EL NEVOSO

Al principio estaba la voz del señor Samec, baja y un poco como si graznara, con la imperceptible sibilante de su ese eslovena: «Y entonces le dije», volvía a empezar de nuevo, rozando a quien tenía delante con un meñique que una leve artrosis, tal vez debida a la humedad de tantos años en los bosques, arqueaba como un gancho, «perdonad, Excelencia, pero con vuestro permiso…». Al principio o casi, porque en el bosque todo había empezado ya siempre y empezaba siempre más bien a acabar, todo se desmenuzaba en la tierra y se hundía en los estratos rojo herrumbrosos de tantas y tantas hojas y años caídos y ya indistinguibles; al entrar por primera vez en el bosque, de niños, se sentía de alguna forma que no era la primera vez y que también la propia historia tenía que haber empezado mucho tiempo antes, tiempo custodiado y medido en los círculos del tronco de los árboles y más atrás todavía, y en esa conciencia no había exaltación ni melancolía, sino solo la silenciosa sensación de que era así y basta.

El señor Samec casi nunca conseguía terminar su relato, que los demás creían haber oído en cambio hasta el final ya numerosas veces, porque Rudi se ponía a tocar Za kim, o a recordar su posible ascendencia noble o incluso imperial, habida cuenta de que su abuelo —o quizá su padre o su bisabuelo— había sido encontrado recién nacido llorando en unos arbustos del parque de Schonbrunn, en Viena, acaso fruto ilícito, pues, de pecados de alta alcurnia. O bien, también en aquella mesa del claro del bosque de Sviščaki delante del Planinski Dom, el refugio alpino, alguien, sin hacer caso al señor Samec, observaba más bien los continuos embellecimientos y ampliaciones de la cabaña del señor Voliotis, el cual había celebrado ya allí desde hacía tiempo las bodas de plata con mujer, hijos y nietos, y comentaba que la gestión de los cines de salas X, de la que el señor Voliotis se había hecho cargo años atrás en Trieste, donde vivía, debía de ser más rentable que el comercio de la madera, al que el señor Voliotis se había dedicado con anterioridad, a pesar de que este replicaba que había cambiado de actividad solo para dejar de viajar y poder dedicarse más a la familia. Pero quien hacía que el destino del relato del señor Samec fuera a quedar incompleto era sobre todo su mujer, la señora Anna, hermosísima e insondable con su nariz chata y sus ojos oblicuos, tiernos y rapaces en un rostro marcado por los años, que le hacía una señal para que se levantara y la acompañara a su cabaña.

Su Excelencia del que el señor Samec intentaba contar algo era un Federal de Fiume, con el que había hecho buenas migas al acompañarle a una cacería de osos y disuadirlo, con discreción, de una imprudencia que habría podido serle fatal y que había acabado pagando —pero aquí el relato era confuso, porque la impaciencia de los oyentes le interrumpía precisamente en este punto— un guarda de caza o un guardabosques, al que el oso, otras veces osa, le había despedazado la mandíbula de un bocado, obligándole a nutrirse durante el resto de sus días absorbiendo alimentos y bebidas con una cañita, sin que por lo demás interfiriera esta desgracia con las pequeñas ventajas —alguna que otra licencia, algún encargo— que la gratitud del Federal había proporcionado al gran establecimiento de ferretería del señor Samec en Ilirska Bistrica, por entonces Villa del Nevoso.

Es decir, por entonces y siempre, así como también entonces era Ilirska Bistrica, habida cuenta de que los nombres no desaparecen, como querría quien traslada una frontera, sino que viven cada vez que se narra la historia que ocurrió cuando aquella persona, aquel lugar o aquel oso se llamaba —y por lo tanto sigue llamándose— así. El bosque es también memoria de los nombres, de Volk samotar, el lobo solitario e inaferrable que atemorizaba los bosques del Snežnik, el Nevoso, entre 1921 y 1923, del albañil Josef Ronko que vivía en una pequeña cabaña de madera en Prevale, después de 1903, y que se recuerda como si hubiera sido el feudatario de algún castillo, o del tirador Fajstric, que en 1893 tenía que proteger al príncipe Hermann von Schönburg-Waldenburg, señor del Nevoso, en su primera cacería de osos y en cambio ante un oso herido había escapado y se había subido a un árbol, de modo que hubo de ser el príncipe el que le sacara a él del apuro.

La memoria del bosque revela en primer lugar la vanidad de poseerlo. Su respiración profunda enseña a sentir la vida como una indiferencia imparcial y al mismo tiempo acogedora e inagotable, un sentimiento que se experimentaba desde la primera vez y se volvía a experimentar el resto de las veces en que se entraba en esos bosques, para ver luego cómo lo sentían los hijos y lo aprendían ellos también para siempre, de modo que pasado algún tiempo esa sensación era, para todos, algo que existía desde siempre y cuyo principio no se podía recordar, igual que el respirar. El bosque, primero austríaco, luego italiano, yugoslavo y por fin esloveno, se burlaba de aquel baile de nombres y fronteras, no pertenecía a nadie; si acaso eran los demás quienes le pertenecían, al menos por el poco tiempo que se puede pertenecer a alguien o a algo, porque hasta el bosque que existía desde hacía tanto era mortal, como el corzo que aparece de pronto en el prado y en el alba, ante los puntos de mira de los fusiles o ante nadie, y cuya vida —incluso la de su especie, mucho más larga que la de un imperio por venerable que sea o que una breve República Federal— dura solo un momento, si se levanta la vista hacia la Osa Mayor o la estrella de la mañana que se apaga en agosto sobre un abeto rojo en el claro del bosque de Pomočnjaki, dura solo el momento de su aparición y de su brinco en aquel claro del bosque.

Ilirska Bistrica, la hacendosa y anónima ciudad industrial al pie del Nevoso, es la pequeña capital del macizo boscoso que empieza a subir de inmediato hacia el noreste y vuelve a bajar, tras la cima, por una parte hacia Masun y por otra hacia Leskova Dolina, la torca de los avellanos, y Kozarišče, en dirección a Postumia, extendiéndose y descendiendo hacia el este hasta llegar a las lindes de Eslovenia. Un frondoso pulmón —sobre todo hayas, abetos y alerces— preservado e intacto en el verdor de su vida, cuidado con civismo e inteligencia por una administración forestal que no tiene la manía de innovar y forzar los tiempos sino que respeta el de los árboles, abriendo de vez en cuando un camino en el bosque pero esperando que mientras tanto otros se integren armoniosamente en él hasta casi mimetizarse, dejando en paz durante años algunas zonas mientras se trabaja en otras, tutelando el bosque —salvo quizá algunas indulgencias con los cazadores, especialmente milaneses— y defendiéndolo de construcciones, explotación, abusos.

En las veintisiete mil seiscientas hectáreas del Nevoso no hay hoteles, pero sí alguna que otra casa, algunas cabañas y chozas de montaña, escombros de un par de cuarteles italianos, un refugio en la cumbre y el del claro del bosque de Sviščaki, el Planinski Dom con sus tres habitaciones con literas, mansión real y centro del Snežnik. Si los mapas —el más noble de los cuales es el dibujado a mano por el profesor Drago Karolin, nonagenario numen tutelar del Nevoso, y reproducido en tarjeta postal— indican Mater Dei o S. S. Kozma e Damjan, se trata de una piedra con los nombres de los santos o todo lo más, innovación reciente, de una minúscula hornacina de la Virgen que sustituye a una precedente piedra labrada. La ingeniería de caminos del Snežnik —a la que contribuyó después de 1929 el ejército italiano con el trazado de hermosas vías, todavía sólidas y transitables, como la que lleva al Olovica, monte Águila— recuerda al director forestal Josef von Obereigner, al servicio del príncipe von Schönburg-Waldenburg, que en el siglo pasado trazaba y cuidaba veredas y senderos, les daba nombre y fisonomía. Hoy día los planos-postales de Drago Karolin son el mapa de ese universo, en los que cada mínimo detalle es digno de atención e identidad, como si el cartógrafo quisiera arrebatarlo a la indistinta mezcolanza del bosque.

La arquitectura del Nevoso es la de los aguardaderos construidos sobre los árboles, tambaleantes asientos y fuertes cabañas de madera, tablas frescas y sólidas o empapadas de años y humedades, puestos construidos para esperar a los animales y, según los casos, abatirlos, como hacen los propietarios legítimos de esos tiraderos, o solo observarlos, como hacen los usuarios furtivos cuyo olor, si hay que hacer caso a los cazadores que pagan hasta 15 000 dólares para matar un oso, contamina el bosque porque asusta a los animales y los aleja del tiradero y de la muerte.

Pero Ilirska Bistrica es solo una etapa que se atraviesa deprisa durante el viaje —el Nevoso está a mitad de camino entre Trieste y Fiume— y donde uno se detiene solo para poner gasolina o reparar un neumático, inevitablemente pinchado por los caminos pedregosos y erizados de cuantas cosas puntiagudas pueda uno imaginarse. La verdadera capital de la comarca es Sviščaki, un claro en el bosque un poco más amplio que los demás, a 1242 metros, desde donde tradicionalmente se sale para la pequeña excursión a la cumbre. Algunas casas de montaña rodean el claro que gravita en torno al Planinski Dom, el refugio de la asociación alpina eslovena; mimetizadas por los árboles, surgen a poca distancia, sin gracia y apiñadas una a otra, las recientes casitas de una nueva Sviščaki.

La Historia —incluso muchos años después del primer encuentro con el Nevoso, cuando ya los dos hijos iban a su aire por el mundo pero seguían conociendo cada torca y cada viejo sendero engullido por aquel bosque, cada aparición de aquel oso un poco más oscuro de pelo y más grande que los demás, que todos habían visto, quizá por casualidad al llegar en coche al refugio, excepto nosotros cuatro, a pesar de las noches y los amaneceres pasados esperándolo inmóviles en los claros del bosque— estaba acompasada por los veranos transcurridos en el Planinski Dom y por la sucesión de los hospederos-custodios del refugio, que sabíamos de memoria como si fueran las dinastías de un reino.

Es más, el cambio de dinastía era cada vez doloroso y no estaba exento de molestias, porque para los nuevos gestores no pasábamos de ser, al principio, más que unos desconocidos, y era humillante que se nos confundiera con turistas de paso o torpes novatos, sentirse tratados como extranjeros en aquel lugar que era en cambio casa y patria. Allí arriba yo sé quién soy, decía el gran Julius Kugy de sus Alpes Julianos, y el dicho valía igual para nosotros y el Monte Nevoso, pero tenían que saberlo también los demás, por lo menos las autoridades oficiales de aquel refugio que era nuestra morada. De esta forma, cuando una Ivanka sucedía a una Meri o el matrimonio Valenčič al matrimonio Pugel, hacíamos que el profesor Karolin nos escribiera, en esloveno, una carta de recomendación que elogiaba las cualidades de toda la familia, con especial referencia al amor hacia el Snežnik y a la adaptabilidad a los inconvenientes. Con esa carta nos presentábamos a los nuevos gestores, asombrados de que se les rogara que acogiesen en la habitación del techo inclinado a la única familia que se quedaba allí arriba durante un tiempo considerable y que por lo tanto les permitía ganar algunos dinares todavía no convertidos en táleros.

El Snežnik, parecido al Fuji-Yama, se levanta sobre Sviščaki, sobre un mar de bosques. La casa que está frente al Planinski Dom, al otro lado del claro del bosque, estaba habilitada, casi cada año, para los tumos de verano de los obreros de las industrias madereras de Ilirska Bistrica y administrada por Milivoj, un serbio de largos bigotes y ojos mongoles que había conseguido aquella colocación, según se decía, gracias a sus méritos en la guerra partisana. Incluso cuando la gente no parecía pensar aún —o de nuevo— que ser eslovenos o croatas o serbios y yugoslavos fuese una contradicción que había que resolver quizá con sangre y parecía por el contrario más bien orgullosa de la estrella roja que no solo había restituido justamente el Snežnik a la Yugoslavia, sino enriquecido también impropiamente esta última con tierras italianas, sobre Milivoj circulaban sospechas y vagas alusiones a crueles hazañas. Es verdad que alguna tarde, cuando se emborrachaba, se ponía a disparar al aire y Milka, la guardiana del Planinski Dom, decía con orgullo que en cambio su marido —en realidad ella decía «nuestro marido»— cuando se emborrachaba se iba tranquilamente a dormir. Milivoj, en cualquier caso, murió antes de que el colapso de la República Federal viese resolver a pistoletazos no por cierto al aire esas larvadas discusiones sobre las diferencias entre civilizaciones, no limitadas solo a los comportamientos durante las borracheras. También los leñadores bosnios, que trabajaban tranquilos y tenaces en el bosque y no disparaban ni al aire ni a ningún otro sitio, se han marchado, mientras los linces continúan prosperando.

Una postal, de venta en el Planinski Dom, resume la historia del refugio desde 1907 a 1972, pero no dice nada acerca del refugio D’Annunzio, que se encontraba al lado del actual y que, volado por los partisanos, mostraba todavía hasta hace pocos años alguna mínima huella de su existencia. No parece que el poeta llegara a pisarlo nunca. Para el Imaginífico el Nevoso era una palabra, era la música y la luz de esa palabra, su claridad. De hecho en 1924, en la vigilia de la unión de Fiume a Italia, al pedir desde su Victorial «un signo» de reconocimiento de sus méritos, había sugerido, indistintamente, el título de Príncipe del Monte Nevoso o el de Príncipe del Adriático. Pero antes de esta petición de una palabra rica en imágenes, el poeta que tal vez había captado como ningún otro el embrujo ulisíaco de la técnica, Medusa y Musa de la modernidad, había expresado el deseo de un pequeño aeropuerto privado en Gardone. Se tuvo que contentar con un melodioso trisílabo.

En el principio no está el oso, sino el relato acerca del oso. La cuadrilla de Sviščaki no prestaba atención al señor Samec porque conocía desde siempre, desde mucho antes de haber conocido al propio señor Samec, la historia del cazador de la mandíbula rota obligado a alimentarse con una cañita. Las habladurías la atribuyen a los osos, a los cazadores y a los lugares más variados. Según la versión del solvente Drago Karolin contenida en el pequeño volumen verde Snežnik, editado en 1977, la desgracia le sucedió el 19 de julio de 1900 al cazador Andrej Znidaršič, que acompañaba al duque Heinrich von Mecklenburg, huésped del príncipe Hermann von Schönburg-Waldenburg. El director Bercè, que desde Kozarišče dirige y tutela la reserva forestal del Snežnik con escrupulosa y civil amabilidad, niega este episodio, que ocurrió en cambio según su parecer en otro sitio, y refiere de distinta forma la cacería del duque, igualmente peligrosa y resuelta a favor del noble matador de un cachorro, pero solo porque sobre el furor de la osa que le atacaba había prevalecido el amor materno, impulsándola a poner a salvo el otro cachorro; en cualquier caso, en esta versión ciertamente digna de crédito, no hay mandíbulas rotas ni cañitas.

Estas últimas reaparecen en otras historias y otros lugares; el arquetipo más ilustre es ciertamente el relato de Julius Kugy —que se remonta a 1871 y está ambientado en Val Trenta— donde el herido es su fiel compañero de escaladas y cacerías Antonio Tozbar llamado Spik, que pierde incluso la lengua y la palabra —episodio conocido no solo gracias a la fama de Kugy sino también a la autoridad de Giovanni Gabrielli, insigne jurista y abogado, que la repetía año tras año durante las excursiones al Carso y al Valle del Vipacco, hasta que incluso los amigos más tolerantes le obligaron callarse. Una variante de este tópico es la historia del hombre que, atacado por un oso o acudiendo en auxilio de alguien que había sido atacado, blande un hacha y con el nerviosismo se hiere más o menos gravemente, dándose con el hacha en el muslo y cortándose la pierna o infligiéndose lesiones menos truculentas.

Cada dos o tres veranos esta historia sucedía y era referida y ampliada; una vez el sitio era Stare ogence, otra Sladke vode, el oso era siempre una osa en defensa de su prole, aunque había también episodios más amables, como el de la osa caída con un cachorrillo en una cisterna en Koritnice a la que ayudaron a salir unos leñadores, que le echaron un tronco para que se encaramara a él.

Sin embargo el motivo recurrente del hombre que se hiere en la lucha con una osa tiene como origen un hecho acaecido cerca de la Mater Dei y provocado por uri conde magiar de vacaciones en Abbazia, que se había encaprichado de un cachorro de oso y había mandado a alguien a capturárselo. Pero es de sospechar que, antes de cualquier acaecimiento real o inventado, haya existido ya su relato, la fantasía que lo imagina al pensar en el oso, la palabra que funda y crea la realidad. En el principio era el verbo, los cielos y la tierra vienen después, y también los bosques y las osas. El bosque no tiene el don dé la palabra, es indistinción originaria que vuelve a atraer en su regazo a todas las cosas y las formas, es Ártemis que no se puede mirar ni se puede decir. Vida que disuelve las vidas y no conoce el lenguaje que articula la incesante metamorfosis. El relato aferra una forma, la distingue, la arrebata al fluir y al olvido, la fija; esas leyendas y fantasías acerca del oso imponen un significado y un orden a la oscura bestia que se mueve en la espesura, son uña revancha de la civilización frente a la sombra de la Selva.

¿Dónde empieza el bosque? Las puertas son invisibles, y sin embargo se advierte claramente cuándo se abren y se vuelven a cerrar, cuándo se está dentro o fuera del bosque, prescindiendo del hecho de estar rodeados o no de árboles. Una entrada, tal vez subjetiva, es el claro de Pomočnjaki, que quiere decir «muy húmedo», al lado del camino —una Agozdna cesta, vía forestal, que no garantiza su viabilidad— que une el llano de Padežnica, allí donde cae mucha nieve, las dos casas de Mirine y los claros del bosque de Grčovec, con sus árboles nudosos que llevan su nombre, y de Travni dolci, rica en hierba, antes de confluir con el camino principal, es un decir, que sube hacia la cumbre. Una mañana, en el claro del bosque de Pomočnjaki, el sol que acababa de salir había creado durante pocos segundos, con el vapor que se levantaba del prado, una perfecta catedral de luz, una forma que ascendía sutilizándose hasta culminar en una cúspide; la puerta, un gran pórtico gótico, era un polvillo luminoso, un telón resplandeciente y espeso, que celaba el bosque de la parte de atrás. La figura sentada al lado en la hierba, cercana en aquel momento y a lo largo de los años, se había levantado del prado en las lindes del bosque —donde habíamos estado los dos esperando que las cosas emergieran de la oscuridad, como anunciaba el inconfundible olor del amanecer, o que la estrella de la mañana se apagase precisamente en lo alto del abeto rojo de enfrente, invisible acto seguido en aquel resplandor— y se había encaminado lentamente hacia aquella puerta de luz y más allá de ella, entrando y desvaneciéndose en la claridad impenetrable, sustraída a la mirada.

En aquel instante podía creerse que toda desaparición, incluso la de más allá del umbral del último tránsito —aquel que el corzo aparecido poco antes en el claro atravesaría enseguida, con los escopetazos que empezaban a resonar en el monte— significaba solo atravesar un telón parecido, y entonces no había motivo para aquel temor oscuro, angustioso, que con el pasar de los años va quitando cada vez más sentido a las cosas. Pero a diferencia de aquel claro del bosque, donde la figura había vuelto a aparecer en el oro de la hierba en la que empezaban a distinguirse margaritas y campanillas, blancas artemisas y armerie rojizo violáceas, el bosque no restituía nada; aquello que desaparecía había desaparecido para siempre, devorado o disuelto en el húmedo mantillo, sin mentira piadosa ni ilusión de sepultura, como aquel ciervo degollado en el claro de Dolčice o aquel tejo de la cuneta del camino hacia Trije kaliči, la cuenca más alta e inquietante, bajo la cima del monte. Aquel oro de la hierba se bruñía, oro bruñido del tiempo que simplemente fluye se descompone y desaparece, lo mismo que se escupe al final la corteza de abeto que se ha masticado largo rato esperando la llegada de un animal —buena, fresca y amarga corteza que hace apretar los dientes y estimula la saliva, hasta que se escupe y se confunde con el húmedo mantillo.

De todas formas, allí, más allá de la puerta de aquella catedral desvanecida de inmediato, se abría el bosque, otras veces listo para excluir a quien lo atraviesa, para inducirlo a sentirse extraño a la espesura que sin embargo le rodea. Padežnica, Pomočnjaki, Grčovec, Travni dolci, Dolčice, Trije kaliči, Črni dol, Črna draga… esos claros del bosque eran una historia compartida, con los años se convertían casi en rasgos de la cara y color de los pensamientos y sentimientos; un paisaje desde luego amoroso, porque era más fácil, en los amaneceres, amar el rostro cercano que emergía puro de la oscuridad. En aquella sombra no se era nadie y así, despojados de toda mezquindad personal, era fácil amar, porque nada se interponía entre el amor y la vida, que en cambio tan a menudo le pone obstáculos delante, insidias y trampas como las que los cazadores tienden a los animales de caza. En el fuerte olor animal del amanecer no había ningún barro que hiciera falta quitarse de encima, como aquella cierva que durante un instante se había echado en la poza de Pomočnjaki y había vuelto a emerger y escapado a toda velocidad feliz con aquel barro en la espalda, fresco y limpio como un agua límpida, que ella no se sacudía y era bueno como su piel.

La cierva en Pomočnjaki, el gamo en Travni dolci que acudió al reclamo del amor, imitado con habilidad digna de mayores empresas, y desapareció ladrando desilusionado, el lobo en Trije kaliči, grande y pardo, cerquísima, que se volvió lentamente, los dos ciervos inclinados sobre el manantialillo de Sant’Andrea, aquel pequeño musgaño atemorizado y somnoliento en el sendero del Planinec, aquellos jabalíes atentos y vigilantes en Pales, los halcones, el gato montés, aquel lirón que trabajaba toda la noche encima del aguardadero construido sobre un árbol, mientras por enésima vez esperábamos ver al oso… Pero los osos, durante años y más años, los veían solo los demás, incluso aquellos que iban por el bosque haciendo ruido y desparramando desperdicios; solo nosotros, que conocíamos hasta las madrigueras donde parían los animales o entraban en letargo, no los veíamos nunca, y los veranos se sucedían acompasados por esa espera y esa búsqueda y sobre todo por su fracaso.

Ni siquiera Boris lograba llevamos al sitio adecuado en el momento adecuado —Boris el guardabosques, con su noble semblante, que había visto osos a docenas, una vez incluso cuatro juntos, y en Pales, cuando desparramaba el maíz o ponía alguna osamenta como cebo, tenía cita garantizada con el oso, que en una ocasión había venido incluso a arrancar el palo en el que estaba atada una vaca muerta desde hacía dos días y a llevársela al bosque arrastrando. Pero cuando nos llevaba con él, el oso no acudía, ni siquiera estimulado por un caballo muerto. Año tras año sin el oso; como mucho alguna que otra huella fresca o un excremento reciente, que al regreso anunciábamos en son de triunfo, mientras que los demás —y hasta los hijos, aunque incluso ellos, sin admitirlo, hicieran de aquel oso ausente el centro del verano y tal vez de algo más— nos felicitaban por aquel coronamiento excrementicio de la estación esperada todo el año.

En Gomance, bajo un abeto tupido y enrevesado que oculta el suelo, debe de haber todavía un casco alemán, con un agujero de bala. Está bien haberlo vuelto a poner allí debajo, después de haberlo encontrado por casualidad; tal vez sea la única aunque vicaria tumba de quien lo llevaba en la cabeza y verosímilmente desapareció, porque el bosque, a diferencia de los campos, no tiene sepulturas reconocibles que pongan un poco de orden en el mundo. Los bosques del Nevoso eran un punto neurálgico de la guerra partisana; allí actuaban pequeñas compañías fulmíneas y tenían su sede importantes puestos de mando, sobre todo las bases para los correos que mantenían los enlaces clandestinos con secciones incluso lejanas del IX Corpus de Tito. El Snežnik era un teatro de operaciones para aquella resistencia yugoslava que demostraría extraordinarias capacidades de organización política, eficiencia militar y valentía, cualidades que bien pronto se desvanecieron al convertirse esos valerosos y despiadados rebeldes de los bosques en clase dirigente parásita y de escasa altura en su conjunto, artificialmente sobrevivida a sí misma durante largo tiempo bajo la cobertura del genio y de la genial mistificación del Mariscal Tito.

Había hospitales partisanos escondidos en Beli Vrh y en Požar, los alemanes tenían su puesto de mando en Ilirska Bistrica y a pocos kilómetros, en Zabice, tenían a un grupo de aliados cétnicos a las órdenes del vojvoda Dobroslav Jevdievič. Los cuarteles italianos de Morele y del monte Aquila habían sido abandonados y destruidos en el 43. Algunos soldados italianos se habían unido a los partisanos titistas, y bien pronto hubieron de darse cuenta, a costa de sí mismos, de que el justo y orgulloso renacimiento de una nación oprimida por los fascistas estaba transformándose a su vez en feroz nacionalismo opresivo. Vagando por esos bosques en busca del oso, era raro pensar en el padre —o en el abuelo respectivamente— que, en el momento de la derrota, los había atravesado dejando atrás el cuartel destruido, para volver a Trieste, en aquellos días en los que la vida de un hombre, en esos mismos caminos, no valía más que la de un animal. De esta forma unas huellas llevaban también a Morele, bajo aquellos escombros que cubren un espacio que fue casa —o madriguera o prisión— para alguien cuyo rostro y cuyos gestos, a medida que pasan los años, se distinguen cada vez menos de los del hijo, que quisiera parecérsele aún más.

Los partisanos se batían bien con sus fusiles aceitados con grasa de lirón, también los leñadores fusilados por los alemanes en Klanska Polica sabían afrontar la muerte; el enfrentamiento más relevante tenía lugar en Mašun, donde la brigada Tomsič entorpecía duramente el paso al enemigo antes de retirarse a Leskova Dolina y quemaba el pequeño castillo del pueblecito. En aquella guerra de bosques se tejían también los hilos de una política que pensaba en términos mundiales y aspiraba no solo a liberar un país, sino a crear un nuevo orden social. En la conferencia partisana de Mašun de septiembre del 43 estaba también, junto con los comandantes militares, Edvard Kardelj, el líder esloveno que habría podido ser quizá el único heredero de Tito capaz de salvar a la República Federal de su colapso atroz y vergonzoso, el inventor de aquella autogestión que durante algunos años pareció ser —y durante algunos años por lo tanto fue— una real tercera vía socialista, asumible como modelo por una amplia parte del mundo no alineado en la guerra fría, e instrumento no solo de una efectiva liberación interna, desconocida en los países comunistas, sino también de la política desarrollada por Tito, a escala internacional, con dotes de gran líder y al mismo tiempo de barón de Münchhausen.

Kardelj, por lo demás, participó también ampliamente en la invención de Golj Otok, la desnuda isla del alto Adriático en la que el régimen titista había creado un gulag para encerrar y torturar a sus adversarios políticos, especialmente —tras la ruptura con Stalin— a los estalinistas, incluidos los comunistas italianos que se habían trasladado voluntariamente a Yugoslavia para contribuir a la edificación del socialismo.

Así en estos bosques pacíficos y apartados de la Historia, que como mucho habían conocido las incursiones de los turcos en 1528 o de los valacos islamizados en 1758, se tejía en aquellos días de guerra una intrincada red de esperanzas y mentiras, proyectos de libertad y planes de violencia totalitaria, espíritu de sacrificio y de dominio rapaz. En el bosque, una pequeña pirámide sin nombre recuerda a los partisanos desconocidos enterrados; el bosque no conoce sepulcros ilustres ni lápidas.

Kardelj, Tito, el Nevoso y naturalmente el oso campean en un cuadro anónimo que el responsable del encargo, el Partido, no llegó nunca a retirar y yace en una buhardilla de Ilirska Bistrica. Representa el bosque, un fuego, y alrededor de él y de un oso abatido, algunos cazadores, Tito con las manos en las rodillas y Kardelj con las mejillas moradas de comer longanizas, que gesticula imitando evidentemente los amenazadores zarpazos del oso que acaban de matar. La mala suerte ha querido que estuviera también Kavčič, un líder caído en desgracia inmediatamente después de la terminación del cuadro, que de ese modo no ha podido encontrar el lugar que le habría correspondido y ha tenido que ser apartado de la circulación. El oso, en el suelo, es rechoncho y no parece muerto, sino beatíficamente dormido, se imagina uno que le oye roncar; es el único que disfruta, entre tantos golpes de efecto. Un ojo da la impresión de estar semiabierto y mirar burlón de soslayo al líder de la caza y de la política; la mirada adecuada a la Historia, de refilón y socarrona.

También al bosque llega por consiguiente la Historia, con los continuos traslados de sus decorados y sus teatros. Cuando combatía en estos valles, la gente se sentía yugoslava, estaba orgullosa de su merecido desquite sobre la opresión fascista, hecho posible gracias solo a aquella unidad yugoslava, y también consentía la injusticia que se cometía en su nombre con los italianos —no en el Nevoso, esloveno desde siempre y usurpado con la anexión a Italia tras 1918, pero sí en las tierras italianas de Istria que se pueden ver desde la cima del Snežnik o del Orlovica, y que Yugoslavia consiguió anexionarse tras el 45, persiguiendo con dureza a sus gentes. Hasta ayer Josip Križaj, as esloveno de la aviación que también había combatido en la guerra de España y cayó en 1948 por un misterioso accidente en estos bosques, cerca del monte Cifre, en el Jarmovec, donde hay un monumento que lo recuerda, era un héroe yugoslavo. Desde hace algún tiempo se murmura que quienes lo abatieron fueron —en 1948— los serbios. En el museo del castillo de Kozarišče se espera que sea restituido el retrato de la princesa Anna, hermana del príncipe Hermann von Schönburg; el retrato, junto a otros cuadros y objetos preciados procedentes de varios castillos, había sido extraído para adornar una de las suntuosas y chabacanas villas de Tito, en Brdo. Ahora, como el resto, volverá a su solariega sede feudal. La Historia es también una mudanza, un llevar y traer enseres de la buhardilla al salón bueno y viceversa.

El castillo del Nevoso, en Kozarišče, mencionado por el viejo Janez Valvasor en su monumental obra del siglo XVII en honor de Carniola, no fue destruido ni quemado durante la Segunda Guerra Mundial, a diferencia de otros castillos de Eslovenia. El mérito es del tesorero León Sauta, un checo que lo administraba por cuenta del propietario, el príncipe Schönburg-Waldenburg. Cuando llegaban los vencedores del momento, que habían tomado posesión del castillo y querían darlo a las llamas, él les decía que ellos eran ahora sus nuevos dueños, que el castillo era por consiguiente y seguiría siendo su propiedad, y que por lo tanto era insensato y autolesionista destruirlo. Se lo dijo a los italianos, a los alemanes y a los partisanos y aquel simple e impecable razonamiento convenció, unos tras otros, a ocupantes y liberadores, como demostración de que la lógica y el análisis gramatical, si tuviéramos un poco más de confianza en ellos, podrían ahorramos muchas penalidades. León Sauta tendría muchas cosas que enseñar a muchos y, hoy, sobre todo a esos exyugoslavos que se destruyen los unos a los otros, furibundos y ebrios de arrasar sus ciudades y de cortarse recíprocamente el cuello, y olvidadizos —en la más imbécil de las guerras fratricidas, trágico fracaso del gran intento titista de crear un Estado— de que la vida que están destruyendo es la suya. Pero la civilización de estos bosques, como la de Eslovenia en general, está alejada de esa barbarie precívica.

Las crónicas hablan, con obsesiva insistencia, de fronteras y lindes. Un compendio de estas crónicas está guardado, manuscrito, en el castillo de Kozarišče. Está en alemán; su autor, Franz Schollmayer, lo compiló en 1923, para recapitular las vicisitudes de aquellas tierras y sobre todo de los príncipes Schönburg-Waldenburg, a cuyo servicio se encontraba. A lo largo del tiempo se repiten los conflictos entre los señores del Nevoso —para el autor, y para los cronistas precedentes, Schneeberg— y la ciudad de Laars, con todas las complicaciones jurisdiccionales, y sobre todo los conflictos entre los leñadores del Nevoso y los de Cabar, más allá de Klanska Polica. Esa es la línea de un conflicto insistente y fatal; tal vez ya en litigio entre los gépidas y los celtas, era la frontera romana contra los escordiscos, mucho más tarde fue un trecho disputado de frontera entre el imperio de Austria y el reino de Hungría, regulado definitivamente por una comisión mixta austro-húngara solo en 1913, y luego frontera entre Italia y Yugoslavia y, por fin, entre Eslovenia y Croacia, hasta ayer pues entre dos Repúblicas de la misma Federación y hoy entre dos Estados, no en guerra pero proclives a mirarse con desconfianza. «Claro, es un croata», decía Milka, que se había hecho cargo del Planinski Dom en Sviščaki, cuando contaba que su hija se había divorciado del marido.

Guerras entre imperios y entre cazadores furtivos, rencillas de familia, pedreas de barrio, revueltas de la Historia y minimalismo cotidiano de las cabañas en los bosques; aquellos lugheri, montañeses cuyas incursiones lamentan las crónicas —en Eslovenia o Croacia respectivamente— son el símbolo del tributo secular de violencia que a menudo exige una frontera, ídolo que pide sacrificios de sangre. Necesidad, fiebre, maldición de la frontera. Sin ella no hay identidad ni forma, no hay existencia; ella la crea y la provee de inevitables artejos, como el halcón que para existir y amar su nido tiene que caer sobre el mirlo.

El bosque es juntamente exaltación y cancelación de fronteras. Una pluralidad de mundos diferentes y contrapuestos, aun en la gran unidad que los abraza y disuelve. Incluso la luz, en el bosque, tiene cortes netos, que crean paisajes distintos y, en el mismo instante, tiempos distintos. Está la luz negra en la espesura más profunda y la verde subacuática bajo una bóveda de ramas que se entreteje sobre el sendero; mientras en los claros de oro es aún pleno día, transparencia ligera, pocos metros más allá, en la espesura, ya está atardeciendo, la sombra es ya densa.

Pero el bosque, desde que Acteón fuera despedazado por los perros, es indistinción y destrucción dionisíaca, retorno al magma originario; la fábula relata el miedo del bosque, que es miedo a perderse y cancelarse. Los largos veranos y la familiaridad con torcas, sotos y senderos no bastan para entrar verdaderamente en ese ignoto, que permanece intocable aunque se atraviese en otoño, con un aire cristalino y ventoso que detiene cualquier mínimo ruido, el crujido de una rama. El viejo Drago Karolin, él sí que estaba en el bosque, no salía nunca de él ni siquiera cuando bajaba a la ciudad; los claros del Nevoso envolvían toda su vida. No bastaba caminar junto a él durante horas para estar en el bosque como él, que recorría el Snežnik poniendo indicaciones en las encrucijadas, volviendo a barnizar viejos carteles descoloridos, dibujando mapas donde figuraban hasta los más pequeños senderos, recogiendo y puliendo raíces de formas raras, aplastando rabiosamente el sombrero bajo los pies cuando se equivocaba de camino y volviendo luego a hablar de inmediato en un áulico y anticuado alemán y a acallar con autoridad a su mujer, la alegre señora Ida. Al Nevoso le dedicaba también cuadros y versos de gran nobleza, entrando a formar parte de la pequeña tradición de homenajes a las Musas que florecen a la sombra del Snežnik, las historias locales decimonónicas de Janez Bilc, los versos de Župančič o de Marička Žnidaršič, las descripciones de Avčin, las fotografías de Poročnik.

Para Karolin el bosque estaba abierto, un jardín o una casa que era menester cuidar y mantener en orden; el lince o los abetos seculares y mohosos del bosque en tomo al manantial Andreas Quelle, o Andrejev izvir, eran como el gato de la cocina o el banco que había que pulimentar. A los demás el bosque se concedía poco, los rechazaba irónico en su torpe extrañeza ciudadana, vanamente apasionada; quizá por eso tampoco aparecía el oso. Probablemente, para ser como de casa en el bosque, haría falta escribir esos estereotipados y rimados versos de Karolin, «allí abajo en lontananza crujen las selvas…».

Esloveno formado en la vieja Austria de los Habsburgo, el profesor Karolin ha hablado siempre en un alemán ceremonioso y anticuado, proclive al uso de las formas indirectas: «He dicho a mi mujer», decía por ejemplo adentrándose receloso junto a nosotros en un claro donde podíamos encontrar jabalíes, «pregunta a nuestro estimadísimo amigo, esto es a usted, si su respetable consorte prefiere la gubaniza con o sin grappa…».

En una ocasión, sabedores de que estaba enfermo, habíamos ido a verle. Con noventa y dos años, guardaba cama desde hacía algunas semanas, a causa de molestias circulatorias que le provocaban alguna dificultad de expresión; estaba sudado y febril, extenuado, pero sus ojos eran vivos y buenos como siempre, tiernos en el rostro esculpido desde hacía decenios con una expresión de severa autoridad. Junto a la cama había algunos paquetes y algunas cajas, donde su mujer, en conformidad con sus deseos expresados a duras penas pero siempre con el tono de las disposiciones inapelables, cumplía con la tarea de recoger ordenadamente sus cosas —los libros, las raíces raras, alguna cabeza de corzo o alguna marta disecada, cuadros, dibujos y fotografías del monte, cartas, documentos y reliquias varias— para proceder luego a su eliminación.

Estaba evacuando su existencia, vaciándola de las cosas amadas y recogidas con apasionada pedantería; quería poner orden en su vida y renunciar a lo que la había decorado, de la misma forma que los emperadores habsbúrgicos, conforme al ritual barroco, tenían que despojarse de los títulos y signos de su gloria para ser acogidos en la Cripta de los Capuchinos.

En el momento de la despedida, Karolin había obsequiado a sus visitantes con una postal del Nevoso, en cuyo reverso estaban grabados —obviamente en esloveno— algunos de sus versos que él, aupándose con la ayuda de su mujer sobre la almohada y ayudándose con dos enormes lentes, había traducido, con una letra grande y temblorosa, al alemán.

Aquella hoja con aquellos cuatro versos en alemán parecía un testamento, un sello definitivo. Pero algún tiempo después llegó una carta, naturalmente en alemán. Los caracteres grandes e inciertos del sobre revelaban de inmediato al autor, pero no dejaban traslucir la firme aunque mortificada puntualización que venía escrita con aquella letra de anciano, trémula pero rigurosa en la secuencia lógica y sintáctica, en la puntuación y la ortografía, en el espaciado, en los puntos y aparte. «Estimadísimo amigo, la última vez, cuando usted vino a verme con su querida señora, Le di algunos versos míos, que traduje al alemán. Mi mujer, que me observaba de refilón mientras escribía, sostiene que escribí das Berg en lugar de der Berg (el monte). Si así fuera, Le ruego se sirva corregir ese deplorable error y perdonarme. Tuve varias molestias circulatorias, con momentos de amnesia, y si he podido cometer un error de esa índole lo he hecho ciertamente en tales condiciones. Ahora estoy mejor, me he levantado, he ido a estirar las piernas al bosque».

Era inadmisible que el profesor Karolin hubiera podido marcharse sin haber corregido la falta y aclarado, ante sí mismo y ante los demás, cualquier duda al respecto. Debe de haber pasado algunas semanas dándole vueltas y más vueltas al asunto, intentando recordar si habría usado de veras erróneamente el das, el artículo neutro, en lugar del masculino, o bien si era solo una falsa impresión de su mujer, a la que en ese periodo debe de haber martirizado de lo lindo a tal propósito. La pasión nace de la vitalidad, pero también la estimula y de esa forma, gracias a la desazón por un error gramatical y al fuerte deseo de corregirlo, el profesor había vuelto a ver un poco de su bosque, el mundo, la vida.

La corrección lingüística es la premisa de la claridad moral y de la honestidad. Muchas fullerías y graves prevaricaciones nacen cuando se hacen chapuzas con la gramática y la sintaxis y se pone el sujeto en acusativo o el complemento directo en nominativo, enredándolo todo y confundiendo los papeles de las víctimas y los culpables, alterando el orden de las cosas y atribuyendo eventos a causas o a promotores distintos de los reales, aboliendo distinciones y jerarquías en una engañosa montonera de conceptos y sentimientos, deformando la verdad.

Por eso también incluso una sola coma en un sitio equivocado puede acarrear desastres, provocar incendios que destruyan los bosques de la Tierra. Pero la historia del profesor Karolin parece decir que respetando la lengua, es decir la verdad, se fortalece también la vida, se siente una mayor seguridad en las piernas y somos más capaces de salir a estirarlas disfrutando del mundo, con esa vitalidad sensual tanto más suelta cuanto más libre de los enredos de los engaños y los autoengaños. Quién sabe cuántas cosas, cuántos amables placeres y goces se deben, sin saberlo, al lapicero rojo de los maestros de escuela.

La crónica del fiel Schollmayer, que empieza invocando a Clío, resume toda la historia del Snežnik, pero está dedicada al «Nevoso poseído por la principesca familia Schönburg». En el curso de los siglos y de las vicisitudes, el castillo y el monte han pasado de una estirpe a otra, pero quien más se identifica con ellos es desde luego el linaje de los Schönburg-Waldenburg, que los había adquirido en 1853 y los mantuvo hasta la nacionalización de 1945. Estos últimos señores feudales, alemanes que desde hacía siglos estaban acostumbrados al contacto con el mundo eslavo —con los checos en Bohemia y los sorbos en Sajonia—, han dejado un buen recuerdo; si el primer propietario. Su Alteza Anton Viktor, que tenía una treintena de castillos, no puso nunca un pie en él, el príncipe Georg, además de hacer que estudiasen los hijos de los leñadores, instituyó rudimentarias previsiones sociales y fundó la primera escuela forestal en esloveno, mientras que Hermann repobló los bosques de animales, con los que los campesinos habían hecho una carnicería en los movimientos del 48.

Es el príncipe Hermann el señor del Nevoso por antonomasia. Era alemán y vivía en las cercanías de Dresde, pero pasaba muchos meses en el castillo de Kozarišče, donde se ven todavía, intactos, el salón oriental, el veneciano y el egipcio y una biblioteca rica en obras literarias y jurídicas sin contar la Jagdzeitung, la revista de caza, encuadernada, y una Historia Universal dieciochesca en veinte volúmenes. En esas salas feudales la estirpe domina al individuo y a sus sentimientos. «Günter llegó a las doce y a las doce y cuarto nos hicimos novios»: de esta forma la princesa Anna Luise von Schönburg-Waldenburg resumía en su diario el encuentro y el cortejo que determinaron para siempre su vida sentimental. Los retratos del príncipe Hermann muestran un rostro hundido y melancólico, una interioridad burguesa que recuerda más a Chéjov o a Schnitzler que a la vitalidad aristocrática. Vinko Sterle, cazador y descendiente de una mítica familia de cazadores al servicio del príncipe, además de rapsoda de las hazañas de los tiempos idos, ha dejado testimonio de la amabilidad del señor del Nevoso con sus subalternos y de su severidad con el nieto que quería disparar a un ciervo por la espalda y se lo impidió un enérgico gesto de uno de sus hombres, Matja Martinčič, que le había bajado la caña del fusil.

El legendario montero mayor del Nevoso era Franc Sterle, abuelo de Vinko, que en el bosque tenía derecho, habida cuenta de su cargo, a dormir en una cabaña con su amo. En una ocasión, al desnudarse la noche anterior a una batida de urogallos, Franc, que tenía unos estupendos y recios calzones de franela, recién adquiridos, observó que los calzoncillos del príncipe estaban recosidos en diez puntos con remiendos distintos y dijo a Su Alteza que bien podría permitirse mejor ropa interior. «Ah Franc», refunfuñó Su Alteza, «eres igual que mis amas de llaves, que no quieren ni coser ni lavar y tirarían una camisa antes que remendarla».

El príncipe abatió su primer oso el 16 de mayo de 1893, una bestia de 220 kilos que hoy se erige, embalsamada, en el atrio del castillo. No había subido al seguro aguardadero de entre las ramas de un árbol, sino que había esperado al oso cara a cara, porque —según Vinko— tenía que conquistarse moralmente el derecho a ser el señor de los bosques con esa prueba de su valor. A pesar de su mirada introvertida, el acervo feudal le había hecho objeto probablemente incluso a él de esa atávica superstición según la cual la sangre es un bautismo necesario, matar es un modo de amar y la muerte es una comunión entre la víctima y el que ha matado. Pero un día debe de haber abierto los ojos al mísero engaño de esa exaltación que intenta ennoblecer el sufrimiento de existir y morir. Era ya viejo y cazaba ciervos con Lojze Sterle, tío de Vinko, otro de los maestros del Nevoso a quien él había hecho estudiar idiomas. El príncipe había disparado y dado en el blanco y se había adentrado en la espesura donde yacía el animal; Lojze iba a darle alcance, pero el príncipe le gritó que se quedase donde estaba. Lojze aguardó un rato hasta que, lleno de curiosidad y preocupación, se abrió paso entre los matorrales. El viejo príncipe estaba acuclillado, tenía cogido por los cuernos al ciervo muerto y lloraba.

Tal vez no fuera solo piedad; en aquel momento debe de haber visto la vanidad de lo que estaba haciendo y de todo —como si, al disparar y entrar en aquella espesura, hubiera entrado en la realidad por la puerta de atrás y hubiese visto el estereotipo detrás de la escena. Aquellos cuernos se convertirían en un enésimo trofeo, estúpidamente clavados en la pared; todos aquellos trofeos de caza amontonados unos junto a otros en los muros y las escaleras —pájaros de ojos de cristal, apocados osos que hacían muecas como payasos, alfombras que terminaban en una cabeza de lobo parecida a una pelada pelota de trapo— eran un alarde vulgar e inevitable, el destino de toda vida, que encanta por un instante pero que bastan un poco de pólvora y una escopeta bien aceitada para desmontar como un animal de tela y descomponer en paja, muelles y botones.

El príncipe continuó disparando. Pero en las inagotables historias de caza, que Vinko Sterle cuenta con pasión, se insinúa una punta de aquel vacío que encontró el príncipe en la espesura junto al ciervo muerto. Como cuando Franc, cerca del Gašperjev hrib, persigue y hiere a un lobo, lo mata con la culata del fusil en una lucha cuerpo a cuerpo para darse cuenta luego de que se trata de una hembra con cuatro lobeznos que se quedan allí mirando atónitos, o como la encarnizada persecución del temido lobo solitario, en 1923, por parte de Matija, que lo persigue solo durante horas y más horas por la nieve, a la luz de la luna, lo rastrea obsesionado y exhausto igual que la bestia, avanzando casi sin darse cuenta de dónde pone los pies, hasta que dispara a algo que ve detrás de unos matorrales y le da al lobo que, extenuado, está durmiendo y no se despierta ni siquiera para morir.

Estas historias expresan la extrañeza del bosque, que se retrae inaccesible y no se deja aferrar, sino que esparce los caminos de falsas pistas y errores, de torpezas y equívocos parecidos a los accidentes de los cazadores domingueros que se tirotean unos a otros. Aunque los tractores y el cemento lo conquisten cada día más, haciéndolo ya no amenazador sino amenazado, el bosque de algún modo se sustrae, da a entender que, a pesar de las mariposas ebrias de amor que se dejan coger delicadamente entre los dedos por el camino de Peklo, o Rina, o la perra roja que aquella vez había seguido durante medio día a la marta entre los ladridos y los agudos gañidos que se perdían en el boscaje, también en cada verano hay algo que falta, como el oso que no habíamos conseguido ver nunca o la voz del señor Samec que se había apagado antes de acabar su relato y permanecía por alguna parte enredada entre los árboles del bosque, interrumpida e inconclusa: «Perdonad, Excelencia», le dije, «pero con vuestro permiso…».