V
LAS CIUDADES PROHIBIDAS
Llegué a Varsovia en coche desde Radom a través de la inmensa llanura polaca sepultada bajo la nieve. Al entrar en Varsovia, los miserables suburbios devastados por los bombardeos, la Marszalkowska, flanqueada por los esqueletos de los edificios renegridos por los incendios, las ruinas de la estación de ferrocarril y las negras casas asoladas a las que la luz pálida de la tarde daba un aspecto todavía más crudo me parecieron casi un grato refugio, amén de un descanso para mis ojos cegados por el brillo de la nieve.
Las calles estaban desiertas, los pocos viandantes que había huían pegados a los muros y las patrullas de soldados alemanes montaban guardia en los cruces con las ametralladoras a punto. La plaza Saski me pareció inmensa, espectral. Alcé la vista hacia el primer piso del hotel Europejski y busqué la ventana de la habitación en la que había pasado dos años, entre 1919 y 1920, cuando era un joven agregado diplomático de la Real Legación de Italia. La ventana estaba iluminada. Me detuve en el patio del palacio Brühl, crucé el vestíbulo y puse el pie sobre el primer peldaño de la escalinata de honor.
El gobernador alemán de Varsovia, Fischer, me había invitado aquella noche a la cena en homenaje al Generalgouverneur Frank, a frau Brigitte Frank y a algunos de los colaboradores principales del Generalgouverneur. El palacio Brühl, sede en tiempos del Ministerio de Asuntos Exteriores de la República de Polonia, y sede ahora de la gobernación alemana de Varsovia, se erguía intacto a dos pasos de las ruinas del hotel d’Anglaterre, el antiguo parador donde Napoleón se alojara a su paso por Varsovia. Había sido alcanzado por una única bomba, que había derrumbado el techo de la escalinata de honor y el de la galería interior que conduce a las lujosas dependencias privadas del antiguo ministro de Exteriores de la República, el coronel Beck, ocupadas ahora por Fischer. Puse el pie sobre el primer peldaño y, mientras comenzaba a subir, levanté la mirada.
En lo alto de la escalinata, flanqueada a ambos lados por sendas filas de esbeltas columnas lisas estucadas de blanco, sin base ni capitel, de un clasicismo moderno, descarnado y violento, aparecieron ante mí, iluminadas crudamente desde la parte inferior, como por unas candilejas, por las lámparas dispuestas entre columna y columna a lo largo de la escalera, dos macizas estatuas de carne que parecían abalanzarse amenazantes sobre mí, que subía despacio los peldaños de mármol rosa. Vestida de lame dorado, con pliegues rígidos y hondos semejantes a las canaladuras de una columna, frau Fischer se erguía solemne, con la frente tocada con un alto torreón de cabellos rubios con reflejos cobrizos, un recogido de lo más singular que evocaba un rico capitel corintio superpuesto de la manera más estrafalaria a una columna dórica. Por debajo del borde de la falda sobresalían dos pies enormes y dos orondas piernas de carnosas pantorrillas a las que la reluciente seda gris de las medias confería un reflejo de acero. Tenía los brazos no ya abandonados, sino extendidos con rigidez a los costados, como vencidos por un gran peso. A su lado se alzaba imponente la alta mole del gobernador Fischer, gordo, hercúleo, comprimido en un traje de noche negro de corte berlinés y mangas demasiado cortas. Tenía la cabeza pequeña, la tez rosácea e inflada, los ojos salidos de las cuencas y los párpados enrojecidos. De vez en cuando, quizás en un intento de engañar a su propia timidez, se lamía los labios con ademán lento y estudiado. Mantenía las piernas separadas, los brazos caídos, rígidos, ligeramente despegados de los flancos, y los gruesos puños cerrados, semejante a la estatua de un boxeador. Y por ilusión de la perspectiva, a mí, que subía la escalinata con pasos parsimoniosos, esas dos figuras macizas me parecían inclinadas hacia atrás, como las estatuas de una fotografía tomada en contrapicado; como sucede con las fotografías, las manos, los pies y las piernas se me antojaban enormes, desproporcionados con respecto al resto de la persona, extrañamente inflados y deformes. Y a cada peldaño crecía en mi interior esa vaga sensación de miedo que se adueña de mí cada vez que, sentado en una butaca en la primera fila de un teatro, veo a un cantante avanzar hacia las candilejas y cernirse sobre mí con el brazo en alto y la boca abierta. En ese preciso instante las dos macizas estatuas de carne alzaron a la vez el brazo derecho y dijeron con voz sonora:
—Heil Hitler!
(En ese preciso momento, frente a mis ojos, el gobernador Fischer y frau Fischer se desvanecieron bajo la luz azulada de las lámparas y en su lugar aparecieron las sombras altas y delgadas de madame Beck y el coronel Beck. Madame Beck sonreía mientras se doblaba ligeramente hacia delante para ofrecerme la mano, como si quisiera ayudarme a subir los últimos peldaños, y el coronel Beck, espigado, delgado, con la cabeza pequeña como la de un pájaro, hacía una reverencia con sobria elegancia inglesa, inclinándose de forma casi imperceptible sobre la rodilla izquierda. Pese a ser de ayer, parecían dos pálidas imágenes lejanas en el tiempo y la memoria; se movían con una gracia espectral sobre el fondo de las ruinas de Varsovia, en medio de las cuales una multitud escuálida, lívida de ira y angustia, desfilaba levantando los brazos y gritando. Madame Beck parecía no percatarse de la multitud que desfilaba a sus espaldas, y sonreía al tiempo que me ofrecía la mano. Mas el coronel Beck, con el rostro blanco y asustado, hacía de vez en cuando ademán de girarse, moviendo a un lado y a otro su grácil cabecita de pájaro [el fuego azul de las lámparas se reflejaba sobre su cráneo brillante y su nariz prominente], y empujaba con los hombros, como si quisiera esconderlo, el escenario de las ruinas de Varsovia, de las calles atestadas de gente miserable envuelta en pobres pieles o impermeables de goma desteñidos y rasgados y con la frente desnuda o cubierta de viejos cabellos descoloridos por la lluvia y el hielo. Nevaba y, de vez en cuando, de entre la multitud que desfilaba lenta por las aceras, de entre los miles de miradas apagadas, una mirada despierta seguía, con una llama de odio y desesperación, a algún soldado alemán que cruzaba la calle con sus botas herradas. Frente al Bristol y el Europejski, frente al cine de la Nowy Swiat y la iglesia de San Andrés, donde se encuentra custodiado el corazón de Chopin, frente a los escombros de la Marszalkowska y la Krakowskie Przedmieście, frente a las vidrieras hechas añicos de Wedel y Fuchs, grupos de mujeres se daban la vuelta, intercambiaban miradas de cansancio y movían la cabeza con recelo; pandillas de muchachos, que corrían patinando por el hielo, se paraban a mirar el ir y venir de oficiales alemanes en el patio del palacio Potocki, sede de la Kommandatur. En torno a las grandes hogueras encendidas en las plazas, turbas silenciosas de hombres y mujeres en cuclillas sobre la nieve extendían las manos hacia el fuego. Todos se giraban para fijar los ojos en las dos pálidas sombras que se movían con elegancia en lo alto de la escalinata de mármol del palacio Brühl, y de cuando en cuando alguno levantaba los brazos y gritaba. Se veían pasar grupos de hombres esposados y escoltados por las SS, y todos volvían la cabeza hacia madame Beck, que me ofrecía la mano con una sonrisa, y hacia el coronel Beck, que movía inquieto su cabecita de pájaro sobre el grácil cuello, empujando con los hombros, como si quisiera esconderlo, recortado contra el miserable escenario de las ruinas de Varsovia, ese paisaje gris y sucio, parecido a una pared con el revoque salpicado de sangre, desconchado y acribillado por los proyectiles de los pelotones de fusilamiento.)
En torno a la mesa del gobernador Fischer, en las dependencias del coronel Beck, volví a encontrarme, además de al Generalgouverneur Frank y frau Brigitte Frank, a toda la corte del Wawel de Cracovia: frau Wächter, Keith, Emil Gassner, el barón Wolsegger y el hombre de Himmler; camuflados entre ellos, advertí la presencia de tres o cuatro colaboradores de Fischer, gente de aspecto gris y ausente.
—Henos aquí a todos reunidos otra vez —dijo Frank, y me miró con una sonrisa cordial. Y añadió, repitiendo el famoso dicho de Lutero—: Hier stehe ich und kann nicht anders…
—Aber ich kann stets anders, Gott helfe mir! —respondí.
Mis palabras fueron recibidas con una gran carcajada, y frau Fischer, intimidada por esa, para ella insólita, «ouverture de conversación convival» (como dijo Frank en el pomposo lenguaje que gustaba de emplear en los banquetes), me sonrió, entreabrió los labios como si fuera a decir algo, se ruborizó y, deslizando la mirada entre los comensales, dijo:
—Guten Appetit.
Frau Fischer era una mujer joven y florida de expresión ensimismada y dulce. A juzgar por cómo la miraban los hombres, debió de ser una mujer de gran belleza; y aparte de su vulgaridad, sensible tan sólo a un ojo no alemán, debió de ser una mujer ciertamente distinguida. Llevaba el cabello, dorado y liso, con reflejos cobrizos que delataban la insistencia del hierro caliente, peinado en forma de largos tirabuzones enredados sobre la frente, como las greñas de una Medusa cubierta de elásticas culebras que la peluquera, para sujetarlas, hubiera rellenado de cabello humano de un tono más oscuro que el suyo. Sonreía con miedo, apoyaba en el canto de la mesa, con un gesto pueril, los brazos blancos y rollizos, y callaba, limitándose a responder con un dulce ja cada vez que alguien le dirigía la palabra. Frau Brigitte Frank y frau Wächter, que al principio de la cena la observaban con una malevolencia insistente e irónica, habían terminado apartando de ella la mirada y concentrando toda su atención en la comida y la conversación, presidida por el Generalgouverneur Frank con su habitual elocuencia cargada de vanidad. Frau Fischer lo escuchaba en silencio, mientras lo contemplaba embelesada con sus enormes ojos de muñeca, y no despertó de su hechizo hasta que apareció en la mesa el asado de gamo. El gobernador Fischer explicó cómo él mismo había dado muerte al gamo disparándole entre los ojos, a lo que frau Fischer dijo con un suspiro:
—So ist das Leben, así es la vida.
Como dijo Frank, aquélla era una cena en honor de Diana cazadora; y mientras lo decía le dedicó a frau Fischer una sonrisa acompañada de una reverencia galante. Primero se sirvieron los faisanes, luego las liebres, por último el gamo; y la conversación, que en un principio había girado en torno a Diana y sus amores salvajes, la cacerías cantadas en Homero y Virgilio, pintadas por los pintores alemanes medievales y rimadas por los poetas italianos del Renacimiento, pasó a tratar de las cacerías polonesas, de los cotos de caza de los señores de Polonia, de las jaurías de sabuesos de Volinia y de cuáles eran mejores, si las jaurías alemanas, las polacas o las húngaras. Luego, poco a poco, como siempre, la charla fue desviándose hacia el tema de Polonia y los polacos, para a continuación, como siempre, recaer sobre los hombros de los judíos.
En ningún lugar de Europa se me habían mostrado los alemanes tan desnudos, tan al descubierto, como en Polonia. En el transcurso de mi larga experiencia bélica, me había ido persuadiendo de que los alemanes no les tienen ningún miedo a los hombres fuertes, a los hombres armados que se les enfrentan con valor y les plantan cara. Los alemanes tienen miedo de los indefensos, de los débiles, de los enfermos. El tema del «miedo», de la crueldad alemana como efecto del miedo, se había convertido en el asunto fundamental de toda mi experiencia. Quien sabe mirar ese «miedo» con inteligencia moderna y cristiana, se ve movido a la piedad y al terror; y nunca antes ese miedo había suscitado en mí tanta piedad y tanto terror como entonces en Polonia, donde se me presentaba en toda su complejidad el elemento morboso, femenino, de su naturaleza. Lo que induce a los alemanes a la crueldad, a los actos más fría, más metódica, más científicamente crueles, es el miedo. El miedo a los oprimidos, a los indefensos, a los débiles, a los enfermos, el miedo a los ancianos, a las mujeres, a los niños, el miedo a los judíos. Y por más que se empeñen en esconder este «miedo» misterioso, se ven siempre destinados a acabar hablando de él, y siempre en los momentos más inoportunos, sobre todo en la mesa, donde, ya por el calor del vino y la comida, ya por la confianza en sí mismos que les infunde el no sentirse solos, ya por la inconsciente necesidad de demostrarse que no tienen miedo, los alemanes se descubren y se entregan a departir sobre hambre, fusilamientos y masacres con una complacencia morbosa que revela no sólo rencor, celos, amor frustrado y odio, sino también una indómita abyección, maravillosa y digna de piedad. La misteriosa nobleza de los oprimidos, los enfermos, los débiles, los indefensos, los ancianos, las mujeres y los niños es percibida, sentida, envidiada y temida más por los alemanes que probablemente por ningún otro pueblo de Europa. Y por eso se vengan. En la arrogancia y la brutalidad de los alemanes late una especie de anhelante humillación; en su despiadada crueldad, una honda necesidad de autodenigración; en su misterioso «miedo», una indómita abyección.
Estaba escuchando las palabras de los comensales con una piedad y un terror que en vano me esforzaba por ocultar cuando Frank, percatándose de mi azoramiento, y acaso para hacerme partícipe de su enfermizo sentimiento de humillación, se volvió hacia mí sonriendo con ironía y me preguntó:
—¿Ha ido a ver el gueto, mein lieber Malaparte?
Había estado en el gueto de Varsovia unos días antes. Había traspasado el umbral de la «ciudad prohibida», aislada por la alta muralla de ladrillos marrones que los alemanes han construido para encerrar en el gueto, como en una jaula, a esas bestias miserables e indefensas. En la puerta, vigilada por unos escoltas de las SS armados con ametralladoras, estaba colgado el decreto, firmado por el gobernador Fischer, que conminaba con la pena de muerte a todo judío que intentase salir del gueto. Y desde los primeros pasos, como en las «ciudades prohibidas» de Cracovia, de Lublin, de Częstochowa, me sentí aterrorizado por el gélido silencio que reinaba en las calles, atestadas de miserables turbas harapientas y asustadas. Mi primera intención había sido visitar el gueto a solas, sin la supervisión del agente de la Gestapo que me seguía a todas partes como una sombra, pero las órdenes del gobernador Fischer eran inapelables, por lo que también entonces tuve que resignarme a la compañía de la Guardia Negra: un joven alto, rubio, de rostro enjuto y mirada clara y fría. Poseía un rostro bellísimo y una frente alta y pura sobre la que el casco de acero arrojaba una sombra secreta. Caminaba entre los judíos como un ángel del dios de Israel.
El silencio era leve y transparente, parecía flotar en el aire; y en el fondo de aquel silencio se oía el suave crujido de miles de pasos sobre la nieve, semejante a un rechinar de dientes. Mi uniforme de oficial italiano llamaba la atención de la multitud, que levantaba su rostro barbudo para mirarme con sus ojos peludos, enrojecidos por el frío, la fiebre y el hambre; las lágrimas brillaban entre sus pestañas y se escurrían por sus sucias barbas. Cuando entre el gentío me topaba con alguien, le pedía disculpas, le decía «proszę pana» y entonces la otra persona levantaba la cara y se quedaba mirándome asombrada e incrédula. Yo sonreía y repetía «proszę pana» porque sabía que mi amabilidad era para ellos algo maravilloso, sabía que tras dos años y medio de angustia y bestial esclavitud aquélla era la primera vez que un oficial enemigo (no era un oficial alemán, era un oficial italiano, pero no bastaba con no ser un oficial alemán, no, quizá no bastaba con eso) le decía «proszę pana» con educación a un pobre judío del gueto de Varsovia.
De vez en cuando me veía obligado a pasar por encima de un muerto; caminaba entre la multitud sin ver dónde ponía el pie, y a veces tropezaba con cadáveres tendidos en la acera rodeados por los candelabros del rito judío. Los muertos yacían abandonados sobre la nieve a la espera de que el carro de los monatti pasase para recogerlos pero, no obstante, como los muertos eran muchos y los carros, escasos, no daba tiempo a retirarlos y los cadáveres permanecían allí días y días, tendidos sobre la nieve entre los candelabros apagados. Muchos yacían por el suelo en las entradas de las casas, en los pasillos, en los rellanos de las escaleras o encima de una cama en habitaciones llenas de gente pálida y silenciosa. Tenían la barba sucia de nieve y fango. Algunos tenían los ojos completamente abiertos, nos seguían durante un rato con su mirada blanca y miraban pasar a la multitud. Estaban rígidos y duros, parecían estatuas de madera. Recordaban a los muertos judíos de Chagall. Sus barbas parecían azules en aquellos rostros consumidos y amoratados por el hielo y la muerte. De un azul tan puro que recordaba el de ciertas algas marinas. De un azul tan misterioso que recordaba el mar, aquel azul misterioso del mar a determinadas horas misteriosas del día.
El silencio en las calles de la ciudad prohibida, aquel gélido silencio atravesado como un escalofrío por un leve rechinar de dientes, me oprimía de tal modo que a un cierto punto me puse a hablar solo, en voz alta. Todo el mundo se giró para mirarme con expresión de profunda maravilla y miedo en los ojos. Entonces empecé a fijarme en los ojos de la gente. Casi todos los hombres llevaban barba, y las pocas caras afeitadas que se veían resultaban terroríficas, pues en ellas se mostraban desnudas el hambre y la desesperación; en las de los adolescentes crecía disperso un vello rizado de color negruzco o bermejo, y su piel parecía de cera; los rostros de las mujeres y de los niños pequeños parecían de papel. En todos se adivinaba ya la sombra azulada de la muerte. Los ojos de aquellos rostros de color de papel gris, o blancos, con un candor de yeso, parecían extraños insectos que se entretuvieran hurgando en el fondo de las órbitas con sus patas peludas, sorbiendo la poca luz que todavía brillaba en las cuencas. Cuando yo me acercaba, aquellos asquerosos insectos se movían inquietos, abandonaban por un instante su presa, salían del fondo de las órbitas como quien sale de una cueva y me observaban con temor. Eran ojos de una vivacidad extraordinaria, ardientes por efecto de la fiebre; o húmedos y melancólicos. Otros emitían destellos verdosos, parecidos a escarabajos. Otros eran rojos, otros negros, otros blancos, otros apagados y opacos, empañados casi por el fino velo de las cataratas. Los ojos de las mujeres mostraban una entereza audaz y aguantaban mi mirada con insolente desprecio; luego se clavaban en el rostro de mi escolta de la Guardia Negra, y entonces una sombra de miedo y repugnancia los oscurecía de repente. Los más terribles eran los ojos de los niños, mirarlos me resultaba imposible. Sobre aquella muchedumbre negra, vestida con largos caftanes negros y con la frente cubierta con casquetes negros, se veía un cielo de guata sucia, un cielo de algodón hidrófilo.
En los cruces de calles montaban guardia parejas de gendarmes judíos, con la estrella de David estampada con caracteres rojos sobre el brazalete amarillo, inmóviles e impasibles en medio del incesante tráfico de trineos tirados por troicas de muchachos, carritos para niños y carretillas de mano cargadas con muebles, montones de trapos, chatarra y desperdicios de toda índole.
En la esquina de alguna calle se formaban de vez en cuando grupos de gente que golpeaba los pies contra la nieve helada, se sacudía los hombros con la mano abierta y se quedaba allí, apretujada, abrazada, en corros de diez, veinte, treinta personas, para darse un poco de calor. Los miserables cafés de la calle Nalewki, de la calle Przyrynek, de la calle Zakroczymska, estaban llenos de viejos barbudos apretados unos contra otros en pie, callados, quién sabe si para calentarse o para darse ánimos, como hacen los animales. Al aparecer nosotros en el umbral, quienes estaban más cerca de la puerta retrocedían asustados, se oía algún grito de miedo, algún gemido, y luego se hacía de nuevo el silencio, interrumpido por el jadeo de los pechos, un silencio de animales resignados a morir. Todas las miradas convergían en el Guardia Negra que me seguía. Todos observaban su rostro de ángel, aquel rostro que todos reconocían, que todos habían visto relucir cien veces entre los olivos, a las puertas de Jericó, de Sodoma, de Jerusalén. Aquel rostro de ángel mensajero de la cólera de Dios. Entonces yo sonreía, decía «proszę pana» y veía cómo a mi alrededor nacía en aquellos rostros de papel mugriento una pobre sonrisa de estupor, de alegría, de gratitud. Yo decía «proszę pana», y sonreía.
Brigadas de jóvenes recorrían las calles recogiendo los muertos, irrumpían en los vestíbulos, subían las escaleras y entraban en las habitaciones. Eran jóvenes monatti, en su mayoría estudiantes, los más de Berlín, Munich y Viena; los demás, deportados desde Bélgica, Francia, Holanda o Rumanía. Muchos habían sido, en tiempos, ricos y felices, habían vivido en bonitas casas, se habían criado entre muebles de lujo, cuadros antiguos, libros, instrumentos musicales, valiosos juegos de plata y frágiles porcelanas, y ahora apenas tenían fuerzas para arrastrar sobre la nieve sus pies envueltos en trapos y sus ropas hechas jirones. Hablaban en francés, en bohemio, en rumano o en el dulce alemán de Viena; eran jóvenes intelectuales formados en las mejores universidades de Europa, zarrapastrosos, hambrientos, devorados por los insectos, doloridos todavía por los golpes, los insultos y los sufrimientos padecidos en los campos de concentración y durante la terrible odisea desde Viena, Berlín, Munich, París, Praga o Bucarest hasta el gueto de Varsovia; con todo, sus rostros desprendían una luz bellísima, había en sus ojos esa joven voluntad de ayudarse, de paliar la inmensa miseria de su pueblo, y en sus gestos y su mirada, un desafío noble y resuelto. Yo me detenía para ver cómo realizaban su nuevo y penoso trabajo y decía en voz baja, en francés: «Un jour vous serez libres; vous serez heureux, un jour, et libres», y los jóvenes monatti levantaban la cara y me miraban sonriendo. A continuación, lentamente, posaban la mirada sobre el Guardia Negra que me seguía como una sombra, clavaban sus ojos en el ángel de rostro cruel y hermoso, en el ángel de las escrituras, mensajero de la muerte, y se encorvaban sobre los cuerpos tendidos en la acera, se encorvaban acercando su feliz sonrisa a la cara azulosa de los muertos.
Levantaban a los muertos con delicadeza, como si levantasen una estatua de madera, los depositaban sobre unas carretas tiradas por cuadrillas de jóvenes andrajosos y demacrados; sobre la nieve quedaban la impronta de los cadáveres y esas marcas amarillentas, horrendas y misteriosas, que los muertos dejan en todo lo que tocan. Manadas de perros raquíticos trotaban olisqueando el aire detrás de los convoyes fúnebres, y pandillas de muchachos desharrapados, en cuyos rostros era patente la huella del hambre, el insomnio y el miedo, se dedicaban a recoger de la nieve trapos, trozos de papel, botes vacíos, pieles de patata y en definitiva todos aquellos preciosos residuos que la miseria, el hambre y la muerte dejan siempre tras de sí.
Desde el interior de las casas llegaba de vez en cuando un cántico apagado, un lamento monótono que de pronto quedaba interrumpido nada más pisar yo el umbral; un olor indefinible de suciedad, ropa mojada y carne muerta impregnaba el aire de aquellas exiguas habitaciones en las que hatajos de miserables ancianos, mujeres y niños vivían apilados como presos en una cárcel, algunos sentados en el suelo, otros de pie recostados en las paredes, otros todavía tendidos sobre montones de paja y papel. Los enfermos, los moribundos y los muertos yacían en las camas. Todo el mundo callaba y se quedaba observando al ángel que me acompañaba. Había quien seguía masticando en silencio un pedazo de comida. Otros, jóvenes con la tez demacrada y los ojos blancos agrandados por las lentes de las gafas, permanecían en pie junto a la ventana leyendo. También ésa era una manera de engañar a la humillante espera de la muerte. A veces, al aparecer nosotros, alguien se levantaba del suelo, o se apartaba de la pared, o se separaba del grupo de compañeros y se acercaba a nosotros despacio y decía en voz baja en alemán: «Vamos».
(También en el gueto de Częstochowa, días antes, al asomarme al umbral de una casa, un joven que estaba sentado en el suelo al lado de la ventana se adelantó y tenía un aspecto misteriosamente feliz, como si, tras vivir hasta ese día con la angustia de la espera, creyera que por fin había llegado el momento y abrazase aquel instante, hasta entonces temido, como una liberación. El resto de las personas lo miraba en silencio, ni una palabra salió de sus labios, ni una queja, ni un grito, ni siquiera cuando aparté al joven con la mano, con suavidad, sonriendo, y le dije que no venía a eso, que no era un agente de la Gestapo, que ni siquiera era alemán. Le sonreí, le aparté con suavidad, y vi que poco a poco nacía en su gesto una desilusión y reaparecía aquella angustia de la que mi inesperada presencia lo había apartado por unos instantes. También en Cracovia fui un día a visitar el gueto, y al asomarme a la puerta de una de esas casas, un joven de rostro consumido y sudado, envuelto todo él en un lustroso chal, que estaba leyendo un libro en un rincón del cuarto, se levantó al verme aparecer. A mi pregunta de qué libro estaba leyendo, me mostró la cubierta: era un volumen de las cartas de Engels; entretanto, iba preparándose para salir. Se abrochó los zapatos, se ajustó los sucios harapos que usaba como calcetines y se abotonó la camisa hecha trizas bajo el cuello de la chaqueta. Tosía tapándose la boca con su miserable mano. Se volvió para saludar con un gesto a las personas recogidas en el cuarto, que lo miraban fijamente, en silencio; de pronto, ya en la puerta, se quitó el chal, lo echó con cuidado sobre los hombros de una anciana que estaba sentada sobre un jergón y me alcanzó en el rellano; no quiso hacerme caso cuando, sonriendo, le dije que se marchase. Luego, al pensar en que antes de salir se había quitado el chal, me volvieron a la mente los dos judíos completamente desnudos con los que me había encontrado una mañana en el gueto; caminaban entre dos SS, uno de ellos era un viejo barbudo y el otro todavía un muchacho, tendría dieciséis años, no más, y cuando le describí aquella escena al gobernador de Cracovia, Wächter, éste me contestó con gran educación que muchos judíos, cuando la Gestapo iba a buscarlos, se desnudaban y repartían la ropa entre familiares y amigos, puesto que a ellos ya no les serviría para nada. Caminaban desnudos sobre la nieve, en aquella gélida mañana de invierno, por la navaja de los treinta y cinco grados bajo cero.)
Entonces yo me volvía hacia el Guardia Negra y decía: «Vamos», y echaba a caminar por la acera, en silencio, junto al miembro de la Guardia Negra de rostro hermoso, mirada clara y cruel y frente encastrada en el casco de acero; me sentía como si caminase al lado del ángel de Israel, y a cada momento esperaba que se detuviera y me dijese: «Hemos llegado». Yo pensaba en Jacob, y en su lucha contra el ángel. Soplaba un viento helado, del color del rostro de un niño muerto. Caía ya la noche y el día iba muriendo en las paredes, como un perro enfermo.
Mientras bajábamos por la calle Nalewki para salir de la ciudad prohibida, nos topamos, en la esquina de una calle, con un pequeño grupo de gente taciturna. En medio del grupo, dos muchachas se peleaban tirándose de los cabellos y arañándose la cara en silencio. Ante nuestra inesperada aparición, el corro se disgregó y las dos jóvenes se separaron, una de ellas recogió algo del suelo, una patata cruda, y se marchó mientras se limpiaba con el dorso de la mano la sangre que le ensuciaba la cara. La otra se quedó mirándonos sin moverse, arreglándose el pelo y ajustándose de cualquier manera la ropa astrosa y mal compuesta; era una pobre muchacha pálida y demacrada, con el tórax hundido y los ojos llenos de hambre, pudor y vergüenza. Inesperadamente, me sonrió.
Y yo me sonrojé. No tenía nada que darle, hubiera querido poder ayudarla, poder darle algo, pero en los bolsillos no llevaba más que un poco de dinero, y la simple idea de ofrecerle dinero me llenaba de vergüenza. No sabía qué hacer, me encontraba allí, de pie frente a su sonrisa, y no sabía qué hacer ni qué decir. Terminé por rendirme y alargué la mano ofreciéndole unos cuantos billetes de diez zlotys, pero la muchacha palideció, me cogió la mano y dijo sonriendo: «Dziękuję bardzo, muchas gracias», y, apartando mi mano despacio, me miró a los ojos sin perder la sonrisa; luego se dio la vuelta y echó a caminar tocándose el pelo.
Recordé entonces que llevaba en el bolsillo un cigarro, un buen cigarro habano que me había regalado el vicegobernador de Radom, el señor Egen, así que salí corriendo tras ella, la alcancé y le ofrecí el cigarro. La muchacha me miró vacilando, se sonrojó y cogió el cigarro, y yo comprendí que lo había aceptado sólo por complacerme. No dijo nada, ni siquiera me dio las gracias, se alejó sin darse la vuelta, lentamente, con el cigarro en la mano, y de vez en cuando se lo acercaba a la cara para respirar su aroma, como si le hubiese regalado una flor.
—¿Ha ido a ver el gueto, mein lieber Malaparte? —me preguntó Frank sonriendo con ironía.
—Sí —respondí con frialdad.
—Muy interesante, nicht wahr?
—Oh sí, muy interesante —respondí.
—A mí no me gusta ir al gueto —dijo frau Wächter—, es muy triste.
—¿Muy triste? ¿Por qué? —preguntó el gobernador Fischer.
—So schmutzig, está muy sucio —contestó frau Brigitte Frank.
—Ja, so schmutzig —asintió frau Fischer.
—El gueto de Varsovia es sin duda el mejor de toda Polonia, el mejor organizado —dijo Frank—, un auténtico modelo. El gobernador Fischer tiene buena mano para este tipo de cosas.
El gobernador de Varsovia enrojeció de satisfacción.
—Lástima —dijo en tono modesto— que me ha faltado espacio. Con un poco más de espacio, quizá podría haberlo hecho mucho mejor.
—¡Ay sí, qué lástima! —dije.
—Piensen —continuó Fischer— que en el mismo espacio en el que, antes de la guerra, vivían trescientas mil personas, vive ahora más de un millón y medio de judíos. No es culpa mía si están un poco apretados.
—A los judíos les gusta vivir así —dijo Emil Gassner riendo.
—Por lo demás —dijo Frank—, no podemos obligarlos a vivir de otra manera.
—Sería contrario al derecho de gentes —observé.
Frank me lanzó una mirada irónica.
—Y aun así —dijo—, los judíos se quejan. Nos acusan de no respetar su libre voluntad.
—Espero que no tome usted en serio sus protestas —dije.
—Se engaña usted —dijo Frank—, hacemos todo lo que podemos para que no protesten.
—Ja, natürlich —dijo Fischer.
—En cuanto a la suciedad —continuó Frank—, es innegable que viven en condiciones deplorables. Un alemán no toleraría nunca vivir en ese estado, ¡ni en broma!
—Pues sería una buena broma —observé.
—Un alemán no sería capaz de vivir en esas condiciones —dijo Wächter.
—El pueblo alemán es un pueblo civilizado —dije yo.
—Ja, natürlich —dijo Fischer.
—Hay que reconocer que la culpa no es toda de los judíos —dijo Frank—. El espacio al que se los ha confinado es más bien escaso para una población tan numerosa. Aunque, en el fondo, a los judíos les gusta vivir en la inmundicia. La suciedad es su condimento natural. Quizá porque están todos enfermos, y los enfermos, a falta de algo mejor, tienden a refugiarse en la mugre. Es doloroso constatar que mueren como ratones.
—Me parece a mí que no aprecian mucho el honor de vivir —dije yo—, me refiero al honor de vivir como ratones.
—No es mi intención criticarlos —replicó Frank— cuando digo que mueren como ratones. Es una simple constatación.
—Hay que tener en mente que en las condiciones en que viven resulta muy difícil impedir que los judíos se mueran —dijo Emil Gassner.
—Se ha hecho mucho —observó el barón Wolsegger con tono prudente— por disminuir la mortalidad en los guetos, pero…
—En el gueto de Cracovia —dijo Wächter— he decretado que la familia del muerto deberá correr con los gastos del entierro. Y ha dado buenos resultados.
—Estoy seguro —dije con ironía— de que la mortalidad ha disminuido de un día para otro.
—Lo ha adivinado: ha disminuido —dijo Wächter riéndose.
Y mirándome, se echaron todos a reír.
—Habría que tratarlos como ratones —dije yo—, darles veneno como a los ratones. Sería más expeditivo.
—No vale la pena darles veneno —dijo Fischer—, por sí solos se mueren de una forma increíble. El mes pasado, sólo en el gueto de Varsovia, murieron casi cuarenta y dos mil.
—Es un porcentaje notable —dije yo—, si siguen así, dentro de un par de años el gueto quedará vacío.
—Tratándose de judíos no pueden hacerse cálculos —dijo Frank—. En la práctica, todas las previsiones de nuestros expertos se han revelado fallidas. Cuantos más mueren, más aumenta su número.
—Los judíos se obstinan en tener hijos —dije yo—, la culpa es de los niños.
—Ach, die Kinder —dijo frau Brigitte Frank.
—Ja, so schmutzig! —dijo frau Fischer.
—Oh, ¿entonces se ha fijado en los niños del gueto? —me preguntó Frank—. Son horribles, nicht wahr? So schmutzig! Y todos enfermos, llenos de costras, devorados por los insectos. Si no dieran lástima, darían asco. Parecen esqueletos. ¿Cuál es la tasa de mortalidad infantil en el gueto de Varsovia? —añadió girándose hacia el gobernador Fischer.
—Cincuenta y cuatro por ciento —respondió Fischer.
—Los judíos son una raza enferma, en plena decadencia —dijo Frank—, son todos unos degenerados. No saben criar ni cuidar de sus niños, no como en Alemania.
—Alemania es un país de alta Kultur —dije yo.
—Ja, natürlich, en cuestión de higiene infantil Alemania anda a la cabeza del mundo —dijo Frank—. ¿Se ha dado cuenta de la enorme diferencia que hay entre los niños alemanes y los judíos?
—Los niños de los guetos no son niños —respondí.
(Los niños judíos no son niños, pensaba mientras recorría las calles de los guetos de Varsovia, de Cracovia, de Częstochowa. Los niños alemanes están limpios. Los niños judíos están schmutzig. Los niños alemanes están bien alimentados, bien calzados, bien vestidos. Los niños judíos pasan hambre, van medio desnudos, caminan descalzos por la nieve. Los niños alemanes tienen dientes. Los niños alemanes viven en casas limpias, en habitaciones calientes, duermen con sábanas blancas. Los niños judíos viven en casas mugrientas, en habitaciones frías, llenas de gente, duermen sobre montones de trapos y papel, junto a las camas donde yacen los muertos y los agonizantes. Los niños alemanes juegan: tienen muñecas, balones de goma, caballitos de madera, soldados de plomo, escopetas de aire comprimido, trompetas, cajas de «mecano», peonzas, tienen todo lo que un niño necesita para jugar. Los niños judíos no juegan: no tienen nada para jugar, no tienen juguetes. Pero es que además, ¡no saben jugar! No, los niños judíos de los guetos no saben jugar. Son niños degenerados. ¡Qué asco! Su única diversión consiste o bien en seguir las carretas fúnebres repletas de muertos, y no saben ni llorar siquiera, o bien en ir a ver cómo fusilan a sus padres y hermanos detrás de la fortaleza. Es su única diversión, ir a ver cómo fusilan a mamá. Desde luego, una diversión de niños judíos.)
—Naturalmente nuestros servicios técnicos no lo tienen fácil para ocuparse de un número de muertos tan elevado —dijo Frank—. Necesitaríamos por los menos doscientos camiones, en vez de las pocas decenas de carretas de mano de que disponemos. No sabemos ni dónde darles sepultura. ¡El problema es grave!
—Supongo que les dan sepultura —dije yo.
—¡Por supuesto! ¿Acaso cree que se los damos de comer a sus familiares? —replicó Frank riendo.
Todos reían:
—Ach so, ach so, ach so, ja, ja, ja, ach so, wunderbar!
Y yo, claro, me eché a reír también. La verdad es que tenía gracia pensar que no les dieran sepultura. Los ojos me lloraban de tanto reír, mientras pensaba en esa extraña ocurrencia. Frau Brigitte Frank se apretaba el pecho con ambas manos, echaba la cabeza hacia atrás y abría la boca cuanto podía:
—Ach so, ach so, wunderbar!
—Ja, so amüsant! —dijo frau Fischer.
La cena tocaba a su fin: habíamos llegado a la ceremonia ritual que los cazadores alemanes conocen como «el honor del cuchillo». Cerraba el «cortège d’Orphée», como dijo Frank citando a Apollinaire, un joven gamo de los bosques de Radziwillow que dos camareros con librea azul habían llevado hasta la mesa traspasado por un palo, según la antigua tradición venatoria polaca. La aparición del gamo al asador, que llevaba clavada en el dorso una bandera roja hitleriana con la negra cruz gamada, distrajo por un instante a los comensales de los guetos y los judíos. De pie, con gesto solemne, todos aclamaron a frau Fischer, quien, sonrojada por la emoción, ofreció el honor del cuchillo a frau Brigitte Frank con una sonrisa y una tímida reverencia. Inclinándose con donaire en el acto de recibir de manos de frau Fischer el cuchillo de caza, de mango de cuerno de ciervo y con un largo filo protegido por una vaina de plata, frau Brigitte Frank, tras dedicar la víctima a los huéspedes con un movimiento de cabeza a derecha e izquierda, dio comienzo a la ceremonia desenvainando el cuchillo y hundiendo su filo en el dorso del gamo.
Poco a poco, con una destreza, una paciencia y una elegancia que arrancaban exclamaciones de sorpresa y aplausos de los comensales, frau Brigitte Frank fue cortando del dorso, las patas y el pecho del gamo grandes y gruesas rodajas de una carne tierna y rosada, acariciada hasta lo más recóndito por el calor de las llamas, y ella misma, con la ayuda de Keith, las sirvió por turnos entre los comensales, acompañándose cada vez de un movimiento de cabeza, un giro de ojos, un fruncir de labios y otros gestos de duda e indecisión. El primero en ser servido fui yo, por mi condición, o mejor, como dijo Frank, por mi «virtud» de extranjero. El segundo, para mi estupor, fue el propio Frank, y el último, para mayor estupor todavía, no fue Fischer, sino Emil Gassner. Los comensales saludaron el fin de la ceremonia con un aplauso general al que frau Brigitte Frank correspondió con una honda reverencia, que, para grata sorpresa mía, no estaba exenta de cierta gracia. El cuchillo se quedó clavado en el dorso del gamo, junto a la bandera roja con la negra cruz gamada, y debo confesar que la imagen del cuchillo y la bandera, clavados ambos en el dorso del noble animal, me provocó una sensación de malestar acentuada por el sutil horror que suscitaban en mí las palabras de los comensales, que poco a poco habían retomado la discusión sobre los guetos y los judíos.
Mientras pedía que le sirvieran con la cuchara una dorada lluvia de salsa sobre las rodajas de gamo, el gobernador Fischer relataba cómo eran enterrados los judíos del gueto:
—Una capa de cadáveres y una capa de cal —como quien dice: «Una rodaja de carne y una capa de salsa, una rodaja de carne y una capa de salsa».
—Es el sistema más higiénico —dijo Wächter.
—Por lo que a la higiene respecta —dijo Emil Gassner—, los judíos son más contagiosos vivos que muertos.
—Ich glaube so! —exclamó Fischer.
—A mí los muertos no me preocupan —dijo Frank—, los que me preocupan son los niños. Por desgracia, es bien poco lo que podemos hacer por disminuir la mortalidad infantil en los guetos; aun así, hay algo que me gustaría hacer para aliviar el sufrimiento de esos pequeños infelices. Quisiera educarlos en el amor a la vida, quisiera enseñarles a caminar sonriendo por las calles de los guetos.
—¿Sonriendo? —dije yo—. ¿Quiere enseñarles a sonreír? ¿A caminar sonriendo por los guetos? Los niños judíos no aprenderán nunca a sonreír, ni aunque los amaestraran a latigazos. Ni siquiera aprenderían a caminar. ¿No sabía que los niños judíos no caminan? Los niños judíos tienen alas.
—¿Alas? —exclamó Frank.
Un profundo estupor se plasmó en el rostro de los comensales. Todos me miraban en silencio, conteniendo la respiración.
—¿Alas? —gritó Frank abriendo la boca en una carcajada incontenible al tiempo que levantaba ambos brazos y agitaba las manos sobre la cabeza como si fuesen alas—. ¡Chip, chip, chip! —gorjeó con voz medio sofocada por la risa, a lo que el resto de los comensales, levantando los brazos también ellos y agitando las manos sobre la cabeza, gritaron: «Ach so! Ach so! ¡Chip, chip, chip!».
La cena concluyó al fin, y frau Fischer se levantó para acompañarnos a su salón privado, que antes había sido el estudio del coronel Beck. El sillón sobre el que yo estaba sentado rozaba con el respaldo las rodillas de una estatua de mármol blanco que representaba a un atleta griego en ese estilo conocido como Munich. La luz era tenue, las alfombras mullidas y un fuego de leña de roble crepitaba en el hogar. Hacía calor, el aire olía a coñac y a tabaco. A mi alrededor, las voces sonaban roncas, resquebrajadas por esas risotadas alemanas que no puedo oír sin sentir un leve malestar.
Keith mezclaba en las copas de cristal vino tinto de Borgoña, un Volney denso y tibio, con el pálido champán de Mumm. Era el Türkischblut, la «sangre de turco», la bebida tradicional de los cazadores alemanes a la vuelta de una batida por los bosques.
—Conque los niños judíos tienen alas, ¿eh? —dijo Frank en un momento dado, volviéndose hacia mí con evidente aire de disgusto—. Si lo cuenta en Italia, le creerá todo el mundo. Así es como nacen las leyendas sobre los judíos. Si hubiera que hacer caso de los periódicos ingleses y norteamericanos, la gente creería que los alemanes, en Polonia, no hacen otra cosa que pasarse el día matando judíos. Y sin embargo, usted lleva en Polonia más de un mes y no puede decir que haya visto a un solo alemán tocarle un pelo a un judío. Los pogromos son una leyenda, como las alas de los niños judíos. Beba tranquilamente —añadió, y levantó su copa de cristal de Bohemia llena de Türkischblut—, beba sin miedo, mein lieber Malaparte, ésta no es sangre judía. Prosit!
—Prosit! —dije levantando mi vaso.
Y me puse a relatarles la crónica de los hechos ocurridos en la noble ciudad de Iasi, en Moldavia, en la frontera entre Rusia y Rumanía.