CAFÉ SAN MARCOS
Las máscaras están arriba, sobre el mostrador de madera negra taraceado que procede de la afamada carpintería Cante —afamada tiempo atrás por lo menos, pero en el Café San Marcos los reconocimientos y la fama duran un poco más; incluso la de quien, como único título para ser recordado, puede alegar solamente —aunque no sea poco— el hecho de haber pasado años sentado a esas mesitas de mármol con el pie de hierro colado, que acaba en un pedestal apoyado sobre garras de león, y de haber dado de vez en cuando su opinión acerca de la adecuada presión de la cerveza y del universo.
El San Marcos es un arca de Noé, donde hay sitio, sin prioridades ni exclusiones, para todos, para toda pareja que busque refugio cuando fuera llueve a cántaros y también para los que carecen de pareja. A propósito, no he entendido nunca esa historia del Diluvio, se recuerda que decía el señor Schönhut, shammes que servía para todo en el contiguo Templo israelita, mientras la lluvia azotaba los cristales y el viento zarandeaba los grandes y empapados árboles del Jardín Público —al final de la calle Battisti, nada más salir del Café a la izquierda— bajo un cielo de plomo. Si era debido a los pecados del mundo, más hubiera valido terminar de una vez para siempre, ¿a qué destruir y luego volver a empezar desde el principio? Y no se diga que después las cosas fueron mejor; todo lo contrario, matanzas y crueldades a todo meter, y sin embargo ni un solo diluvio más, incluso la promesa de no extirpar la vida de la tierra.
¿Pero por qué tanta piedad para con los asesinos que vinieron después y ninguna para con los de antes, ahogados todos como ratas? Él no podía por menos de saber que con cada ser vivo, animal u hombre, entraba en el arca el mal; aquellos de quienes se había apiadado se llevaban consigo adentro los gérmenes de todas las epidemias de odio y dolor destinadas a desencadenarse hasta el final de los tiempos. Y el señor Schönhut se bebía su cerveza, seguro de que la cosa acababa ahí, porque él podía decir lo que se le antojase del Dios de Israel, incluso podía echar pestes de Él, todo quedaba en familia, pero por parte de los demás hubiera sido una indelicadeza y, en determinados periodos, incluso una canallada.
Está usted completamente despeinado, vaya a arreglarse al aseo, le había dicho aquella vez la anciana señora. Para ir a los aseos, quien está sentado en la sala en la que se encuentra el mostrador tiene que pasar bajo las máscaras, bajo esos ojos que otean ávidos y atemorizados. El fondo que rodea esas caras es negro, una oscuridad en la que el Carnaval enciende labios y mejillas escarlatas; una nariz pende curva e indecorosa, buen gancho para agarrar a alguien que esté allí debajo y arrastrarlo a esa oscura fiesta. Parece —las atribuciones pictóricas son inciertas, a pesar de la paciencia con la que los estudiosos intentan cerciorarse como si el San Marcos fuese un templo antiguo— que esos rostros o algunos de ellos son de Pietro Lucano, que en la iglesia del Sagrado Corazón —no demasiado distante del Café, basta atravesar el Jardín Público o subir por la calle Marconi, que lo bordea— pintó los dos ángeles del ábside que sostienen sendos círculos de fuego, saltimbanquis de la eternidad a los que el artista se vio obligado, por los padres jesuitas, a alargar la faldilla casi hasta los talones, para no dejar al descubierto sus piernas andróginas.
Hay quien sostiene que alguna máscara es de Timmel, autor quizá de la de una dama de otra sala. La hipótesis es incierta; no cabe duda de que en esa época, hacia finales de los años treinta, «el preferido de la calle», como gustaba definirse el pintor vagabundo nacido en Viena que vino a Trieste a completar su autodestrucción, se concedía alguna que otra tarde soportable, capaz de distraerlo durante algún rato de su imposibilidad de vivir, en los cafés, regalando alguna pequeña obra de arte a este o aquel rico comerciante triestino, mecenas para quienes un artista no era sino un oso al que hacer bailar y tropezar, a cambio de generosas dosis de bebida que le permitían pasar la noche y que poco a poco lo iban mandando a pique.
Timmel se reinventaba su propia infancia, contando que la meningitis que padeció de niño era una mentira elucubrada por sus padres debido al odio que le tenían, y escribía, mientras su mente y su memoria se iban desmenuzando, el Cuaderno mágico, mezcla de fulgurantes destellos líricos y de espasmos verbales próximos a la afasia y desmigajados de la amnesia, que él llamaba nostalgia, deseo de borrar todos los nombres y todos los signos que enredan al individuo en el mundo. El paseante rebelde, que acabaría sus días en el manicomio, intentaba huir de los tentáculos de la realidad, ya antes de ese extremo refugio, encerrándose en una inercia vacía y vertiginosa, «arrinconándose ocioso y desinteresado» con las manos cruzadas, inmóvil y pagado de sentirse revolotear con la tierra en el vacío. Buscaba la pasividad y celebraba el fascismo, que lo liberaba de los agobios de la responsabilidad y le ahorraba el jaque de perseguir la libertad sin encontrarla, devolviéndolo a la sumisión de la infancia: «hace falta depender absolutamente para alcanzar la atmósfera beata».
El recorrido a través del Café y su estructura en ele, aunque solo fuera para satisfacer lo que el decano Lunardis no ha querido definir nunca más que como una necesidad impelente, no es rectilíneo. Amado por los ajedrecistas, el Café se parece a un tablero de ajedrez y entre sus mesas uno se mueve igual que el caballo, torciendo continuamente en ángulo recto y volviéndose a encontrar a menudo, como en un juego de la oca, en el mismo punto de partida, en aquella mesa donde había preparado el examen de literatura alemana y donde uno se vuelve a encontrar, muchos años después, escribiendo y respondiendo a la enésima entrevista sobre Trieste, su cultura mitteleuropea y su decadencia, mientras un poco más allá un hijo corrige su tesis de licenciatura u otro, en la salita del fondo, juega a las cartas.
La gente entra y sale del Café, a sus espaldas las hojas de la puerta continúan oscilando, una leve bocanada de aire hace ondear el humo estancado. La oscilación tiene cada vez un aliento más corto, un latido más breve. En el humo flotan franjas de polvillo luminoso, espiras de serpentinas se desenrollan lentamente, lábiles guirnaldas al cuello de los náufragos aferrados a sus mesas. El humo envuelve las cosas en una capa blanda y opaca, capullo en el que la crisálida quisiera guarecerse indefinidamente, ahorrándose el dolor de la mariposa. Pero la pluma que garabatea hiende el capullo y libera a la mariposa, que bate atemorizada las alas.
Sobre el mostrador relucen los fruteros y las botellas de champán, una pantalla con estrías encamadas es una iridiscente medusa, las lámparas reverberan y fluctúan arriba como lunas en el agua. La historia dice que el San Marcos abrió sus puertas el 3 de enero de 1914 —a pesar de las resistencias para impedirlo del Consorcio triestino de cafeteros, en vano revoltosos, ante la Imperialregia Luogotenenza— convirtiéndose enseguida en el lugar de encuentro de la juventud irredentista y también en un taller de pasaportes falsos para los patriotas antiaustríacos que querían escapar a Italia. «Todo muy fácil para esos jovencitos», rezongaba el señor Pichler, ex Oberleutnant en el frente de Galitzia durante las hecatombes del año 16, «se divertían de lo lindo con aquel trajín de fotografías recortadas y pegadas, era como bajar una de esas máscaras y ponérsela en la cara, sin pararse a pensar que es ella la que puede arrastrarte a la oscuridad y hacerte desaparecer, como aquella vez muchos de nosotros, en Galitzia o en el Carso… Y no exageremos con aquella famosa devastación del Café, el 23 de mayo del año 15, por parte de los esbirros austríacos…, ya, esbirros, como si los comisarietes y la gente del sur que vinieron luego —de acuerdo, fue una cosa fea, todo destrozado y hecho trizas, un Café tan hermoso…, pero Austria, en su conjunto, era un país civil, el gobernador de Frieskene, durante la guerra, le llegó a pedir incluso disculpas a un irredentista como Silvio Benco por verse obligado a tenerlo bajo vigilancia especial, por órdenes superiores. Si existiera aún el Imperio todo permanecería igual, el mundo continuaría siendo un Café San Marcos, ¿y os parece poco, si echáis un vistazo ahí fuera?».
El San Marcos es un verdadero Café, periferia de la Historia caracterizada por la fidelidad conservadora y el pluralismo liberal de sus parroquianos. Pseudocafés son aquellos en los que sienta sus reales una única tribu, poco importa si de señoras bien, de jovenzuelos de bonitas esperanzas, grupos alternativos o intelectuales al día. Toda endogamia es asfixiante; incluso los colleges, los campus universitarios, los clubs exclusivos, las clases piloto, las reuniones políticas y los simposios culturales son la negación de la vida, que es un puerto de mar.
En el San Marcos triunfa, vital y sanguínea, la variedad. Viejos capitanes de la marina mercante, estudiantes que preparan exámenes y estudian maniobras amorosas, ajedrecistas insensibles a lo que ocurre en tomo a ellos, turistas alemanes atraídos por las pequeñas placas dedicadas a pequeñas y grandes glorias literarias antaño asiduas de aquellas mesas, silenciosos lectores de periódicos, pandillas festivas partidarias de la cerveza bávara o del vino verdejo, ancianos animosos que despotrican contra la perversidad de los tiempos, sabelotodos contestatarios, genios incomprendidos, algún que otro yuppie imbécil, tapones que saltan como salvas de honor, en especial cuando el doctor Bradaschia, nada de fiar a causa de varios delitos de estafa —entre los cuales incluso el título de licenciatura— e incapacitado por interdicción judicial, invita impertérrito a beber a cuantos están a su alrededor o pasan por delante de él, diciéndole al camarero, en un tono que no admite réplica, que se lo cargue en su cuenta.
«En el fondo, estaba enamorado de ella, pero no me gustaba, mientras que yo le gustaba, pero no estaba enamorada de mí», dice el señor Palich, nacido en Lussino, sintetizando una atormentada novela conyugal. El Café es un murmullo de voces, un coro inconexo y uniforme, salvo alguna exclamación que otra en una de las mesas de los ajedrecistas o, por la tarde, el piano del señor Plinio —a veces un rock, más a menudo música canalla de entreguerras, en tus ojos negros brilla ya el placer, el destino avanza con los pasos de un bailable kitsch.
«Por el dinero desde luego ni hablar, figúrate si un tipo como el viejo Weber se dejaba engañar. Aparte de que la rica era ella y no él, y ella sabía muy bien que él no podría dejarle casi nada. A lo mejor para uno como nosotros el pisito de Nueva York sería una fortuna, pero para ella no pasaba de ser una nimiedad. Fue él el que quiso casarse —lo dijo incluso Ettore, su primo, que llevaban casi cincuenta años sin hablarse, por aquella historia de la tumba de familia en Gorizia, de todas formas Ettore, cuando supo que al viejo, que luego resulta que tenía dos años menos que él, le quedaban pocos meses de vida, cogió el avión y fue a verle a Nueva York y el otro, casi sin esperar a que se sentara, le dijo que había grandes novedades, que se casaba la semana siguiente—, sí, porque, le dijo, en la vida lo había hecho casi todo menos casarse, y no quería pasar a mejor vida sin haber probado también el matrimonio. Y el matrimonio además, precisaba, con todas las de la ley, no se puede uno morir sin haber estado casado; de convivir son capaces todos, hasta tú —añadía, dándole a su primo una copa de licor de guindas Luxardo—, con lo que ya está todo dicho. Y de esa forma, decía Ettore, después de haber atravesado el océano no tuve más remedio que beber un trago de ese dichoso licor de guindas que ya de joven, en Zara, me producía náuseas. En cualquier caso murió tranquilo —ahora que he rellenado la última casilla del cuestionario, como dijo— y hay que reconocer que no jorobó a nadie, ni siquiera los últimos días, él, que siempre había sido una calamidad, se ve que el matrimonio le sentó bien».
Se alzan voces, se confunden, se apagan, se las oye a la espalda, preparándose para salir al fondo de la sala, un murmullo marino de resaca. Las ondas sonoras se alejan como los anillos de humo, pero en algún sitio quedan todavía. Quedan siempre, el mundo está lleno de voces, un nuevo Marconi podría inventar un aparato capaz de captarlas todas, infinito vocerío sobre el que la muerte no tiene poder, las almas inmortales e inmateriales son ultrasonidos que vagan por el universo. Así piensa Juan Octavio Prenz, que en esas mesas ha escuchado ese murmullo y lo ha trasformado en novela en su Fábula de Inocencio Onesto, el Degollado, historia grotesca y surrealista que se teje y se disuelve con las voces que se cruzan, se superponen, se alejan y dispersan.
Nacido en Buenos Aires, originario de la Istria croata del interior, profesor italiano y escritor en español, Prenz ha enseñado y vagado por los más diversos países de esta y la otra orilla del océano; tal vez se ha quedado en Trieste porque la ciudad le recuerda el cementerio de barcas y mascarones de proa de Ensenada de Barragán, entre Buenos Aires y La Plata, que ahora vive solo en un tomito de sus poesías. Se sienta en el Café San Marcos, sintiendo todavía sobre sí aquella mirada de los mascarones de proa corroídos por el viento y el agua, atónitos ante el avecinarse de catástrofes que los demás no consiguen ver aún. Hojea la traducción de un libro suyo de versos. Una poesía está dedicada a Diana Teruggi, que fue su asistente en la Universidad de Buenos Aires. Un día, en la época de los generales, la muchacha desapareció para siempre. Una vez más la poesía dice la ausencia, algo o alguien que ya no está. Poca cosa, una poesía, un cartelito puesto sobre un sitio vacío. Un poeta lo sabe y no le da demasiado crédito, pero le da aún menos al mundo que lo celebra o lo ignora. Prenz saca la pipa del bolsillo, sonríe a sus dos hijas que están sentadas a otra mesa, charla con un senegalés que da vueltas por entre las mesas vendiendo baratijas, le compra un encendedor. Charlar es mejor que escribir. El senegalés se aleja, Prenz da una calada a la pipa y se pone a escribir.
No está mal llenar folios bajo las máscaras que se ríen burlonas y entre la indiferencia de la gente que está sentada en tomo. Ese bondadoso desinterés corrige el delirio de omnipotencia latente en la escritura, que pretende ordenar el mundo con algunos trozos de papel y pontificar sobre la vida y la muerte. Así la pluma se sumerge, se quiera o no, en una tinta desleída con humildad e ironía. El café es un lugar de la escritura. Se está a solas, con papel y pluma y todo lo más dos o tres libros, aferrado a la mesa como un náufrago batido por las olas. Pocos centímetros de madera separan al marinero del abismo que puede tragárselo, basta una pequeña vía de agua y las grandes aguas negras irrumpen calamitosas, se te llevan abajo. La pluma es una lanza que hiere y sana; traspasa la madera fluctuante y la pone a merced de las olas, pero también la recompone y le devuelve de nuevo la capacidad de navegar y mantener el rumbo.
Agarrarse a la madera, sin miedo, porque el naufragio puede ser también salvación. ¿Cómo dice la vieja historia? El miedo llama a la puerta, la fe va a abrir; fuera no hay nadie. ¿Pero quién enseña a abrir? Desde hace tiempo no se hace otra cosa que cerrar las puertas, es un verdadero tic; durante un momento se da un suspiro de alivio, luego el ansia vuelve a aferrarse al corazón y uno quisiera atrancarlo todo, incluso las ventanas, sin darse cuenta de que de ese modo falta el aire y la migraña, en ese ahogo, martillea cada vez más en las sienes, poco a poco se acaba por oír solo el ruido del propio dolor de cabeza.
Emborronar cuartillas, liberar los demonios, embridarlos, a menudo solo emularlos con inocua presunción. En el San Marcos los demonios están relegados en lo alto, volviendo del revés la escenografía tradicional, porque el Café, con su decoración floreal y el estilo Secesión vienés, recuerda que aquí abajo se puede estar bien también, una sala de espera en la que es agradable aguardar, diferir la salida. El director, el señor Gino, y los camareros, que vienen a la mesa con una copa tras otra —asumiendo a veces la iniciativa de ofrecer, aunque no a todos, canapés de salmón con un prosecco especial— son una jerarquía angélica menor pero digna de confianza, lo suficiente para cuidar que los exiliados del paraíso terrestre se encuentren a gusto en ese Edén subrepticio y ninguna serpiente los aliente a salir con alguna falsa promesa.
El café es una academia platónica, decía a principios de siglo Hermann Bahr —el cual también decía que se encontraba bien en Trieste, porque en esa ciudad tenía la impresión de no encontrarse en ningún sitio. En esta academia no se enseña nada, pero se aprenden la sociabilidad y el desencanto. Se puede charlar, contar, pero no es posible predicar, dar mítines ni clase. Cada uno, en su mesa, está próximo y distante respecto a quien tiene a su lado. Ama a tu prójimo como a ti mismo o bien soporta la manía de tu vecino de comerse las uñas, como él soporta algún tic tuyo aún más desagradable. Entre estas mesas no es posible hacer escuela, crear alineamientos, movilizar seguidores e imitadores, reclutar discípulos. En este lugar del desencanto, en el que ya se sabe cómo acaba el espectáculo sin perder el gusto de asistir a él ni la indulgencia por las meteduras de pata de los actores, no hay sitio para los falsos maestros, que seducen con falsas promesas de redención a quien tiene una ansiosa y vaga necesidad de redención fácil e inmediata.
Fuera los falsos Mesías tienen el juego fácil, arrastran adeptos deslumbrados por espejismos de salvación a través de caminos que no son capaces de recorrer y les llevan así a la destrucción. Los profetas de la droga, capaces de dominar su uso sin ser aplastados por ella, seducen a inermes discípulos para que les sigan por una vía a lo largo de la cual se destruirán; alguien, en un salón, proclama que la revolución se hace con las armas, a sabiendas de que se trata de una inocua metáfora y dejando que los demás la tomen ingenuamente al pie de la letra, y paguen el pato a las primeras de cambio. Entre los periódicos ensartados en los bastones, una revista ilustrada exhibe la cara de Edie Sedgwick, la hermosísima e indefensa modelo americana que creía en el evangelio del desorden predicado con ordenado control por Andy Warhol, maestro de su clan, y que se dejó convencer para buscar no el placer, sino un indefinible sentido de la vida en aquellas febriles infracciones sexuales, en aquellos ingenuos ritos de grupo y aquellas drogas que se la llevaron, más dolorosa y banalmente, a la infelicidad y a la muerte.
En el San Marcos uno no se hace la ilusión de que el pecado original no haya sido cometido y de que la vida sea virgen e inocente; por eso es más difícil darles gato por liebre a los clientes, endosarles un billete de entrada para la Tierra Prometida. Escribir significa saber que no estamos en la Tierra Prometida y que no podremos llegar nunca allí, pero continuar con tenacidad el camino en esa dirección, a través del desierto. Sentados en el café, se está de viaje; como en el tren, en el hotel o por la calle, uno tiene consigo poquísimas cosas, no se le puede adjudicar a nada ninguna vanidosa marca personal, no se es nadie. En ese anonimato familiar uno puede pasar desapercibido, desembarazarse del yo como de una mondadura. El mundo es una cavidad incierta, en la que la escritura se adentra perpleja y obstinada. Escribir, interrumpirse, charlar, jugar a cartas; la risa en una mesa cercana, un perfil de mujer, indiscutible como el destino, el vino en la copa, dorado color del tiempo. Las horas fluyen amables, despreocupadas, casi felices.
Nombrar a los propietarios, o a los expropietarios o gestores del Café, es como nombrar a soberanos de antiguas dinastías. Marco Lovrinovich de Fontane d’Orsera, en las cercanías de Parenzo, que abría casas de comidas y almacenes de vino como otros escriben versos o pintan paisajes, inaugura el Café el 3 de enero de 1914, en el mismo sitio en el que antes estuvo la lechería Central Trifolium con su cuadra para las vacas, y dice oficialmente que lo llama San Marcos en homenaje a su propio nombre, mientras aprovecha para reproducir hasta en la decoración de las sillas la efigie del león véneto, símbolo de italianismo e irredentismo. A lo mejor, en su fuero interno, estaba convencido de que aquel león alado era también un homenaje a su nombre de pila. No se llega a los noventa y cuatro años, como él, sin estar íntimamente persuadido de ser el centro del mundo.
Entre sus mesas, hay quien ha muerto sin embargo joven y solo, devastado por la descompensación entre su alma y el mundo, no creado ciertamente a su medida —aquel jovencito siempre un poco sudado, por ejemplo, que daba vueltas como una bestia acorralada y tenía en los ojos la conciencia de estar ya entre los colmillos del tigre. Venía cada tarde, con muchos folios que llenaba uno tras otro y llevaba siempre consigo, hasta que un día ya no se le volvió a ver, la noche anterior se había tirado al palio de luces.
Los cafés son también una especie de asilo para los indigentes del corazón, y los cafeteros como Lovrinovich son también benefactores que les ofrecen un amparo provisional frente a la intemperie, como los fundadores de refugios para los que no tienen un techo bajo el que cobijarse; es lícito que ganen, y que ganen quizá también gloria patriótica, como Lovrinovich tras la devastación del San Marcos y su detención en los barracones de castigo austríacos de Liebenau, en las proximidades de Graz, adonde los austríacos lo habían enviado porque se había inyectado el tracoma en los dos ojos para no tener que combatir contra Italia.
Entre los distintos propietarios destacan las hermanas Stock, menudas e inexorables; se recuerda también en la barra a una mujer madura de pelo rubio descolorido, de la que de vez en cuando se cuenta aquella historia en que un gigantesco borracho, a quien esta le negaba otro whisky más, la amenazaba levantando como una pluma, con fines demostrativos, la pesadísima cafetera del mostrador dejándola caer luego ruidosamente, mientras los clientes más cercanos, y entre ellos uno que estaba escribiendo en su mesa acostumbrada, desgraciadamente pegada a la barra, miraban en tomo atemorizados, esperando a que le tocase a algún otro sacrificarse noblemente para impedir la escabechina de la mujer, hasta que al final el gigante encolerizado se lanzó contra ella en el momento en que esta, sacando una pequeña hacha del cajón, saltó sobre él lista para lanzársela al cuello y el voluntarioso cliente, que se había levantado titubeante de su mesa atestada de papeles y estaba yendo a hacer frente al furibundo coloso lo más lentamente que podía, se puso más contento que unas pascuas al tener que sujetar enérgicamente a la mujer, apretándole y torciéndole la muñeca que blandía el hacha y salvando así la vida de aquel joven impulsivo.
A pesar de ser uno de los pocos lugares de Trieste en el que se ven bastantes jóvenes, el San Marcos es un lifting de la existencia, parece trazar en los rostros de los habituales ese decoroso vigor entrado en años que, periódicamente, confieren las restauraciones a su decoración. El Mefistófeles triestino es un demonio burgués y prudente; el rejuvenecimiento que este proporciona a los adornos cuando están a punto de desmoronarse, y a las paredes marcadas por las grietas como un rostro por las arrugas, es el de una noble y vigorosa media edad —no la tempestuosa e ímproba juventud de Fausto, que echa a perder a Margarita, sino el encanto del profesor que concluye en la cama la seducción de la alumna iniciada austeramente en el aula, un pequeño malentendido que no tarda mucho en disiparse.
El oficio regenerador, por lo que respecta a los locales, lo desempeñan a menudo las Assicurazioni Generali, que vuelven a dar a los edificios y cafés triestinos la belleza ordenada y misteriosa de la floreciente ciudad burguesa de otros tiempos. El retrato del escritor que transcurre en el San Marcos buena parte de su vida, recibiendo incluso el correo y a los visitantes que le preguntan algo de esa próspera y perdida ciudad de antaño, que él por lo demás conoce tan solo de oídas, por medio de chismes y nostalgias ajenas —un retrato, pintado por Valerio Cugia, que está colgado en la pared de la izquierda para el que entra, frente al tablón con las placas dedicadas a los parroquianos ilustres— podría ser sustituido, con buenos motivos, por el viejo retrato decimonónico de Masino Levi, un directivo de seguros, que se encuentra en el foyer del Politeama Rossetti, contiguo al Jardín Público: chaleco, un papel en una mano y la pluma de oca en la otra, una discreta y elusiva sonrisa hebrea en los labios. Un Mefistófeles que tienta con seguros de vida, garante, con póliza y todo, de una sanguínea mediana edad, por la que vale la pena firmar y cederle el alma.
Esa mediana edad, o incluso más que mediana, ofrece por lo demás buenas bazas, tardías o disfrutables revanchas. En algunas tardes, el sol enciende las anchas, doradas hojas de café engastadas en los medallones de las paredes; la luz que se va trasladando hunde el espejo de detrás de la mesa en un lago de sombra encerrado por bordes refulgentes, últimos rayos de un sol que a lo lejos resplandece y se pone en el mar. En los rostros semisumergidos en las aguas oscuras del cristal reverbera una nostalgia de claridad marina, el insidioso reclamo de la verdadera vida. Pero no cuesta mucho acallarlo, si es demasiado insistente. Cuando, en un determinado periodo, algunos asiduos parroquianos que frecuentan también la contigua sinagoga no se dejan caer por aquí y desaparecen uno tras otro de sus mesas habituales, casi nadie hace preguntas indiscretas acerca de su ausencia, ni siquiera quien hasta poco antes gustaba de charlar con la gente que salía del Templo y entraba a solazarse en el Café.
En el Café el aire está velado, protege de las lejanías; ninguna ráfaga de viento despeja de par en par el horizonte y el rojo de la tarde es el vino en la copa. El señor Crepaz, por ejemplo, ciertamente no añora su juventud; es más, la está acabando ahora de retocar y poner en orden, como un cuadro no conseguido pero mejorable. De joven, no le fue nunca bien con las mujeres. Entendámonos, ningún drama, simplemente poca cosa o nada. Desde pequeño, desde que se encontraban todos juntos en el cine de verano del Jardín Público, a pocos cientos de metros del San Marcos. Las chicas eran amables, se ponían contentas si venía él también, pero cuando en la pantalla se veía el mar blanco y sombrío de la Bounty, cándida espuma y olas negras, de un negro profundo como la noche que parecía azul, cuando todo era frescura y oscuridad en tomo y murmullos entre las plantas, cuando los ojos de las muchachas resplandecían y una tierna sonrisa en la sombra era una promesa de felicidad, él sentía que todo aquello no era para él; sentía en el acartonamiento de su cuerpo que había una barrera entre él y aquellos brazos morenos que en el momento de irse a casa se le echaban al cuello, sí, pero era otra cosa respecto a lo que ocurría con los demás, aunque solo fuera una mano apretada en la oscuridad.
Así había sido más o menos casi siempre, o por lo menos a menudo; había pasado en vano junto a aquellas bellezas que se abrían como flores en el agua, el arte de posar una mano sobre otra había permanecido como una iniciación ignorada. Hasta que una vez, después de muchos años, había vuelto a ver a Laura, hermosísima incluso en ese marchitarse que ya se anunciaba en las arrugas del rostro y el desbordamiento del seno, y de pronto ella le había mirado de una forma distinta y todo se había desentumecido, se había vuelto fácil. «Eras tan arisco», le había dicho meses más tarde, en la cama, Clara, que había sido compañera suya de pupitre en la escuela, echándole en la cara un mechón de sus negros cabellos poblados como entonces, aunque con alguna estría blanca aquí y allí.
De esa forma cambió su vida. No es que se hubiera convertido en un mujeriego. Todo lo contrario. Él era fiel, le interesaban solo las mujeres que había deseado en vano en su juventud y quería equilibrar las cuentas. Había empezado una búsqueda metódica; sus compañeras lo habían dejado atrás, pero él había cogido carrerilla y había dado alcance a más de una. Las cosas se reordenaban lentamente, se reajustaban. Recuperaba aquel inútil y estremecedor día de playa con María, aquella incolmable lejanía que había sentido entonces, al darle la mano para ayudarla a subir a las rocas; corregía aquella comida en la que Luisa, con sus ojos oblicuos y burlones, había mirado solo a Giorgio, mientras que ahora sus dedos suaves y un poco regordetes, que tan bien sabían encender el deseo, eran para él.
Poco a poco se remontaba cada vez más atrás, hasta aquella niña de medias blancas de la plazuela de las bicicletas en el Jardín Público, que le había mandado enfurruñada que le arreglase no sé qué en la rueda y luego se había largado de estampida sin siquiera mirarle, pero que ahora, con aquella boca ávida e imperiosa, era una odalisca que nada tenía que envidiar, sino muy al contrario, a la guapísima hija que había tenido de uno de los afortunados de entonces, que mientras tanto el divorcio había quitado de en medio.
Luego estaban las señoras por las que había sufrido en un tiempo todavía anterior, las amigas de su madre y las madres de sus amigos, elegantes y perfumadas, que cogían en brazos y mimaban siempre a los demás, besándoles y acariciándoles en las mejillas y metiéndoles en la boca un chocolatín, empujándolo hasta tocarles los labios con sus dedos de uñas lacadas. A este respecto, corrían incluso rumores —pero en el Café se exagera fácilmente— de que se había acostado recientemente con la señora Tauber, tal vez la primera antepasada de su serie, que casi cincuenta años antes había sido una verdadera belleza y todavía ahora tema una nariz impertinente, que le correspondía por derecho propio. En cualquier caso él, como caballero que era, no decía nada, porque aquella era una señora conocida y alguna vez venía aún al Café con las pocas amigas que le habían quedado.
A una mesa del fondo a la derecha, para quien entra, se sienta desde hace años Giorgio Voghera, protagonista comprobado e hipotético autor del Segreto, desagradable y encantadora obra de arte, encarnizada y estremecedora geometría de la renuncia, un libro escrito contra la vida y que sin embargo saca a relucir toda la capacidad de seducción de esta. Junto a Voghera, apacibles primas escritoras también ellas de calidad, viejos amigos que no preguntan nada, aspirantes a escritores que se aferran a la vieja gloria literaria, periodistas que repiten cada dos o tres meses las mismas preguntas sobre Trieste, estudiantes en busca de tema para sus tesis, algún estudioso que llega de lejos como olfateando tal vez un próximo banquete de inéditos. Piero Kem, maestro de literatura oral y ejemplar protegido de la gran burguesía cosmopolita triestina en vías de extinción y que quizá no haya llegado nunca a existir, cuenta un atraco sufrido en una agencia de viajes de Río de Janeiro, estigmatizando la escasa profesionalidad de los atracadores, pero todavía más el indecoroso comportamiento de un gordo americano, víctima también él del atraco.
Voghera escucha bondadosamente, paciente y distraído, dejando que sus palabras y las de los demás se deslicen hacia la gran indiferencia del universo. Esos ojos acuosos y celestes han visto la otra parte de la vida, su reverso, y dejan vagar una mirada apacible entre las mesas. «En el fondo, soy optimista», le gusta repetir, «porque las cosas acaban siempre por ir peor que mis oscuras previsiones». Ha pasado a través de catástrofes históricas e infiernos personales, junto a abismos en los que, especialmente de joven, no debe de haberle sido fácil no ser devorado.
No es fácil estar en el desierto, fuera y lejos de la Tierra Prometida. En el desierto no se encuentran solo las grandes tormentas de arena, el fuerte viento que aturde y se te lleva; hay insidias más venenosas aún, los granos de arena que se te pegan por todas partes y le quitan el aire a la piel, la sequedad que reseca el cuerpo y deseca también las linfas del alma. Quizá de joven, antes de llegar a la indulgencia por la inadecuación propia y ajena, Voghera tiene que haber sido difícil de soportar, un profesor enconado que descalifica la vida incorrecta y aproximada. Pero su sintaxis es límpida y llana, tozudamente honesta, un hilo de Ariadna que recorre el laberinto sin enredarse y teje implacable la imagen de una realidad casual, dolorosa, grotesca.
En esa prosa Voghera escribe su caleidoscopio, celebra las inútiles virtudes de un universo de empleados, metódica precisión y asiduidad consagradas a la nada, describe el proceso de antiselección ética que lleva inevitablemente a los peores al puente de mando de la sociedad y de la historia, habla acerca de las ciencias que se aventuran por los meandros del alma, como el psicoanálisis, desvelando tortuosas verdades que pronto se vuelven banales y crueles equívocos en la comedia de la existencia, evoca los años del exilio y la guerra en Palestina, una guerra que fue para él sobre todo paciente y onerosa fatiga. Su mirada frente al mundo, desencantada y llena de piedad, parece proceder de otro planeta; la contemplación del caos suprime fes e ilusiones pero no las buenas maneras, la limpieza del estilo y ese melancólico respeto decimonónico que es una de las formas de la bondad.
«Ya sé, ya sé que en este mundo todos tienen mucho que hacer», masculla Voghera, como si él no formara parte del mundo. A menudo, no obstante los achaques y los años, que son ya muchos, va a hacerle compañía a una despótica escritora venerable, olvidada por todos, que le entretiene durante horas, abrumándole y maltratándole, porque es la única víctima que le queda. «¿Qué queréis que os diga?», explica él casi como disculpándose, «yo sé lo que significa la soledad, estar solos y olvidados…, aparte que ella, en tiempos, fue muy amable con mis padres —aunque, a decir verdad, bueno, en realidad, qué más da. Pero sobre todo es porque, si no voy yo a su casa, es ella entonces la que me telefonea y me da una tabarra de nunca acabar que me deja todavía más para el arrastre…». De vez en cuando, por la noche, en la casa de reposo hebrea en la que vive, una anciana vecina de habitación, desmemoriada, se equivoca de cuarto, entra en el suyo y se sienta en su cama, permaneciendo allí incluso durante horas enteras. «Aunque hubiera sucedido hace cincuenta años», comenta él, «hubiera sido igual…».
Dios sigue atestando a Job de plagas y Voghera le lleva la cuenta. Nostra Signora Morte, libro discutible pero inolvidable, es el diario de las defunciones a las que ha asistido: de su padre, de su madre, de la tía Letizia, del tío Giuseppe, de la tía Olga, de su amigo Paolo y de su prima Cecilia. La Trieste hebrea, de la que él es testigo y tal vez último cronista, sale de escena, una comparsa tras otra, en las últimas horas de muchas de sus figuras, cuya agonía es también la retahíla burocrática que las acompasa, los ingresos de urgencia, las hemorragias de la vejiga, los olores de la vejez y la enfermedad, los trámites de la convalecencia hospitalaria, la artereoesclerosis, las despóticas manías de los enfermos y el egoísmo de quienes les asisten, las astucias, los dolores y la gran extrañeza del que sufre y muere.
El archivero del ocaso no descuida ningún detalle del derrumbe ni de la sordidez que le acompaña, el vómito que ahoga la respiración y la grosera arrogancia del telefonista de Urgencias. Es como una bestia de carga bajo el peso y los golpes; los encaja paciente e impotente, pero levantando los ojos y repitiendo: «Vete con cuidado, porque yo lo anoto todo». Esas altas en el hospital y esos fallecimientos, que se suceden uno tras otro capítulo a capítulo, acaban por tener también un involuntario efecto cómico, como toda exagerada sucesión de desgracias, que al principio genera compasión pero, más allá de un cierto límite, provoca hilaridad en el que escucha. Esta irresistible comicidad de las desventuras hace que emerja la extrema debilidad de la condición humana, a la que bajo una sobrecarga de miseria se le roba hasta el decoro, expuesta al ridículo y reducida a desperdicio y desecho.
En cierto sentido, Voghera reescribe el Libro de Job pero poniéndose de parte de los primeros hijos e hijas del propio Job, que, durante las pruebas a las que es sometido, perecen bajo las ruinas de la casa, abatida igual que los rebaños por el viento del desierto, y en el final feliz son reemplazados como los rebaños y los camellos, sin que su recuerdo turbe los avanzados y felices años de Job. Este es protagonista de una historia tremenda, pero puesta en pie para darle relieve; poniéndose en su lugar, desde su punto de vista, desde la perspectiva de un hombre al que el Señor y el Adversario consagran tanta atención, es más fácil reconocer que la vida, a pesar de las tragedias, tiene un sentido. Nadie se pregunta siquiera si y cómo los primeros hijos, aplastados bajo los escombros, han aceptado su suerte de meras comparsas utilizadas en función de la glorificación de Job; si nos identificamos con ellos, con su destino sin nombre, es más difícil alabar el orden de las cosas.
Voghera se sitúa en el punto de vista de las criaturas devastadas e ignoradas, de la piedra rechazada por los constructores, sin olvidarse, y sin tenerlas tal vez todas consigo, de la afirmación del Señor que prometió hacer de ella la piedra angular de su casa. Su prosa objetiva y protocolaria es un gran memorial de los vencidos. Pero hay algo que se atasca y se diluye, la mirada acuosa se vela, la bondad se enturbia, quizá se contamina. Sea él o no el autor del espléndido Segreto, no debe haber sido fácil en cualquier caso ser su protagonista, el desabrido héroe de una manía y una inhibición, que en el relato se convierten en magia y perdición amorosa, pero que en la vida dejan heridas difícilmente cicatrizables —y mucho más si quien escribió ese gran libro fue verdaderamente, como él repite sin que se entienda lo que quiere hacer creer a los demás, su padre, Guido Voghera, con una abusiva, casi incestuosa profanación de las turbias y estremecedoras infelicidades del hijo.
Su estilo cristalino y los temas en los que insiste —el encanto amoroso, el suspenso infligido a la vida— parecen a veces proceder de una página del Segreto, pero a menudo se difuminan y diluyen en una reconcentrada prolijidad; la llana, fascinante simplicidad se desliza hacia lo banal y la humildad se disipa en una ambigua sumisión. Quizá Voghera es también un falso hombre bueno, alguien que ha debido y a quien tal vez no le ha disgustado aprender la falta de generosidad de la vida. Cuando se le elogian sus escritos, él se retrae tímido, se sonroja, dice que los verdaderos escritores de la familia son su padre, su tío y su prima. Pero en sus ojos miopes, que miran más allá del interlocutor, hay acaso un relámpago de maldad, si tiene la impresión de que el otro va a acabar por creerle.
El doctor Velicogna se sienta cerca del mostrador donde están los periódicos; no le interesa leerlos, total dicen todos las mismas cosas, pero le gusta tenerlos entre las manos, sujetar el bastoncillo con la izquierda y hojearlos con la derecha. El mundo está allí, entre sus manos, amenaza desgracias con negros titulares a toda página, pero a uno le parece tenerlo dominado. El doctor Velicogna posee una teoría, basada en su experiencia personal, acerca de los modos más seguros de salvar un matrimonio; el mío, por ejemplo, parlotea delante de su cerveza —de barril, naturalmente, que no le vengan a él con cerveza en botella, la presión y la temperatura lo son todo y la espuma ha de ser como es debido, no la que sale cuando se quita la chapa, que parece un jarabe agitado antes del uso—, el mío se salvó también gracias a aquella bobada de pasar, un par de veces, toda la noche fuera de casa, de esa forma abrí los ojos y comprendí. Hasta al más irreprensible se le da el caso de encontrarse alguna vez, sin saber muy bien cómo, liado con algún asuntillo y de buenas a primeras tampoco es que sea tan desagradable que digamos. Pero a menudo, ya casi al comienzo, te piden que te quedes en su casa toda la noche, quién sabe, quizá les parece más decoroso, y entonces, a pesar de las complicaciones y las maniobras que hace falta poner en marcha, cómo decirles que no, yo por lo menos he experimentado siempre asombro y gratitud cuando le he gustado a alguna y me parecía mal no ser amable.
Es verdad que no se gana nada siendo buenos y corteses, continúa el doctor Velicogna sin dejar el bastoncillo del periódico. Gracias a aquella amabilidad, se te venía pronto el mundo abajo; o en todo caso a tiempo, antes de que alguno empezara a sufrir. Porque al cabo de poco, en la cama, ¿qué queréis que uno haga? No es ni mucho menos tu mujer, la que pasa junto a ti a través de todos los trajines y follones de la vida —con ella sí que no te cansas nunca, ni siquiera de estar a su lado, así, sin hacer nada, sintiendo su hombro y su respiración.
Y por el contrario con otra, que puede valer incluso más y merecer todo el respeto del mundo…, al cabo de un rato estás allí tumbado, sin tener valor para levantarte y ponerte a leer un libro —sí, te puedes ir al lavabo y quedarte allí dentro un poco, pero una vez, dos todo lo más. Se duerme un poco, pero dormirse demasiado pronto tampoco es de recibo, es poco amable. Y así permanecía en la cama, esperando a que ella se durmiese. Cuando oía los primeros tranvías, me sentía aliviado y lleno de reconocimiento a la Empresa Municipal de Transportes y sus madrugadores heraldos, que me anunciaban la proximidad del final del apuro. Un par de horas más y luego marcharse ya no era una vileza, es más, era un deber, un gesto de delicadeza, pues hasta ellas tenían que ir a trabajar.
Así entendí que dormir juntos —no solo dormir, estar uno al lado del otro en la oscuridad, sino incluso vivir, y no me refiero a nada fuera de lo común sino a charlar, a compartir las risas y los miedos, ir al cine o a bañarse una de las últimas veces al mar en octubre, en las rocas entre Barcola y Miramare— puedes hacerlo solo con la mujer de tu vida. Y lo entendí porque me había quedado a dormir en casa de alguna otra y a la mañana siguiente, tácitamente, todo había acabado. Si no habría continuado no sé por cuánto tiempo y quién sabe qué complicaciones, monsergas, líos y disgustos para todos. Se lo tengo que decir al padre Guido, tal vez venga también hoy, la cerveza le gusta y la iglesia del Sagrado Corazón está a dos pasos. Igual saca tema para un sermón sobre el matrimonio. Sobre la primacía del matrimonio, quiero decir. Y que tenga un recuerdo para esas buenas hijas —oh, un par como mucho, que para uno como yo ya está bien que nos conducen por el buen camino y al conocimiento de nosotros mismos. También a ellas les he hecho un favor desapareciendo de su vista.
Por la mesa de Voghera y sus primas circula el manuscrito de las memorias de su tío, Giuseppe Fano, que había empezado a escribirlas poco antes de morir, en 1972, a los noventa y un años. En esas memorias habría podido contar una existencia activa y vistosa; comerciante ya antes de la gran guerra, había asumido luego la dirección de un comité italiano para la asistencia a los emigrantes judíos y en ese cargo había ejercitado, con imperturbable calma e irremovible fidelidad a sus propias costumbres cotidianas, una actividad épica, consiguiendo barcos para los viajes a Palestina, logrando subvenciones con insistente tesón y organizando servicios, ayudando a los prófugos de medio mundo, prodigándose con los demás e intentando, cuando podía, meterse en la cama, con el gorro de dormir en la cabeza, para ahorrar fuerzas y llegar a una edad avanzada.
De estas gestas venturosas y caritativas no hay, en sus memorias, sino apenas un eco y lo que sobre todo aparece es la preocupación por recuperar puntillosamente las energías generosamente gastadas en ellas. Protagonistas de las memorias son las corrientes de aire y los resfriados, que Fano temía más que cualquier otra desgracia, hasta el extremo de que se ponía, incluso en verano, varios jerséis uno encima del otro, y Saba le decía que hacía falta una salud de hierro como la suya para resistir las medidas que tomaba para protegerla y que a cualquier otro le hubieran provocado una pulmonía. Para no abandonar a quien tenía necesidad de él, había permanecido en Trieste incluso durante la ocupación alemana, a pesar del riesgo de ser deportado; un día de septiembre u octubre, caminando por la ciudad controlada por los nazis con un gabán de piel que le hacía parecer salido de un gueto polaco, observó con alivio, en alemán, que afortunadamente el frío de los días anteriores había cedido. Todo el Tercer Reich no era capaz de hacerle modificar ni un ápice sus costumbres; Hitler podía hacerle correr riesgos de muerte, pero no de coger un resfriado.
Con su discreción centroeuropea, Fano, en sus memorias, casi nunca habla de sí mismo, sino de los demás; él, el yo del narrador, es solo el hilo que los va uniendo. No se permite alterar ni hacer más vistosos indebidamente los acontecimientos y ni siquiera valorarlos subjetivamente, sino que reproduce el mundo tal como es, como el ojo de Dios, que lo ve todo y su contrario. No selecciona las cosas ni elimina los datos incoherentes, porque no se arroga el derecho a establecer jerarquías de importancia ni la autoridad del demiurgo, que deja aparte la realidad o la corrige. Admira, venera a Saba y cuenta cómo el poeta le rogó, en 1914, en Milán, cuando él terna que volver a Trieste, «que se cuidara de su madre y su tía, y que proveyera para que su tía hiciese testamento en su favor, con el fin de evitar que se dispersara el escaso peculio del que ella disponía. Llegado a Trieste, mantuve la promesa escrupulosamente y visité, si no cada día, por lo menos tres veces a la semana a las simpáticas viejecitas… Llevé a la tía al notario y ella, de buen grado, hizo testamento en favor del sobrino…».
En el testimonio de Fano no hay ni sombra de escarnio ni de desmitificación. La comicidad, no buscada y no reprimida, nace de la fidelidad a lo real, que hace que emerja la insensatez y la desconexión pero también la aventura picaresca de la vida, la épica familiar vivida cada día con las personas amadas. Los detalles, gozosos o molestos, quedan registrados con una exactitud de entomólogo. Durante la adolescencia, cuando su padre, médico, le sugiere las duchas frías para calmar las turbaciones de la pubertad, Fano obviamente hace caso del consejo: «Me levantaba caliente de la cama, e iba a la cocina que estaba helada. Al grifo del agua le aplicaba un tubo de goma que terminaba en un embudo en forma de cono agujereado (una especie de regadera)… Esta cura no sirvió absolutamente para nada por lo que respecta a mi neurosis, pero me robusteció los pulmones y me preservó de los resfriados».
Las dimensiones de su familia quedan sugeridas indirectamente en una nota marginal: «No sé por qué, recién nacido, mamá estaba exhausta y papá…». El orden se defiende puntillosamente: cuando una pariente lejana, una de las primeras mujeres jóvenes licenciadas en la Trieste decimonónica, se dirige a una tía, mujer muy activa en numerosos comités de beneficencia y especializada en la asistencia a las prostitutas y en la ayuda para su reinserción en la sociedad civil, esperando que ella, gracias a su red de relaciones, pueda encontrarle un trabajo, la tía responde, disgustada, que estaría encantada de poder hacerlo pero que desgraciadamente no le es posible, «porque nosotros ayudamos solo a las putas» y si se empiezan a confundir las cosas no se sabe luego adónde se puede ir a parar.
La inteligencia positivista decimonónica renuncia, por honestidad, a unificar la desparramada multiplicidad de lo real en una presuntuosa síntesis. «Llegad a todos los compromisos que queráis, pero a ninguna síntesis, ¡por amor de Dios!», advertía Guido Voghera, presunto anónimo autor del Segreto. Los objetos existen y exigen lealtad, incluso a costa de hacer el ridículo. Para Fano no hay datos que eliminar en cuanto incoherentes o contradictorios respecto al cuadro que se quiere ofrecer o bien en cuanto discordantes de una imagen —incluso si es la propia— ya acreditada. Fano ni siquiera se preocupaba de la coherencia de sus memorias, que dictaba desde la cama y volviendo a contar en ocasiones episodios enteros, que olvidaba haber relatado ya y que se repiten exactamente en sus páginas porque, cuando la dactilógrafa le decía que ya los había escrito, él le respondía que perdiera cuidado, ya que a ella no le incumbían, y que siguiera adelante.
Toda vida, como sus páginas, se repite muchas veces, en sus propias pasiones, en sus propios gestos y sus propias aprensiones. Su autobiografía tiene la coherencia de la fragmentariedad, no finge una conclusión y se interrumpe en obsequio a la realidad, que queda incompleta e inconclusa, hasta para la pluma que quisiera relatarla entera y se quiebra mientras desempeña esa tarea heroicocómica. Ocurra lo que ocurra, permanece, incontrolable, el respeto por los demás, incluso por las cosas. «¿Podría darme su respetable número de teléfono?», preguntaba Fano, si pensaba que podría hacerle falta llamar a alguien.
Los desnudos, en los medallones de las paredes —debidos a firmas ilustres y no siempre confirmadas, con seguridad a Napoleone Cozzi, decorador alpinista escritor e irredentista, quizá a Ugo Flumiani, pintor de aguas encrespadas—, representan a los ríos que «tanto desde la península italiana, como desde el Friuli, Istria o Dalmacia desembocan en el Adriático, en el mar de San Marcos». Aquella apoteosis del Mare Nostrum, que tenía que ser itálico en ambas orillas, se atenúa las tardes de oro bruñido en la pátina ambarina de la decoración. En la parte que da a la calle Battisti, las Offerenti de Giuseppe Barison —autor también de las alegorías de la Electricidad y la Geografía en el Café de la Estación— desfilan con dones entre los brazos, para propiciarse a dioses desconocidos; un manto rojo se enciende sobre los grises, sobre el ocre, sobre lo moreno de las figuras. Las marinas y lagunas de Flumiani, en el ala que da hacia la sinagoga, son luminosas; las velas y el agua, y hasta la arena y el lodo, brillan en el resplandor del mediodía. Salir del arca, sumergirse y desaparecer en esas aguas doradas por el crepúsculo; aunque solo fuera chapotear en la laguna, apretar y estrujar ese barro que resplandece de pepitas.
«Usted está completamente despeinado, vaya al aseo a arreglarse». La anciana, aquella vez, no había admitido ninguna réplica, con la autoridad que en general deriva solo de la intimidad física. Desde entonces, cuando va al aseo, le parece obedecer a aquella voz de mando, que había dado por terminado su torpe diálogo. «Enhorabuena, qué trabajador, muy bien», le había dicho, al quedarse sola en la mesa contigua a la suya, tal vez para que le disculparan la parrafada contra los nuevos tiempos y contra los jóvenes que había soltado charlando con su amiga, y que ahora, al ver que él había dejado de escribir y dirigía en tomo una mirada vacía, quería cancelan «Muy bien, qué trabajador». Él había esbozado una sonrisilla azorada. «¿Ya qué se dedica?». «Pues bueno, sí, a la literatura alemana». «Magnífico, la mejor literatura, la más interesante, la más espiritual, muy bien». La sonrisa, a cada respuesta, se volvía más estúpida. «Pero cómo, la alianza en el dedo, ya casado, tan joven… ¿Pero cuántos años tiene? Oh, de veras, no me lo hubiese imaginado. Representa usted muchos menos… Enhorabuena, ha hecho muy bien, el matrimonio es lo más importante. Hijos, todavía no, me figuro. ¿Ah, sí? ¡Felicidades! Eso es lo que cuenta. ¿Uno? Ah, ¡dos! Es usted un hombre afortunado, el número adecuado. ¿La parejita? Ah, dos chicos. Lo mejor. Verá lo que es, para ellos, tener un hermano en la vida… ¿Contento de haberse casado tan joven?». A la tranquilizadora aseveración en tal sentido, que involuntariamente completaba el retrato perfecto, marido padre trabajador y por si fuera poco juvenil y satisfecho, había seguido un largo silencio, que él había aprovechado para volver a ponerse a escribir, hasta que, después de algunos minutos, ella se había inclinado sobre él y casi pegada a su cara, trasponiendo esa distancia que entre dos caras y dos cuerpos solo se traspone en circunstancias concretas, le había ululado, con rabia por aquella única pega en la perfección general: «Usted está completamente despeinado, ¡vaya al aseo a arreglarse!».
Un tono con aquella autoridad, que normalmente viene de la cama, exige obediencia. Los aseos están al fondo a la derecha. En las paredes, una Bailarina Siamesa entreabre los ojos insondable, la sinuosa línea modernista curva cejas crueles y piernas impúdicas de figuras femeninas, una ola que termina en los remolinos de la nada como el vals del señor Plinio, música de acompañamiento para la salida por la parte de atrás. La hoja de café se repite en una proliferación vegetal, en la mueca de un Arlequín hay una pena descarada y sin nombre.
Algunos cuadros han sido rescatados bajo otras pinturas —que los habían recubierto, dicen los estudiosos de las restauraciones, por decencia, aunque sea difícil, con la mejor voluntad posible, encontrar en ellos nada indecente. De todas formas no hace daño volver a barnizar, cubrir, cerrar las alcantarillas. Tal vez también escribir sea cubrir, una sabia mano de barniz dada a la propia vida, hasta que parezca noble gracias a sus errores puestos hábilmente a la vista mientras se finge ocultarlos, con un tono de sincera autoacusación que los hace magnánimos, mientras la porquería permanece debajo. Unos santos, todos los escritores; sí, balas perdidas, hijos pródigos, llenos de vigorosos pecados ostentados con falsa vergüenza, mas almas bellas y grandes. ¿Pero es posible que no haya entre nosotros ningún cerdo, ningún verdadero cerdo mezquino y malvado?
El aseo es estrecho, un reguero rojizo se desliza debajo de los urinarios, se incrusta en algún grumo, casco de botella en la playa. De vez en cuando baja un chorro de agua clara. Lavarse, cambiarse de muda. En el rostro, frente al espejo, algo se deshace, como si aquello que lo ha mantenido unido hasta aquel momento empezase a aflojarse. El pelo está sucio, sierpes retorcidas en la cabeza de Medusa que emerge desde el fondo del Hades. Alguien sonríe ante un trozo de periódico. El aseo es la antesala del Juicio, una espera indefinida, la eternidad es el goteo que desciende a lo largo del urinario. Volver al café, escurrir el bulto, leer los periódicos. La cara, después de haberla enjuagado, está decente, pero el pelo está sudoroso. Vaya al aseo a arreglarse. Sumergirse en el mar, aunque solo fuera lavarse las manos en el agua baja y templada de la laguna, meter la cara bajo la fuentecilla del cercano Jardín Público, como entonces después de corretear, en la nieve tan blanca que parecía azul, en el pequeño manantial de aquel claro del bosque, donde iban a beber los ciervos, en aquella pila del agua bendita de la iglesia del Sagrado Corazón, en la calle Ronco, tan fresca. En el fondo, todo está tan cerca, casi a dos pasos. El San Marcos, para quien quiere estirar las piernas y dar una vueltecita por el mundo, está situado en una inmejorable posición. Céntrico, diría una agencia inmobiliaria. Para llegarse a la iglesia de la calle Ronco, pasando por el Jardín y por el resto de los sitios necesarios, no se requieren en realidad más que pocos minutos.