7. La cajita dorada
Siento un beso sobre mi frente. Abro los ojos.
—¿Cómo es que te has dormido vestida?
Se enciende la luz. Una chica joven, de vaqueros y chaqueta de hombre, con la cola de caballo larga, lisa y un poco deshecha, se sienta a los pies de la cama grande, me sonríe.
—No me habrás estado esperando, ya te dije que no te preocuparas.
Se descuelga el abultado bolso de cuero que lleva consigo, se pone a hurgar en su interior y empieza a sacar objetos variados que deja encima de la colcha: una agenda, la Guía del ocio, un paquete de pitillos arrugado, dos pares de gafas ahumadas, unas rotas y otras no, el estuche de los cosméticos, un reloj de pulsera.
—¿Qué hora es? —pregunto maquinalmente.
—Las cinco —dice, echándole una mirada.
—¿Tan tarde?
—Pero bueno, ya sabías que iba a tardar, tenía que esperar a que me trajera alguien.
Miro hacia la ventana, se filtra, a través de los visillos, un conato de claridad lechosa, me incorporo.
—No me dejes todo eso encima de la cama, que me agobia.
—Es sólo un momento, en seguida lo meto.
—¿Pero qué buscas?
—Nada, el Respir, aquí está.
Ha sacado un frasquito de plástico blanco, le desenrolla el tapón y se lo aplica a la nariz, echando la cabeza para atrás. Aspira concienzudamente.
—Vaya, has vuelto a coger frío. Si es que no te abrigas.
—Hacía muy bueno esta tarde cuando me fui, creí que hasta me iba a sobrar la chaqueta. Pero además no he cogido frío, ¿no ves que me han traído en coche? ¡Qué manía tienes siempre con el frío!
—¿Has venido en coche? ¿De dónde?
—De Becerril, si te he llamado desde allí, desde casa de Alicia, ¿no te acuerdas?
—¿Quién te ha traído?
—Juan Pablo.
Se pone a recoger sus cosas y las echa en revoltijo dentro del bolso, deja fuera el paquete de tabaco, lo palpa.
—Me fumo un pitillito aquí contigo y luego me voy a acostar, ¿quieres uno?
La miro con extrañeza, hago un gesto de negación, ha subido los pies a la colcha y apoya la espalda contra el borde inferior de la cama. Detrás de ella veo la estantería laqueada de blanco, etagére se llamaba en los años del art-déco.
—Te veo rara —dice—, no estarás enfadada conmigo.
—No. ¿Qué tal lo has pasado?
—Muy bien. ¿Tienes cerillas?
Miro en torno, qué desorden, no las veo. El primer pitillo me lo fumé en segundo de carrera, en época de exámenes, me lo dio mi amiga Mariores, ella había aprendido a tragarse el humo, estábamos en su casa, estudiando dilectología.
—Deja, no busques más, acabo de encontrar el encendedor.
—A ver si a partir de mañana te pones a estudiar un poco en serio. Estamos a principios de mayo.
A la luz de la llama que acerca ahora al pitillo, se le dibuja un gesto de contrariedad.
—Bueno, sí, ya lo pensaba hacer, pero no me lo digas al volver de una fiesta. No es el momento.
Ha cogido un libro que había encima de la colcha y se pone a hojearlo, mientras fuma, en silencio.
—Todorov… —dice—. ¿Qué tal está este libro?
Me encojo de hombros sin contestar nada.
—¿Pero qué te pasa?
—Nada, me duele la cabeza.
—Será de la tormenta. ¿No has salido?
—Me parece que no, no me acuerdo.
—Pero ha venido a verte alguien, ¿verdad?
Echo los pies fuera de la cama con un repentino sobresalto, me quedo inmóvil con los ojos fijos en la cortina roja, luego la miro a ella.
—¿Por qué me miras con esa cara de susto?
—Dices que ha venido alguien… ¿Por qué lo has dicho?
—Porque he visto ahí fuera una bandeja con dos vasos.
Me pongo de pie, como movida por un resorte, y cruzo en dos zancadas el espacio que me separa de la puerta, me detengo en el umbral agarrándome a la cortina con la mano derecha, recorro de una ojeada ávida el espacio que, desde aquí, se ofrece ante mis ojos. La habitación empapelada de rojo está vacía y silenciosa, como un decorado después de la función. Al fondo se ven las baldosas blancas y negras del pasillo que conduce al interior de la casa, sobre el sofá ha quedado abandonado un chal, el cajón del mueblecito con espejo aparece cerrado, las cortinas de la puerta que conduce a la terraza, corridas. Delante de ellas, en el suelo, hay un montón de folios, grueso y bien ordenado, con un pisapapeles encima, representa una catedral gótica con columnas irisadas; me dirijo hacia ese punto, me agacho a cogerlos, los deposito con cuidado sobre la mesa. Mi hija ha salido del dormitorio, la siento respirar detrás de mí. Tengo que tapar los folios, que nadie los vea. Rápidamente retiro el pisapapeles y los cubro con una carpeta grande.
—No te preocupes, que no te fisgo nada. ¿Has estado escribiendo?
—Sí, un poco.
Instintivamente finjo ordenar los otros objetos que hay sobre la mesa. Veo el grabado de Lutero y debajo de él, doblada, la carta azul.
—¡Qué bien!, ¿no?, decías que no eras capaz de arrancar con nada estos días.
—Pues ya ves, hay insomnios que cunden.
—¿Has tomado dexedrina?
Me vuelvo, apoyándome en la mesa y me encuentro con sus ojos intrigados. Antes de que apareciera la carta azul, fui a la cesta de costura en busca de algún fármaco, sí, tal vez…
—No me acuerdo —digo.
—Bueno, mujer, pero no pongas esa cara de apuro, te lo preguntaba por preguntar. ¿Qué piensas?
—Me preocupa que últimamente estoy perdiendo mucho la memoria, con la buena memoria que tenía yo.
—Y la sigues teniendo.
—Para las cosas pasadas, pero en cambio se me olvida lo que acabo de hacer hace un momento.
—Eso es por despiste.
—No, es por la edad.
—Ya empezamos, no digas bobadas. Antes cuando entré y te vi dormida estabas más guapa, parecías una niña.
—¿De verdad?
—De verdad, daba pena despertarte, pero como no te quedas tranquila cuando vuelvo en coche y antes ha habido ese vendaval, ¿lo habrás oído, no?
—Sí, ya lo creo.
—Allí en la sierra era horrible, por eso he tardado un poco más también, estuvimos esperando a que amainara.
Miro el sofá vacío con el chal negro encima.
—Oye, cuando me viste dormida, ¿dónde estaba?
—¿Cómo que dónde estabas? En la cama, ¿dónde ibas a estar?
Me acerco al sofá, cojo el chal, me lo pongo por los hombros.
—Es que me eché aquí y creo que me quedé dormida, no sé cuándo me cambiaría a la cama.
—¡Huy! A mí también me ocurre eso en muchas ocasiones.
Bosteza. Luego se acerca a la bandeja con el termo y los vasos, que sigue encima de la mesita.
—Bueno, me acuesto, ¿llevo esto a la cocina?
—Haz lo que quieras.
—¿Me vienes a dar un beso cuando esté ya en la cama?
—Sí, primero voy a acabar de recoger aquí, ahora voy.
La miro salir de la habitación con la bandeja en la mano. De pronto se vuelve, ya desde el pasillo.
—Oye, ¿y esta cajita tan mona?
La visión fugaz de sus dedos sobre la cajita dorada me deja sin respiración, desvío los ojos hacia la derecha, fingiendo no haber oído, dándome una tregua para contestar algo. Vuelve a venir hacia acá.
—Cada día oyes peor. Te preguntaba que de dónde has sacado esta cajita.
—La tengo hace mucho tiempo, me la regaló un amigo.
—Nunca te la había visto.
—Es que creí que la había perdido, la he encontrado buscando otra cosa.
—Es preciosa, ¿te la dejo aquí?
—Sí, dámela.
La oigo irse, me quedo con la cajita apretada en el cuenco de la mano, los oídos me zumban —«… desde que salí de casa traía intención de regalársela»—, cierro los ojos un momento… Los abro porque me parece haber oído un grito de susto. Echo a correr hacia la cocina y me tropiezo en la puerta con mi hija.
—Qué horror, qué cucaracha más enorme, nunca he visto una cucaracha tan grande.
—Ay, hija, me has asustado, creí que era otra cosa.
—¿Qué cosa iba a ser?
—Qué sé yo, algo más grave, las cucarachas son inofensivas, mujer.
—Ya, inofensiva, pero a ti también te dan miedo, no vengas ahora diciendo que no.
«… Lo que da más miedo es que aparezcan justamente cuando está uno pensando que van a aparecer…».
—Se ha metido debajo del fregadero, mátala por favor, era enorme.
—Todas parecen enormes.
Entro con decisión, el miedo ajeno ayuda a superar el propio, guardo la cajita dorada en el bolsillo del pantalón, mientras me acerco al fregadero, suspiro.
—Anda a acostarte si quieres; ahora la buscaré.
—Pero no la mates con el pie, me da mucho asco.
—Que no, no te preocupes, cogeré el spray.
—Bueno, pues hasta ahora. Cierro la puerta para que no se escape. Tráeme luego un vaso de agua.
Oigo la puerta que se cierra a mis espaldas, ruidos en el cuarto de baño, unos pasos por el pasillo. Me he quedado inmóvil, sin intención, recuerdo ni designio alguno. El recinto comprendido entre el espejo y el aparador se ha convertido en un tablero de juego abandonado, hay miles de agujeros por donde puede haberse metido la cucaracha, pero para ponerse a buscarla hay que tener ganas de jugar, sentir un mínimo de excitación o curiosidad, yo sólo tengo sueño. Me acerco al fregadero, me inclino sin ganas, saco el cubo de la basura, la cucaracha no está. Me siento un rato en el sofá marrón y me quedo mirando el gran aparador cerrado, luego descanso la cabeza entre los brazos, me cuesta trabajo pensar que estuvo en el cuarto de atrás, tal vez no estuvo nunca, estoy cansada.
Al cabo me levanto, abro la nevera y lleno un vaso de agua fría. Salgo con él al pasillo, la puerta del cuarto de mi hija está entreabierta, la empujo con el pie.
—Toma, aquí te dejo el vaso de agua.
No contesta. Se ha quedado dormida sin apagar la luz. Avanzo de puntillas sorteando los libros, zapatos y prendas de ropa tirados por el suelo. En la mesilla no hay espacio libre ni para poner una moneda de cinco duros; aparto un libro que tiene abierto bocabajo, El hombre delgado, de Dashiell Hammett. «… indicios contradictorios, pistas falsas, sorpresa final», leo en la contraportada. Dejo el vaso, me inclino a darle un beso y rebulle sonriendo con los ojos cerrados.
Ya estoy otra vez en la cama con el pijama azul puesto y un codo apoyado sobre la almohada. El sitio donde tenía el libro de Todorov está ocupado ahora por un bloque de folios numerados, ciento ochenta y dos. En el primero, en mayúsculas y con rotulador negro, está escrito «El cuarto de atrás». Lo levanto y empiezo a leer:
«… Y sin embargo, yo juraría que la postura era la misma, creo que siempre he dormido así, con el brazo derecho debajo de la almohada y el cuerpo levemente apoyado contra ese flanco, las piernas buscando la juntura por donde se remete la sábana…».
¡Qué sueño me está entrando! Me quito las gafas, aparto los folios y los dejo con cuidado en el suelo. Estiro las piernas hacia la juntura de la sábana y, al ir a meter el brazo derecho debajo de la almohada, mis dedos se tropiezan con un objeto pequeño y frío, cierro los ojos sonriendo y lo aprieto dentro de la mano, al tiempo que las estrellas risueñas se empiezan a precipitar, lo he reconocido al tacto: es la cajita dorada.
Madrid, noviembre de 1975-abril de 1978