6. La isla de Bergai
Me acerco a la puerta, sin hacer ruido, y asomo un poquito la cabeza, amparándome en la cortina, como si observara, entre bastidores, el escenario donde me va a tocar actuar en seguida. Ya lo conozco, es el de antes, veo la mesa con el montón de folios debajo del sombrero —evidentemente el tramoyista ha añadido algunos más— y al fondo, a través del hueco del lateral derecha (suponiendo que el patio de butacas estuviera emplazado en la terraza), vislumbro las baldosas blancas y negras del pasillo que conduce al interior de la casa; el hueco está cubierto a medias por una cortina roja del mismo terciopelo que la que me esconde, pero ni se mueve ni se adivina detrás de ella bulto ninguno, no da la impresión de que por ese lateral vaya a aparecer ningún actor nuevo. El personaje vestido de negro ya está preparado, espera mi salida tranquilamente sentado en el sofá, todo hace sospechar que vamos a continuar la representación mano a mano. Finge estar embebido en la lectura de unos recortes de prensa, pero lo que hace es repasar su papel, mientras que yo el mío lo he olvidado completamente; lo compruebo con un súbito desfallecimiento, que se traduce en dos síntomas físicos: flojera de piernas y mareo de estómago. Retrocedo furtivamente al interior del dormitorio, me siento en una silla baja tapizada de amarillo, que hay frente a la coqueta, y me acodo ante el espejo largo, al tiempo que rebusco algo en el repentino erial de mi memoria, ¿qué tenía yo que decirle?, no me acuerdo de nada, interrogo en vano a ese semblante pálido, que sólo me devuelve mi propio estupor.
Y, de pronto, tiene lugar una transformación insólita. La expresión del rostro es la misma, pero aparece rodeado de una cofia de encaje y han desaparecido las ojeras y arruguitas que cercan los ojos. Por otra parte, el espejo se ha vuelto ovalado, más pequeño, y la pared del camerino presenta algunos desconchados; yo miro, con la mente en blanco, uno que tenía forma de pez, se me va la cabeza, no existe más que ese desconchado, oigo barullo fuera. Por detrás de mí, se acerca con pasos rápidos una chica menuda, vestida de hidalga del siglo XVI. «¿Pero qué haces?, te estamos buscando, vamos, Agustín ya está en escena». «Se me ha olvidado todo, Conchita, es horrible, no puedo salir». «No digas bobadas, anda, eso pasa siempre la primera vez, en cuanto salgas te acuerdas en seguida. ¿Quieres un consejo? Píntate un poco más los ojos, verse guapa da seguridad».
Cojo un lápiz negro que hay sobre la coqueta y me perfilo los ojos con cuidado, igual que aquella primera vez que pisé las tablas del Teatro Liceo de Salamanca, para representar un entremés de Cervantes. Ya ha desaparecido la cofia de encaje, pero también la desazón, sólo quiero acordarme de que tuvimos un gran éxito; entre los papeles que quemé hace años, creo que había una reseña muy elogiosa de El Adelanto, augurándome un gran porvenir como actriz: era mi segundo año de carrera. Me pongo de pie y vuelvo a acercarme a la cortina, no hay más remedio que echarle valor y serenidad a la salida.
Ahí sigue el hombre de negro. Me doy ánimos a mí misma, diciéndome que él, después de todo, a pesar de la sosegada actitud con que se dispone a recibirme, no cuenta con las noticias nuevas que tengo ahora sobre él; sé que es capaz de pegar a una mujer y que su escritura revela una cierta tendencia a la esquizofrenia. No es que piense hacer uso de estos datos más que en última instancia, pero me protegen, como todas las bazas secretas. En el fondo, todo es jugar, y el éxito depende de la capacidad de concentración, tengo que pensar eso, que los nervios surgen cuando nos distraemos del juego mismo por atender a las normas que lo fijan de antemano, qué más da, en el programa que ponga lo que quiera, los programas nunca han servido para nada. Lo que tengo que hacer es esperar a que hable él primero, atender a las variaciones que se vayan sucediendo en su rostro y en su parlamento, escucharle tranquila, bastará con eso para que me salga una réplica brillante. Permanezco aún unos instantes, relajada en la seguridad que me da saber que no sabe que le acecho; luego me pongo las gafas, que traía en la mano, descorro la cortina y salgo a escena pisando con paso resuelto. Me extraña que no hayan estallado los aplausos.
No levanta los ojos, está leyendo mi artículo sobre Conchita Piquer; mejor, no hay prisa, en el teatro cuentan los silencios tanto como el texto, preparan la tensión del espectador para acoger la trama, y un buen actor debe saber resistir impasible esas pausas, habitarlas. Me arrodillo en el suelo y, procurando la mayor armonía en mis gestos, me pongo a recoger los papeles que se cayeron en el acto anterior y a colocarlos uno por uno en la carpeta color garbanzo. Al terminar, me levanto y vuelvo a meter la carpeta en el cajón de la izquierda, que sigue abierto; el primer premio a mi correcta actuación se me ofrece inmediatamente: al fondo del cajón veo un cuaderno de tapas azules con espirales en amarillo. Yo mis cuadernos los reconozco siempre por la fisonomía exterior: éste es el que buscaba antes, el que empecé la mañana del entierro de Franco. Lo cojo y me siento a hojearlo frente a él, con las piernas cruzadas. A mis espaldas se escucha el ruido del viento, azotando la puerta de la terraza. Muy de obra de Chejov, ahora sí que pegaría una chimenea.
—¿Me permite una sugerencia? —pregunta él, al cabo, levantando los ojos de su lectura.
Me quito las gafas y me pongo a chupar una de sus patillas, mientras le miro de frente. Ha desaparecido mi zozobra ante sus preguntas, hemos entrado en una fase nueva.
—¿Por qué me mira así? ¿Le molesta que haya leído su artículo?
—No, estoy esperando a oír su sugerencia.
—Es acerca del libro que piensa escribir.
—Sí, ya me imagino.
—Creo que debe partir del tema de la escasez. Aquí hay una frase muy reveladora.
Baja los ojos y se pone a buscar, con el dedo, algún renglón que se le ha perdido; necesita mirar el papel, si no, no sabe por dónde se anda. Yo también miro el mío; sobre el tema de la escasez que me diga lo que quiera, tengo material de sobra para contestarle, ha sido algo providencial encontrar este cuaderno. Leo: «Isla de Bergai. Primera mención a Robinson Crusoe. Sueños de evasión». Dejo el dedo indicando la línea. Le puedo desarrollar esto, daría un parlamento precioso.
—¿Qué pasa, no lo encuentra? —le pregunto.
—Sí, vamos a ver, está usted hablando de las canciones de posguerra, de cómo todavía no se habían convertido en objetos de consumo…
—Ya me acuerdo…
—Aquí está, le leo lo que dice: «En tiempos de escasez hay que hacer durar lo que se tiene, y de la misma manera que nadie tira un juguete ni deja a medio comer un pastel, a nadie se le ocurre tampoco consumir deprisa una canción, porque no es un lujo que se renueva cada día, sino un enser fundamental para la supervivencia, la cuida, la rumia, le saca todo su jugo…».
—Sí, claro —interrumpo—, lo mismo que le pasó a Robinson Crusoe al llegar a la isla. De la necesidad de sobrevivir surge la inventiva.
Por primera vez, alza los ojos y me mira intrigado. Ha sido un recurso de efecto; cuando los nombres literarios o geográficos no se sueltan a la buena de Dios, sino que están respaldados por la historia concreta que los ha traído a colación en el texto, brillan con un resplandor distinto. Noto, por su mirada, que he conseguido encenderle la curiosidad.
—Y ese cuaderno, ¿de dónde lo ha sacado? —pregunta.
Señalo al cajón, sin decir nada. Si viene a cuento, se lo enseñaré luego, si no, lo mismo da.
—¿Habla ahí de Robinson Crusoe?
—Sí, y también de la isla de Bergai.
—¿Bergai? Nunca he oído ese nombre.
—No me extraña, no viene en los mapas.
A Bergai se llegaba por el aire. Bastaba con mirar a la ventana, invocar el lugar con los ojos cerrados y se producía la levitación. «Siempre que notes que no te quieren mucho —me dijo mi amiga—, o que no entiendes algo, te vienes a Bergai. Yo te estaré esperando allí». Era un nombre secreto, nunca se lo había dicho a nadie, pero ella ya se ha muerto. Aunque ahora me acuerdo de que está dando vueltas conmigo por el aire, nos hemos escapado por la ventana del instituto, me da un poco de miedo.
—Es un nombre raro —dice el hombre—, parece un anagrama.
—Es un apócope de dos apellidos, el de una amiga y el mío, estaba de moda entonces la contracción de nombres y apellidos para titular lo que fuera, es un estilo que se ha perdido casi por completo, en provincias era muy típico: Moga, Doyes, Simu, Quemi…
—¿También eran islas?
—No, eran tiendas y cafés que abrieron por entonces en Salamanca, locales modernos.
Mi padre no se explicaba de dónde sacaba la gente el dinero para abrir tantos locales, decía que eran fruto de los negocios sucios, del estraperlo. Se hablaba mucho de lo sucio y lo limpio, «ése —se decía— no es trigo limpio», había empezado la subversión de valores, se mezclaban las aguas, no había trabajos del todo honrados ni del todo indecentes. Simu era un café oscuro, con espejos negros y asientos cubistas que abrieron cerca de la Plaza Mayor, nos llevó un domingo papá a mi amiga y a mí a tomar el aperitivo, es la primera vez que vi a una chica de familia conocida haciendo manitas con un soldado italiano, a los ojos de todo el mundo, sacó un pitillo y se puso a fumar descaradamente, era rubia, se reía muy alto con su vermut en la mano, la miraban todos, seguramente pensando que no era trigo limpio. Mi padre nos dejó un rato solas y se fue a darle la enhorabuena al dueño del local, que era cliente suyo, estábamos en una mesa del fondo, entraba mucha gente, nosotras sonreíamos, amparadas por nuestro secreto, nos pusimos a hablar de Bergai, ya llevábamos varios meses anotando cosas de la isla en nuestros respectivos cuadernos.
—Bergai —digo— se inventó partiendo precisamente de la escasez, como todas las fantasías, como todos los amores que merezcan el nombre de tales.
—¿También los amores?
—¡Claro!
—¿Se refiere a los que se alimentan de sueños?
—Sí, por supuesto.
—¿Los otros no le interesan?
—No es que no me interesen, es que…
—… Es que le dan miedo.
Desvío la vista.
—… Bueno, mi caso personal da lo mismo, sería, a lo sumo, un ejemplo aislado; lo que importa es tener en cuenta los modelos literarios que influyen en las conductas, ¿no?, no tiene más que echar una mirada a la literatura universal, no encontrará una sola obra donde los grandes amores no se asienten sobre la carencia de satisfacciones reales.
Ha bajado los ojos. Sería el momento de iniciar una divagación muy brillante sobre el amor y la ausencia, ilustrada con citas de los cancioneros galaicoportugueses y de diversos poemas románticos, es un tema en el que, al cabo de tantos años de adecuarme a la escasez, me muevo con dominio. Y por ahí llegaríamos a la novela rosa, pero esto no es una conferencia, sino una representación, se trata de improvisar en esta situación concreta, no de meter discursos postizos; lo que tendría que hacer —y lo sé, porque me da miedo— es cambiarme a su lado y lograr que me hablara de las cartas que guarda en la maleta de doble fondo; pero reconozco que no me atrevo a tomar esa iniciativa sin llevar pensada una frase buena y que, mientras esté dándole vueltas a esa frase, que no se me ocurre, no seré capaz de levantarme y franquear con naturalidad el breve espacio que nos separa. De ahí me han venido siempre los fallos en el amor, del miedo a que alguien pueda dejarme sin palabras, reducida al desnudo poder de mi mirada o de mi cuerpo. «Tú eres poco lanzada —me decían mis amigas, cuando empecé a ir a bailar al Casino—, no das pie». A los hombres había que darles pie, las chicas lanzadas sabían jugar con sus ojos, con su risa y con el movimiento de su cuerpo, aunque no tuvieran nada que decir. Y los hombres que me gustaban, y a los que tal vez yo también gustaba, se iban haciendo novios de otra. Aprendí a convertir aquella derrota en literatura, otra vez será, a intensificar mis sueños, preparando aquella frase que le diría a alguien alguna vez, escribía un poema, nunca tenía prisa, y así pasaba el tiempo, «la niña del notario no saca novio, y eso que es mona, guapa no, pero mona». Pasa el tiempo, no me atrevo, estoy desaprovechando otra ocasión. Ya levanta los ojos.
—Hábleme de Bergai —dice.
—Bueno, es volver al tema de los refugios. Antes me preguntó usted a qué edad empecé a refugiarme, ¿se acuerda?
—Sí, me acuerdo.
—Pues Bergai fue mi primer refugio. Pero lo inventé con una amiga, así que tendría que hablarle primero de esa amiga.
Me quedo callada, qué difícil es contar todo esto sin hablar del prodigio principal, de que ella, después de muerta, sigue volando conmigo de la mano, es un poco espeluznante. Oigo soplar, a mis espaldas, el viento furioso, la ropa tendida se debe de estar desgarrando, planeamos por encima de esta terraza, ella lleva un camisón de fantasma y se ríe, me da miedo mirar para atrás. Me pongo a hablar sin orden ni concierto.
—Ella me inició en la literatura de evasión, necesitaba evadirse más que yo, porque lo pasaba peor, era más desvalida, pero también más sobria y más valiente, afrontaba la escasez, por ejemplo la cuestión de carecer de juguetes no la afectaba en absoluto, se reía de eso, porque tenía conflictos reales, ¿entiende?, no de pacotilla como los míos, dijo que las riquezas se las puede uno inventar como hizo Robinson, nos pusimos a escribir juntas una novela, Esmeralda despreciaba la riqueza y se escapaba de su casa en una noche de tormenta…
—¿Se llamaba Esmeralda su amiga?
—No, la protagonista de la novela. Pero se lo estoy contando muy mal, la novela fue posterior a Bergai, me pierdo…
Ahora el viento es casi un huracán. «Oye, qué divertido, qué jaleo —me grita ella al oído—, se ha creído que soy Esmeralda. ¿Y él es Alejandro, verdad?, nos lo hemos encontrado en carne y hueso». «No estés tan segura, espera a ver por dónde sale todo esto». «Da igual por donde salga, tonta, es divertidísimo». «No chilles tanto, nos van a oír». «Que no, ¿cómo nos van a oír con el aire que hace?, además ella ha dicho que es algo sorda».
—¿Se pierde? Pues, a ver, vuelva atrás, estábamos hablando de la escasez… una época de escasez, «nadie dejaba a medio comer un pastel ni tiraba un juguete», ¿no era eso?
—Sí, eso fue importante, el racionamiento de los juguetes. Mi hermana y yo, antes de la guerra, teníamos muchos juguetes buenos, comprados en Madrid, que es de donde venía todo lo diferente. Luego nos los dejaron de comprar y hubo que empezar a amortizar los viejos. Amortizar es una palabra que se decía continuamente, puede que ya antes la hubiera oído, sin hacer caso de ella, formaba parte de la jerga jurídica de mi padre, que siempre me resultó demasiado abstracta. Pero hay un momento en que las palabras de los adultos, por abstractas que sean, empiezan a interferir en el propio campo y no hay manera de eludirlas: así pasó con amortizar, requisar, racionar, acaparar, camuflar y otros verbos semejantes que, de la noche a la mañana, andaban en boca de todo el mundo y era imposible ignorarlos, yo también los decía, aunque no entendiera del todo su significado; entendía lo fundamental, que tenían que ver con la necesidad y se oponían al placer. La palabra acaparar, por ejemplo, la siento siempre unida a la fábula de la cigarra y la hormiga. Una vez me mandaron hacer un ejercicio de redacción sobre este tema, predilecto de todos los maestros, y me vengué ilustrándolo con un dibujo donde la hormiga aparecía cabezuda y repelente y, en cambio, la cigarra vestida de puntitos de oro, como un hada. Me imaginaba a la hormiga acaparadora contando y recontando aquellos billetes de banco pequeños y sobados, que ni siquiera tintineaban como las monedas de oro, y se destinaban a la compra de artículos de primera necesidad. Se hablaba mucho de los artículos de primera necesidad, tenían primacía sobre cualquier otro, se oponían al lujo, a lo superfluo. Dar un paseo era ya algo superfluo, como no se amortizara; si hacíamos una excursión al campo, por ejemplo, se aprovechaba para que algún cliente de mi padre le proporcionara, a cambio de un montón de aquellos billetes sucios, lentejas, patatas o unos pollos tomateros; no nos dejaban entretenernos a coger grillos, había que volver en seguida. «Comemos dinero», decía mi padre con gesto preocupado, cuando estábamos sentados a la mesa; a mí esa frase me quitaba las ganas de comer: sólo se pensaba en comer, en acaparar artículos de primera necesidad. En seguida se supo que los juguetes no presentaban méritos suficientes para ser incluidos en este grupo y que, por consiguiente, si después de mucho sacar cuentas, nos compraban alguno, había que amortizarlo. Y esta ley de la amortización general alcanzó también al cuarto de atrás…
Me interrumpo, he tocado el punto más importante, esto sí que tendría que contarlo bien. El hombre me mira desde el sofá, con la cara apoyada en la mano; ahora mismo no me acuerdo de si le he hablado ya del cuarto de atrás o es la primera vez que se lo menciono, me encuentro como ante una mesa de trabajo llena de fichas desordenadas, hace falta un criterio de ordenación, seleccionar por temas, descartar lo repetido.
—Es que es imposible. Si, al menos, hubiera usted traído magnetófono —me sorprendo diciéndole.
—¿Magnetófono? ¿Qué dice? ¿Cómo es posible que le guste a usted semejante chisme?
—No, si no me gusta, y estoy convencida, además, de que si lo hubiera traído, no me saldría hablarle así. Pero es que me extraña que no lo use, siempre que vienen a hacerme una entrevista lo traen.
—A mí no me hace falta, tengo otro aparato más sutil para que queden grabadas las cosas, más arriesgado también.
Me mira con una sorna que no sé descifrar.
—¿Lo lleva escondido dentro de la chaqueta? —bromeo.
—No lo llevo escondido en ningún sitio, ni está patentado todavía, es un sistema que estoy ensayando ahora.
Me alegro de estar sentada de espaldas a la mesa, no quiero volver la cabeza, pero me desazona que sus ojos se hayan dirigido nuevamente hacia allá. No puedo consentir que me siga pisando el terreno.
—¡Ah, vamos!, me ha tomado usted de conejillo de indias.
—Sí —dice, serio—, pero confiese que usted a mí también.
—Bueno —corto—, ya que parece tan seguro de haberlo registrado todo, acláreme una duda, ¿le he hablado ya del cuarto de atrás?
—No, supongo que sería un cuarto de su casa y que estaría en la parte de atrás, como su propio nombre indica.
—Sí. Mi casa de Salamanca tenía dos pasillos paralelos, el de delante y el de atrás, que se comunicaban por otro pequeñito y oscuro, en ése no había cuartos, lo llamábamos el trazo de la hache. Las habitaciones del primer pasillo daban a la Plaza de los Bandos, las del otro, a un patio abierto donde estaban los lavaderos de la casa y eran la cocina, la carbonera, el cuarto de las criadas, el baño y el cuarto de atrás. Era muy grande y en él reinaban el desorden y la libertad, se permitía cantar a voz en cuello, cambiar de sitio los muebles, saltar encima de un sofá desvencijado y con los muelles rotos al que llamábamos el pobre sofá, tumbarse en la alfombra, mancharla de tinta, era un reino donde nada estaba prohibido. Hasta la guerra, habíamos estudiado y jugado allí totalmente a nuestras anchas, había holgura de sobra. Pero aquella holgura no nos la había discutido nadie, ni estaba sometida a unas leyes determinadas de aprovechamiento: el cuarto era nuestro y se acabó.
—¿Y con la guerra cambiaron las cosas?
—Sí. Hay como una línea divisoria, que empezó a marcarse en el año treinta y seis, entre la infancia y el crecimiento. La amortización del cuarto de atrás y su progresiva transformación en despensa fue uno de los primeros cambios que se produjeron en la parte de acá de aquella raya.
—¿Se convirtió en despensa?
—Sí, pero no de repente. Antes de nada, hay que decir que en el cuarto de atrás, había un aparador grande de castaño; guardábamos allí objetos heterogéneos, entre los que podía aparecer, a veces, un enchufe o una cuchara, que venían a buscar desde las otras dependencias de la casa, pero esa excepción no contradecía nuestra posesión del mueble, disponíamos enteramente de él, era armario de trastos y juguetes, porque la función de los objetos viene marcada por el uso, ¿no cree?
—Sí, por supuesto.
—Y, sin embargo, su esencia de aparador constituyó el primer pretexto invocado para la invasión. Cuando empezaron los acaparamientos de artículos de primera necesidad, mi madre desalojó dos estantes y empezó a meter en ellos paquetes de arroz, jabón y chocolate, que no le cabían en la cocina. Y empezaron los conflictos, primero de ordenación para las cosas diversas que se habían quedado sin guarida, y luego de coacción de libertad, porque en el momento más inoportuno, podía entrar alguien, como Pedro por su casa, y encima protestar si el camino hacia el aparador no estaba lo bastante limpio y expedito. Pero hasta ahí, bueno; lo peor empezó con las perdices.
—No me diga que les metieron también perdices.
—Sí, perdices estofadas. Como escaseaba mucho la carne, mi madre, en época de caza, se pasaba días y días preparando en la cocina una enorme cantidad de perdices estofadas, que luego metía en ollas grandes con laurel y vinagre, eran tantas que no sabía dónde ponerlas y, claro, dijeron que a las niñas les sobraba mucho sitio: aquellos sarcófagos panzudos, alineados contra la pared, fueron los primeros realquilados molestos del cuarto de atrás, que, hasta entonces, sólo había olido a goma de borrar y a pegamín. Luego vinieron los embutidos colgados del techo, y la manteca y, a partir de entonces, hasta que dejamos de tener cuarto para jugar, porque los artículos de primera necesidad desplazaron y arrinconaron nuestra infancia, el juego y la subsistencia coexistieron en una convivencia agria, de olores incompatibles.
Me interrumpo y echo una ojeada a los apuntes del cuaderno que tengo abierto sobre las rodillas: «Primera mención a Robinson, al salir de la cacharrería del Corrillo».
—¿Se le ha olvidado algo? —dice el hombre.
—Se me habrán olvidado tantas cosas. Pero es que trato de llegar a la isla. Ya falta poco.
—No tenga prisa. Las circunstancias anteriores a la llegada del náufrago tampoco las descuidó Defoe, cogen por lo menos veinte páginas del Robinson, si mal no recuerdo.
—Sí, pero esas páginas yo siempre me las saltaba.
—Convendrá conmigo en que hacía mal.
—Ya, pero a esa edad se lee con mucha avidez y lo que no es maravilloso parece paja, tarda uno bastantes años en aprender a saborear la paja.
—Hay quien no aprende nunca —dice él.
Le miro. Seguro que está pensando en Carola, son tan distintos, a ella las cartas de la maleta le parecieron paja, sería un buen momento para dar un quiebro y hablar de la literatura epistolar, a ver qué salía, parece estarme invitando, hay una luz rara en su mirada, la obra decae por mi culpa.
—Pero también los rodeos son fatigosos —digo—, a veces me da envidia la gente concisa, que sabe siempre lo que tiene que decir y adónde va…
—No mienta a usted esa gente le aburre, igual que a mí. ¿Quiere un pitillo?
—Sí.
Enciende dos en su boca y me pasa uno. Muy de novela rosa este detalle. Tengo que reconocer que, desde hace un rato, está actuando con muchas más tablas que yo. Entorno los ojos y hago una pausa tras la primera bocanada de humo.
—Mi hermana y yo teníamos una cocina de juguete bastante grande, uno de los últimos regalos de antes de la guerra, se enchufaba y se hacían comidas en un hornillo de verdad, nos la envidiaban todas las niñas. Aunque a las casitas, como se jugaba mejor era en verano, al aire libre, con niños del campo que no tenían juguetes y se las tenían que ingeniar para construírselos con frutos, piedras y palitos, y que, precisamente por eso, nunca se aburrían. Cogían una teja plana y decían «esto era un plato», machacaban ladrillo y decían «esto era el pimentón», y resultaba todo mucho más bonito, yo lo sentía así, pero cuando llegaba el invierno, me olvidaba y sucumbía a las exigencias de una industria que fomentaba el descontento y el afán de consumo. Total, que se nos fueron rompiendo los cacharros de la cocinita eléctrica, y estábamos tristes porque nadie nos los reponía. Una tarde, al volver del instituto, vi en el escaparate de una cacharrería una vajilla de porcelana que me pareció maravillosa, de juguete, claro, pero igual que las de verdad, con salsera, platos de postre y sopera panzuda, todas las piezas tenían un dibujo de niños montando en bicicleta, me entró un capricho horrible. Mi padre dijo que era muy cara, que ya veríamos en Reyes; pero estábamos en marzo y tenía miedo de que se la vendieran a otro niño, me daba mucho consuelo cada vez que volvía a pasar por el escaparate y seguía allí con el precio encima; costaba siete cincuenta.
—¿Siete cincuenta? ¿Tan poco?
—Muy poco, hoy da risa, ni para el autobús, ni para un triste periódico, ¿verdad?, pues para mí es una cifra importante. Me empecé a preguntar por la esencia absurda del dinero delante de aquel escaparate y de aquellos tres guarismos escritos en rojo, sobre un cartón que a veces se ladeaba o se caía. Entraba a preguntar que si la habían rebajado. «¿Que si hemos rebajado qué?». «La vajilla esa de China». Me quedaba de guardia junto al escaparate, mientras el chico se metía a preguntárselo a la dueña. «Doña Fuencisla, que preguntan por la vajilla esa de juguete». «¿La de siete cincuenta?» decía, desde el fondo, una voz reacia a la súplica. «Sí, señora». «Pues envuélvesela, el papel lo tienes ahí». No sabía cómo irme, ni cómo curarme de aquel vicio. Hasta que un día llevé a mi amiga a verla, esa niña que le dije antes, su opinión me parecía fundamental, la acababa de conocer hacía poco en clase y me tenía sorbido el seso, no veía más que por sus ojos.
—¿Por qué? ¿Era usted lesbiana?
Nunca me habían hecho esa pregunta; si alguien me la hubiera hecho entonces, habría contestado con otra: «¿Que si soy qué?», era una palabra que no circulaba jamás, ni siquiera clandestinamente, si la hubiera oído, la habría apuntado como todas las que aprendía nuevas y cuyo significado aclaraba luego consultando el diccionario, seguro que su sentido me habría parecido inaceptable, algo sobre lo que había que correr un tupido velo, «pasar como gato por brasas», como decía el profesor de Religión cuando llegaba a explicar el sexto mandamiento; expresiones como fornicar y desear la mujer de tu prójimo venían explicadas por medio de eufemismos que multiplicaban los rodeos, algunas niñas se reían mucho, yo prefería no preguntar, me daban miedo las alusiones al sexo, eran inapresables y ambiguas, como mariposas. «Ése es ligeramente mariposo», oí decir, ya en la Facultad, de un muchacho que tenía gestos afectados. Pero las palabras «invertido» y «lesbiana» no las aprendí hasta muchos años después, en Madrid, y me costó trabajo hacerme cargo de su significado, no tenía un lugar preparado para recibir aquellos conceptos.
—No —digo—, no se me ocurría tal cosa. Sólo se puede ser lesbiana cuando se concibe el término, yo esa palabra nunca la había oído.
—Como ha dicho que su amiga le tenía sorbido el seso.
—Es que la admiraba sin límites.
—¿Por el pelo rizado? —pregunta sonriendo.
—No, por dos cosas mucho más insólitas: porque sus padres estaban en la cárcel y porque hacía diario. Lo del diario era algo que podía imitarse, y además ella misma me animó a que la imitara, pero lo otro ni en lo más escondido de mi corazón me atrevía a envidiárselo, por muy novelesco que resultara, porque me parecía que nos podía castigar Dios. A un tío mío lo habían fusilado y mi padre ni nos había mandado a colegios de monjas ni quiso tener alojados alemanes en casa, siempre nos estaban advirtiendo que en la calle no habláramos de nada y mi madre contaba algunas veces el miedo que le daba por la noche despertarse y oír un camión que frenaba bruscamente delante de casa…
—Siga… ¿Qué le pasa? Se ha puesto pálida.
—Es que, de pronto, me he asustado, me parece que anda alguien ahí fuera.
—Es el aire. Se ha levantado un aire terrible.
Le miro, no puedo tener miedo mientras continúe aquí conmigo, tengo que seguir contándole cuentos, si me callo, se irá.
—Bueno, mi amiga empezó a venir algunas veces a estudiar conmigo a casa, pero jugar, sólo habíamos jugado al monta y cabe con las otras niñas en el patio del instituto. Una tarde, al salir de clase, le hablé de la vajilla y le pedí que viniera conmigo a verla, ella iba callada, mirando de frente, con las manos en los bolsillos y yo me sentía un poco a disgusto porque no hallaba eco ninguno al entusiasmo con que se la describía, estará esperando a verla, pensé, pero cuando llegamos delante del escaparate y se la señalé con el dedo, siguió igual, ni decía nada ni yo me atrevía a preguntarle, me había entrado vergüenza. Después de un rato de estar allí parada, dijo: «Bueno, vamos, ¿no?, que hace mucho frío», y echamos a andar hacia la Plaza Mayor. Fue cuando me empezó a hablar de Robinson Crusoe, me dijo que a ella los juguetes comprados la aburrían, que prefería jugar de otra manera. «¿De qué manera?». «Inventando; cuando todo se pone en contra de uno, lo mejor es inventar, como hizo Robinson». Yo no había leído todavía el libro, me había parecido un poco aburrido las veces que lo empecé, a lo de la isla no había llegado, ella, en cambio, se lo sabía de memoria, nos pusimos a dar vueltas a la Plaza Mayor, me estuvo contando con muchos detalles cómo se las había arreglado Robinson para sacar partido de su mala suerte, todo lo que había inventado para resistir. «Sí, es muy bonito —dije yo—, pero nosotras ¿qué?, nosotras no tenemos una isla donde inventar cosas». Y entonces dijo ella: «Pero podemos inventar la isla entre las dos, si quieres». Me pareció una idea luminosa y así fundamos Bergai; esa misma noche, cuando nos separamos, ya le habíamos puesto el nombre, aunque quedaban muchos detalles. Pero se había hecho tardísimo, ella nunca tenía prisa porque no la podía reñir nadie, yo en cambio tenía miedo de que me riñeran. «Si te riñen, te vas a Bergai —dijo ella—, ya existe. Es para eso, para refugiarse». Y luego dijo también que existiría siempre, hasta después de que nos muriéramos, y que nadie nos podía quitar nunca aquel refugio porque era secreto. Fue la primera vez en mi vida que una riña de mis padres no me afectó, estábamos cenando y yo seguía imperturbable, les miraba como desde otro sitio, ¿entiende?
—Claro, desde la isla. Aprendió usted a aislarse.
—Eso mismo. Al día siguiente, inauguramos las anotaciones de Bergai, cada una en nuestro diario, con dibujos y planos; esos cuadernos los teníamos muy escondidos, sólo nos los enseñábamos una a otra. Y la isla de Bergai se fue perfilando como una tierra marginal, existía mucho más que las cosas que veíamos de verdad, tenía la fuerza y la consistencia de los sueños. Ya no volví a disgustarme por los juguetes que se me rompían y siempre que me negaban algún permiso o me reprendían por algo, me iba a Bergai, incluso soportaba sin molestia el olor a vinagre que iba tomando el cuarto de atrás, todo podía convertirse en otra cosa, dependía de la imaginación. Mi amiga me lo había enseñado, me había descubierto el placer de la evasión solitaria, esa capacidad de invención que nos hace sentirnos a salvo de la muerte.
El hombre me mira con ojos emocionados. Afuera sigue silbando el viento.
—¡Qué historia tan bonita! —dice—. ¿Y qué fue de los diarios de Bergai?
—Los guardé algún tiempo en el baúl de hojalata; luego supongo que los quemaría.
—¿No le da pena?
—Sí, siempre se idealiza lo que se pierde, pero puede que ahora me defraudasen. Por otra parte, si no se perdiera nada, la literatura no tendría razón de ser. ¿No cree?
—Claro, lo importante es saber contar la historia de lo que se ha perdido, de Bergai, de las cartas… así vuelven a vivir.
Le miro con audacia.
—¿De qué cartas habla?
Se encoge de hombros, aparta la vista.
—No sé, de las que haya perdido. No me diga usted que no ha escrito en su vida cartas sentimentales.
—Cuando he encontrado a quién. Es un juego que depende de que aparezca otro jugador y te sepa dar pie.
—Usted sabe que el otro jugador es un pretexto.
—Bueno, pero pretexto o no, tiene que existir.
Me mira de frente, con los ojos serios. Dice:
—Usted no necesita que exista, usted si no existe, lo inventa, y si existe, lo transforma.
Ha sido demasiado directa y apasionada su afirmación como para que pueda seguirse encajando en el terreno de las generalidades. Tengo que elegir entre ignorar el desafío o tirar de la manta.
—No sé por qué dice eso, la verdad.
—Bueno, yo tampoco, en realidad sólo la conozco por lo que escribe. Lo que pasa es que entiendo de literatura y sé leer entre líneas. Esta noche pienso que mis lecturas no andaban descaminadas: se ha pasado usted la vida sin salir del refugio, soñando sola. Y, al final, ya no necesita de nadie…
—¡Vaya! ¡Cuánto sabe!
—Me puedo equivocar, por supuesto.
—No importa, siga, aunque se equivoque… ¿Soñando sola… con qué?
—Con una gran historia de amor y misterio que no se atreve a contar…
Hay un silencio. El aire es tan fuerte que casi da miedo. Adelanto el cuerpo, buscando su mirada.
—¿Sabe lo que le digo? Que no estoy tan segura de haber soñado esa historia —digo lentamente, procurando que no me tiemble la voz.
Sus ojos se posan, ausentes y crueles en los míos.
—Perfecto —dice—. Pues atrévase a contarla, partiendo justamente de esa sensación. Que no sepa si lo que cuenta lo ha vivido o no, que no lo sepa usted misma. Resultaría una gran novela.
—Ah, ya comprendo, lo decía usted por eso, por si lo quiero convertir en novela.
—¿Por qué lo iba a decir si no?
—No, claro, por qué lo iba a decir…
Me muerdo los labios con los ojos bajos. Tengo ganas de humillarle, de echar mano de mis bazas secretas y mentarle a Carola, hacerle una escena parecida a la que ella le hará esta noche. Pero a cada uno le ha tocado un papel en la vida. «Literatura del recato. Modelos de conducta marcados por el rechazo a tomar la iniciativa. Miedo al escándalo», leo en una de las páginas del cuaderno.
—¿Porqué se encoge de hombros? —me pregunta él.
—No sé, es un gesto que hago a veces —digo sin mirarle.
Hay una pausa violenta; tengo ganas de llorar.
—¿Me deja ver ese cuaderno?
—Bueno, pero no va a entender nada, son apuntes.
—¿Es el que empezó a escribir el día del entierro de Franco?
—El mismo.
—¿De verdad?, menos mal, todo acaba apareciendo.
Se lo tiendo, me gusta verlo en sus manos, es una garantía. Lo abre por la primera página.
—«Usos amorosos de la posguerra» —lee en voz alta—. ¿Se va a llamar así?
—Lo había pensado como título provisional.
—No me gusta nada —dice.
—Bueno, el título sería lo de menos.
—No lo crea, condiciona mucho.
—¿Y por qué no le gusta?
—Porque tiene resonancias de sus investigaciones históricas. Con ese título, ya la veo volviéndose a meter en hemerotecas, empeñándose en agotar los temas, en dejarlo todo claro. Saldría un trabajo correcto, pero plagado de piedrecitas blancas, ellas sustituirían las huellas de su paso.
—Entiende usted mucho de literatura, efectivamente.
—Y usted también —dice—, hoy lo ha dejado claro. ¿Y sabe lo que más le agradezco?
Muevo la cabeza negativamente, hay un silencio.
—Que me haya dejado compartir el secreto de Bergai. Se lo guardaré siempre, se lo juro.
La emoción me traba la garganta, parece una despedida. Nos estamos mirando como antes de que sonara el teléfono, Carola no existe, sólo él y yo.
De pronto, un golpe a mis espaldas, acompañado de una ráfaga de frío, me hace comprender que la puerta de la terraza se ha abierto violentamente. Ahogo un grito y de un salto salvo la distancia que nos separa y me abrazo a su cuello.
—¿Quién es, por favor?, dígame quién es.
Siento su pecho latiendo contra el mío, sus manos sobre mi pelo que el viento alborota. Cierro los ojos, estoy temblando.
—Vamos, mujer, no se asuste, no ha sido más que el aire, la puerta que se ha abierto con el aire. Voy a cerrarla.
Hundo la cabeza en su hombro, cuánto me voy a acordar luego…
—¿No hay nadie fuera? Dígamelo seguro. No me atrevo a mirar.
—Nadie, ¿quién va a haber? Permítame, han salido volando todos los folios que tenía en la mesa. Y mi sombrero con ellos.
Me separo de sus brazos y me quedo sentada en el sofá, le veo cruzar la habitación pasando sobre los folios desparramados, y asomarse a la terraza abierta de par en par. Agarra las dos hojas de la puerta para cerrarlas, el viento le opone resistencia y azota su pelo negro, los folios se persiguen en remolino sobre la alfombra, bailan en torno del sombrero.
—¡Qué noche tan infernal! —dice después de cerrar—. Por cierto, tiene usted unas sábanas colgadas ahí fuera, se le van a hacer polvo.
—Da igual. ¿No había nadie, verdad?
—Nadie. Venga a mirarlo usted misma, si quiere.
—No, me basta con que usted lo diga. Baje la persiana, por favor, y cierre las cortinas.
—Sí, eso pensaba hacer. ¡Pero qué miedo le ha entrado, de repente!
—Sí, estoy temblando, soy tonta.
—También será del frío. Tranquilícese.
Ha bajado la persiana y ha corrido las cortinas. Ahora se arrodilla en el suelo, aparta su sombrero y se pone a recoger, con toda parsimonia, los folios esparcidos, copiando mis gestos armoniosos del principio de la escena. Han vuelto a pasar a sus manos las riendas del argumento principal, ahora yo actúo como un mero comparsa, atento a controlar sus escalofríos.
—¡Pero qué cantidad de folios! —exclama con asombro—. No creí que hubiera escrito tanto.
—¿Quién?
—Supongo que usted. ¿Se los puedo ordenar?
—Haga lo que quiera. ¿Me quiere alcanzar ese chal negro que está sobre el banco de la esquina? Tengo mucho frío.
Se levanta despacio, lo coge y se acerca solícito, me lo pone sobre los hombros.
—Vamos, mujer, ya pasó el susto. ¿Sabe lo que debía hacer mientras yo le ordeno los folios? Echarse un rato en el sofá. ¿No está cansada?
—Sí, bastante.
Me ayuda a subir las piernas al sofá, me pone un almohadón debajo de la cabeza. Me dejo hacer dócil y voluptuosamente.
—Relájese. ¿Está a gusto?
—Ay sí, gracias, muy a gusto. Me hace usted mucha compañía.
No contesta. Una de sus manos me acaricia un instante la frente. Cierro los ojos.
Cuando los vuelvo a abrir, le veo sentado en el suelo, enfrente de mí, con la espalda apoyada contra la cortina y el manojo de folios en las rodillas. Los está leyendo atentamente y sonríe. Contorneando sus hombros y su cabeza, zigzaguea una banda de estrellitas risueñas. Siento una gran placidez.
—Me está entrando un poco de sueño —digo—. Pero no se vaya.