LAGUNAS

Negras, corroídas por el agua y aquí y allí descamadas hasta el herrumbroso esqueleto, algunas gabarras están varadas, quién sabe desde cuándo, en el bajo fondo de la laguna, junto a la isla de Pampagnola. La barca, un bote plano que pesca muy poco y que a ratos se desliza casi a ras de tierra, sobre un mínimo pelo de agua, acaba de dejar Grado a sus espaldas y se encamina por la línea litoral véneta, la vía de mar que lleva a Venecia, bien señalizada por los palos rojos y negros que la flanquean y sobre los que, en las encrucijadas acuáticas, unos carteles indican con sus flechas correspondientes las direcciones: Aquileia, Venecia, Trieste. En un palo hay una blanca estatua de la Virgen, estrella del mar y protectora de los navegantes; sobre su cabeza se ha posado una gaviota, quieta contra la inmensa y vacía claridad estival.

La laguna, inmediatamente después del puente, comienza con un cementerio de barcazas. Del costado de una de ellas sobresale una grúa volcada y en el puente los cabestrantes están oxidados, pero no así los cables que están todavía enteros y fuertes. Este naufragio es apacible; el barco se apoya cansado y tranquilo sobre un bajío, tras haber transportado peces durante tanto tiempo y sobre todo arena, y espera su consunción. De una gabarra, esta más devastada, quedan casi solo los brazales y la quilla, un bordado abstracto de largos clavos jactanciosos, pero las demás se encuentran en mejor estado; la madera es dura, la forma panzuda y fuerte muestra la sabiduría de las manos que la han forjado, el conocimiento de los vientos y las mareas acumulado desde hace generaciones. En los costados se destiñen tiras rojas y azules, pero aquí y allí el color es aún vivo y cálido.

Hará falta mucho tiempo antes de que las mareas, la lluvia y el viento reduzcan a escombros esas barcas y todavía más antes de que estos se descompongan y desmenucen. Gradualidad de la muerte, tenaz resistencia de la forma a la extinción. Viajar es también una guerrilla abocada a perder contra el olvido, un camino de retaguardia; detenerse a observar la figura de un tronco deshecho pero todavía no cancelado del todo, el perfil de una duna que se disuelve, las huellas de cuando estaba habitada una vieja barraca.

La laguna es un paisaje apropiado a este lento vagabundear sin meta en busca de signos de la metamorfosis, porque las mutaciones, incluso las del mar y la tierra, son visibles y se consuman ante nuestros ojos. El banco de arena de la izquierda, que pone freno al mar abierto, el Banco d’Orio, se trasladó, durante los dos años en los que Fabio Zanetti lo estudiaba para su tesis de licenciatura, vanos metros, especialmente hacia el oeste, a causa de una bora excepcional. El movimiento es tangible, como el paso del tiempo en el rostro de una persona. Los vientos son los caprichosos arquitectos del paisaje. El siroco rompe, la bora barre y se lleva las cosas, la brisa construye y reconstruye.

La barca se desliza entre las algas y entre un bajío y otro, bordea un marjal, uno de los innumerables islotes que apenas emergen de la laguna; las matas de hierba, entre las que brincan pequeños pajarillos de cabeza roja, se confunden pocos metros más allá con las algas del agua. Al soplar el aire se mueven las flores de marjal, de un color azul lavanda. Flores de marjal [Fiuri de tapo] se llamaba la primera colección de poesías de Biagio Marin, publicada en 1912. Junto a las conchas, esas flores son el símbolo de su poesía y del sentido que la penetra infatigable, creación que nace del grumo y del légamo de la vida. Del fango salobre despunta el tallo enhiesto y amable, el viscoso molusco genera la perfecta e iridiscente espiral de las conchas; este era el salmo de lo eterno que Marin oía cantar entre las cañas y el chapoteo de los islotes y volvía a encontrar en los coros litúrgicos que escuchaba a la sombra de Santa Eufemia, la venerable basílica de Grado.

El marjal aflora siempre, pero el cieno emerge solo con la marea baja y luego vuelve a sumergirse, ora familiarmente expuesto a las miradas ora hundido en el misterio de las aguas, que incluso medio metro basta para crear; el misterio velado y aparentemente inmóvil de la profundidad, de las piedras y las conchas del fondo, tan extrañas y lejanas cuando la mano se zambulle aunque solo sea unos pocos centímetros para violar su encanto —el embrujo de las ciudades sumergidas como Viñeta o Atlántida, cuyo resplandor brilla incluso en un poco de lodo subacuático.

A través de zanjas, que cortan el arenoso cordón litoral, la marea entra en la laguna y con ella las grandes aguas de las lejanías penetran en los estanques salados, en los recintos de pesca donde los peces de criadero pasan el invierno. La lenta tranquilidad de la laguna, que en la estación mala la niebla y el légamo que se desprende pueden trasformar en una peligrosa asechanza, es también un rostro del mar, de su magnánima indiferencia. Sobre una piedra, puestas a secar, reverberan algunas conchas, orejas marinas, tellinas rosas y violáceas, llaves de San Pedro, lapas azulonas.

Un cormorán eleva trabajosamente el vuelo, roza el agua y, una vez ha alcanzado un canal más profundo, se zambulle y desaparece; su cuello negro vuelve a emerger como un periscopio muchos metros más adelante. Dejamos la isla de Ravaiarina a la derecha; dos barcas con trapos negros colgados en los árboles, las señales que se ponen donde se colocan las nasas, se deslizan en silencio, suspendidas entre dos espejos. Sobre los islotes se asoman las barracas, la secular construcción lagunar que hacía las veces de casa y de almacén para la pesca, hecha de madera y de mimbres, con la puerta hacia poniente, el suelo de barro, el hogar, fughèr, en el centro y el jergón relleno de algas secas. Todavía queda alguna barraca, incluso bastantes; de algunas sobresalen las antenas de la televisión, otras están rehechas o transformadas. En Porto Buso, donde termina la laguna de Grado, ya no quedan, porque en la época de la guerra de Abisinia un jerifalte, de paso por aquí, observó que era indigno ir a civilizar África y tolerar chozas abisinias en nuestra propia casa y las mandó derribar, sustituyéndolas por pequeñas casas de piedra.

Los barraqueros, en tiempos, iban rara vez a Grado, a llevar el pescado; en esas ocasiones se ponían elegantes y se untaban el pelo con aceite frito, para que se les quedase liso, y cuando iban a misa ese olor se esparcía por toda la iglesia. Aparte de esas recetas cosméticas, la laguna, como todos los mares, es un gran lavatorio de agua y aire que borra las habituales distinciones entre lo limpio y lo sucio. Más allá, un soplo de viento y algunas corrientes la vuelven trasparente como un aguamarina, ese color verde agua que es el color de la vida, pero el pie se hunde con gusto en la marisma cenagosa. El color turbio que empaña el oro de la arena con un marrón desleído es cálido y bueno, un limo primordial; el limo de la vida, que no es ni sucio ni limpio, con él están hechos los hombres y los rostros que ellos aman y desean y con él los hombres se hacen sus castillos de arena y las imágenes de sus dioses.

Ese barro parece sucio y en cambio es saludable, como moho sobre una herida; es agradable liberarse de él con una brazada en el agua límpida y honda, pero cuando se desembarca en algún islote se chapotea en ese lodo con una familiaridad infantil, demasiadas veces perdida. Las llagas, que ese caldo alivia como saliva sobre un arañazo, son también los agobios que cada día, cada hora se clavan en nuestro cuerpo como flechas; los aguijones que las órdenes, las prohibiciones, las imposiciones, las invitaciones, los llamamientos, las presiones o las iniciativas dejan en la carne y en el ánimo, con un veneno que estropea el sabor de vivir y agranda el ansia de muerte.

La laguna es también quietud, aminoramiento de la marcha, inercia, perezoso y distendido abandono, silencio en el que poco a poco se aprenden a distinguir los mínimos matices de los ruidos, horas que pasan sin objeto y sin meta como las nubes; por eso es vida, no aplastada por las tenazas del tener que hacer, del haber hecho ya y vivido ya —vida con los pies descalzos, que sienten a gusto el calor de la piedra que abrasa y la humedad del alga que se marchita al sol. Ni siquiera las picaduras de los mosquitos en la piel molestan; son casi agradables, igual que el sabor acre del ajo silvestre o del agua salada.

En una ciénaga, entre las flores de marjal, hay una cruz, que recuerda a alguien. Sentados en el borde de la barca, mirando las matas de tamariscos que descienden sobre el agua como la espuma de una ola que rebasa un islote, se siente un poco menos de miedo a la muerte; quizá nos ilusionamos con tener todavía mucho tiempo por delante, pero sobre todo se cuida uno un poco menos de esa contabilidad, del mismo modo que no se cuidan de ello los niños que juegan embadurnados a la orilla del mar. La barca pasa delante de los recintos de pesca, de las casas de los colonos. Cerca de los desagües de estas últimas prolifera un tipo de cangrejo que, por sus predilecciones gastronómicas, es llamado «comemierda». Parece que algunos restaurantes los aderezan también, junto al legítimo granzo poro, en sabrosos calditos para turistas, realizando así un perfecto ciclo —y reciclo— vital.

El agua —mar y laguna— es vida y amenaza de vida; agrieta, sumerge, fecunda, irriga, borra. En la primera mitad del siglo, entre el canal de Primero y Punta Sdobba en la desembocadura del Isonzo, la línea del litoral se había retirado al este 196 metros; al oeste la isla de San Pietro d’Orio estaba unida antes a Grado. Las violentas marejadas que arrasan las barreras de tierra o de dunas forman las lagunas, que continúan mellando, más silenciosamente, la tierra firme. Las crónicas refieren batallas y pestilencias, pero muy a menudo —como el testamento de Fortunato, el enérgico y discutido patriarca de Grado en tiempos de Carlomagno, o el Chronicon Gradense de los siglos XI-XII— hablan también del «aqua granda» que se levanta e inunda, del mar que entra en la iglesia de Santa Ágata, hasta cubrir las tumbas de los mártires, o acaba rompiendo contra el palacio del Conde, que representa la autoridad de Venecia. Siglos después, Nievo observa que «el mar cerca cada año más la basílica patriarcal».

La iglesia, asediada por las aguas, es a la vez barco en apuros que pide auxilio y dique o arca que lo ofrece a quien teme quedar sumergido. El agua, para el pescador y el marinero, es vida y muerte, sustento e insidia; corroe la madera del barco igual que la vida del hombre que se aventura en el mar pérfido y amargo, fiándose de la frágil tabla en la que posa sus pies y que lo separa del abismo. El barco protege de las tempestades, pero también dirige su proa hacia el huracán y el naufragio, más allá de los cuales está el puerto. El marinero, en sus penalidades, está más cerca del naufragio y de la orilla afortunada; las aguas de los abismos son también una gran fuente bautismal.

El mosaico del suelo de Santa Eufemia, la basílica de Grado, reproduce las ondulaciones del fondo del mar, los dibujos curvilíneos que las olas imprimen a la playa de arena y al espejo del mar. Fluyen olas hacia la orilla y hacia el altar, se redondean, se encrespan, se retiran y vuelven a fluir. La armonía de esa ola que fluye y retoma, eterna en su fluctuar, resuena en los cantos antiguos bajo la bóveda de la basílica; también la melodía es fuga y retomo. No tiempo de la iglesia y del mar, tiempo breve y bueno de la vida; olas y arena bajo los pies de quien saca la barca del agua y pide un poco de misericordia para la pena de vivir, lava quod est sordidum, riga quod est aridum, sana quod est saucium

Un pez nada en el fondo del mosaico igual que en el de la laguna, el símbolo del Señor que se ha encamado también en el alimento cotidiano de quien se afana entre la tierra y el mar. A veces, cuando la marea se retira, se queda un pececillo en un charco y los niños lo meten en un cubo, lo cogen con la mano y juguetean felices con él, pero el pez se debate, las branquias se abren y se cierran ansiosas, nadie le ha preguntado si le gusta aquel juego e incluso para el niño algo, al menos durante un rato, cambia, cuando el pez deja de moverse. Hostem repellas longius, pacemque dones protinus… vitemus omne noxium

La laguna, sostienen los geólogos, es joven. Hay quien dice ciento veinte siglos, pensando en los lejanos orígenes de los levantamientos tectónicos de los Alpes y en el material aluvional traído por los ríos; otros acercan su formación todavía más, la sitúan en una época ya histórica, medible con la breve memoria del hombre. En el tiempo de la laguna historia y naturaleza se sobreponen; sus fastos son las más de las veces calamidades, poco importa si debidas a los hombres o a los elementos: la invasión huna que destruye Aquileia en el 452, la furia del mar del 582 y el saqueo longobardo del 586, el diluvio del 589, la incursión sarracena del 869, la peste de 1237, el incendio provocado por los ingleses en 1810 —«el xe Atila flagelum Dei / e i inglesi so’ fradei»—, el «sión», ciclón, el de 1925 y el del 1939. A lo largo de los siglos y de los años la pescadora, la campana de la torre de la basílica, anuncia los temporales; procesiones, rogativas o incluso conjuros imploran protección frente a las catástrofes, frente a toda «aqua granda».

Grado es un paisaje literario gracias a la lírica de Biagio Marin, que ha hecho de esta zona un mito poético. Antes de Marin hay muy poca cosa, casi nada —los versos convencionales de Sebastiano Scaramuzza, más relevantes para el lingüista que para el lector—, pero aun ese casi nada resplandece en alguna mínima pajuela de oro, conmueve como las incrustaciones de la conchas nacidas de casi nada. Domenico Marchesini, que fue llamado Menego Picolo y vivió entre 1850 y 1924, no entrará, con sus poesías y sus prosas gradesas, en la memoria de las generaciones venideras, tampoco ellas por otra parte de segurísima existencia. Pero en un verso suyo los míseros pescadores se convierten en «comandaùri del palù», comandantes de la ciénaga; sobre sus penalidades en ese cenagal reverbera la gloria de la Serenísima, de la que Grado fue madre, pero inmediatamente después se dice que, aunque ellos con su trabajo son los comandantes, la ciénaga, de la que depende su sustento, es su «paròn», su dueño.

No es poca cosa un verso, en una vida. Tampoco es poca cosa abrir una taberna, como la que se llamaba «Agli Amici» y abrió Menego Picolo, hace más de un siglo, después de haber dejado su profesión de capitán de la marina mercante. No era desde luego un descasamiento social; en tiempos de la Serenísima el hospedero era una autoridad, trataba directamente con el representante de la República y era responsable del buen vino y las buenas costumbres. La taberna y la iglesia son los dos lugares principales de todo asentamiento humano que se precie, incluso de toda isla.

Dos lugares parecidos, abiertos al viandante que pasa por la zona y quiere descansar un momento a la sombra, ante una vieja imagen o un vaso de vino, que ambos ayudan a tirar para adelante. Dos lugares liberales, en los que no se pregunta, al que entra, de dónde viene y bajo qué bandera o distintivo milita; en la iglesia no hace falta además ni siquiera pagar la consumición, encender una vela está aconsejado pero no es obligatorio. Tal vez hoy las iglesias sean uno de los sitios en los que se respira más libremente, casi como en una barca; se entra cuando se quiere, ninguno te pregunta por qué no vas a misa o por qué vas a la de las ocho en lugar de ir a la de las diez, a diferencia de los comités que corren a cargo de las manifestaciones culturales, a los que hay que dar penosamente razón de cualquier pequeña defensa de nuestra libertad, de cualquier culpable deseo de irse a pasear en lugar de acudir al debate. Los ritos sociales son más imperiosos y agobiantes que los religiosos; de hecho es mucho más difícil eludirlos. En los avisos de las manifestaciones parroquiales no reza el intimidatorio Répondez S’il Vous Plaît, todo lo más piden, en resumidas cuentas razonablemente, que se vaya a la iglesia un poco más vestidos que en barca.

San Pietro d’Orio nos acoge con un calor bochornoso, árido; este reino de secos jibiones de sepia podría ser, por lo menos en esta hora meridiana, una de las Encantadas de Melville. Una costra de barro se resquebraja al sol, una lagartija mira detenidamente sobre una piedra a los inoportunos; es una mirada directa, los ojos fijos en los ojos, nos sentimos inadecuados y estúpidos ante esas pupilas arcaicas y liberados de un cierto azoro cuando la lagartija desaparece bajo la piedra. Muchos mosquitos, cañas en la orilla y vilanos que tapizan el campo hasta donde empieza un bosque de acacias; zarzales que dentro de algunas semanas darán moras, el olor agridulce de la ajedrea con la que se aromatiza la grappa.

En esta isla hubo un santuario de benedictinos y, antes aún, un templo consagrado al dios Beleño; más tarde, con el mudar de los dioses y de sus altares, un búnker alemán. Entre las dos guerras, en esta isla vivía un hombre solo con la grama y con sus cabras, pertinaz en no querer ir jamás a la ciudad, ni a ningún lugar habitado. Probablemente se había dado cuenta de que la vida, para ser un poco menos insoportable, tiene que vaciarse de toda la zaborra posible, sobre todo de la promiscua presencia humana. Todo rechazo tiene su grandeza, aunque sea ingenua o proterva. De todas formas en el mar no se está nunca verdaderamente solos; esa laguna plateada, esos continuos, mínimos y variados ruidos que hay que descifrar imponen un diálogo aproximado.

Las islas, aun sin contar las áreas que aparecen y desaparecen según la marea, son muchas; el viaje las roza y las pasa de largo, superficial y descuidado como el recorrido de cada día, que nos hace llegar al final de nuestra vida sin conocer verdaderamente el camino de casa. La barca da vueltas hacia adelante y hacia atrás como un pez, busca los canales entre los bajíos en los que, cuando se abre la veda, patos y fojas caen a plomo en el agua, bordea las redes echadas para los róbalos, pasa sobre largas algas rubias tendidas como melenas fluctuantes y por la zona cercana a Marina di Macia, de donde afloran de cuando en cuando ánforas romanas. Había aquí en la antigüedad probablemente unos grandes almacenes y el fondo de arena restituye ánforas admirables, figuras del eros que emergen de las aguas del sueño. Emerger y aflorar son en realidad un eufemismo para designar la obra, a menudo ilícita, de recuperación de las ánforas, que se encuentran por lo general a un metro y medio bajo el fondo de arena. Tiempo atrás, algunas estimables familias de Grado se dedicaban a sesiones de espiritismo para conocer la localización de los apreciados restos, y sobre todo para no tener que revelar a qué pescador, más expuesto que los difuntos a las sanciones de la ley, debían las preciadas informaciones.

La isla de Marina di Macia, ahora desierta, era hasta hace poquísimo tiempo el reino del emprendedor Papo Slavich, luego refugiado en Senegal. La isla es árida, una barrera de tamariscos redoblada por el reflejo del agua parece un bosque pluvial; hacia el mar abierto se extiende el tragio, un amplio trecho de agua baja y templada, un vivero para los peces y sus huevos. En los últimos días de la Segunda Guerra Mundial los alemanes, que se retiraban hacia Venecia, fueron ametrallados por aviones ingleses, se echaron al agua, esperando poder huir a pie entre islotes y ciénagas, se empantanaron en el lodo que a veces aprisiona como las arenas movedizas, se ahogaron en el barro, fueron abatidos uno a uno. Durante días y más días los cadáveres atascaron esa zona de la laguna, flotando entre los bajíos y los canales. Habladurías de pueblo aludían también a lingotes de oro abandonados por los alemanes y atribuían el hallazgo a una u otra familia gradesa repentinamente enriquecida, entre murmuraciones y polémicas que acabaron incluso en el juzgado.

Las víctimas de Papo Slavich fueron en cambio solo las ostras. Su idea consistía en sustituir las ostras gradesas por las portuguesas —que a su vez eran japonesas— y empezó a criar estas últimas a gran escala y a proyectar grandes instalaciones para su cultivo y recolección. En la isla se ven ahora los lavaderos abandonados e invadidos por la hierba, las pompas para el lavado atascadas, las ruinas de un pequeño e incipiente imperio. Las ostras lusitano-japonesas, que arraigan incluso en el embarcadero, han prosperado vigorosamente, sofocando y echando a perder a las gradesas. Empresa conseguida pues, salvo por el hecho de que esos mariscos exóticos, cuentan, saben a sandía.

Morgo es la más hermosa de las islas, absorta y encantada. Frondosos pinos, olmos, grandes cañaverales, zarzas intrincadas y alguna pita que otra obstruyen el acceso a su interior, en un trecho del bosque, erizados y desnudos troncos de árboles devorados por la procesionaria se alzan lívidos como después de una catástrofe. El agua junto a la orilla está completamente blanca de plumas de cavalieri d’Italia, aves que se parecen a las cándidas garzas y levantan el vuelo cuando la barca se acerca, nube blanca en el aire, espuma blanca que se mece en la leve resaca. En la playa, cangrejos abandonados por la marea, también ellos secos y blancos, crujen y se desmenuzan bajo los pies como el cangrejo fresco y acabado de hervir entre los dientes.

Esta romántica isla, en tiempos rica de animales y autosuficiente, tiene su historia romántica. En lo más espeso del bosque, en un claro umbrío y escondido, había hasta hace algún año una pilastra con una urna. Después de la Primera Guerra Mundial, la condesita María Auchentaller, vienesa, se había enamorado del «doctorcito», un irresistible donjuán que vivía en Grado y del que todavía hoy son muchos los que recuerdan sobre todo sus viriles botas, accesorios por lo que parece útiles para la seducción. Las madres son a menudo más fascinantes que las hijas y la condesita pilló a la suya en flagrante con el amado. Volvió a Viena y se mató; sus cenizas fueron traídas a Morgo y depositadas sobre una columnita en ese oscuro calvero. Ahora ya no hay nada; ese vacío le cuadra a la muerte, a su impensable nada, más que las tumbas y las lápidas con sus áulicos y vacilantes consuelos. El barquero no recuerda cómo acabó la madre; un hermano que simpatizaba con los alemanes, después de la Segunda Guerra Mundial, se fue al Alto Adigio, donde naufragó lentamente en la bebida. En la familia había también un buen pintor, autor de cuadros de estilo Secesión vienesa, malecones y marejadas, que adornaban incluso algunos hoteles gradeses.

«Grado, 26 de julio del 62. Querido amigo, escúchame. Acabo de copiar tu carta en mi diario. Esta mañana estuve en el islote… quiso la suerte que encontrase un pequeño “argonauta”… En el cuenco de la mano la forma era admirable ante mí. Qué alegría, en nuestros corazones, dada la rareza de esa concha. Y mira por dónde, al llegar a casa, he encontrado la tuya que no es menos hermosa que el “argonauta”…, ayer fue el decimonoveno aniversario de la muerte de Falco y sobre su tumba encendimos una fogata de rosas y claveles rojos. Una gran fogata. Me habría gustado que hubieses estado a mi lado, porque tú eres parte viva de mi vida… claro que tienes que volver a Grado. Quisiera que vinieras una tarde con el vapor, para que fuéramos luego juntos por la mañana temprano al islote. No puedes quererme sin haber estado conmigo en el islote y también en el pinar de San Marco. Así podrías quedarte en el bote hasta la hora de comer y bañarte con tu amiga. Por la tarde hacia las cinco podríamos ir en cambio al pinar de San Marco. De modo que podrías ver en un día muchas cosas. Me alegra que tu amiga se haya encontrado bien en mi casa y conmigo… te abraza y se despide, rogándote que les des recuerdos a tu madre y a tu padre —Biagio Marin».

Con Marin no se perdía tiempo; él ignoraba casi físicamente la banalidad, ese escurrir el bulto que se consuma en la nada y a veces protege de la violencia de la verdad, impidiendo asomarse al vacío. Había estudiado en Viena y evocaba con maestría los últimos años habsbúrgicos, pero no había aprendido desde luego el arte austríaco de la afable e irónica reticencia, la gracia elusiva del «hombre difícil» de Hoffmannsthal. Esencial hasta la inoportunidad, iracundo o sonriente como una divinidad marina, pero incapaz de reír, Marin echaba por la borda de inmediato lo contingente y llegaba a lo absoluto o al menos a lo que, en la imperfecta vida, se acercaba a algo absoluto. Sabía enseñar «cómo el hombre se hace eterno»; el gesto con el que disipaba las ansias y oscuridades que se le confiaban —un gesto de descuido de la mano que deja caer la ropa interior usada en el cesto de la ropa para lavar— disolvía las miserias psicológicas y ayudaba a afrontar la sombra y a aceptar los propios límites y la propia ley, y a ir por el propio camino con menos miedos y menos idolatrías.

En su vitalidad incluso ávida e incontentable, Marin era infantilmente, y hasta a veces deplorablemente goloso de reconocimientos, como el niño que quiere un juguete y se lo arrebata a otro, pero sabía que eran apetitos de gula, frente a los que se puede ser indulgente pero a los que no se les reconoce ningún valor y que, si se satisfacen, no dan la felicidad, y si no se satisfacen tampoco quitan el buen humor.

Marin tenía la épica autosuficiencia de los niños y de ciertos viejos, que simplemente son, como la naturaleza, y no dependen de la mirada de los demás. Conoció —en una vida llena de vicisitudes, y también de errores y caídas— la dificultad, la miseria, la tragedia de la muerte de su hijo Falco, pero no la desazón, esa ansia que hace que suden las manos y consume más que el dolor. Hablar a un amigo o en una difícil y tensa situación pública eran para él una misma cosa, el concepto y la realidad del estrés le eran perfectamente ajenos. Por eso también llegó a los noventa y cuatro años con perfecta lucidez y excelente salud.

Su demoníaca y prodigiosa vitalidad hacía de él una personalidad múltiple, enorme, tumoral, que podía expandirse aplastando a quien estuviera a su alrededor. Como decía Diderot de Racine, también Marin fue un gran árbol, destinado a crecer hacia arriba dando alargadamente vida y frescor, pero también a atropellar, en su crecimiento, las plantas cercanas. A veces parecía que hubiese en él muchas personas, nobles y bajas, magnánimas y ávidas. No siempre sabía desde luego aprender para sí mismo los valores que sabía enseñar extraordinariamente. «Me avergüenzo de mí mismo», le escribió una vez a Giorgio Voghera. Sobre todo de joven, pero también más tarde, Marin fue también un prevaricador, arrasador; las cartas y los diarios de su hijo Falco, que era de una rara rectitud moral, son, en su afecto, un pesado testimonio en su contra. Pero su vitalidad y su prepotencia sabían cómo refinarse en alta espiritualidad.

Marin sintió profundamente el trágico disenso inmanente a la vida y a su transcurso, a su nacer y perecer; lo sintió en el plano filosófico, en el plano religioso, en el plano histórico, incluso en el drama de la Italia oriental y adriática, del que fue testigo y partícipe, desde la Primera Guerra Mundial a la dificilísima segunda posguerra pasando por la adhesión al fascismo y la militancia en el CLN. «Si el Espíritu del Mundo ha decidido cancelar la milenaria huella véneta del mundo adriático oriental», decía, «inclinaré la cabeza y diré “fiat voluntas Tua”, pero luego, para mi fuero interno, añadiré: “me cago en…”», y seguía la clásica blasfemia.

Por encima de cualquier padecido conflicto y a pesar de él, Marin dijo sí, amén a la vida entera, más allá del bien y del mal. Veía y sentía en todas partes, incluso en el dolor y en la muerte, su unidad, la poseía con una ebria e inquietante sensualidad que encontraba todo deseable, incluso morir; no solo las gaviotas en vuelo por el cielo estival sino también las gaviotas muertas en la arena que habían comenzado su proceso de descomposición, y que él cogía con la mano casi con deseo. La eternidad de las criaturas, para él, era su significado en la vida del todo, la cresta de la ola en el mar, no mortificada por su rápida disolución. Toda su poesía canta esta unidad en la que las existencias individuales florecen y se marchitan, como la planta que muere y renace.

La vida, aun en la tragedia, era pues para él un canto, un sí; Marin ignoraba aquel no que, aun amando a las personas, a los animales, las plantas y las cosas vivientes, hace falta a veces saber decir al universo, al big bang y a todo el sangriento carnaval que le ha sucedido, si se quiere prestar atención no solo al llanto de Aquiles, sino también al gruñido desesperado del sufrimiento abyecto y sin nombre, que ni siquiera consigue encontrar voz. Pero el amor de Marin por la vida no tenía nada de edificante; era el vigoroso amor por los encantos de los que esta está llena, a pesar de todo, y que su poesía ha captado y recreado con un embrujo musical que parece nacer, casi aún más acá de lo decible, del murmullo del hacerse canto de sirenas antes de la razón y de la historia.

Aquel argonauta, aquella concha de la que habla la carta de aquel julio del 62, es un símbolo de su poesía, armonía en la que, como en un rostro, se da forma al fluir de la vida. De modo análogo a su persona —de joven debe de haber sido insoportablemente exaltado— la poesía de Marin se ha afinado, ha crecido con el tiempo, como si los años hubiesen enrarecido su excesiva vitalidad y le hubiesen conferido equilibrio y nobleza. Las primeras colecciones de poesías contienen ya alguna obra de arte, pero rara y aislada; si hubiese muerto a los sesenta o sesenta y cinco años, Marin habría quedado como una figura literariamente marginal. Sus mejores poemas los escribió a los setenta, a los setenta y cinco, ochenta años. Se enfadaba cuando se le decía que de su inmensa producción lírica, potencialmente ilimitada y repetible hasta el infinito en una serie de variaciones, solo se salvaría una pequeña parte.

Pero esa parte, no tan pequeña, es la obra de un verdadero poeta. Y él mismo sabía que no se trata en ningún caso de honrar a un individuo ni a su poesía, a sus cualidades tomadas de prestado, como cualquier otro atuendo que se ha llevado en la existencia, sino de lo que trasciende al individuo y a su misma poesía que tiende hacia esa trascendencia. Esta lección libera de los míseros miedos personales. Por ello, a pesar de sus graves equivocaciones, se le puede decir gracias: igual que se agradece a un padre del que uno procede y al mismo tiempo a un hermano con el que se hace el camino juntos y con el que tenemos nuestros más y nuestros menos y también a un hijo que permanecerá más que nosotros; o igual que nos sale decir gracias a uno de esos viejos grandes árboles, que han existido mucho antes y existirán también mucho después de nosotros.

Viajar, como contar —como vivir—, es omitir. Una mera casualidad lleva a una orilla y pierde otra. En la isla de los Belli, de los guapos, llamada así por la proverbial fealdad de algunos de sus habitantes, vivía en tiempos la vieja Bela, una bruja que hacía que se levantara viento, que la pesca le fuera infructuosa a quien no era amable con ella y, por análogos motivos, parece que hizo desmoronarse una vez a un explorador con un solo gesto de la mano. Elemento demoníaco, el agua es propicia a los espíritus maléficos; en los islotes gradeses se temía al Balarin, duendecillo maligno, o al Judío errante, y la noche de Reyes se oían, en el ulular del viento y el chirriar de las puertas, a las Varvuole, las furias que venían del mar.

Cabe imaginarse el rostro de la vieja Bela, verosímilmente desagradable debido a los años y a las ofensas infligidas por los crueles prejuicios, y es de desear que quien la injuriaba como portadora de mal de ojo regresase verdaderamente a menudo a casa con las manos vacías. El viajero es un ilustrado y cuando puede desacredita la ciega e irracional ferocidad del mito; también Ulises —«el que no se deja encantar», como lo llamaba Circe— disipa el poder brutal de magas, gigantes y sirenas. La maldad hacia quien está marcado por el estigma de traer mala suerte es un racismo peor que el rechazo del extranjero, porque está disfrazado, como toda superstición, por una ramplonería sofisticada.

En la barraca de Pasolini en la laguna, el poeta contó con la cámara cinematográfica la historia de la maga y la extranjera víctima por excelencia, Medea. Devota de los torvos pero para ella familiares dioses de la tierra y la noche, cercana a las arcaicas y oscuras raíces del mito —a la indistinta totalidad de la vida— Medea es extranjera en el mundo del amado, Jasón, y en aquella Grecia luminosa que resplandece en los siglos como la patria universal de cada uno. Por ello es condenada al mayor de los desgarros, a ser la más extranjera de los extranjeros, la más inaceptablemente distinta —inducida, por la violencia y el engaño sufridos, a violar el más universal de los sentimientos, el amor materno, haciéndose así, con la muerte de sus hijos, monstruosamente diversa incluso respecto a sí misma, a su corazón, después de haberse convertido en extraña a su mundo natal, Cólquide, y al de su elección, Grecia.

Su tragedia resuena a lo largo de los siglos, en innumerables reelaboraciones antiguas y recientes, pero su tremenda historia sigue siendo refractaria a cualquier moderno relativismo psicológico. En el mito de Medea, es la razón la que atrapa y echa a perder la brumosa e ingenua magia; los filtros y sortilegios de la maga resultan inermes ante la astucia calculadora de Jasón y los griegos y su misma pasión, intensa y salvaje como la vida, es fácil víctima de la red de mediaciones en que la civilización la enreda y ahoga. Los Argonautas que conquistan el Vellocino de oro —gracias a ella, traidora de sus propios valores por amor— tienen la terrible e irresponsable fuerza de la juventud griega, sofisticada e inocente, a la que el mundo, aun desconocido o amenazador, parece ofrecerse para que se le tome o deprede. En las distintas Medeas creadas y recreadas por la literatura universal, la claridad helénica es una luz inquietante, una demoníaca transparencia del horror. No es la armonía clásica y ni siquiera el furor dionisíaco; el espíritu griego —la nave que va a depredar Cólquide— es también absoluta y cándida mala fe, rapiña que no se echa para atrás ante nada, mercado de todo lo más sagrado.

El mar, falaz e ilimitado, es el espacio de esta aventura sin rémoras, que menoscaba leyes y altares y para la que no hay nada prohibido; es el espacio de la historia sacrílega, El espíritu griego es esta movilidad, falaz como el mar, Medea —asesina de su hermano y luego de sus propios hijos— es quien custodia lo sagrado, pero no lo sagrado arcaico de sus ritos, a los que ella está magnánimamente lista para renunciar, sino de toda la sacralidad de la vida. La encantada inmovilidad de las lagunas gradeses puede ser perfectamente un simbólico telón de fondo del mito, comunión de demonios y dioses, en el que Medea crece y del que es arrebatada, a través del amor a Jasón, por la fuerza de la civilización laica y racional de Grecia.

La civilización griega gana la partida, pero esta victoria comporta un horror no menos tenebroso que las oscuridades de Cólquide con sus dragones. Desarraigada de su mundo respecto al que es considerada culpable, por haberlo traicionado y contribuido a su ruina, corroída por ese sentimiento de culpa y de desarraigo, rechazada y despreciada por el mundo griego al que ha sacrificado el suyo y en el que no consigue insertarse, humillada, traicionada y pisoteada por Jasón, a cuyo amor ha inmolado todo, Medea se convierte en presa de un dolor furibundo que la lleva a dar muerte a sus propios hijos, horrible venganza dirigida contra Jasón pero también y sobre todo contra ella misma.

Haciéndose eco de tradiciones más antiguas que la tragedia de Eurípides, Christa Wolf sugiere, en una novela suya, que la memoria de los vencedores ha falsificado la verdad y atribuido a la bárbara extranjera el delito cometido en cambio por el pueblo de Corinto, que en una explosión de violencia mató a los hijos de Medea. En el mito nada ha sucedido y todo se cuenta solamente y sucede cada vez que se cuenta. Medea asesina de sus propios hijos es más creíble, más verdadera, porque es todavía más víctima; nadie es más víctima que quien sufre un desgarro tal que zozobra en sí mismo, pierde su humanidad, es empujado hacia el mal. En la película de Pasolini, la salvaje venganza de Medea es también el embrutecimiento que la violencia occidental provoca en el tercer mundo y que es ajena a él, es el bárbaro desorden que reacciona ante un orden bárbaro.

Pero Medea es una tragedia y no sería tal si no sancionase la necesidad de esos horribles acontecimientos contra los que sin embargo se yergue moralmente. La civilización griega, a pesar de todo, es una luz que, al final, difundirá humanidad, mucho más que la primitiva Cólquide devota de los dragones de las tinieblas. La tragedia radica en que quien lleva esa antorcha es, indignamente, Jasón, y con él los regidores y el pueblo de Corinto, de Grecia. Jasón es embustero, hábil para engañar a los demás pero también a sí mismo, para embotar la consciencia de su propia culpa y hacer el mal convenciéndose de que no puede actuar de otra forma; está dispuesto a todo hasta el extremo de volverse inconsistente, un hombre sin atributos, sin centro ni profundidad, mera superficie embozada de seducción, de fascinación diplomática y erótica, de hermosos gestos eróticos. Es el prototipo de la vanidad masculina, insegura y devota solo de su propia imagen, lista cínicamente para absolverse en nombre de una necesidad superior.

Hasta en el furor homicida, es Medea quien conoce el sentido auténtico del amor, de los sentimientos, de los valores. Pero Cólquide, con su ferocidad tribal, no es una alternativa posible a la Grecia de Homero, de Sócrates y Platón, del mito y el logos que han captado el ser en sus raíces. Es trágicamente cínico, un capricho de los dioses, que el heraldo de la luz helénica en las brumas bárbaras sea el mezquino Jasón y que su víctima —el precio de aquella empresa epocal, la expedición de los Argonautas— sea Medea, de mucha mayor estatura que él. Pero es aún más trágicamente cínico que aquel capricho de los dioses sea un elemento esencial de la civilización griega. Esta dialéctica sin remisión no permite soñar con paraísos incorruptos y aún menos contraponerlos a Occidente; también en la película el olvido encantado y somnoliento de la laguna amortigua, pero solo por un momento, el insostenible horror de la historia.

Cada Medea es la historia de una terrible dificultad de entenderse entre civilizaciones diversas; un aviso trágicamente actual acerca de lo difícil que es, para un extranjero, dejar verdaderamente de serlo para los demás. Medea pone de manifiesto el triunfo de la extrañeza y del conflicto objetivo entre gentes y personas diversas. Por ello también, en el homónimo drama de Grillparzer, Medea puede decir que sería mejor no nacer y que, cuando esto ocurre, solo cabe soportar —sin enternecerse o lloriquearse a sí mismos, como Jasón— ese mal.

La laguna de Grado termina en Anfora y Porto Buso. Hasta la Primera Guerra Mundial, al otro lado empezaba Italia y los irredentistas gradeses, los republicanos del círculo Ausonia, atravesaban de noche el canal para pisar el suelo de la patria. En 1915 un torpedero italiano disparó algún cañonazo sobre el búnker de la isla, los austríacos respondieron con un par de disparos y abandonaron el búnker y así comenzó aquella zapatiesta que hoy amenaza con volver a empezar.

Aquel canal era una linde fatídica, línea de fuego de un conflicto que implicó al mundo. La misma Grado es una linde, una franja que marca diversas fronteras. Entre tierra y mar, entre mar abierto y laguna cerrada, pero sobre todo entre civilización continental y civilización marinera. Grado nace de Aquileia, pero los once kilómetros que las separan determinan una profunda distancia. Desde tiempo antiguo, Aquileia extiende su autoridad sobre los obispados de tierra adentro; su gran historia y la de sus patriarcas miran hacia Alemania y Hungría, hacia la Europa central e imperial. Grado se convierte en metrópolis para las diócesis de Istria y de la Venecia marítima, se abre a una cultura adriática y mediterránea. Incluso el dialecto se transforma en aquellos once kilómetros que van de Grado a Aquileia, se friulaniza.

Esos once kilómetros señalan el paso de una airosa venecianidad marina a una Mitteleuropa continental y problemática, grandioso y melancólico laboratorio del malestar de la civilización, experto en el vacío y la muerte. Ese continente cultural, que ya en la cercana Gorizia de Michelstaedter tenía una extraordinaria estación meteorológica del apocalipsis, era un mundo bien cerrado y abrochado, en sus pesados gabanes, contra el viento de la vida. Cuando Marin, antes de la gran guerra, estudiante de bachillerato en Gorizia y socio fundador de Ausonia, atravesaba a nado aquel canal para pisar suelo italiano, tenía desde luego que gustarle desnudarse, despojarse de todas aquellas defensas aprendidas en la gran escuela mitteleuropea y echarse al agua, dejarse ir en el fluir de la vida. Atravesaba el canal, volvía atrás y ya no sabía cuál era su sitio, su patria, en qué parte quedarse. Lo aprendería, y para siempre, pocos años después, declarándose —en Viena, donde estudiaba, en un impetuoso coloquio con el rector en marzo de 1915— un patriota italiano deseoso de entrar en guerra contra Austria, y pocas semanas más tarde —en Italia, protestando contra un palurdo capitán del ejército italiano, en el que se había enrolado como voluntario— un austríaco acostumbrado a un estilo y a un tono mucho más civiles.

Las fronteras exigen a veces sacrificios de sangre, provocan muerte; en el 1023 el gran patriarca de Aquileia, Poppone, devasta a sangre y fuego Grado y, entre 1915 y 1918, las fronteras orientales de Italia son una hecatombe. Tal vez el único modo para neutralizar el poder letal de las fronteras es sentirse siempre de la otra parte y ponerse siempre del lado de la otra parte.

En estas lagunas, según la tradición mítica, desembocaba, a través de un río que salía del Sava, su afluente, el Danubio. Ese río era el Istro, que en otras versiones es el propio Danubio. También los Argonautas llegan al Adriático remontando él Danubio, cargando con el barco sobre sus espaldas y volviéndose a embarcar en él para navegar por otros cursos de agua, hasta alcanzar el mar. Está bien que el Danubio —el río de la Mitteleuropa continental, de su grandeza, de su melancolía y de sus obsesiones— afluya al Adriático, porque el Adriático es el mar por excelencia, el mar de toda persuasión y todo abandono, de la verdadera vida y de la armonía con ella. Los Argonautas, huyendo de las nieblas y de los monstruos de Cólquide, llegan a Cherso y Lussino, al perfecto encanto de las Apsírtidas, a la Isla de Circe. Pero esas islas absolutas nacen de la sangre vertida por los propios Argonautas, del cuerpo de Apsirto, el hermano de Medea, asesinado a traición con los engaños de la maga —una vez más culpable por amor de Jasón—, descuartizado y arrojado a esas aguas inmortales. También esa belleza y esa armonía son hijas del delito y del fraude; el Danubio lleva a estas orillas y a estos ambiguos y blandos fondos de agua a Medea, su aflicción, su furor y su perdición, y la perfidia de Jasón.

Al otro lado del canal, que se abre ante la trattoria Ai Ciodi de Anfora, está la laguna de Maraño. A los maraneses se les tiene por pescadores audaces y agresivos, se habla de sus desenvueltas peripecias en la otra orilla del Adriático, a expensas de los guardacostas yugoslavos y luego eslovenos y croatas, y se lamentan sus incursiones en aguas gradesas, recordándose con simpatía a un tal Graziadio que, en tiempos recientes, desde Porto Buso los mantenía a raya a escopetazos. De fuera llega el viento maestral, el resuello del mar de verdad. La línea que separa el mar de la laguna es visible, precaria e ineludible, como todas las fronteras, con su necesidad y su vanidad, poco importa si se trata de fronteras entre aguas, colores, países o dialectos. Un pescador, que vuelve del Banco d’Orio, ha pescado una lubina de casi tres kilos; incluso las escamas que destellan y mudan imperceptiblemente de color, gracias al sol de fuera y a la muerte dentro, suponen una sacudida de las fronteras.

Cristiano pregunta si queremos ir con él a los islotes de Anfora, a coger almejas. Tiene doce años, un rostro despejado y orgulloso; él es el capitán, sabe dónde y cómo llevar la barca y, con un instintivo respeto por las jerarquías de la experiencia, nos ponemos bajo sus órdenes. Su tranquila boga con los remos cruzados inspira seguridad. No le pasan desapercibidos los dos puntitos en la arena liberada por la marea, que indican el refugio de las almejas. El cuchillo da la vuelta al barro negro, que bulle de vida mínima y obstinada, extrae al animal cerrado en su valva. La playa está blanca de luz, de conchas, de olas que rompen. Pocos metros más allá, entre la grama y los nidos de gaviotas, se pudre la coraza de una enorme tortuga de mar. Cerca de esa tortuga, hace algunos días. Cristiano salvó a un perro. Se lo encontró por casualidad, casi muerto de sed, tan exhausto que no conseguía subir a la barca; debía de llevar mucho tiempo en el islote. En casa se bebió un cubo de agua tras otro y luego durmió casi durante dos días. Cristiano le ha tomado cariño a ese hermosísimo setter, viejo y un poco sordo, a sus ojos llenos de nobleza y desvalimiento; confiaba en que el dueño habría querido desentenderse de él, y que por lo tanto podría quedárselo, y lo llamó Iván.

No se inventó el nombre. Iván era un perro pastor marismeño que, hace veinte años o más, perteneció a un policía de aduanas del pequeño cuartel de Porto Buso, ahora abandonado, cerca del cual, recuerda Giuseppe Zigaina, estaba la casita del «fenalista», que vivía solo con su boya exterior, y cuya lámpara era su deber alimentar. Un día el policía, harto del animal, se lo llevó al islote y le disparó. El perro, herido, sobrevivió. Sobrevivió durante mucho tiempo; no dejaba que nadie se le acercara, había aprendido a nutrirse de huevos de gaviota y de algún otro animal, solo de noche iba a Anfora a beber agua de la fuente.

Aquel perro blanco, que aparecía y desaparecía entre la arena y las matas de hierba de la orilla, ha permanecido en la memoria de la gente. Se recuerda su nombre y ponérselo a algún otro perro, como hizo Cristiano, es un pequeño rito que transmite una herencia y confiere autoridad al nuevo animal. Cuando el dueño vino a por el nuevo Iván, que había extraviado, Cristiano sintió tal vez que todas las historias terminan. Pero el nombre del viejo perro blanco ha permanecido, mientras que nadie recuerda cómo se llamaba o quién era aquel policía de aduanas.

Manos nudosas de pescador, nudos en la madera de las barcas o en las mesas sobre las que han dispuesto almejas y centollos, nudos de las redes que se echan al agua o de las cuerdas con las que atraca una barca: en los grabados de Dino Facchinetti son recurrentes estas imágenes de fuerza y de paciencia, tomadas de los plazos largos y lentos de las aguas, la fatiga, el trabajo de generaciones. La poesía es pìetas, humildad —cercanía al humus lagunare, evocado en una obra de 1991— y fraterno gusto de vivir. Las aguas de ese humus inmemorial son oscuras, la barca se desliza tranquila, la mano que la lleva sabe esculpir un rostro socavado por los años, plasmar el perfil de un paisaje. Grado y su laguna han tenido quien las cantara con colores o a lápiz: los sirocales de De Grassi, las barcazas de Coceani, los malecones y las olas de Auchentaller, que lleva el nombre de la infeliz condesita de Morgo. Esas manos pacientes y nudosas se parecen a la rugosa bondad de los viejos árboles; la vida antigua de la laguna sugiere un arte atento a las cosas, que se pone al servicio de la realidad.

Nos aprestamos al regreso, a cerrar el círculo. La isla de San Giuliano, con su iglesia del siglo VI, deliciosos frutales y compuertas para capturar peces; en el barro de las orillas destaca blanca la piedra istriana. Los gradeses iban a Istria a llevar arena y volvían con estas cándidas piedras. Islas de la Gran Chiusa, de Casoni Tarlao, isla Montaron, isla de los Busiari; al fondo destaca el campanario de Aquileia, enhiesto sobre la maravillosa basílica oculta a la mirada, símbolo de la ciudad, de Civitas. Como la flor de marjal, de estas ciénagas surge también la ciudad, la historia. De estas lagunas nace Venecia. Cuando Atila cae sobre Aquileia, anunciado por un ardiente viento seco y apostrofado por los aquileienses como fiol de un can, hijo de un perro, los fugitivos que se refugian en las islas ponen los cimientos de uno de los grandes estados del mundo. Un canto, atribuido al obispo Paolino, narra la destrucción de los foros y los palacios, las iglesias desiertas transformadas en madrigueras de zorros y nidos de serpientes. El lamento por la ruina de la Ciudad —desde el antiquísimo Lagash sumerio a la Bath de la elegía anglosajona— se repite en la literatura universal, verdadero género literario de la caducidad de lo que es alto y grande.

Como Roma de la fuga de Eneas, el imperio nace del exilio; la fundación del futuro va precedida por el éxodo, por la dolorosa pérdida del pasado. Sobre estas aguas el principio y el fin de la Serenísima se tocan: en la Centenara, ahora saneada para cultivos, un Gradenigo, descendiente de la familia de los Dogos, había acabado como vigilante del mercado de pescado, abría los desagües cuando el agua tenía demasiado limo, quemaba los matojos y las hierbas secas.

Hacia el este, más o menos delante del banco de Mula di Muggia, está, sumergida, la pequeña isla de San Grisogono, del nombre del mártir de Aquileia que en esas arenas, cuanto todavía emergían de las aguas, fue decapitado y sepultado según una tradición en época de Diocleciano. La barca, en este breve desvío de los canales de la laguna, se desliza pues, si la tradición es auténtica, sobre una tumba de familia, ya que de aquellos Grisogono de remoto origen griego y luego dálmata, pequeña nobleza civil asentada en Spalato de la que habían salido hombres de letras y de ciencias que habían ilustrado a varias ciudades de Dalmacia en tiempos de la Serenísima, procedía también aquel abuelo materno, Francesco de Grisogono, que había rozado la genialidad y atravesado de parte a parte la melancolía, dejándole al nieto la nostalgia y la hybris de encerrar el mundo en una jaula de signos y palabras.

En una página suya extrema, escrita para ser leída después de su muerte, Francesco de Grisogono había escrito que «él había cesado de existir sin haber podido nunca comenzar a vivir». Se había dado cuenta bien pronto de que su «ardentísima vocación» estaba destinada a arder en absoluta soledad y de que su vida dependería de la capacidad para impedir que la amargura de la desdicha y el aislamiento hicieran degenerar su inteligencia en excentricidad estérilmente genialoide y la riqueza de su corazón en forzado resentimiento.

Nacido en Sebenico, Dalmacia, en 1861, crecido en condiciones difíciles y sin poder llevar a término los amadísimos estudios de filosofía y ciencias matemáticas en Viena, durante largos años oficial de la marina de guerra imperialregia —él, irredentista italiano, pero enamorado de la cultura alemana y buen conocedor y admirador de la croata, a la que pertenecía otra rama de la familia— y al final modesto maestro en las escuelas de formación profesional de Trieste, Francesco de Grisogono se había visto obstaculizado, durante toda la vida, por adversidades de distinta índole, excluido de todo contacto con el mundo de la investigación.

Filósofo y científico, ideador de sistemas para la navegación en el espacio y de instrumentos para desvincularse con tal objeto de la atracción de la tierra, lector de Kant, de Schopenhauer y Nietzsche además de los grandes matemáticos, autor de aforismos filosóficos de relampagueante y desenmascaradora desilusión, Francesco de Grisogono vivió al margen —y lo sabía— de la gran cultura científico-filosófica de su tiempo, que estaba viviendo un prodigioso y revolucionario momento, a la que habría podido probablemente contribuir por su parte y que desde luego habría alimentado su pensamiento, liberándolo de la asfixia y las elucubraciones de la soledad. Él mismo decía que los proyectos y las ideas, al multiplicarse en su cabeza sin encontrar cómo ser llevados a cabo, gérmenes que caían en una tierra sin sol en la que se consumían, lo oprimían y exaltaban como una máquina sobrecargada de vapor, incapaz de moverse y obligada a tomar conciencia de su propio estado.

Esos «gérmenes de nuevas ciencias» —como reza el título de su obra fundamental y póstuma, que muchos años después de su muerte llegaría a impresionar y a interesar a Fermi— en realidad conseguían fructificar, con denodados esfuerzos que él consideraba su deber disimular —ante los demás y ante sí mismo— con una afable ligereza. En su modesto estudio y sobre la mesita plegable que se llevaba consigo incluso el domingo, cuando la familia iba a pasear y a comer al Carso, mientras sus tres hijos jugaban y su mujer trataba de obligarle a comer muchos huevos para mantenerse en forma, Francesco de Grisogono escribía aforismos inexorables y patéticas fantasías, elaboraba el agudo principio de la mínima diferencia y anhelaba la creación de un criticismo positivo que se desembarazase de la metafísica, desenmascaraba mandamientos y prohibiciones de la moral y demolía el concepto de verdad con una rotundidad ética y una dedicación a la verdad digna de su legendario antepasado mártir, teorizaba la potencia como meta del saber y vivía serenamente la impotencia de su condición. Trabajaba sobre todo en el sueño fundamental de su vida, el «cálculo conceptual», un ars combinatoria planteada a partir de rigurosas bases matemáticas y capaz de llevar a cabo todas las operaciones, los descubrimientos e intuiciones del genio.

Con un empuje titánico —mezcla de auténtico rigor científico, de intuiciones anticipadoras, anticuadas farragosidades e ingenuidades inevitables en un provinciano aislado— Francesco de Grisogono quería liberar la creatividad humana de los caprichos del azar y la injusticia de la suerte que, como él sabía demasiado bien, la cercenan y condicionan; si el genio está inevitablemente sujeto a la accidentalidad de los eventos, el cálculo conceptual, con su máquina que permite todas las operaciones posibles, al imponerles su lógica inflexible, se libra por encima de la casualidad que atrapa a los hombres, incluso a los genios.

El aspecto más fascinante de este plan prometeico es la confección de las tablas que el escritor compone en Gérmenes de nuevas ciencias, para catalogar la infinita variedad del mundo, de forma que sistematiza el material de aquellas combinaciones llamadas a extraer de la realidad todas las invenciones y los descubrimientos posibles. Clasifica géneros y subgéneros de elementos (inenvolvibles: bacilares, arqueados, retorcidos, esquivantes), las 36 determinaciones de un ponderal o las 21 determinaciones de un acontecimiento, las locuciones y operaciones traslocativas, los instrumentos electríferos y sonoríficos, las 17 partes de los alterrafígeros, las 143 modalidades de una acción, los 28 fenómenos fisiológicos e igual número de fenómenos psíquicos, las sustancias desmenuzables, laminables, mucilaginosas, espumosas, que provocan dentera… Apunta investigaciones experimentales ora geniales ora estrafalarias, estudios acerca de la influencia del vacío en las variaciones de la resistencia eléctrica del selenio por efecto de la luz o experimentos para comprobar si el dato X(2)n tiene la propiedad de detener la putrefacción de los cadáveres.

Entre esas tablas, esos cálculos y signos matemáticos se asoman, no encasilladas e inaferrables, la seducción y la prolijidad del mundo, la inmensidad de los espacios celestes y los abismos del corazón. Esa hybris totalizante, que practica la omnipotencia, deja al desnudo la indefensa pequeñez del individuo extraviado en los infinitos y aún más en las enigmáticas cosas finitas, su ardoroso amor a la vida, que él intenta aferrar como un pescador que quisiera capturar el mar con su red. Solo la desnuda matemática, con sus signos abstrusos como jeroglíficos para un profano, puede poner al descubierto la gracia misteriosa y terrible de la vida; es la melancólica honestidad positivista decimonónica, con su rigor y con su ingenua fe en poder eliminar la metafísica, lo que da autenticidad al sentido del misterio, de lo no dicho y, más aún, de lo encarnizadamente proscrito como un error de cálculo en una operación.

A menudo los espacios infinitos —en los que De Grisogono se las ingeniaba, con efectiva agudeza, para hacer navegar a los hombres— se contraen en su casa de alquiler de investigador solitario, que ni siquiera cuenta con un interlocutor a quien confiar y someter resultados y proyectos, y tiene que andarse con cuidado para que la soledad no le haga disparatar y cometer extravagancias.

Francesco de Grisogono conocía las insidias interiores del aislamiento y la melancolía, el atasco en el que puede encontrarse y empantanarse un corazón demasiado rico y grande para la estrecha realidad en la que se halla y que lo ahoga. Como dijo de sí mismo, «vio morir uno a uno todos sus sueños y lo soportó con paciencia y buen humor… y en una tan amarga desilusión no concibió odio ni por hombres ni por cosas, ni se cansó de amar una vida que para él fue pródiga solo en espinas… Así se adentró en los años con tranquila melancolía y llevó la cruz de su oscuro destino con apariencia de hombre común, con el fin de no caer en el ridículo cual genio incomprendido».

Es difícil decir cuál de los dos, si el mártir o el científico, tuvo una suerte más dura.

«Pues no sé», dice Arcadio Scaramuzza, «pero en casa no hablaba nunca de ello, y no le preguntábamos nada; sabe, en aquellos días, entre el arresto y el proceso, había perdido el pelo, fue esa vez cuando se quedó calvo, y entonces nos parecía que no estaba bien hacerle preguntas, hacerle recordar aquel periodo…». Así es que su padre, Antonio Scaramuzza, no contaba nada a su familia de aquellos días de Cattaro, en los que había parecido como si, por si fuera poco bajo su dirección, el puerto dálmata se transformara en Kronstadt y el Octubre Rojo tuviera lugar en el Adriático. Como consecuencia de la Revolución, según su hijo, a él le había quedado la calvicie, cuya desazón, al menos desde el punto de vista de sus familiares, parece pesar en el platillo de la balanza más que la valentía y la gloria de aquellas hazañas.

Antonio Scaramuzza era uno de los organizadores y de los jefes de la revuelta que estalló en Cattaro el 1.º de febrero de 1918, cuando los marineros de la flota austro-húngara se apoderaron de algunos barcos, entre los cuales la nave capitana, el crucero acorazado San Jorge, deteniendo al comandante, almirante Hansa, con sus oficiales, y formando el Comité de Marineros (Matrosenkomité) revolucionario, elegido por la tripulación reunida en la cubierta.

El San Jorge y los demás barcos —listos, salvo dos, para adherirse a la revuelta— habían izado la bandera roja, pero entre los marineros, pertenecientes a las nacionalidades más diversas del imperio, el eco de la revolución rusa y las reivindicaciones proletarias —el fin de la guerra, la libertad para las organizaciones de trabajadores, la fraternidad internacional, la democratización de la vida civil y militar— se entreveraba, además de con inmediatas razones de protesta por el tratamiento sufrido a bordo, con los irredentismos de los distintos pueblos del imperio, encaminados cada uno de ellos a la disolución de Austria y a la afirmación de sí mismo, casi siempre en conflicto con el vecino.

Resuelto en la ejecución pero vacilante en la gestión del breve éxito, el motín había sido preparado en secreto con suma eficacia; Scaramuzza, que había tenido un papel eminente en la organización, recordaba quince años después en Il Piccolo, el periódico de Trieste, la heterogeneidad de los objetivos: «A los italianos les prometíamos la libertad, a los croatas el Estado serbocroata, a los eslavos antiserbios la venta de las naves a los aliados (excluida Italia) y el reparto de la ganancia, a los bohemios la República y a los alemanes y húngaros un mejor trato por parte de los oficiales, comida buena y abundante y mayores sueldos». Pero en los barcos se tocaba La Marsellesa y la Nota del comité revolucionario, telegrafiada al gobierno vienés, reclamaba inmediatas negociaciones de paz, la aceptación del principio de autodeterminación de los pueblos, los 14 puntos de Wilson y sobre todo la democratización del Estado.

La revolución, que parecía extenderse, fracasó al cabo de tres días: tres días de discusiones, mensajes enviados a Viena, negociaciones, algún que otro cañonazo para poner en fuga a tres submarinos alemanes, un shrapnel llegado del fuerte que decapita al vienés Zagner, uno de los jefes de la insurrección, el que subió a la torreta del cañón del Kronprinz Rudolf para dar la orden de responder al fuego, que fue sepultado solemnemente en la bahía, sin cabeza y envuelto en una bandera roja.

En aquellas pocas horas, los marineros de Cattaro vacilan acerca de las medidas que deben tomarse, pero se comportan con calma, valentía y liberalidad incluso excesiva, como cuando mandan llamar un médico a tierra, el doctor Chersi, de Lussino, porque el almirante Hansa, su prisionero, se queja de dolor de estómago y, dado que el médico le prescribe una dieta a base de carne, mandan otra lancha a la orilla para comprarle filetes de buey y hacérselos a la plancha. Poco antes de ser liberado, el almirante promete que no se le tocará un pelo a ningún marinero, pero en cuanto se le pasa el dolor de estómago olvida aquella promesa y fusilan a cuatro; Antonio Grabar, de Parenzo, muere con especial y despectivo coraje. En el proceso se infligen otras muchas duras condenas de cárcel, pero en su conjunto la justicia austríaca no carga las tintas contra una revuelta armada en tiempo de guerra, que implicó a ocho o diez mil hombres. Scaramuzza se salva porque, en el mismo barco San Jorge, la comisión encargada de descubrir a los culpables declara, quizá por la amistad del italiano Ficich que forma parte de ella, que no había sido visto entre los revoltosos.

Aparte de esa vez, Scaramuzza no tuvo muchos otros momentos de suerte. Aquella revolución fallida, que sin embargo había organizado con habilidad, había determinado en él una cierta vocación al fracaso que le acompañaría incluso en su vida profesional, en las actividades que emprendía y acababan por salirle mal; hasta un cine, que había abierto, se incendió. Pero no por ello se desanimó. En Grado lo recuerdan grande, fuerte, de una impávida valentía en cualquier circunstancia. No le debe haber sentado muy bien que el fascismo quisiera, años después, exaltar la revuelta de Cattaro —y su papel en ella— interpretándola como un movimiento alentado solo por la pasión patriótica italiana contra Austria.

En 1934, en efecto, Il Piccolo publica una serie de artículos que ensalzan la revuelta de Cattaro, vendiéndola toda ella a la sombra de la bandera nacional y soslayando la bandera roja, es más, huyendo del menor aspecto bolchevique. El articulista, R. D., va incluso a ver a uno de los trece miembros del comité revolucionario, el obrero triestino Angelo Pacor, y lo describe con gran simpatía, teniendo cuidado de borrar cualquier eventual connotación comunista: «Uno de esos obreros nuestros inteligentes… modesto… de orgulloso carácter… Su rostro, demacrado por la dura resistencia a las privaciones soportadas por amor de los hijos, se ilumina con una sonrisa que inspira confianza. Nada que ver con el revolucionario asiático; nada que arredre en esa honesta cara…».

El espectro de Lenin queda exorcizado incluso de eventuales rasgos somáticos; el articulista de Il Piccolo delinea una fisonomía antibolchevique, sin preguntarse por qué demonios el buen triestino tendría que tener características mongólicas. Cuatro años antes, Friedrich Wolf —que en 1922 había formado parte del consejo de obreros y soldados de Dresde y era militante comunista— había celebrado en su drama Los marineros de Cattaro, con [pathos] revolucionario y proletario, la bandera roja que habían hecho ondear en esa bahía dálmata. El protagonista es el grupo de marineros, verdadero coro de aquella protesta, de aquella esperanza y de aquel naufragio; con su realismo social. Wolf pone de relieve la impropiedad y las contradicciones de aquella revuelta, la incapacidad de sus jefes de llevarla hasta el fondo y sobre todo la trágica contradicción inmanente tanto a aquella como a las demás revoluciones, que nacen para eliminar la violencia y para conseguirlo tienen que ejercerla a su vez o bien, si son reacios a hacerlo como en Cattaro, son aplastadas.

Hoy el [pathos] revolucionario de Wolf podría parecer superado, pero en esta escenografía de fin de siglo, que —con sus sabios efectos especiales— tiende a situar las tragedias y las esperanzas de emancipación bajo una luz de farsa sangrienta, vicisitudes como la de Cattaro vuelven a estar de palpitante y turbadora actualidad, el testimonio de un estrangulamiento de la historia contemporánea. Quizás por eso tampoco le gustaba a Antonio Scaramuzza hablar del asunto; hablaba poco de ello porque en realidad no podía contradecir aquella versión fascista, tan benévola en el fondo en lo que a él respecta, y se sentía incómodo al representar el papel, tan positivo y elogioso, que se le adjudicaba. Su intervención, en las evocaciones del 34, está en la línea de los presupuestos del periódico, pero es descamada y lacónica. Probablemente prefería dedicarse a otras cosas, como gestionar más tarde la pensión Alia Pineta, en Sixtina, a pesar de que acabó también por traspasarla.

Los momentos epocales y las aventuras extraordinarias vuelven a menudo taciturnos a quien los ha vivido. También Augusto Troian y los otros siete gradeses de la «Legión redimidos de Siberia» han hablado poco de su increíble odisea, errabunda nota a pie de página de la Historia Universal. Sin embargo esa odisea empieza con la Primera Guerra Mundial, de la que nació todo lo que todavía nos rodea y condiciona, todas las parábolas posibles y aún inconclusas de nuestro destino. Aquellos ocho gradeses —cuenta Luciano Sanson, primo lejano de uno de ellos, Beniamino— habían entrado en guerra en el 14, enrolados en el ejército austrohúngaro, y fueron enviados al frente de los Cárpatos. Cuando Italia entró también en guerra, el 24 de mayo de 1915, Troian, irredentista, desertó y se entregó a los rusos; los demás hicieron lo mismo o bien fueron hechos prisioneros, engrosaron en cualquier caso las brigadas de voluntarios organizadas por la Misión militar italiana con los paisanos de la Giulia que habían abandonado el ejército imperial por razones patrióticas.

Esos grupos tenían que ser repatriados a Italia, para poder enviarlos luego al frente del Isonzo, a combatir contra los austríacos. Un primer pelotón, al llegar a Arcangelo, fue detenido, antes de embarcarse, por los hielos y por la revolución rusa. Troian y otros decidieron encaminarse a Vladivostok, para llegar desde allí por mar a Italia, y atravesaron, en una épica anábasis, Siberia, pero una vez llegados a Vladivostok les pidieron que se unieran a los cuerpos de expedicionarios enviados por los aliados —incluso desde Italia, a través de China— para intentar detener la revolución rusa, que debilitaba la Alianza porque dejaba desguarnecido el frente oriental de los Imperios Centrales. Troian se quedó en Vladivostok en la jefatura del cuerpo expedicionario italiano; los demás volvieron a Siberia y se encontraron en el caos de aquel inmenso territorio, de la revolución y la guerra civil, en un espacio demasiado grande y vacío de cosas, pero demasiado lleno de historia y de cambios. La odisea es larga, todo retomo es difícil; los gradeses no volvieron a Italia hasta el 12 de abril de 1920, con un buque de vapor japonés que los llevó a Trieste.

De aquel viaje por las nieves de la estepa y de la historia, de aquel errar que calca en miniatura tantas fugas y peregrinaciones de individuos y pueblos como marcan el siglo, no ha quedado casi nada, salvo el artículo de Luciano Sanson en Il Piccolo. No se habla de combates, que la legión debe de haber conseguido evitar, escabullándose entre uno y otro como entre aguaceros y pedriscos. En cualquier caso, quien ha vivido tales vicisitudes extraordinarias tiende a callar; quizá porque no sabe hablar, quizá porque piensa que, de hablar, las falsificaría. O tal vez porque, mientras se vive una aventura, parece algo excepcional, pero luego, una vez vueltos a casa, cuando uno se dispone a contarla, no se encuentran las palabras; las cosas que parecían el no va más han desaparecido, se han evaporado, o ya no parecen tan sorprendentes, y poco a poco a uno va dejándosele de ocurrir nada, después de todo tal vez no ha sucedido nada y no se sabe qué decir.

También el Ángel San Miguel —l’Anzolo—, que se yergue sobre Santa Eufemia, es hermoso y grande, con sus amplias alas, fluctuantes y desflecados festones de nube, el brazo y el índice extendidos para indicar la dirección del viento, el cuerpo enhiesto y pugnaz, de arcángel consciente de que la batalla, incluso en los cielos, no ha terminado aún con aquella victoria provisional que arrojó allí abajo a Lucifer y sus rebeldes. Pero de vez en cuando, para alguna restauración, a San Miguel se le retira de su sitio y se le coloca durante algún tiempo dentro de la basílica. Cronistas eruditos y periodistas en busca de colorido local lo describen, allí en el suelo, tosco y poco agraciado, como un gigante desgarbado e inofensivo, con las pupilas apagadas. Los albatros en cautividad, es sabido, pierden su nobleza, el aura de lejanía. En lo alto, entre los estandartes del cielo y el viento, l’Anzolo parece ver y dominar muchas cosas; bajado a ras de tierra, se queda él también desconcertado, como quien no sabe qué decir.

Barbana, la isla más famosa gracias a su santuario, es hermosa desde lejos, con su cúpula materna y su campanario que sobresalen de la frondosa vegetación y arquean sobre las aguas una redonda armonía. Una vez desembarcados, más que la iglesia nos impresionan el viento que corre entre los grandes pinos, olmos y cipreses, y los exvotos que cuentan, píos antepasados de las historietas de los cómics, desastres y catástrofes de todo tipo milagrosamente conjurados. El primer domingo de julio se celebra el Perdón de Barbana, la gran procesión de barcas enjaezadas en honor a la Virgen que, según la tradición, una tempestad trajo a la isla hacia finales del siglo VI: la imagen de madera fue hallada entre unas ramas o apoyada en el tronco de un árbol. La actual estatua de María, con el hijo en brazos y la mirada ansiosa dirigida hacia lo lejos, tiene muchos siglos pero es más reciente, no es la primera y tal vez tampoco la segunda imagen de la Virgen venerada en Barbana. Quizá la primera fue una Madona morena de la proa de un buque de corsa bizantino y venía de mares lejanos, o simplemente era una figura femenina de proa, un mascarón de proa que miraba el mar y las inminentes tempestades con ojos atónitos; es posible que se convirtiera en una Virgen solo al tocar esta tierra.

En torno a la capilla, que se levanta allí donde había estado el árbol que dio refugio y apoyo a la imagen traída por las olas, hay un pequeño cementerio. Entre otros, yace también un tal R. P. Mauro Mattessi, «aplicado y jovial servidor de María» que vivió y murió en el santuario. Desde hace mucho la literatura sabe contar la historia de gentes que se retiran del mundo como el solitario de San Pietro d’Orio, de melancólicos anacoretas y fugitivos que se esconden, en una isla o entre la anónima muchedumbre, despojándose de todo y alcanzando tal vez la libertad, pero no la jovialidad. Esta última está reservada a benedictinos o a franciscanos y parece negada a los modernos eremitas laicos, que llevan a cabo renuncias más radicales que los votos religiosos, tan radicales que descaman la vida, para buscar su esencia, hasta resecarla. La civilización moderna está marcada por estas huidas que recalan en un absoluto análogo al vacío.

Una vuelta más y luego el regreso. De nuevo la isla de Pampagnola, las gabarras varadas, bajo un cielo que se aleja en la tarde. Se vuelven a encontrar y a ver las mismas imágenes que a la ida, fotografías de un álbum que se hojea de atrás adelante, hacia el punto de salida. El viaje es siempre un regreso, el paso decisivo es el que vuelve a poner el pie en tierra o en casa. El restaurante de Augusto Zuberti, donde nos detenemos antes de volver hacia Trieste, es ya casi como si fuera nuestra casa, desde hace muchos años. Aquí se celebraban, en cenas memorables, los cumpleaños y santos de Marin, a quien no le disgustaba que lo festejáramos continuamente. Cada año, el orador de tumo, ofreciéndole a Marin el homenaje de todos, exorcizaba con la debida discreción la sombra de la posible inminencia de su fin, mientras él escuchaba sin inmutarse. Pasaban los años, y los oradores, que tampoco eran tan jóvenes, pasaban también a mejor vida y Marin estaba siempre allí, con la fecundidad de sus nuevos libros, naturalmente llamado a sobrevivir a sus conmemoradores.

De este sitio dijo, una tarde, que era una ensenada en la que confluían las vidas de los demás. En esa ensenada se estaba junto a las personas queridas, compañeros inseparables del tejido de la propia existencia, padres, la amiga de aquel día en el islote y de siempre, y años después los hijos, en edad ya de ir al islote con sus amigas. También junto a los lugares y las cosas, difícilmente separables de las personas amadas y de la imagen del mundo que las rodea: el mar, el viento entre los pinos, el chirrido de las cigarras, las gaviotas, el ámbar del verano. Una fonda como es debido es también una ensenada, un puerto de mar que agradece quien viaja deseoso sobre todo de detenerse. El abuelo de Marin tenía una taberna, Le Tre Corone, cercana a la basílica paleocristiana de Santa María de Gracia, y quién sabe si no había sido esa la verdadera academia del futuro poeta.