano en el gran salón rosa del palacio real de Varsovia. Eran los días de la resurrección de Polonia: la nobleza polaca y los miembros del cuerpo diplomático solían reunirse a última hora de la tarde en el palacio real, en torno al piano del presidente del Consejo. El delicado espectro de Chopin pasaba entre nosotros sonriendo y un escalofrío recorría los brazos y hombros desnudos de las jóvenes mujeres. La voz inmortal, angélica de Chopin, semejante a la lejana voz de una tormenta de primavera, ocultaba el grito terrible de las revueltas y las masacres. Las notas volaban puras y ligeras por el aire inmundo, por encima de las multitudes demacradas y consumidas, como panfletos de propaganda arrojados desde un avión, hasta que los últimos acordes iban apagándose despacio; entonces Paderewski levantaba poco a poco su formidable cabellera blanca, inclinada sobre el teclado, y nos miraba con el rostro arrasado de lágrimas.

Y ahora, en el palacio Brühl, a pocos pasos de las ruinas del palacio real, en la atmósfera cálida y humeante de ese interior alemán, las notas puras y sediciosas de Chopin alzaban el vuelo entre las manos blancas y delicadas de Frank, las manos alemanas del Generalgouverneur de Polonia; y una sensación de vergüenza y rebeldía me encendía la frente.

—¡Oh, toca como los ángeles! —murmuró frau Brigitte Frank.

En ese momento la música cesó y Frank apareció en el umbral. Frau Brigitte se alzó con ímpetu, dejó caer al suelo el ovillo de lana y, yendo hacia él, le besó las manos. Frank, mientras tendía las manos a ese beso lleno de humildad y fervor religioso, había adoptado una austera expresión de dignidad sacerdotal, como si acabara de bajar los escalones de un altar tras la celebración de un sacrificio místico; tanto es así que tuve la impresión de que de un momento a otro frau Brigitte se hincaría de rodillas para adorarlo. En vez de ello, frau Brigitte lo tomó de las manos y, levantándoselas, se giró hacia nosotros y dijo con voz triunfal:

—¡Miren, miren cómo son las manos de los ángeles!

Miré las manos de Frank: eran pequeñas, delicadas, blanquísimas. Me sorprendió gratamente no ver en ellas una sola mancha de sangre.

Durante algunos días no tuve ocasión de reunirme ni con el Generalgouverneur Frank ni con el gobernador de Varsovia, Fischer, ocupados como estaban en estudiar con Himmler, llegado de improviso desde Berlín, la delicada situación que se había creado en Polonia (eran los primeros días de febrero de 1942) a raíz de las derrotas alemanas en Rusia. Se sabía que las relaciones personales entre Himmler y Frank eran pésimas; Himmler despreciaba la «teatralidad» y el «refinamiento intelectual» de Frank, quien a su vez acusaba a Himmler de obrar con una «crueldad mística». Se hablaba de grandes cambios en la jerarquía nazi de Polonia y hasta el mismo Frank parecía correr peligro. Sin embargo, cuando Himmler dejó Varsovia para regresar a Berlín, todo indicaba que Frank había ganado la partida; los grandes cambios se limitaron a la sustitución de Wächter, el gobernador de Cracovia, por un pariente cercano de Himmler, el Stadthauptmann de Częstochowa, y al nombramiento de Wächter como gobernador de Lviv.

A todo esto, Wächter había regresado a Cracovia con Gassner y el barón Wolsegger. Frau Wächter se había quedado haciéndole compañía a frau Brigitte Frank durante los pocos días que el Generalgouverneur Frank debía demorarse aún en Varsovia. Por mi parte, a la espera de poder partir hacia el frente de Smolensk, había aprovechado la presencia de Himmler (durante esos días la Gestapo se apartaba de sus funciones habituales y se entregaba en cuerpo y alma a la gravosa responsabilidad de proteger la sagrada vida de Himmler) para distribuir a escondidas las cartas, los paquetes de víveres y el dinero que los prófugos polacos de Italia me habían pedido que entregara a sus parientes y amigos de Varsovia. La entrega de correspondencia clandestina, ni que fuera una sola carta procedente del extranjero, a los ciudadanos polacos se castigaba con la muerte. Había tenido que actuar con la máxima cautela para escapar a la vigilancia de la Gestapo y no poner en juego mi vida ni la de los demás, pero gracias a mi extremada prudencia y a la complicidad de un oficial alemán (un joven culto y de ánimo generoso al que había conocido en Florencia años atrás y al cual me unía una afectuosa amistad) logré llevar a cabo el delicado encargo que libremente había aceptado. Era un juego peligroso, y yo me lancé a él con espíritu deportivo, con absoluta lealtad (nunca dejé de respetar, incluso ante los alemanes, las reglas del cricket), impelido por la conciencia de estar cumpliendo con una obra de solidaridad humana y piedad cristiana, unida al deseo de mofarme de Himmler, de Frank y de todo su aparato policial. Disfruté del juego y gané; de haber perdido, habría pagado honradamente. Aunque si gané fue sólo porque los alemanes, que siempre menosprecian a sus contrincantes, no imaginaban siquiera que yo fuese a respetar las reglas del cricket.

Volví a ver a Frank dos días después de la partida de Himmler, en un almuerzo en homenaje del boxeador Max Schmeling organizado en la residencia oficial del Belvedere, en la que fuera hasta su muerte la residencia del mariscal Piłsudski. Esa mañana, mientras recorría lentamente la avenida que, cruzando el precioso parque setecentista (diseñado con una gracia algo triste por algún discípulo tardío de Le Nôtre, y dotado de cierto abandono otoñal), conduce hasta la corte de honor del Belvedere, me pareció como si las banderas alemanas, los centinelas alemanes y los pasos, las voces y los gestos de los alemanes confiriesen un aura fría, dura y muerta a los antiguos y nobles árboles del parque, a la armonía musical de aquella arquitectura concebida para los fastos de Estanislao Augusto, al silencio de las fuentes y los estanques apresados por el hielo.

Más de veinte años antes, cuando paseando bajo los tilos de la aleje Ujazdowskie o por las avenidas de Łazienki veía a lo lejos, entre el follaje, los blancos muros del Belvedere, sentía en mi interior como si las escaleras de mármol, las estatuas de Apolo y Diana, y el estucado blanco de la fachada estuvieran hechos de un material delicado y vivo, como de carne rosada. Ahora, sin embargo, al entrar en el Belvedere, todo me parecía frío, duro, muerto. Y en cuanto, al atravesar las grandes salas saturadas de una luz clara y gélida, ocupadas antaño por los violines y los claves de Lully y Rameau y la melancolía alta y pura de Chopin, oí resonar a lo lejos las voces y risas alemanas, me detuve en el umbral, dudando sobre si entrar, hasta que la voz de Frank me llamó y él mismo fue a buscarme abriendo los brazos con esa orgullosa cordialidad que siempre me sorprendía y me turbaba en lo más hondo.

—Lo dejaré fuera de combate al primer asalto; usted, Schmeling, hará de árbitro —dijo Frank con un cuchillo de caza aferrado en el puño.

Ese día, en la mesa del Generalgouverneur de Polonia, en el palacio del Belvedere, en Varsovia, no era yo el huésped de honor, sino el famoso boxeador Max Schmeling. Me alegraba su presencia, puesto que, al apartar de mí la atención de los comensales, me permitía abandonarme a la dulce tristeza de los recuerdos, evocar aquel 1 de enero de 1920, ya lejano, en que entré por primera vez en esa sala para participar en el tradicional homenaje del cuerpo diplomático al mariscal Piłsudski, el jefe del Estado. El viejo mariscal se erigía inmóvil en el centro del salón apoyado en la empuñadura del sable, un sable auténtico, curvo como una cimitarra, enfundado en una vaina de cuero ornada con orlas de plata; gruesas venas de color claro estriaban su pálido rostro; el bigote, peinado hacia abajo, al estilo Sobieski; la amplia frente, cubierta de cabellos cortos y duros, cortados al cepillo. Habían transcurrido más de veinte años y el mariscal Piłsudski seguía ahí, de pie frente a mí, casi en el mismo lugar donde ahora humeaba, en medio de la mesa, un corzo recién sacado del asador, en cuyas sabrosas carnes Frank hundía, riendo, el largo filo de su cuchillo de caza.

Max Schmeling estaba sentado a la diestra de frau Brigitte Frank, ensimismado, con la cabeza un poco gacha, y miraba uno por uno a los comensales de abajo arriba con ojos tímidos y, a la vez, firmes. Era de estatura algo superior a la media, de facciones suaves, hombros torneados y maneras casi elegantes. Nadie diría que bajo ese traje de franela gris, bien cortado, confeccionado probablemente en alguna sastrería de Viena o Nueva York, aguardaba al acecho su potente musculatura. Tenía una voz grave, armónica, y hablaba despacio, sonriendo, no sé si por timidez o por esa especie de instintivo sentimiento de confianza en sí mismo propio de los atletas. Sus ojos negros proyectaban una mirada profunda y serena. Su rostro era grande y afable. Se sentaba un poco encorvado hacia delante, apoyando los antebrazos en el canto de la mesa y con la mirada fija al frente, como si estuviera en el ring, replegado en posición defensiva. Escuchaba las conversaciones con atención y suspicacia, y de tanto en tanto posaba la mirada sobre Frank con una sonrisa superficial, respetuosa y, no obstante, irónica.

Ante él, Frank interpretaba un papel que me pareció nuevo: el del intelectual que, al coincidir por azar con un atleta, se pavonea, exhibe sus más bellas plumas y, pese a simular reverencia ante la efigie de Hércules y halagar su torso amplio y musculoso, sus voluminosos bíceps, sus puños enormes y duros, se dedica en verdad a quemar incienso en el altar de Minerva, reafirmando, con la exagerada cortesía de sus maneras, la abundancia de elogios orgullosamente tributados a las virtudes atléticas y algún que otro comentario altanero, la indiscutible superioridad de la inteligencia y la cultura sobre la fuerza bruta. Lejos de mostrarse ofendido o hastiado, Max Schmeling no escondía cierto asombro divertido y, al mismo tiempo, una ingenua desconfianza, como si se hallara ante una especie humana para él desconocida; desconfianza que se revelaba en su mirada atenta, su sonrisa irónica, la cautela con la que contestaba a las preguntas de Frank y la desabrida insistencia con la que rehusaba todas aquellas alabanzas ajenas a su valía como atleta.

Franz le preguntaba sobre Creta y sobre la grave herida que había sufrido en aquella arriesgada y heroica empresa, en la que Max Schmeling había tomado parte como paracaidista. Y añadió, volviéndose hacia mí, que en Creta, los prisioneros ingleses, cuando veían a Schmeling pasar en parihuelas, levantaban la mano y gritaban: «Hello, Max!».

—Iba en parihuelas pero no estaba herido —dijo Schmeling—. La noticia de mi grave herida en la rodilla era falsa, fue Goebbels quien la difundió con fines propagandísticos. Llegaron a decir que estaba muerto. La verdad es mucho más simple: tenía calambres en el estómago —luego añadió—: Quiero ser sincero: padecía cólicos.

—No hay nada humillante, ni siquiera para un soldado heroico, en padecer cólicos —observó Frank.

—Nunca he considerado que los cólicos fuesen algo humillante —dijo Schmeling con una sonrisa irónica—. Se debían al frío, no eran cólicos de miedo. Lo que pasa es que cuando se pronuncia la palabra «cólico» al referirse a un soldado, todo el mundo lo achaca al miedo.

—Tratándose de usted, nadie puede achacárselo al miedo —dijo Frank. Luego me miró y dijo—: Schmeling se portó como un héroe en Creta. No le gusta que lo digan, pero es un auténtico héroe.

—No tengo nada de héroe —dijo Schmeling sonriendo, aunque no se me escapó que estaba algo molesto—. Ni siquiera tuve tiempo de entrar en combate. Salté del avión a cincuenta metros del suelo y me quedé tendido entre las matas con esos terribles dolores de vientre. Cuando leí que había resultado herido en combate, me apresuré a desmentir la noticia en una entrevista con un periodista neutral; le dije que simplemente padecía calambres en el estómago. Goebbels nunca me ha perdonado ese desmentido. Llegó a amenazarme con hacerme comparecer ante un tribunal militar, por derrotista. Si Alemania perdiera la guerra, Goebbels mandaría fusilarme.

—Alemania no va a perder la guerra —dijo Frank con severidad.

—Natürlich —dijo Schmeling—, la Kultur alemana no sufre de cólicos.

Todos reímos discretamente y Frank se dignó esbozar con sus labios una sonrisa de indulgencia.

—La Kultur alemana —dijo el Generalgouverneur con tono austero— ha sacrificado, también en esta guerra, a muchos de sus mejores exponentes en nombre de la patria.

—La guerra es el deporte más noble —dijo Schmeling.

Le pregunté si había ido a Varsovia para disputar algún combate.

—Estoy aquí —respondió Schmeling— para organizar y dirigir un torneo entre los campeones de la Wehrmacht y los de las SS. Es el primer gran acontecimiento deportivo que se celebra en Polonia.

—Entre los campeones de la Wehrmacht y los de las SS —dije—, prefiero a los campeones de la Wehrmacht —y añadí que se trataba casi de un evento político.

—Casi —dijo Schmeling sonriendo.

Frank captó la alusión y en su rostro se dibujó una expresión de profunda complacencia. Él mismo acababa de salir victorioso de su particular match con el jefe de las SS y no pudo evitar referirse a las razones de sus discrepancias con Himmler.

—Yo no soy partidario convencido de la violencia —dijo—, y desde luego no será Himmler quien me convenza de que en Polonia no puede implantarse una política de orden y justicia más que por el recurso metódico a la violencia.

—A Himmler le falta sense of humour —observé.

—Alemania es el único país del mundo —dijo Frank-donde el sense of humour no es requisito para ser hombre de Estado. Pero en Polonia las cosas son distintas.

—El pueblo polaco —dije— debe de estarle muy agradecido por su sense of humour.

—Sin duda lo estaría —dijo Frank— si Himmler no secundase con la violencia mi política de orden y justicia.

Y entonces empezó a hablarme de la voz que corría esos días por Varsovia a propósito del fusilamiento de ciento cincuenta intelectuales polacos ordenado por Himmler a espaldas de Frank antes de dejar Polonia y aun a pesar de las objeciones de éste. Era evidente que a Frank le preocupaba quedar eximido a mis ojos de la responsabilidad de esa masacre. Según él, el propio Himmler le comunicó la noticia del fusilamiento justo cuando se disponía a subir al avión que debía llevarlo a Berlín.

—Como se imaginarán —dijo Frank— protesté de la forma más enérgica. Pero el mal ya estaba hecho.

—Himmler —dije— debió de reírse de su protesta. Por lo demás también usted, al despedir a Himmler en el aeropuerto, se reía alegremente. La noticia lo puso de buen humor.

Frank me lanzó una mirada llena de estupor e inquietud.

—¿Cómo sabe que me reí? —me preguntó—. Es verdad, también yo me reí.

—Lo sabe toda Varsovia —contesté—, anda en boca de todos.

—Ach so! —exclamó Frank alzando los ojos al cielo.

También yo levanté los ojos al cielo riendo y no pude reprimir un gesto de maravilla y horror. Pintado en el techo, donde antaño había un fresco que representaba el triunfo de Venus, obra de algún pintor italiano del siglo XVIII seguidor de los grandes maestros venecianos, se veía ahora un cenador con glicinas de color violeta ejecutado con la precisión y el realismo del estilo floral que, desarrollado a partir del modernismo de 1900 por parte de la escuela decorativa de Viena y Munich, ha encontrado en el estilo oficial del Drittes Reich su expresión última y más elevada.

El cenador con glicinas, aterra admitirlo, parecía de verdad. Las finas ramas, semejantes a serpientes, trepaban por las paredes de la sala doblando y entrelazando sobre nuestras cabezas sus largos y retorcidos brazos, sus ramas sinuosas de las que colgaban hojas y ramilletes de flores, en torno a las cuales revoloteaban pequeños pájaros, grandes mariposas de colores y enormes moscones peludos sobre un cielo azul, cristalino y liso como el cielo de una cúpula de Fortuny. Mi mirada se deslizó lenta por el tronco de las glicinas y bajó por la pared pasando de rama en rama hasta posarse sobre los ricos muebles dispuestos con fría simetría a lo largo de las paredes. Eran muebles holandeses, oscuros y macizos, sobre los cuales colgaban, en las paredes, platos azules de loza de Delft decorados con paisajes y marinas y platos de porcelana de la Compañía Holandesa de las Indias, de color escarlata, pintados con motivos de pagodas y aves acuáticas. Colgadas en la pared sobre un mueble aparador alto y solemne al estilo «vieja Baviera», había varias naturalezas muertas de la escuela flamenca que representaban inmensas bandejas de plata llenas de pescados y frutas y mesas fastuosas con una formidable variedad de caza que los setters, pointers y bracos olisqueaban voraces y desconfiados. Las cortinas de los ventanales eran de un espantoso rayón de tonos claros decoradas con motivos florales y de aves, muy del gusto sajón.

Mi mirada y la de Schmeling se cruzaron, y Schmeling sonrió; y yo me asombré de que ese boxeador de frente estrecha y dura, ese bruto educado, pudiera percibir la cualidad grotesca y horrenda del cenador de glicinas, los muebles, los cuadros y las cortinas de ese salón en el que nada quedaba de lo que en tiempos fuera el orgullo del Belvedere: los estucados vieneses, los frescos italianos, los muebles franceses, las inmensas lámparas venecianas, y donde únicamente los contornos de las puertas y ventanas y la proporción entre volúmenes y vacío sobrevivían para atestiguar su armonía pasada y su primitiva gracia setecentista.

Frau Brigitte Frank, que desde hacía un rato seguía el errar incierto de mi mirada y el titubeo de mis ojos atónitos, creyéndome sin duda abrumado y admirado ante semejante despliegue artístico, se inclinó hacia mí y con una sonrisa de orgullo me dijo que ella misma había dirigido la labor de los decoradores alemanes (en realidad no dijo «decoradores», sino «artistas») a los que se debía la portentosa transformación del antiguo Belvedere. El cenador de glicinas, del que se mostraba particularmente orgullosa, era obra de una eximia pintora berlinesa, y me dio a entender que la idea la había concebido ella misma. En un primer momento, por motivos de oportunidad política, había pensado recurrir al pincel de algún pintor polaco, pero luego había desestimado la idea.

—Convendrá conmigo —dijo— en que los polacos no poseen ese sentimiento religioso del arte que es privilegio de los alemanes.

Esa mención al «sentimiento religioso» dio pie a que Frank se extendiera sobre el arte polaco, el espíritu religioso de ese pueblo y lo que él llamaba la idolatría de los polacos.

—Tal vez sean idólatras —dijo Schmeling—, pero he observado que el pueblo polaco concibe a Dios de una manera ingenua e infantil.

Y nos explicó que la noche anterior, mientras supervisaba el entrenamiento de unos boxeadores de la Wehrmacht, un anciano polaco que esparcía serrín sobre la lona del ring le había dicho: «Si nuestro señor Jesucristo hubiese tenido un par de puños como los suyos, no habría muerto en la cruz».

Frank observó entre risas que si Cristo hubiese tenido un par de puños como los de Schmeling, dos auténticos puños alemanes, el mundo habría ido mucho mejor.

—En cierto sentido —dije—, un Cristo con dos auténticos puños alemanes no sería muy distinto de Himmler.

—Ach! Wunderbar! —exclamó Frank, y todos rieron con él—. Puños aparte —continuó Frank cuando la hilaridad se hubo apaciguado—, si Cristo hubiese sido alemán, el mundo estaría gobernado por el honor.

—Prefiero —repetí— que esté gobernado por la piedad.

Frank rompió a carcajadas.

—¡Menuda fijación la suya! Ahora querrá hacernos creer que Cristo era una mujer.

—Les femmes en seraient très flattées —dijo frau Wächter sonriendo con donaire.

—Los polacos —dijo el gobernador Fischer— están convencidos de que Cristo siempre está de su parte, hasta cuando se trata de asuntos políticos, y de que los prefiere a ellos por encima de cualquier otro pueblo, incluso del alemán. Su religión y su patriotismo se fundan, en buena medida, sobre esta idea pueril.

—Por suerte para Él —dijo Frank tras soltar una carcajada—, Cristo es lo suficientemente perspicaz para no ocuparse de la polnische Wirtschaft. Sólo le acarrearía problemas.

—N’avez-vous pas honte de blasphémer ainsi? —dijo frau Wächter con su dulce acento vienés, amonestando a Frank con el dedo.

—Le prometo que no lo volveré a hacer —respondió Frank como si fuera un niño cogido en falta; luego, riendo, añadió—: Si tuviese la certeza de que Cristo tiene un par de puños como los de Schmeling, sin duda sería más prudente a la hora de hablar de Él.

Si Jésus-Christ était un boxeur —dijo frau Wächter—, il vous aurait deja mis knock-out.

Todos nos echamos a reír, y Frank, haciendo una respetuosa reverencia, le preguntó a frau Wächter con qué golpe creía que Cristo lo habría dejado fuera de combate.

—Herr Schmeling —dijo frau Wächter—, podría contestarle mejor que yo.

—La respuesta es fácil —dijo Schmeling, observando con atención la cara de Frank, como si buscara el punto preciso donde colocar el puño—: cualquier golpe podría dejarlo fuera de combate. Tiene usted la cabeza débil.

—¿La cabeza débil? —gritó Frank al tiempo que se ruborizaba.

Se pasó la mano por la cara con un gesto de aparente desenvoltura, aunque saltaba a la vista que estaba molesto. Todos reíamos a mandíbula batiente y frau Wächter se enjugaba los ojos, llenos de lágrimas de tanto reír. Frau Brigitte salió justo a tiempo en ayuda de Frank y, volviéndose hacia mí, dijo:

—El Generalgouverneur es muy amigo del clero polaco; él es el verdadero paladín de la religión católica en Polonia.

—¿Ah, de veras? —exclamé fingiendo un profundo y vivo asombro.

—Al principio —dijo Frank aprovechando con entusiasmo la ocasión de desviar el curso de la charla—, el clero polaco no me tenía en gran estima. Y yo tenía serios motivos para estar insatisfecho con los curas. Sin embargo, después de lo ocurrido últimamente en el frente ruso, el clero ha acabado acercándose a mí. ¿Y sabe por qué? Porque temen que Rusia venza a Alemania. ¡Ja, ja, ja! Sehr amüsant, nicht wahr?

—Ja, sehr amüsant —respondí

—En estos momentos —continuó Frank— el clero polaco y yo vamos a una. Y eso a pesar de que yo no he alterado, ni alteraré, por poco que sea, las líneas fundamentales de mi política religiosa en Polonia. Lo que hace falta para ganarse el respeto en un país como éste es coherencia. ¿La aristocracia polaca? Para mí es como si no existiera. No la frecuento. Yo no entro en las casas de los nobles polacos y ellos no entran en la mía. He consentido que sigan jugando y bailando felices en sus palacios, y entretanto ellos bailan y se cubren de deudas; cuanto más bailan menos cuenta se dan de que se les avecina la ruina. A veces abren los ojos, ven que se han arruinados ellos solos y entonces se duelen de su infortunada patria, y me acusan en francés de ser un tirano cruel y enemigo de Polonia. Y luego se echan a reír, y se ponen de nuevo a jugar y a bailar. ¿La burguesía? La mayor parte de la alta burguesía huyó del país en 1939 tras los pasos del gobierno de la República. Ahora sus bienes los administran los funcionarios alemanes. Los que se quedaron en Polonia, tocados de muerte por la imposibilidad de ejercer profesiones liberales, queman sus últimos cartuchos intentando formar una oposición en mi contra a base de monsergas ridículas y vanas conjuras que yo manejo a mi placer a sus espaldas. Todos los polacos, sobre todo los intelectuales, son conspiradores natos. Su mayor pasión es conspirar. Sólo una cosa los consuela de la ruina en que se halla Polonia: la posibilidad, al fin, de dar rienda suelta a su pasión dominante. Sin embargo, yo tengo las manos largas y sé cómo aprovecharme de ello. Himmler, que tiene las manos cortas, no piensa más que en fusilamientos y campos de concentración. ¿Acaso ignora que los polacos no le temen a la muerte ni a la prisión? Los institutos de bachillerato y las universidades eran hervideros de intrigas patrióticas. Yo los he cerrado. ¿De qué sirven institutos y universidades en un país sin Kultur? Y llegamos al proletariado. Los campesinos se enriquecen con el mercado negro, y yo dejo que se enriquezcan. ¿Por qué? Porque el mercado negro desangra a la burguesía y reduce a la indigencia al proletariado industrial, impidiendo con ello la formación de un frente único de obreros y campesinos. Los obreros trabajan en silencio a las órdenes de los capataces. Al caer la República, los capataces polacos no salieron del país, no abandonaron las máquinas ni a sus plantillas, sino que permanecieron en sus puestos. Los capataces y los obreros también son el enemigo, pero un enemigo digno de respeto. No conspiran; trabajan. Es posible que su actitud forme parte de un plan general de lucha contra nosotros. Por minas, fábricas y astilleros circulan panfletos con propaganda comunista impresos en Rusia e introducidos en Polonia de forma clandestina. En ellos se exhorta a los capataces y obreros polacos a no rebajar el nivel de producción y a trabajar con la máxima disciplina para no dar a la Gestapo ningún pretexto para represaliar a la clase obrera. Está claro que si la clase obrera polaca logra que Himmler no la aplaste y esparza sus restos por los cementerios y campos de concentración, será la única clase en condiciones de asumir el poder una vez terminada la guerra. En el caso, desde luego, de que Alemania perdiera la guerra. En el caso de que Alemania ganara la guerra, Polonia se vería obligada a buscar el apoyo de la única clase superviviente, es decir, la clase obrera. Y lo mejor es que la burguesía polaca me acusa de ser el autor de esos panfletos. Calumnias. No tengo nada que ver con esos panfletos, pero dejo que circulen. Debido a las necesidades de la guerra, nos conviene que el nivel de la producción industrial polaca se mantenga alto. ¿Por qué no íbamos a poder servirnos de la propaganda comunista cuando ésta, con el fin de salvar de la destrucción a la clase obrera, la exhorta a no minar nuestra producción en tiempos de guerra? Los intereses de Rusia y Alemania en Europa son irreconciliables, pero hay un punto en el que convergen: el interés por preservar la eficiencia de la clase obrera. Hasta el día en que Alemania aplaste a Rusia o Rusia aplaste a Alemania. Y ahora llegamos a los judíos. En el interior de los guetos, gozan de la libertad más absoluta. Yo no los persigo. Dejo que los nobles se arruinen con el juego y se distraigan bailando, que los burgueses conspiren, que los campesinos se enriquezcan y que los capataces y obreros cumplan con su trabajo. Y muchas veces incluso cierro un ojo.

—También para apuntar con un fusil —dije— hay que cerrar un ojo.

—Tal vez. Pero le ruego que no me interrumpa —continuó Frank tras un momento de vacilación—. La verdadera patria del pueblo polaco, su verdadera Rzeczpospolita Polska, es la religión católica. Es la única patria que le queda a este pueblo de infelices. Yo la respeto y la protejo. En los primeros tiempos existían muchas discrepancias entre el clero y yo. Ahora las cosas han cambiado. Después de los últimos acontecimientos en el frente ruso, el clero polaco ha variado su actitud con respecto a la política alemana en Polonia. Si bien no me ayuda, tampoco se opone a mí. El ejército germánico ha sido derrotado ante las murallas de Moscú; Hitler no ha logrado, o mejor dicho, no ha logrado aún, reducir a Rusia. El clero polaco teme más a los rusos que a los alemanes, tiene más miedo de los comunistas que de los nazis. Puede que no le falte la razón. Como ve, le hablo con franqueza. Y también hablo con toda franqueza cuando digo que me inclino ante el Cristo polaco. Usted puede objetar que me inclino ante Él porque sé que está desarmado, pero me inclinaría incluso si estuviera armado con un fusil ametrallador. Porque así lo exigen el interés de Alemania y mi conciencia de católico alemán. De una sola acusación debo rendir cuentas al pueblo polaco: de haber prohibido el peregrinaje al santuario de la Virgen Negra de Częstochowa. Aunque estaba en mi derecho. Si tolerara que cientos de miles de fanáticos se congregaran de tanto en tanto en ese santuario, pondría en serio peligro la seguridad de la ocupación alemana en Polonia. Casi dos millones de fieles visitan todos los años el santuario de Częstochowa. Yo he vetado las peregrinaciones y he prohibido la exhibición pública de la Virgen Negra. Del resto de las acusaciones no debo rendir cuentas más que al Führer y a mi conciencia.

Dicho esto calló de improviso y miró a su alrededor. Había hablado sin hacer pausas, con una elocuencia triste y resentida. Los demás nos quedamos mirándolo fijamente en silencio. Frau Brigitte lloraba con disimulo, sonriendo. Frau Wächter y frau Fischer estaban conmovidas y no apartaban los ojos del rostro bañado en sudor del Generalgouverneur. Frank, que se enjugaba la frente con un pañuelo, vino hacia mí y tras lanzarme una mirada escrutadora me preguntó con una sonrisa:

—Ha estado usted en Częstochowa, nicht wahr?

Había estado en Częstochowa unos días antes para visitar el célebre santuario, donde me había hospedado con los religiosos de la orden romana de los paulinos. El padre Mendera me había hecho de guía por la cripta subterránea donde se conserva la efigie de la Virgen Negra, la más venerada de Polonia. Se trata de una imagen encuadrada en un marco de plata, al estilo bizantino, y la llaman la Virgen Negra por el color de la cara, ennegrecida por las llamas de un incendio provocado en el santuario por los suecos en el transcurso de un asedio. El Stadthauptmann de Częstochowa, que por ser pariente cercano de Himmler era especialmente temido, despreciado y agasajado por los religiosos, había consentido de forma excepcional en que se me mostrara la imagen de la Virgen Negra. Era la primera vez, desde la ocupación alemana de Polonia, que el icono sagrado se presentaba a los ojos de los fieles, y los religiosos no cabían en sí de alegría y asombro por el inesperado acontecimiento.

Cruzamos la iglesia y bajamos al subterráneo seguidos por un grupo de campesinos que estaban arrodillados en la iglesia y nos habían visto pasar. Los dos inspectores nazis del Stadthauptmann de Częstochowa, Günter Laxy y Fritz Griehshammer, y los dos SS que me acompañaban, se quedaron en la entrada, y Günter Laxy le hizo una señal al padre Mendera, que me miró turbado y dijo en italiano: «Los campesinos». Yo respondí en voz alta en alemán: «Los campesinos se quedan». En ese momento llegó el prior del santuario, un viejo menudo y escuálido con la cara llena de arrugas; lloraba al tiempo que sonreía y de vez en cuando se sonaba la nariz con un gran pañuelo verde. El oro, la plata y los maravillosos mármoles brillaban ligeramente en la penumbra de la capilla. Los campesinos, arrodillados frente al altar, mantenían los ojos fijos en la persiana de plata que esconde y protege la antigua imagen de la Virgen de Częstochowa. De tanto en tanto se oía el tintineo de los fusiles de los SS, inmóviles en la entrada.

De pronto un redoble de tambores hizo temblar las paredes del subterráneo, trompetas de plata atacaron las notas triunfales de Palestrina y la persiana empezó a levantarse despacio, dejando a la vista la Virgen Negra con el Niño en brazos y sus ornamentos de perlas y piedras preciosas, que resplandecían bajo la roja luz de las velas. Los campesinos rompieron a llorar postrados con la cara tocando el suelo. Podía oír sus gimoteos ahogados y el contacto de sus frentes contra el suelo de mármol. Llamaban a la Virgen por su nombre, con voz queda, «María, María», como si llamaran a alguien de la familia, una madre, una hermana, una hija, una esposa. La Virgen era la madre de Cristo, sólo de Cristo. Pero era la hermana, la esposa, la hija de los campesinos, por eso la llamaban por el nombre, con voz queda, «María, María», como si temieran ser oídos por los SS inmóviles frente a la entrada. El redoble grave y amenazante de los tambores y el toque terrible de las largas trompetas de plata hacían temblar los cimientos del santuario y parecía que la bóveda de mármol fuera a derrumbarse sobre nuestras cabezas; los campesinos gritaban ahora «¡María, María!» como si llamaran a un muerto, como si quisieran despertar del sueño de la muerte a una hermana, una esposa, una hija, gritaban: «¡María, María, María!». Entonces el prior y el padre Mendera se dieron la vuelta despacio, y también los campesinos, callando de repente, se giraron para mirar a Günter Laxy, Fritz Griehshammer y los dos SS armados con fusiles, inmóviles frente a la entrada con la frente escondida bajo el casco de acero; los miraban llorando, los miraban en silencio, llorando. El redoble de tambores tronó más grave aún en el interior de la piedra y las trompetas elevaron sus notas bajo la bóveda de mármol mientras la persiana descendía lentamente. La Virgen Negra desapareció entre destellos de gemas y oro. Los campesinos volvieron hacia mí sus rostros arrasados de lágrimas y se quedaron mirándome con una sonrisa.

Era la misma sonrisa que había visto dibujarse de forma inesperada en los labios de los mineros que trabajan en el corazón de las minas de sal de Wieliczka, cerca de Cracovia. De pronto, en las galerías oscuras excavadas en bloques de sal gema, un sinfín de pálidos rostros devastados por el hambre y la angustia aparecieron ante mí bajo la luz ahumada de las antorchas, como una legión de espectros. Acababa de entrar en una iglesia excavada en la sal, una pequeña iglesia de arquitectura barroca, excavada a fuerza de pico y cincel por los mineros de Wieliczka hacia finales del siglo XVII. Esculpidas en la sal, se veían estatuas de Cristo, la Virgen y varios santos. Estatuas de sal parecían también los mineros arrodillados frente al altar construido con bloques de sal gema, o aglomerados en la entrada de la iglesia con la gorra de cuero en la mano. Me miraban en silencio, llorando con una sonrisa.

—En el santuario de Częstochowa —continuó Frank sin darme tiempo a contestar— oyó el redoble de los tambores y el toque de las trompetas de plata, y también usted creyó entonces que ésa era la voz de Polonia. Se equivocaba, Polonia es muda. Inerte y muda como un cadáver. El inmenso y gélido silencio de Polonia es más potente que nuestra voz, que nuestros gritos, que los disparos de nuestros fusiles. Es inútil luchar contra el pueblo polaco. Es como luchar contra un cadáver. Y sin embargo, uno presiente que está vivo, que la sangre circula por sus venas, que un pensamiento secreto escarba su cerebro, que en su pecho palpita el odio y que es más fuerte, más fuerte que uno mismo. Es como luchar con un cadáver animado. Así es, un cadáver animado. ¡Ja, ja, ja! Mein lieber Schmeling, ¿alguna vez ha luchado contra un cadáver?

—No, nunca —respondió Schmeling algo desconcertado, y miró fijamente a Frank.

—¿Y usted, lieber Malaparte?

—No, nunca he luchado contra un cadáver —respondí—, pero he asistido a una lucha entre hombres vivos y hombres muertos.

—¿En serio? —exclamó Frank—. ¿Y dónde?

Todos me miraban con atención.

—En Podu Iloaiei —respondí.

—¿En Podu Iloaiei? ¿Y dónde está Podu Iloaiei?

Podu Iloaiei está en Rumanía, en la frontera de Besarabia. Se trata de una pequeña población a una veintena de millas de Iasi, en Moldavia. Cuando oigo el silbido de una locomotora en pleno día, no puedo evitar pensar en Podu Iloaiei. Un pueblo polvoriento situado en un valle polvoriento dominado por un cielo azul salpicado de blancas nubes de polvo. El valle es estrecho y queda encerrado entre dos colinas claras, bajas, sin árboles, con sólo algún que otro grupo de acacias aquí y allá, unas pocas vides y áridos campos de trigo.

Soplaba un viento cálido, un viento áspero como la lengua de un gato. El trigo ya había sido segado y los campos, llenos de rastrojos, desprendían un brillo amarillento bajo el sol viscoso y agobiante. En el valle se formaban nubes de polvo. Corría finales de junio de 1941, pocos días después del gran pogromo de Iasi. Yo me dirigía en coche a Podu Iloaiei con Sartori, el cónsul italiano de Iasi, al que todos llamaban «el Marqués», y con Lino Pellegrini, un buen chico, un «estúpido fascista» que había llegado a Iasi procedente de Italia junto a su joven esposa para pasar allí la luna de miel y que se dedicaba a enviar a los periódicos de Mussolini artículos rebosantes de entusiasmo por el mariscal Antonescu, el Perro Rojo, Mihai Antonescu y toda la caterva de canallas sanguinarios que abocaron a la ruina al pueblo rumano. Era el joven más apuesto bajo el sol de Moldavia, entre los Alpes transilvanos y la desembocadura del Danubio; las mujeres perdían la cabeza por él, se asomaban a las ventanas, salían a las puertas de las tiendas para verlo pasar y, suspirando, decían: «Frumos! Frumos! ¡Guapo, guapo!».

Pero era un «estúpido fascista», y además, huelga decirlo, yo estaba algo celoso de él, habría preferido que fuera más feo y menos fascista, y en mi fuero interno sentía por él un enorme desprecio. Hasta el día que lo vi encararse con el jefe de policía de Iasi y gritarle «cerdo asesino» a la cara. Había ido a pasar la luna de miel a Iasi, bajo las bombas de los aviones soviéticos, y se pasaba las noches encerrado con su mujer en un adăpost, un refugio excavado entre las tumbas del antiguo cementerio abandonado. Sartori, el Marqués, era un napolitano flemático, un hombre plácido y remolón, pero la noche del gran pogromo de Iasi había arriesgado cien veces la vida por salvar a un centenar de pobres judíos de las manos de los gendarmes. Ese día nos dirigíamos todos juntos a Podu Iloaiei en busca del propietario del edificio del consulado de Italia, un abogado judío, un buen hombre al que los gendarmes habían dejado malherido a culatazos en el jardín del consulado para a continuación llevárselo medio muerto, con el fin seguramente de rematarlo en otro sitio en lugar de dejarlo allí, tendido en el suelo, como prueba de que habían asesinado a un judío en el interior del consulado de Italia.

Hacía calor y el coche rodaba despacio por una calzada llena de profundos baches. Yo padecía mi habitual fiebre del heno y estornudaba sin parar. Nubes de moscas nos seguían, zumbando rabiosas. Sartori se las sacudía con un pañuelo y, con la cara llena de sudor, decía:

—¡Vaya lata! Ir en busca de un cadáver con el calor que hace, ¡con la de miles de cadáveres que hay por toda Moldavia! Es como buscar una aguja en una montaña de heno.

—¡No me hable de heno, haga el favor, Sartori! —decía yo estornudando.

—¡Ay, Señor, Señor! —decía Sartori—. Me había olvidado de que padece la fiebre del heno.

Y se quedaba mirando con ojos compungidos mi rostro congestionado, mi nariz irritada y mis párpados enrojecidos e hinchados.

—A usted le gusta ir a buscar cadáveres —decía yo—, confiese, querido Sartori. Es napolitano, y a los napolitanos les gustan los muertos, los funerales, los lloros, el luto, los cementerios. A usted le gusta enterrar muertos, ¿a que sí, Sartori, a que le gustan los cadáveres?

—Menos guasa, Malaparte. Con el calor que hace, podría pasarme sin ir a buscar cadáveres. Pero se lo he prometido a la esposa y a la hija de ese desgraciado, y lo prometido es deuda. Esas dos pobres todavía esperan encontrarlo vivo. ¿Cree que aún está vivo, Malaparte?

—¿Cómo quiere que esté vivo, si dejó usted que lo mataran en sus narices sin siquiera abrir la boca? Ahora entiendo por qué está gordo como un carnicero. ¿En estos menesteres se ocupa nuestro Real Consulado de Iasi?

—Malaparte, después de lo ocurrido, si Mussolini fuera un hombre justo, debería promoverme a embajador.

—Le nombrará ministro de Exteriores. Apuesto a que tiene usted el cadáver escondido bajo la cama. Diga la verdad, Sartori, a usted le gusta dormir con cadáveres bajo la cama.

—¡Ay, Señor, Señor! —suspiraba Sartori secándose la cara con el pañuelo.

Llevábamos tres días buscando el cadáver de aquel infeliz. La noche anterior habíamos visitado al jefe de policía en persona en un intento de averiguar si en el último momento los verdugos le habían perdonado la vida y lo habían encerrado en prisión. El jefe de policía nos había recibido con la máxima corrección; tenía la cara amarilla y flácida, los ojos negros y peludos, con un brillo verdoso bajo las pobladas cejas. Reparé con estupor en que le crecían pelos en los bordes interiores de las conjuntivas; no eran pestañas, sino una pelusa fina y espesa de color gris.

—¿Han ido al hospital de San Espiridón? Puede que esté ahí —dijo en un momento dado el jefe de policía entornando los ojos.

—No, no está en el hospital —dijo Sartori con su voz pausada.

—¿Está usted seguro —preguntó el jefe de policía mirando a Sartori con el rabillo del ojo, que relucía negro y verde entre la pelusa gris—, verdaderamente seguro, de que los hechos acontecieron en el interior del consulado? ¿Y que los autores fueron mis gendarmes?

—¿Me ayudará por lo menos a encontrar el cadáver? —preguntó Sartori sonriendo.

—Parece ser —dijo el jefe de policía mientras encendía un cigarrillo— que alguien disparó contra una patrulla de gendarmes que pasaba por la calle desde las ventanas del consulado de Italia.

—Con su ayuda no será difícil dar con el cadáver —dijo Sartori sonriendo.

—No tengo tiempo para ocuparme de cadáveres —dijo el jefe de policía con una sonrisa gentil—. Bastante tengo ya con los vivos.

—Por suerte —dijo Sartori—, los vivos menguan de número a gran velocidad, pronto podrá permitirse un descanso.

—Falta me hace —dijo el jefe de policía alzando la mirada.

—¿Por qué no podemos llegar a un acuerdo y dividirnos el trabajo? —preguntó Sartori con su plácida voz—. Usted se encarga de descubrir y detener a los asesinos, que sin duda se cuentan aún entre los vivos, y yo me encargo de encontrar al muerto. ¿Qué le parece?

—Si no me trae el cadáver de ese señor, y si no puede demostrarme que ha sido asesinado, ¿cómo quiere que busque a los asesinos?

—Tiene toda la razón —dijo Sartori sonriendo—. Le traeré el cadáver. Se lo traeré aquí, a su despacho, junto con los otros siete mil cadáveres, y usted me ayudará a encontrarlo entre el montón. ¿Le parece bien?

Hablaba despacio, sonriendo, con una flema impasible; pero yo conozco a los napolitanos, se cómo son algunos de ellos, y sabía que Sartori, en esos momentos, ardía de rabia e indignación.

—Me parece bien —respondió el jefe de policía.

Fue entonces cuando Pellegrini, el «estúpido fascista», se puso en pie y, apretando los puños, le espetó al jefe de policía:

—Es usted un vulgar asesino, un cobarde y un canalla.

Yo me quedé mirándolo maravillado, era la primera vez que lo miraba sin envidia. Había que admitir que era bien parecido: alto, atlético, el rostro pálido, las aletas de la nariz inflamadas, los ojos llenos de fuego. Con el arrebato de furia, el negro flequillo ondulado le había caído sobre la frente en largos tirabuzones. Lo miré con profundo respeto. Era un «estúpido fascista», pero la noche del gran pogromo de Iasi había arriesgado su vida en más de una ocasión por salvarle la vida a algún pobre judío, y en esos momentos (habría bastado una señal del jefe de policía para que lo liquidaran esa misma tarde, en la esquina de cualquier calle), estaba jugándose la piel por el cadáver de un judío.

El jefe de policía también se había puesto en pie y lo miraba fijamente con sus ojos pelosos; con mucho gusto le habría disparado un balazo en el abdomen, habría disfrutado disparándonos un balazo a Sartori, a Pellegrini y a mí, pero no se atrevía porque no éramos rumanos, no éramos tres pobres judíos de Iasi. Temía posibles represalias de Mussolini. (¡Ja, ja, ja! ¡Represalias de Mussolini! Lo que no sabía era que, si nos hubiera liquidado, Mussolini ni siquiera habría abierto la boca. Mussolini no quería problemas. ¿Acaso no sabía que Mussolini tenía miedo de todo el mundo, hasta de él?) Y entonces me eché a reír, pensando que el jefe de policía de Iasi tenía miedo de Mussolini.

—¿Qué le hace tanta gracia? —me preguntó de repente el jefe de policía, y se giró bruscamente hacia mí.

—¿Qué quiere este señor? —le pregunté a Pellegrini—. ¿Quiere saber de qué me río?

—Sí —contestó Pellegrini—, quiere saber de que se ríe.

—Me río de él. ¿Es que no puedo reírme de él?

—La verdad es que nada se lo impide —dijo Pellegrini—, pero comprendo que a él no le haga mucha gracia.

—Seguro que no le hace mucha gracia.

—¿En serio? ¿Se ríe de él? —me preguntó Sartori con su plácida voz—. Disculpe, Malaparte, pero creo que se equivoca. Este señor es todo un caballero y habría que tratarlo como se merece.

Nos pusimos en pie tranquilamente y salimos, pero apenas traspasada la puerta, Sartori se paró y dijo:

—Se nos ha olvidado despedirnos de él. ¿Volvemos?

—No —contesté—, mejor vamos a ver al comandante de los gendarmes.

El comandante de los gendarmes nos ofreció un cigarrillo, nos escuchó con atención y luego dijo:

—Se habrá ido a Podu Iloaiei.

—¿A Podu Iloaiei? —preguntó Sartori—. ¿A hacer qué?

Un par de días después de la masacre, un tren lleno de judíos salió para Podu Iloaiei, una población a una veintena de millas de Iasi, donde el jefe de policía había decidido establecer un campo de concentración. El tren había salido hacía tres días y a esas alturas debía de haber llegado hacía tiempo.

—Vamos a Podu Iloaiei —dijo Sartori.

Así fue como, a la mañana siguiente, nos fuimos en coche a Podu Iloaiei. Paramos en una pequeña estación perdida en medio de la polvareda de los campos para preguntar acerca el tren. Unos soldados que estaban sentados a la sombra de un vagón abandonado en una vía muerta nos dijeron que el convoy, compuesto por una decena de vagones de ganado, había pasado por allí dos días antes y que se había pasado toda una noche parado en la estación. Los infelices que iban encerrados en los vagones precintados gritaban y gemían rogando a los soldados de la escolta que arrancasen las tablas de madera clavadas en las ventanillas. En cada vagón iban hacinados unos doscientos judíos, y las ventanillas, aun siendo poco más que estrechos resquicios protegidos por una reja metálica en lo alto de las paredes del vagón, habían sido selladas con tablones de madera para que aquellos desgraciados no pudiesen respirar. El tren había arrancado al amanecer en dirección a Podu Iloaiei.

—Quizá puedan alcanzarlo antes de que llegue a Podu Iloaiei —dijeron los soldados.

La vía férrea atraviesa el valle en paralelo a la carretera. Estábamos ya en las proximidades de Podu Iloaiei cuando oímos un largo silbido que llegaba a través de los campos llenos de polvo. Nos miramos los unos a los otros; nos habíamos quedado pálidos como si conociéramos su origen.

—¡Qué calor! —suspiró Sartori al tiempo que se secaba la frente con el pañuelo.

Al instante me di cuenta de que se ponía en el lugar de esos infelices, amontonados de doscientos en doscientos en vagones de ganado sin apenas agua, y de que se arrepentía y se avergonzaba de haber dicho: «¡Qué calor!». Aquel silbido lejano resonaba con un eco espectral por los campos desiertos y llenos de polvo, bajo el resplandor inmóvil del sol. Poco después divisamos el tren. Estaba silbando parado frente a un disco. Luego se puso en marcha despacio y nosotros lo seguimos por la carretera, observando los vagones de ganado y las tablas de madera clavadas en las ventanillas. El tren había tardado tres días en recorrer una veintena de millas, ya que los convoyes militares tenían preferencia y además no había prisa. Aunque hubiese llegado a Podu Iloaiei tras tres meses de viaje, habría llegado a tiempo.

Entretanto llegamos a Podu Iloaiei; el tren se detuvo en una vía muerta a las afueras de la estación. Era casi mediodía, el calor era sofocante y los empleados de la estación se habían ido a comer. El maquinista, el fogonero y los soldados de la escolta se habían apeado del tren y echado en el suelo, a la sombra de los vagones.

—Abran los vagones inmediatamente —ordené a los soldados.

—No podemos, domnule capitán.

—¡Que abran los vagones ya! —grité.

—No podemos, los vagones están sellados —dijo el maquinista—. Hay que avisar al jefe de estación.

El jefe de estación estaba comiendo. Al principio no quiso interrumpir el almuerzo, pero luego, al enterarse de que Sartori era el cónsul de Italia y de que yo era un domnul căpitan italiano, se levantó de la mesa y nos siguió trotando con un par de grandes tenazas en la mano. Los soldados se pusieron manos a la obra, intentando abrir la puerta del primer vagón. La puerta, de madera y hierro, se resistía, como si diez, cien brazos la sujetaran desde el interior, como si los prisioneros hicieran fuerza para impedir que se abriera. Entonces el jefe de estación gritó: «¡Eh, vosotros, los de dentro, empujad también!». Del interior no llegó ninguna respuesta. Entonces hicimos fuerza todos juntos. Sartori estaba de pie delante del vagón, mirando hacia arriba y secándose el sudor con el pañuelo. De repente, la puerta cedió y el vagón se abrió.

El vagón se abrió de repente, y la masa de presos se precipitó sobre Sartori, tirándolo al suelo y amontonándose encima de él. Eran los muertos, que huían del vagón. Caían en tropel, a peso, con un golpe sordo, como estatuas de cemento. Sepultado bajo los cadáveres, aplastado bajo su peso frío e inmenso, Sartori se debatía y forcejeaba en un intento por zafarse de aquel peso muerto, de aquella montaña de hielo; hasta que desapareció bajo el montón de cadáveres como si de una avalancha de piedras se tratara. Los muertos son despiadados, tercos, feroces. Los muertos son estúpidos. Caprichosos y vanidosos como los niños y las mujeres. Los muertos están locos. Ay si un muerto odia a un vivo. Ay si se enamora de él. Ay si un vivo insulta a un muerto, o lo hiere en el amor propio, o si ofende su honor. Los muertos son celosos y vengativos. No tienen miedo de nadie, no le temen a nada, ni a los golpes, ni a las heridas ni a la superioridad numérica del enemigo. No le temen siquiera a la muerte. Luchan con uñas y dientes, en silencio, no dan ni un paso atrás, no sueltan la presa, no huyen jamás. Luchan hasta el final, con un valor frío y tenaz, riéndose con sarcasmo, pálidos y mudos, con los ojos muy abiertos, desorbitados, con esos ojos de loco que tienen los muertos. Cuando caen vencidos, cuando se resignan a la derrota y a la humillación, cuando yacen sometidos, despiden un olor dulce y grasiento y se descomponen lentamente.

Algunos se abalanzaban sobre Sartori con todo su peso, intentando aplastarlo, otros se dejaron caer encima de él fríos, rígidos, inertes, otros le daban cabezazos en el pecho y le propinaban codazos y rodillazos. Sartori les tiraba del pelo, los asía de la ropa, se agarraba a sus brazos, intentaba apartarlos aferrándolos por la garganta y dándoles puñetazos en la cara. Era una lucha feroz y silenciosa; acudimos todos en su ayuda y procuramos en vano sacarlo de debajo de aquella pesada montaña de muertos, hasta que, tras muchos esfuerzos, conseguimos aferrarlo y liberarlo del montón. Sartori se puso de pie, tenía la ropa hecha trizas, los ojos hinchados y sangraba por una mejilla. Estaba palidísimo, pero sereno. Lo único que dijo fue: «Miren si queda alguien vivo por ahí abajo. Me han dado un mordisco en la cara».

Los soldados subieron al vagón y empezaron a sacar los cadáveres de uno en uno; en total, ciento setenta y nueve muertos por asfixia. Tenían la cabeza hinchada y la cara de color azul. Mientras, había llegado un escuadrón de soldados alemanes, así como un pequeño grupo de vecinos del pueblo y campesinos que nos ayudaron a abrir los vagones, bajar los cuerpos y alinearlos sobre el terraplén de la vía férrea. Había llegado también un grupo de judíos de Podu Iloaiei, con el rabino a la cabeza; habían oído que estaba con nosotros el cónsul de Italia y eso les había dado esperanza. Estaban pálidos pero serenos, y hablaban con voz firme. Todos tenían familia y amigos en Iasi, y todos y cada unos de ellos temían por la vida de algún amigo o pariente. Iban vestidos de negro y llevaban en la cabeza unos peculiares sombreros de fieltro duro. El rabino y cinco o seis de ellos, que decían pertenecer al consejo de administración de la Banca Agrícola de Podu Iloaiei, se inclinaron ante Sartori.

—Hace calor —dijo el rabino mientras se secaba el sudor con la palma de la mano.

—Sí, hace mucho calor —dijo Sartori llevándose el pañuelo a la frente.

Las moscas emitían un zumbido rabioso. Los muertos, tendidos en fila en el terraplén de la vía férrea, eran casi dos mil. Y dos mil cadáveres en fila expuestos al sol son muchos. Hasta demasiados. Un niño de pocos meses, vivo aún, fue encontrado aferrado a las rodillas de su madre. Estaba inconsciente, pero todavía respiraba. Tenía un brazo roto. La madre había conseguido mantenerlo tres días con la boca pegada a una rendija de la puerta; se había defendido salvajemente de la muchedumbre de moribundos que intentaba apartarla de ahí y había muerto aplastada entre la confusión. El niño se había quedado atrapado bajo la madre muerta, aferrado a sus rodillas sin apartar la boca de aquel sutil filo de aire.

—¡Está vivo! —anunció Sartori en un tono de voz extraño—. ¡Está vivo, está vivo!

Yo miraba conmovido al bueno de Sartori, a aquel napolitano gordo y plácido que por fin había perdido la flema, y no por todos aquellos muertos, sino por un niño vivo, un niño vivo todavía.

Pasadas unas horas, hacia el atardecer, los soldados sacaron del fondo de uno de los vagones un cadáver que tenía la cabeza envuelta en un pañuelo ensangrentado y lo arrojaron al terraplén. Era el propietario de la sede del consulado de Italia en Iasi. Sartori se quedó mirándolo en silencio durante un buen rato, luego le tocó la frente y volviéndose hacia el rabino dijo:

—Era todo un caballero.

De pronto se oyeron gritos de pelea. Una turba de campesinos y gitanos, llegados de todas partes, estaba desnudando a los cadáveres. Aquello pareció sublevar a Sartori, pero el rabino le tocó el brazo con la mano.

—Es inútil —dijo—, es la costumbre —y luego, sonriendo tristemente, añadió en voz baja—: Mañana irán a vernos para vendernos la ropa robada a los muertos, y nosotros tendremos que comprársela. ¿Qué otra cosa podemos hacer?

Sartori observaba en silencio cómo les quitaban la ropa a aquellos infelices. Parecía que los muertos se defendieran con todas sus fuerzas contra la violencia de los asaltantes, quienes, chorreantes de sudor, se esforzaban, entre gritos e imprecaciones, por levantar sus obstinados brazos y doblar sus rígidos codos y sus duras rodillas para quitarles chaquetas, pantalones y ropa interior. Las mujeres se mostraban aún más tenaces en esa resistencia desesperada. Nunca habría dicho que fuera tan difícil quitarle la blusa a una muchacha muerta. Quizá fuera el pudor, vivo en ellas todavía, lo que daba fuerzas para defenderse a esas mujeres, que de vez en cuando se levantaban sobre los codos y acercaban su blanco rostro a la cara torva y sudada de sus profanadores, escrutándolos con los ojos abiertos de par en par. Hasta que volvían a caer al suelo desnudas, con un golpe sordo.

—Tenemos que irnos, se hace tarde —dijo Sartori con su voz tranquila, se volvió hacia el rabino y le pidió que le expidiera el acta de defunción de aquel «caballero».

El rabino hizo una inclinación y nos encaminamos a pie hacia el pueblo. En la oficina del director de la Banca Agrícola hacía un calor insoportable. El rabino mandó traer los registros de la sinagoga, extendió el acta de defunción de aquel pobre diablo y le entregó el documento a Sartori, que lo dobló con cuidado y se lo guardó en la billetera. Un tren silbaba a lo lejos. En torno al tintero, revoloteaba un moscón de alas turquesas.

—Lamento tener que irme —dijo Sartori en un momento dado—, pero debo estar en Iasi antes de que anochezca.

—Aspettate un momento, prego —dijo en italiano uno de los administradores de la Banca Agrícola.

Era un judío menudo y rollizo, con una perilla al estilo Napoleón III. Abrió un armario, de donde sacó una botella de vermut, y sirvió unos cuantos vasos. Añadió que el vermut era de Turín, Cinzano de ley, y se puso a contarnos en italiano que había visitado en varias ocasiones Venecia, Florencia y Roma, y que sus dos hijos habían estudiado medicina en Italia, en la Universidad de Padua.

—Me gustaría conocerlos —dijo Sartori con voz afable.

—Están muertos —contestó el judío—, murieron en Iasi el otro día —y suspirando añadió—: Cuánto desearía volver a Padua, volver a ver la universidad donde estudiaron mis chicos.

Nos quedamos un buen rato sentados en silencio en la habitación llena de moscas. Al fin, Sartori se levantó y salimos sin decir nada. Mientras subíamos al coche, el judío con la perilla de Napoleón III posó la mano en el brazo de Sartori y con voz queda y humilde dijo:

—¡Y pensar que me sé de memoria toda la Divina comedia! —y empezó a declamar—: «Nel mezzo del cammin di nostra vita…».

El coche se puso en marcha y el grupo de judíos vestidos de negro desapareció tras una nube de polvo.

—Ja, es ist ein Volk ohne Kultur —dijo Fischer sacudiendo la cabeza.

—Se equivoca —repliqué—, los rumanos son un pueblo generoso y amable. Yo siento un gran aprecio por los rumanos, son valientes y, al derramar su propia sangre por Cristo y por el rey, han dado muestras de un noble sentimiento del deber y de una gran generosidad. Son un pueblo simple, un pueblo de campesinos rudos y amables. No puede culpárseles si las clases, las familias y los hombres que debieran servirles de ejemplo tienen podridos alma, mente y huesos. El pueblo rumano no es responsable de las matanzas de judíos. Los pogromos, también en Rumanía, se organizan y se desencadenan por orden, o con la connivencia, de las autoridades del Estado. No puede culparse al pueblo si los cadáveres de los judíos, descuartizados y colgados en ganchos como terneros, permanecen días y días expuestos en muchas carnicerías de Bucarest, ante las carcajadas de la Guardia de Hierro.

—Comprendo y comparto su sentimiento de rebeldía —dijo Frank—. Gracias a Dios, y un poco también gracias a mí, en Polonia no ha tenido ni tendrá ocasión de asistir a horrores de esa especie. No, mein lieber Malaparte, en Polonia, en la Polonia alemana, no encontrará ni ocasión ni pretexto para dar rienda suelta a sus nobles sentimientos de condena y piedad.

—Oh, en cualquier caso no iría a quejarme ante usted. Sería una imprudencia. Me mandaría encerrar en un campo de concentración como poco.

—Y Mussolini no protestaría siquiera.

—No, ni siquiera protestaría. Mussolini no quiere problemas.

—Usted sabe —dijo Frank con énfasis— que soy justo y leal, y que no me falta sense of humour. Venga a verme sin temor si tiene que hacerme algún comentario justo y leal. Estamos en Varsovia, no en Iasi, y yo no soy el jefe de policía de Iasi. ¿O acaso ha olvidado nuestro pacto? ¿Se acuerda de lo que le dije cuando llegó a Polonia?

—Me dijo que me mandaría vigilar de cerca por la Gestapo, pero que tendría derecho a pensar y actuar como un hombre libre. Me aseguró que podría expresar con libertad mis ideas, que usted haría lo propio conmigo, y que respetaría con absoluta lealtad las reglas del cricket.

—Nuestro pacto sigue vigente —dijo Frank—. ¿O acaso no he respetado en todo momento las reglas del cricket? Le daré una prueba más de mi lealtad y le diré que Himmler no se fía de usted. Yo he salido en su defensa. Le he asegurado que no sólo es usted un hombre leal, sino también un hombre libre que en Italia ha padecido cárcel y persecuciones por sus libros, por su libertad de espíritu y por sus imprudencias de enfant terrible, pero nunca por deslealtad. Para demostrarle la exactitud de mi juicio, le he dicho también que, al pasar por Suecia, como hace usted a menudo cuando se dirige al frente de Finlandia, le sería muy fácil, y nadie podría impedírselo, quedarse en ese país neutral en calidad de asilado político, pero que no lo hace porque es usted un corresponsal de guerra, luce el uniforme italiano y su honor le prohíbe desertar. Añadí que sus libros se publican en Inglaterra, Francia y Estados Unidos, y que es, por ello, un escritor digno de consideración, y que compete a nosotros demostrarle que la Polonia alemana es un país tan libre como Suecia. Para ser del todo sincero con usted, le diré que aconsejé a Himmler que mandara registrarle en cuanto abandonase territorio polaco. Quizá debí advertirle de que me proponía darle ese consejo a Himmler, o tal vez lo mejor habría sido no decirle nada. En cualquier caso, se lo advierto ahora. Mejor tarde que nunca. Esto también es cricket, nicht wahr?

—Más o menos —respondí sonriendo—, aunque habría hecho mejor aconsejándole a Himmler que mandara registrarme al entrar en Polonia. Y por darle a mi vez una nueva prueba de mi lealtad, quiero decirle en qué he ocupado mi tiempo durante la estancia de Himmler en Varsovia.

Y le hablé de las cartas, los paquetes de víveres y el dinero que los prófugos polacos de Italia me habían rogado que entregara a sus parientes y amigos de Varsovia.

—Ach so! Ach so! —exclamó Frank riendo—. ¡Y en las mismísimas narices de Himmler! Ach wunderbar! ¡En las mismísimas narices de Himmler!

—Wunderbar! Ach wunderbar! —gritaron todos al tiempo que reían escandalosamente.

—Espero —dije— que esto sea cricket.

—Ya lo creo que es criquet, ¡y del bueno! —gritó Frank—. ¡Bravo, Malaparte! —y alzando el vaso dijo—: Prosit!

—Prosit! —repetí levantando mi vaso.

—Prosit! —repitieron todos.

Y bebimos al uso alemán, de un trago.

Por fin nos levantamos de la mesa y frau Brigitte Frank nos acompañó a una habitación cercana (una habitación redonda, iluminada por dos grandes puertas acristaladas que daban al jardín) que antaño había sido el dormitorio del mariscal Piłsudski. El reflejo de la nieve (por las ramas desnudas de los árboles brincaban pequeños pájaros grises, las estatuas de Apolo y Diana de los cruces de caminos iban vestidas de nieve y aquí y allá se veían por el jardín centinelas alemanes que caminaban con el fusil al hombro) se deshacía suavemente sobre los muros, los muebles y las gruesas alfombras.

—En esta habitación —dijo Frank—, en ese mismo sillón donde ahora se sienta Schmeling, murió el mariscal Piłsudski. Ha sido mi voluntad que no se tocase nada, que todo quedara intacto y en su lugar; sólo mandé sacar la cama —y añadió después, en tono enfático—: El recuerdo del mariscal Piłsudski se merece todo nuestro respeto.

Había muerto en el sillón, entre las dos puertas, mirando los árboles del jardín. La amplia cavidad abierta en la pared delante de las puertas acristaladas estaba ocupada por un sofá en el que se sentaban frau Fischer y el Generalgouveneur Frank. La cama del mariscal Piłsudski había llenado antes la cavidad donde ahora estaba el sofá. De pie junto al sillón, ocupado en ese momento por el boxeador Max Schmeling, el viejo mariscal de pálido rostro surcado de venas de color claro, gran bigote peinado hacia abajo, al estilo Sobieski, y frente amplia cubierta de cabellos cortos y duros, cortados al cepillo, esperaba a que Max Schmeling se levantara y le cediese el asiento. Frank tenía razón: el recuerdo del mariscal Piłsudski se merecía todo nuestro respeto.

Frank discutía en voz alta con Max Schmeling sobre deporte y campeones. Hacía calor, y el aire olía a tabaco y a coñac. Sentía que poco a poco el torpor iba adueñándose de mí, oía las voces de Frank y de frau Wächter, veía a Schmeling y al gobernador Fischer llevándose a los labios las copas de coñac, a frau Fischer volviéndose sonriente a frau Brigitte, y me daba la sensación de estar envuelto en una niebla cálida que por momentos desdibujaba las voces y los rostros. Empezaban a fastidiarme esas voces y esos rostros, estaba harto de Polonia, pocos días después partiría para el frente de Smolensk, y también eso era criquet, pobre de mí, también eso era criquet.

En un momento determinado me pareció que Frank se daba la vuelta hacia mí para invitarme a pasar unos días en los montes Tatra y en Zakopane, la famosa estación de esquí polaca. «También Lenin, poco antes de la guerra, en 1914, pasó unos meses en Zakopane», decía Frank riéndose. Yo respondí, o me pareció responder, que no podía, que debía partir para el frente de Smolensk, y luego caí en la cuenta de que en realidad estaba diciendo: «¿Por qué no? Con mucho gusto iría a pasar cinco o seis días a Zakopane». De pronto el Generalgouverneur se puso en pie, los demás también, y Frank propuso ir a dar un paseo por el gueto.

Salimos del Belvedere. Yo subí en el primer coche, con frau Fischer, frau Wächter y el Generalgouverneur Frank; en el segundo coche iban frau Brigitte Frank, el gobernador Fischer y Max Schmeling. El resto de los invitados nos seguía en otros dos coches. Recorrimos la aleje Ujazdowskie, doblamos por Swietokrzyska y por Marszalkowska, y a la entrada de la «ciudad prohibida», frente al paso abierto en la alta muralla de ladrillos rojos que los alemanes han construido en torno al gueto, paramos y nos apeamos.

—Fíjese en este muro —me dijo Frank—. ¿Le parece por un casual esa terrible muralla de cemento plagada de ametralladoras de la que hablan los periódicos ingleses y americanos? —y añadió riendo—: Los judíos, pobrecillos, padecen todos del pecho; el muro, al menos, los resguarda del viento.

Me pareció reconocer algo en la voz arrogante de Frank, algo turbio, una crueldad humillada y triste.

—La atroz inmoralidad de este muro —repliqué— no consiste sólo en el hecho de que impide que los judíos salgan del gueto, sino también en el hecho de que no les impide entrar.

—Eso no es del todo cierto —dijo Frank riendo—: por más que infringir la prohibición de salir del gueto esté castigado con la muerte, los judíos entran y salen a placer.

—¿Trepando el muro?

—Oh, no —respondió Frank—, salen por unos agujeros similares a las madrigueras de los topos que ellos mismos excavan por las noches al pie del muro y que durante el día disimulan con tierra y hojas. Se introducen en esas madrigueras y van a la ciudad a comprar comida y ropa. El tráfico del mercado negro del gueto se desarrolla en buena medida gracias a esos túneles. A veces el ratón pisa una trampa; suelen ser niños de ocho o diez años, no más. Se juegan la vida con auténtico espíritu deportivo. Esto también es cricket, nicht wahr?

—¿Que arriesgan la vida? —grité.

—En el fondo —contestó Frank—, no tienen nada más que arriesgar.

—¿Y a esto lo llama cricket?

—Por supuesto, todo juego tiene sus reglas.

—En Cracovia —dijo frau Wächter—, mi marido ha construido en torno al gueto un muro de estilo oriental, con curvas elegantes y unas almenas preciosas. Los judíos de Cracovia no tienen ningún motivo para quejarse. Es un muro de lo más elegante, al estilo judío.

Se echaron todos a reír, pateando la nieve helada.

—Ruhe, silencio —dijo un soldado con el fusil al hombro que estaba de rodillas a pocos pasos de nosotros, escondido detrás de un montón de nieve.

El soldado apuntó el fusil hacia un agujero excavado en el muro a ras de tierra y puso el ojo en la mirilla. Arrodillado tras él, otro soldado espiaba por encima del hombro de su compañero, quien, de repente, abrió fuego. La bala se estrelló contra el muro, justo al borde del agujero.

—¡Fallado! —exclamó alegremente el soldado, y accionó el obturador.

Frank se acercó a los dos soldados y les preguntó a qué estaban disparando.

—A un ratón —contestaron riendo a carcajadas.

—¿A un ratón? Ach so! —dijo Frank, y se puso de rodillas para mirar por encima del hombro del soldado.

Los demás nos acercamos también, y las señoras se pusieron a reír y a cacarear y se arremangaron las faldas hasta media pierna, como suelen hacer las mujeres cuando oyen hablar de ratones.

—¿Dónde está el ratón? —preguntó frau Brigitte Frank.

—Achtung! —dijo el soldado apuntando de nuevo.

Del negro agujero excavado al pie de muro asomó un flequillo de negros cabellos despeinados, luego aparecieron dos manos que se posaron sobre la nieve. Era un niño.

Sonó el disparo, pero también en esta ocasión erró el blanco por muy poco. La cabeza del niño desapareció.

—Dame eso —dijo Frank con voz impaciente—, no sabes ni cómo coger un fusil.

Tomó el fusil del soldado y apuntó.

Nevaba en medio del silencio.