ANTHOLZ

Ligeros con quien sana. No es una regla vinculante, sino una cuestión de estilo, una obligada caballerosidad a la que un jugador de cotecio —un jugador como es debido, no de esos que no saben más que descargarse, es decir quitarse de encima como sea las cartas peligrosas— no dejaría nunca de atenerse frente a un adversario que, jugando una carta alta aun pudiéndoselas arreglar con una baja y cargándose por lo tanto en prejuicio suyo con todo lo que hay en la mesa, impide que otro dé capote, se sacrifica sanando la situación general y sacando del atolladero asimismo a los otros, que perderían si no todos un punto si se diera ese capote. Cuando uno sana es por consiguiente un deber moral ser ligeros con él y no echarle encima las peores cartas que se tengan.

En la Stube del Hotel Herberhof de Antholz Mittertal, los clientes de caras talladas en maderas rubicundas se distraen en general con otros juegos, más apropiados a una tierra de la que ya Carlos V, refiriéndose a todo el condado del Tirol, proclamaba su necesidad para la nación alemana. No en vano cada año, desde hace muchos, Hans, sentándose con los demás a la mesa contigua a la gran estufa de loza decorada con motivos ornamentales verdes sobre fondo ocre, propone tímidamente una partida de watten; hasta los doce apóstoles pintados en las paredes revestidas de la Stube, con un tabernáculo —justamente a espaldas de la mesa— que guarda una botella de riesling, son partidarios de su propuesta. Un juego alemán debiera ser más apropiado que uno véneto, en ese hotel que las crónicas mencionan desde antiguo y que a lo largo de los siglos se ha agrandado y ampliado, pero conservando siempre su núcleo original. Con la deutsche Treue, con la fidelidad alemana, no se corresponde el cotecio de Oderzo o de Trieste, tan latinamente experto en las infidelidades de la Historia y sabedor de que todas las cartas pasan de mano en mano.

Pero en medio de estas gentes Hans, que llega entre Navidad y Nochevieja de Viena, está en minoría y lo deja correr. No hay que descartar que, sin saberlo los jugadores pero movidos por la astucia de la Historia, los decenios de cotecio en esa mesa —bajo el retrato del bigotudo y difunto señor Mairgunter, antiguo posadero del Herberhof y padre de los siete hijos que lentamente, a lo largo de esos decenios, se sustraen a la fuerza de gravedad del propio Herberhof como planetas que recorren órbitas paulatinamente más amplias— no constituyan un involuntario y despreciable capítulo del intento de italianizar el Südtirol-Alto Adigio y de contribuir a la transformación de Antholz Mittertal en Anterselva di Mezzo. O mejor, los jugadores que envejecen tranquilamente en esa mesa —por lo menos en los días que van más o menos de Navidad a Reyes pasados en la Stube con las cartas en la mano— representan, también sin ellos saberlo, una retaguardia del imperialismo renqueante; en la progresiva retirada italiana de esos valles reculan también ellos, pero resistiendo a golpes de capote y acaso, cuando se tercia, descargándose también de las cartas más onerosas.

En el cotecio, por lo demás, pierde quien gana, quien coge más cartas y hace más tantos; también por ello, según Toni, remeda a la vida, que a menudo te embarulla más cuantas más cosas te echa encima, aunque sean atractivas como el as de oros o el rey de espadas, que parecen muy ligeros pero antes o después pesan lo suyo y te hunden. A menos que se gane cada vez, y se recoja lo que se dice todo, como cuando se arrasa dando capote, desbancando las probabilidades y los cálculos preparados desde siempre, tela de araña en la mente de Dios o en la curvatura del espacio-tiempo, para hacer perder la partida a la gente.

Un capote, por ejemplo, puede darlo tranquilamente un Toni, hueso duro incluso para las leyes de la estadística y la malignidad de las cosas. Ya antes de que juegue su baza, la jugada se le ve en los ojos, que aprieta imperceptiblemente sonrientes y fulmíneos, posándolos oblicuos en las caras de los demás jugadores, en el apóstol Andrés pintado en la pared, en las cartas desparramadas sobre la mesa, en los vasos de terlaner o de fol —en todo caso siempre vino blanco dorado, color de la arena en la clepsidra. Mientras cae la carta, esos ojos miran un momento fuera por la ventana de la Stube a la noche negra y vacía, y al volver a la mesa se deslizan por el semblante de Lisa, parada en la puerta esperando que alguien pida otra botella. Hasta en ese rostro leñoso seco y enjuto, que lo mismo podría tener treinta que cincuenta años, está la oscuridad sin fondo de la noche. Los ojos de Toni descienden a esa oscuridad, por un momento la iluminan como una vela encendida en una iglesia desierta; Lisa ríe sin motivo, su boca es joven entre las arrugas precoces y se enciende un cigarrillo, ignorando al borracho que le farfulla algo apoyándose en la barra del bar, frente al retrato del señor Mairgunter, padre no solo suyo y de sus seis hermanos y hermanas, sino de otros dos hijos del primer matrimonio.

Pero Isidor Thaler está acostumbrado a esas descortesías y no se lo toma a mal; aunque a duras penas se tenga en pie, le dedica a Lisa una reverencia respetuosa. El alcohol añade de vez en cuando a su rostro alguna que otra roncha roja, como los círculos en el tronco de un árbol, pero no altera la nobleza de ese semblante ni la ligereza de sus andares desmadejados. Aprendió hace mucho a ser ignorado, entre la gente o en su casa vacía, un poco más abajo en el valle hacia Anterselva di Sotto, casi delante del telesquí del Riepenlift, una hermosa casa de tres pisos con los balconcillos al sol y un fresco que representa la fuga a Egipto, último resto de una posesión mayor que pasó a otras manos. En verano trabaja en los embalses y en invierno cobra el paro, pero no hay mucha diferencia en cuanto a la soledad, y ya está bien así. Ser ignorados es una benevolencia de la suerte. Tampoco es que la señora Mairgunter, desde el otro lado de la barra, con el pelo peinado como una coronita de plata y las gafas severas, le haga demasiado caso que digamos, le sonríe por obligación si él le dirige la palabra y mira a Lisa.

Cuando entra Jakob, el más joven de los hijos, y le dice algo al oído a Lisa, la señora vuelve los ojos a otro lado, tamborileando nerviosamente con sus dedos afilados y entecos en la barra, y le hace una señal de despedida a Isidor Thaler. Él también saluda y sale a la noche, amable y afelpado aunque se tambalee, mientras en la mesa del cotecio todos han perdido un punto y Marisa vuelve a repartir las cartas. La mano es dulce y firme, como la sonrisa, fuera hace frío y no solo de noche se cierne la oscuridad, pero ella da a cada uno lo suyo, como cuando en casa reparte la sopa en los platos. No se turbe vuestro corazón, está escrito.

Barbara acaba de mandar a la cama a Irene y a Angela, que gimoteaban de sueño, después de haberles prometido que les llevaría al día siguiente al lago con el trineo, ya que son demasiado pequeñas para esquiar, y está diciendo «refo» [no voy], porque al principio de la mano es posible, cuando a uno le han tocado malas cartas, proponer a los demás que se vuelvan a dar, o sea que se barajen de nuevo. Pero hay que estar atentos, porque si en lugar de decir «refo» [no voy], Barbara hubiera dicho «mi referìa» [no iría], ese condicional podría ser un truco para sondear si los demás tienen buenas o malas cartas y en cualquier caso le da derecho, después de haber oído sus reacciones, a replicar: «e mi no refo piú» [pues ahora sí que voy].

La Stube es el corazón del Herberhof, y este lo es de Antholz Mittertal como el pueblo lo es a su vez de todo el valle de Anterselva, rigurosamente delimitado respecto al resto del mundo. Al norte el valle limita con la sierra de los Riesenfemer y el puerto de Stalle, cerrado siempre en invierno, al este y al oeste con montañas que se levantan bruscamente y lo encajonan, mientras que al sur tiene una entrada bien definida, una especie de puerta por la que se entra como en una rocafuerte, a través de un paso entre altos muros dorados, dispuestos en varias filas como para bloquear el avance. El letrero Holzhof SAS/KG dice de inmediato que aquellas murallas son el depósito de una sociedad maderera. Las tablas están amontonadas en un orden fijo y regular, como pardas falanges resplandecen en el aire gélido; el olor de la madera es bueno y seco, neto como la nieve, un poco de viento dispersa un puñado de polvo dorado, virutas de troncos recién serrados.

La carretera, entre esos maderos, se toma torciendo a la izquierda si se viene de Brunico y a la derecha si se llega desde Dobbiaco —en todo caso entrados ya en la comarca de la Pusteria, de la que el Antholzer Tal, con todos sus pueblos que lo remontan hacia el lago y el puerto, Niederrasen Oberrasen Salomonsbrunnen Antholz Niedertal Mittertal Obertal, es un valle lateral, un concentrado a escala reducida. El nombre originario de la Pusteria, Pustrissa, es eslavo, pero esta comarca, en especial durante los años de más duro conflicto con el Estado italiano, se reveló como una empedernida y hasta torva guardiana de la germanidad tirolesa, de la incontaminada Heimat entre los montes. El nombre antiguo puede referirse a un sustrato étnico, que reivindica un eslavismo al menos parcial del territorio, pero dado que significa «vacío» y «desierto» es posible que recuerde también con rencor las devastaciones subsiguientes a las guerras con los eslavos, quienes llegaron a estas tierras hostigados por los ávaros.

Cierre y mezcla, lindes trazados y franqueados. El Tirol se ufana de una virginidad étnica custodiada por los montes, endogamia y majada cerrada arriba en la montaña, perla germánica resguardada en el cofre; pero es asimismo paso y tránsito, puente entre mundo latino y mundo alemán. Por esta zona pasaba la gran calzada romana que llevaba a Aquileia desde el paso del Brennero y más tarde la calzada de Alemania, recorrida por los mercaderes medievales. Según el maestro elemental Hubert Müller, historiador y cosmógrafo exhaustivo de Antholz y asiduo comensal del Herberhof, antes del diluvio universal había una calzada que unía directamente las cimas de las montañas.

La prehistoria prefiere los picos, la historia en cambio el fondo de los valles, excavados desde tiempo inmemorial por los glaciares desaparecidos. Ahora estamos aquí abajo y como mucho trepamos hasta la Pietra Nera, una majada como hay otras bautizada un día así por uno de los jugadores de cotecio porque descuella oscura en el ventisquero bajo el Antholzer Scharte, y que desde entonces, dado que su nomenclador ha hecho de ello una verdadera fijación, no solo es meta obligada de una excursión entre Navidad y Nochevieja —y hay que llegar aunque se hunda uno en la nieve a cada paso hasta la rodilla— sino que ha entrado de rondón, a través de los relatos de sus conquistadores a su vuelta a la Stube, en la toponimia local. Hace tiempo que estamos todos aquí abajo, en el fondo del valle; ya quien empuñaba el hacha de piedra encontrada en la orilla derecha del riachuelo de Antholz, en los aledaños de las ruinas de la rocafuerte de Neurasen, o las copas y cuchillos de la edad de hierro hallados en 1961 en una necrópolis en Niederrasen, miraba el mundo más o menos desde nuestra altura, esto es, desde abajo.

El río corroe y consume su cauce, la historia excava la roca y desciende cada vez más abajo, graba como una cuchilla la esfera rugosa que rueda en los espacios; un buen día los cortes llegarán al centro de la tierra y las catas de la sandía partida se irán cada una por su cuenta. Los detritos del tiempo, que abonan los valles y los prados donde el pastor vive durante meses con sus animales, son huesos antiguos reconciliados en el humus con el que se amasan, eslavos carantanos, bávaros del duque Tassilio, francos, longobardos y antes aún pueblos remotos, figures ilirios celtas rédeos, y otros que son puros nombres, venostes saevantes laiancos, nombres que tal vez aluden a las mismas gentes y al choque entre ellas, a su mutuo mezclarse, destruirse y desaparecer. En Rasen, escribe el maestro Müller en su monografía Dorfburch Antholz, que abarca todas las majadas y caseríos y reconstruye la genealogía de sus propietarios, el sustrato étnico es una mezcla germánico-románico-eslava, mientras que Antholz es un «asentamiento genuinamente alemán».

Hay fronteras por todas partes, que se traspasan sin darse uno cuenta: la antigua entre Rezia y Norico, la que separa bávaros y alemanes, la de germanos y latinos. El Tirol es todo él una frontera, separa y une; el paso del Brennero separa dos estados y está en el centro de una tierra sentida como unidad. Incluso los nombres cambian de identidad. Tiempo atrás Südtirol, término que aparece solo en 1839, aludía al Trentino y el Tirol era un pueblo que se jactaba de tres naciones: alemana, italiana y ladina. Pero el Brennero, dice la geografía, es la divisoria entre el Adriático y el Mar Negro, entre las aguas que a través del Adigio fluyen hacia el mar de toda persuasión y las que con el Drava confluyen en el Danubio. Adriático y Danubio, mar y Mitteleuropa continental, los dos escenarios opuestos y complementarios de la vida; la linde que los separa, y que durante una excursión se franquea sin darse cuenta, es un mínimo agujero negro que lleva de un universo a otro.

El coche que se dirige a Antholz entra en todo caso en el valle —puesto que llega de la parte de Dobbiaco cada año en los mismos días, justo después del día de Navidad— torciendo a la derecha; la rueda anterior, en el viraje, aplasta en la cuneta de la carretera las nítidas paralelas trazadas por los esquíes de alguien que ha bajado hasta allí abajo —la estela es perfectamente visible en la nieve— deslizándose por todo el valle.

Las semanas transcurridas en Antholz, que a lo largo de los años suman un periodo de respetable longitud, están compuestas solamente de días de diciembre y de enero, soldados en un único tiempo cuajado e ininterrumpido que contiene todos los rostros del invierno, las heladas los aludes las nevadas los puntiagudos carámbanos de hielo colgantes y goteantes del techo cuando sopla siroco. El valle es invierno, lugar en el que invernar; sueño y letargo en que la vida, liberada de las inhibiciones y los agobios de la forzada vigilia habitual, se desentumece y se abandona. El Tirol, decía el emperador Maximiliano cuyo trono era la silla de montar, es una casaca áspera pero que da calor. El cuerpo se despereza bajo el blando edredón de nieve, la cara busca el sol con los ojos entreabiertos y las mejillas frotadas con nieve fresca, los pensamientos se van volando como pájaros de un campo, espantados por la risa que corre en la Stube de uno a otro como el vino; el sexo se despierta fuerte y suelto, los pesados y complicados estratos de jerséis, calcetones y camisetas son más fáciles de quitar, en la habitación con techo en declive, que las chaquetas y las corbatas.

Bajo la nieve, semanas y años se condensan en un único presente, que los custodia a todos y del cual afloran como objetos restituidos por el deshielo. El tiempo cristaliza en un nevero perenne, las capas de la nieve caída a lo largo de los distintos años se tocan y se sobreponen, una junto a otra. Detrás del Herberhof, en la pendiente de los primeros pasos con los esquíes, Marisa tiene el cabello oscuro, en la terraza del Hotel Widgall cercano al lago, bajo el monte que le da su nombre, las estrías blancas en el pelo no vienen de la nieve, pero el pintor que ha añadido ese nuevo color viene de una buena escuela y el retoque revela una mano sabia.

Es curioso conocer un valle y una vida solo cuando están cubiertos de nieve, como mucho alguna que otra mata de hierba marchita que la nieve restituye en el empapado y breve deshielo de un día templado, junto a estiércol de vaca y cieno. Las estrías del lago helado, los escalofríos del agua rígida que lo vetean en tonos ora más verdes ora más azules, según sean la profundidad y la exposición al viento y al sol, son objeto de una ciencia experimental adquirida por la percepción de años, como la sombra del Wildgall que se alarga rápida sobre el lago ya desde las primeras horas de la tarde, para oscurecer el deslumbrante azul celeste en un azul violáceo, o como el borde en forma de cresta de las pistas que cortan el lago, gélido encaje en la tarde. En verano esas aguas son azul turquinas, por lo menos así lo atestiguan las postales que se encuentran en la barra del bar. Angela está escribiendo una a su novio, que se ha quedado en la ciudad, mientras que Francesco y Paolo, ya en la puerta con Marianna, le dicen que se dé prisa, si quiere ir con ellos al baile de los bomberos en la Casa de la Cultura que lleva el nombre de Haward von Antholz, un trovador medieval de esta zona.

El primer pueblo, al entrar en el valle, es Niederrasen, Rasun di Sotto, en el que se habla un dialecto del que todos los libros y las guías subrayan sus pequeñas pero evidentes diferencias, especialmente de pronunciación, respecto al que se habla en Antholz, doce kilómetros más allá. A la entrada del pueblo, que el coche deja atrás a la derecha siguiendo hacia Antholz, un modesto monumento le devuelve a uno a un espacio-tiempo familiar. Una capilla, adornada con las imágenes de san Roque y san Sebastián, recuerda el año de la peste, 1636. El mundo danubiano, que comienza más allá de la divisoria de aguas, está completamente constelado de columnas de la peste, esas columnas de la Santísima Trinidad levantadas por la miseria y la gloria de lo Creado durante las pestilencias y que, extendiéndose desde la que se eleva en el Graben de Viena, se multiplican y repiten por toda Centroeuropa, hasta sus ramificaciones orientales y meridionales, imprimiéndole un sello unificador.

La capilla en lugar de la columna molesta un poco, como esas pequeñas desviaciones en el ritual de las comidas que turbaban a Kant, pero el nexo entre peste y piedad contrarreformista es en cualquier caso la confirmación de una espera, una costumbre tranquilizadora. Sin embargo Mitteleuropa es católica y judía y, cuando falta uno de esos dos elementos, cojea; entre las montañas del Tirol alemán está ausente el componente judío, esa simbiosis de melancolía vagabunda e irreductible vitalidad que vuelve picaresca la Majestad del imperio y del mundo y en la solemnidad de su incienso hace perceptible el acre olor de las callejas.

Sin judíos, los alemanes son un cuerpo carente de una sustancia necesaria para el organismo; los judíos son más autosuficientes, pero en casi todo judío hay algo de alemán. Toda pureza étnica conduce al raquitismo y al bocio. El nazismo, como toda barbarie, fue también imbécil y autolesionista, al exterminar a millones de judíos; mutiló la civilización alemana y destruyó, quién sabe si para siempre, la centroeuropea.

Gestorben, muerto, se dice trazando una cruz sobre la última apuesta que le quedaba a Beppino, el cual, perdida ahora también esa, es eliminado del juego. Beppino se levanta, coge la zamarra y el gorro de pelo para ir a darse una vuelta. Jakob ha vuelto de la cuadra y sonríe burlón, ávidos los ojos. La cuadra es su reino, lo mismo que los prados en verano; en la división del trabajo de la familia, a él le ha sido confiada la tarea de tratar con los animales, mientras que los demás se encargan de los hombres. Ordeña, cepilla, mete la paja con el bieldo, vacía sacos de estiércol humeante que antaño los chicos del pueblo, en invierno, buscaban para calentarse los helados pies desnudos en aquel cieno. Es él quien, llegado el momento, lleva una ternera al matadero; la acaricia bajo las orejas, le da de comer heno húmedo, más sabroso, y se la lleva por el ronzal, silbando de contento.

Jakob se precipita a la cocina, para tomarse la sopa que le han guardado. Lisa fuma, mirando hacia el farol de la calle oscura. Al acercársele, antes de desaparecer en la cocina, Jakob le dice algo, se ríe socarronamente, pero ella no le contesta. Todavía son las diez, el tiempo no pasa nunca, le dice en cambio Lisa a Beppino mientras este pasa por delante de ella para salir. Todo cambia, ¿ha visto el hotel que se ha hecho Joseph al establecerse por su cuenta? Está bien cambiar un poco, pero no demasiado. Yo he estado en Francia, mi madre me acompañó a la estación de Olang, más allá de Niederrasen, esperamos durante horas al tren, pero por lo menos allí, en aquella estación, no cambiaba nada y estaba contenta de estar allí con mi madre. Estuve dos meses en París. A la vuelta también vino a recogerme mi madre a Olang, paró el tren y bajaron muchas personas, muchas, demasiadas. Lisa mira a Beppino, los ojos le arden con un fuego negro. ¿Por qué todos tienen que correr y gritar tanto por la calle? Fuera no hay nadie, la noche está vacía. En alguna de las habitaciones de arriba se oye llorar a un recién nacido. Lisa sube las escaleras, mientras en la Stube el que trabaja con la máquina quitanieves en el lago se ríe sarcásticamente, medio borracho y medio dormido.

Beppino sale, mira hacia arriba, reconoce la constelación de Orión. Gestorben, qué bien lo sabía decir Toni, trazando alegremente una cruz sobre las apuestas de los demás, porque a él no le sucedía nunca. Cuando el barón Mattia le desafió a cotecio apostando sus respectivos comedores y salas de estar, Toni mandó al día siguiente un camión a la villa del barón para cargarlo todo. «In un casin de Calle Bagnolo / su un sofà verdognolo / go visto el baron Mattia / col cazzo in man / plen de malinconia», recitaba Toni, citando los versos improvisados y dispersos de un inspirado rapsoda de su pueblo, que pasaba el rato en las tabernas viendo y comentando los movimientos de los jugadores, «En un burdel de la calle Bagnolo / sobre un sofá verde laurel / he visto al barón Mattia / polla en mano / lleno de melancolía».

Las estrellas están colgadas en el cielo negro como los copos de nieve en un árbol de Navidad, tantas estrellas grandes y resplandecientes, velas encendidas y bolas de cristal entre la oscura fronda. Al levantar la cabeza, al principio se ve una gran superficie negra salpicada de puntos luminosos, luego aparecen cada vez más, un polvillo y una blancura que brotan de las tinieblas, flores de hielo en las ventanas de la noche, cada vez más clara, cada vez más blanca. Pasa un coche y nos ladeamos a la cuneta de la carretera; se asoma uno desde ese arcén y desaparece en la oscuridad luminosa, se precipita en la Vía Láctea, está ya en medio de sus aguas negras y sus espumas blancas.

Betelgeuse pasa al meridiano exactamente a las doce de la noche del 21 de diciembre y su diámetro varía al ritmo de las oscilaciones de su luminosidad. Allí arriba o aquí abajo, ángulos, distancias y órbitas están rigurosamente prescritos, no podemos equivocamos ni cambiar el juego. Quién sabe si incluso el cáncer que ha dejado fuera de juego a Toni, gestorben, forma parte de reglas inderogables, como en el cotecio la de «padre Goma ciapa e torna», coger y responder con una carta del mismo palo, así luego le tocará al otro tener que coger y se encontrará al final con más puntos que le harán perder. Con Toni, la ley del padre Goma no fallaba nunca. Qué bromas de cura, irse y dejarles plantados. Reír, ahora, se ha hecho un poco más difícil y reír lo es todo; por suerte en esta Stube se ha reído mucho, durante muchos años, un capital que continúa dando buenos intereses, y se ríe aún, especialmente pensando en él.

A la izquierda de la carretera, el cuartel está cerrado, las alambradas de púas no impiden el acceso a nadie. Desde hace tiempo las bombas sudtirolesas han dejado de explotar, postes de alta tensión, monumentos y personas ya no vuelan por los aires por la liberación del Tirol. Antholz fue siempre un lugar tranquilo, lo que no evitó que en 1964, durante unos registros e interrogatorios, los carabineros maltratasen a algunos afiliados al Volkspartei. Poco más allá, también en el margen izquierdo de la carretera, ni siquiera la noche consigue disimular los búnkeres mimetizados en la montaña, la denominada línea no-me-fío construida por Mussolini cerca de la frontera con el preocupante aliado alemán.

Esos búnkeres de cartón piedra son los bastidores de una comedia de equívocos, de las relaciones primero jactanciosas y más tarde serviles que el fascismo mantuvo con el nazismo. En el Alto Adigio el malentendido llegó al paroxismo de lo grotesco. El fascismo intentó desnacionalizar a la población alemana y se sometió al Reich que propugnaba el dominio alemán del mundo; los sudtiroleses, en gran parte, hubieran sido fascistas de buena gana y habrían estado contentos de que el fascismo les protegiera de los bolcheviques si no los hubiera vejado, en cuanto alemanes, en nombre del nacionalismo italiano, induciéndoles de esta forma a hacerse a menudo filonazis, a pesar de que su catolicismo tradicionalista les llevase a desconfiar frente al verbo paganizante hitleriano. Incluso en los tiempos del Eje, recuerda Claus Gatterer, los niños del Südtirol, cuando jugaban a la guerra, jugaban a alemanes contra italianos y, durante la campaña de Etiopía, iban con el Negus.

Hitler, el Führer del pueblo alemán y el garante por lo tanto también de su germanicidad, los sacrificó a la alianza con Mussolini al acordar con este la famosa operación de 1939, como consecuencia de la cual los sudtiroleses, tan tenazmente apegados a su unidad de estirpe y territorio, tuvieron que aceptar la laceración de ese binomio y elegir entre continuar en su tierra, asimilándose a los italianos, o continuar siendo alemanes, desarraigándose del terruño y trasplantándose en Alemania, o hasta, según algunos proyectos, en tierras lejanas que habrían debido ser engullidas por el Reich, incluso en Crimea. El resultado de la Segunda Guerra Mundial les ha resarcido de este drama, puesto que hasta aquellos, poco numerosos, que se habían marchado han vuelto como era de justicia a sus casas, donde ahora es si acaso la minoría italiana la que se encuentra en dificultades. Los búnkeres abandonados están todavía allí, eficaz escenografía del absurdo teatro del mundo.

Unos pocos metros más por la carretera, dejando a los lados esos vestigios luctuosos y ramplones, y se llega al pino, también a la derecha según se sube remontando el valle, simbólico linde de Anterselva di Mezzo. Cada noche, antes de ir a dormir, se va a estirar las piernas un rato y a abrazar su tronco. Los primeros años era fácil, de lo delgado que era. Ahora los brazos que lo ciñen no logran unirse por la otra parte. El contacto de la áspera corteza en la mejilla es bueno. Se oyen voces al fondo de la carretera, se reconoce una risa alta, se divisa una figura delgada e intrépida, algún otro un poco más atrás en la oscuridad. Beppino se abrocha los pantalones antes de que lleguen los demás, escupe en la nieve el trozo interno de corteza que se ha echado a la boca, puntiagudo y acre, y baja a su encuentro.

Los doce kilómetros que hay entre el cruce de la carretera de Brunico y Antholz Mittertal son largos, atraviesan años enteros; el coche que los recorre agujerea invisibles paredes temporales. Niederrasen es un pueblo híbrido; las huellas de su historia están difuminadas por el estilo del turismo, que en cambio en Oberrasen, Rasun di Sopra, desaparece casi del todo, absorbido en el tiempo largo y lento del genius loci. Las casas son pulcras y cuidadas; la iglesia, reconstruida en 1822 pero que se remonta a un milenio antes, ostenta en su interior un mármol rojizo barroco y bancos de madera chapada. Cerca de la entrada una santa de manto azul se fustiga con dureza; frente a ella, un santo reza con fervor estático, pero se ahorra la flagelación. Incluso en los ejercicios de piedad los hombres salen mejor parados. En el verde oscuro del abeto navideño, colocado junto al altar y adornado con pequeñas manzanas rojas, brillan estrellas de paja clara, luces de caserones en la oscuridad del bosque, en el que se vaga como niños extraviados.

Delante de la iglesia, la casa parroquial con sus veletas, que recogen el viento de los Tauri. A partir del siglo XVII, fue la sede del Gericht, el Tribunal emplazado hasta entonces en la rocafuerte de Altrasen, que terminó en ruinas. Su jurisdicción confinaba con la del tribunal de Antholz, que los condes de Pusteria habían confiado en el siglo XI a los obispos de Bressanone, los cuales hacían administrar justicia a sus jueces de Brunico, hasta la secularización de 1803. Como pistas de esquí en la nieve, antiguas lindes de competencias territoriales y potestades diversas se entrecruzan sobre el terreno, dividiendo el átomo geopolítico del pequeño, cerrado valle en una errática multiplicidad fractal, en la tortuosa pluralidad de todo macro o microcosmos feudal.

Los pies que prosiguen por la nieve y el automóvil que remonta el valle simulan un avance jacobino, los batallones del general Broussier que hostigan a los patriotas tiroleses de 1809 tras la batalla de Brunico; quien viene de la ciudad o de la llanura se trae consigo entre los equipos de esquí, aunque no lo sepa, un código napoleónico. Pero los pies se hunden, el coche se desliza; en aquel caserío de la ladera de la montaña la sucesión hereditaria tiene lugar conforme a otras leyes, cuyas raíces se hunden en pluriseculares diversidades y tradiciones medievales más que en la igualdad universal de la Razón. No estamos en el mundo, sino en el Tirol y, como dice con orgullo el viejo proverbio, si el mundo traiciona, el Land, el pueblo, mantiene la palabra.

Igual que el caserío de montaña y el valle, el Tirol ostenta cerrazón, la identidad compacta de un «nosotros» que excluye a todos los demás. «Los vieneses, los checos y los demás judíos», decía con desprecio el padrino de Claus Gatterer, incluyendo en el número de los forasteros infieles a los Habsburgo, los socialistas, las altas finanzas internacionales, los húngaros, los eslavos en general, los curas si se exceptuaban los de su valle, los bolcheviques y los policías italianos. La pureza étnica, como toda pureza, es el resultado de una sustracción y es tanto más rigurosa cuanto más radical es esta última —la verdadera pureza sería la nada, el cero absoluto obtenido por la sustracción total.

La autónoma identidad tirolesa, que se afirma por primera vez en 1254 y vuelve a aparecer en 1919 con un proyecto de estado independiente, se basa a menudo en la exclusión. Las fechas fatales del Tirol son aquellas en las que, una vez tras otra, naufraga esa autonomía: 1363, cuando después de Margareta Maultasch el Tirol se hace habsbúrgico y pierde para siempre la posibilidad de convertirse en una Suiza; 1806, fecha de la ocupación bávara; 1809, la invasión francesa; 1918, la separación del Südtirol anexionado por Italia; 1939, la opción que separa y desnaturaliza a los sudtiroleses.

Irrealizada en el plano político, la autonomía sobrevive en las prerrogativas y peculiaridades locales, en el tejido de la existencia que subyace a la Historia y que en lo más hondo se mueve con mayor lentitud que su dinámica superficie, como una capa geológica que permanece en su sitio aunque sobre ella se mueva y se retire la tierra. La clave del Tirol es su antiguo derecho —sancionado en 1511 por el Landlibell del emperador Maximiliano— a emplear sus propias milicias territoriales, la Landwehr y el Landsturm, solo dentro del país, por el Tirol y no por una patria más grande. La región, no el Estado; la etnia, no la nación.

Hasta hace pocos años, los estandartes y penachos que ostentaban los Schützen parecían patéticas antiguallas, pájaros disecados o cuernos de ciervo clavados en la pared. Ahora las nucas y los muslotes rosáceos que sobresalen de los sombreros con pluma y los calzones de cuero de los Schützen son una denominación de origen de pureza étnica que, en la Europa de los particularismos y los chovinismos locales, vuelve a apreciarse. La Historia da un golpe de timón, agrieta los grandes imperios y llama a escena a los burgos; el caserío de montaña cerrado sobrevive a los prefectos napoleónicos y a la Internacional comunista, reclamando la representación del presente y del inmediato futuro. En toda Europa se extiende la fiebre de los nacionalismos municipales, el culto de las diversidades no amadas ya como expresiones concretas de lo universal-humano, sino idolatradas como valores absolutos y contrapuestas furiosamente cada una a las demás.

«Refo» [no voy], querría decir el ilustrado, sabiendo que las cartas se barajarán una vez más y que los universales de la política, puestos ahora a la sombra por la Edad Media posmodema, volverán antes o después a regular un juego más despejado. Y tal vez se pregunta qué es lo que hubiera ocurrido si en 1910, cuando Francesco Ferdinando atravesaba el valle y los caballos desbocados estuvieron a punto de provocarle un accidente mortal, ese accidente hubiera tenido lugar realmente, evitando Sarajevo y quién sabe cuántas cosas más. Pero el ilustrado cotecista, consciente de lo varia e imprevisible que es la trama de la vida, está puesto en serías dificultades por el cariz que han tomado los acontecimientos y además sabe que las apresuradas fes en el progreso, en la historia y en los universales han traído aparejados también muchos sinsabores. Para nada entusiasta con las cartas que le han tocado, no está seguro de recibir otras mejores en la próxima distribución, así que deja que sean los demás quienes decidan, ufanos y enfervorizados, si «van» o no, y por lo que a él respecta se limita a decir, conforme a su derecho según las reglas del cotecio, «indiferente».

Acabarán por enfadarse, dice Helga, la hermana mayor, a Lisa, señalando a Konrad que corre a cuatro patas entre las mesas y bajo ellas, tirando de los pantalones a los huéspedes. Lisa mira al hijo, no sonríe pero hay algo en su boca delgada que se derrite, como si la hubieran besado. Konrad tiene el pelo rizado, su mirada es dulce e inteligente y cuando corre bajo las sillas, rehuyendo a quien intenta atraparlo, se ríe seductor e irresistible. Una Navidad se oía llorar a un niño desde algún sitio; la señora Mairgunter sacudía la cabeza, Marisa le dijo que se lo dejara ver y lo trajera junto a los demás. Qué importan el padre o la madre, cuando uno nace es él quien cuenta; pastores o reyes magos vienen a agasajarle y no le preguntan nada, incluso el buey y el asno se cuidaban de calentar con su aliento al recién nacido en el pesebre y no prestaban atención ni a José ni a María.

Konrad se detiene, mira al gato tumbado cerca de la ventana. El gato es gris, pero las pezuñas tienen manchas blancas. También la nieve afuera es blanca. Junto al cristal hay otro gato, también él con bigotes, lo mismo que dos de los tíos. Muine, ps, ps. Francesco quiere enseñarle a decir «michino, michino», pero Konrad se ríe. Sabe italiano, pero con los gatos se habla en el dialecto del valle. Como con las ovejas, «Pampa, lock, lock». Oveja se dice de muchas formas. Görre si es una hembra que ha tenido corderillos, Tulle si es un macho, Gstraun si es un castrado y Killpole si es una hembra joven. Konrad se ríe, hace una cabriola y manda un beso hacia la ventana. Lisa casi sonríe.

El tío Jakob le da un caramelo, le acaricia la cabeza. Lisa se levanta y va a coger en brazos al niño. Jakob bebe, se ríe de la ocurrencia de uno de los que están sentados en la Stube y se prepara para irse a dormir, con una manta bajo el brazo. Tiene una habitación para él, pero le gusta dormir donde se tercie, hasta sobre el banco de la lavandería contigua a la bodega, siempre tan calentita. Se está bien en invierno, dice con la voz un poco pastosa, incluso antes y después de las fiestas, cuando no viene nadie, solo los borrachos del pueblo. No hay mucho que hacer y las noches son largas. Aunque nos peleemos a menudo los hermanos, en especial después de haber bebido, nos queremos mucho. No vaya a creer que Lisa es desconsiderada. Lisa es buena. Y se le saltan las lágrimas, mientras sigue riéndose.

Solo una vez al año el automóvil entra en el valle torciendo a la izquierda, o sea viniendo de Brunico, o mejor, de la tienda de Schönhuber, adonde se dirige una tarde para incrementar poco a poco, Navidad tras Navidad, el servicio de porcelana Meissen. Las porcelanas Meissen, las Zwiebelmuster, son blancas y azul cobalto. El azul es el color de las vidrieras de las iglesias, altas en la nave central y en el fondo del ábside; azul ultramar más allá de los mares y de los cielos, por encima de la gente que se arrodilla, empuja, reza y envejece entre los bancos durante la misa. El paraíso es azul también por su lejanía. El azul de esos platos, soperas, tazas y ensaladeras es algo más conciliador.

Cada retomo de Anterselva hay alguna pieza más, una paleta para los pasteles, una fuente para las verduras. Aniversarios, cumpleaños del hijo de Dios o de la abuela Pia; poner la mesa es una prueba general de la Tierra Prometida, Marisa mete el cucharón en la sopera, y las flores cobalto se hunden en la aterciopelada crema de puerros, mientras el vino se escancia en los vasos. Al año siguiente la mano repite el mismo gesto, simple e insondable; hay también una nueva fuente cuadrada y una quesera, como parcial resarcimiento de alguien que se ha levantado definitivamente de la mesa y en señal de bienvenida al último en llegar que duerme en brazos de la primera tía disponible.

Los platos Meissen, calendario y cómputo de los años. Se empieza por los platos base, hondos y llanos, todavía en la época de la matriculación de Paolo en la guardería; luego, una vez alcanzados los doce cubiertos, se pasa al resto del servicio, por lo menos lo más esencial, como las fuentes redondas y ovales en dos medidas, se continúa con los platos de verdura triangulares, las confirmaciones, algún cuatro en latín, el servicio de café para doce personas con jarrita de la leche y azucarero, las primeras chicas que empiezan a venir por casa, la salsera, antes de que se consiga completar el servicio para dieciséis a la Unión Soviética le da tiempo de desaparecer. Entre la adquisición de una fuente para entremeses y la de un candelabro de tres brazos se pierde un par de veces el tempo adecuado de la música y esos compases inadvertidamente equivocados siguen produciendo, de vez en cuando, algunas notas desafinadas que estropean la fiesta.

Grandes comidas, el vino encargado en Collalbrigo o en la Isola d’Asti, con los Kalterer See que ponen siempre los Mairgunter para tener la fiesta en paz; la capa con la que la comida y las botellas empañan la realidad es benévola, no impide la vista de las cosas ni su asombro, sino que las hace llegar un poco amortiguadas, como los ruidos en la nieve, justo lo poco que basta para poder seguir contando chascarrillos, a veces incluso subidos de tono. Ese murmullo de palabras y risas no aminora la carrera del tiempo, sino que transcribe su brusca disonancia en una partitura un poco andante y pegadiza, todos me dicen rubia / pero rubia yo no soy / que tengo negro el pelo / negro al hacer el amor. La comida termina, se quita la mesa y los Meissen se vuelven a poner en el aparador Biedermeier, mesa tálamo y tumba.

El coche vuelve a Antholz con las copas para macedonia compradas poco antes en Shönhuber. En la noche que desciende, la nieve de los lados de la carretera empieza a tener el mismo color que las espadas y las granadas azules pintadas en la porcelana. En una de las curvas, junto a un árbol caído, son perfectamente reconocibles, esculpidas por el frío, las huellas dejadas a la mañana por los esquíes de Donatella, que en ese punto, para evitar darse contra el tronco, ha dado un brusco viraje y ha excavado un surco más profundo en la nieve. En Oberrasen, Francesco e Irene, con los esquíes al hombro, están esperando el autobús, para volver a Antholz a la hora de la cena. Quizá tenga razón Beppino cuando refunfuña que Irene, ya en el cuarto mes y resuelta a llamar Stella Giulia a la hija que espera, no tendría que esquiar, pero Barbara, incapaz de temerle a nada, responde que esa cuesta es tan poca cosa que, para caerse, haría falta tener la rara habilidad de Beppino y además las tablas de madera de hace veinte años que él se empeña en llevar en los pies.

A la derecha, a la altura de Oberrasen, destaca el Heufler, un castillo improbable con el tejado a cuatro aguas, torres en cada ángulo y verjas en las ventanas. Construido en 1580, ahora es un hotel y el bar está situado en la sombría sala destinada en tiempos a la preparación del speck; techo y muros están ennegrecidos por los siglos, condensados en un antiguo olor a jamón ahumado. En el primer piso, en la Hearrnstube, el hexagonal techo renacentista domina tabernáculos de taracea, columnas que acaban en forma de colmena, una espléndida estufa de mayólica verde y puertas cuyo dibujo, heráldico algoritmo, reproduce toda la sala. Los muebles se conservan perfectamente, pero se perciben los signos de la carcoma. «Solo Allah es el vencedor», está escrito en las paredes de la Alhambra, y Él, el Inescrutable, puede asumir incluso el aspecto del gusano que roe esa madera preciosa y la hace desaparecer en su negra y retorcida galería, vacío cauce del tiempo.

Heufler es una ilustración satinada del Tirol, evoca blasones torneos y castillos feudales, esa mezcla de fantasía soñadora y torpe pesadez de la que está constituida la civilización alemana, que con el Tirol avanza en el mundo latino. Heufler es el Tirol al cuadrado y por eso mismo artificioso, es demasiado verdadero y parece por ello falso; está ya muy visto en algunos dibujos animados y durante años pasamos delante sin detenemos, pensando que se trata de una reconstrucción kitsch. Solo cuando llegamos a saber que aquel falso castillo es verdadero vamos a echarle un vistazo, en homenaje a la instrucción y a la historia. Tal vez hasta la carcoma perdería su pathos si corroyese inexorablemente tan solo a una imitación.

En Bagni di Salomone, Bad Salomonsbrunn, pinos frondosos y sanos, llenos de piñas, rodean la capilla dedicada al Ave María y las fuentes termales celebradas durante siglos por sus virtudes terapéuticas, especialmente contra la esterilidad femenina. Los manantiales fluyen apacibles entre la nieve y el tibio musgo, un Clitumno en versión pobre y alemana. Por aquí es donde Inge, la maestra de esquí, enseñó a esquiar a Maïthé, cuando Toni la trajo por primera vez a este valle, algunos años después a Marianna, dado que aquella visita se prolongó hasta convertirse en matrimonio indisoluble así en la tierra como en el cielo, y desde hace un año enseña a Stella Giulia. Un poco más arriba, ya en Antholz Niedertal, la granja Obermair, con su balconada de madera al sol, encierra una historia digna de Céline. En mayo de 1945 se escondieron allí cinco franceses, partidarios de Pétain y condenados a muerte; un periodista y escritor, un integrante de la guardia del mariscal, un alto funcionario del Ministerio de Propaganda de Vichy, una mujer y un joven de dieciocho años, que luego fue descubierto y fusilado. Vivían escondidos, uno en Obermair y los otros en granjas cercanas, Unterrauter y Pallhuber, cambiando joyas por alimentos. Perseguidos como alimañas, no habían elegido mal su escondite en este valle donde se confiaba en la victoria del Reich y no faltaban los voluntarios de la Wehrmacht e incluso de las SS. Si Pétain y su gobierno se habían refugiado en el irreal castillo de Sigmaringen, estos fugitivos habían acabado en una Sigmaringen en miniatura, con pacas de heno y canastas de leña en lugar de oros antiguos.

Uno de ellos, como pasatiempo, llegó incluso a escribir un libro sobre el valle de Antholz y sus usos y costumbres. Escribir sirve también para eso, para distraerse de la muerte. Prados, collados y repechos están salpicados de caseríos y granjas; hasta ese cinturón de madera desparramada por las caderas del monte tiene sus historiadores totalizantes, que guerrean con el tiempo registrando cada detalle, sin dejar de lado ni siquiera una vieja cabaña que se pudre lentamente. Tras las huellas del primer cronista exhaustivo del valle, el padre redentorista Lorenz Leitgeb que lo describió con todo detalle en su suma Mei Hoamat de 1909, Hubert Müller, en años recientes, reconstruyó la historia de cada granja, de los matrimonios defunciones y sucesiones que las conservan en el seno de la misma familia o las pasan a otras manos, de las tabernas y genealogías de taberneros, del antiguo Bruggerwirt en el arroyo, del Sonnenwirt que vende al Mesnerwirt una parte del Maishof y de la veneranda edad a la que llegan por lo general las viudas de los posaderos —noventa y ocho años la Rauter-Mütterlein y noventa y siete la Zieles-Barbele—, de viejos delitos impunes y presuntos errores judiciales, como la condena a muerte por estrangulamiento, en 1880, de Josef Steiner, propietario del Innersiesslhof, acusado —según la gente injustamente— de asesinato y fallecido, tras la conmutación de la pena, en una cárcel de Bohemia.

El Dorfbuch Antholz de Müller es una historia universal concentrada en un pequeño valle; tal vez la estratagema más eficaz para eludir la pena de vivir es dedicarse a la reexhumación de vidas ajenas olvidándose de la propia, y Hubert Müller, moviéndose entre la Stube del Herberhof y la cercana biblioteca parroquial, encontró su camino, el acompasamiento pendular del tiempo que le fue asignado. Bajo la mirada paciente del investigador el espacio angosto se dilata, el átomo se descompone en una pluralidad móvil, en un caleidoscopio de nombres y eventos: los tres alemanes en fuga en 1945, que tiran una caja llena dinero en el lago; el invierno en que un caballo se hunde en el mismo lago porque el hielo cede bajo su peso; el primer párroco de 1220 y el primer maestro Johann Messner en 1832, que, además de enseñar, era también relojero, reparador de paraguas, constructor de escobas de brezo, sacamuelas, tornero, carpintero y maestro de postas.

Hubert Müller transcurrió su vida trasladando al papel hechos ocurridos y nombres verdaderos, esos nombres a los que todo narrador sabe lo difícil que es renunciar, incluso cuando la discreción y la diplomacia requieren que se retoque la realidad. Narrar es guerrilla contra el olvido y connivencia con él; si la muerte no existiera, tal vez nadie relataría nada. Cuanto más humilde —cercano físicamente a la tierra, humus— es el sujeto de una historia, más se advierte la relación con la muerte. Las vicisitudes de los hombres, famosos y oscuros, refluyen en las de las estaciones con sus lluvias y nevadas, en las de los animales y las plantas, en las de los objetos con su tenacidad y su consunción.

Los anales de Antholz son una gran historia, porque cuentan acerca de la especie más que sobre los individuos o los pueblos, y la especie comprende todo el paisaje en que esta se mueve. Los anales mencionan al prisionero ruso que fue encontrado muerto en Niedertal y a los veteranos de la Segunda Guerra Mundial, pero también la modificación de los signos que anuncian el mal tiempo; el último oso del valle, matado en 1790, el último lobo abatido en 1812, el último lince quizá en 1824, las truchas de veinticinco kilos del lago, el rayo del 2 de agosto de 1712 que cayó en la torre de la iglesia y mató a una muchacha, el granizo del 1828 y el aluvión de 1879; el extraordinario número de huevos recogidos en todo el pueblo por el reverendo Galler el 13 de mayo de 1908, para cascarlos batirlos y untarlos sobre las quemaduras que sufrió un carbonero, Konrad De Colli. La llegada de las tropas italianas en 1919 está registrada junto a la gran nevada del mismo año.

La historia se recoge lentamente en la geografía, en el desciframiento de los signos y los surcos excavados en la tierra. El paisaje se agrieta lentamente, los bastidores del estudio cinematográfico se deslizan como sacudidos por un leve terremoto; los primeros planos van hacia atrás y los monumentos se tambalean, otras cosas afloran y avanzan, utensilios, chaquetas dejadas colgando en las majadas abandonadas, coronas pintadas en los blasones.

El tiempo de la geografía es también rectilíneo al igual que el histórico, porque también las montañas y los mares nacen y mueren, pero es tan grande que se curva, como una recta trazada sobre la superficie de la tierra, y establece una relación distinta con el espacio; los lugares son ovillos del tiempo que se ha devanado sobre sí mismo. Escribir es desovillar esos hilos, deshacer como Penélope el tejido de la historia. Así que no es quizá del todo inútil intentar garrapatear algo en la Stube del Herberhof, aunque pueda tener razón Lisa cuando dice, con una mueca: «¿Cómo, otra vez escribiendo? Escribir, escribir siempre… no es bueno. Un poco, vale, pero no demasiado. Mejor escribir un poco menos y pensar un poco más».

De Antholz no son solo los campesinos que el 15 de abril de 1916 confundieron el primer aeroplano que pasó por el valle con un milano de grandes proporciones o un águila culebrera; son también dos personajes del gran mundo de la política, un revolucionario y un rebelde. En la casa Altenfischer de Anterselva di Mezzo nació y creció Peter Passler, uno de los jefes de la revolución campesina de 1525. Ya su padre había sido expulsado del pueblo por sus ideas reformistas en materia religiosa y social. Peter acaudilló los grupos de campesinos vinculados al movimiento de Michel Gaismair, el gran revolucionario tirolés que tenía la espalda curvada a causa de las noches consagradas al estudio y la lectura, con el que se encontró en Antholz en 1526. Con sus hombres, Passler se enfrentó a príncipes, obispos y prelados, combatiendo y predicando la libertad religiosa, el derrocamiento del poder eclesiástico, la destrucción de las murallas de todas las ciudades, que debían convertirse en pueblos, la colectivización de los productos del artesanado, el anabaptismo y el control de los precios.

Encarcelado y liberado después por sus partidarios, combatió rudamente en estos valles, apropiados a la hoz de la siega y a la de la guerra, hasta que, refugiado en territorio veneciano, fue asesinado a traición por uno de sus seguidores, que le cortó la cabeza y se la envió al gobierno de Innsbruck, obteniendo a cambio amnistía y recompensa. También Gaismair acabó asesinado con cuarenta y dos puñaladas, después de haber conseguido arrancar notables concesiones al archiduque Femando, al que le faltó tiempo para echarse atrás en cuanto el movimiento revolucionario empezó a perder fuerza.

Mientras sus campesinos, incluso durante la lucha, seguían creyendo en la legitimidad del soberano, achacando las injusticias a la perfidia individual de algunos de sus consejeros, Gaismair y Passler querían instaurar un nuevo orden social. Irreductibles a cualquier estrecho marco local, son dos figuras trágicas de la historia alemana y europea y de la contradicción que caracteriza a la modernidad: esta, al cambiar radicalmente el mundo, trae aparejada la exigencia de una mutación aún más radical, la redención mesiánica, y al mismo tiempo ahoga al nacer, con la fuerza tumultuosa de su desarrollo, la utopía de la liberación social. La fallida revolución campesina, que tiene lugar en los albores de la violenta y vital transformación moderna, es el signo de este ambivalente destino de la modernidad, particularmente fatal para Alemania; la «miseria alemana», la falta de madurez política que acarreará tantas catástrofes, nace de esta escisión entre libertad religiosa y liberación social. Fausto, el símbolo del hombre nuevo, es un héroe apolítico; la inmensa distancia de su titanismo individual respecto a la revolución campesina de la Alemania del siglo XVI es el símbolo de esa laceración.

La derrota de los campesinos y la restauración realizada por Femando II hacen del Tirol, durante siglos, el país del lealismo beato y conservador, renombrado baluarte de la tradición —y de los usos y privilegios sancionados por esta— contra la modernidad, los principios del Ochenta y nueve, el código napoleónico, el liberalismo y el socialismo. Coherentemente con esta línea, el Tirol devoto de los Habsburgo —bajo su directo dominio a partir de 1665— se opone a las reformas ilustradas de María Teresa y José II, defiende la libertad de castas y el orden social orgánico contra la modernización propugnada por los soberanos habsbúrgicos, se resiste al gran intento de estos de superar el atraso feudal evitando la revolución.

A pocos pasos de la casa Altenfischer está el Wegerhof, del que durante un determinado periodo fue posadero Josef Leitgeb, el rebelde, el mártir —como Andreas Hofer— de la lucha contra los franceses y los bávaros que invadieron el Tirol en 1809. Leitgeb fue fusilado el 8 de enero de 1810, a la entrada del valle, donde ahora lo recuerda un templete con la efigie de Jesús. Al igual que Andreas Hofer, Peter Mayr y otros patriotas —y al revés que Gaismair o Passler— Leitgeb no es un revolucionario que subvierte la ley para instaurar una nueva, sino un rebelde que, oponiéndose al nuevo poder usurpador, aspira a restaurar el orden antiguo. Él es un mártir de la tradición agredida por el universalismo de la razón, de la etnia amenazada por el Estado-Nación.

Como casi todos los verdaderos rebeldes, también los tiroleses acaban traicionados por los príncipes por los que luchan, que los sacrifican a la razón de Estado; es el armisticio de Znaim, sellado por el emperador de los Habsburgo Francisco I tras la derrota de Wagram, lo que deja a Hofer, guerrillero carente ya entonces de legitimidad, a merced de los franco-bávaros. La gran política penaliza al Tirol, pero por otra parte Hofer y Leitgeb no mueren por la casa de Austria, sino por el Tirol. O mejor, por una de sus partes, la alemana, excluyendo el Welschtirol, o sea lo que —según la nomenclatura secular, relegada solo en época reciente— es propiamente el Südtirol. Los campeones de la libertad tirolesa sancionan la división del Tirol histórico y de su unidad, realizada en 1254, cuyo eje cultural, luego trasladado a Innsbruck, se había situado hasta el siglo XV en la parte meridional. Los patriotas del 1809 rompen la unidad del Tirol, al separar el componente alemán del latino y al ser abandonados o aniquilados por las potencias de nacionalidad alemana, por Austria o Baviera respectivamente. Todavía el terrorismo sudtirolés de los años sesenta estará caracterizado por la contradicción entre el nacionalismo independentista y los vínculos con Austria o Alemania.

Leitgeb combatía por antiguas libertades pero también por antiguos privilegios y esclavitudes, contra la introducción de los principios de igualdad y de una movilidad social capaz de ofrecer a los individuos nuevas posibilidades de emancipación. Pero la modernidad napoleónica que invade el valle de Antholz con las tropas del general Broussier es asimismo violencia totalitaria y niveladora, que arrasa brutalmente las diversidades; en la resistencia vandeana de Hofer y Leitgeb, que se convertirá en el símbolo de una gruñona y retrógrada ideología tirolesa, encontramos también una defensa de libertades reales amenazadas por proyectos tiránicos. Leitgeb es una comparsa en ese drama de la historia moderna que contrapone Escila a Caribdis, violencia particularista a violencia uniformante, un jaque no resuelto que todavía insidia a Europa y explica tantas monstruosas modernizaciones centralistas y tantas bárbaras regresiones viscerales.

Cuando Leitgeb muere, ya ha fracasado la tercera vía a la modernidad intentada por la ilustración, por el absolutismo ilustrado de María Teresa y José II, sensible a las diversidades aun en sus proyectos unificantes y respetuoso con la tradición aun en sus impulsos innovadores; una tercera vía vagamente esbozada para evitar el Terror y la acumulación salvaje del primer capitalismo. Pero el Tirol obstaculizó a María Teresa y a José II y prefirió al Káiser Franz —el que había abandonado a Andreas Hofer a su destino—, o sea la reaccionaria restauración habsbúrgica, contraria a las innovaciones teresianas y responsable de tanto atraso ético-político tirolés. Napoleón, el invasor, que había pensado por un momento en crear una confederación tirolesa-helvética o en integrar el Tirol en el Reino de Italia asignándole una amplia autonomía, había intuido la peculiaridad del país, aunque fueran las fronteras que él impuso las que lo dividieron, durante un breve periodo, del modo más radical.

Leitgeb es también el nombre de la serrería situada a la entrada de Antholz Mittertal, cerca de la Gruber Stockl, una capillita de un color verdoso que recuerda el mar. Las paredes están recubiertas por las imágenes del Vía Crucis, unas imágenes clásicas y estereotipadas, iguales a las vistas por primera vez en la iglesia del Sagrado Corazón de Trieste. El Cristo de madera y braquicéfalo de la cruz es un hombre de estos valles, de facciones marcadas por la pobreza y la endogamia de generaciones. Los días de Anterselva comienzan, la tarde de nuestra llegada, delante de este crucifijo, en la capilla oscura y vacía; el año que ha transcurrido es depositado a los pies de esa figura, como un ramo de flores o una mochila que uno se quita de la espalda.

Detrás de la serrería la carretera se empina; desde lo alto se ve la iglesia, consagrada a san Jorge, y todo el pueblo, con las nuevas casas y calles crecidas torpemente alrededor del Kulturhaus que lleva el nombre del poeta medieval. El pueblo es pequeño, pero durante el paseo de la tarde se dilata en la oscuridad, se extiende en un espacio que cede. No solo el tiempo es elástico, sino también el espacio, que se alarga y contrae según aquello que contiene, porque es tiempo coagulado, como la existencia de las personas. Entre las dos tiendas, la que se llama también Leitgeb y la Handlung al final del pueblo, la nieve custodia y restituye años y eventos, estratos de tiempo. Todo viaje rectilíneo, con un punto de llegada concreto, es breve, pocas horas de tren entre Trieste y Milán o de avión entre Milán y Nueva York. El viaje sin meta de la tarde se pierde, se enreda en restos semienterrados que te hacen tropezar, enfila senderos borrados. Es como mirar una cara, hundirse en las aguas de los ojos, ser absorbidos por una boca. El nombre de Antholz, conforme a algunas etimologías quizá discutibles, podría significar «al otro lado del bosque», el lugar de más allá de los grandes bosques. Esas callejas oscuras y desiertas, por la noche, están más allá de un bosque, que se ha atravesado dejándose trozos de uno mismo entre las ramas, los arbustos espinosos, los troncos podridos.

A poca distancia de la capilla Gruber, en una casa de la que solo quedan ruinas, nació en 1856 Lorenz Leitgeb, el Herodoto del valle. El sacerdocio le llevó lejos. En los conventos austríacos y en sus frecuentes viajes como misionero popular, el padre Leitgeb sentía nostalgia de Antholz, pero sus superiores le destinaban a otros sitios. Por fin pudo volver a ver su pueblo natal gracias a un sermón soporífero del párroco de Antholz. Una tarde, durante la homilía de este último, un paisano se durmió y al despertarse se encontró en la iglesia desierta y completamente cerrada con llave, de modo que para salir se descolgó del campanario agarrándose a la cuerda de la campana y parando involuntariamente el reloj. Fue así como los parroquianos pidieron un predicador capaz por lo menos de mantener despierto al auditorio y les enviaron al padre Leitgeb, conocido por su elocuencia, que habló desde el púlpito con gran vehemencia y pudo disfrutar de ese modo del regreso a casa.

En el Herberhof hay un banquete fúnebre; ha muerto un importante comerciante de ganado del valle, padre de dieciséis hijos y titular de todos los grados de parentesco posible. En la cocina se prepara la comida, según el menú previsto en estas ocasiones, caldo con carne de buey, embutidos, vino y agua; mientras tanto en la sala grande se preparan las mesas. Jakob truena detrás de la barra. Él es el dueño del hotel, siempre lo ha sido; hasta cuando estaba confinado en la cuadra llevaba derechos a todos los hermanos, con la mano con la que llevaba también el cubo de los excrementos. Dos o tres hermanos se fueron, no se les ve nunca por el Herberhof. En un determinado momento salió de la cuadra y se sentó en el puesto que le corresponde.

Ejercer el dominio abiertamente, y no en secreto, le ha sentado bien. Sigue riéndose a menudo, pero la antigua risilla se ha distendido hasta convertirse en una alegría afable, en el buen humor que conviene a un hotelero; incluso sus movimientos son más comedidos, seguros. Hace la cuenta rapidísimamente, cogiendo el lápiz de detrás de la oreja. Duerme en una hermosa habitación, con una mujer venida de Rumania. Lisa se calla, cuando él le habla levanta los hombros. Konrad está a punto de ir a hacer el servicio militar y Jakob le suelta algo de dinero, le da también una palmada en el hombro, pero se preocupa menos de él que antes, ahora está pendiente de que todo funcione del mejor modo posible, en especial en el periodo de alta estación. Solo ciertas tardes, cuando sus hermanas y hermanos andan ya por el trastero, se queda un poco detrás de la barra, solo, un vaso en la mano y la mirada acuosa. Antes o después la rumana tendrá que irse, dice Helga, o se casa o si no una extranjera no puede quedarse para siempre, esta además ni siquiera es italiana, la policía no lo permite. ¿O acaso sí? De todas formas no sería justo.

Las campanas tocan a muerto; el ataúd, cubierto de ramas de abeto y precedido por un gran estandarte azul y oro, llega de Niedertal en un carro tirado por un caballo. Hay mucha gente, el difunto era un hombre importante y la muerte no tiene el poder de corregir las jerarquías sociales. «In Deiner grossen Barmherzigkeit tilge meine Schuld», cantan los tres sacerdotes, que Tu extraordinaria misericordia cancele mi culpa. En la torre del campanario se asoma la afilada cara del campanero, un muchacho salido de un cuadro de Brueghel o de El Bosco; detrás de él, allí arriba, otras dos o tres caras de madera miran ávidas la muchedumbre. Tiroleses braquicéfalos e hiperbraquicéfalos, dice la vieja enciclopedia ilustrada de la monarquía habsbúrgica promovida por el archiduque Rodolfo, bocio y pelagra transmitidos generación tras generación.

Más allá de las ventanas del campanario, el sol enciende el hielo de las montañas, lenguas de fuego oro y azul. El campanero se asoma todavía más, el cuerpo que se tiende hacia adelante y se pliega es el pico corvo de una rapaz: debajo de él la sombra de la aguja mayor del reloj se proyecta sobre el muro como si fuera un reloj de sol y se mueve lentamente, arriba se curva ligeramente, una pequeña guadaña. El ataúd atraviesa el cementerio que rodea la iglesia, tumbas de hierro forjado, entre tantos apellidos alemanes tres italianos, Scanso, Benato y Amelio. Alois Niederkofler vivió pocas horas o pocos minutos, murió el mismo día de su nacimiento; Aloisia, su hermana, era una niñita cuando se cayó en el torrente y se ahogó, el 9 de junio de 1951.

Los cantos y los rezos resuenan en la iglesia. En el techo, el dragón alanceado por san Jorge boquea panza arriba con la lengua fuera, un perro reventado por el calor. Frente a la iglesia está el Hotel Wegerhof, que pertenece a un Niederkofler. Un edificio contiguo, el Wegerkeller, lo unía directamente con la iglesia; ahora se accede a este último a duras penas, sorteando troncos y leños por una escalera tambaleante. En 1696 el posadero Andreas Gruber mandó pintar las paredes con una danza macabra. La abren el emperador, el campesino, el soldado, el sacerdote, el papa, la camarera, el abogado, la muerte, y cada uno dice su frase. Os gobierno a todos, os doy de comer a todos, combato por todos vosotros, rezo por todos vosotros, os absuelvo a todos, os seduzco a todos, os defiendo a todos, me os llevo a todos.

La sala está atestada de viejos aperos, sartenes, sierras rotas, hoces oxidadas, yugos de madera. Nadie, dice otro escrito, sabe cuándo vendrá ese ladrón. Hasta en esta pobre repetición de un estereotipo reverbera la grandeza del Barroco, su sentido objetivo de la majestuosidad y de la desnudez de lo creado, esa universalidad que más tarde la cultura europea estropearía chapuceramente con las miserias psicológico-sentimentales del pequeño yo vanidoso. En esa danza de la muerte están la humildad y la gloria del destino común, nacer vivir y morir; la muchacha que anuncia «os seduzco a todos» expresa lo absoluto y la vanidad del deseo e ignora los titubeos burgueses, los maquiavelismos eróticos, el cinismo libertino y la retórica sentimental con que, según las épocas y las clases sociales, el individuo que ha perdido el absoluto intenta suplantarlo con los remedios ideados por la mezquindad privada.

En esa modesta danza macabra hay un eco de la música barroca y de su totalidad; nosotros, que pasamos delante de ella con los esquíes al hombro o los libros debajo del brazo, pertenecemos al melodrama y tenemos que entonar, cada uno a su modo conforme a los caprichos de la ideología o del estado de ánimo, algún fragmento de valor para expresar la excepcionalidad de nuestro corazón. Para el Barroco, el mundo es teatro; nosotros vamos al teatro para distraemos o para que nos aplaudan. Broch deploraba que el teatro hubiese sustituido para el burgués a la catedral, pero lo peor es que ha sustituido también a la taberna. O tal vez sea lo mismo, también en la taberna dan pan y vino.

Unos metros más adelante, hacia Obertal, cerca de la tienda de Leitgeb, está el establecimiento de un tallista de madera. Fuera de la puerta hay un tronco con una excrecencia monstruosa, por detrás es todo un pesebre de Vírgenes, san Josés, animales, una religiosa humildad de la madera que vuelve doméstica incluso a esa protuberancia maligna. La escultura en madera, que tuvo su apogeo en el siglo XVI, es típica del Tirol e ignora las rígidas distinciones entre escultor, tallista y artesano; el arte es solo la mano que hace un buen trabajo.

En el banquete fúnebre los comensales son muchos; todo es un saludarse y un volverse a ver, gentes venidas de distintas aldeas y pedanías del valle, y que no se veían desde hacía años, se intercambian noticias sobre las familias, marchas y regresos, hospitalizaciones, y echan las semillas para algún buen negocio. La muerte no desata, sino que anuda; es un rito de cohesión social, una fuerza centrípeta. Un hombre que muere es una pequeña estrella que se colapsa, adquiriendo densidad y masa y atrayendo en tomo a sí a los demás cuerpos de la sociedad. Aquí y allí se ven las caras seculares del valle, mejillas amoratadas por el vino y bocas desdentadas, pero la fisonomía general atestigua una civilización distendida y circunspecta, los rostros ya no son los de la muchedumbre que escarnece a Cristo en los antiguos retablos de los altares de los valles, sino más bien rostros de un civil y progresado bienestar.

Isidor Thaler se mueve entre las mesas afelpado como un gatopardo; está borracho y no consigue hablar, pero sonríe y se inclina amablemente, se desliza entre el gentío sin tropezar con nadie y sin tirar el vino del vaso que sostiene en la mano vacilante. Toda la población está presente y también gentes de los otros pueblos del valle. Están también Rudi y Elisabeth, su guapetona mujer. Rudi es cartero. Moreno como un gitano, enjuto y rápido, era el guapo del valle; una seducción meridional lo hacía irresistible a las descoloridas y rosáceas alemanitas y solo su taciturna seriedad, que aumentaba su embrujo, le impedía aprovecharse demasiado, convertirse en un pequeño Fausto de Antholz para la felicidad y la pena de tantas Margaritas.

Se casó hace algunos años y está cada vez más delgado y chupado de cara. Elisabeth, su mujer, cada día está más rellena, el doble mentón deforma sus morritos enfurruñados y los transforma en una especie de hocico, pero la boca se ensancha insolente y satisfecha, los ojos se empequeñecen entre sus mejillas encamadas como manzanas buenas para morder, los senos se expanden y descienden con despreocupación, la mano rolliza es imperiosa cuando le manda a Rudi que vaya a traerle un vaso de vino o el mantón que se ha dejado en el coche, o cuando le dice que ya es hora de volver a casa. Rudi obedece y calla; un silencio desmayado y vacío, distinto del de antes. Mira fijamente delante de sí mismo, bebe un vaso deprisa sin escuchar lo que le dicen los demás, se levanta y sigue a su mujer.

En la barra, el panadero Huber, también él con un índice de alcohol en la sangre ostensiblemente superior a la norma, se inclina galantemente hacia Viviana y le dice que el próximo año Antholz ya no estará en Italia. ¿En Austria? No, nada de Austria. En Baviera. Y no se hace eco de la provocación de María, que se introduce en la conversación sin hacer caso de sus requiebros, y le pregunta si hará falta entonces excavar un túnel de conexión que atraviese Austria por debajo. Los sudtiroleses más antiitalianos tienen sus miras puestas en Baviera, aunque en las comedias populares, que se representan por doquier en estos valles —incluso en Niederrasen— y que celebran la indivisibilidad del caserío, el embrollón que finge amar a la hermosa viuda propietaria de este, para quedárselo él, sea a menudo uno que viene de Múnich, la metrópolis, es decir el corazón de la corrupción ciudadana, y al final sea desenmascarado por un mozo fiel que ama sinceramente a la hermosa viuda y contrae esponsales con ella, conjugando así el as de corazones con el as de oros y sobre todo salvaguardando la propiedad de la tierra de las especulaciones del inmoral capital financiero.

La ambivalencia ha caracterizado desde siempre las relaciones entre el Tirol y Baviera. Son los bávaros, en las luchas contra los eslavos entre los siglos VIVII, los que garantizan definitivamente la germanidad del Tirol —aunque prevalezca en el oeste el elemento alemán— cuyo primer señor es su duque Tassilo III. Sin embargo Meinhard, el conde del Tirol a quien el pueblo debe en gran medida la formación de su peculiaridad, se opone con todas sus fuerzas a los bávaros y busca apoyo en los Habsburgo. Este choque se repite en tiempos de Margareta Maultasch y concluye con la victoria de los austríacos, que por lo demás determina el final de la independencia tirolesa.

De todas formas son generalmente los bávaros los que están vistos como extranjeros y combatidos como tales: en 1704 los campesinos tiroleses se sublevan contra el ejército bávaro invasor, acogido favorablemente por la nobleza, y lo derrotan; si la aristocracia cosmopolita es pues infiel y filobávara, lo que en aquel momento significaba filofrancesa, el pueblo defiende el alma y el terruño. Incluso Andreas Hofer lucha contra franceses y bávaros; una vez más es el elemento campesino el que toma las armas por el Tirol, Vandea del mundo germánico.

La constitución bávara introducida en el Tirol en 1808 instauraba el dominio del Estado-máquina creado en Múnich por el ministro Montgelas, un absolutismo ilustrado y modernizador dirigido a nivelar las diversidades y los privilegios del acervo medieval. Hofer y Leitgeb defienden «su viejo derecho» contra la universalidad de la Razón, que legisla en el código unitario, y contra Baviera, que representa la Razón francesa. Las cosas se modifican lentamente en los decenios siguientes, que asisten a la progresiva simbiosis del autoritarismo modernizador con la tradición popular bávara; de este compromiso nace la cohesión política de Baviera, que se irá presentando poco a poco a los tiroleses no ya como el enemigo invasor, sino como el simpatizante protector del Tirol —incluso de los autores de atentados y de los extremistas como el doctor Burger, condenado en Italia a cadena perpetua por terrorismo y absuelto en 1970 por el tribunal de Múnich. De cualquier forma, el atractivo de Baviera radica sobre todo hoy en el marco y desde hace algún año juliano, en la Stube, ya no se les puede decir a los nacionalistas tiroleses que, si de verdad quieren ser anexionados por Alemania, que se incorporen a la República Democrática Alemana.

Un jus loci de una antigüedad de más de veinte años garantiza, incluso en los días en que todo el local está reservado al banquete fúnebre, una mesa para el cotecio. «Salto a la última», dice Sergio temiendo que Traudl le impida dar capote. Cuando se ha perdido cuatro veces consecutivas se tiene el derecho de intentar el capote, pero con el riesgo de perder, o bien de «saltar a la última», es decir, renunciar a jugar la quinta mano y anular la partida. «Saltar a la última» no es necesariamente un signo de vileza, de escaso amor al riesgo. Es una guerrilla con el tiempo, diferir para prolongar la partida y alejar el resultado final que, en cualquier caso, es siempre un fin. La civilización habsbúrgica «saltaba siempre a la última», daba largas y aplazaba para sobrevivir. Poco a poco el banquete va acercándose a su término, la gente empieza a desalojar la sala, se demora todavía un rato hablando, saludándose, bebiendo una copa. No hay jaleo ni desorden, todos se comportan con compostura y tranquilidad. Así no hay manera, dice Lisa, no hay manera. Antes sí que eran bonitas, las comidas de después de un funeral, todos tan contentos, no paraban de reírse y de armar jarana, de cantar, de contar chistes. Aquello sí que era divertirse, lo que se dice una fiesta, más que en Nochevieja, y no lo de ahora, yo realmente no sé, no entiendo por qué…

Incluso Heinz S., una vez bebido el último vaso a la salud eterna del difunto, deja el local. Es uno de los veinticinco jóvenes que se fueron el 25 de noviembre de 1939 para Alemania, después de haber optado —como la mayor parte de los habitantes del valle— por marcharse, cortando el cordón umbilical entre la sangre y la tierra. Él volvió aquí en el 41, otros en el 48 y en el 56. En el fondo son relativamente pocos los que se fueron y los más han vuelto, pero la figura del Dableiber, de quien en aquella época había optado por quedarse —renunciando a la nacionalidad alemana—, es una sombra inquietante, el fantasma de un extranjero. La literatura no ha ignorado ese dilema, pero no ha estado a la altura de aquella laceración arcaica y ultramoderna al mismo tiempo, una de las muchas artificiosas y violentas modificaciones de frontera de nuestro siglo. De ello han escrito, en sendos dramas, Pircher y Riedmann y también, hace muchos años, en 1941-42, Joseph Raffeiner, a quien le estaba reservado un destino melancólico, convertirse, después de haber sido un testigo de aquel drama no exento de fuerza y de protesta, en un político del SVP y luego del Heimatpartei, o sea en un portavoz de la oficialidad.

Sería más interesante hablar de todo ello con Heinz, pero no quiere decir nada sobre este tema y su silencio se compadece bien con aquella herida. Un verdadero eingeklemmt, encallado y bloqueado —como Norbert C. Kaser, el escritor que encamó voluntariamente en su existencia y en su obra ese atascamiento. La literatura tirolesa más viva ha hecho suya esta autodenuncia, asumiéndola como condición de autenticidad y transformándola en una burlona y agresiva autocelebración. Los escritores tiroleses disfrutan de una suerte envidiable, o sea de un estrecho establishment político-cultural que, al proclamar las incorruptas y genuinas virtudes de la Heimat y de su tradición, confiere involuntariamente importancia y autenticidad a cualquier desviación, incluso banal pero de todas formas liberatoria, de este modelo. Gracias al conservadurismo a veces retrógrado de la cultura oficial sud-tirolesa, es fácil ser un escritor al que se le ponen trabas y por lo tanto merecer consideración merced a la prepotente hostilidad de los bienpensantes. Actitudes literarias que en un contexto cultural distinto serían patéticas o pubescentes, en el Alto Adigio tienen todavía un valor de protesta.

Un síntoma evidente de tal atraso es la canonización póstuma de Kaser: el joven sensible y rebelde, parado y alcoholizado, monje capuchino y militante comunista, atribulado y escarnecedor, muerto en plena juventud después de haberse negado a la redacción de un solo libro, que únicamente realizó y expresó con glosas y fragmentos, es un autor respetable, pero la leyenda que se ha apoderado de él, una verdadera hagiografía del disenso, es el reverso complementario de las liturgias de la Heimatliteratur, ciertamente carentes de su drama real.

Los escritores tiroleses están obsesionados con la frontera —por la necesidad y dificultad de atravesarla— y por la identidad, y buscan esta última en la negación de la identidad compacta grata al poder cultural de su país. Con la sufrida pero manida y fácil retórica frecuente en los escritores de frontera, por ejemplo en los triestinos, también ellos se sitúan de buena gana en el otro lado, atribulados pero también complacidos por sentirse italianos entre los alemanes y alemanes entre los italianos, ávidos de ser brutalmente atacados por los guardas custodios de las memorias patrias para poder decir, con declamada sinceridad, que sufren por no saber decir a qué mundo pertenecen.

Todo eso es literatura, a menudo buena. Mientras exista, agresiva y potente, la lívida ideología de la Heimat, debe haber poetas que, como Kaser, propongan asar el águila tirolesa; son realmente ellos los verdaderos herederos de esa águila, porque la literatura tirolesa, incluso sin necesidad de remontamos a sus grandes escritores de la Edad Media como Oswald von Wolkenstein, ha sido rica en voces duramente críticas con la visceralidad y la angustia social de su propio mundo, como los dramas de Schönherr o Kranewitter y sus desolados cuadros de brutalidad campesina. Pero sería ya hora de que el águila tirolesa fuera asada, comida y digerida de una vez para siempre, sin volver a sentir necesidad de escupir sobre sus huesos, de la misma forma que sería ya hora de sacudirse de encima la fijación polémica de la frontera, dejando de considerarla como una peculiaridad tirolesa o triestina y dándose cuenta de que puede afectar a un milanés no menos que a un habitante de Antholz o del Carso. En sus rebeldes escarnios, muchos escritores tiroleses exhiben sentimientos demasiado buenos, luciendo ideales de libertad, protesta, desterritorialización, Niemandsland. Sentimientos e ideales dignos de elogio, a diferencia de los de sus calumniadores, pero que no bastan para hacer poesía. No es un azar que un autor significativo como Franz Tumler haya pasado por una experiencia realmente mala, esto es, por su adhesión juvenil al nazismo, más tarde superada, que —obviamente solo en cuanto superada— le permitió entender a fondo el Südtirol y el nexo demoníaco que puede subsistir entre el sentido de la frontera y el pathos del Anschluss.

Los escritores sudtiroleses tendrían que ser un poco —solo un poco— menos sudtiroleses, o sea menos antisudtiroleses y olvidarse de sus cordones umbilicales. Las nuevas revistas —Arunda, Der fahrende Skolast, Distel, Sturzflüge— han refrescado desde luego el ambiente, pero el fotomontaje de Andreas Hofer desnudo en la portada de Sturzflüge es todavía un pañal tirolés. Pero ciertamente no se pueden prescribir ni proscribir recetas. Tal vez incluso Klaus Menapace murió, suicidándose, de dolor tirolés. Sus poesías, extraordinarias instantáneas del encanto y de la pena de vivir, transforman los paisajes concretos, destellos de nieve y de bosque, en paisajes del alma, en un escenario invernal que evoca y hace olvidar de inmediato los sitios en los que nacieron esas imágenes. «Starker / als alle Sprage / der Tod», esta muerte más fuerte que todo lenguaje y más allá de toda complicación edípica.

Antholz Mittertal, como su propio nombre indica, es el centro del valle, pero es al mismo tiempo el último pueblo propiamente dicho. Obertal, Anterselva di Sopra, no es ya un pueblo, sino un desparramado puñado de casas, sin centro ni unidad; le faltan en efecto la iglesia y la taberna. También un valle —como los ríos hacia su desembocadura, como toda existencia, individual y colectiva— a medida que procede hacia su fin pierde identidad. Algún caserío, unos heniles, una leñera, una capilla escondida cerca del puente, con una Virgen de corazón atravesado y muchos exvotos, el torrente que resplandece en tonos pardos.

Subir al lago y al puerto, volver a bajar, mientras resuenan los disparos de los esquiadores que se entrenan para el campeonato del mundo de biathlon; el eco de un disparo se demora entre los bosques, la memoria lo superpone a otros ecos, cuando se apaga es ya otro año, esta vez Irene no ha venido, la niña tiene la varicela, Francesco hace dos años que promete venir por lo menos para San Silvestre. Isabella baja como una exhalación del Wildgall, el halo de sus cabellos rubios en el viento es una aurora de las nieves, el hielo cede bajo el esquí y expele un barrillo negro sobre el blanco, los años caen rodando cuesta abajo.

El lago pertenecía a Enrico Mattei, era su refugio preferido. En cuanto podía, cogía el avión, aterrizaba en Dobbiaco y se llegaba al lago silencioso; se pasaba horas pescando, paseando, mirando al agua. La orilla donde pescaba había sido en tiempos objeto de litigios entre Passler y el obispo de Bressanone. La gente del lugar lo amaba y lo recuerda todavía con simpatía y respeto. Quién sabe lo que inducía a Isidor Thaler, tambaleante y borracho ya a las diez de la mañana pero puntual y preciso en su trabajo del telesilla del Wildgall, a ir a beberse un vaso de vino con el gran capitán que, personalmente íntegro, para sus grandes fines utilizaba incluso bajos medios corruptos, plantaba cara a los poderosos de la tierra y sabía hacer que creciera la Italia de estar por casa de la posguerra, llevándola al gran mundo de la política económica, pero contribuía a mellar su moralidad y a hacerla por lo tanto también más pequeña. Acaso fuera una común aversión al capitalismo lo que unía instintivamente a los devotos de Andreas Hofer y al modernizador exento de prejuicios, que sería sacrificado bien pronto de forma delictiva.

Cerca de donde estaba su casa, en cuyo lugar hay ahora un hotel, y de un puente que se levanta con gracia japonesa sobre el torrente y los juncos helados en encajes fantásticos, un cuadro piadoso recuerda una antigua desgracia ocurrida en el lago, la barca que se hunde y las personas que se ahogan, mientras que desde el cielo la Virgen y los santos asisten compungidos e impotentes igual que la gente que acude a las orillas. Sobre la imagen, una nota pregunta al paseante: «Mein Freund, wo gehst Du hin», amigo, ¿adónde vas? Es difícil responder lo mismo que otro escrito que se ha visto estampado en una casa: vivo y no sé hasta cuándo, moriré y no sé en qué sitio ni cuándo, voy y no sé adónde y me maravillo de lo feliz que soy.

El lago es un espectro de colores. La nieve es blanca, dorada en algunos momentos, cuando el viento la levanta y la arrastra por la superficie helada es un polvillo de plata, donde empieza la sombra es azul. En las paredes de los montes es marfil, rosácea, gris perla; por la tarde el azul se convierte en un rojo vinoso. Fue por causa de los colores por lo que Goethe odiaba a Newton. Si el blanco, como explica Newton, es la presencia y la mezcla de todos los colores, quiere decir que en él los colores mueren y las diferencias se apagan, y que este blanco, estos años mezclados y fundidos en la nieve son solamente un amortiguado acabamiento. Si el blanco fuese en cambio la luz originaria, como creía Goethe, entonces los colores tienen que encenderse todavía, empezar y volver a empezar; existirá de nuevo el azul de las lejanías, el rojo de una flor y de una boca, el color miel de una mirada.

El lago se decolora, el verde de los árboles es negro, el blanco se convierte en oro, un oro bruñido que se oscurece y de repente se vuelve azul. Los perfiles, que se borran con rapidez, son netos; se mira el lago y la nieve es blanca, el ribete que bordea la orilla es azulado, los pinos verde oscuro, el mundo está ahí, existe, irrefutable y sólido como la bola de nieve que Lucina le tira a Hans. Goethe, Newton, Schopenhauer, Steiner, Wittgenstein escribieron acerca de los colores; la poesía y la filosofía son también ramas de una cromática general, ciencia del destello que centellea un instante al sol, de las mejillas que arden coloradas, restregadas con nieve, del pelo negro y luego blanco.

Beppino tiene la manía de la cromoterapia, sanatorios con miradores donde los pacientes contemplan durante horas los colores y sus variaciones, siguiendo rigurosas prescripciones médicas. Hay quien tiene necesidad del azul y quien la tiene del gris, quien de colores chillones y quien de los desteñidos; a unos les hace bien mirar fijamente durante horas una intensa reverberación, otros tienen que estar más atentos, incluso el mar que reluce y se agita al mediodía hay a quien le mete la melancolía en el corazón, o tal vez una felicidad tan intensa que parece melancolía y por lo tanto hay que dosificar con atención. La cromoterapia está de moda desde hace años, se habla de ella en libros y periódicos, pero todos pueden atestiguar que Beppino sienta cátedra sobre la materia desde antes de la primera ceremonia del diploma de fidelidad al valle, que se recibe solemnemente en el Herberhof, al final de cada decenio, de manos del burgomaestre de Rasun.

Subimos al puerto de Stalle. Aquí, dicen los mapas, discurre la frontera entre el clima mediterráneo y el mitteleuropeo. Mitteleuropa como meteorología, se ha escrito. Hace frío, el viento del Oberland, que viene del este, es un viento helado, todo es todavía más blanco; el mundo se vacía, una campana de cristal en la que no hay más que cielo y nieve, una blancura azul sin fondo, que absorbe las cosas en el vacío. El viento es fuerte, se resiste un poco caminando con la cabeza baja contra las rachas, pero el viento es más fuerte, arrastra y se te lleva, todo se queda atrás enseguida y se aleja. Es tarde para refare, para volver a dar cartas, como máximo se salta a la última, y el año que viene nos asomamos de nuevo al puerto; miramos abajo hacia el valle, el lago es una antorcha encendida pero antes de que lleguemos abajo será gris. El cielo está alto, la cúpula de una bola de cristal que se sacude para ver caer la nieve; los copos se arremolinan y bajamos al valle con rapidez, entre los copos y las horas que se precipitan en la oscuridad. El sol desciende rápido pero todavía es pronto y a lo mejor tenemos tiempo aún para llegamos a Antholz, coger el coche e irnos a Brunico, a la tienda de Schönhuber. Compramos otras cuatro tazas de café y una jarrita para la leche, dice Marisa, así completamos el servicio para dieciséis, accesorios incluidos, y luego Francesco y Paolo podrán repartírselo y tener un juego de ocho cada uno, que ya es algo.