COLINA

Sí, precisamente allí, cerca del pozo de Madonna della Scala, uno de los sitios más bonitos de la Colina, había dicho Piero, una vez que tenía el tumo de noche e intentaba por todos los medios que los demás se entretuvieran con él, jugueteando con las llaves de la habitación antes de dejarlas en la mano de los clientes que entraban, al menos de los habituales que conocía desde hacía tiempo, un día me gustaría de verdad llevaros. Llegaban para la Virgen de agosto, había proseguido, los tres juntos, de Cambiano, más o menos a un par de kilómetros, y se quedaban cuatro o cinco días, todo lo más una semana. Plantaban la tienda, ponían el tonelillo de anchoas y tencas marinadas junto al pozo y un poco más allá las botellas, cubiertas por una tela. Se pasaban allí el día entero, echando mano de las tencas y las anchoas, jugando a cartas, vaciando las botellas de freisa, bebiendo de vez en cuando un trago de agua o sacando un cubo del pozo y tirándoselo encima de la cabeza, cuando el bochorno ponía pegajosos el pelo y la camisa y todo estaba inmóvil, solo las estrellas temblaban en el cubo que subía del agujero negro del pozo, portilla que daba a otro universo, pero no se trataba de asomarse a la otra parte y encontrarse quién sabe dónde, por lo menos no durante la semana de vacaciones.

En aquella hierba se estaba tan bien, especialmente al atardecer cuando hacía más fresco y se dignaban hacerme un sitio para sentarme un poco con ellos, si pasaba por allí, aunque no fuera de Cambiano, sino solo de San Pietro, añadía. El agua del pozo era oscura como el vino, una buena garrafa profunda, y nadie tenía ganas de ponerse a pensar en lo que habría allí debajo o en la cara de la luna que no veremos nunca, porque además si se ha decidido que no se la puede ver quiere decir que está bien que así sea.

Beber, picar algo, dar una mano de cartas pero sobre todo hablar de política y de las respectivas mujeres y familias que se habían quedado en Cambiano. Es más, hablar mal, que motivos nunca faltan. O bien sacaban a relucir viejos sucesos sangrientos ocurridos por aquella parte, la puerca degollina en el soto de chopos cipreses y acacias, o el bosque de los ahorcados, así llamado en razón del desconocido encontrado colgando de un gran plátano, se mecía en el viento de la tarde como en un baile lento. A Minot no se le iba de la cabeza el asesinato de Valle San Pietro —delante de la casa se veían solo huellas de entrada, al hombre lo habían matado con un hacha que no conseguían encontrar y se pensaba que la habían escondido en uno de los toneles, hasta el punto de que los carabineros, para buscarla, los habían tenido que romper y habían acabado por beber un poco más de la cuenta.

Y de esta forma, había dicho Piero sentándose en el diván frente al espejo que duplicaba el pequeño hall del hotel, se purgaban de los venenos de todo el año y una semana más tarde volvían a casa, en paz con sus consortes y con el mundo y listos para trabajar como es debido. Uno murió hará algunos años, hacía meses que perdía cada vez más sangre, pero a mí me importan un comino las almorranas, decía, y cuando por fin fue a que le vieran era ya más asunto del padre Brin que del doctor Beraudo.

El padre Brin le confesó, aunque sabía que su único pecado eran las blasfemias que soltaba cada vez que se daba un golpe en los dedos en la serrería; es verdad que se lo daba cada dos por tres. Le dio también la bendición y al verle la cara de pasmado que ponía, empapada de sudor y de agua bendita, y que le miraba con aire vacilante, como si le dijera que no contase demasiadas historias y no presumiese de saberlo todo sobre la otra cara de la luna, le dio también una palmada en un hombro, diciéndole «t ses ’n bel tambùr», mira que eres bobo, y el otro se quedó con la boca abierta y no volvió a respirar. Sin embargo había bebido sus buenos vinos freisa y barbera hasta hacía pocos días, a pesar de aquella náusea en la boca —como si masticara hierro, decía— y todo (o nada, habida cuenta de que ya casi no comía) lo que le ascendía con hipo y eructos. Así atravesó el pozo. Por lo menos disfrutó, durante muchos años, de aquellos días de vacaciones. Pues bueno, había concluido Piero, yo creo que si uno ha tenido días así, como los del pozo de Madonna della Scala, con las cartas las botellas las tencas etcétera, ya ha tenido lo suyo y no puede quejarse.

Con historias como esta Piero intentaba hacer tiempo, porque las horas de la noche no pasan nunca en un hotel como aquel donde no hay muchas distracciones y lo que puede ocurrir, en el corazón de la noche, es algún que otro imprevisto desagradable pero no demasiado sorprendente, en aquella zona cercana a la estación de Porta Nuova, como aquel tipo que se había precipitado dentro corriendo, apretándose la barriga con las manos, y cuando las apoyó en el mostrador estaban manchadas de sangre que salía también de los pantalones, la cuchillada tenía que haber ido de abajo arriba, dada por alguien que entendía. Pero poco a poco incluso los clientes que se paraban a charlar un rato daban las buenas noches y desaparecían. La última en subir a su habitación era la condesa, siempre medio dormida bajo su gran sombrero calado sobre el rostro, pero lo bastante despierta para lo que hacía falta. En cuanto podía, encontraba siempre la forma de citar El mundo de ayer de Stefan Zweig, para quedar bien delante de algún cliente culto, también él pupilo del hotel, pero se decía que cuando iba a jugar a una bolera con un par de viajantes de comercio, clientes habituales del hotel, no tenía un lenguaje demasiado irreprensible que digamos.

La condesa vivía en el hotel desde hacía muchos años; estaba sola, la modesta factura mensual le aseguraba, además del techo y el café con leche, una compañía que le evitaba la nostalgia de la familia. «Sabe, profesor, me casé a los veintidós años, me quedé viuda a los treinta y uno, tengo ochenta y tres y… ¿qué le voy a decir? No querría que se me malinterpretase, no tengo nada que reprocharle a mi pobre marido pero… digamos que es una experiencia que no me ha dejado ganas de repetirla».

Las viejas señoras solas eran la clientela básica del hotel; además de la condesa, profesores jubilados, viudas de altos oficiales, en especial de aviación, una mujer entrada en años de ojos endemoniados, siempre vestida de verde, con zapatos descangallados, que escribía febrilmente llenando hojas y más hojas y de cuando en cuando preguntaba, al primero que pasara, si en su opinión el Presidente de los Estados Unidos y el Comandante de las fuerzas de la OTAN en Verona —que se telefoneaban cada tarde, decía, a las siete, hora italiana— habrían recibido su manuscrito que resolvía de una vez para siempre los problemas del mundo y de todos. Era fundamental que lo leyeran, añadía, por el bien y la salvación universal, pero cuando alguien le preguntó en qué lengua escribía al Presidente de los Estados Unidos, le había respondido que, naturalmente, ella le escribía en italiano, pues en la Casa Blanca no sería por traductores y además, «a estas alturas, le diré, que se las arregle».

Que se las arregle —quizá era la respuesta adecuada a todas las descaradas pretensiones con las que el mundo atrapa y tritura a un pobre diablo, si tiene la torpeza de mostrarse un poco dispuesto. Subir a la habitación y dejar que el mundo se las arregle, mientras las tardes y los años se confunden y caen en el negro vano del ascensor, antesala del sueño. Los soportales que se atraviesan antes de entrar en el hotel son también arcos del sueño, geometría de las cosas que se hacen cada vez más iguales y regulares bajo los párpados, hasta que toda diferencia se apaga. Parece cosa de nada, quedarse dormido, pero cuando no se es ya capaz uno se da cuenta de lo que quiere decir. Aquellos tres, alrededor del pozo de Madonna della Scala, se quedaban dormidos pronto, a veces incluso cuando en la oscuridad se podía vislumbrar todavía el arrebol de la tarde, un rojo fuerte, oscuro como la sangre. A lo mejor es verdad que en aquellos días eran felices. De todas formas Piero tiene razón, el sitio es de los que hay que ver —como toda la Colina, se entiende, que Rousseau describía como el más hermoso cuadro que pueda impresionar al ojo humano, y Cesare Balbo incluso como un paraíso terrestre, olvidando la recomendación, tan piamontesa, de no exagerar.

Maurizio Marocco, el reverendo al que le gustaba recorrer y describir la Colina, invitaba, en un librito suyo de amables paseos publicado en 1870, a atravesarla saliendo de Turín y subiendo a Pecetto. Otros sugieren en cambio seguir el itinerario de los mercantes medievales, para los que la Colina era la «montaña» que se traspasaba desde Chieri a Pecetto y al Po, para dirigirse hacia los Alpes —una tupida selva poblada de insidias y peligros, barrera y camino hacia Francia y el gran mundo. Ahora es más bien un campo fresco y verde, pero, para disfrutar de sus bellezas, aun en la edad del desencanto conviene «haber experimentado alguna desventura» —por lo menos así lo consideraba en 1853 Giuseppe Filippo Baruffi, profesor de filosofía positiva de la Regia Universidad de Turín, sacerdote y gran viajero a pie por Turquía, Persia, Hungría, Egipto, Rusia y la Colina turinesa.

No es de temer que acaben faltándole admiradores a la Colina, dada la constante universalidad de los sinsabores. ¿Pero por qué tiene que ser necesario sufrir para amar las hileras azuladas de los emparrados, las líneas onduladas de las estribaciones de los montes que se cortan y difuminan en la sombra, las manchas morenas y doradas de los campos, el azul del cielo a veces tan intenso y oscuro, sobre los cerros, que parece casi escarlata? Baruffi había visto mundo, las pirámides del desierto y las tabernas de Baldissero, y tenía que saber que solo a un corazón con buenas dosis de aridez le pueden hacer falta iniciaciones dolorosas para dejar fluir con placer la mirada por la gloria de aquellas elevaciones recogidas y alineadas como batallones. Si acaso es verdad lo contrario y son necesarios un corazón fuerte y una mente clara para impedir que la indecencia de la desventura, e incluso solo de un dolor de muelas, le estropeen a uno la vista de un recodo del Po tan dulce como las caderas de quien duerme a nuestro lado. Pero quizá, como sacerdote que era, Baruffi pensaba que hay que dar sin embargo un sentido al caos cruel que se nos echa encima y fingir que es el año de escuela propedéutico para las vacaciones y excursiones por la Colina.

De todas formas quien desde hace años va de paseo, siempre que le es posible, por las veredas y caminos del otro lado del Po, no pide desde luego haber experimentado desgracias sino que intenta olvidar las que le han sucedido y esquivar las que estén al acecho, dando vueltas hacia adelante y hacia atrás y desviándose por el primer sendero que se presenta para confundir un poco el mundo, al menos durante alguna hora, y hacerle más difícil llegarse hasta esas gentes que se recrean y vaciarles en la cabeza más porquerías de la caja de Pandora.

La sopa de espárragos, que es lícito esperar por la noche en Sciolze —por lo menos la otra vez así fue, la cocina de esa hospitalaria e indulgente alumna no decepciona— es más que sabrosa y no requiere condimentos ni desventuras para apreciarla como es debido. Y si no es sopa de espárragos, será otra cosa igual de buena, sobre todo si es la hija la que cocina, ya también ella a punto de licenciarse. Aquel admirable cotechino, por ejemplo, debió ser ya hace tres años. Cuando hayamos llegado a Sciolze, no hay que andarse con muchos remilgos si les damos plantón a los otros, a lo mejor uno o dos pueden venir a cenar aunque no hayan sido invitados, la casa entre los árboles tiene una terraza grande, los demás ya se las arreglarán; al fin y al cabo una vez llegados a Sciolze no queda más que bajar aún un poco y se está ya en la llanura, la vuelta a la Colina se ha acabado.

Por ahora no ha hecho más que empezar y estamos por la parte de Madonna della Scala. Entre vaquerías derruidas, altos chopos que susurran como pájaros por la tarde, arces, acacias e híspidos hierbajos, una vieja villa reitera con su nombre la triste observación de Baruffi: Villa Passatempo. En ese armonioso cuadrisílabo resuena un ansia profunda, mortal. Esa tupida sombra y esos altos árboles absortos tendrían que estar ahí para impedirle al tiempo que pasara o al menos para hacerle fluir más lentamente, resina dorada que se desliza a lo largo del tronco y no cascada que se precipita. Y en cambio el nombre dice que en esa villa neoclásica, con su escalera doble en la fachada y el frontón triangular estilo imperio, las dos damiselas de Verrua que la habitaban deseaban que el tiempo pasase rápido, que hubiese ya pasado, llegado ya cerca de su término.

Tal vez sea eso el pecado original, ser incapaces de amar y de ser felices, de vivir a fondo el tiempo, el instante, sin la manía de quemarlo, de hacer que acabe pronto. Incapacidad de persuasión, decía Michelstaedter. El pecado original introduce la muerte, que toma posesión de la vida, la hace sentir insoportable en cada una de las horas que acarrea en su transcurso, y obliga a destruir el tiempo de la vida, a hacerlo pasar pronto, como una enfermedad; matar el tiempo, una forma educada de suicidio.

Es justo quitarse el sombrero ante las villas barrocas y neoclásicas, rendir el debido homenaje al arte, pero después está bien echar a andar y buscar refugio bajo el emparrado de alguna taberna, donde parece que todo está detenido, porque no hay necesidad de nada más. El viaje a la Colina no sigue el trazado rectilíneo del tiempo y de su flecha irreversible, sino que va zigzagueando, saboteando al tiempo, echándolo fuera y volviéndoselo a encontrar en la mano como el disco de un yo yo. A lo mejor resulta que no se consigue llegar ni siquiera a Cambiano; desde Chieri son pocos kilómetros, pero nunca se sabe, todo camino es largo y las complicaciones no faltan jamás. Aquel cura de Cambiano, por ejemplo, a menudo no lograba abrir durante la misa el tabernáculo para sacar las hostias, para él era un verdadero martirio, le daba vueltas y más vueltas a la llave, con el monaguillo arrodillado detrás de él, mascullando «cosa diau a j è si ’ndrinta», qué diablos hay aquí dentro, y así también la misa iba para largo.

Se pasea por aquí y por allí, la muerte espera en Samarcanda pero quién sueña con escapar a Samarcanda, ya es mucho si se llega a Pecetto; incluso Baruffi, después de haber viajado por las Samarcandas y Trebisondas de Oriente, prefirió ir por la Colina.

Torcemos hacia Cambiano. Chieri queda a la espalda, con el rojo de sus torres, de sus palacios e iglesias, ese rojo que en la cercana Monferrato es todavía más rojo y es el color marcial y vinoso del Piamonte. De Chieri nos marchamos con la bendición del padre Bosco, objeto de un culto algo excesivo a la personalidad, que en la iglesia de Santa Margarita lo sitúa en posición privilegiada cerca de Jesús y de la Virgen y en la catedral, con un efecto hellzappoppin’, le pone al lado del papa Wojtyła. Un poco más allá, un gran padre Bosco de piedra mira con misericordia a san José Cottolengo. Tal vez la idea de que Dios ha hecho al hombre a su imagen y semejanza no sea una blasfemia ni una fanfarronada, porque, darse cuenta, como Cottolengo, de que no existe la monstruosidad sino solo un indecible sufrimiento acreedor de amor, es una grandeza digna de un Dios.

Dicen que se dormía a menudo en una silla, emitiendo quejas durante el sueño, y que le gustaba tomar tabaco; parece que eso supuso algún obstáculo para su canonización. No es fácil ser santos; uno se encuentra en contra no solo a sí mismo y al mundo, sino también a la Iglesia. Tampoco a san Domenico Savio, venerado en la iglesia de Santa Margarita, le querían hacer santo, porque se había sabido que tenía miedo a morir. En la torre de la catedral hay un reloj de sol que no indica solo la hora solar del momento, sino también la hora media. No está claro lo que significa esta última, especialmente para quien ya tiene dificultades para comprender si con la hora legal se va a la cama un poco antes o un poco después. Esas horas, allá arriba, se creen que son algo; los relojes de sol, con la manía de las inscripciones altisonantes que las proclaman ineluctables, irreparables, irrevocables, las han hecho más que jactanciosas. Pero basta una nube para que desaparezcan y da gusto ver ese cuadrante en sombra, vacío, trono vacante del tiempo derrocado.

Eran sobre todo Chieri y Asti las que se disputaban el dominio de la Colina, en guerras, alianzas y defecciones que implicaban a potencias mayores y modificaban fronteras; todo el Piamonte era una frontera a lo largo de los Alpes que se convierte poco a poco en un Estado, una tierra de nadie que se transforma en fuerza centrípeta y unificadora. Los Arimanni de Cambiano, se dice con orgullo, no se sometieron nunca a Chieri. Los enredos de lindes, surgidos de la intrincada geopolítica medieval, dieron lugar a esas comunidades de hombres libres —Arimanni en Cambiano o Kosezi en el Monte Nevoso— refractarios a la autoridad reguladora del Estado y dispuestos como mucho a respetar una soberanía lejana y abstracta como el imperio, astro todavía luminoso pero quizá ya muerto.

Los soberanos que forjan o inventan el Piamonte —desde Amedeo VIII a Vittorio Amedeo II pasando por Emanuele Filiberto— son grandes igualadores, que ordenan y uniforman las diversidades de la frontera. Los Estatutos de Amedeo VIII regulan hasta la indumentaria, Emanuele Filiberto acentúa el control sobre la vida de sus súbditos, Vittorio Amedeo II crea un despotismo burocrático e ilustrado y promulga un código que no ratifica las viejas costumbres estratificadas de los distintos siglos y lugares, sino que proclama leyes inspiradas en los principios universales de la Razón.

La Colina es ondulada, viva, variada; la gran ciudad que está a sus pies es geométrica, cuadriculada. ¿Qué es lo más misterioso, el orden o el desorden, al menos aparente? También la Colina, por lo demás, está articulada y subdividida conforme a reglas concretas y ello no disminuye su seducción. Uno se pierde con gusto sin meta, pero también ese vagabundear es orden, conjugaciones y declinaciones, tal vez irregulares o defectivas, de la sintaxis que regula una vida y la une a otras vidas que la acompañan en el camino, existencias entrelazadas y distintas como los elementos de un teorema o las notas de una canción, y así se va adelante juntos, obedeciendo a una ley común, batallón que ante un choque más fuerte dispersa sus filas pero luego recompone la formación, aunque más exigua. Misteriosas pasiones del orden, hileras alineadas de las viñas, línea de marcha que se dirige fraternalmente al inevitable fracaso final —pero mientras tanto, antes de llegar al otro lado, se atraviesan rojizas colinas y nos detenemos bajo los emparrados de las tabernas.

Aunque las vidas de uno y otro se crucen regularmente como los barrotes de una baranda de bronce, corre a cuenta de las enredaderas enroscarse en tomo a cada una y confundir la urdimbre. También esa confusión es hermosa, con las hojas abarquilladas, las ramas que se retuercen y se enredan como Dios les dio a entender y las flores que resplandecen en el balcón antes de caer a la calle.

Piamonte misterioso y cuadriculado, misterioso por cuadriculado, enjuto y esencial como el gran estilo de la épica que condensa la existencia en unidad y le da sentido, reduce al mínimo la desparramada multiplicidad de las cosas y las une en un único resuello que las empapa y viene de lejos, no del pasado sino del tiempo grande y anónimo de la vida.

Es posible que el orden haga fruncir el ceño. Se dice que fue Emanuele Filiberto quien creó el tipo del piamontés consagrado a su deber y celoso de su seriedad, mientras que Vittorio Amedeo II se preocupaba de desterrar de la severidad de los estudios sutilezas, extravagancias y demás amenidades. También la arquitectura turinesa es, para De Amicis, «democrática e igualadora». Hay en todo esto una melancolía cuartelera, de marcha acompasada. Vistos desde Superga los Alpes piamonteses le parecían a Balbo un «panorama militar» y el Piamonte está también construido por los ingenieros —los Papacino, los Bertola d’Exilles— que siembran esos Alpes de fortificaciones, toscas y bien pronto inútiles centinelas.

La poesía de la disciplina y el orden es la poesía de un orden que se descompone, de una defensa que es arrollada, como las viejas fortalezas piamontesas lo fueron por Napoleón en su repentina campaña de 1796, y es poesía de la resistencia a la irrupción que continuamente arrasa la vida. La animula vagula blandula se adentra en la oscuridad y se confía a la virtud cardinal de la fortaleza para no dejarse someter por el miedo y la muerte, para mantenerse firme ante la necesidad de la Historia —se entienda esta como trabajosa historia de la salvación o como insensata perdición— y no perder el hilo de las cosas, aunque, en la desbandada de la batalla, ese hilo se enrede y se rompa.

A contrapelo del Piamonte moderno, que se afirma pero también se supera en la consecución de la unidad italiana, sobrevive la nostalgia del antiguo Piamonte, más francés o saboyano que italiano, con su variedad de particularismos; el viejo Piamonte de Costa de Beauregard, de Calandra, de Cario Felice o de Solaro della Margherita, que era renuente a la autodisolución del Estado de la casa de Saboya en Italia y desdeñaba las manías modernas de racionalizar la agricultura, como las innovaciones técnicas de Cavour —que modernizaba sus campos y la península— en sus fincas de Grinzane o de Leri.

La nostalgia del antiguo Piamonte, que se reaviva en los momentos de más violenta transformación social, reivindica las posibilidades de un desarrollo distinto latentes en la Historia y aplastadas por el curso de esta. Pero la fuerte modernización que se reprocha, en nombre del antiguo Piamonte, a lo puesto en práctica por el centralismo saboyano y la unificación italiana, es hija de los valores y las tradiciones de ese mismo antiguo Piamonte. Fueron los artífices de este último —aquellos ministros subalpinos más saboyanos que italianos, aquellos ingenieros de fortalezas de los Alpes, aquellos caballeros del campo a quienes ya en 1561 el alcalde de Villarbasse reprochaba que trabajasen con azadas y hoces junto a sus campesinos— quienes forjaron las famosas virtudes prosaicas que han permitido al Piamonte trascenderse y crear Italia: cumplir cada uno con su deber, no exagerar, arrostrar con paciencia la angustia de la historia y de la vida.

Antiguo y nuevo Piamonte se unen en las grandes perspectivas de la modernidad trazadas por Gobetti y Gramsci. El primero ve la continuación y la realización de la monarquía piamontesa del siglo XVIII en Cavour, en el capitalismo empresarial liberal y en los obreros de la Fiat, que tenían que ser sus herederos y su cumplimiento. El segundo celebra en un Turín «moderno y ciclópeo» la «organizabilidad» de una Italia civil y emancipada, sobre todo gracias al proletariado industrial y a una clase liberal abierta al progreso.

Esa es la perspectiva que parece hoy derrotada, al menos de momento, por el gelatinoso «posmodernismo», donde todo es intercambiable por su contrario y la morralla de las Misas Negras se pone al mismo nivel que el pensamiento de san Agustín. Este triunfo del posmodernismo coincide, no en balde, con la crisis del liderazgo turinés en la cultura italiana, de la línea que va de Einaudi y Gobetti y de Gramsci a Norberto Bobbio. Ante tal polvillo de indistinción parece quizá aún más necesaria esa virtud militar de «tener bien alineadas en la cabeza las cosas con claridad» que elogiaba Cario Allioni, insigne botánico de Vittorio Amedeo II.

En Cambiano hay un señor conocido por su longevidad. Cumplirá dentro de poco ciento un años, pero desde hace algunos meses se siente algo delicado y está enfadado porque, desde que le dieron aquella fiesta y aquella cena para su centenario, ya no es el mismo de antes, se conmovió y la conmoción le sentó mal. Hay que tener un poco de miramiento con una persona de su edad, dice, y que por favor a nadie se le ocurra quererle festejar para su centesimoprimer cumpleaños. No quiere acabar como Norberto Rosa, el poeta vernáculo y patriota («Metternich e soa gran pruca, lo mandroma al diau ch’lo cuca», Metternich y su gran peluca, lo mandaremos al diablo para que se lo tenga) que murió mientras estaba escribiendo el poemilla El elixir de larga vida.

Hace algunos decenios, cuando se jubiló, el viejo fue a vivir, con una hija soltera, a una casa de propiedad de un nieto suyo en Chieri, con el tácito acuerdo de que, mientras viviera, nadie le echaría de allí. Cosa que al nieto no se le ha ocurrido nunca, pero el caso es que con el paso de los lustros la hija, también ella ya una ancianita, ha empezado a tener remordimientos de conciencia respecto a él a causa de la prolongada ocupación de la casa y a disculparse, cada vez que va a verles, en cuanto le abre la puerta. «Entiéndeme, es engorroso», repite el nieto, «no volveré a ir, no sé qué decirle, no le puedo responder que se lo tome con calma, por Dios, que no hay prisa, pero tampoco invitarles a apresurarse…».

Cambiano tiene ambiciones culturales: semanas de pintura por las calles, performances teatrales en las plazas, rincones reavivados por los colores de los cuadros y de los tomates costoluti expuestos pocos metros más allá. En una casa de frente a la iglesia, Stefano Jacomuzzi ha realizado el primer esbozo de su Vento sottile, novela que expresa con inolvidable intensidad la fugacidad, la vanidad y la grandeza de la vida, la luz de las estaciones y el aproximarse de la sombra, fundiendo caridad y desencanto, pietas errabunda y pícara ironía en el sentimiento de un fraterno y épico camino hacia esa oscuridad en la que «mueren las metáforas».

El protagonista de otra novela suya, un papa moribundo, piensa que «escuchar historias casi desconocidas por completo de la vida que ha transcurrido a nuestro alrededor es el modo más agradable de despedirse de ella», y en ese sentido del gran y frágil misterio del más acá es en el que puede brillar, como al santo bebedor de Roth, una esperanza de salvación. El narrador sabe que todo se extravía y se pierde, como si no hubiera sido, y que sin embargo no tiene por qué ser solo así; como Panama Al Brown, el protagonista de Vento sottile, no sabe dónde encontrar el sentido de lo que se le escapa: «En el corazón, dicen, pero ahí está todo muy confuso y no hay que fiarse…».

El desencanto defiende una irreductible capacidad de encantarse; la melancólica consciencia de la ambigüedad del corazón permite conservar el temor y el temblor ante la vida, amar sus estremecedores errores y conocer sus prosaicos pesos, cargándoselos uno a la espalda para que no pesen demasiado sobre la del hermano.

Stefano, sal de la tierra. Con él nos sentíamos menos solos en el desasosiego y el trajín de las cosas. Desde que ya no está, es más difícil, para muchas personas, vivir y reír a pesar de todo, saborear a fondo cada instante por sí mismo. «¿Qué harías», es todavía él quien relata, «preguntó un pío y envarado pariente a san Luis Gonzaga de niño cuando estaba jugando, si supieras que ibas a morir dentro de pocos minutos?». «Continuaría jugando», respondió el niño.

San Pedro es a Pecetto lo que Alba Longa a Roma; cuando se llamaba Covaccio, cuarenta y cuatro hombres de armas de los suyos construyeron un nuevo arrabal, Pecetto, que en poco tiempo se hizo más importante que el núcleo original. El arroyo, que se llamaba río Canape, tomó el nombre de río Vajors debido a los muchos huesos de los cadáveres —«’l rì dj òss»— sepultados tras la batalla del 23 de abril de 1345, cuando el marqués de Monferrato tiñó sus aguas de rojo con la sangre de los soldados de Robert d’Angiu. Un poeta que acompañaba al angevino derrotado cantó la cruenta batalla. El principio del canto no lleva a pensar en las desgracias que siguen: «Sur le doux temps, que renverdissent / toutes choses et bois fleurissent…». Pero así empiezan todas las canciones, y muchas terminan mal; tampoco los juegos de la infancia a policías y ladrones dejarían presagiar el tumor o el automóvil que destrozarán a aquel niño ni las tiernas escaramuzas amorosas de una tarde llevarían a pensar en los mezquinos modos del médico que practicará el aborto o en las peleas que acabarán en los tribunales por un piso adquirido entre los dos. E incluso cuando las cosas van mejor, el final es de todas formas un desastre.

En verano, es agradable tumbarse en la hierba al atardecer, junto a las cañas. La noche es alta, se curva como el ábside de una iglesia, un cielo negro que parece azul; incluso alguna cabellera negro oscura parece azul, de cuando en cuando la mirada fija en lo alto ya no encuentra ninguna estrella, a lo mejor se ha hundido en la oscuridad, tragada por las tinieblas como un fuego artificial. La Vía Láctea brilla, aguas negras y luminosas; no habría que tener miedo de caer dentro juntos, como en el mar, precipitarse allí arriba, allí abajo incluso desaparecer podría ser una fiesta, como perderse por las colinas que por la tarde parecen un mar, grandes y tranquilas olas de resuello largo, poderoso.

San Felice, a poca distancia de Madonna della Scala. El minúsculo pueblo está perdido entre la vegetación; viñas y enredaderas, silencio, amarillas aguaturmas otoñales, más a lo lejos los cobrizos torreones de Castelvecchio. Detenerse, dormir, desaparecer. Pero es siempre la hora de partir. «Gentil galant, faites votre voyage», dice la pastora en la canción.

En Revigliasco, donde D’Azeglio, de joven, se enzarzaba a puñetazos con su preceptor el padre Andreis y más tarde el cuadrumviro De Vecchi se establecía en una hermosa villa. En la plazoleta del padre Girotto, un ángel sin cabeza, en los aledaños de la iglesia parroquial, le da la espalda a la Virgen, con evidente desgana de darle el anuncio que cambiará la historia del mundo. Ya no existe en cambio el puentecillo, pintiparado para el modesto regato, que estaba dedicado también al padre Girotto y ha sido derribado por el curso del progreso. Revigliasco sigue siendo «lugar de aire perfectísimo», como lo definía un informe de los Ejercicios Espirituales de 1760, y ha tenido, también por ello, un floreciente desarrollo; no es raro pues que la construcción de una carretera más ancha haya eliminado el mísero puente. Por desgracia la Historia, para facilitar el acceso a las nuevas villas de la colina, ha pasado descuidadamente incluso sobre la placa que indicaba el nombre del puente.

Aquella inscripción —de cuya existencia da testimonio también el señor Felice, carpintero de Revigliasco enamorado de cada una de las piedras de su pueblo— resumía en una síntesis épica, como una lápida funeraria, la vida del personaje al que estaba dedicado el puente. Como enseña Spoon River, la inscripción de las tumbas es la lacónica novela de la vida de un hombre, el epitafio que encierra su significado. Probablemente cada uno compone, con los gestos de su existencia, una única poesía y la lápida que la condensa, la transcribe y la confía a esa voluminosa e interminable opera omnia que está constituida por los cementerios.

Tenía que dar envidia la persona a la que estaba dedicada esa desaparecida placa de Revigliasco, que decía: «Puente padre Girotto, 1857-1943 / Filósofo-Latinista-Enólogo / Durante 52 años arcipreste de Revigliasco». Aquel trinomio (Filósofo-Latinista-Enólogo) es un monumento al padre Girotto aún más expresivo, en su concisión, que su autobiografía y sus memorables dichos, recogidos y publicados por su sucesor y bien presentes, igual que toda su personalidad, en la memoria de la gente de la colina.

La Filosofía, para el arcipreste de Revigliasco, parece haber sido sobre todo humor, ironía, sentido de la pequeñez de todas las cosas finitas —y también de uno mismo— respecto al gran fondo del infinito, contra el que se sitúa toda experiencia humana. Este sentimiento permite no tomarse demasiado en serio, y libera por consiguiente de los venenos de la inseguridad y la soberbia, pero permite asimismo no tomar demasiado en serio ninguna pretendida grandeza y libera por tanto del miedo; ante lo eterno, todo parece pequeño pero, en su pequeñez, de igual dignidad respecto a cualquier otra cosa, aun a las que ostentan un poder amenazador. La ironía se convierte en amorosa e inflexible defensa de toda criatura, hasta de la más débil y escondida, contra la vacua pompa del mundo que la quiere aplastar.

Las anécdotas del padre Girotto —sus «amenidades» recogidas por el padre Nicola Cuniberti— ilustran su genio bonachón y mordaz, el lenguaje franco e irreverente de su célebre boletín que turbaba a sus superiores, sus picantes y salaces respuestas a los jerarcas fascistas, su desenvuelta confianza con la humilde, buena y porfiada realidad del cuerpo, de la elemental vida física; la piedad del párroco cariñoso y lenguaraz era sobre todo falta de «respeto humano», ese desparpajo religioso que es a menudo la antítesis del espíritu burgués.

El editor de sus amenidades desaconsejaba la lectura «a las personas de delicada conciencia», que podrían escandalizarse de sus ocurrencias o de su relato del accidente que tuvo durante una peregrinación a Lourdes, cuando, al levantarse de la cama a causa de un ataque de neuritis en la pierna, resbaló en el suelo dándose dos batacazos en la cabeza.

Pequeño, delgado y descuidado, con un rostro enjuto que parecía el retrato de la tierra piamontesa y de su vino, el padre Girotto era digno de sus parroquianos, esos habitantes de Revigliasco que el Casalis, en su Dizionario Storico-Geografico, describía como «robustos y fuertes, bien formados, sanos, longevos, comedidos y laboriosos». Poeta de la existencia y naturalmente maestro en el difícil arte de ser alegre, el arcipreste de Revigliasco era un verdadero pastor de su grey, en años atormentados y de tumultuosas transformaciones sociales; era sencillo como una paloma, pero también avisado y perspicaz como una serpiente, porque el pastor, para defender a su grey, tiene que saber que los débiles y los pobres se encuentran en el mundo como ovejas en medio de los lobos y tiene que saber por lo tanto reconocer a los lobos y saberles dar, cuando sea el caso, un buen estacazo. En el pueblo se recuerda no solo su generosidad sino también la paradójica discreción con la que, cuando llegaba el tiempo de la cosecha, se ausentaba, con el objeto de que los campesinos que trabajaban la tierra de la parroquia pudieran robar sin azoro.

Filósofo, Latinista, Enólogo: su secreto está tal vez en estas tres palabras. Todavía hoy, en el oratorio que lleva su nombre, imperan en bancos y estantes varias botellas de los épicos vinos tintos piamonteses. Probablemente el trait d’union entre los tres términos, el nexo que los mantiene unidos, es el que, no en balde, el genial y desconocido autor de la placa sitúa justamente en el centro: Latinista. El latín, para el arcipreste, era el latinorum del seminario, el lenguaje que invitaba a los fieles a las funciones religiosas y los devolvía a casa acabada la función; era sobre todo la claridad clásica, la sintaxis que jerarquiza el caótico polvillo del mundo y pone las cosas en su sitio, el sujeto en nominativo y el complemento directo en acusativo; era el orden lógico y moral que clasifica, singulariza, define, juzga, distingue los pecados veniales de los mortales, las sombras de los pensamientos inciertos de los propósitos determinados, las acciones de los fantasmas. En aquella simetría había sitio para todo, para las verdades reveladas y para las buenas botellas, para el transcurso de las estaciones y para las transformaciones de usos y costumbres, para los episodios edificantes de las vidas de los santos y para la épica escondida en el grano de trigo que madura, para la geométrica estructura cristalina del copo de nieve y para su disolución en la nada.

Esa lengua muerta desde hace siglos era también la lengua de la ironía, de lo que existe solo en la palabra y se hace amar y respetar por su gratuita y ampulosa irrealidad, de la que afectuosamente se sonríe. El latinista enólogo sabía probablemente que la lisa superficie de aquel latín se parecía al sabor del barbera y el dolcetto, tan rápido en deslizarse en el vaso y en la garganta y digno del cuidado y la solvencia que él dedicaba a los dones de la vid, con una simbiosis de teología y enología no rara en estas colinas, si ya en tiempos el teólogo Allasia había obtenido el privilegio real de llevar a la plaza Carlina, en exclusiva, el vino de su producción.

Otro impenitente piamontés, el germanista Giovanni Vittorio Amoretti, contaba que, durante el bachiller, estudiaba en un colegio de Escolapios, donde se hablaba solo latín y estaba en vigor una rígida disciplina, que él por lo demás eludía, escapándose por la ventana con una sábana para ir de vinos. Una noche, a la vuelta, le oyó el Padre Guardián; oculto en vano detrás de un seto, tuvo que salir, a la perentoria conminación de «Amorette, veni foras!». Preguntado —en latín— por el Padre Superior, se le trabó la lengua porque no se acordaba de cómo se decía «sábana» en la lengua de Roma y entonces el Padre Superior le infligió un pequeño castigo, no por la escapadita, dijo, deplorable pero disculpable habida cuenta de la edad, sino por haber ignorado el nombre latino de la sábana, a la que debía sus travesuras —la oración es asimismo atención a las cosas, gratitud por lo creado.

Ciencia del latín y ciencia del vino se convertían, para el padre Girotto, en sabiduría filosófica, arte de pasar amablemente por la tierra como huéspedes. En latín escribía dísticos celebrativos de su pueblo natal, Orbassano, y su polenta; los arcos de la sintaxis latina, bajo los cuales confluía en maliciosa inocencia el absurdo de lo real, semejaban a la inefable y circunspecta objetividad con la que el biógrafo del padre Girotto, el padre Cuniberti, registraba, en una docta obrita, las seculares rivalidades entre Revigliasco y la cercana Pecetto. «Este rencor entre los dos pueblos», escribía tranquilamente el reverendo, «explotaba como si de un deber se tratase el día más sagrado del año: después de los oficios del Viernes Santo los muchachos salían de sus respectivas Parroquias y se llegaban a sendas orillas del torrente Gariglia, donde tema lugar la tradicional pedrea, que se saldaba con heridos y contusionados de ambas partes».

Enología y amor al latín, solícita caridad hacia el prójimo y conciencia de la comicidad de la existencia, fe y desencanto confluían en una filosofía amable y vigorosa. Las «amenidades» del padre Girotto revelan la libertad de una persona que ha comprendido cómo las diferencias de grandeza o inteligencia entre los hombres, entre un genio universal y un pobre diablo, parecen enormes, pero son en realidad milimétricas respecto a la muerte, al dolor, a la guerra y a la incapacidad incluso para un genio de preverla e impedirla, al insomnio, a la miseria, al dolor de muelas. Ante la simple realidad del ir viviendo, la excepcional prestación de un genio es como el notabilísimo salto de una pulga respecto al Himalaya.

Con esta filosofía, es menos arduo mirar cara a cara a la muerte. Su sucesor, de un evidente gusto hamletiano y barroco, amaba la calavera admonitoria que, en el jardín contiguo al oratorio, enseña al visitante la inscripción: «Era como tú, serás como yo». Con otro espíritu, el padre Girotto, a sus ochenta y seis años y en ocasión de celebrar en la iglesia poco antes de morir el día de los difuntos, había dicho: «Ahora me toca a mí», mas había añadido: «pero no me enfado si alguien quiere pasar delante».

El aire de Pecetto, el pueblo más celebrado de la Colina —«clima dulcísimo, aire saludabilísimo, ameno el sitio, puro el cielo, ubérrimo el suelo, sabrosísimas y abundantes las frutas»— tendría que garantizar, según su panegirista, el padre Nicolao Cuniberti, no solo una «complexión vigorosa», sino también una «mente abierta». El profesor que, mientras aguarda a los demás, está consultando en el atrio de Villa Veglio, ahora sede del Ayuntamiento, el calendario para la recogida de las trufas, blancas y negras, le tiene demasiada devoción a la lógica para esperar que baste con haber dormido una noche —como le ha sucedido aun habiendo tenido durante años su residencia oficial en aquella casa blanca del n.º 56 de la calle Mogna, dedicada al alcalde que, tras escuchar las sugerencias de Giolitti, pobló la colina de Pecetto de sus famosos cerezos— para adquirir esa apertura mental a la que todo intelectual aspira. Pero incluso en las caras de los veraneantes, es decir de gente que pasa allí solo pocos días al año, asegura el hagiógrafo del lugar, «está pintado el contento y la leal amistad» y se puede por tanto esperar.

Las veredas y caminos de la Colina conducen hacia la nada del horizonte, pero el arte de la jardinería artística, por el que Pecetto es justamente renombrado, invita a detenerse alegremente bajo las pérgolas y glorietas y a continuar la travesía. La noche desciende antes de lo que pueda creerse y de vez en cuando alguien se queda atrás, demasiado atrás, quizá oye las voces que llaman pero es tarde, y un trozo de cada uno se ha quedado con quien no retorna; al último, cuando le llegue su hora, no le costará mucho marcharse, será ligero como una pluma, después de haber sepultado tantos trozos de sí mismo. Pero las filas permanecen intactas, los nombres están todos ahí, para siempre, es más, aumentan; los amigos y las amigas, como es justo que así sea, no están durante todos estos años con las manos cruzadas sino que proveen para que las facciones de una cara, una mirada, un gesto inconfundible o el sonido de una voz no se pierdan, sino que se transmitan a mayor gloria de Dios y para el placer de las generaciones futuras.

Con el paso de los años, las salvas de honor de las despedidas son cada vez más frecuentes; todo se convierte en un redoble de tambores, ya no se sabe si es una Nochevieja o un funeral; de todas formas en Pecetto el cementerio es también alegre y está bien ordenado y sus tumbas, aseguraba el teólogo Vittorio Benedetto, «son requeridas por nuevos veraneantes y forasteros».

Los lobos, informa otro aedo del pueblo, el coronel Capello, desaparecieron de Pecetto a principios del siglo pasado; los osos, los ciervos y los jabalíes mucho antes y, precisa el coronel, los mastodontes todavía antes. Antiguos pueblos celto-lígures, tauriscios, bagienos, estatiellos, eburatas, son desde hace milenios estratos de tierra. La historia es también una lista de nombres, gentes y ciudades, soberanos y rebeldes; hasta los nombres de los vinos suenan gloriosos y fugaces como los de antiguas dinastías, cascarolo, brazolata, guemazza, mostoso, cario, manzanetto, avanale, mausano, castagnazzo. Cuando, en tiempos de la Revolución, llegaba a esta zona Branda Lucioni para erradicar a los jacobinos con su «masa cristiana», hincaba una cruz, comulgaba, mandaba requisar todo lo que hubiera y se emborrachaba.

También Morocco, como Baruffi, subraya los méritos de las desventuras, «que tanto aprovechan a todos, pero todavía más a los príncipes». Estos últimos sin embargo parecen aprovecharse poco de ellas o quizá, para sacar mayor provecho, siguen incrementándolas y desencadenando guerra y muerte. A veces parece raro que esta última, cultivada con tanto cuidado y pasión, no haya tenido todavía la última palabra. La vida desmiente las previsiones y las declaraciones de muerte, del mismo modo que ha desmentido evidentemente la satisfecha constatación de aquel eclesiástico que en 1740 observaba que en Pecetto «los jóvenes han dejado de usar por completo la práctica del galanteo».

Fueron sobre todo sacerdotes y párrocos quienes dieron lustre a Pecetto y en general a la Colina, pero el Piamonte anticlerical no les correspondió con la misma simpatía. Los curas hacían todo lo posible por su parte, pero con poca suerte, como aquel Padre Perlo que en 1870, tiroteado por un borracho, le perdona y le abraza, pero el borracho, después de haberse marchado, se lo vuelve a pensar, retoma y le dispara de nuevo —sin mucho éxito, evidentemente, si diez años después el Padre Perlo, al pasar en una calesa delante del cementerio, se llevó otras treinta perdigonadas.

El Theatrum Statuum Regiae Celsitudinis Sabaudiae Ducis, encargado por Carlo Emanuelle II e impreso en Ámsterdam en 1682, muestra en una ilustración de Giovanni Tomaso Borgonio el imponente castillo de Pecetto que preside el pueblo. Este castillo sin embargo no fue construido jamás y esa disparidad entre la realidad y su catálogo no le disgusta a quien —viniendo de ese «ningún lugar» que, según el viajero habsbúrgico Hermann Bahr, era Trieste— ama las cosas que no existen y encuentra, svevianamente, en la ausencia su propio destino. Pero la Colina, se ha dicho hasta la saciedad, es paisaje que da un sentido de sostén físico y certeza moral y pone por lo tanto toscamente en su sitio las coqueterías con la nada, invitando a no desconfiar de la realidad y de la percepción que la capta. Irritado por la incertidumbre acerca de la fecha de construcción de la iglesia de San Sebastián, el sacerdote Vittorio Benedetto, recordado más arriba como estudioso de la fisiognomía de los veraneantes, sabe que toda incertidumbre es contagiosa y se afana por impedir que esta acabe afectando a la existencia misma del venerando edificio: «Es un hecho», escribe, «que la iglesia de San Sebastián en Pecetto Torinese existe, y, por lo menos mientras los sentidos externos sean criterios de verdad, podemos y debemos concluir que fue construida. Acerca de su existencia, por consiguiente, ninguna duda. La gran cuestión que se debate es precisar la época de su edificación…».

Está bien reiterar la objetividad de lo real, en un siglo de pirandellismos, porque si no se acaba mal; el banquero y diputado Felice Genero, a quien está dedicada una villa convertida en espléndido parque público de la Colina, traficaba con falsificadores, se hizo pasar por loco y acabó en un manicomio. Los objetos existen, gracias a Dios; la iglesia está ahí, ante los ojos, como confirmación del mundo creado, como las vigorosas viñas en los recintos de las villas o como la encantadora Lodovica Pasta, cuya belleza hizo famosa a la fuente Piciotta, a los pies de la Colina, junto a la cual los viandantes tenían el placer de verla.

La Colina, con su Universidad de Vermuteros y Confiteros, es una buena escuela de realidad. El incrédulo entra en la iglesia de San Sebastián, toca el mármol de la pila del agua bendita y está obligado a retractarse, como el apóstol santo Tomás. En el fresco de un Lavatorio de los pies que va perdiendo el color, hay un rostro de mujer, hermosísimo y enigmático; el misterio está en la realidad, en las cosas que existen, en ese inolvidable rostro desconocido.

Subiendo desde San Pedro a Pecetto, Villa Talucchi queda a la izquierda. La puerta está cubierta de yedra y vid americana, en el jardín se ven palmeras y magnolios, dominados por un gigantesco cedro del Líbano. Ven del Líbano, novia mía. ¡Qué lindos son tus pies en las sandalias, hija del príncipe! Tu ombligo es un ánfora redonda, tu vientre un montón de trigo, tus dos pechos, cual dos crías mellizas de gacela… La oscuridad de los viales y los años se ilumina, allí en el fondo una cara, su cara que no se ha oscurecido ante la muerte, avanza cual una aurora que surge —bella como la luna, refulgente como el sol, imponente como un ejército alineado para la batalla— siempre al lado, para siempre y más que siempre, la noche que desciende, que ha descendido ya desde hace rato, no puede nada contra esa sonrisa que la penetra como una luz, la oscuridad es dulcísima, brazos que se estrechan contra el seno, ojos oscuros y reidores en los que hundirse…

A Silvio Pellico le fue peor; subía, achacoso, desde su Villa Barolo cercana a Moncalieri, para cortejar en vano, bajo aquel cedro, a Gegia, cuando iba a veranear con su prima Carlotta Marchionni, primera actriz de la Compañía Real Sarda que hacía furor interpretando su Francesca da Rimini o su Gismonda. Pero el autor de Mis prisiones no se enorgullecía de aquellos éxitos literarios; aquellos versos, aquellos gestos trágicos, aquellos libros que habían inflamado los ánimos de patriotismo liberal le parecían vacíos o inútiles, escritos por otro. Ahora rehuía aquellos estremecimientos, buscaba refugio a la sombra de las iglesias y en oraciones que apagasen el corazón y las pasiones, tan débiles ya que bastaba para apagarlas el filo de aire que entraba por la puerta entornada de la iglesia. Era indiferente a los ecos de su fama que traspasaban el océano y tal vez también a los rechazos de Gegia, a quien le gustaba cortejar tímidamente, pero que lo habría desbarajustado por completo con un sí, viento demasiado fuerte para su vela; estaba bien cuando olvidaba rezando el rosario o anotando la lista de la compra para el mayordomo.

Hay una tragedia del fuerte y una del débil, escribe Norberto Bobbio, aludiendo a Pavese como un ejemplo de esta última. Hay quizá otra, más tortuosa, la de quien salda cuentas a fondo con su propia debilidad radical, con su inadecuación en la vida y en la Historia, combatiendo para transformar la impotencia en dignidad; tragedia del silencio, del olvido, de quien —tras haber vivido un momento fuerte— está obligado, por los demás o por sí mismo, a cancelarlo y a cancelar su propia persona, amortiguándola en una apagada grisura, que se convierte en un refugio.

Los últimos años de Pellico son una versión moderada y mimetizada de esa vacía y vertiginosa despedida de sí mismos. Pellico no podía y no quería tener que ver con la Historia ni con su yo que tiempo atrás había contribuido a hacerla; trabajaba en la cancelación de sí mismo. A lo mejor el templado cortejo de Gegia era una pequeña distracción de esa obra terrible, el paseo con el que incluso Kafka, entre un capítulo y otro de El proceso, estiraba las piernas.

Las villas están ligadas a menudo a los ocios de eros: los amores en la Viña de Madama Reale, las crueldades con las que Annie Vivanti, cuando escribía Naja tripudians en Villa Bergalli, atormentaba al secretario-amante Maniscalchi al que le gustaba que le atormentasen, la habilidad con la que el cardenal Mauricio de Saboya —depuesta la púrpura por razones de Estado— custodiaba, en la Villa della Regina, a Ludovica, su sobrina de trece años además de esposa. Han sido sobre todo los germanistas los que más han amado las villas de la Colina: la de Barbara Allason en las cercanías del Eremo, la de Arturo Graf en la carretera de Fenestrelle, la de Arturo Farinelli y Leonello Vincenti en Cavoretto.

La germanística italiana se encuentra como en casa en estos montes, es más, nació entre ellos y la universidad que está a sus pies. Arturo Graf alimentaba su poesía y sus enseñanzas de fuentes alemanas, Paolo Raffaele Troiano ponía en guardia ante litteram sobre el culto de Nietzsche que, como él preveía, habría arraigado sobre todo en Turín; el joven Gramsci seguía con pasión, poco antes de la guerra mundial, las clases de Farinelli, el fundador de la germanística italiana, del que más tarde estigmatizaría su retórica pseudopoética, pero que entonces le parecía un volcán, un entusiasta descubridor de nuevos continentes culturales y capaz de arrastrar a los alumnos hacia su descubrimiento.

Genial y algo granuja, lleno de esa indomable vitalidad que es un don inestimable para la existencia pero a menudo un flagelo para la existencia de los demás y para el mismo pensamiento, inducido enfáticamente a negarse en nombre de la pretendida sabiduría irreflexiva de la vida, Farinelli ocupaba la primera cátedra italiana de literatura alemana y tenía el don de abarcar el resto de los territorios de la literatura universal y de comunicar el sentido de la universalidad de la literatura, aunque se cuidase, más que del rigor filológico, de su propia leyenda sobre todo, fingiendo por ejemplo, durante una visita oficial a un Instituto Italiano de Cultura en el extranjero, que tiraba distraídamente al agua hasta su reloj de oro, mientras lanzaba pensativamente piedras que rebotaban en la superficie del lago, para transmitir una anécdota a las generaciones venideras.

Un temperamento como el suyo no estaba hecho para resistir a los halagos del fascismo, pero de su escuela salieron algunos de los más grandes germanistas italianos, el mayor de los cuales fue Leonello Vincenti, que vivía —probablemente sin mucho entusiasmo— junto a él en la Colina, en Cavoretto.

No es una casualidad que la literatura y la cultura alemanas, en buena parte, hayan sido descubiertas y transmitidas a Italia desde Turín. La literatura alemana, con su simbiosis de poesía y filosofía, se ha planteado las cuestiones más radicales sobre el destino del individuo en la modernidad, sobre la posibilidad o imposibilidad de realizarse plenamente a sí mismo insertándose en un engranaje social cada vez más complejo y despersonalizado, capaz de encajarlo concretamente en la historia o de triturarlo, espejismo de salvación y espectro de Medusa. La literatura alemana ha captado como ninguna otra el carácter epocal de la modernidad, su radical transformación del hombre y del mundo y lo que eso significa para el camino hacia la Tierra Prometida o para la disolución de su vista, para la búsqueda y para el exilio de la verdadera vida. Turín —«la ciudad moderna de la península», según Gramsci— ha sido un corazón de esa modernidad y ha creado una cultura arraigada en la política pero no subordinada a ella.

Esa cultura veía su propio destino ligado, para bien y para mal, a la nueva realidad industrial y a aquel proletariado —el proletariado de Turín, Detroit o Leningrado italiana— que a través de la realidad industrial y sus luchas tenía que convertirse, en la perspectiva de Gramsci pero también en la de Gobetti, en la clase general portadora de universalidad.

Ser germanistas en Turín significaba vérselas con la modernidad entendida como destino, con aquella Alemania que había sido la cuna del marxismo y el escenario histórico e ideológico de la fuerza y de la debilidad de su utopía. El sueño de un Marx que lee a Hölderlin —como decía Thomas Mann— es decir la conciliación entre prosa del mundo, liberada de la alienación, y poesía del corazón, es un gozne sobre el que gira la literatura alemana moderna y ese sueño fue vivido a fondo por la cultura turinesa. Esa cultura, según Giulio Bollati, estaba ya muerta —bajo el peso de una evolución histórica distinta a la esperada— en los años cincuenta; si esto es verdad, su luz, que ha seguido brillando mucho más, es la que llega, mucho tiempo después, de un astro apagado mientras tanto, pero el mismo Bollati —otro amigo cuya ausencia hace más inciertos nuestros pasos— le da nueva vida con el libro que formula ese diagnóstico y demuestra por lo tanto que no está necesariamente muerta.

El presente, es verdad, parece haber derrotado las esperanzas gobettianas y slataperianas de verdadera vida que habíamos concebido. Utopías que caen, puertas del Edén que se cierran por doquier a nuestras espaldas —cada vez más, por todas partes; tantos Adanes y Evas que no hacen más que comer manzanas equivocadas y ser expulsados de paraísos terrestres o incluso tan solo de lugares decentes.

La doble herencia de Trieste y de Turín, y de sus promesas fallidas, puede resultar pesada. Pero, como decía Frédéric Moreau aunque se refiriera solo a la antesala de un burdel, es lo mejor que hemos tenido. Y por lo tanto, a pesar de todo, se sigue adelante por ese camino. Los germanistas, además, no obstante los volúmenes con que se cargan, a menudo buenos mamotretos, saben también ser ligeros, como por ejemplo Giovanni Vittorio Amoretti, también él de esta zona. Sensible a demasiadas bellezas, a menudo exuberante y poco vigilante en sus ensayos, Amoretti había ido mejorando cada vez más con el paso de los años y, tras haber sido colaborador de La Stampa en los años veinte, inició a sus noventa años una colaboración regular con La Gazzetta di Parma. A sus noventa y seis, internado en el hospital turinés de las Molinette, le escribió una nota a un colega más joven, aunque ya no tan joven: «¿Es demasiado descarado, por mi parte, pedirte, si se diera el caso, dos líneas de despedida en Il Corriere?».

Pocos días después, esas líneas habían aparecido en Il Corriere. De todas formas aquella carta, aun tomando en consideración la eventualidad que luego se produjo, no estaba atormentada por la angustia de la muerte: «Veremos», concluía. A lo mejor es la palabra adecuada, cuando en tomo hay demasiado pathos de un final irrevocable —incluso del de los sueños gobettiano-gramscianos dados definitivamente por muertos. Veremos.

Los piamonteses han hecho a Italia. Pero la naturaleza —escribía Cesare Balbo en 1855, seis años antes de la Unidad— los ha hecho «italianos lo menos posible» y se han visto en la necesidad de «desear, querer, creer […] que tenemos que ser, que somos Italianos». Toda identidad —especialmente la nacional, sobre la que se desvaría como si fuera un inmutable dato natural— es un acto de voluntad, heroico y artificioso como toda imperiosa moralidad. Giovanni Cena hablaba de una «misión italiana de los piamonteses».

Si la identidad es el producto de un querer, es la negación de sí misma, porque es el gesto de uno que quiere ser algo que evidentemente no es y por lo tanto quiere ser distinto de sí mismo, desnaturalizarse, mestizarse. En tiempos de Cario Alberto, Tommaso Vallauri le proponía ilustrar las glorias literarias de la «nación piamontesa», incomprendidas por los historiadores «extranjeros» como el italiano Tiraboschi. Pero la identidad piamontesa no es menos ideológica y precaria que la italiana; toda identidad es un agregado y tiene poco sentido descomponerlo para llegar al pretendido átomo indivisible. Además, considerar que basta con ser piamonteses para estar inmunizados contra la retórica, como sugería Thovez, puede ser a su vez un énfasis.

Los verdaderos piamonteses, desde Alfieri en adelante —recuerda Cario Dionisotti— son los que han sido capaces de «despiamontizarse». Esta capacidad de trascender, por mucho que se amen, las propias raíces forma parte asimismo de ese sentido de la historia, de la libertad y de Europa que ha hecho del Piamonte un baluarte del antifascismo e inducía a Natalino Sapegno casi a identificar Piamonte y antifascismo. Hoy —tras tanta retórica sobre la resistencia, pero también ante un revisionismo sospechoso, que no quiere tanto redimensionar mitos, comprobar verdades y comprender con respeto al adversario, cuanto poner equivocadamente todo en el mismo plano, los verdugos de Auschwitz y sus víctimas— no podemos no llamamos piamonteses. La Colina es también Pian del Lòt, donde el 2 de abril de 1944 fueron cruelmente asesinadas por los fascistas veintisiete personas.

Baldissero, Pavarolo, Bardassano, Sciolze. Las hojas son rojas y amarillas, hasta tras los párpados entornados contra el sol todo es rojo; el rojo avanza, se extiende y se oscurece, el chirrido de las cigarras que va atenuándose es el rechinar lejano de una hoz, los recuadros geométricos de los campos pardos y amarillos, todavía por cosechar o ya segados, resplandecen en el aire terso, esquirlas heráldicas de un gran escudo.

«Indecible es la variedad de los lugares que abarca esta región de las colinas». Davide Bertolotti, 1840. Se podría ir incluso solos; para hacerle compañía a uno bastarían los montes, la robinia que hostiga al soto de castaños y encinas, los cipreses que invitan a una soledad no misántropa, benévolamente abierta para charlar un rato con quien le salga a uno al encuentro en las veredas hundidas en la vegetación, en la luz subacuática del follaje.

Viñedos azulados, manchas cobrizas y ferruginosas de los campos, que sugerían a Casorati, en su casa de Pavarolo, las tintas de sus cuadros. La Colina es una fiesta de color. En el siglo XVIII el señor de Saussure, Académico de la Ciencia de Turín que estudiaba matemáticas para aprender la lengua de la realidad, había inventado el cianómetro, para medir los distintos matices del azul del cielo. Sobre la Maddalena es intenso, casi violáceo, más arriba se destiñe en un celeste pálido; color de la lejanía, gradaciones de la ausencia, de lo que falta. Uno de Baldissero, que vivía cerca del pozo, decía que hacía falta un cianómetro para el color de los ojos, pero luego no se hizo nada.

Bardassano es silencioso, soleado. La hierba egipcia florece en las junturas del castillo cortés y varonil, con sus glacis altos y rojos en la soledad. El pueblo está vacío; dos ancianas se asoman a una ventana, preguntan algo que no se consigue entender, desaparecen.

Dicen que en una de esas casas silenciosas vivía el Magistrado con su hermana, que cada mañana lo acompañaba a Turín y por la tarde iba a recogerlo y se lo volvía a traer a Bardassano. El Magistrado —nombre por el que se conocía universalmente al solícito y amable señor que iba durante años por las calles de Turín, y en especial por los pasillos de la universidad, con su abrigo de cuello de pelo en cualquier estación y su maletín a rebosar de documentos— estaba siempre atareado, discreto pero inexorable, en tener a todos al corriente de la actividad del Comité Mundial y los continuos, arduos problemas que este resolvía siempre felizmente para el bien y con el consenso de todos.

El Magistrado era asiduo sobre todo de las aulas y departamentos universitarios. Al principio, en el trajín y el gentío, no se reparaba en él, por la cortesía obsequiosa con la que procuraba no molestar. A menudo, al entrar deprisa y corriendo en el departamento de alemán a coger un libro que se necesitaba para la clase, se lo encontraba uno sentado en la silla del docente enfrascado en teclear con su máquina de escribir, pero él se levantaba de inmediato, saludando con deferencia y cediendo el sitio; usaba regularmente el escritorio y la máquina de escribir, pero dejaba siempre todo en orden y sin tocar nunca un papel.

El Magistrado había fundado el Comité Mundial y mantenía constantemente informados a los profesores —al menos a aquellos que le inspiraban confianza— sobre el resultado de sus quehaceres, que él presidía con sumo tacto y sin tentaciones autoritarias, y de los que dependía el sereno y ordenado ritmo del universo. Se entrevistaba con Johnson, Breznev, Mao Tse Tung, los sindicatos, el primer ministro de Inglaterra, los anarquistas, las Iglesias, el presidente de la Conferencia de rectores, los grupos underground, los consejos de administración de las empresas, los representantes de los estudiantes, los ministros, los quiosqueros, los partidos políticos, las federaciones deportivas. El Comité —se supone que en sesión permanente— resolvía las crisis de Oriente Medio, la guerra del Vietnam, la proliferación de las armas nucleares, la masificación de la universidad, la huelga de correos y telégrafos, la carencia de aulas, el caos del tráfico.

El Magistrado estaba siempre sereno, perfecta y felizmente a gusto en la realidad de su Comité; en su perfecta armonía no se colaba nunca la acre presencia de otra realidad, aquella en la que vivían los demás, en la que los poderosos de la tierra no se entrevistan si no es para estudiar, cada uno por su parte, la posibilidad de asestar al otro un golpe mortal; aquella en que las aulas faltan, el tráfico se atasca y los hombres se despedazan. En la realidad recta del Comité, todo cuadraba, se allanaba, se resolvía; todos eran fraternalmente solidarios y el mal no existía. En esa realidad armoniosa el Magistrado no envejecía, estaba siempre igual, con su mismo pelo negro; habría podido tener setenta años lo mismo que cuarenta y cinco, le eran ajenos los resfriados y la ciática, las neurosis que encasquillan y enturbian la existencia de las personas comunes.

El Comité disponía, como es obvio, de una Policía Mundial. Pero se trataba de una precaución superflua, de una mera formalidad, porque de ella, decía el Magistrado, no había necesidad. Durante algunas clases, abría la puerta y se asomaba unos segundos, respetuoso y tranquilizador, diciéndole al profesor que, ante cualquier eventualidad, la Policía Mundial estaba siempre lista, pero que él podía estar tranquilo, todo iba del mejor modo posible y la Policía Mundial no tendría motivo alguno para intervenir. A diferencia de muchos de sus predecesores, que habían soñado un dominio universal para meter en cintura a un mundo que ellos habían imaginado siempre poblado de malvados y necesitado de severidad y tiranía, el Magistrado vivía en un mundo en el que existían solo hombres de buena voluntad y animados por las mejores intenciones.

El Comité Mundial daba solo algún que otro sabio consejo, con una bonachona autoridad paterna que derivaba de la experiencia y no desde luego de una superioridad espiritual o ideológica; los demás escuchaban y aportaban sus razones y acto seguido se decidía lo mejor que podía decidirse. A menudo, apesadumbrado pero firme, contaba que el Comité se oponía a las críticas indiscriminadas contra la juventud moderna —«Todos hemos sido jóvenes, venga, tengamos un poco de paciencia»— o contra las reivindicaciones de los sindicatos o la iniquidad de los tiempos. Él en cambio, por ejemplo, durante los exámenes de reválida, visitaba todas las escuelas —confundido quizá con algún inspector del ministerio— y acababa luego ensalzando, entusiasmado, la solicitud de los comisarios, la diligencia de los estudiantes, el celo de los bedeles.

Poco a poco se había ido apoderando, de hecho, del tablón de anuncios de alemán, que albergaba, junto a algún pequeño aviso del profesor relativo a la fecha de los exámenes o al horario de tutorías, sus numerosas proclamas. En estos manifiestos él «saludaba efusivamente a la totalidad» y sobre todo a las «filas del docentado universal» o a la «coordinadora universitaria-universal-docentudinaria orgánica»; nombraba comités de honor y tutelaba sobre todo la libertad o mejor las libertades, como un discípulo de Tocqueville. En las proclamas, en efecto, que a menudo se descomponían en interminables retahílas de siglas enigmáticas o incomprensibles secuencias de sílabas, él afirmaba la «ininjerencia», la abolición de los «amenazadores», el «connubio de derechos, de convivencia segura, legítima, prodigativa y salvaguardativa de remotismos», la «anafiscalización», la «serenidad del docentado», el «gerundio de diálogo», la «operatividad universal».

Estas proclamas, ciclostiladas, circulaban por aulas y pasillos. Cuando el Magistrado tomaba la palabra en las enfervorizadas asambleas estudiantiles de los años setenta, sus intervenciones sosegadas y ricas en términos que congeniaban con el léxico de entonces (comités, sustituciones sociales, estructuración) conquistaban durante unos minutos al auditorio, interrumpiendo las injurias lanzadas contra los profesores, hasta que el indefectible adjetivo «lunáceo», proferido con dulzura pero también con firmeza, desconcertaba a los oyentes.

Él disentía de aquellas injurias y aquellas protestas, pero rechazaba decididamente cualquier crítica excesiva hacia ellas y ponía de manifiesto incluso sus eventuales razones. El mundo era bueno, solo estaba necesitado de un orden indulgente y sobre todo estaba necesitado de alguien que le dijera que todo estaba bien; de ese modo, cuando se ponía en medio de la calle para contribuir a hacer más fluido el tráfico o cuando invitaba al público, a la entrada de un teatro, a tomar asiento, lo hacía sobre todo para tranquilizar los ánimos y serenar a todo el mundo. Era severo, a regañadientes, solo con quien fomentaba el alarmismo: a un periódico, que había denunciado la crisis de la universidad, con la excepción de una facultad, «única isla feliz», él replicó, en una carta, que «toda la universidad, es más, todo el mundo, es una isla feliz».

Eran los «años de plomo», de las calles ensangrentadas, del terrorismo. El Magistrado dirigió también un manifiesto a los brigadistas rojos, llamándoles «oh propugnadores de eternos preludios», pero no consideró necesario que interviniese la Policía Mundial, reacio como era a cualquier empleo de la fuerza. No recurrió a ella ni siquiera cuando fue agredido y golpeado por unos gamberros y al serle preguntado cómo estaba, pasó enseguida, con impaciencia, a hablar del Comité, con la dignidad de quien no tiene tiempo de ocuparse de su propio caso personal.

¿Quién dijo que la racionalidad turinesa tiene un reverso secreto de delirio, y que el tablero de ajedrez de sus calles favorece el sueño de Instituciones Totales? En el fondo, aquel Comité no era mucho más irreal que la ONU o que otras organizaciones de alto rango. También el Magistrado, desde luego, tenía algún prejuicio: en el Comité, dijo una vez con tono de disgusto, había sitio para todos, para rusos y para americanos, para generales y melenudos, pero «si no es estrictamente necesario, pues bien, las semióticas preferiríamos no contar con ellas…».

Es casi de noche, aunque las brasas del crepúsculo enciendan la Colina de un arrebol que parece inextinguible. «El Día, dijo, no podrá morir»; así cantaba el Imaginífico. Y sin embargo el día muere, incluso si ha sido glorioso, y él lo sabía muy bien, lo había entendido todo, la muerte y la prostitución de la belleza, la seducción y la vanidad de ese estupro. Cuando el senador Giovanni Agnelli le pidió que fuera padrino con su Musa de la Victoria Alada que hizo erigir sobre la colina de la Maddalena, el poeta que había creado el lenguaje imposible e inmortal de Undulna le espetó de inmediato la más trillada banalidad, «Fiat lux», como reza el epígrafe, a sabiendas de que nadie osaría y a nadie le convendría raspar aquella costra de sublimidad y gritar que el rey estaba desnudo. El dinero compra la poesía, mas esta le enseña el trasero.

Así que el día muere —Marisa lo ha sabido siempre, pero sin que le diera miedo— y casi todos se van, después de Sciolze la Colina desciende. Es hora de darse prisa, la cena debe de estar casi lista y si no hace demasiado fresco se podrá comer al aire libre en el jardín. Es probable que la dueña de casa haya preparado la mesa bajo los grandes árboles, conoce bien los gustos del profesor, sabe lo que le gustan esos árboles, son muchos años los que hace que viene a comer a menudo —pero qué quiere decir, muchos años, son siempre tan pocos, no ha hecho todo más que empezar.

Alguno quería detenerse un momento en Superga, no por nada, sino para rendir homenaje al itinerario obligado de la Colina. Pero no se trata de llegar tarde a la cena por esa pompa fría y monumental, levantada por Vittorio Amedeo II para dar gracias a Dios por la victoria. Si no hay más remedio que pensar en ese soberano, es mejor imaginárselo mísero y viejo, prisionero de su hijo en el castillo de Moncalieri, desposeído del trono y de la vida, antes que vencedor en aquella colina. Esa basílica de la victoria, como toda victoria, es propia de la muerte, y de memento mori ya tenemos demasiados. Es verdad que aquel mítico Torino que se estrelló en el accidente aéreo de Superga ganaría también hoy a cualquier otro equipo de fútbol. La geometría de la basílica, cuyas curvas se elogian porque armonizan con las de la Colina, es asimismo un monumento de la Razón y la Razón, es sabido, tiene a menudo un reverso inquietante. Baruffi, al llegar a Superga, aconsejaba admirar el panorama circunstante mirándolo cabeza abajo, entre las piernas abiertas. El Mundo es ya conocido, la Provincia en cambio bastante poco, escribía a finales del siglo XVIII Amedeo Grossi, Arquitecto de Medidas y Estimaciones, y tal vez por eso Baruffi buscaba para la provincia perspectivas insólitas, pero también hay que mirar al universo, por lo menos de vez en cuando, desde esa posición.