ASSIRTIDES
La historia del Palacio Petrina, en Lussingrande, la cuenta Nino desde siempre y es difícil recordar cuándo se ha escuchado por primera vez. La historia del Palacio y sobre todo del capitán Pietro, que se lo había construido, dándole el nombre de la antigua familia ya glorioso desde hacía tiempo por los servicios prestados en el mar a la Serenísima, después de haber vencido al corsario argelino Haggi Bechir en aguas de Chipre, persiguiéndole —y sufriendo incluso pocos daños, la vela mayor quebrada, la vela de trinquete quebrada— hasta las costas de Caramania y ganándose el título de Caballero de San Marco, una medalla de oro y más oro que acabó en la construcción del Palacio, donde había dormido una sola noche. En efecto, volvió a embarcarse de inmediato, en el mismo barco victorioso en aquella batalla, el Gracia Divina, para terminar naufragando y muriendo en los arrecifes espumosos e hirvientes de Scilly, uno de los lugares más malditos del mundo, donde hasta el marinero más curtido se deja el pellejo a poco que se descuide, y de donde las olas se habían llevado luego el mascarón de proa del barco hacia la otra parte, en el mar interior, hasta que se quedó varado en las costas de Tresco florecidas de iris y lirios azulvioláceos, en cuya playa de granito el agua rompe blanca y celeste y resplandece como el oro. Pero tras el capitán Pietro venía inmediatamente en el relato su nieto o biznieto Marco, que vivió y murió de caridad en el mismo Palacio, pasado mientras tanto a propiedad del Ayuntamiento y convertido en Instituto General de Beneficencia Pública.
Cualquiera que haya sido la primera vez, esa historia la cuenta Nino a menudo, incluso en casa, en Trieste, y de todas formas cada vez que la barca, dejando a la espalda y a la derecha las dos islas Oriule, grande y pequeña, con su tierra roja, sus higueras y el agua azul noche que se deshace en los escollos blanca como la nieve, llega a la vista de Lussingrande y él, apuntando con el dedo hacia el campanario de la iglesia de la orilla, gran árbol enhiesto en el viento, señala dónde se halla el Palacio, oculto por las casas, de las que por lo demás no se distingue mucho, a pesar de su nombre altisonante.
Puede ser que, por lo menos en ciertos momentos, esa historia, para Nino, no quiera referirse solo a la inconstancia de la fortuna en general sino también, más específicamente, al destino de los italianos, que habían vivido desde hacía siglos en esas islas, patrones de barcas y acostumbrados a mangonear a los croatas, y luego, al final de la Segunda Guerra Mundial, tuvieron que huir o fueron expulsados de esas tierras que el desquite y la venganza eslava les habían arrebatado tras la derrota italiana, la mayor parte asolados por el éxodo que los había dispersado a millares —como Nino, que había dejado hogar, barca y todo lo demás— o bien, unos pocos, quedándose en una casa que ya no era su casa, amedrentados y oprimidos.
Pero cada vez que se llega al archipiélago —raramente desde el mar, en barca, mucho más a menudo en coche, cogiendo el transbordador en Brestova, en la costa oriental de Istria, y desembarcando en Porozine, en la isla de Cherso— toda referencia a una Historia presente en tantas cicatrices aún frescas se desvanece, se disuelve como bruma en los reflejos del sol sobre el mar y sobre las cándidas peñas ciclópeas de los bordes de la carretera, paisaje épico y homérico donde no queda sitio para las tortuosidades de la psicología y los resentimientos. La Historia es absorbida, como la lluvia o el granizo en las hendiduras de las rocas cársicas, en el tiempo más grande e incorruptible de esa luz estival y esas piedras de un blanco deslumbrante; las heridas y las cicatrices que ha infligido no supuran, sino que se secan y se cierran, como rasguños en la planta del pie desnudo que se corta al desembarcar en la isla y posarse sobre esos pedruscos puntiagudos.
Las faldas de la montaña descienden escarpadas hacia Quamero, encendidas por las retamas, cubiertas por la salvia azul que encrespa el viento. Las peñas se inclinan sobre el mar y dan sombra de árboles al agua, «silvis aequor inumbrat», cantaba Lucano, sin ignorar los rigores del invierno y la bora, más adecuados a la guerra civil combatida entre César y Pompeyo también en estas aguas. En la carretera que va hacia Cherso, la capital que da nombre a la isla, entre los dos mares de abruptos acantilados a sus lados —a una parte Istria, a la otra la isla de Veglia y, más allá, la costa croata— todo parece claro. Olor a salvia, a mirto y pino, salitre en la piel, el viento seco que da en la cara, el chirrido de las cigarras, incesante, detenido como la rubia luz del mediodía, la miel y el bronce del verano —del mar viene al encuentro el recuerdo de una infancia más antigua que la vivida por cada uno o todavía por venir, memoria o presagio de un mundo regio y grande en el que sentirse en casa, como el caballero de San Marcos en su Palacio. «Era yo misma a quien encontraba, al mirar como en un espejo aquel paisaje mudable de asperezas y encantos»: dice Marisa Madieri en Verde acqua, al ver aquellos lugares nativos por primera vez en edad adulta y encontrar en ellos no un inexistente pasado perdido, sino esa morada feliz en el mundo que se promete a la infancia.
Se desmiente siempre una promesa pero nunca se reniega de ella, porque se custodia en lo más hondo y es la verdad más profunda de cada uno, su rostro más verdadero, rostro de la infancia no desfigurado todavía por todo lo que se lleva la vida. Del espejo del mar vuelve a emerger ese rostro; esas ensenadas esas olas esos perfiles de las peñas son las facciones de un rostro incorrupto, que vuelve a aflorar disolviendo la máscara moldeada y parcheada a lo largo de los años: «Me volví y vi mi sonrisa en sus labios», continúa Marisa Madieri, reflejándose y reencontrándose en ese paisaje, con las palabras de Riobaldo en el Grande Sertão de Guimarães Rosa.
Quien se mira en ese espejo del mar ve al hijo de un rey y no podría decir si no lo sabía antes o si lo había olvidado. La grandeza del verano hiere; en ese horizonte que se abre de par en par está todo y también todo lo que se ha perdido y se continuará perdiendo. Es tan fácil —aunque ante ese mar no se entienda cómo haya podido suceder— olvidar que se es hijo de rey e irse por el mundo a llamar a puertas extranjeras como pordioseros. Incluso el capitán Petrina debe de haber olvidado que aquel Palacio era suyo; es probable que se sintiera como un intruso y dejó de causar molestias enseguida, acabando en el océano inhóspito y amargo.
También Nino, las primeras veces que volvió a poner pie, tras largos años de acerba ausencia, en esas islas, encontraba absurdo tener que enseñar un pasaporte para obtener el permiso de ir a su casa, luego se acostumbró a sentirse exiliado y extranjero, incluso allí y por consiguiente en todas partes. Al volver a la isla, se piensa a veces que a lo mejor también la muerte es el fruto de esta costumbre del olvido, que tal vez se muere porque nos olvidamos de que somos inmortales. ¿Cómo dice el Toro del Zodíaco en el relato de Kipling, uncido bajo el yugo del arado y acicateado hasta sangrar, al León también él subyugado? «Acuérdate, hermano, de que un día fuimos todos dioses». Pero es demasiado tarde para recordar y para sacudirse el yugo. Acaso el yugo sea justo, el castigo por la culpa de haber conocido o incluso solo presagiado el amor y la felicidad y habernos olvidado; de haber tenido el reino y no habernos dado cuenta. Acaso también el exilio que ha vuelto extranjeros a Nino y a su gente sea un duro castigo por haberse comportado ya antes como extranjeros frente a quien vivía junto a ellos y ahora vive a su vez como conquistador, o sea como extranjero en su propia casa.
Cherso es una de las mil islas del Adriático oriental, escrupulosamente contadas por Plinio. Todavía en 1771 el abad Fortis, viajero ilustrado que cree en el progreso no sin reservas, la considera junto a Lussino como una única isla, a pesar del estrecho canal que las separa en Ossero, abierto en los tiempos remotos de los primeros asentamientos protohistóricos. Cherso y Lussino cortan verticalmente el Quarnero y son su corazón; después de los islotes que hacen de corona a su extremidad meridional —Ilovik, San Piero in Nembi, las dos Oriule— se abre de par en par otro mar, otro mundo. El Quarnero es lugar de encuentro de una airosa venecianidad y una grave Mitteleuropa continental que en Fiume desemboca por fin en el Adriático, es recogida familiaridad de casas blancas en la orilla; más allá dan comienzo extensiones más vastas, soledades pedregosas y marinas más extendidas o vegetaciones más exuberantes, un Oriente y un Sur más lozanos, menos atemperados por esa retraída aspereza nórdica que hay todavía en la luz y las rocas de Istria y las islas quarnerinas.
Ya el canal de Ossero supone un mínimo umbral entre paisajes distintos. Cherso es más escabrosa, marcada por la bora y las grietas cársicas. Sus flores son la salvia y la retama, sus edificaciones, pequeñas y claras casas de pescadores en la orilla o, dentro de la ciudad, esbeltos y decorosos palacios vénetos. En Lussino hay ágaves y palmeras, buganvillas moradas y cándidas yucas, naranjos y limoneros, almendros que florecen ya en enero, villas y parques austrohúngaros como el del archiduque Cario Stefano de Habsburgo, una delicia de ribera que tiempo atrás —hace saber Giacomo Scotti, en su errática guía de estas islas— era la residencia invernal preferida por Venus y a finales del siglo pasado uno de los lugares de veraneo predilectos de los aristócratas y grandes burgueses de Viena y Budapest.
La diosa del amor es impensable sin el mar del que nació, tras ser fecundado por los genitales de Urano, castrado por su hijo Crono con una hoz. Sería agradable creer, cediendo a una desenvuelta etimología, que es el Tiempo, Cronos, el que mutila al Cielo, el Infinito, y quien hace caer un fragmento de este en el mar, que junto al amor es un eco del infinito y un desafío al tiempo. La etimología es falsa, porque Crono, la divinidad que destrona a su padre Urano, no tiene nada que ver con Cronos, pero de vez en cuando apetece llevarse una concha al oído y fingir que el murmullo de aquel vacío es el mar. Además no está tan vacío, basta levantar los ojos y el mar está allí delante, inagotable e inexplicable. Marisa sale del agua —la primera vez, la centésima vez; cada verano es único e irrepetible, uno tras otro desfilan como las cuentas de un rosario, el tiempo las redondea como cantos en la playa, entre uno y otro se abre un infinito.
En Cherso los ricos —los Petris, los Patrizi— eran propietarios de tierras; en Lussino —donde las célebres Escuelas Náuticas sacaban una promoción tras otra de capitanes de alto bordo conocedores bien pronto de todos los océanos, los Premula, los Gladulich, los Ragusin— se enseñoreaban los armadores, los Cosulich, los Martinolich, dueños de buques mercantes y veleros conocidos en los más distantes puertos del mundo. Cherso tiene una historia antigua e ilustre, colonia romana y ciudad de San Marcos; Lussino —que pronto la supera— emerge mucho más tarde y muestra, junto a las huellas vénetas y croatas, también las del águila bifronte, que en Cherso se advierte mucho menos.
A lo largo de los diversos siglos y bajo los distintos dominios —de Venecia a Austria, de Italia a la Yugoslavia de Tito— las dos islas han mantenido su propia peculiar identidad plural y los vínculos con Istria. El régimen de Tudjman intenta romper esa identidad y esos vínculos, creando lazos administrativos entre las islas y varias provincias de la península, histórica y culturalmente extrañas a ellas, para debilitar al autonomismo democrático adriático que contraría al autoritario y opresivo centralismo del gobierno croata. «No consiguieron retorcemos el pescuezo los fascistas italianos, y no lo conseguirán tampoco ahora estos», dice Ivo, un croata que en su tiempo puso en aprietos a las Camisas Negras, llenándole el vaso al cliente en su taberna de una bahía frente a Susak, Sansego, la única isla arenosa de estos mares, creada quizá por el limo acarreado durante milenios por el Po o por míticos ríos submarinos.
Ivo se bebe su vaso, llena otra vez el del cliente. Ese gesto, repetido de cuando en cuando, es el único trabajo que le compete; los demás —cocinar, lavar los platos, limpiar las habitaciones, ordeñar las cabras, cuidar las gallinas, hacer la compra en Lussino, remendar las redes— están confiados a su mujer. ¿Qué piensa de Tudjman? «Ah, mi lo mazassi! [yo lo mataría]», responde tranquilo, con el aspecto de quien sopesa serenamente lo que debe hacerse.
Cherso, Crepsa, Crexa, Chersinium, Kres, Cres —nombres latinos, ilarios, eslavos, italianos. La vana búsqueda de pureza étnica desciende a las raíces más antiguas, anda todo el día a la greña por etimologías y grafías, con la manía de poner en claro la estirpe a la que perteneciera el primer pie que holló estas blancas playas y se arañó en las zarzas del denso boscaje mediterráneo, como si eso testimoniase mayor autenticidad y derecho a la posesión de estas aguas turquesas y estas fragancias del viento.
El descenso no alcanza nunca un fondo último o primero, no llega jamás al Origen. Si se rasca un apellido italianizado se descubre el estrato eslavo, un Bussani es un Bussanich, pero si se continúa sale a relucir un estrato aún más antiguo, un nombre llegado de la otra orilla del Adriático o de otras partes; los nombres rebotan de una orilla y de una grafía a otra, el suelo se hunde, las aguas de la vida son una ciénaga promiscua y movediza. Losinj croatiza Lussino, es más, el véneto Lussin, y deriva tal vez de luscinius, ruiseñor, o quizás por el contrario del croato luzina, boscaje, o de loše, malo, en relación a la aspereza del suelo erizado de matojos impracticables, y según otros de loza, vid.
Colquídeos, griegos, romanos, istrianos y liburnios y además ilirios, godos, francos, bizantinos, eslavos, venecianos, sarracenos, croatas; la galera de Nerezine que se luce en Lepanto, el rey húngaro Bela que da su nombre a Beli haciendo escala allí en su huida de los tártaros, el pueblo que en Cherso baja a la calle contra la arriada de la bandera de la Serenísima, franceses, austríacos, italianos, alemanes, yugoslavos —hombres y pueblos son trigo para la historia que los muele, en el primer momento hace daño y por el suelo quedan manchas de sangre, luego se secan y el pan que resulta es bueno. La ola que llega cada vez es una marejada que arrambla con todo, los anales se cuentan por los saqueos; Ossero fue devastada por sarracenos, normandos, uscoques y genoveses. Un trueno cubre el ruido del otro y el mar limpia las orillas ensangrentadas, pero alguien en la sombra toma nota de todo y cuando llega el momento presenta factura.
Cada uno, en los mapas de estos mares, tiene su toponimia personal, desde el nacionalista intratable que dice todos los nombres en italiano o en croata, afirmando implícitamente la compacta homogeneidad étnica de ese mundo y negando la existencia del resto de los que forman parte de él, hasta el cándido cronista llegado de Italia que nunca diría «London» o «Beograd», pero dice Rijeka en vez de Fiume por ignorancia o por temor a pasar por revanchista. Ese mosaico es en sí de lo más variado y cada uno compone sus piezas en un puzle que corresponde a su experiencia de ese mundo —dice Ossero en lugar de Osor o Miholaščica en vez de San Michele según si un sitio ha sido, para él, esencialmente el encuentro con una civilización o con la otra. «Ma mi, perché parlo italiàn?», pregunta una mujer en Cherso, sin saber de dónde le llegan esas palabras que le salen de la boca y que para ella son una y la misma cosa con las cosas, confiando en que el conferenciante venido de Trieste, y hospedado por el círculo de la Comunidad italiana en su casa, pueda darle una explicación.
La combinación de los nombres en las distintas grafías y pronunciaciones es un laberinto de destinos. Un tal Sintich, en Miholaščica, protesta contra el párroco nacionalista croata que no quiere oír cantar en italiano en la iglesia y entona el «Mira il tuo popolo», preguntándole luego a un parroquiano de la taberna cercana el significado de algunas de las palabras de ese himno. En Lubenizze, enrocada en lo alto de los montes de Cherso y azotada por los vientos, en la época de la italianización de los apellidos impuesta por el fascismo, el primer ciudadano —cuenta Livio Isaak Sirovich, hurgando en viejos papeles— informaba a la comisaría, en un italiano no precisamente florentino, que un tal Dlacich, a diferencia de los Kral que pasaron a llamarse Re y los Smerdel transformados en Odoroso, no quería ni oír hablar de cambiarse el nombre, «che lui sarà sempre Dlacich, mi rispondi nervoso, e voi fe cossa volete [que él será siempre Dlacich, me respondió nervioso, y usted haga lo que le venga en gana]».
Por tanto Miholaščica más bien que San Michele. Cada punto puede ser el centro del mundo. En Miholaščica no hay casi nada; tal vez por esa razón alguien puede verla como el corazón de este mundo hecho de grandes vacíos y aperturas, viento y luz, horizontes de violeta en los que la tarde, subiendo lentamente como una marea, sumerge los perfiles de algunas islas. El mundo, en cualquier caso, está a dos pasos, en la encantadora Martinščica con su muelle, donde echan el ancla blancos yates y los albaneses de Macedonia llegan cada año con el buen tiempo, trayéndose todo lo que hace falta para elaborar sus apreciados helados y a sus mujeres, que tendrán siempre cerradas en su cuarto o como mucho sacarán a dar un paseo al amanecer, cuando no hay nadie todavía por la calle.
En Miholaščica casas y personas hacen más amable el horizonte; no se ponen con arrogancia en el centro ni mucho menos lo ocupan todo, sino que se mantienen a un lado, figuras a latere en el gran escenario de nubes y estaciones, una barca amarrada a un muelle, otra detenida en medio del mar, el tornasol de una vela en el resplandor de la luz. La Historia es alisada y corroída por el agua, los veranos fluctúan en la playa, se sobreponen y confunden a lo largo de los años como los cantos lisos y blancos. Sentada en una piedra, Tania juega con la resaca que le vuelve a traer una y otra vez la pelota; es ya casi una muchachita, un arisco corzo pardo. «Mismo stari», somos viejos, refunfuña su tío, el mayor de los seis hermanos de su padre, que por su edad podría ser su abuelo, bebiendo su slivowitz de por la mañana temprano sin prestar mucha atención que digamos al señor Babič, recién llegado de Carlovaz, que, también él con su slivowitz, comenta complacido un discurso de Tito. Francesco y Paolo están en la orilla, su infancia es la familiaridad con este mundo.
Alguna casa, que en verano se llena de huéspedes y de familiares y amigos, una taberna, una iglesita que mantienen abierta, por tumo, los vecinos y el tabernero, con un cuadro de san Miguel, protector del pueblo, que ensarta al dragón caído. La espada del arcángel entra en sus fauces, la victoria final del cielo parece segura, pero mientras tanto las fauces echan fuego y es fácil caer entre sus colmillos; también en el mar bocas feroces desgarran a peces más pequeños, cada uno está ante la boca de alguien o de algo, pero el dragón al caer ha traído consigo un trozo de paraíso, estas bahías y estas aguas que se cierran, incorruptibles, sobre silenciosas catástrofes.
Los apellidos del pueblo son en total dos o tres, Kučič o Saganič; una vecina cuenta que su abuela había tenido y criado a dieciocho hijos, trabajando por la noche en el telar después de haberles metido en la cama. Pocos decenios después, el número total de los habitantes de Miholaščica es muy inferior al de sus descendientes. Los años van y vienen como mareas, Francesco y Paolo, que desde hacía muchos veranos ya no venían a Miholaščica con nosotros, empiezan a volver, a construir también ellos la vida con esas piedras de la orilla. La ola refluye, la pelota de Tania ha sobrevivido, gracias al slivowitz, al tío, pero a Barbara, la hija de Tania, no le interesa la pelota, sino un saltamontes que ha salvado del mar y tiene en la mano. El saltamontes tiene un ala rota pero ella está orgullosa de él, es mío y me conoce, le dice a Gussar, que no tiene casa y duerme ora en una bahía ora en otra, en su barca desvencijada, con la que va a pescar calamares y lleva a dar una vuelta a algún turista. Cuando un ramalazo de aire se le lleva al saltamontes, que desaparece en el agua, la niña rompe a llorar, replica que era suyo y que ella quiere precisamente ese saltamontes y nada más que ese.
Mi saltamontes, mi ola, justamente esa, con su cresta recortada y su espuma blanca, con esa inclinación, ese empuje que la curva —hay una ola que no tendría que romper nunca, una cara que no tiene que desvanecerse jamás de estas aguas en las que parece reflejarse desde siempre, desde un tiempo inmemorial y dilatado como el verano, que abraza toda la vida compartida. Las hijas de la señora Babič corren hacia el mar, las hermosas djevojke ríen y enseñan sus dientes blancos, se zambullen en el agua, cándidas gaviotas y salpicaduras de espuma, las olas rompen, los lloros de la niña se confunden ya con la resaca y se oye la voz de Tania que llama a su hija, es hora de comer.
No, no salen las cuentas, es fácil confundir los veranos, siempre con su misma luz; deben de ser las nietas, porque cuando Nadia, la hermana de Tania, cumplió dieciséis años y su padre, un poco borracho, abofeteó al muchacho equivocado, no al que la cortejaba sin andarse por las ramas sino a otro que no tenía nada que ver, esa casa de la parte trasera, detrás de la morera de las moras que se comen los niños tatuándose la cara y los brazos con su zumo de sangre, no estaba todavía, y ahora su hija la utiliza para las fiestas con las amigas y su novio recién vuelto de la guerra en Krajina. Madre, hija o nieta no importa, lo que cuenta es que la mujer sea así y asá, dice Jure, que ya desde hace años es el marido de Barbara, dibujando con gestos un gran pecho y una cintura estrecha, en caso contrario, ppprr, concluye con una especie de pedorreta frotándose la barbilla con el dorso de la mano, mientras que Tonko, su vecino, que ha venido en cuanto ha visto que esa tarde se preparaba cordero asado, replica que tampoco hay que olvidar el trasero.
María, la madre de la señora Gliha, que llega en mayo con el marido y los hijos desde Zagreb y abre la casa donde pasan los veremos, no se había movido nunca, hasta unos meses antes, de S. Ivan, el pueblecito que está a dos pasos, pero ahora acaba de llegar de Nueva York, adonde ha ido a ver a uno de sus hijos. ¿Si le gusta Nueva York? Sí, responde condescendiente, después de haber hecho que le repitieran la pregunta porque oye poco, sí, bonita, pero un poco a la antigua, con esas carrozas y esos caballos, y luego pocos teléfonos. Si alguien tiene que hacer una llamada por la calle tiene que dar una vuelta tremenda, mientras que aquí en S. Ivan el teléfono está ahí en la tienda, a dos pasos. Pero de todas formas es una ciudad bonita, repite benévola, aunque a la antigua. Y se vuelve callada, sin cuidarse de nadie, fijos los ojos en alguna parte de la tarde ya oscurecida.
En S. Ivan hay un cementerio, que acoge también a los habitantes de Miholaščica y Martinščica. Entre las lápidas, la de Velemir Dugina, «Prof. Violine», muerto a los veintinueve años. La fotografía muestra un hermoso semblante abierto, amable. Velemir amaba estos lugares, venía cada vez que podía. Componía hermosas canciones, una de las cuales habla del verde agua de Miholaščica. Vuelto de un viaje a un continente lejano, adonde había ido a ver a su madre que desde hacía tiempo ya no vivía con ellos, se mató en el hotel de una gran ciudad y dejó escrito que no lo enterraran en Trieste, donde vivía, sino en S. Ivan. Cuando se le pregunta si lo conocía, la anciana señora María responde, tarda, que sí.
Cae la noche, como es normal que así sea, tantos atardeceres confundidos el uno en el otro, distintos e iguales en la hoguera de los veranos y en los rostros más curtidos. El cordero se dora al fuego; el señor Babič, dando vueltas al asador y echando aceite, elogia la política del gobierno croata en la guerra de Bosnia y Toni, el dueño de la taberna, le mira un momento sin decir nada, con la mirada velada con la que Max, su perro, observa las gallinas que sabe que no puede tocar. «Las fjumankas entendemos poco de política», dice la señora Gliha, intentando cambiar de tema. El vino es fuerte y oscuro, el cordero suave, crujiente. «Pobre mamá», continúa la señora Gliha, «a ella, quién sabe por qué, el cordero le gustaba sin romero, pero cómo es posible, mamá, le decía yo siempre, y ella nada, no había modo». Jure y Tonko canturrean, «tamo daleko, daleko krajle mora», luego se callan. Del huerto de más allá de la calle llega Teodoro, con un casco en la cabeza y un gorro colonial sobre el casco, un bastón en la mano y una guadaña al hombro. De vez en cuando, durante meses, no reconoce a nadie y se orina en la pared de la iglesia —pero no por desprecio, precisa Jure, es que él no piensa. «¡Se acabó lo que se daba!», grita Teodoro saliendo de la sombra, mientras el fuego hace brillar su guadaña. Así en Miholaščica hay de todo, hasta un fool que dice la verdad.
También Paolo de Canidole tuvo su día y su memoria se preserva, entre la gente de las islas, en los relatos que cuentan su pequeña historia repitiendo siempre las mismas frases y las mismas palabras. Canidole —en croata Vele Srakane— es un islote cubierto de cañas y cada vez más desierto, a escasísimos kilómetros al oeste de Lussino. Hace algunos decenios había aún ciento cincuenta personas, que en pocos años se redujeron a doce, casi todos viejos; en verano, al menos cuando la atroz guerra yugoslava no se asoma a amenazar incluso el Quarnero, vuelve durante un par de semanas, a ver a sus parientes, algún emigrado al continente o a América y hace escala, por unas horas, alguna barca de veraneantes.
Las demás islas en torno a Canidole están desiertas o bien realmente pobladas, viven la vida inmemorial del mar, de las resacas y las mareas, o la estación de las vacaciones, de los hoteles y los cafés abiertos desde mayo a septiembre. En el resto de las islas no vive nadie o bien viven durante algunos meses o por todo el año, gentes como los demás, integradas en la concatenación y la prosa del mundo. Canidole se ha quedado fuera, vive su vida antigua e inmutada, que va apagándose. No hay en ella hoteles, bares, veraneantes; la escuela levantada hace algunos decenios está en ruinas y en las paredes de las clases se leen, en italiano y en croata, frases groseras o declaraciones de amor escritas por los escolares de hace tiempo. En Canidole hay muchas cañas, alguna higuera, algunas ovejas y algunas viñas que apenas bastan para sus pocos habitantes, que en invierno, cuando la bora sopla fuerte en el Quarnero, se quedan incomunicados de Lussino, la isla madre y capital, durante dos o tres semanas, esperando el buen tiempo y el pan reciente.
La breve distancia que separa a la gente de Canidole de Lussino es mayor que los cientos o miles de kilómetros existentes entre Lussino y Múnich o Nueva York, porque implica una lejanía temporal, que pronto se borrará debido a la extinción total de sus habitantes, como ya ha sucedido con el islote más cercano, Canidole Piccola, o Male Srakane, que se ha quedado desierto. La muerte hará de Canidole una isla como las demás, maravillosa por el indecible color del mar, meta de pocas horas para los turistas, e integrada en la organización del mundo y del verano.
Un mes de julio, todavía en tiempos de la antigua Yugoslavia, un locuaz y sentencioso barquero había contado, durante el trayecto a Levrera, la isla que está frente a Miholaščica, llamada así por sus invisibles liebres silvestres, la historia de Paolo. A principios de los años cincuenta, la República Federal de Yugoslavia, dueña desde hacía poco de aquellas islas pertenecientes antes a Italia, lo había llamado a filas. Paolo consideraba ya un atropello sus cuatro años pasados en el frente durante la Segunda Guerra Mundial —a pesar de ser el único sostén de su madre viuda— por la opinable gloria del Duce y el Imperio, gracias a cuyas iniciativas su isla había cambiado de bandera. Se había negado a presentarse a las autoridades militares yugoslavas y se había quedado en casa, cuidando a su anciana madre. La policía, que vino a detenerlo, no lo encontró, porque se había escondido; había desembarcado entonces una compañía del ejército, que rastreó palmo a palmo y en vano el islote de 1,2 kilómetros cuadrados, mientras Paolo, escondido —en diciembre— en el mar, entre los arrecifes, manteniendo fuera del agua solo los ojos, había observado la infructuosa búsqueda.
El pueblo había asistido mudo a la cacería, con la instintiva hostilidad de los animales de caza hacia los cazadores; el maestro de la escuela, al ser interrogado, había replicado que él, si hacía de maestro, no podía hacer también de policía y esa respuesta es citada todavía, en las islas, con precisión filológica. El teniente de la compañía, vuelto a su base, había comunicado que Paolo no se hallaba en Canidole, pero Paolo había mandado a decir que él, en la isla, sí que estaba. Más tarde —pero aquí el relato se volvía confuso— la autoridad militar yugoslava, demostrando una benévola inteligencia, había llegado —mediante los buenos oficios de un comprensivo teniente— a un honorable compromiso con su antagonista, que había condescendido a un breve periodo de incorporación.
Paolo había tenido en jaque a la policía y al ejército, un ejército que había puesto en aprietos a los alemanes. Era natural, después de haber oído su historia, ir a buscarle, algunos días después, con la primera barca disponible para Canidole. En la isla no se oían los habituales sonidos de la vida, Voces de niños, ruidos de trabajo. Las casas desmoronadas o con las ventanas tapiadas parecían tumbas. Un anciano estaba sentado inmóvil en una silla, con una flor en la mano; en su rostro arrugado los ojos eran dos grietas oblicuas, como si se hubieran estrechado a fuerza de apretarlos durante tantos años frente al sol. Sentado en el suelo, a la sombra de una tapia, un deficiente de sexo indefinido miraba el mar, la llegada y la salida de alguna barca, y respondía al saludo con un gruñido, moviendo dos brazos deformes, y con una mueca que, bajo la baba, era una sonrisa amable e incluso serena. Imperturbables y míticos como las piedras de la isla, esos hombres se agrandaban sobre los banales visitantes, que se sentían azorados en sus bañadores, en su privilegio y su vacuidad.
Nadie vestía de uniforme y no era difícil por consiguiente, con tan pocas casas y tan pocas personas, dar con Paolo. Estaba viejo, demasiado envejecido para su edad, con la barba inculta y el cuerpo en continuo meneo por el tembleque; tras las gafas había solo un ojo y él se limpiaba, con un gesto continuo e incierto, una secreción de la cavidad del ojo que le faltaba. Era amable, satisfecho e indiferente. Repetía su historia con las mismas palabras del barquero, incluida la famosa declaración del maestro, como si también él la hubiera sabido por boca de aquel y aprendido de memoria.
Envueltos en el aura de aquellas lejanías y ante aquel mar incorruptible se podía creer que éramos todavía dioses, que éramos inmortales. Mientras tanto el héroe de Canidole, sacudido por su tembleque, contaba cómo perdió entre las cañas el ojo de cristal y cómo la vista del otro también iba empeorando. Cuando se le preguntó si tenía diabetes, Paolo respondió en tono alentador, satisfecho de la agudeza del diagnóstico: «Sí, eso es, muy bien, muy bien, precisamente diabetes, exacto, muy bien». Y continuó hablando de la higuera, cuyas raíces habían estropeado la cisterna, y tendría que cortarlas.
El héroe de Canidole esperaba, opaco, la muerte y, antes aún, la probable ceguera, porque no había nadie, en la isla, que pudiese ponerle las necesarias inyecciones de insulina. Una anónima eutanasia, lenta y segura, proveía al exhéroe, ahora ya inútil. Mirando a aquel anciano, que había desafiado a un ejército y ya no conseguía ni afeitarse, se entendía que era inevitable olvidarse de haber sido dioses.
Pero en su entumecido abandonarse a la destrucción había algo regio, la tranquilidad. En el semblante azorado de su mujer, que se mantenía a distancia y ofrecía casi con temor una jarra de agua fresca, se leía en cambio solo una antigua sumisión a las cargas y batacazos de la vida, una amabilidad tronchada, la apagada resignación de quien no ha tenido su día, de quien no ha tenido nada. Ese rostro refutaba la armonía de aquel mar y aquel cielo perfectos.
Ella hablaba de un hijo muerto de niño; añadió solo, con una punta de orgullo, que tenía hermanos y hermanas en América, que de vez en cuando le mandaban unos dólares. Tenía el aspecto de quien pide perdón por existir, pero se animaba un poco al escuchar a uno de los visitantes, que se le dirigía con un afectuoso y respetuoso miramiento, por el cual, el día del juicio, muchas cosas le serán perdonadas. Se marchitaba junto a su hombre, el héroe abatido y frágil, plácido como un tronco corroído, majestuoso todavía en su tranquilo irse disolviendo. Pero tal vez la corona más verdadera se posaba, escondida, sobre la cabeza de la mujer sin nombre y sin historia, porque el peso que ella había llevado era más duro que la cacería de un ejército y la amabilidad que su semblante había sabido conservar era de una realeza más alta que la de Paolo, el héroe dé Canidole.
Cherso y Lussino, con su archipiélago, se llamaban también Absirtides o Apsirtides, del nombre del hermano de Medea que la maga, por amor a Jasón, había hecho caer en una trampa mortal en estas aguas; de su cuerpo descuartizado y arrojado a trozos en el mar nacieron las islas. Los Argonautas, en fuga desde Cólquide con el vellocino de oro robado, habían remontado el Danubio, el Sava y otros ríos, cargando la barca sobre sus espaldas en los trayectos de uno a otro, hasta alcanzar el Adriático en el golfo del Quarnero, donde les esperaba la flota que los colquídeos habían enviado para perseguirles mandada por Apsirto, muerto luego a traición en Ossero, Apsirtos, Apsaros.
El mar es lugar de asechanzas y de muerte y es en el mar donde una vez más el engaño, el delito y el apoyo de una mujer salvan a Jasón, el gran ladrón y el gran seductor, el héroe incierto que se calla y es como si no estuviera, del que se sabe que es menos valeroso que sus Argonautas —menos diestro que Meleagro con la azagaya y que Falero con el arco— pero hábil para escenificar una empresa heroica, mito y réclame, y para seducir, para dejarse estrechar con cándida mala fe por los brazos de mujeres enternecidas o arrebatadas, que le resuelven todos los problemas sacrificándose por él y que él luego abandona, con el aspecto compungido del buen chico que no entiende cómo pueden ocurrir esas cosas, pero que se rinde a las contradicciones de la vida y del corazón.
El mito, con sus reflectores y sus filtros coloreados, tiene necesidad de víctimas y para eso, Jasón lo decide de inmediato, están las mujeres; él sabe explotarlas al máximo, no hay papel femenino de Medea que no exprima hasta su última gota de sangre, también en estas orillas. La tradición lleva a Argo, la nave, por los mares más diversos, desde el Mediterráneo al mar Cronio o sea Blanco o a la inmensidad de las aguas occidentales del océano, donde el vellocino de oro es el resplandor de la tarde, pero los más convincentes son los mitógrafos que la hacen llegar al Quarnero, a estas islas en las que la insostenible extrañeza del mar es también absoluta cercanía, paisaje de todo regreso.
Robert Graves sitúa aquí también la isla de Circe: «Hoy su nombre es Lussino». La sombra del laurel oscurece el mar violáceo delante del antro divino, perros y cerdos hozan la tierra entre los matorrales, el chirrido de las cigarras hace tremolar el aire entre las agujas de los pinos, en los que brillan filamentos de luz, la diosa teje su tela inmortal. A Graves le gustaba someterse al poder de Circe, que caprichosamente transforma al hombre en una bestia que montar o mandar a su cubil, y tal vez su identificación de la isla de Eea con Lussino derive de una noticia del Pseudo Skylax que, en su Periplo del siglo IV antes de Cristo, describe a Lussino como una isla en la que las mujeres gobernaban a los hombres a su antojo y se acostaban con los esclavos, haciendo esclavo asimismo a quien se acostaba con ellas. Acre y dulce cautiverio de Eros, libertad animal que el lecho de Circe restituye a los amantes; bajar al mar es subir al lecho de la diosa.
La leyenda que hace desembocar el Danubio en el Adriático revela el deseo de disolver las escorias de miedo, obsesiones, pudores, delirios de defensa —de las que está tan lleno el continente atravesado por el río— en la gran persuasión marina, distendido abandono, puro presente de la vida que se basta a sí misma y no se consume en la carrera hacia metas que alcanzar, en el ansia de hacer, o sea de haber hecho ya y ya vivido, sino que es felicidad sin meta y sin agobio, eternidad y autosuficiencia del instante. El mar fluye en las venas, agua originaria de la especie y del individuo, que en los primerísimos comienzos de la existencia aprende a respirar como un pez y a nadar antes aun que a caminar. Tal vez es esta confianza vital la que hace a menudo a las civilizaciones ribereñas más límpidas y amables, más abiertas al extranjero y a lo diverso, y estampa en los semblantes de las personas esa franca claridad que se ve tan a menudo en los ojos de la gente de estas islas.
Alrededor del cordero que da vueltas en el asador, Miro, recién llegado de Arbe adonde ha llevado con su barca a unos turistas, cuenta una historia que, ya desde hace mucho, sale a relucir con leves variantes cada año; el presunto retomo en calidad de veraneante de uno de los esbirros del Lager creado durante la Segunda Guerra Mundial en Arbe, no lejos de la bahía de Kampor, por los italianos al mando del general Roatta con la supervisión de oficiales alemanes, Lager en el que murieron muchos eslavos y judíos, también niños.
Cada verano alguien, en Arbe, pretende reconocer en algún turista —casi siempre alemán— a uno de los esbirros de entonces, otros le dan la razón o le llevan la contraria y al cabo de poco tiempo todo ese borboteo de averiguaciones y dimes y diretes se queda en nada. El tiempo es experto en maquillaje, ajusta y retoca rasgos y expresiones, y es difícil reconocer, después de tantos años, una cara que miraba desde arriba a alguien tumbado en el suelo, mientras le arrancaban las uñas. Los asesinos, además, tienen por lo general una fisonomía bastante común, se parecen a un montón de gente.
Quien ha atraído la atención, este año, ha sido una pareja de alemanes que se hospedaba en una pensión regentada por dos amigos de Miro, adonde se dirige a menudo de su parte, por la noche, la gente que lleva a dar una vuelta por las islas. Ella era una muchacha joven e inexpresiva, permanentemente descalza, de una piel rosácea que se quema y agrieta con facilidad bajo el sol, él un hombre de más de sesenta años, con el pelo corto y la nuca afeitada hasta muy arriba, y los ojos azules y pequeños entre los párpados casi siempre solo entreabiertos. Iban a la playa o al bosque; era un verano caluroso, feroz, las cigarras abigarraban el aire de color como si fuera un cristal. Se decía que de vez en cuando él iba a dar un paseo hasta el cementerio de la Rimembranza, construido donde antes había estado el Lager; y la verdad era que le gustaba estirar las piernas a menudo.
En una ocasión, decían, había ido a comprar cigarrillos al supermercado y en la caja la vieja Smilka, que había visto llevarse a su marido al barracón del campo del que ya no había salido vivo, al darle las vueltas le había mirado a los ojos, que se habían apretado. «Dos grietas en la cabeza de un ídolo», había comentado el profesor Ebner, de Gorizia, que se hospedaba también en la pensión y se hallaba en aquel momento en el supermercado. La vieja Smilka había tenido una extraña sensación; se había demorado en mirarle, mientras él también la miraba impasible, solo un poco arrugado, un gato que se recoge para un salto —le había parecido, sí, algo familiar, y al mismo tiempo extraño, pero todo se había vuelto extraño en tomo a ella, hasta las adelfas rosas y rojas, inmóviles bajo el sol de justicia en un aire sin viento, grandes, enormes, carnosas y obscenas flores desconocidas, y ella había recibido una sacudida, no le gustaban las extravagancias ni las majaderías y de esa forma había acabado de darle las vueltas y él había salido en silencio, fumando.
Cuando estaba con la muchacha el hombre hablaba poco, ella reía y él le acariciaba los pies desnudos y le metía la mano bajo el bañador sin preocuparse de si había gente allí cerca. A menudo se levantaba y le hacía una señal para que se fuera con él a la habitación, hasta tal punto que la señora Mila, que regentaba la pensión, le decía bromeando a su marido que tendría que aprender del rigor de aquel huésped ya tan entrado en años y tan animoso. Pero el profesor Ebner, se decía, había observado que el hombre, cuando estaban retozando en la playa, no besaba nunca a la chica en la boca.
Dos años después, de nuevo en Canidole, a ver a Paolo. Entretanto la historia del primer encuentro con él había salido en la tercera página del Corriere della Sera. Paolo estaba de nuevo en casa desde hacía pocos días, tras una larga estancia en el hospital de Lussino; estaba un poco más viejo y mucho más estropeado, hablaba de una mata de cebada que había crecido de milagro, comida por los pájaros y ahogada por las piedras, como en la parábola evangélica. En un determinado momento, con orgullo, dijo que él «había salido en el periódico». Evidentemente algún turista habría leído la columna del Corriere y, curioso, habría ido a buscarlo, llevándole el recorte. «Una bonita historia, sí señor», dijo Paolo satisfecho, y contó de nuevo su famosa hazaña, pero esta vez con las palabras que había leído en el Corriere, con el ritmo de aquella sintaxis. El columnista le escuchaba y reconocía sus propios tics lingüísticos, su predilección por adverbios que dejaban un tanto perplejos y por conjeturas abusivas; «una bonita historia», repetía Paolo elogiando el artículo. Al final, cediendo a la vanidad, el articulista le dijo que la había escrito él. «Muy bien, muy bien», respondió Paolo con indiferencia, y continuó con el relato. No le había producido ninguna impresión aquella noticia, como tampoco se la habría producido al autor del artículo venir a saber el nombre de quien, en el periódico, había compaginado su texto. La historia era suya, porque en el mundo, en la realidad la había escrito él, con su existencia, e importaba bien poco quién la hubiera transcrito. Ulises llora cuando oye en la mesa de Alcínoo al aedo que canta sus gestas, que ya han dejado de pertenecerle. Paolo estaba contento, porque en Canidole incluso un viejo Corriere es ya algo, y él no tenía ningún temor a que aquella hoja arrugada le pudiera robar su historia, su vida.
Capital de las dos islas hasta 1806 y habitada desde la edad de piedra, como atestiguan los utensilios del Neolítico y las cerámicas del Eneolítico orladas de rojo cinabrio, Ossero estaba desde hacía tiempo casi desierta. Hoy cuenta con un centenar de personas, pero en el pasado fue casi una metrópoli, con sus 25 000 habitantes en tiempos de Roma y el canal que en la edad de Bronce era un nudo de comunicaciones de la ruta del ámbar y del estaño, gracias a los que afluían negocios, riqueza, gentes lejanas que en el mito se convertían en los Argonautas. El ámbar descendía del Báltico a lo largo del Vístula, el Oder y el Danubio, llegaba al Adriático a la altura de Aquileia y a través de Ossero iba hacia el Egeo y el Mediterráneo, a curar fiebres y dolores de oído, a llevar suerte y ornamento.
En un breve espacio, entre grandes adelfas que iluminan los estrechos caminos como cascadas blancas y rosas, se condensan estratos de varias ciudades, antiguas e imponentes. En la claridad de la plaza, donde estaba el foro romano, se levanta la catedral de piedra cándida, con sus tres naves, una virgen de Tiziano acompañada por san Gaudencio, patrono de la ciudad, una Anunciación de Palma el joven, un tabernáculo atribuido a Bernini y un rico Tesoro de paramentos sacros, códices miniados, ostensorios, cruces llevadas en procesión durante siglos. En el adyacente Palacio Comunal medieval, donde el 1.º de junio de 1797 se reunió por última vez el Consejo municipal de la Serenísima, se conservan en cambio lápidas, epígrafes, vasijas, monedas, estatuas.
Disimulado en la gracia leve de un pueblo en el que solo se piensa en mirar el mar y sentir el viento en la cara, fresco y seco, se recoge un concentrado de Antigüedad. Vestigios de más de veinte iglesias, el palacio del obispado del siglo XV, la basílica paleocristiana de siete naves, maravilla del mundo en el siglo VI, de cuyas ruinas nació la iglesia de Santa María de los Ángeles, escombros de conventos que han pasado de una orden a otra, ruinas de un castillo y huellas de un palacio ducal, restos de un teatro romano y el cruce del cardo y el decumano, retazos de una basílica románica que cubren los de una iglesia paleocristiana que a su vez se apoya en los restos de un templo pagano —ruinas crecen sobre ruinas como la yedra en los muros, las adelfas rinden homenaje al tiempo abriéndose como fuegos artificiales.
Por todas partes, trozos de muralla: megalíticas, liburnias, romanas, venecianas, con un león de San Marcos en la puerta occidental y otro en la oriental. Las murallas dicen que la historia y la vida son sobre todo una defensa y a menudo perecen porque quedan atrapadas y consumidas por esa obsesión de defensa. Fortalezas y murallas crecen sobre todo para derrumbarse, abatidas o corroídas; cuando se siente la necesidad de levantarlas para protegerse de una amenaza es ya demasiado tarde, quiere decir que la amenaza es ya demasiado fuerte para poder ser contenida.
Las murallas no consiguieron proteger a Ossero no ya de la malaria o la peste, sino ni siquiera de los sarracenos o de los genoveses o los uscoques, que la devastaron en 1544, en 1573, en 1575 y en 1606, en aquellas incursiones en las que —si hemos de hacer caso a cuanto se decía a lo largo de la costa adriática— hacían vestidos con la piel de las víctimas desolladas y untaban el pan en su sangre, como cuando le cortaron la cabeza a Cristoforo Veniero bajo la Morlacca, incitados por sus mujeres con palabras ignominiosas.
El pequeño pueblo de Ossero está vivo, la ciudad de Ossero es una Ciudad muerta —acaso toda metrópolis sea necrópolis, negocios naves templos foros palacios mercantes y soldados son un emblema de la mortalidad, como los cien elefantes con los que desvaría y recuerda la cobra blanca de Kipling en los subterráneos del tesoro enterrado en la jungla. Sobre toda gran ciudad se levanta la muerte, sobre sus nubes cabalgan los caballeros del Apocalipsis. De los fastos de Ossero, como de las grandes ciudades cantadas por Brecht, tampoco ha quedado más que el viento que atraviesa sus estrechas calles. Pero ese viento viene del mar, es fresco y joven como las adelfas. Pestilencias, guerras, matanzas —la muerte y la historia, una vez pasadas, ya no hacen daño. Queda Ossero, airosa y leve, blanca filigrana suspendida entre las dos islas, en el gran azul lácteo del verano.
La historia de su guerra la contó Marco durante una noche de pesca, después de haber navegado lentamente todo el día, en el que había dado un poco de vela solo por respeto hacia la amable brisa de maestral, más útil para sentir un poco de fresco en la cara que para mover la robusta embarcación. La barca había salido de Lussino, de la rada verde oscura de Vallescura, había vagabundeado al buen tuntún sin seguir una ruta determinada, se había dirigido hacia Ossero y luego hacia Punta Croce, el arrecife más al extremo de Cherso, donde había echado el ancla a eso del mediodía, en una bahía de una luz cegadora, de colores despiadados: la franja esmeralda a lo largo de la orilla, los prados azul turquesa en los fondos de arena y grava blanca moteados de manchas de añil y violeta, luego al fondo la lejanía del azul profundo, la sonrisa de las crestas de espuma. En el agua los rayos temblaban y se rompían como lanzas. Cuando los dioses cruzan por juego sus picas y golpean sus escudos, decían los griegos, se vislumbra el destello de sus justas y sus armas.
Luego la barca había vuelto atrás hacia el sur, porque Marco Radossich, el pescador, sabía bien dónde podía y debía echar sus grandes redes de arrastre. Había querido pasar delante de Oriule, con su tierra roja, sus higueras, sus olivos y sus grandes arañas pardas y doradas que los envuelven con sus enormes y finísimas telas, aprisionando la isla en un encanto detenido. Hasta hace algún año, en verano, delante de la única casa de Oriule se sentaba el anciano señor Jovani, Sileno corpulento y sonriente que pasaba el rato comiendo higos carnosos, bebiendo de una jarra de acre vino de Sansego y mirando a las mujeres jóvenes que, de vez en cuando, llegaban con alguna barca y se ponían a tomar el sol desnudas durante algunas horas. El tiempo del señor Jovani estaba acompasado por aquellos amarres y aquellas salidas, las mujeres que se desnudaban se zambullían volvían a subir a la barca y desaparecían eran las agujas de su reloj; las miraba llegar y marcharse secándose el jugo de los higos de la boca, goloso y beatífico pero sobre todo imperturbable, indiferente a la caída de las horas como el mar que tenía ante sus ojos. «¿Estaban buenos los higos?», preguntaba como si no fuera la cosa con él, cuando veía salir furtivo a alguien de detrás de la casa, donde estaba su inmenso árbol. Aquel año habían madurado un poco antes, se deshacían dulcísimos entre los dientes.
También Marco Radossich es ya anciano, casi setenta y cinco años, pero el mar para él no es la quietud del abandono sino el tiempo del trabajo, la atención a los vientos y a las corrientes, la mirada que no se pierde en eternidades sino que escruta el agua para guardarse de los bajíos y los escollos, para escoger el sitio adecuado donde amarrar o echar las redes. Tiene la barba y el pelo blancos, ojos claros y tranquilos de quien se basta a sí mismo y es autónomo del universo, levanta sin esfuerzo la pesada ancla que otros solo mueven a duras penas. Con la ayuda de un mozo bosnio, al que le cuesta entender los términos marineros vénetos retomados uno a uno en croata, Marco había echado con cuidado las redes, que debían rastrillar el fondo para ser recogidas mucho más tarde, hacia la medianoche.
Las horas pasaban lentas, vacías, el tiempo era el puro surgir y declinar de los astros, la trayectoria de los cuerpos celestes que modificaba la luz de la tarde y el anochecer. En tomo a la barca aleteaban las gaviotas, que de vez en cuando caían en picado sobre el agua rizándola como instantáneas ráfagas de aire. Unos cormoranes nadaban levantando el cuello negro igual que si fuera el periscopio de un submarino y cuando se acercaba la barca se zambullían bajo el agua, saliendo mucho más allá. También había golondrinas de mar, copos de nieve con la cabeza manchada de negro; eran mucho más numerosas que el año anterior y alguien intentó recordar en qué veranos se habían visto más y en cuáles menos, porque se puede distinguir un año de otro gracias a una licenciatura, a una enfermedad, una muerte o a la abundancia o escasez de una familia de animales. Marco había querido bajar un rato a un islote redondo y bajo, a ras del agua, que una pequeña barrera de piedras, tierra y cañas hacía similar a un atolón, salpicado de matas de mirto, matojos de ajenjo y ajo silvestre, fuerte y bueno para masticar, cuya acritud astringía un poco la boca y te daba ganas de mordisquear otro gajo. El mar era transparente igual que el aire, dejaba ver nítidamente el fondo e invitaba a nadar bajo el agua con la boca abierta, como para bebértelo todo.
Vueltos a bordo, se esperaba el momento de recoger las redes. La madera estaba aún caliente bajo los pies, el buen contacto con las cosas, con lo que está debajo. Mientras abría una sandía que salpicaba de rojo el puente, Marco parloteaba en su dialecto véneto, que ni él sabía siquiera si era un croata italianizado o un italiano croatizado. Sabía, eso sí, que su padre había sido un patriota croata pero que, tras la Segunda Guerra Mundial, al ser considerado un enemigo del pueblo porque era dueño de una pequeña fábrica, se había decidido a dejar la isla, que había pasado a ser yugoslava, y había optado por Italia. Mas para hacer todo esto había tenido que declarar que su lengua materna era el italiano, como la de los vecinos que se marchaban, y desde entonces no había vuelto a saber muy bien cuál era su lugar en el mundo. Marco en cambio se había quedado, aunque tuviera en el fondo buenos recuerdos de Italia, a pesar de la guerra combatida como marinero italiano en el Mediterráneo. Pero no había temido la guerra, ni las minas, los torpedos o la muerte. Había temido una sola cosa, que acompasaba como un ritornelo su relato: el hambre.
Llamado a filas en tiempo de guerra, Marco había intentado no ser enrolado en la marina, que iba hacia los radares ingleses como un cordero sacrificial. De modo que se presentó en Génova y dijo que era un campesino que nunca había visto el mar, añadiendo que, como tal campesino, estaba acostumbrado a comer cada día huevos, leche, carne, queso y finta. Destinado sin embargo a la marina, había remado a propósito de forma equivocada, durante una regata militar, rompiendo incluso el remo, para convencer a sus superiores de su ineptitud marinera, pero lo único que se ganó fueron unos días de celda de castigo, afligidos por el trato a pan y agua del que fue objeto, a pesar de sus protestas de estar acostumbrado a comer huevos, carne, leche recién ordeñada y queso. Le destinaron luego a un cazatorpedero que operaba entre Sicilia y África. En su relato ataques aéreos y batallas navales pasaban a un segundo plano, desagradables percances que no le habían quitado demasiado el sueño, pero el punto flaco continuaba siendo la comida, a pesar de que el comandante, un comprensivo siciliano, le diera ración doble.
Un día un torpedo le acertó a su barco y voló la santabárbara. Marco decía que no recordaba ni siquiera la explosión; sabía solo que se había encontrado en el mar —uno de los tres supervivientes— agarrado a una tabla de madera. A su lado, gesticulaba un compañero herido en una pierna —«que incluso se la llegaron a cortar, pero no entonces, después, en el hospital, que todavía no he llegado, lo cuento después», decía, desenredando los arduos problemas épicos del tiempo narrado y el tiempo de la narración. Marco había cogido al compañero, compartiendo con él la precaria tabla de madera y sujetándolo durante un día entero, sin pensar demasiado en los tiburones, hasta que fueron recogidos por un barco italiano. En el hospital de Palermo, Marco, decepcionado por haber resultado ileso y tener por consiguiente que volver al frente, había simulado intensos dolores en una pierna emitiendo fuertes lamentos, pero la vista de la inmensa jeringa con la que el enfermero quería suministrarle un calmante le había atemorizado más que las bombas y el naufragio y se había apresurado a declararse sano.
Tras el «zambombazo» y el final de la guerra, Marco volvió a Lussino, por entonces ya yugoslava, donde la carta que le había dado un paisano exiliado para sus familiares le había hecho pasar por espía a ojos de la policía, que lo había arrestado. Y aquí Marco contaba aquellos meses terribles en aquel terrible periodo, las amenazas, los golpes, y de cuando una vez había creído que estaban a punto de fusilarlo y se había santiguado, recibiendo por ello un bofetón, y le había faltado tiempo entonces para soltar una blasfemia con el fin de congraciarse con ellos. Pero lo terrible había sido sobre todo el hambre. «Ni huevos, ni leche, ni carne, ni queso siquiera». Un día los policías lo soltaron, diciéndole sin embargo que debía tener bien abiertos los oídos y referirles luego a ellos quién se quejaba del régimen. «Yo, una cosa así, hostia, no la había hecho nunca», pero la libertad… Sin embargo encontró una solución: cada sábado, iba a escondidas a la policía y daba escrupulosamente los nombres de quien blasfemaba, de quien se quejaba de que llovía siempre o de que había poca pesca, de quien se peleaba con la suegra, de quien decía que la vida era fea y mala. Tras algunas semanas de ese tipo de denuncias, la policía prescindió de los servicios del impróvido informador y Marco volvió a su trabajo de siempre, a la pesca.
Su relato había sido largo, digresivo, mil veces abandonado y otras tantas reanudado, enredado en enmarañamientos de difícil sucesión y saltos temporales adelante y atrás. Entretanto había descendido la noche, la luna grande y rojiza era ya blanca desde hacía rato, la estela de la barca era una plata oscura. Marco dio orden de recoger las redes. El motor del cabestrante se confundía con el chapoteo de las olas. Al cabo de poco emergieron las primeras redes, volcando sobre el puente carretadas de peces lívidos y palpitantes que se amontonaban, resbalaban viscosos sobre la madera mojada, decenas y decenas de pescadillas, innumerables cigalas que movían cautamente las pinzas, peces y más peces que se golpeaban frenéticos de improviso la cabeza dos o tres veces en un acceso de convulsión y luego se extendían inmóviles. El farol oscilaba en el puente y teñía pescados y crustáceos de extraños colores vítreos, transformando a ratos el montón en continuo sobresalto en una enorme cabeza serpentina de Medusa.
Muchos peces ya habían muerto, con los ojos hinchados y saltones. Algún cangrejo corría hacia los bordes, pero casi siempre se detenía, muerto, antes de alcanzarlos. Marco y el muchacho, al recoger las redes, recomponían continuamente a patadas el montón informe que tendía a desparramarse, empujando hacia el centro a los animales que se escurrían fuera. Alguna vez, inadvertidamente, las botas que calzaban sus pies aplastaban un pez o un cangrejo y en el puente se esparcía un breve barrillo, el grumo de lo que había sido vida, mísero, repelente y goloso como la carne que sufre y muere, que se pudre pero estimula al mismo tiempo el anhelo y las papilas gustativas cuando acaba entre los dientes, mucosidad del engendrar, comer y morir. Los peces subían del abismo, testigos de cargo de la perfidia del universo, del mal y del dolor de matar y morir, pero se hacían pronto extrañamente familiares; si se les cogía con la mano, sus escamas se parecían a la piel de los dedos que los apretaban, reseca por el salitre y refrescada por el agua. Al tenerlos y tocarlos, uno se acordaba con vergüenza del repeluzno histérico con el que a veces se aplasta un insecto que ha venido a posarse en el brazo.
Tras algunas horas de trabajo, la embarcación se dirigió hacia Lussino, para vender inmediatamente el pescado. Sacando un trozo de queso de oveja de Pago y un poco de vino, Marco reanudó y concluyó su relato. Algunos años después de la guerra, el ejército yugoslavo lo había vuelto a llamar con motivo de unas breves maniobras militares, una marcha de Lussinpiccolo a Cunski, un pueblo que estaba a unos diez kilómetros de distancia. Marco recordaba aquella modesta marcha, en agosto, con más fastidio que la guerra. Desconfiando del rancho, había hecho que su mujer le preparara unas palacinke de queso y le había dicho que se las llevara bien calientes, metidas en un termo, para la hora de comer. De esa forma su mujer se había puesto en marcha alguna hora después de él y había hecho el recorrido del batallón, llegando puntualmente al mediodía y entregándole las palacinke. En aquel momento habían tocado a reunión, para la hora de instrucción política. Antes que echar a perder todo el trabajo de su mujer, comiéndose las palacinke más tarde y por lo tanto frías, Marco había seguido comiéndoselas, llegando con retraso a la reunión y recibiendo un pequeño castigo. «Realmente estupendas aquellas palacinke», dijo mientras la barca estaba ya a la vista del puerto, «todas bien calentitas, y además aquel queso, el que se hacía antes y no la birria de hoy».
«El mar, el mar… el ojo del hombre, oh discípulos, he ahí el mar: las cosas visibles son la furia de este mar. De aquel que ha superado las olas furiosas de las cosas visibles, de aquel, oh discípulos, se ha dicho: es un brahmán, que en su fuero interno ha atravesado el mar del ojo con sus olas, con sus torbellinos, con sus profundidades, con sus monstruos…».
Así Buda a sus seguidores. Si el deseo de vivir es la causa del mal y del dolor, el mar es devastante, porque intensifica el gozo y la sed de vida, es la seducción de su infinito repetirse y regenerarse. A la luz del mar las cosas visibles adquieren una intensidad absoluta, demasiado intensa para los sentidos que la perciben, epifanía insostenible, Apolo que desuella a Marsias. Más que el abismo o el leviatán de las profundidades, lo que refleja el aniquilamiento es la superficie del mar, su transparencia de la nada, su destello cegador para los sentidos que tienen necesidad de penumbra, medios tonos, mediocridad. Lo puramente visible es una llama que abrasa, dice otro de los sermones de Buda, y el mar es el reino de lo puramente visible. En Levrera, delante de Miholaščica, en verano, cuando de pronto se detiene y se queda inmóvil, es en determinados momentos una zarza ardiente.
El mar, es una gran prueba del alma; los dos amantes musilianos de El hombre sin atributos, en su «viaje al paraíso» por la ribera del Adriático, no soportan al final su tensión, una felicidad que hace daño. El mar desgasta, hace mella, consume. «El mar nos derrota», dice ’Ntoni en Los malasangre durante el temporal. Pero el épico mar enseña la libertad de reconocerse derrotados, aun luchando; libra de la manía de afirmación y de victoria que es el signo de la obsesión de impotencia. Y ese fulgor a veces demasiado intenso es también invitación a abandonarse, a dormir; esa inmensidad del agua apaga la sed, ayuda a comprender que no es al fin y al cabo demasiado trágico si la resaca borra las huellas de la playa. ¿Amor al mar y amor a la muerte, como quería Thomas Mann? Sea como fuere, entre sus olas se aprende la propia insignificancia y eso ayuda a aplacar aquella furia del oleaje de la que hablaba Buda.
Los folletos recomiendan hacer una parada en Goli Otok, «la isla de la paz, bañada por un mar extraordinariamente limpio, ambiente inmaculado inmerso en el silencio, isla de absoluta libertad». Goli Otok, la Isla Desnuda, cercana a Arbe, ha sido el puerto de una trágica odisea de desechos de la Historia. Tras la Segunda Guerra Mundial, mientras unos trescientos mil italianos abandonaban las tierras de Istria, Fiume y Dalmacia, ocupadas por Yugoslavia, alrededor de dos mil obreros italianos procedentes de Monfalcone y de otros municipios de la cuenca del Isonzo y la parte baja de la llanura friulana decidieron trasladarse, con sus respectivas familias, a Yugoslavia, para contribuir a la construcción del socialismo en el país que se había liberado del nazifascismo y era el ejemplo más cercano del advenimiento del comunismo, que determinaría el fin de la explotación, de la injusticia y la opresión. Muchos de ellos habían sido militantes antifascistas, combatientes en la guerra de España, prisioneros de los Lager alemanes. Cooperar para la construcción del socialismo era más importante que la pertenencia a un Estado o a una nación, que la desazón de dejar la propia tierra y afrontar duras dificultades; la causa del socialismo, o sea de la humanidad, bien valía el sacrificio de tantas realidades y sentimientos particulares.
A la Yugoslavia devastada por la guerra, por el atraso heredado del régimen monárquico y los errores de la nueva política económica, los «monfalconeses», como se les llamaba, llevaban su entusiasmo y su alta preparación profesional de obreros y técnicos de astilleros navales y de otros sectores industriales. La mayor parte fue a trabajar a Fiume, otros al Arsenal y al Astillero de Pola o a varias poblaciones del corazón de Yugoslavia. A diferencia de casi la totalidad de los hombres, incluso de sus nuevos compañeros y colegas, no trabajaban para sobrevivir, sino que vivían para trabajar en la construcción de un mundo nuevo.
En las minas de Arsa o en los astilleros de Fiume, los monfalconeses no regateaban esfuerzos ni energía. En 1948, con ocasión del gran cisma de Tito, permanecieron fieles a la URSS y a Stalin, al pueblo y al partido-guía que representaban la ortodoxia de aquella fe que les había permitido afrontar sin miedo el fascismo y el nazismo, sufrir cárcel y torturas en los Lager alemanes, dejarlo todo para elegir la Yugoslavia comunista. ¿No había dicho incluso Djilas, que luego se convertiría en un símbolo del disenso libertario, que sin Stalin ni siquiera el sol podría brillar como brillaba? Ahora Yugoslavia traicionaba a sus ojos la revolución mundial y ellos resultaban traidores extranjeros a los ojos del régimen yugoslavo.
La partida, en el tablero de la historia universal, era a vida o muerte y la Yugoslavia titista, a la que le corresponde el imborrable mérito de haberse atrevido a infligir el primer desgarro capital a la barbarie estalinista, luchó contra su amenaza con medios a su vez bárbaros. Temerosa de conjuras y revueltas internas, persiguió a los estalinistas —atropellando junto a ellos a otros muchos que eran del todo ajenos a aquellos asuntos— con métodos estalinistas, inventando sus propios gulags en diversas poblaciones del país y utilizando incluso ex campos de prisioneros y de exterminio instalados durante la guerra por los monárquicos y los ustaši contra los comunistas de Tito. Los peores y más siniestramente célebres fueron creados por Rankovič, el despiadado ministro del Interior, en Goli Otok y en la cercana Sveti Grgur, dos islotes desiertos, nada más que rocas de un blanco abrasado y cegador.
En estos gulags acabaron —junto a estalinistas yugoslavos, ustaši, criminales de guerra y delincuentes comunes— también aquellos monfalconeses que no habían tenido la suerte de ser expulsados y que permanecieron, casi todos, fieles a su credo. En Goli Otok y Sveti Grgur estaba el infierno —aislamiento, hambre, palos, la cabeza en el agujero del retrete, la exposición a las heladas, el brutal trabajo forzado, la «autocrítica» en virtud de la cual quien se arrepentía de su herejía debía demostrarlo infligiendo golpes y vejaciones a los compañeros recalcitrantes que se empeñaban en no autocriticarse.
Ligio Zanini cuenta en su novela autobiográfica Martin Muma cómo los deportados, al llegar a la isla, tenían que pasar entre las filas de los otros internados, los cuales debían golpearles y apalearles dando vivas a Tito y al Partido: «Tito-Partija!», «Tito-Partija!»; quien se negaba acababa en «boicot», en un aislamiento total y expuesto a las violencias de todos. Nacido en Rovigno, donde también había vivido, Zanini había saludado con entusiasmo la anexión de su tierra a Yugoslavia, convencido de que el advenimiento del comunismo significaba justicia para todos, y también para los italianos de Istria como él. Su valentía le llevó a Goli Otok y le permitió permanecer moralmente indemne en aquella abyección. Más tarde renunció a ir a Italia, porque no le parecía justo comer del plato en el que había escupido, y ha pasado el resto de su cándida intrépida vida en el mar, pescando y dialogando, en sus poesías en dialecto roviñés, con la gaviota Fileipa.
Los nombres de los deportados son un coro del Día del Juicio; nombres que figuran también en las listas de Buchenvvald, en los expedientes del Tribunal Especial fascista, en los anales de la resistencia y la guerra de España. La infamia que los señalaba como enemigos del pueblo marcaba también a sus familiares, privándoles de toda garantía social y jurídica y exponiéndoles a la miseria. Djilas, que visitó Goli Otok y la definió como «la mancha más vergonzosa del comunismo yugoslavo», dice que las altas instancias del partido no tenían conocimiento de las peores crueldades, infligidas por los delincuentes comunes cuya violencia, desencadenada por el mecanismo de la persecución puesto en marcha por las autoridades, acababa por desbordar cualquier control. Otros líderes titistas, como Kardelj, intentaron justificar Goli Otok por la necesidad, en aquel momento, de sofocar cualquier núcleo de subversión estalinista; es innegable que, en general, el régimen yugoslavo ha perseguido más tarde una progresiva y notable ampliación de las libertades.
Sobre aquella tragedia y aquella infamia todos callaban: Yugoslavia por obvias razones, la Unión Soviética y sus satélites —aun difamando a Tito con todas las calumnias posibles— para no llamar la atención sobre los gulags de casa, los occidentales para no debilitar a Tito en su revuelta contra Stalin e Italia porque, según es costumbre, estaba muy distraída, como dice un verso de Noventa. Mientras tanto los monfalconeses resistían, en nombre de Stalin. Aquellos que, unos años después, volvieron a Monfalcone, se vieron expuestos, en tanto comunistas, a intimidaciones y hasta a agresiones a veces por parte de los ultranacionalistas italianos, y eran mirados con sospecha por la policía, mientras que el Partido Comunista Italiano intentaba quitárselos de encima, porque en su impávida fidelidad eran incómodos testimonios de su política estalinista y antititoísta de otros tiempos, ahora fuente de azoro y vergüenza. Algunas de las casas de los veteranos de Goli Otok habían sido asignadas entretanto a prófugos istrianos que habían perdido todo con la ocupación yugoslava, crudo símbolo de un doble exilio cruzado.
Así es como esta gente estuvo siempre en el lado equivocado y en el momento equivocado, fuera de lugar en la Historia y en la política, combatiendo —con imborrable dignidad y valentía— por una causa que, si hubiera vencido, habría visto nacer en el mundo muchos más gulags, creados para triturar a hombres libres como ellos. Arrancar del olvido esta sangrienta nota a pie de página de la historia universal significa salvar la herencia moral de aquella fuerza y aquel espíritu de sacrificio que permitieron a los monfalconeses y a sus compañeros de infortunio resistir al aniquilamiento de su persona, aunque fuera por fe en un nombre que era peor que aquel que les perseguía. Esa herencia moral debe ser recogida incluso por quien no ha compartido su bandera; ay si, cuando cae la fe del «dios que ha fracasado», desaparecen con ella los atributos humanos —la consagración a un valor suprapersonal, la fidelidad, la valentía— que esa fe había contribuido a forjar. Nadie da vivas ya a «Tito-Partija!»; por contra hay quien, viniendo de permiso de la guerra en Eslavonia o en Bosnia, cuenta horrores tan atroces o más que los de Goli Otok, mientras se siguen pegando carteles y repartiendo folletos, como si fueran tiritas sobre las llagas, por toda la superficie del mundo.
Lubenizze, en un acantilado sobre el mar y azotada a menudo por una poderosa bora, está casi despoblada; entre las casas habitadas, rodeadas de escombros y muros que pueden caerse en cualquier momento, se ven sobre todo mujeres mayores. Rosarija vive en una pequeña y pulcra casita, entre ruinas de otras viviendas derruidas, Está sola; una hermana le trae de vez en cuando alguna cosa de Cherso, para redondear su mísera pensión. En las paredes, muchas fotografías de su padre, muerto muy anciano no hace muchos años, que vivió siempre con ella cuando no estaba navegando, y es, junto a la nomenclatura y la cronología precisas del clero de la aldea, el único objeto de su vida y de sus recuerdos.
Rosarija está orgullosa de que Lubenizze haya dado, en proporción, tantos curas —por lo menos tres— y está contenta de cuidar la iglesia, cambiar el agua a las flores, encender las velas. Está también orgullosa de las postales que algunos turistas, llegados un día hasta aquí arriba, le mandan regularmente para Navidad. Los ojos miopes se le ríen traviesos en su cara arrugada, se mueve aprisa. Es menuda, ligera; ninguna fuerza de gravedad de la vida la apesadumbra. Cuando llegue su hora, irá al Paraíso en un soplo, como una pluma.
En Lubenizze se vende vino, queso, ristras de ajos y pieles de oveja; un vellocino de oro está colgado casi en cada puerta, las mujeres vestidas de negro lo llevan también encima, van a ofrecerlo a la pequeña plaza. Una vieja, con pañuelo mantilla falda y medias negras y una densa y lanosa piel dorada bajo el brazo, desaparece bajo un cobertizo agrietado, Medea solitaria y antigua, inalcanzable en su mudo dolor y en la extrañeza a la que desde hace siglos la condena la protervia masculina de Jasón.
Paolo de Canidole es, hasta el final, un testigo a favor de la Yugoslavia de Tito. Un verano Paolo, aun más debilitado, estaba abatido; siempre orgulloso, pero como atemorizado. Tras muchos titubeos, casi avergonzándose por mostrarse en apuros, contó que el vecino, un hombre más joven y fuerte, se divertía durante las semanas de aislamiento invernal atormentándoles a él y a su mujer, amenazándole e incluso pegándole duramente a menudo. Riña, su mujer, callaba; se veía que tenía miedo, quizá exagerado pero para ella terriblemente real. Una isla solitaria, hermosa como el Edén, puede convertirse en un Lager para quien se encuentra expuesto indefenso a la brutalidad.
Se le preguntó a Paolo qué se podía hacer, si prefería que se afrontara a su agresor o que se consiguiese que alguna persona importante de Zagreb le escribiera una carta conminatoria. Reflexionó durante largo rato, con la cabeza entre las manos, luego la fascinación y la autoridad de la palabra escrita se impusieron y respondió: «No, mejor la carta».
De esta forma se escribió una carta, en la que a la exacta mención de todas las violencias sufridas por Paolo, con indicación del día y la hora, se acompañaba una vaga y sombría amenaza y se sugería la idea de una autoridad lejana pero al comente de cualquier transgresión llevada a cabo en el rincón más remoto del imperio y decidida a pedirle cuentas inexorablemente. Esta carta, dirigida al violento vecino —al que se pedía perentoriamente que desistiera de toda brutalidad, que no podría mantener oculta, si no quería ser objeto de graves castigos— y traducida al croata, se le mandó a un amigo, escritor y profesor de Zagreb.
Aun próximo a su declive y cada vez más liberal, el Partido existía todavía y el retrato de Tito vigilaba, desde cada oficina pública y cada tienda y café, la unidad y el orden de Yugoslavia. El amigo de Zagreb, tras haber formalizado la carta con sellos, vistos buenos oficiales y símbolos del Partido, que la transformaban en el mensaje de una Autoridad, la firmó y la mandó certificada al torvo bravucón que tenía acobardado a Paolo, que la recibió una tarde de invierno, no sin el efecto teatral de un acontecimiento insólito para la isla. Parece que aquel invierno, el último de su vida, fue más tranquilo para Paolo y Riña, protegidos por aquel poder al que él había desobedecido hacía tanto tiempo, aunque el propio poder no tuviera conocimiento del asunto.
Paolo murió hace unos años. Desde hace algunos veranos, desde el comienzo de la guerra entre Croacia y Serbia, faltan noticias de Rina, a lo mejor se ha ido con su hermana, a América.
Eufemia, la nodriza de Nino, murió muy anciana en el asilo de Lussingrande. El ocho de marzo del año anterior, fiesta de la mujer, había dirigido al Director del Asilo un mensaje de salutación, invocando a san Antonio, venerado en la iglesia de la playa que lleva su nombre, para que le concediese la gracia de poder socorrer siempre a los residentes con solicitud y hacer que los médicos intervinieran prontamente, «no quiera Dios que a ninguno de ellos» —y había indicado al resto del grupo de los que vivían con ella en el asilo— «le pase nada malo». Se había excluido, generosamente, del número de los probables necesitados de ayuda.
Así es como Nino, para su funeral, volvió a poner los pies en el palacio de su antepasado, pensando que después de todo las cosas habían cambiado poco, con aquel revés de fortuna de siglos atrás, porque Eufemia había muerto allí dentro, como hubiese sucedido ciertamente si aquella casa hubiera continuado siendo todavía el palacio de la familia, y al ver aquellas habitaciones luminosas, con las adelfas y el laurel delante de las ventanas, y aquellos viejos y viejas un poco pasmados pero en paz, se sintió un poco como en su casa, por primera vez después de los días brutales del éxodo, y se le ocurrió que a lo mejor podía estar bien si las cosas fueran de todos. Pero ese pensamiento se desvaneció enseguida y durante el funeral Nino llegó más bien hasta a enfadarse, porque un conocido le contó que en algún sitio habían echado abajo otro de los leones de san Marcos y hecho las mil y una a la escuela italiana.
De todas formas el Palacio estaba bien cuidado, limpio y luminoso, y morir no parecía al fin y al cabo una cosa tan triste. Adiós compadre, buen viaje, dice la gente en Cherso cuando un funeral pasa por las calles. Nino no es hombre de iglesia, todo lo contrario, pero para quien ha nacido y crecido en el mar cada salida no es solo la tristeza del adiós, sino que hace pensar asimismo en el regreso. Bien lo sabían los lussiñanos que habían llamado Čikat, en italiano Cigale, a la más hermosa bahía de su isla, del verbo croata čekati, que quiere decir esperar, aguardar a los familiares que se han marchado con su barca o en una gran nave.
Cigale es una ensenada que se abre al mar y al mismo tiempo lo encierra, brazos que se ensanchan y se estrechan, círculo del horizonte, música de lo que se desvanece y reaparece —estrofa llena de crepúsculo y de regreso, cantaba Benn, caducidad del individuo y perennidad del ser, eras y milenios que vuelven a aflorar en las palabras y los guijarros pulidos por el mar. Los restos de la playa son lisos, pero los extremos puntiagudos se han redondeado hace poco, tal vez una decena de generaciones; megalíticos y libumeos se han desvanecido como la luz que el mar bebe lentamente, la arena movida por la resaca se hace una con antiguos huesos. Un pie joven pisa una concha, la concha se rompe y el pie se hace daño con los trozos cortantes; es sangre de la vida, «l’amor xe fato come ’na nosela, / se nol se rompe nol se pol magnare», dice una canción de estas islas, «el amor es como una nuececilla, / no se puede comer si no se rompe». La concha está en la playa, abierta y herida; el agua la lava y borra la horma de aquel pie, los siglos transcurren como mareas, los añicos se redondean, ceden blandos bajo otro pie desnudo. Una barca regresa por la bahía, la dejan varada en la playa; alguien vuelve a casa.
En Levrera. Mirto, romero, barullo de zarzas que taponan el paso, amarillas amapolas de mar en la orilla, ante el azul profundo como la noche y resplandeciente de luz. Detrás de la barrera de piedras de la playa, el agua que en los días de viento y oleaje la ha desbordado se encharca formando un barro blando y caliente, pululante de oscura vida germinal, en el que los pies se hunden y chapotean a gusto. Por mayo, en los nidos de entre las piedras se abren los huevos de las gaviotas. Las pequeñas, grisáceas, corren hacia el agua o se mimetizan entre los matorrales bajos. Las gaviotas revolotean en tomo a los nidos, graznan sin cesar, un graznido ensordecedor y alucinado en la inmensidad de la luz; cuando pasan disparadas y amenazadoras junto al visitante que se acerca al nido, el ojo es rígido, malvado.
Una gaviota está boca arriba en el suelo, bate con sus alas para intentar levantarse, se desanima extenuada. Entre las manos que la cogen, el pájaro enfermo tiembla, blando y frágil. En la belleza del mundo, escribe Simone Weil, la fea necesidad se transforma en objeto de amor; en los pliegues que la fuerza de gravedad imprime a las olas del mar, que sin embargo se tragan barcos y náufragos, está la belleza de la obediencia a una ley. En Levrera la belleza es perfecta, pero quisiera ser solo felicidad, libertad de toda fuerza de gravedad, viento que disuelve el calor tórrido y el bochorno. ¿Esta belleza absoluta es la armonía con una ley o una gracia arrebatada a toda ley? Depositada en el agua, la gaviota recobra de inmediato la posición digna de un ave de su especie que flota sobre las olas, el cuello levantado y la cabeza recta para mirar fijamente el mar abierto, mientras la corriente la aleja de la orilla. Tras algunos minutos está ya lejos, indistinguible de las demás gaviotas que se mecen en el agua.