2. El sombrero negro

Me despierta el sonido del teléfono, lo cojo a tientas, sobresaltada, sin saber desde dónde, y una voz masculina desconocida pronuncia mi nombre y mis apellidos con un tono seguro en el que se trasluce cierto enojo. Doy la luz: «Sí, soy yo, pero ¿qué pasa?», y mientras le oigo decir que ha estado llamando a la puerta mucho rato y que ahora me telefonea desde el bar de abajo, compruebo que estoy acostada en la cama grande y que, al dar la luz, he tirado un vaso de agua que había en la mesilla y el embozo de la sábana se ha empapado. La humedad ha alcanzado también al libro de Todorov, que yace en la colcha con unos papeles encima. Lo seco atropelladamente con la manga del pijama.

—Perdone, ¿qué hora es? —le pregunto.

Me contesta que las doce y media, que ésa era la hora que le había marcado para la entrevista, no sé de qué entrevista se trata, pero no me atrevo a confesárselo; tiene una voz dominante, no se disculpa por haberme despertado, aunque lo ha tenido que notar, al parecer yo le había asegurado que estoy despierta siempre hasta muy tarde, dice que, si lo prefiero, se va y vuelve otro día.

—No, no se vaya. Estoy completamente despierta —le aseguro con una convicción incomprensible, como si en mantener esa mentira me fuera la honra—. Es que desde esta habitación del fondo se oye mal el timbre, es una casa con mucho pasillo, ¿sabe? Pero ahora estaré al tanto, suba cuando quiera.

—Lo que pasa es que ya no veo al sereno, y como llueve de esta manera…

Miro hacia la ventana, que sigue entreabierta y sobre las losas de la terraza cae, efectivamente, una lluvia hostigada y torrencial.

—Pues espere un momento, bajo a abrirle.

Me quito el pijama a toda prisa, me enfilo unos pantalones, una camiseta, las sandalias, cojo las llaves, atravieso el cuarto de estar. Al llegar a la puerta que sale al pasillo, cubierta a medias con una cortina roja, me detengo unos instantes, antes de dar la luz, con el presentimiento de que va a aparecer una cucaracha. Pulso con recelo el interruptor, y a un metro escaso de mis pies aparece una cucaracha desmesurada y totalmente inmóvil, destacando en el centro de una de las baldosas blancas, como segura de ocupar el casillero que le pertenece en un gigantesco tablero de ajedrez; lo peor es que no se mueve, aunque es evidente que cuenta con mi presencia como yo con la suya, de ahí le viene la fuerza, su designio parece ser el de cortarme el paso. No sé el tiempo que nos mantenemos paralizadas una frente a otra, como intentando descifrar nuestras respectivas intenciones; yo, al cabo, descarto las del ataque y opto por las de la huida: echo a correr, saltando por encima de su cuerpo, que es casi del tamaño de un ratón, y me sigue con un tambaleo sinuoso; al doblar el segundo recodo del pasillo, dejo de mirar para atrás, llego agitada al vestíbulo, doy un portazo, salgo al rellano de la escalera, me considero a salvo. Apoyada, a oscuras, contra la pared, junto al hueco del ascensor, procuro tranquilizarme y esperar a que mi respiración se normalice, era enorme, parecía que me miraba, ¿me estará esperando?, menos mal que, cuando vuelva a entrar, no vendré sola, la compañía de un hombre siempre protege.

La escalera se ha iluminado de repente, me acerco al ascensor con intención de llamarlo, pero no llego a tiempo de hacer el ademán, porque la flecha roja se ha encendido por su cuenta; me quedo con el dedo en el aire junto al cuadro de botones, el ascensor está subiendo, ¿vendrá aquí?, debe ser él. Espero con una ansiedad mezclada de susto, como antes de ver aparecer a la cucaracha; la flecha no se apaga, sigue subiendo, viene, ya debe haber pasado del quinto… y del sexto… se oye el ruido cerca, ya está aquí. Se para y un hombre vestido de negro sale y se queda mirándome de frente. Es alto y trae la cabeza cubierta con un sombrero de grandes alas, negro también.

—Por fin apareció el sereno —dice.

Y me tiende una mano grande y delgada, un poco fría. Después de estrechársela, la mía me tiembla un poco cuando meto la llave en la cerradura. Doy la luz del vestíbulo.

—Pase —le digo.

Le precedo por el pasillo, sin volverme, en silencio. Antes de doblar la primera esquina, me detengo en seco y su cuerpo tropieza contra mis espaldas, me sujeta, le miro cohibida, no creí que viniera tan cerca.

—Perdone, es que antes había aquí una cucaracha enorme y me asusté. Ya parece que no está, se habrá metido en la cocina.

Al fondo de este tramo del pasillo se ve el cuarto de estar envuelto en resplandor rojizo. Avanzo mirando con aprensión las baldosas blancas y negras.

—Las cucarachas son inofensivas —le oigo decir a mis espaldas—, y tienen un brillo muy bonito, además. Hay demasiados prejuicios contra ellas.

Hemos llegado al cuarto de estar, aparto la cortina, le dejo pasar delante y guardamos silencio. La puerta que comunica con mi alcoba, cubierta a medias por una cortina igual, ha quedado entreabierta. El hombre —lo comprueba con cierta inquietud— se dirige hacia ese punto y se queda mirando un cuadro que hay en la pared, junto a la entrada al dormitorio. Se titula El mundo al revés y consta de cuarenta y ocho rectángulos grabados en negro sobre amarillo, donde se representan escenas absurdas, como por ejemplo un hombre con guadaña en la mano amenazando a la muerte que huye asustada, peces por el aire sobre un mar donde nadan caballos y leones, una oveja con sombrero y cayado pastorando a dos gañanes, un niño a cuatro patas con una silla encima y el sol y la luna incrustados en la tierra bajo un cielo plagado de edificios. Era un papel de aleluyas que alguien compró una vez por dos pesetas en un pueblo de Andalucía, me lo regaló y yo lo mandé plastificar y ponerle un marco dorado. El hombre lo contempla con atención, luego se vuelve, se quita el sombrero, que está bastante mojado, y me consulta con la mirada si lo puede dejar sobre la mesa, le digo que sí. Tiene el pelo muy negro, un poco largo; sus ojos son también muy negros y brillan como dos cucarachas.

—Así que tiene miedo de las cucarachas —dice.

—Sí, sobre todo cuando pienso que van a aparecer, lo que más terror me da es la forma que tienen de aparecer cuando se está pensando en ellas y de arrancar a andar a toda prisa, son imprevisibles.

—Son misteriosas —admite—. Como todas las apariciones. ¿A usted no le gusta la literatura de misterio?

Ha dejado el sombrero, como un pisapapeles provisional, sobre unos folios que había junto a la máquina de escribir. Todos sus ademanes parecen de cámara lenta.

—¿La literatura de misterio? Sí. Siempre me ha gustado mucho. ¿Por qué?

—Como no la cultiva.

Se ha sentado, sin que yo le invitara a hacerlo, en el rincón de la izquierda del sofá. Yo me he quedado en pie junto a la mesa donde acaba de posar el sombrero. Por la parte superior de la máquina asoma un folio empezado, leo de refilón: «… al hombre descalzo ya no se le ve». ¿Cuándo he escrito esto?, tenía idea de haber dejado la máquina cerrada y con la funda puesta, últimamente estoy perdiendo mucho la memoria. Miro, como para tomar contacto con la realidad, la figura de mi visitante, que ha extendido las piernas y está explorando la habitación, desde su asiento, con una mezcla de interés, pausa y lejanía.

Trato de concentrarme en lo último que ha dicho, me da la impresión de que lo ha dicho hace demasiado rato.

—Bueno, mi primera novela era bastante misteriosa —digo algo aturdida, con la mirada fija de nuevo en la mesa donde me apoyo. También los folios que deja ver el sombrero están escritos, parte a mano y parte a máquina, forman un montón como de quince, hace tanto tiempo que no escribo nada que me inspiran una profunda curiosidad. Mi mayor deseo sería sentarme a mirarlos, pero la voz del hombre aventa mi propósito.

—Perdone, no he entendido bien lo que ha dicho, habla usted muy bajo.

—Sí, calculo mal la voz —digo, alzándola—, unas veces hablo demasiado alto y otras demasiado bajo.

—Eso les ocurre a todos los sordos —concede con la misma naturalidad con que afirmó que las cucarachas son misteriosas—. ¿Padece usted trastornos de oído?

—Sí, ya hace algún tiempo.

De pronto flota en la atmósfera esa peculiar tirantez que se produce en la consulta de los médicos antes de que empiecen a indagar los síntomas de nuestra enfermedad. Me sorprendo diciéndole:

—Cuando oigo peor es cuando estoy echada.

Y luego me paro en seco, al darme cuenta de lo absurdo de la frase, y porque tengo la impresión de que me está mirando con cierta ironía.

—Por eso antes no oí llamar a la puerta —añado apresuradamente—, porque estaba echada.

Vuelvo a quedarme abstraída. Cuando me despertó el teléfono estaba echada encima de la cama, sí, se me cayó el vaso de agua. ¿Pero antes? Antes me había quedado dormida sobre el suelo, encima de una carta azul. Miro hacia la cortina que da paso al dormitorio, con la mente en blanco, como siempre que he perdido una cosa y, para encontrarla, me esfuerzo en reproducir el itinerario de mis pasos borrados en la niebla («¿Salí?», «¿Fui a la cocina?», «Yo creo que llevaba las llaves en la mano»), es una situación en cuyas redes me encuentro aprisionada con mucha frecuencia; cuántos ratos perdidos, cuántas vueltas inútiles por esta casa, a lo largo de los años, en busca de algo. ¿Qué busco ahora? Ah, ya, un rastro de tiempo, como siempre, el tiempo es lo que más se pierde, un tramo sin rescatar entre la desaparición del hombre de la playa y la llamada telefónica de este otro. «Al hombre descalzo ya no se le ve». ¡Claro!, ya está, debí salir aquí y ponerme a escribir por ver de espantar el insomnio.

—¿Por qué no viene a sentarse? —me pregunta el hombre de negro, señalándome un sitio a su lado en el sofá, como si fuera él el dueño de la casa y yo la visitante.

Obedezco maquinalmente, sumida aún en mis conjeturas, que se deshilvanan a medida que me alejo de la mesa. Quizá todo consista en perder el hilo y que reaparezca cuando le dé la gana, yo siempre he tenido demasiado miedo a perder el hilo. Llego y me siento a su lado, el trayecto se me ha hecho largo, como si lo recorriera entre obstáculos.

—¿Por qué oído oye mejor? —me pregunta—. Siempre se oye mejor por un oído que por otro, ¿no?

—Sí, por el derecho.

Veo que se levanta cortésmente y se coloca a mi derecha. Yo me incorporo automáticamente y me corro hacia el rincón; habíamos quedado demasiado juntos.

—¿Qué decía usted? —reanuda—, ¿que está escribiendo una novela de misterio?

—¿Ahora?… No, ahora no, hace tiempo que no escribo nada —digo, mirando todavía inquieta hacia la mesa donde sigo viendo los folios junto a su sombrero.

Por delante de mis ojos se alza el antebrazo del desconocido, en un gesto lento y algo solemne; se detiene a media altura y por el borde de la chaqueta asoma una muñeca delgada. El dedo índice se despliega y queda extendido señalando a la mesa.

—¿Cómo que no? ¿Y eso?

Hay un breve silencio, se me aceleran los latidos del corazón, la lluvia bate contra los cristales de la puerta ventana que está frente a nuestros ojos y que da a una terraza descubierta.

—¿Eso?… nada… no sé.

—¿Cómo que no sabe? ¿No es éste su cuarto de trabajo?

—Bueno, sí, a veces trabajo aquí, aunque no tengo un cuarto fijo para trabajar.

—Pero esa máquina es suya, ¿no?

—Sí.

—Entonces, haga memoria, es evidente que está escribiendo algo.

Me suena a interrogatorio policíaco, no soporto que me acorralen con interrogatorios.

—Por favor, déjelo, le digo que no sé.

Lo he dicho en un tono impaciente. El brazo desciende, desaparece de mi campo visual, experimento un ligero alivio. Pero es pasajero. La voz tranquila, impasible, vuelve a la carga.

—Pero, vamos a ver, ¿no sabe lo que está escribiendo? Es muy raro.

Su insistencia me provoca una irritación desproporcionada. Además su última frase ha coincidido con el resplandor de un relámpago sobre la barandilla de la terraza; es pura casualidad, ya lo sé, pero contribuye a sacarme de quicio. La voz, ingrata a mi control, estalla destemplada, al unísono con el trueno.

—¡Ya está bien, déjeme en paz! ¡No lo sé, no, le he dicho que no sé nada, que no me acuerdo de nada!

Ha quedado en el aire el eco de las dos descargas. Inmediatamente me avergüenzo. Le miro con intención de disculparme y veo, con sorpresa, que sonríe.

—Bueno, por lo menos eso es una garantía —dice.

—¿Una garantía?… ¿qué?

—Que no se acuerde de nada.

—No le entiendo.

—Da igual, no se puede entender todo.

Siempre que pierdo los estribos me pasa lo mismo, que en seguida la irritación se vuelve sordamente contra mí. La siento oscilar en el estómago, sin cauce de desahogo, como un alimento mal digerido; lo único que me apaciguaría sería tenderme un rato en el sofá y cerrar los ojos, pero me cohíbe esta presencia extraña. El sucedáneo del reposo es la actividad compulsiva, aunque nunca dé resultados; fingir que se atiende a algún quehacer urgente y aturdirse con él. Me pongo de pie, me acerco a la persiana, tal vez para bajarla, para evitar la visión de nuevos relámpagos.

—¿Qué le pasa? ¿Le asusta la tormenta?

La voz, a mis espaldas, ha sonado ahora solícita, afectuosa, no me ha parecido extraña. Me vuelvo desde la puerta de cristales y los latidos del corazón se me apaciguan.

—Algunas veces, cuando estoy nerviosa.

—Ya. ¿Está nerviosa?

Parece como si realmente le interesara, no se le trasluce ánimo de fiscalizar sino de esclarecer, de aportar ayuda. Me encojo de hombros.

—¿La puso nerviosa la cucaracha? —insiste.

Depongo mi actitud defensiva, le sonrío.

—No se puede entender todo —digo simplemente.

—De acuerdo. Pero venga acá, no baje la persiana. Cuando hay tormenta, mejor mirarla.

Había agarrado la cinta elástica y sus palabras interrumpen mi ademán. Me acerco confiada, sintiendo que hemos hecho las paces. Delante del sofá hay tabaco en una mesita; cojo un pitillo, los dedos me tiemblan un poco. El brazo del desconocido me alarga fuego en un encendedor antiguo, de esos de mecha amarilla. Sopla la brasa, me inclino y nuestras cabezas quedan cerca. Despide un olor raro, como a loción de brea.

—Espere, se va a chamuscar el pelo —dice, apartándome un mechón que se me venía a la cara—. ¿Ha encendido?

—Sí, gracias.

Me vuelvo a sentar y nos quedamos en silencio, mirando la lluvia.

—A mí me encantan las tormentas —dice.

—A mí también me gustaban mucho cuando era pequeña. Me daban algo de miedo, pero era un miedo distinto.

Apoyo la cabeza en el respaldo del sofá. Me ha venido al recuerdo la oración que recitábamos cada vez que aparecía en el horizonte un relámpago:

Santa Bárbara bendita

que en el cielo estás escrita

con papel y agua bendita.

Estábamos todos los primos en la casa de verano de Galicia, nos alumbrábamos con un candil de carburo, la tormenta se agarraba a los picos de las montañas; a mí me gustaba salir sola a mojarme a las escaleras de atrás, sentir la lluvia azotando los avellanos de la huerta, el olor a tierra húmeda, me llamaban, me buscaban, me reñían, me daba más miedo entrar que estar fuera, me daba miedo lo cerrado, el miedo de los otros, lo que más miedo me daba era rezar.

—No esté tan segura de que era un miedo distinto —dice el hombre—. Del miedo nunca se ha sabido nada, hablamos de él por hablar.

—Sí, de casi todos los sentimientos hablamos por hablar, por miedo a padecerlos a palo seco.

—Claro —dice—, por miedo al miedo.

Y la terraza se ilumina a la luz de un nuevo relámpago. Doy una chupada al pitillo. Preciosa, la Gitanilla de Cervantes, usaba un conjuro para preservar del mal de corazón y los vahídos de cabeza:

Cabecita, cabecita,

tente a ti, no te resbales

y apareja los puntales

de la paciencia bendita.

Verás cosas

que toquen en milagrosas:

Dios delante

y san Cristóbal gigante.

Siempre me ha tranquilizado como un ensalmo. Que la cabeza no resbale es lo más serio que se puede pedir, sobre todo si se le pide a la propia cabeza.

—Este trueno ha sido mayor —dice el hombre—. Tenemos la tormenta encima.

Cierro los ojos, invadida por una repentina languidez. Así, con los ojos cerrados, me puedo figurar que es un amigo de toda la vida, alguien a quien reencuentro después de una larga ausencia.

—¿Se encuentra bien? ¿O todavía le tiene miedo?

—No, no.

Sonrío con los ojos cerrados.

«Oh, Raimundo —exclamó Esperanza, mientras brotaban las lágrimas de sus párpados cerrados—, contigo nunca tengo miedo. No te vuelvas a ir nunca». Era de una novela que venía en Lecturas. Estaba escrita la frase, según era estilo entonces, al pie de una de las ilustraciones, donde se veía a una mujer con la cabeza apoyada en el respaldo del sofá y a un hombre inclinándose solícito sobre ella. En otra ilustración anterior aún no se habían sentado en ese sofá, la habitación era la misma pero estaban uno frente a otro, en una actitud más tirante y comedida, ella con las piernas cruzadas y un vaso en la mano; decía debajo: «Esperanza y Raimundo se miraban con melancólico asombro», parece que estoy viendo aquel dibujo, que anunciaba las lágrimas del reencuentro. Cuánto me gustaban las novelas rosa.

—Pues podemos seguir hablando de misterio, ¿qué mejor ocasión que una noche de tormenta?; vamos, si tiene ganas…

Asiento sin abrir los ojos. Que empiece él por donde quiera. Me gustaría no hablar más, atreverme a apoyar la cabeza en su hombro. Me concentro en esta idea que me exalta, pero de inmediato se ve acosada por un ejército de razones encargadas de salvaguardar la normalidad y oponerse al riesgo; surgen como una flora de anticuerpos que cercan a la tentación, se entabla una lucha intensa y breve que conozco de antiguo. Al final, mi cabeza permanece inmóvil, como era de esperar: caer en la tentación siempre ha sido más difícil que vencerla.

Él no dice nada, parece no tener prisa por atacar el tema que sugirió. Noto que sus dedos se acercan a los míos y me quitan el pitillo que, probablemente, se consumía; debe estarlo apagando contra el cenicero. Mi languidez placentera se ha convertido en tensión, en algo incómodo; mantenerme quieta, en silencio y con los ojos cerrados empieza a ser como mantener una apuesta contra mí misma. Siempre resiste más el más indiferente.

—Dígame en qué piensa, por favor —pronuncio, al cabo, como dándome por vencida.

—En nada especial —le oigo decir con voz imperturbable—. Estaba mirando la habitación. Es preciosa esta habitación.

Abro los ojos y siento que salgo a flote. Es como si alguien me los hubiera vendado para darme una sorpresa y luego me dijera: «Ya puedes mirar». La habitación me parece, efectivamente, muy bonita, como si la viera por primera vez en mi vida. Me gusta, sobre todo, el empapelado rojo de la pared, que se prolonga también por el techo. A veces tengo sueños donde acabo de correr un gran peligro, tormentas, naufragios, extravíos, y alguien me coge de la mano y me lleva a un refugio, me acerca a la lumbre. Es una sensación intermedia entre ésa y la del juego de los ojos vendados: de retorno y alivio. Querría decirle que ya no tengo miedo —«Oh, Raimundo, contigo nunca tengo miedo»—, que le agradezco que me haya traído a esta habitación. Siempre hay un texto soñado, indeciso y fugaz, anterior al que de verdad se recita, barrido por él.

—Sería bonito que hubiera una chimenea —digo, mirando hacia la mesa donde posó el sombrero—. Ahí, en ese rincón, ¿verdad?

—Sí. ¿Y por qué no la pone?

—Nunca lo había pensado. Se me acaba de ocurrir ahora, así de repente.

—Pues no sería difícil, porque esto es un último piso, ¿no?

—Sí.

—Tiraría bien.

Me encojo de hombros.

—Puede, pero da igual, me da pereza meterme en obras.

La chimenea soñada que, por unos instantes, había surgido en el rincón con sus leños crepitantes, tragándose los folios que no recuerdo haber escrito y propiciando una conversación sobre literatura de misterio con el desconocido que me ha traído al refugio, se desvanece y la habitación vuelve a ser la de siempre con todo su peso de recuerdos y resonancias. Ahora el hombre vuelve a mirar hacia la máquina de escribir.

—¿Trabaja siempre aquí?

—No, cambio mucho de sitio. A veces trasladar los papeles a otra habitación, sobre todo si estoy embarrancada, me anima, me hace el mismo efecto que viajar a otra ciudad, y como yo viajo poco…

—¿Por qué? ¿No le gusta viajar?

—Sí me gusta, pero nunca me lo propongo; para viajar necesito un estímulo. Creo que los viajes tienen que salir al encuentro de uno, como los amigos, y como los libros y como todo. Lo que no entiendo es la obligación de viajar, ni de leer, ni de conocer a gente, basta que me digan «te va a encantar conocer a Fulano» o «hay que leer a Joyce» o «no te puedes morir sin conocer el Cañón del Colorado» para que me sienta predispuesta en contra, precisamente porque lo que me gusta es el descubrimiento, sin intermediarios. Ahora la gente viaja por precepto y no trae nada que contar, cuanto más lejos van, menos cosas han visto cuando vuelven. Los viajes han perdido misterio.

—No —dice él—, no lo han perdido. Lo hemos perdido nosotros. El hombre actual profana los misterios de tanto ir a todo con guías y programas, de tanto acortar las distancias, jactanciosamente, sin darse cuenta de que sólo la distancia revela el secreto de lo que parecía estar oculto.

La última frase la ha dicho mirándome con una expresión diferente, indescifrable, como si estuviera aludiendo a otra cosa. Y me perturba porque me recuerda a algo que me dijo alguien alguna vez.

—Sí… la distancia —digo, como tratando, en vano, de recuperar ese recuerdo titubeante.

—¿La distancia, qué?

Le miro. Su rostro vuelve a ser el de un desconocido. Inmediatamente, sobre esa pauta, recompongo la expresión indiferente del mío, renuncio a la búsqueda, vuelvo al texto.

—Nada, que tiene usted razón, que ahora está todo demasiado a mano. Antes las dificultades para desplazarse eran el mayor acicate de los viajes, cuántos preparativos, los viajes empezaban mucho antes de emprenderlos. ¡Lo que significaba, Dios mío, salir al extranjero!, con qué vehemencia se deseaba, parece que estoy viendo mi primer pasaporte; cuando al fin lo conseguí, dormía con él debajo de la almohada las noches anteriores al viaje. Yo creo que por eso le saqué luego tanto sabor a todo.

—También sería porque era usted más joven.

—Sí, claro, tenía veinte años. ¿Pero usted cree que ahora sale con esa ilusión al extranjero la gente de veinte años?

—Posiblemente no. ¿Adónde fue usted?

—A Coimbra. Me habían dado una beca de estudios. Pero hubo que arreglar muchas cosas, la primera mi situación anómala con el Servicio Social, una chica no podía salir al extranjero sin tener cumplido el Servicio Social o, por lo menos, haber dejado suponer, a lo largo de los cursillos iniciados, que tenía madera de futura madre y esposa, digna descendiente de Isabel la Católica.

—¿Y usted no la tenía?

—Se ve que no. Por lo menos los informes no fueron muy satisfactorios. Tuve que firmar un papel comprometiéndome a pagar una especie de multa, que consistía en el cumplimiento, a mi regreso, de algunos meses más de prestación.

—¿Y lo firmó?

—Sí, claro. Por eso le he hablado de la ilusión de salir. Si supiera lo horrible que se me hacía cumplir el Servicio Social, entendería mejor la significación que tuvo para mí llevar a cabo aquellos papeleos. Otro inconveniente fue convencer a mi padre, era la primera vez en mi vida que iba a viajar sola, pero bueno, también le convencí, me salió una retórica castelariana, ya le digo, no se me ponía nada por delante. También hay que decir que luego, tal vez como compensación a tanto entusiasmo, el viaje no me defraudó: Portugal me pareció el país más exótico y más lejano de la tierra.

—Portugal siempre ha estado lejos —dice el hombre de negro— posiblemente a causa de su misma cercanía física, que, sin duda, no deja de ser un espejismo.

Lejos, muy lejos, sí. Es verano, vamos de excursión en un autobús naranja, alguien ha venido contando la historia de doña Inés de Castro, prisionera en la Quinta del Mondego, el autobús se para, llegamos a Amarante, nos bajamos allí, hay muchos viñedos, ¿cómo no va a estar lejos un lugar que se llama Amarante, si es como de novela caballeresca o de cuento de hadas?, yo llevo un traje de piqué blanco con escote cuadrado y con almohadillas en las hombreras, en cuanto nos bajamos del autobús nos dan vino, me pongo a cantar un fado, entre dientes:

Faz o ninho na outra banda

deix en paz meu coraçao…

«¡Qué pronto has aprendido el fado!», me dice la becaria de Madrid, una chica de ojos claros que compartía mi habitación en la residencia donde nos hablamos conocido, una residencia de monjitas cerca del Penedo da Saudade; ese fado nos lo venían a cantar todas las noches debajo de la ventana dos portugueses desconocidos, que nos mandaban también poemas y cartas firmados con una inicial, nos intrigaban, conseguían tenernos en vilo. Tardamos mucho en conocerlos. Los amores en Portugal eran negocios de proceso muy lento, de ritual antiguo, amores de ausencia.

—Seguro que tuvo usted algún amor en Portugal —dice el hombre de negro.

—Sí. Un chico de Oporto, estudiante de ingeniería, que me venía a cantar fados debajo de la ventana. Cuando nos vimos por primera vez se iba al día siguiente y ya se despidió. Nos despedimos muchos días más, cada entrevista era una despedida, pero no se iba nunca. En eso consistía el encanto. En que yo me creía que se iba.

—Muy portuguesa, esa historia.

—Ya lo creo. Luego, durante años, me estuvo escribiendo cartas a Salamanca, las guardé mucho tiempo en un baulito de hojalata, que había sido antes de mi madre; escribía bien aquel chico, nunca me vino a ver, todo era en plan poético, decía que quien quisiera hablar de la primavera sin haberme conocido tendría una idea falsa; ahora siento haber quemado aquellas cartas.

—¿Por qué las quemó?

—No sé. He quemado tantas cosas, cartas, diarios, poesías. A veces me entra la piromanía, me agobian los papeles viejos. Porque de tanto manosearlos, se vacían de contenido, dejan de ser lo que fueron.

Me quedo callada. La última gran quema la organicé una tarde de febrero, estaba leyendo a Machado en esta misma habitación y me dio un arrebato. Pero las cartas del chico portugués ya las había quemado antes, tal vez cuando la mudanza de Salamanca, o se me perderían, no me acuerdo.

—Lo más terrible de las cartas viejas —dice el hombre pensativo— es cuando ha olvidado uno dónde las guardaba o no sabe si las guardaba siquiera y de pronto reaparecen. Es como si alguien, desde otro planeta, nos devolviera un trozo de vida.

Le miro turbada, pensando en el hombre de la playa. Su carta debió ser posterior a mi auto de fe de febrero. O tal vez la indultara del fuego por parecerme demasiado bonita, quién sabe.

—Yo no lo encuentro terrible —digo—, me parecen maravillosas esas reapariciones.

—Todo lo maravilloso es un poco terrible. Por cierto, que seguimos sin hablar de la literatura de misterio.

—No esté tan seguro. La literatura de misterio tiene mucho que ver con las cartas que reaparecen.

—¿Con las que desaparecen, no?

—También con las que desaparecen.

—¿Y qué fue del baulito de hojalata?

—Lo regalé hace unos años.

—Supongo que vacío.

—Sí, vacío. Después de la última quema ya no lo usaba. La culpa la tuvo don Antonio Machado.

—¿Don Antonio Machado? Me resulta increíble.

—Pues sí. Estaba leyendo poemas suyos en este mismo cuarto… bueno, era el mismo, pero los muebles no, este sofá por ejemplo, no existía, y había una mesa que ahora tengo en la cocina, encima de ella apoyaba el libro, de pronto llegué a un poema que dice:

No guardes en tu cofre la galana

veste dominical, el limpio traje,

para llenar de lágrimas mañana

la mustia seda y el marchito encaje,

»No sé si lo recuerda.

Le miro y los ojos le brillan intensamente.

—¿Cómo quiere que no me acuerde?

Recordar y acordarse son palabras de distinto matiz; al decir que se acuerda, parece aludir a la escena de aquella tarde de febrero, no al texto de Machado. Bajo los ojos.

—¿Y qué pasó?

—Pues nada, que me vi disparada a la vejez, condenada al vicio de repasar para siempre cartas sin perfume, con la tinta borrosa de tanto manosearlas y llorar sobre ellas y me entró un furor por destruir papeles como no recuerdo en mi vida; me levanté y me puse a sacar cartas y a vaciar el contenido del baulito, lo apilé todo ahí en el pasillo y lo fui tirando a la caldera de la calefacción sin mirarlo, una hora estuve y a cada puñado crecían las llamas, sabe Dios cuántos tesoros caerían.

Me he quedado mirando al pasillo a través del hueco de la cortina roja. Ni siquiera queda la tumba; el sitio donde estaba la caldera aparece ahora blanqueado.

—Entonces teníamos calefacción de carbón —aclaro.

El hombre ha seguido la dirección de mis ojos. Trato de imaginarme cómo estará viendo esta casa, me pregunto si yo, que creo conocerla tanto, la habré visto alguna vez como él ahora. Nunca se descubre del todo el secreto de lo que se tiene cerca.

—¿Hace mucho que vive en esta casa?

—Desde el año cincuenta y tres.

Suspiro. He vuelto a coger el hilo, como siempre que me acuerdo de una fecha. Las fechas son los hitos de la rutina.

—Precisamente ese año —reanudo— es cuando empecé a escribir mi primera novela, esa que le decía antes que es bastante misteriosa… cuando no me oyó.

Era esta misma casa, sí, recuerdo la luz gris que entraba por la ventana de una habitación pequeña que había, según se sale a la derecha, casi no tenía muebles, estaba la máquina de coser, abrí un cuaderno con tapas de hule y escribí: «Hemos llegado esta tarde, después de varias horas de autobús…». No sabía muy bien cómo iba a seguir, pero el principio me gustó, me quedé con la pluma en alto mirando por la ventana, amenazaba lluvia.

—¿Qué novela? —dice—. ¿Aquella que ocurría en un balneario?

Me parece haber percibido cierta decepción en su voz.

—Sí, ésa. ¿No le parece que tiene misterio?

—Hubiera podido ser una buena novela de misterio, sí —dice lentamente—, empezaba prometiendo mucho, pero luego tuvo usted miedo, un miedo que ya no ha perdido nunca, ¿qué le pasó?

—No me acuerdo, ¿miedo?… no sé a qué se refiere.

—¿Se acuerda usted de la llegada?… La llegada al balneario, digo.

Hago un leve gesto de asentimiento, que no se refiere para nada a ese texto del año cincuenta y tres por el que parece interesarse, sino que retrocede a sus fuentes. La llegada a los balnearios siempre me producía zozobra y exaltación. Y no entendía por qué, si era todo tan normal, un mundo inmerso en la costumbre, rodeado de seguridades, habitado por personas aquiescentes y educadas que se dirigían sonrisas y saludos, inmediatamente dispuestas a acogernos en su círculo, a cambiar con nosotros tarjetas de visita de cuyo intercambio nacerían amistades perennes y obligatorias, alimentadas por la inconsistencia de un banal encuentro en los pasillos, en las escaleras que bajaban al manantial o en la sala de juegos. Nada de aquello me parecía verdad; sentía que me estaban engañando al hacerme recitar con ellos el texto de una función aparentemente inocua pero que encubría tal vez sordas amenazas. Y me aplicaba a descifrar algún signo distinto debajo de aquellos gestos avenidos, de aquellos rostros tranquilizadores. Yo era una señorita soltera de provincias, llegaba con mi padre, que padecía del riñón, a los dos días ya nos hablaba todo el mundo, sabían nuestro nombre y lo decían con confianza, nos relataban minucias de su enfermedad en los atardeceres apacibles.

Recuerdo, sobre todo, una llegada, desde Orense, al balneario de Cabreiroá, en Verín. Llegamos en un coche de alquiler, hacía calor y en lo alto se veía el castillo de Monterrey, envuelto en nubes rojizas; era el verano del cuarenta y cuatro, yo acababa de aprobar primero de Filosofía y Letras. Nos metimos por un parque muy frondoso, nos apeamos frente a la fachada del balneario y, mientras un botones sacaba el equipaje, me quedé mirándola inmóvil, con una intensa extrañeza. Llevaba en bandolera un bolso de piel blanca, cuadrado, con una correa larga, me lo había regalado mi padre un mes antes como premio a los exámenes, saqué el espejito, me miré y me encontré en el recuadro con unos ojos ajenos y absortos que no reconocía; noté que el botones, un chico de mi edad, me miraba sonriendo y eso me avergonzó un poco, fingí que me estaba sacando una carbonilla del ojo, pero pensaba angustiosamente que no era yo. Lo mismo que aquel sitio no era aquel sitio. Y tuve como una premonición: «Esto es la literatura. Me está habitando la literatura».

—Lo más logrado —dice el hombre— es la sensación de extrañeza. Usted llega con su acompañante, se apoyan juntos contra la barandilla de aquel puente a mirar el río verde con el molino al fondo, ahí ya está contenido el germen de lo fantástico y durante toda la primera parte consigue mantenerlo. Ese hombre que va con usted no se sabe si existe o no existe, si la conoce bien o no, eso es lo verdaderamente esencial, atreverse a desafiar la incertidumbre; y el lector siente que no puede creerse ni dejarse de creer lo que vaya a pasar en adelante, ésa es la base de la literatura de misterio, se trata de un rechazo a todo lo que luego, en aquel hotel, se empeña en manifestarse ante usted como normal y evidente, ¿no?

—Sí… creo que era algo así.

Por la noche, en el comedor, descubrí a una familia de aspecto bastante fino: un padre con cuatro hijos jóvenes, dos chicas y dos chicos; de la madre no me acuerdo, aunque puede que hubiera madre también. A los balnearios no va casi nunca más que gente ya entrada en edad; me fascinaron, sobre todo el hijo mayor que llevaba un suéter blanco y adoptaba un aire displicente, los otros hermanos miraron a nuestra mesa en algún momento, disimuladamente, porque en los balnearios siempre es una novedad la llegada de gente nueva, pero él no miró ni una sola vez; le veía fumar silenciosamente entre plato y plato, mientras escuchaba, distraída, la conversación de mi padre: «Mira qué suerte, hay chicos jóvenes, podrás tener amigos». En los días que siguieron los conocí; eran de Madrid, gente de dinero, y el padre tenía intereses en aquel balneario, era el gerente, creo. Llegué a tener cierta amistad con las chicas y el pequeño, pero al otro se le veía menos, solía buscar la compañía de las personas mayores y algunas tardes se incorporaba a una partida de billar en la que también tomaba parte mi padre, se complacía en exhibir su spleen y aquella indiferencia que me lo hacía tan deseable; pocas veces se dignaba bajar de su olimpo, cruzaba por el salón como buscando algo o a alguien, mientras nosotros jugábamos a la brisca de compañeros o a las prendas, tal vez se acercaba, le daba un recado a sus hermanos y luego, cuando desaparecía, todo se volvía infinitamente insípido. Una noche, sin embargo, vino a apoyarse en el piano del salón donde la encargada, una viuda de buen ver, estaba tocando boleros y otros sones de la época, y permaneció en la misma postura bastante rato, llevaba un chaleco de punto de tonos marrones y una camisa blanca de manga corta; yo estaba en un rincón y coreaba, con los demás, aquellas canciones tratando de entonarlas lo mejor posible y de llenarlas de intención, mi deseo era retenerlo y que él lo entendiera sin que se lo tuviera que decir. Recuerdo el momento en que me atreví a alzar con desafío la cara y sorprendí su mirada fija en la mía, tampoco puedo olvidar el texto de la canción dentro de la cual, como en un recinto prohibido, se hablaron nuestros ojos:

Ven, que te espero en El Cairo,

junto a la orilla del Nilo;

la noche africana,

sensual y pagana,

será testigo mudo de nuestro amor…

Me parece que era de una revista que había tenido bastante éxito por entonces y que se titulaba Luna de miel en El Cairo; aquello fue el éxtasis, la culminación de todas las novelas que habían alimentado mi pubertad, el lugar no era ya el mismo, se había convertido en el salón de un trasatlántico, viajábamos al encuentro del infinito y las luces giraban, había desaparecido la mediocridad de la posguerra, aquel continuo hacer cuentas y pensar en un futuro incierto, el tiempo no existía ni yo estaba allí con mi padre previsor, honesto y razonable; cabía lo inesperado. Era la primera vez que me atrevía a mantenerle descaradamente la mirada a un hombre, sólo porque sí, porque me gustaba, y en aquellos instantes se concentraron todos los sueños, aventuras y zozobras del amor imposible, tuvo que notar lo que significaba para mí, no pestañeó, todo él destilaba una luz oscura de complicidad, de deseo compartido, me estaba arrastrando a los infiernos y yo sabía que lo sabía. Por fin bajé los ojos en un estado de total ebriedad, de placer, y cuando los volví a levantar, al cabo de no sé cuánto tiempo, la canción ya era otra y él se había ido. Desde entonces lo vi todavía menos; me paseaba al atardecer sola por el parque soñando con encontrármelo, me apoyaba en el tronco de un árbol, cerraba los ojos, esperaba. «Tiene que venir —me decía con miedo—, no tiene más remedio que venir, sabe que le estoy esperando»; pero no vino nunca ni me volvió a mirar como aquella noche; las pocas veces que me dirigió la palabra parecía poner un especial interés en acentuar el tono banal, ni rastro de aquella mirada furtiva, intensa y magnética, era como si la hubiera soñado. Y, por otra parte, estaba segura de no haberla soñado, de haberla visto en sus ojos; eso era lo terrible, la ambigüedad. Me perdía en conjeturas inútiles.

—La ambigüedad es la clave de la literatura de misterio —dice el hombre de negro—, no saber si aquello que se ha visto es verdad o mentira, no saberlo nunca. Por esa cuerda floja tendría que haberse atrevido a avanzar hasta el final del relato.

Sí —digo sin ganas—, puede que tenga usted razón.

La víspera de nuestra marcha, por la noche, le estuve escribiendo una carta de despedida bastante disparatada, no estaba segura de atreverme a dársela, pero escribirla me tranquilizó. A la mañana siguiente me puse un vestido blanco y rosa que me gustaba mucho y deambulé sin rumbo por pasillos y galerías con aquel papelito en el bolsillo, demorando el encuentro; me crucé con diversas personas que me saludaban y hablaban conmigo, les contestaba amable, con una especie de condescendencia olímpica, sabiéndome en posesión de un secreto que ellos nunca podrían compartir, capaz de hacer algo que nadie haría, porque ninguna chica modosa y decente de aquel tiempo tendría la audacia de escribir una carta así; salí al parque y la estuve releyendo, era totalmente literaria, el destinatario era lo de menos, me embriagaba de narcisismo. Entré en el hotel con paso resuelto, y nada más pisar el hall, lo vi de espaldas hablando con mi padre y otros señores, me acerqué, la compañía de los demás me amparaba, me puse entre mi padre y él, olía a loción «Varón Dandy» y llevaba una chaqueta de seda cruda, todo consistía en sacar la carta del bolsillo y pasarla al suyo, podía hacerlo casi sin que se diera cuenta, si era capaz de hacerlo, la mirada de amor habría existido, si no no, era como una apuesta, y también tenía algo de acertijo, los dedos me temblaban. En ese momento le oí decir el nombre de Hitler, se estaba dirigiendo a mí, me enseñaba un periódico. «¿No sabes lo que ha pasado?», lo cogí. Hitler acababa de ser víctima de un atentado del que había salido milagrosamente ileso, a los militares organizadores del complot los habían fusilado a todos; me quedé un rato allí sin abrir la boca ni que me volvieran a hacer caso, leyendo aquella noticia tan lejana e irreal que todos, y también él, comentaban con aplomo, como si la considerasen indiscutible. «Es el mayor tirano de la historia», dijo mi padre. A mí no me importaba nada de los alemanes, no entendía bien por qué habían venido a España durante nuestra guerra, por qué los alojaron en nuestras casas, no entendía nada de guerras ni quería entender, ahora pienso que la muerte de Hitler aquel mes de julio pudo cambiar el rumbo de la historia, pero yo entonces aborrecía la historia y además no me la creía, nada de lo que venía en los libros de historia ni en los periódicos me lo creía, la culpa la tenían los que se lo creían, estaba harta de oír la palabra fusilado, la palabra víctima, la palabra tirano, la palabra militares, la palabra patria, la palabra historia. Me subí a mi cuarto, rompí la carta en un ataque de rabia y la mirada aquélla se hizo añicos, pasó a engrosar los vertederos de la mentira; me quedé mucho rato sentada en la cama sin pensar en nada, mirando con perplejidad la maleta abierta con los trajes asomando en revoltijo. Luego llamó el botones a la puerta y me dijo que mi padre me estaba buscando; le reconocí, se sonreía, era el que me había visto mirándome en el espejito la tarde de nuestra llegada. Acabo de comprender que algo de esto es lo que, años más tarde, traté de rescatar en El balneario, cuando la señorita Matilde se despierta de su sueño.

—¿Por qué empeñarse en puntualizar que era un sueño? —dice el hombre de negro—. Usted es demasiado razonable.

Le miro como si despertara. Está de perfil. No sé calcular su edad, podría ser el chico que se apoyaba en el piano. En los sueños se confunden unos personajes con otros.

—La segunda parte, la que empieza con el despertar y sigue con la descripción realista del balneario, lo echa todo a perder. Es fruto del miedo, perdió usted el camino de los sueños.

Lo ha dicho con tono de condena. Posiblemente mis trabajos posteriores de investigación histórica los considere una traición todavía más grave a la ambigüedad; yo misma, al emprenderlos, notaba que me estaba desviando, desertaba de los sueños para pactar con la historia, me esforzaba en ordenar las cosas, en entenderlas una por una, por miedo a naufragar.

—La literatura es un desafío a la lógica —continúa diciendo—, no un refugio contra la incertidumbre.

Sí… la incertidumbre; siempre da en el clavo. Precisamente aquella tarde del año cincuenta y tres, cuando me puse a escribir El balneario, volvía a acosarme la incertidumbre; como el pájaro azul de las tormentas, volaba hacia mi ventana desde el atentado a Hitler, desde aquella primera mirada rota.

—¿Usted cree que yo tomo la literatura como refugio?

Se lo he preguntado con cierta ansiedad. Me parece estarle tendiendo la mano abierta para que me la lea. La respuesta es breve y solemne como una maldición gitana.

—Sí, por supuesto, pero no le vale de nada.

—Ningún refugio vale de nada, pero no se puede vivir al raso.

—Se puede intentar.

—Sería meterse en un laberinto.

—En un laberinto, bueno, pero no en un castillo. Hay que elegir entre perderse y defenderse.

Iba a replicar algo, pero comprendo que sería seguirme defendiendo. Y además a la desesperada, porque él sabe más esgrima que yo. Miro su sombrero negro posado sobre la mesa como una especie de pájaro de las tormentas dispuesto a graznar celebrando mi derrota.

—¿Usted no se defiende nunca?

—Ya no —dice—, renegué de los castillos hace mucho tiempo.

Hay un silencio, tal vez demasiado largo, tomado al asalto por el ruido de la lluvia batiendo contra la puerta de cristales que da a la terraza. He bajado los ojos, y en el espacio que separa sus botas negras y deslucidas de los dedos que asoman por mis sandalias, me parece ver alzarse un castillo de paredes de papel, mejor dicho de papeles pegados unos a otros, a modo de ladrillos, y plagados de palabras y tachaduras de mi puño y letra, crece, sube, se va a desmoronar al menor crujido, y yo me guarezco en el interior, con la cabeza escondida entre los brazos, no me atrevo a asomar. En la parte de abajo, componiendo el puente levadizo, reconozco algunos papeles de los que guardaba en el baúl de hojalata, fragmentos de mis primeros diarios, poemas y unas cartitas que nos mandábamos de pupitre a pupitre una amiga del instituto y yo, la primera amiga íntima que tuve. Se les nota la vejez en la marca de los dobleces, aunque aparecen estirados y pegados sobre cartulina, formando una especie de collage; su letra es más grande y segura que la mía, con las aes bien cerradas, ninguna niña tenía una caligrafía así, valiente y rebelde, como lo era también ella, nunca bajaba la cabeza al decir que sus padres, que eran maestros, estaban en la cárcel por rojos, miraba de frente, con orgullo, no tenía miedo a nada. Íbamos a las afueras, cerca del río o por la carretera de Zamora, a coger insectos para la colección de Ciencias Naturales y los cogía con la mano, una vez incluso cogió una cucaracha en la cocina de casa y la miraba patalear en el aire, decía que era muy bonita («¿No te da miedo?», «No, ¿por qué?, no hace nada»), nunca tenía miedo ni tenía frío, que son para mí las dos sensaciones más envolventes de aquellos años: el miedo y el frío pegándose al cuerpo —«no habléis de esto», «tened cuidado con aquello», «no salgáis ahora», «súbete más la bufanda», «no contéis que han matado al tío Joaquín», «tres grados bajo cero»—, todos tenían miedo, todos hablaban del frío; fueron unos inviernos particularmente inclementes y largos aquellos de la guerra, nieve, hielo, escarcha.

Volverá a reír la primavera

que por cielo, tierra y mar se espera.

Atronaban los flechas por la calle, pero la primavera tardaba en llegar; el instituto era un caserón inhóspito, sin calefacción, ella nunca llevaba bufanda, salíamos de clase en unos atardeceres de nubes cárdenas, comiendo nuestros bocadillos de pan con chocolate, habíamos inventado una isla desierta que se llamaba Bergai. En esos diarios hay un plano de la isla y se cuentan las aventuras que nos ocurrieron allí, también debe haber trozos de una novela rosa que fuimos escribiendo entre las dos, aunque no llegamos a terminarla, la protagonista se llamaba Esmeralda, se escapó de su casa una noche porque sus padres eran demasiado ricos y ella quería conocer la aventura de vivir al raso, se encontró, junto a un acantilado, con un desconocido vestido de negro que estaba de espaldas, mirando al mar.

—¿A qué edad empezó a escribir? —me pregunta el hombre de negro.

Le miro, tiene que notar lo que estoy pensando, seguro que lo nota, no sé cómo, pero ha visto el castillo de papeles.

—¿Quiere decir que a qué edad empecé a refugiarme?

Me sostiene la mirada, sonriendo. Lo nota, claro que lo nota, lo sabe todo.

—Sí, eso he querido decir.

—Hace mucho tiempo, durante la guerra, en Salamanca.

—¿Y de qué se refugiaba?

—Supongo que del frío. O de los bombardeos.

Cubriendo el ruido de la lluvia, han empezado a sonar las sirenas de alarma anunciando un bombardeo. Aquella trepidación, que estremecía de improviso la plaza provinciana, se estrella sin miramientos contra las almenas altas del castillo, construidas con recortes de mi investigación sobre el siglo XVIII, tambalea toda la edificación, la derriba. Encima de los papeles desparramados ha quedado una ficha grande escrita con mi letra de ahora (claro, lo más reciente queda siempre encima), pone, en mayúsculas: «Sitio de Montjuic. —1706— Felipe V se bate en retirada», y debajo, en letra pequeña, la descripción de aquella catástrofe, recuerdo que la escribí en el archivo de Simancas, una tarde de sol, cuando había empezado a refugiarme en la historia, en las fechas, se levantó el campo de noche, se abandonó toda la artillería, vituallas, bagajes, y las tropas, hostilizadas por el enemigo, huían por desfiladeros y barrancos: «… para mayor infortunio, al día siguiente se eclipsó el sol y creció el espanto». El cielo de papel se ha caído y me ha pillado debajo, los soldados del Archiduque Carlos corren por encima de mí, me van a aplastar, me enredo en los estandartes desgarrados, me asfixio, tengo que salir a buscar otro refugio, ninguno es seguro.

—¿Se acuerda usted de los bombardeos de la guerra?

Miro al hombre de negro sin comprender, al principio, a qué guerra se refiere, si a la de Sucesión o a la del año treinta y seis.

—¿De los bombardeos? Sí, sí que me acuerdo. Un día cayó una bomba en una churrería de la calle Pérez Pujol, cerca de casa, mató a toda la familia del churrero; la niña era muy simpática, jugaba con nosotros en la plazuela, al padre no le gustaba ir al refugio, decía que prefería morirse en casa, que lo que está de Dios, está de Dios. Ya ve, ése vivía al raso, no tenía miedo.

—¿Y usted?

—Yo entonces tampoco, porque no entendía nada, todo lo que estaba ocurriendo me parecía tan irreal. ¿Ir al refugio?, pues bueno, era un juego más, un juego inventado por los mayores, pero de reglas fáciles: en cuanto se oyera la sirena, echar a correr. ¿Por qué?, eso no se sabía, ni se preguntaba, daba igual, todo el mundo obedecía sin más a lo establecido por el juego. El churrero aquel no quiso jugar y lo tuvieron por loco; pobre hombre, hacía unos buñuelos riquísimos.

—¿Había muchos refugios en Salamanca?

—Muchos, nacieron como hongos en pocos meses, tapaban las calles.

A tapar la calle, que no pase nadie,

que pasen mis abuelos, comiendo buñuelos.

»Cantaba, agarrada de nuestras manos, la niña del churrero. Sus padres dejaron de hacer buñuelos y ella dejó de cantar; quedaron como ejemplo de insensatez, como recuerdo de lo indispensable que era tener montada siempre la alerta del miedo.

—¿Y usted iba al refugio?

—¡Toma! A ver…

«¿Pero no habéis oído la sirena?». Mi padre aparece en la puerta de su despacho, esforzándose por conservar un gesto sereno. «¿Dónde están las niñas?». Mi madre se apresura por el pasillo, nos llama. Estábamos recortando mariquitas en el cuarto de atrás, uno que tenía un sofá verde desfondado y un aparador de madera de castaño que ahora está en la cocina de aquí, era el cuarto de jugar y de dar clase, pero poco después, en los tiempos de escasez, se convirtió en despensa; soltamos las tijeras y las cartulinas, «¡vámonos al refugio!», salimos a la escalera, nos tropezamos con el vecino del segundo, un comandante muy nervioso, con bigote a lo Ronald Colman, que iba gritando, mientras se despeñaba hacia el portal: «¡Sin precipitación, sin precipitación!». Algo detrás bajaba la familia, uno de los hijos era de mi edad, me sonríe, me coge de la mano, «no tengas miedo», cruzamos todos la plaza de los Bandos bajo el silbido pertinaz; el refugio estaba enfrente, lo habían construido aprovechando una calleja estrecha que había entre la iglesia del Carmen y la casa de doña María la Brava, nos metemos allí mezclados con la gente que acudía en desbandada y nos empujaba hacia el fondo; mi padre trataba de resistir a los empellones, se paraba, nos buscaba con la vista, «a ver si podemos quedarnos aquí mismo, venir, no os separéis», cerraban las puertas y ya no cabía nadie más. «¡Qué angustia! —decían las personas mayores, según iban acoplando su cuerpo al recinto abovedado—, no se respira», y algunos niños lloraban, pero yo no sentía claustrofobia ninguna mientras el hijo del comandante no se soltara de mi mano, me protegía más que mis padres, ni comparación. «¿Se está a gusto, verdad?», me decía al oído; y nos mirábamos casi abrazados, al amparo de la situación excepcional, a ratos en cuclillas, para sentirnos aislados entre las piernas de la gente. «Tienes que subir a casa, papá ha traído ayer santos nuevos, uno precioso, grande, con túnica de oro, se llama san Froilán, casi no cabe en el pasillo». Su padre salía algunas noches en un camión a requisar riquezas que iban quedando, a merced del primero que llegara, dentro de las iglesias abandonadas en pueblos que tomaban las tropas nacionales, volvía también de noche y descargaba su botín, iba y venía al frente siempre para lo mismo; a mí me fascinaba aquel pasillo del piso de arriba que parecía un museo, pero les gustaba poco que subiera gente a su casa. «Yo te llamo a la tarde por el patio, ¿quieres?, cuando esté sólo Lucinda»; Lucinda era una criada pelirroja que protegía nuestros amores, aquellos amores furtivos de los diez años. Ese niño y la hija de los maestros encarcelados fueron mis primeros interlocutores secretos, con los dos tejí fantasías e historias, que aún recuerdo, y los quería a los dos igual, pero nunca les hablaba a uno de otro, porque había intuido que ellos entre sí nunca iban a poder quererse, y lo más triste era que no entendía por qué; conocí el desgarrón, probado luego tantas veces, de las pasiones irreconciliables.

—En Salamanca estaba el Cuartel General, ¿no?

—Sí, allí estaba, en el Palacio del Obispo.

—Vería usted a Franco.

—Claro; una vez, me acuerdo, después de no sé qué ceremonia en la catedral, a una distancia como de aquí a esa mesa, muy tieso, con sus leggis y su fajín de general, saludando con la mano y tratando de mostrarse arrogante, aunque siempre tuvo un poco de barriga, iba con la mujer y con la hija, llevaban poca escolta. Fue la primera vez que yo pensé cuánto se deben aburrir los hijos de los reyes y de los ministros, porque Carmencita Franco miraba alrededor con unos ojos absolutamente tediosos y tristes, se cruzaron nuestras miradas, llevaba unos calcetines de perlé calados y unos zapatos de charol con trabilla, pensé que a qué jugaría y con quién, se me quedó grabada su imagen para siempre, era más o menos de mi edad, decían que se parecía algo a mí.

Siento fija sobre mí la mirada apreciativa de mi interlocutor.

—¿A usted? —dice—. ¡Qué disparate!

No sé si tomarlo como un piropo o como un jarro de agua fría. Carmencita Franco era muy guapa para mi gusto, condicionado, claro, por el de los demás: los cánones del gusto, que tanto varían de una época a otra, siempre hacen alusión a los rostros y estilos de la gente famosa, aquella que, por una razón o por otra, ha merecido venir retratada en los periódicos. Otra referencia para los adolescentes de entonces era Diana Durbin, y es curioso que aún hoy siga asociando el nombre de esas dos mujeres-niñas, aunque ya entonces las sintiera situadas en polos diametralmente opuestos. Influida por la lectura de las novelas rosa, que solían poner un énfasis lacrimoso en las insatisfacciones de las ricas herederas, pensaba en la niña de Franco como en un ser prisionero y sujeto a maleficio, y me inspiraba tanta compasión que hasta hubiera querido conocerla para poderla consolar, se me venían a la mente los versos de Rubén Darío que aprendí de memoria:

La princesa está triste,

¿qué tendrá la princesa?

Allí tan cerca y tan lejos, metida todo el día en el Palacio del Obispo, mientras yo leía cuentos de Antoniorrobles o recortaba castillos de cartulina en el cuarto de atrás, tan revuelto y acogedor, y hacía una pausa para imaginar su cara aburrida mirando las mismas nubes que yo también miraba en ese momento.

… los suspiros se escapan de su boca de fresa,

que han perdido la risa, que ha perdido el color.

Diana Durbin, en cambio, suministraba modelos americanos de comportamiento, me la imaginaba dotada de la misma travesura, audacia e ingenio que desplegaba para sortear las peripecias que se sucedían en el argumento de sus películas. Había leído que, antes de ser actriz, iba al colegio en patines, con su cartera al hombro y —¡más difícil todavía!— comiéndose un helado de limón. Aquella escena se me antojó fascinante, no paré hasta que me compraron unos patines, pero nunca pasé de una mediocridad patosa, sembrada de tropezones y caídas, ¿quién iba a soñar con ir en patines al instituto?, esa aventura significaba para mí la alegoría de la libertad. Coleccionaba cromos de Diana Durbin, salían en los pesos de las farmacias o venían en las tabletas de chocolate, pequeños, en cartulina dura, marrón y sepia, Claudette Colbert, Gary Cooper, Norma Shearer, Clark Gable, Merle Oberon, Paulette Goddard, Shirley Temple, ídolos intangibles que emitían un misterioso y lejano fulgor. Seguramente también los coleccionaba la niña de Franco, allí sola, sin hermanos, entre los tapices de su jaula de oro.

—¿Envidiaba usted a Carmencita Franco? —pregunta, inopinadamente, mi entrevistador.

Por primera vez, desde que ha entrado, se me ocurre pensar que es un entrevistador y le miro con una especie de asombro mezclado de simpatía. Ni trae magnetófono, ni ha sacado bloc para apuntar nada, ni me ha hecho, por ahora, preguntas de las que son de rigor entre las gentes del oficio, así que me da pie para que le pague en la misma moneda: tampoco mis respuestas tienen por qué ser convencionales.

—Pues sí, la envidiaba un poco por el pelo —digo—, como a Diana Durbin. Para la moda de entonces, lo ideal era el pelo ondulado, yo lo tenía muy liso.

—¿Y cómo se peinaba? ¿Con trenzas?

—No, llevaba el pelo corto. Me lo rizaba mi madre, con un sistema muy elemental que había aprendido ella de pequeña, los chifles; se había convertido en un rito que me pusiera los chifles todas las noches, luego me enseñó y fue como desprenderse del claustro materno, me consideré mayor de edad, pero pasó mucho tiempo, ya tenía veinte años, cuando esa beca a Portugal que le dije. Era algo indispensable saberse poner los chifles, no se podía ir por la vida con el pelo tan liso.

—¿Cómo que no? ¿Y Greta Garbo?

—Bueno, Greta Garbo no iba propiamente por la vida, sino más bien por el éter, ella era la excepción, desafinaba, tanto se salía de regla que no llegó a marcar modelos, ¿quién iba a atreverse a imitar a Greta Garbo?, era tan irreal. Aparte de que sus películas, menos Ninotchka, son bastante anteriores. La que sí empezó a desafiar ya descaradamente a los bucles fue Veronica Lake en Me casé con una bruja, y también Ingrid Bergman, y aquí en España un poco Ana Mariscal. De todas maneras fueron brechas aisladas, y el desdoro por el pelo liso siguió vigente durante toda la década de los cuarenta. Recuerdo que cuando le dieron el primer premio Nadal a una mujer, lo que más revolucionario me pareció, aparte del tono desesperanzado y nihilista que inauguraba con su novela, fue verla retratada a ella en la portada del libro, con aquellas greñas cortas y lisas. Sentí envidia pero también un conato de esperanza, aunque yo, por entonces, más bien soñaba con ser actriz, estaba en primero de carrera y preparábamos una función sobre entremeses de Cervantes que se representó en el teatro Liceo.

—¿Y siguió poniéndose siempre los chifles?

—Bueno, en el año cincuenta y tres, cuando me casé, mi madre me aconsejó que me hiciera una permanente ligerita; hasta entonces, por lo menos en Salamanca, la permanente se la hacían, más que nada, las criadas, y les quedaba un pelo áspero, tipo moro, donde no entraba el peine ni a tiros, pero ya vivíamos en Madrid y había salones de belleza y métodos mejores; a mi madre le parecía mal que, una vez casada, me pusiera los chifles por la noche, ya ve usted, acabé cediendo, pero es la primera y la última permanente que me he hecho en mi vida, les juré odio eterno a las peluquerías. Había muchas menos peluquerías en mi infancia y en mi juventud, los peinados, como los guisos y las labores de modistería eran un negocio doméstico y, en cierta manera, personal y secreto. La gente se solía rizar el pelo con tenacillas o con bigudís de hierro de distintas formas, y luego, con el auge del plástico, vinieron los rulos. Pero nada, como los chifles nada, yo todavía me los pongo a veces, no cortan el pelo ni lo queman ni molestan para dormir, como son de papel.

—¿De papel? ¿Y cómo los sujeta?

—Muy fácil, con un nudito en la parte de arriba.

—Pero se caerán.

—No, qué va, quedan muy seguros. Se suele hacer con papel higiénico cortado en trozos; se van separando mechones de pelo y envolviéndolos hacia arriba como si se liaran pitillos, el secreto está en que no se escapen las puntas, en cogerlas bien. Y luego, nada, al llegar al final se juntan los dos extremos del papel y se retuercen, ¿ve un envoltorio de polvorón o de caramelo?, pues queda igual.

Me he quedado con los brazos en el aire y un mechón de pelo enredado en los dedos. El hombre ha seguido, divertido, las evoluciones con que ilustraba mi explicación, tal vez demasiado minuciosa, pero es que tengo tan pocas habilidades manuales, además él me ha dado pie con tanta pregunta. Me sigue mirando el pelo, como si no le interesara cambiar de tema; ¿me irá a pedir que le haga una demostración práctica?

—Bueno —digo con cierta modestia—, yo tardé bastante, ya le he dicho, en aprender a ponérmelos sola, tampoco crea que es tan fácil.

—No, no, ya me hago cargo. ¿Y Carmencita Franco?

—¿Carmencita Franco, qué?

—Que cómo se peinaba.

—¡Ah!, con melena corta también.

—Ya. ¿Y usted cree que ella no se ponía chifles?

Le miro, me ha dejado dudando, pero supone una duda demasiado turbadora.

—No, no —digo, al cabo, ahuyentándola—, era rizado natural, se diferenciaban bien el rizado natural y el otro.

—¿Y no la envidiaba por otra cosa?

Hay un silencio. Repaso exhaustivamente mi memoria, como cuando iba, de niña, a confesarme.

—No, seguro, por nada más. Al contrario, me daba un poco de pena, si quiere que le diga la verdad. En mi casa, además, no eran franquistas.

Le veo echarse mano al bolsillo y suspiro, arrepentida de haber hecho esa alusión política; seguramente va a sacar bloc y bolígrafo para tomar notas sobre la ideología que presidió mi formación, vaya por Dios, se fastidiaron las divagaciones. Pero lo que saca, de una cajetilla alargada, es un pitillo marrón finito, y se lo lleva a la boca.

—¿Quiere uno? —pregunta luego, tendiéndome la caja—, son portugueses.

Sonrío con alivio, al tiempo de cogerlo. Lo miro.

—¿Portugueses? Ah, sí, los llamaban «charutos»…

—Nos lo podemos fumar en homenaje al chico aquel de Coimbra y a su emancipación, ¿le parece bien?

—Muy bien, más vale tarde que nunca, yo entonces no fumaba, casi ninguna chica de provincias fumaba, no estaba bien visto.

—¿Ni Carmencita Franco?

Me encojo de hombros. Sopla la mecha amarilla del encendedor, me ofrece fuego y luego enciende él. A la primera bocanada se me queda en la lengua un sabor fuerte y picante. ¡Qué gusto! Podemos seguir divagando.

—O sea, que se consideraba más feliz que la niña de Franco —dice.

Tardo unos instantes en contestar. Podría decirle que la felicidad en los años de guerra y posguerra era inconcebible, que vivíamos rodeados de ignorancia y represión, hablarle de aquellos deficientes libros de texto que bloquearon nuestra enseñanza, de los amigos de mis padres que morían fusilados o se exiliaban, de Unamuno, de la censura militar, superponer la amargura de mis opiniones actuales a las otras sensaciones que esta noche estoy recuperando, como un olor inesperado que irrumpiera en oleadas. Casi nunca las apreso así, desligadas, en su puro y libre surgir, más bien las fuerzo a desviarse para que queden enfocadas bajo la luz de una interpretación posterior, que enmascara el recuerdo. Y nada más fácil que acudir a este recurso de manipulación, tan habitual se ha vuelto en este tipo de coloquios. Pero este hombre no se merece respuestas tópicas.

—La verdad es que yo mi infancia y mi adolescencia las recuerdo, a pesar de todo, como una época muy feliz. El simple hecho de comprar un helado de cinco céntimos, de aquellos que se extendían con un molde plateado entre dos galletas, era una fiesta. Tal vez porque casi nunca nos daban dinero. A lo poco que se tenía, se le sacaba mucho sabor. Recuerdo el placer de chupar el helado despacito, para que durara.

No ha parecido escandalizarle. Se limita a preguntar:

—¿Eran buenos?

—Excelentes, sobre todo los de limón.

No sé si habrá sido la evocación de los helados que, por cierto, siempre saboreaba acordándome de Diana Durbin, o el picor del pitillo marrón, lo cierto es que me noto la boca seca y una sed horrible.

—Perdone, ¿no tiene usted sed?

—Sí, un poco —concede.

No le he ofrecido nada todavía y querría retenerlo, aunque la verdad es que no ha dado muestras de prisa ni ha mirado el reloj una sola vez. Tal vez, incluso, no usa reloj.

—¿Le gusta el té?

—Sí, mucho.

—Es té frío, con limón. Lo hago por las mañanas y lo meto en un termo con trocitos de hielo.

—Es lo que más quita la sed —dice—. Yo también lo hacía en mis tiempos.

—Pues espere un momento. Voy a buscarlo a la cocina.

Me levanto y, cuando empiezo a enfilar el pasillo, oigo su voz a mis espaldas que dice:

—¡Tenga cuidado con las cucarachas!