VALCELLINA

La fusina se hace siempre el último sábado de agosto. En Malnisio se llama así a la fiesta de las primeras mazorcas que se tuestan, en una explanada de hierba en las faldas del monte Sarodinis, y se comen junto con pan de sorc, de maíz. La gente sube a pie desde el pueblo y llega en coche de Udine, de Trieste, desde más lejos, trayendo quesos y vino; gente que ha dejado de joven estos lugares o hijos y nietos de quien los ha dejado mucho antes, junto a alguno que se ha quedado. Cada viaje es sobre todo un regreso, aunque el regreso, casi siempre, dure bastante poco y llegue pronto la hora de marcharse. En estos valles ásperos, en tiempos entre los más pobres del pobre Friuli prealpino, los hombres emigraban, iban a excavar minas o a construir carreteras o vías de ferrocarril en Francia o en Siberia, y las mujeres, con los canastos a la espalda llenos de cucharas y cazos de madera, se dirigían a pie de un pueblo a otro para vender sus cosas de casa en casa, durmiendo en las hondonadas o en los heniles, pero la meta del viaje era para todos, cada vez, su breve regreso.

También el tío o tío abuelo de la bisabuela, jovencísimo granadero de Napoleón, había vuelto a pie de la campaña de Rusia, tras algunos años de prisión y peregrinación, y cuando llegó a Malnisio sus paisanos, al principio, no le reconocieron. Algunos decenios más tarde, en el 66, durante la tercera guerra de independencia, se cuenta que, ya bastante viejo y coriáceo, había organizado un batallón de milicias para apoyar al ejército italiano con acciones guerrilleras contra los austríacos, pero que había mandado coser una bandera con el lema «hacerse italianos para después hacerse franceses». L’Empereur, que le había echado a perder la juventud entre las nieves rusas, las penalidades y las batallas, le había dejado una nostalgia de algo grande, de un cambio revolucionario del mundo. Quizá sea de esas lejanías de donde les viene a los sobrinos, a pesar de todo, una predilección por La Marsellesa más que por la Marcha de Radetzky.

El nombre de ese tatarabuelo es desconocido, los registros de la parroquia de Malnisio se remontan solo a la generación siguiente. También la fusina es para muchos un regreso. Luciano Daboni, que la organiza con metódica autoridad, es conocido por sus estudios de matemáticas y su contribución científica al cálculo de probabilidades, que formaliza la imprevisibilidad y la casualidad de la vida; también Dario Magris, su digno adjunto, ha aprendido del arte de Hipócrates que la vida y sobre todo la muerte, que él sin embargo sabe mantener siempre a raya, no permiten hacer programas ni respetan ningún plazo. Pero también para estos dos hombres de ciencia ese sábado de finales de agosto se sustrae al caos que de otro modo domina en el universo, a la indeterminación y deslealtad de todas las cosas, y es una certeza indiscutible, una repetición que obedece a una férrea necesidad, alrededor de la cual el tiempo se ovilla y gira como la tierra en tomo a su eje.

No es desagradable atenerse a la ley que prescribe el regreso a este pueblo, del que en los últimos decenios del siglo pasado el abuelo Sebastiano, a los trece años, se había trasladado a Trieste, iniciando una pequeña ascensión burguesa, mientras que su hermano, Barba Valentin, se había quedado en Malnisio trabajando en el campo, hasta los noventa y dos años, y leyendo y releyendo, por la noche —en invierno en el establo— Los miserables, Los novios, Guerino el mezquino. Los reyes de Francia y una enciclopedia universal en dos volúmenes.

Malnisio tiene un millar de habitantes que se reparten pocos apellidos, a los que a menudo se les añaden apodos para distinguir a las diferentes familias, que si no fuera así se confundirían en un magma indistinto, parecido a la leche cuajada que según el Menocchio, el vaquero herético de la vecina Montereale que ardió en el siglo XVI en la hoguera por sus metáforas, había dado origen al universo, a los hombres y al mismo Dios. Detrás de Malnisio, hacia Aviano y Pordenone, el valle desciende y se abre, airoso y extendido; por el otro lado, más allá de Montereale, comienza, hirsuta y excavada entre las rocas, la Valcellina propiamente dicha, que hasta principios de siglo quedaba fuera de toda comunicación con el mundo, excepción hecha de un camino de herradura que atravesaba el desfiladero de La Croce. Hacían falta diez horas a pie para llevar desde Maniago a Erto, el último pueblo del valle, las provisiones necesarias para sobrevivir.

Malnisio está engastado en medio de campos de maíz; hacia finales del verano las mazorcas son trofeos de oro bárbaro, pero el pueblo, ya casi olvidada su secular y reciente pobreza, es un pueblo floreciente y apacible, la antigua maldición de trabajar la tierra ha forjado a gentes duras que la han vencido. El campo que empieza a pocos metros está lejos, la miseria campesina ha sido barrida igual que las boñigas de vaca de las calles. Ahora es la vista el sentido noble, la que capta en el decoro de las casas la realidad del pueblo, que antaño se reconocía y distinguía a través de sonidos olores y sabores, un penacho de cañas que por la tarde, tras una calleja, se mecía con un rumor más fuerte que en otros sitios, un camino más pisado que otros por el ganado que volvía de los pastos, una montonera de hierba cortada que exhalaba un olor más acre, la pulpa caliente de la mazorca que se deshace en la boca, la fragancia del clinton y el gusto algo más duro del fragola mezclado con el bacò, vendimiados detrás de casa.

De la plaza, centro del pueblo, sale, en dirección al monte Sarodinis, la Calle Grande, hoy calle Risorgimento y antiguamente «vial mayor» o «calle sobre la muralla», foso y recinto tras el que los vecinos se retiraban cuando se barruntaban amenazas o invasiones. En tomo a esa calle se agrupaban los pequeños inmuebles —casa, establo, algo de campo— de las familias de rancio abolengo del pueblo.

La iglesia, en la plaza, está consagrada a san Juan Bautista, y ha sido rehecha y restaurada numerosas veces en su plurisecular historia. Hirsuto y cubierto de pieles de animales salvajes, el intratable profeta del desierto no sugiere sentimientos seráficos ni concillantes; no en vano era, para los bogomiles de Bulgaria, un mensajero de las tinieblas, mientras que para los mándeos, también ellos en lucha con el mundo material que estaba a merced del mal, era el maestro supremo, ásperamente superior a Cristo. La iglesia de Malnisio también ha sido teatro de asperezas más que de paz; ya a finales del siglo XVI, la convivencia de los parroquianos de Malnisio y de los de la cercana Grizzo, aun igualmente satisfechos de haberse emancipado de la feligresía de Santa María de Montereale, daba lugar a rencorosos altercados y la fiesta del irascible santo patrón, aun alegrada por el salterio alemán que tocaba el Menocchio y por los buzzolai, rosquillas que se vendían en la calle a los golosos, podía degenerar en sangrientas peleas, como aquel 24 de junio de 1584 cuando el feligrés Odorico, que vivía en Grizzo, después de haber ofendido a los malnisianos cornudos, tuvo que defenderse con el puñal y esquivar lanzas y hachazos. Dos siglos más tarde, el «procurador fabricario». Sebastiano Magris, que llevaba los libros de caja de la parroquia, se quejaba de los daños producidos por jovenzuelos que se perseguían hasta por el tejado, rompiendo las tejas y haciendo que lloviese dentro de la nave.

En el interior, el Cristo del Travo, de un anónimo tallador del siglo XVIII, hace creíble de repente, con la ruda y doliente piedad de la madera, la arriesgada hipótesis de que cualquier tosca iglesia, con sus miserias y bajezas, es un refugio en el que guarecerse mientras se está de camino hacia nuevas tierras y nuevos cielos. Claro, entra curiosidad por saber qué es lo que no estaba bien en aquella Resurrección de Cristo pintada sobre la puerta lateral de la derecha, que en 1903 el obispo de Concordia, Francesco Isola, encontró «indecente», hasta el punto de mandarla borrar y sustituir por el actual Santo Domingo de Guzmán en acto de predicar.

Bajo la sillería del órgano, dos confesonarios recuerdan los modelos de la Contrarreforma —que preveían, a uno de los lados del hueco destinado al sacerdote, para refrescarle la memoria, la colocación de la lista de los Casus Reservati, las culpas que solo el obispo o incluso el papa podían absolver. En ese confesonario, ahora hace ya muchos años, uno podía encontrar una apacible atención a sus previsibles pecados. El cura era bebedor, luchaba como podía contra aquel demonio; algunos vecinos se divertían invitándole a beber, para emborracharle después de medianoche y hacerle cometer sacrilegio al comulgar en la misa del día siguiente. Al final la batalla entre el vino y él la ganó el vino y él acabó malamente. La vida encuentra a menudo la forma de ganamos, con los medios apropiados cada vez a nuestra debilidad, el vino, la droga, la ambición, el miedo, el éxito.

De aquel sacerdote, que se fue a pique de esa forma, se recuerdan con gratitud las palabras que decía en aquel confesonario, desde luego no menos inteligentes que muchas otras escuchadas de púlpitos y tribunas ilustres, y la bondad de la voz. Entra un hombre en la iglesia vacía; al preguntársele dónde se halla la oficina parroquial, no responde, mira de refilón desde sus dos hendiduras cortantes y luminosas, se dirige dando saltitos hacia las primeras filas de bancos, se inclina y olfatea una de ellas meticulosamente, luego sale a la plaza y, corriendo, desaparece tras las casas.

El Cellina, que pocos kilómetros más allá excava el valle en círculos dantescos, en Malnisio está canalizado en las grandes tuberías de la vieja central hidroeléctrica de 1903, destinada ya a convertirse en museo. A poca distancia, en Montereale, las excavaciones sacan a relucir un conspicuo pasado remoto, la antigua Caelina recordada por Plinio, espadas de bronce echadas al agua hace siglos y más siglos como homenaje a las divinidades del río y de los vados. Pero también la industria tiene ya una edad respetable y exhibe, como en el caso de esta central-Museo, su propia arqueología, turbinas y manómetros gigantescos y solemnes fotografías de ingenieros barbudos que sometieron a las aguas; la Técnica, garante de Paz y de Progreso, es un ángel esculpido en un sarcófago.

Entre aquellos ingenieros, recuerda Paolo Bozzi, estaba su tío Francesco Harrauer, especializado en las conducciones a presión que encauzaban el agua en los meandros inferiores del valle. Se había casado con una Mreule, pariente de Enrico, el fugitivo que había buscado la verdadera vida, la persuasión, en la soledad y la negación. Era una mujer de espléndidos ojos color genciana, que con el pasar de los años se apretaban en una cara cada vez más gorda; mientras el marido estaba cada vez más enfrascado por sus conducciones a presión, la vejez y la gordura la aislaban de la prolijidad de la existencia. Era a su hermana a quien el ingeniero Harrauer le hablaba todo el día de las tuberías y ella, sastre de oficio, repartía su interés entre estas últimas y su trabajo, incluida la ropa interior que cosía caritativamente para los monjes de un convento cercano, sobre cuya puerta figuraba el lema «àbstine sùstine», absténte de la comida salvo en lo necesario para el sustento, palabras que ella leía abstìne sustìne, pensando que esta última se refiriese, según el significado del término homónimo dialectal, a un tipo de botones.

No solo a Baudelaire o a Montale les ha sido dado el poder de encerrar en pocos versos condensados y sibilinos, para delicia de intérpretes, múltiples significados. La hermana del ingeniero Harrauer había conseguido concentrar en una cuarteta, digna de exégesis estructuralistas, la totalidad de su existencia, absorbida por la obsesión hidráulica del hermano, por el trabajo de corte y confección y por el trato con el convento, y le gustaba recitar aquellos versos mientras trabajaba, mascullándolos entre sus labios cerrados que sujetaban agujas y alfileres; «Abstìne sustìne / mudande del frate / condotte forzate / orate per me», donde las orate, las doradas, indicaban probablemente el delicioso pescado de mar.

En Malnisio, los escasos apellidos —Muran, Borghese, Magris, Ongaro, Favetta— se multiplican y se confunden, se desparraman cada uno en una muchedumbre de ramificaciones a las que se alude con los apodos más diversos; Sior, Brusulata, Del Grillo, Miu, Palazzo, parecen referirse a muchos y a ninguno. Ternura, insignificancia, oscuridad de su origen, memoria que se pierde cuantos más nombres, huellas y fechas recupera. A la bisabuela Santina, que había estado al cuidado de los nietos que se quedaron huérfanos desde chiquillos, después de los noventa años se le había ido un poco la cabeza y había olvidado por completo a su marido, el hercúleo Favetta el Rojo a quien se llamaba para domar a los toros más fogosos, con el que había vivido medio siglo y tenido hijos, y les hablaba a los nietos solo de su primer amor, muerto en la guerra del 48 como soldado austríaco. Las opinables interpretaciones, desde las más materialistas a las psicoanalíticas menos halagüeñas para el bisabuelo, son numerosas. Y sin embargo la bisabuela analfabeta había gozado, durante más de dieciocho lustros, de una excelente memoria y, es más, había transmitido a los nietos el único episodio histórico del que era conocedora, la emperatriz María Teresa que encuentra refugio en los nobles húngaros, los cuales le juran fidelidad y, en su versión, le ofrecen un trono. «No me siento», habría respondido María Teresa según la bisabuela Santina, que añadía —ya que en dialecto ese verbo puede venir de sentirse, apetecer, pero también de sentarse— que «non si era mai savesto se la voleva dir che no la se sentiva o che no la se sentava», que no se supo nunca si quería decir que no le apetecía o que no se sentaba.

Una mujer muy anciana dice: «Cuando te vi en la televisión, comprendí que eras el hijo de Duilio. De pequeños íbamos a tirar piedras contra los de Grizzo, yo las llevaba y él las tiraba». También en la guerra, como se sabe, a las mujeres se les confiaba una tarea auxiliar y subalterna. Ese hijo, presente siempre en la fusina, puede rivalizar con la cultura del padre, a pesar de que él leía latín y sobre todo griego mucho mejor, pero le faltan aquellas pedradas que tal vez le hayan permitido al padre afrontar la vida, y también las batallas políticas en los momentos duros del CLN y de la inmediata posguerra, con mayor familiaridad.

Grizzo es el pueblo de al lado, y ya en 1784 un párroco se quejaba de que sus jóvenes «se pasaban de la raya»; la invisible divisoria está poco más allá de la iglesita de la Salud y bastaba para desencadenar rivalidades y transformar en variantes de Romeo y Julieta los amores que la transgredían. Toda identidad es también horrible, porque para existir tiene que trazar una divisoria y rechazar a quien está en la otra parte. Solo un odio más grande supera a los odios más pequeños, que se vuelven a encender cuando deja de existir un enemigo común. Un poco antes de la iglesia de la Salud está el cementerio de Malnisio. De Walter, primo tercero, está solo la fotografía, porque, a diferencia del tatarabuelo, este no volvió de Rusia. Las últimas noticias lo daban como desaparecido en 1942. Ruben, su padre, no se cansó nunca de buscarlo, no se daba tregua; durante años, cuando oía que alguien había vuelto de Rusia, iba a verle, con la esperanza de recibir alguna noticia.

Ruben iba por estos valles con su carro, tirado por un burro sabio y rápido, Morro; quien ha pasado muchas horas con Morro, antes o después cae en la cuenta de que le debe una pequeña parte de su visión del mundo. Ruben era un hombre tranquilo y muy robusto. Una vez, en la taberna, durante una encendida discusión política, uno le dijo que se tenía merecido haber perdido un hijo en Rusia; él lo agarró por el pescuezo y, visto que la ventana estaba solo a un metro del suelo, lo tiró a la calle del otro lado del alféizar y al día siguiente fue a su casa a hacer las paces.

Alrededor del telescopio de Grizzo, Giulio Trasanna reunía a una serie de jóvenes atraídos por su personalidad. Friulano de elección que se reconocía en la patria sin patria de los emigrantes, Trasanna es un escritor con fuerza; su prosa huesuda y rápida capta en concisas pinceladas el efímero decolorarse de la vida, la tragedia de la guerra y la pena de una generación o de una tarde. Se parece a su Friuli adoptivo, a su destino de pasar, inobservado, al margen de la historia. Su leyenda está viva en la memoria de los escritores y artistas que lo conocieron, pero sus fragmentos, fogonazos y epifanías no presentan esos vistosos y fáciles agarraderos a los que la sociedad literaria le hace falta aferrarse para sancionar la gloria de un nombre; no ha escrito ningún libro que se imponga, como un eslogan afortunado, a la fama. A esta no le interesa tanto el valor de una página, cuanto su actitud para convertirse en objeto de consumo intelectual, fórmula sumamente pegadiza.

Existe una Italia de las provincias, ajena a las rencillas del terruño y a menudo más llena de vida e inteligencia que los así llamados grandes centros, que se creen cines de estreno y no son a veces más que viejos estudios cinematográficos en fase de desmovilización. El Menocchio da también su nombre al círculo cultural de Montereale Valcellina —poco más de dos mil habitantes, cerca de seis mil con los aledaños— animado por Aldo Colonnello. Hay quien sabe estar atento a los valores del lugar permaneciendo inmune a esa visceralidad municipal que hoy en día vuelve a menudo tan obtuso y retrógrado el redescubrimiento de las identidades y las etnias, en toda Italia, o más bien en Europa, y también en Friuli igual que en Trieste, muchas veces sofocados por la friulanidad y la triestinidad.

El Friuli, especialmente en la segunda posguerra, cuenta con insignes tradiciones poéticas —Pasolini o Turoldo no son vetas aisladas— y también Montereale es un centro de poetas, apartados y discretos, ocultos en su pequeño mundo, para quienes el friulano (o mejor, sus diversos dialectos, distintos de un valle a otro) no es una cuestión de color vernáculo sino una lengua que mana, arcaica y a la vez actual, colectiva y reinventada individualmente, que desciende a un fondo aluvional del ser y de la historia. «Te vardi tài óe te bùsse i zinóe», te miro a los ojos te beso las rodillas, canta Beno Fignon, fundiendo las hablas de Montereale y Andreis con una flauta del valle y excavando en una inmemorial totalidad épica; «a plòuf la vita ta l’erba dei ans», dice un verso de Rosanna Paroni Bertoja, la vida se hunde en la hierba de los años. Para el heredero desarraigado que no lo sabe hablar, el friulano es una especie de prelengua, un murmullo prenatal que se sume en lo no-hablable, como la cara de un infante en un gran seno. Estas montañas son senos exprimidos, no dan leche como las mamas de la madre tierra en los mitos primordiales; una pobreza secular las ha endurecido pero también las la hecho fuertes, un cuerpo macizo como aquel que celebra un vistoso dicho popular en las mujeres del Friuli y Jacopo da Porcia celebraba en particular en las de Montereale.

También Domenico Scandella, el Menocchio, era a su modo un poeta. Cabe que sus hipótesis cosmogónicas fueran «dislates», como le decía algún que otro paisano suyo, pero ciertamente no más que otras, registradas con marca metafísica o científica de garantía. A diferencia de su perseguidor Odorico, rijoso párroco custodio de la ortodoxia e insidioso con su hija, Menocchio conocía el amor, el amor hacia los hijos, eje de su existencia, y hacia su mujer. «Era mi gobierno», dijo desesperado cuando ella murió. Palabras que merecen entrar en una antología poética del amor conyugal y de la vida compartida —antología sumamente pobre y encogida respecto a la relevancia del tema, una prueba más de la frecuente insuficiencia de la poesía ante la vida.

Una hermosa y amplia casa con un gran patio, al que se llega desde la plaza pasando bajo un soportal, ya no pertenece a la familia que la poseía desde hacía generaciones, porque se vendió, hace muchos años, más bien decenios, para adquirir un descabellado ajuar de bodas, destinado a ajarse y a acabar roído por la polilla. El ajuar de tía Esperia, preparado en vistas al matrimonio con el General, previsto y diferido durante años, tal vez incluso preparado para ganar tiempo y distraer a la tía del tormento de aquella dilación.

Quien ha conocido desde la infancia a Esperia y su ansiosa locuacidad, la recuerda como una niña excitada y remisa y describe su asidua diligencia escolar, su amistad —obsequiosa hasta en los juegos— con la hija del director didáctico, su adolescencia exaltada y timorata, su conciencia estricta y escrupulosa, siempre preocupada por pecar, a pesar de las exhortaciones de los confesores que la invitaban a decir sus rezos por la mañana y a abandonarse luego dichosa y confiada a lo que trajera el resto de la jornada.

De muchacha y de joven, Esperia era puntillosamente devota de la religión y del culto, igualmente puntilloso, de todas las prácticas supersticiosas condenadas por la Iglesia. Se lavaba continuamente las manos, vacilaba antes de echar una carta, porque temía haber escrito involuntariamente algún despropósito o alguna obscenidad, y, después de haberla echado, temía no haberlo hecho y en cambio haberla tirado. Era una criatura acosada; no le había sido dado el benéfico olvido, gracias al cual nos olvidamos de estar continuamente hostigados por la muerte y también, antes de que esta nos dé alcance, por otras catástrofes.

Con sus obsesiones, sus fobias y sus rituales, Esperia había organizado un laberinto de defensas, para espantar el ansia que se infiltraba por todas partes. Incluso había decidido, consiguiendo convencerse hasta la penúltima franja de su friable psique, que el mundo era bueno, que estaba poblado y sobre todo gobernado por buenos. Intentaba así vivir sin miedos, confiando en una bondad general y permitiendo a su corazón amar a quienes estaban a su alrededor —porque ella amaba verdaderamente, había nacido para querer al mundo, a las personas e incluso a los animales, a pesar de que no solo un insecto, sino también un perro o un gato le daban auténtico repelús— y luchaba oscuramente para impedir que el miedo ahogase la ternura que había en ella. Cuando, en el fondo de su persona, su confianza en la bondad de la vida y de las personas vacilaba, ella aturdía y cubría la angustia que se le ponía en la garganta con una verborrea torrencial, hablando sin parar de todo y con todos.

Hacia finales de los años treinta conoció, en el tren, a un oficial emiliano, que habría de convertirse, para ella y para todos, en el General. Esperia era alta, de pelo rubio cobrizo, y el oficial, que la férrea concatenación de las cosas había mandado inapelablemente a aquel departamento, pegó la hebra con ella. Los tiempos eran respetuosos y el honesto oficial, cuyas intenciones no eran desde luego las de crear ilusiones ni mucho menos enredar a una mujer, no habría llegado nunca a pensar que aquel conocimiento inocente, para el que el nombre de flirt hubiera sido casi exagerado, pudiese ser malentendido. Aquel casi nada, para Esperia, fue de inmediato todo; su exaltación le confirió una absolutez pasional, e hizo de ella la única, desmesurada, necesaria sustancia de su vida. El infortunado oficial no tenía ninguna intención de casarse con ella ni había hecho nada que pudiese inducir a una persona razonable a atribuirle tal intención, pero se dio cuenta de que, si se lo hubiera dicho, para ella habría sido una tragedia. Decidió pues no decidir, no hacer ni una cosa ni la otra, prolongar indefinidamente aquella especie de prenoviazgo, que en esa arrastrada continuación se volvía cada vez más indisoluble.

Comenzaron así algunos años de vaga y agotadora espera; de calvario consciente para él, cada vez más atrapado en aquella situación insostenible, y de excitación inconsciente para ella, que no quería descubrir la verdad y era presa creciente de obsesiones febriles, de manías que se extendían a todo, se apoderaban de sus gestos, le hacían ver insectos nauseabundos en los platos y prolongaban sus conversaciones cada vez más interminables con los familiares y los vecinos de casa. El permiso del rey, necesario para el matrimonio de los oficiales de carrera, no llegaba nunca; él era destinado cada vez a un sitio distinto y los dos se encontraban brevemente entre un traslado y otro, a menudo en las estaciones del ferrocarril, paisaje idóneo para aquella desolación y aquella nostalgia.

Los tiempos timoratos y el candor de Esperia no hacían ni siquiera imaginables, para suerte de ambos, otros encuentros. Él, exasperado, se atormentaba, se desahogaba con los hermanos de Esperia y estudiaba junto a ellos, comprensivos y solidarios con su destino, planes de retirada que se revelaban cada vez más imposibles; ella, Medea desgarrada y furiosa, se afligía y afligía sin cesar al involuntario seductor seducido, persiguiéndole con su pena, que le remordía en la conciencia. Entretanto leía en voz alta ante la familia las cartas de su General —que llamaba siempre así y no por su nombre— pensando que su creciente indeterminación fuese lo Sublime del amor y tapizando las paredes con algunas grandes fotografías suyas de uniforme, imágenes de un hombre robusto y apacible, al que el uniforme y las condecoraciones conferían solvencia y dignidad sin quitar afabilidad. Mientras tanto su ajuar iba aumentando cada vez con nuevas piezas, que habían acabado por exigir la venta de aquella casa familiar de Malnisio, con la contrariedad de los hermanos, compasivos pero sobre todo atemorizados por las inimaginables consecuencias de un rechazo por su parte; sábanas, colchas y alfombras que se depositaban en baúles y cajas, muebles amontonados en el sótano, incluso un piano.

Con alivio del General, tras años de grisáceo furor llegó la Segunda Guerra Mundial y con ella la campaña de África, la lejanía, una herida en el pulmón; la posibilidad de morir y la distancia de casa le hacían menos penosas las cartas de Esperia y la eventualidad de no volver nunca más se las convertía casi en algo querido y confortante. Fue para ambos su estación feliz, o al menos soportable, porque la tragedia colectiva de la guerra y la imposibilidad material de verse transformaban la torturante dilación en una alta renuncia. Esta pausa misericordiosa pareció acabarse con la guerra, pero antes de que el General, apenas llegado a Italia y de vuelta a casa, a su pequeña finca de Emilia, pudiera volver a ver a Esperia, que había permanecido en Trieste, fue secuestrado una noche por unos hombres armados —en aquel caos y en aquellos lugares en que la Resistencia se corrompía en venganzas personales y sociales— y muerto de unos pistoletazos.

Sobre Esperia descendió la gran, benéfica liberación de un dolor noble. Desde aquel momento ya no fue una esposa fallida, sino una viuda, una mujer que había sufrido pero también vivido, que había perdido a su hombre en una tragedia cruel, pero lo había tenido. La numerosa familia del General, trastornada por su muerte, la acogió como si hubiese sido su viuda y empezaron para ella unos años felices. Sin mayores titubeos, iba a visitar a las más diversas ciudades a los parientes de su consorte pasado a mejor vida, frecuentaba a los cuñados y se atareaba con los sobrinos y los segundos sobrinos, no se perdía un bautismo, una confirmación, una vicisitud escolar o un casamiento. Viajaba continuamente, como tiempo atrás, pero ahora el mundo era amistoso y atractivo, lleno de cosas, de colores, de estaciones, sostenido por tristes y buenos recuerdos.

Era una mujer satisfecha; sus formas se redondeaban en una confortante y moderada gordura, su piel ya no tenía la lisa frescura virginal, pero se dejaba surcar con ufana despreocupación por las arrugas de la vida. Sus manías casi habían desaparecido y cuando llevaba a los sobrinos al Jardín Público se distinguía cada vez menos de las demás madres o abuelas. Incluso había aprendido, tarde pero bien, a hacer jerséis cálidos y suaves, sobre todo para uno de los sobrinos, que era su preferido. Hablaba siempre mucho —y casi siempre del General, que le hacía compañía desde muchas fotografías— pero con una elocuencia pastosa y sosegada, exenta de histeria.

La primera vida de Esperia, exacerbada y agobiante, había durado treinta y cinco años; la segunda, serena y distendida, cuarenta y siete. La tercera duró un mes y medio. A los ochenta y dos años, con una semiparálisis repentina en las piernas y no autosuficiente ya, fue internada en una casa de reposo, en Trieste. Una semana después, se tiró de una ventana del tercer piso. A pesar de la altura, las fracturas no fueron graves, pero Esperia, en el hospital, no salió ya de la cama. Clínicamente estaba bien, pero había cambiado de expresión; era lacónica y reticente, respondía con una sonrisa estereotipada a las frases de circunstancia y de ánimo de los familiares. Hablaba por monosílabos, secos y duros. De su habitación habían desaparecido las fotografías del General; las debía de haber eliminado antes del salto.

Su sobrino iba de vez en cuando a visitarla al hospital; con prisas, como suele ocurrir. Advirtió de inmediato que no hablaba nunca del General; en aquel mes y medio no lo nombró ni siquiera una vez. Debía de haber abierto de improviso los ojos al vacío de su vida, al equívoco en el que había vivido, y decidió dar por terminada la partida. Un mes y medio después de su ingreso en el hospital, murió por una de esas causas vagas que los certificados médicos definen como «colapso cardiocirculatorio». En cualquier caso su Estado Mayor había mandado a sus propias milicias, a los órganos ya cansados de mantenerse firmes, que rompieran filas. Tras haber mirado en aquel vacío, Esperia ya no quería, ya no podía vivir. Si se prefiere se puede también hablar de arteriosclerosis, pero es solo otro modo de decir lo mismo, igual que H2O indica la poesía huidiza e indiferente del agua.

Alguien podría preguntarse también cuándo había vivido Esperia en su verdad, si en los largos años exacerbados, si en aquellos otros igualmente largos y satisfechos del autoengaño o en la revelación final de la nada; el sobrino, por su parte, piensa más bien, con una leve desazón, en la prisa de sus pocas visitas a aquel hospital y en el calor que le daban, en invierno, aquellos jerséis.

Frente a la casa de Ruben, cerca de la vieja Calle Grande, está la de Vinicio Ongaro, que vive en Trieste pero no falta nunca a la fusina y pasa en Malnisio además un mes en verano. Ongaro es médico; su tranquilizadora serenidad y su apacible y firme precisión dan de inmediato un sentimiento de alivio a los pacientes que vienen a él llenos de ansias, de los fantasmas del insomnio y el pánico, las obsesiones forzadas, el vacío de una vida que parece hundirse en la oscuridad. Él escucha, solícito, sin prisas; algo, en su rostro y en su trato, recuerda la cuidadosa rectitud y la melancólica bondad de Freud, corregidas por una socarrona ironía. Se adentra en las espirales de la angustia con la paciente ligereza de un gato; tantea el terreno con preguntas discretas, sugiere un fármaco sin prometer milagros, pero su garra felina no se deja escapar la sierpe del ansia, la aferra sin ambages y la saca fuera, y a menudo, algún tiempo después, las personas acosadas por demonios se vuelven capaces de vivir.

Entre un paciente y otro, Ongaro se pone a la máquina de escribir; alguna vez, si el tiempo que le queda para sí mismo es demasiado exiguo, dicta en el magnetofón. Fragmentos de diálogo, imágenes aisladas, esbozos de un carácter o de un asunto, la epifanía de un instante, la luz de un atardecer o de una cara, el flash de un relámpago en la lluvia, la silueta del fuego que se alza de la fusina y desaparece en el aire. En torno a estos bocetos, se va condensando poco a poco una historia, nace una novela. Ongaro es un narrador clandestino; uno de los más clandestinos, porque ha publicado libros a la chita callando, en pequeñas editoriales que se las ven y se Jas desean para entrar en los circuitos culturales, recibiendo estima y aprecio, pero no la notoriedad ni el billete de entrada en el club oficial y reconocido de la literatura, y perdiendo la punzante virginidad del manuscrito en el cajón.

Extraño a programas ideológicos y a poéticas declaradas, Ongaro simplemente cuenta la vida, captándola en su fluir opaco, como empañada en el acuario de pensamientos, recuerdos, asociaciones que emergen de lo más profundo y allí vuelven a hundirse. Plasma la simple realidad cotidiana, tan difícil de narrar —gestos, objetos, instantes— y sobre todo la zona gris de lo preconsciente, ahí donde la conciencia se vela, dejando aflorar grumos de lo vivido, pero sin apagarse. La protagonista de la novela Un pobre mañana es una figura femenina de las que no se olvidan, un flaubertiano corazón sencillo. Quién sabe si basta, para los laureles de las letras.

La vida, algunas veces, sienta mal, da dolor de cabeza incluso a quien sabe curárselo a los demás. Quizá para Ongaro la vida sea una migraña, que en sus páginas se convierte en un modo de ser. Pero también están las cosas, ofrecidas generosamente a los sentidos, las mujeres, los colores de las estaciones, la ternura de los afectos, el resplandor de la luz en el agua, esos árboles frondosos frente a su casa de Malnisio. Irónico y tímido, entre una prescripción farmacológica y la paterna atención a interminables fobias, Ongaro escribe a trozos y a bocados sus historias, fragmentos que poco a poco van componiendo una novela ordenada, cuya estructura y cuyo sentido se le revelan al final, como ocurre en la vida. Tal vez también escribir en la sombra sea una forma de migraña, pero en la escuela de esta última se puede aprender a entender la existencia, a domarla y a saborearla, benévolamente autónomos del mundo.

La Valcellina propiamente dicha, hórrida y tierna, empieza más allá del túnel de Magredo, que parece introducir, como los túneles de la carcoma hipotetizados por la ciencia (ficción), en otro tiempo, remoto e inmóvil. Hasta la apertura de la carretera del canal de Montereale, en 1903, el aislamiento era secular; la leyenda reza que Atila y Napoleón, una vez que se hubieron asomado, se volvieron atrás, tal vez porque a sus ansias de conquista no se les ofrecía nada que conquistar en aquel valle, en el que solo la huida ante los húngaros y demás bárbaros podía haber inducido a alguien a establecerse. Hasta 1805 incluso las representaciones cartográficas de la zona eran inciertas y abarrotadas de errores.

La montaña muestra sus rugosidades como repliegues en un rostro enteco, moteado por las manchas vinosas de las matas de brezo violáceo; tierra y piedras tienen el color del plomo y de la pobreza. En estos valles, la gente, de la que trata Sgorlon en sus novelas, ha vivido sumergida en los detritus del río de la historia, que les ha pasado por encima. Pero también bajo un cielo empapado de niebla y lluvia, el Cellina, que fluye en el fondo, tiene una inalterable transparencia luminosa, su color verde agua es suficiente para que el valle se vuelva más claro.

Apartado y lateral, Andreis tiene su regia y tranquila indiferencia propia, incluso el dialecto tiene su individualidad autónoma. Hay quien talla y trenza canastas de madera y quien talla y trenza palabras. Andreis cuenta con dos poetas, que se contraponen idealmente, casi como repitiendo la confrontación —que fue incluso duro enfrentamiento— entre el tradicionalismo de la Filológica Friulana y la innovación arcaico-revolucionaria de la Academiuta de Pasolini. Federico Tavan es el poeta maudit transgresivo-inocente, socialmente irregular e indigesto, marcado por diversas marginaciones y proclive, como muchos otros autores de su cuerda, a hacer de ello un ostentoso estilo de vida —la indefensa fragilidad psíquica puede ser también un escudo eficaz— pero capaz de ir al fondo de las palabras y de descender a pique en el malestar. «Anc’jò ’e ven jù», también yo voy allí abajo, Ugo Piazza, nonagenario, es el versificador de buenos sentimientos y hermosas palabras puestas en rimas decorosas. Pero cuando lee, conmoviéndose, una composición suya sobre un copo de nieve que desciende sobre un farol, uno se da cuenta de que también en la casa de la poesía, como en la del Padre, puede haber muchas moradas. Aunque «todos quieren hacer versos, pero Europa quiere cosas más sólidas y veraces que la poesía», escribía Leopardi en 1826, reprobando que tantas personas fueran detrás «de los versos y las frivolidades».

Desde Andreis, una pequeña desviación para Poffabro, en Val Colvera. El pueblo está casi desierto, las ventanas son ojeras vacías, aquí y allá se descompone una puerta de madera. En busca de un tallista de flores, renombrado por su maestría y por las historias antiguas que recuerda, preguntamos a la única persona que cruza por aquellas callejuelas, un anciano con la cara roja y opaca de vino. Responde, con dignidad, que no sabe, y añade que ha perdido la memoria, dominando por un momento plácidamente el vacío en el que se ha precipitado. Alguien, al observar los balcones trabajados en madera oscura, el orden de los leños apilados bajo las escaleras, la gracia de las ventanas, dice que las casas son bonitas. «No, no son bonitas, vengan a ver lo feas que son por dentro»: una mujer se asoma a la ventana, el pelo revuelto. Son feas, vengan a verlo, repite con voz aguda y demasiado alta, varias veces, incluso cuando los desprevenidos admiradores del pueblo han vuelto ya la esquina.

Después de la cuenca de Barcis con su lago, Claut, Cimolais, Erto y Casso; la carretera sube hacia el Vajont a través de un paisaje ferroso y polvoriento, las laderas del monte que cedió en aquellos trágicos minutos del 9 de octubre del 63 muestran resquebrajaduras y amoratamientos, grandes pedruscos caídos como dientes estropeados descuajados de una encía. «Nosotros paupérrimos súbditos de Vuesa Merced», rezan antiguas súplicas de estos pueblos. Sordidez y pena del Friuli de los tiempos difíciles, desolación de la vida perdida y ahogada por la brutalidad de la supervivencia —en este barro de la historia y la existencia camina María Zef, trágica y gran heroína de la trágica y gran novela de Paola Drigo.

Las casas de Erto de abajo y de Casso están vacías y amenazan derrumbarse, se asoman a precipicios y abismos, miran hacía abajo. Estos lugares tienen una tristeza de purgatorio, harto más difícil de representar que el infierno. El pueblo tiene una geométrica belleza propia, de cuadro antiguo, en esas viejas casas que se contraponen a las nuevas; en estos pagos las dificultades, incluso los terremotos, son sacudidas que despiertan la energía vital. En las viejas callejas, barro y batiburrillo fangoso se han coagulado en los corrales desiertos; la arcilla de la que estamos hechos no es muy distinta, y sin embargo según algunos ha merecido que las manos del creador la modelasen.

En Erto, las manos de Mauro Corona conocen la magia de crear vida con las cosas. Corona, que a primera vista parece un excéntrico montañés, es un gran escultor, quizá aún no consciente del todo de serlo. Sus figuras de madera tienen la fuerza increíble y al propio tiempo la dolorosa friabilidad de la vida. Cuerpos de mujer, rostros absolutos de ancianos, animales, crucifixiones, un tronco de olivo transformado en un torso trágico, en una Nike de estos valles, antigua y ásperamente contemporánea. Cuando no esculpe, Mauro Corona trepa por las más arduas paredes de las más diversas montañas del mundo y cede, casi por nada, sus fotografías, que hacen publicidad de equipamientos deportivos, a astutos patrocinadores. Su cuerpo es de alambre y su inteligencia fulmínea tiene la sencillez de la paloma evangélica. Haría falta ser taimados como serpientes, expertos en la maldad del mundo y conscientes de cuánta malicia se necesita para no ser destruidos por ella. Quién sabe si la cabeza, el corazón y las manos que crean esas figuras pueden prescindir de la prudencia de la serpiente.

Camino ya de vuelta, una parada en Barcis. Las aguas del lago artificial resplandecen de un verde esmeralda, como demostración de que el artificio no es menos encantador que la naturaleza, o mejor, que no hay nada artificial, porque es siempre ella, la naturaleza, la que produce y escenifica todo, incluso aquello que parece contradecirla. Le preguntamos a una anciana, vestida de negro, dónde está el concejo. «Dónde quiere que esté, en la escuela, a la fuerza. Antes la gente tenía hijos, ahora ya no tienen, y en las escuelas vacías meten todas esas cosas». Entrados en el edificio, parecería más que legítimo dirigirse a un empleado para saber si en la biblioteca hay libros sobre el pueblo y su historia, en especial las obras de Giuseppe Malattia della Vallata, rimador decimonónico de los Cantos de la Valcellina y de un Himno a la Materia. «¿Pero usted a quién representa?», pregunta a su vez el empleado, sin ser capaz de concebir que alguien pueda buscar un libro o ir de paseo por su cuenta. La pregunta es difícil y ni siquiera Marisa y los amigos, que esperan turbados en la puerta, saben sugerir una respuesta. Desde luego, son muchas las categorías a las que uno podría decir legítimamente que representa: los bípedos, los profesores, los casados, los padres, los hijos, los viajeros, los mortales, los automovilistas, pero… De esta forma, el meollo de este viaje a la tierra de los antepasados es la pérdida de otro pequeño trozo de autonomía individual, de Su Majestad el Yo. Hará falta pues resignarse a no volver a decir «Usted no sabe quién soy yo», sino «Usted no sabe a quién represento yo».