4. El escondite inglés

Lo primero que me llama la atención, al entrar en el cuarto —y me inquieta—, es que el hombre ha cambiado de postura. Está sentado junto a la mesa donde posó el sombrero y no levanta los ojos al sentirme entrar, embebido en la contemplación de algo. Llego hasta la mesita que hay delante del sofá, tratando de quitarle importancia a la alteración que ha sufrido mi humor. Me molesta que fisguen en mis cosas sin permiso.

—¿Cree usted en el diablo? —Le oigo preguntar a mis espaldas.

Las manos me tiemblan al depositar la bandeja, la apoyo en falso sobre el paquete de tabaco, los vasos se tumban y se derrama el azucarero. El hombre se acerca para ayudarme y nuestros dedos se rozan.

—Le falló el pulso —dice—. Permítame.

Se me sube la sangre a la cabeza cuando veo la cartulina que trae en la mano: el grabado de Lutero.

—¿Por qué ha entrado en mi dormitorio? —le pregunto desabridamente.

Se echa a reír y mi rabia crece.

—No le veo la gracia.

—Perdone, es que parece una frase de folletín.

Me concentro, airada todavía, en la tarea de recoger con una cucharilla el azúcar derramado, mientras me doy, mentalmente, recetas para apaciguarme.

—Yo no he entrado nunca en el dormitorio de una mujer más que con su consentimiento —dice.

Ha terminado de enderezar los vasos, lleva el grabado a la mesa y lo deposita junto a la máquina.

—A no ser —añade mirándolo— que considere usted el dormitorio de Lutero como su propio dormitorio.

—¡Alguien ha tenido que sacarlo de mi cuarto! —protesto—. Siempre lo he tenido pinchado con chinchetas en la pared de enfrente de mi cama.

El hombre, como un calmoso detective, se inclina para examinar las marcas de las chinchetas bien visibles en las cuatro esquinas del grabado, luego le coloca encima un pisapapeles de cristal dentro del cual se ve una catedral gótica con columnas irisadas. Me acerco. Le llego por el hombro.

—Estaba aquí —asegura—, debajo de este pisapapeles.

La falta de énfasis de sus palabras revela que no se siente obligado a atestiguar una inocencia que, por eso mismo, resplandece más.

—Pues le aseguro que yo no lo he sacado —digo, turbada.

—Tal vez no se acuerde. Tenía debajo este verso escrito a mano. ¿Es una fórmula mágica?

—A ver… no sé.

En una hoja arrancada de uno de mis cuadernos, veo escrito, con mi caligrafía, el poema que estaba recordando antes, cuando estalló la tormenta:

Cabecita, cabecita,

tente en ti, no te resbales

y apareja los puntales

de la paciencia bendita.

Verás cosas

que toquen en milagrosas:

Dios delante

y san Cristóbal gigante.

—Perdone mi atrevimiento —dice el hombre—, pero me acerqué a mirar si seguía lloviendo y me llamaron la atención el grabado y el conjuro. No pensé que le molestaría.

Una vez concedida esta explicación, y colocados los papeles como asegura que los encontró, parece haber dado por zanjada la cuestión, vuelve a tomar asiento en el sofá y me deja sumida en mis cavilaciones, con los ojos prendidos en las extrañas pistas del enigma.

—Es muy raro, no me acuerdo de cuándo lo he escrito ni de cuándo lo he puesto aquí.

—¿Es suyo ese texto?

—No, lo recoge Cervantes en una de sus novelas ejemplares, pero lo que no entiendo…

No puedo continuar. Acabo de fijarme en el folio que asoma por encima de la máquina y me he quedado paralizada; ahora ya la sorpresa roza casi el terror. La frase que aludía al hombre de la playa ha desaparecido, sustituida por el conjuro que la Gitanilla usaba para preservar el mal de corazón y los vahídos de cabeza. Inicia el folio, copiada entre comillas, y no hay escrito nada más, excepto un número en el ángulo superior derecho, el 79. Pero bueno, estos setenta y nueve folios, ¿de dónde salen?, ¿a qué se refieren? El montón de los que quedaron debajo del sombrero también parece haber engrosado, aunque no me atrevo a comprobarlo.

—Todavía no me ha dicho si cree usted en el diablo.

Miro al hombre, asustada. Está desenrollando el tapón del termo, llena uno de los vasos y me consulta, antes de llenar el otro.

—¿Usted también quería, no?

Su presencia es mi único asidero real en estos momentos, no podría resistir que una nube de humo lo arrebatara de mi campo visual. Más que miedo, debe haber algo implorante en mi mirada.

—¿Qué le pasa? —me pregunta, con el termo en alto.

—Tengo miedo —digo como para mí misma—, me voy a volver loca.

—¿Decía algo?

—No, nada. Perdone… pero ¿no habrá escrito algo con mi máquina mientras yo estaba en la cocina?

—¿Yo? ¡Qué absurdo!

—No sé, pensaba que tal vez se le habría podido antojar copiar el conjuro, por ejemplo. Si es así, le agradecería…

—Le digo que no, no he tocado la máquina para nada. ¿Quiere un poco de té, verdad?

—Sí, gracias.

—Pues venga a tomarlo. A usted esa mesa le trastorna mucho, por lo que veo.

—Es que son demasiadas cosas raras —digo, apoyándome en su borde, porque noto que las piernas me tiemblan y la cabeza se me va.

Me aferro al texto del conjuro y lo recito mentalmente con fervor. El hombre ha llenado los vasos y parece estar esperándome.

—Bueno —dice—, cosas raras pasan a cada momento. El error está en que nos empeñamos en aplicarles la ley de la gravitación universal, o la ley del reloj, o cualquier otra ley de las que acatamos habitualmente sin discusión; se nos hace duro admitir que tengan ellas su propia ley.

—Usted cree que la tienen, ¿verdad?

—¡Claro!; lo que nos irrita es que se nos escapa, que no la podemos codificar. Vamos a ver, ¿usted no tiene sueños raros?

—¡Huy, ya lo creo! Rarísimos.

—¿Y le pide explicación lógica a las cosas que ve en sueños? ¿Por ejemplo, a que un lugar se convierta en otro, o una persona en otra?

Muevo la cabeza negativamente, que no deje de hablar, sus palabras hipnotizan como las de un cuento. El té se transparenta a través del vaso que eleva lentamente su mano. De pronto, me parece un prestidigitador, puede sacar cualquier cosa de debajo del sombrero.

—Le vale todo lo que ha visto, ¿no?, lo admite con la misma certeza que la visión de este vaso…

—Con la misma certeza, sí, o mayor todavía. Y es una sensación que me dura bastante rato; precisamente lo que me resulta sospechoso es lo que veo tan claro cuando abro los ojos. Echo de menos los bultos de sombra que se han ido.

—¿Lo ve? Pues entonces, ¿de qué sirven esas leyes que parecen regir indiscutiblemente el orden del tiempo?; no hay nada que no esté trastornado por el azar.

Le escucho pensando en Isabel la Católica, en la falaz versión que, de su conducta, nos ofrecían aquellos libros y discursos, donde no se daba cabida al azar, donde cada paso, viaje o decisión de la reina parecían marcados por un destino superior e inquebrantable.

—Si, por ejemplo, la historia de España… —empiezo a decir, sin saber por dónde voy a continuar.

Y me quedo en suspenso, querría dejar apuntadas todas las sugerencias que se me agolpan, necesitaría un hilo para enhebrarlas; el libro sobre la posguerra tengo que empezarlo en un momento de iluminación como el de ahora, relacionando el paso de la historia con el ritmo de los sueños es un panorama tan ancho y tan revuelto, como una habitación donde cada cosa está en su sitio precisamente al haberse salido de su sitio, todo parte de mis primeras perplejidades frente al concepto de historia, allí, en el cuarto de atrás, rodeada de juguetes y libros tirados por el suelo.

—¿La historia de España, qué?

—Nada. Es que ahora, cuando estaba en la cocina…

La última frase la he dicho tan bajo que no debe haberla oído, se esfuma, se lleva las imágenes de mi infancia y de la infancia de mi madre. Ha vuelto a caer la cortina que defiende la puerta del cuarto de atrás. Ya se levantará otra vez cuando quiera. Efectivamente no me ha oído; se lleva el vaso a los labios, da un trago y lo saborea.

—El té está buenísimo —dice—, tiene la proporción justa de limón, ni mucho ni poco.

—Un pariente mío decía que en el amor, como en el agua de limón, hay que quedarse con ganas.

Se echa a reír. Cuando se ríe parece más joven.

—Ya lo creo, quedarse con ganas en el amor… No andaba descaminado su pariente.

También podía arrancar de ahí, eso de quedarse con ganas en el amor era un tema clave de mis apuntes, el miedo a la saciedad.

—¿No tiene sed? ¿O ha estado bebiendo ya en la cocina?

—No. ¿Por qué? ¿Es que he tardado mucho?

—¿Mucho? No, no me ha parecido mucho. Perdone, pero ¿piensa seguir de pie?

Me señala el vaso y me acerco, atraída por el líquido que se ve al trasluz, sin estar segura de si avanzo con mis propios pies o a hombros de San Cristóbal gigante. Me siento a su lado.

—¿Sabe lo que le digo? Que sí creo en el diablo y en San Cristóbal gigante y en Santa Bárbara bendita, en todos los seres misteriosos, vamos. En Isabel la Católica, no.

—Me alegro —dice—, está usted volviendo a perder el camino.

—¿Qué camino?

—El que creyó encontrar en la segunda parte de El balneario, el camino de vuelta. ¿Se acuerda del cuento de Pulgarcito?

—Sí, claro, ¿por qué?

—Cuando dejó un reguero de migas de pan para hallar el camino de vuelta, se las comieron los pájaros. A la vez siguiente, ya resabiado, dejó piedrecitas blancas, y así no se extravió, vamos, es lo que creyó Perrault, que no se extraviaba, pero yo no estoy seguro, ¿me comprende?

Sonrío, bebo un sorbo largo de té.

—Más o menos.

—Con eso basta por ahora, tenemos mucha noche por delante.

—¿Para dejar miguitas?

—Eso es. ¿Está bueno el té, verdad? Me voy a servir más, con su permiso.

Sigo las evoluciones de sus manos largas encima de la bandeja. Ahora ya he comprendido claramente que no tiene prisa ni lleva programa ni se esfuerza por agotar temas, todo queda insinuado, esbozado, como en una danza cuyos pasos vamos ensayando juntos, a golpe de improvisación. Tenemos mucha noche por delante, un espacio abierto, plagado de posibilidades. Exactamente así era la expectativa de mis insomnios infantiles, al fin he recuperado, cuando menos lo esperaba, aquella sensación de ingravidez, sólo existe este momento, quieta, no te angusties, basta con mirar la habitación, sin necesidad de hacer tú nada, se irá llenando de sorpresas. Me complazco en la apreciación de las superficies, los colores y los enseres que destacan sobre la bandeja. Ahora él ha sacado del bolsillo una cajita dorada, la abre y me la tiende. Veo dentro unas píldoras minúsculas, como cabezas de alfileres, de colores. Me mantengo a la expectativa, sintiéndome invitada a un juego desconocido. Han llegado mis primos al cuarto de atrás, traen un parchís, yo nunca lo había visto. «¿Quieres jugar?». «Es que no sé». «No importa, te enseñamos».

—¿Quiere una?

—Bueno.

—¿La prefiere de algún color determinado?

—Sí, malva.

Hurga en el interior y saca una bolita, la mira al trasluz.

—Es más bien morada —puntualiza—, malva no hay. ¿Le da lo mismo?

—Sí.

Sacaron las fichas de un cajoncito lateral, la tapa se deslizaba metiendo la uña en una muesca, eran verdes, amarillas azules y rojas. «Si te da igual, yo me pido las verdes», dijo Peque; y a mí me daba igual.

—Permítame.

Abro la boca y me la deposita en la lengua, la trago con un poco de té. No sabe a nada. Luego saca una verde y se la toma él.

—Así no pensará que quiero envenenarla. Verá qué bien sientan.

—¿No crean hábito?

Lo peor de los juegos es que se conviertan en hábito. Aquel primer día me encantaron los círculos de colores que se veían a través del cristal y el extraño código mediante el cual avanzaban las fichas a tenor de los números que iba indicando el dado agitado dentro del cubilete. Luego, en cambio, cuando ya aprendí las reglas, jugar al parchís se convirtió en una rutina obligatoria, a medida que las fichas perdían brillo, es una nube gris que se extiende ahora sobre los años de guerra y posguerra, uniformándolos, volviendo imprecisos y opacos sus contornos: los años del parchís.

—¿Hábito? No, son para la memoria.

—¡Ah!… ¿Avivan la memoria?

—Bueno, sí, la avivan, pero también la desordenan, algo muy agradable.

La cajita brilla ahora cerrada junto a los otros objetos de la bandeja. Entiendo que no vale preguntar si tardan mucho o poco en hacer efecto, que todo consiste en esperar sin saber.

—Sígame contando —dice, después de un rato.

—¿Le estaba contando algo?

—Sí, cuando se fue a la cocina; hablaba de los helados de limón.

—Ah, ya, es verdad… ¡Qué buenos eran!

Otra vez aquel sabor en los labios, otra vez Diana Durbin, y los patines por la carretera de Zamora, y la llegada de las vacaciones, los vencejos cruzando como flechas, al anochecer, sobre los tejados de la plaza, el regalo de salir a jugar a la calle, de tener cinco céntimos para comprarse un helado de limón.

—Me parece —digo— que estoy viendo el sitio donde se ponía el heladero, con su carrito, en la plaza donde yo vivía, junto al quiosco de los tebeos. Había un banco largo de piedra rematando la plaza por ese lado, con respaldo de hierro, nos sentábamos allí cuando nos cansábamos de jugar. Al otro extremo, en los primeros días de octubre, se ponía la castañera, con sus mitones de lana. O sea, que por la izquierda hacía su aparición el verano, con el puesto de helados, por la derecha, el invierno avisaba su llegada con aquel olor a castañas que empezaba, un buen día, a salir de la garita, entre remolinos de hojas amarillas; y el tiempo pasaba de un extremo a otro, sin sentir, un año y otro año, a lo largo del banco aquel de piedra, como sobre una aguja de hacer media. Pasaba de una manera tramposa, de puntillas, el tiempo; a veces lo he comparado con el ritmo del escondite inglés, ¿conoce ese juego?

—No. ¿En qué consiste?

—Se pone un niño de espaldas, con un brazo contra la pared, y esconde la cara. Los otros se colocan detrás, a cierta distancia, y van avanzando a pasitos o corriendo, según. El que tiene los ojos tapados dice: «Una, dos y tres, al escondite inglés», también deprisa o despacio, en eso está el engaño, cada vez de una manera, y después de decirlo, se vuelve de repente, por ver si sorprende a los otros en movimiento; al que pilla moviéndose, pierde. Pero casi siempre los ve quietos, se los encuentra un poco más cerca de su espalda, pero quietos, han avanzado sin que se dé cuenta. Jugábamos a tantas cosas en aquella plaza, a los dubles, al pati, a las mecas, al juego mudo, al corro, al monta y cabe, a chepita en alto; también había juegos de estar en casa, claro, de ésos sigue habiendo, pero los de la calle se están yendo a pique, los niños juegan menos en la calle, casi nada, claro que también será por los coches, entonces había muy pocos. En aquella plaza, sólo tenía coche un médico que se llamaba Sandoval, y era un acontecimiento cuando llegaba, nos bajábamos de las bicicletas, las madres se asomaban al balcón con gesto de apuro: «¡Cuidado, que viene el coche de Sandoval!», y eso que él mismo ya entraba con cuidado, a treinta por hora. Mi padre también tenía coche antes de la guerra, pero se lo requisaron, un Pontiac.

De repente, me he ido de la Plaza de los Bandos, qué bien, me empieza a hacer efecto la píldora. Es de noche y estoy con mi prima Ángeles en la habitación de un hotel de Burgos, nunca había dormido en otra ciudad con una amiga, cuchicheamos las dos muy excitadas, nos parece maravilloso el lujo del cuarto, que comunica con otro donde hay una bañera negra, tenemos la ventana abierta, que entre el frío, es una sensación incomparable de libertad. Mi padre y tío Vicente se alojan en la habitación de al lado, deben seguir hablando del asunto del coche, se han pasado el viaje y la cena con la cara larga y todo el rato a vueltas con lo mismo; hasta cuando se callaban, se les leía en el entrecejo la preocupación. Días antes, papá recibió un comunicado oficial donde decía que su coche, que había servido gloriosamente a la Cruzada, estaba destrozado en Burgos, pero que si acudía a identificarlo, le indemnizarían en algo, era un Pontiac negro último modelo que había comprado poco antes de la guerra, le pidió a mi tío que le acompañara y decidieron llevarnos con ellos, ¡qué ilusión!, hicimos todo el viaje bastante calladas, con cara de circunstancias, atentas a disimular una alegría, que, por eso mismo, se desbordó, rayana en la exaltación, cuando, por fin, nos dejaron solas, no tenía nada que ver con la alegría ante el deber cumplido ni con la que convenía ostentar para dar ejemplo de moral y fortaleza, era una alegría loca, inconveniente y egoísta, se basaba en que nos habían dejado solas, en que se habían desentendido de si apagábamos la luz o no, de si cerrábamos la ventana o no, en que no amenazaban con volver, porque estaban pensando en otra cosa, una alegría que se alimentaba a expensas de su grave disgusto. «No se les oye hablar. ¿Tú crees que se habrán dormido?». «Seguro, venían muy cansados». «No estarás cansada tú». «¿Yo? ¡Qué va!, no tengo ni gota de sueño». Por la ventana llegaba un eco de botas militares, risas, un himno lejano:

Yo tenía un camarada,

entre todos el mejor,

siempre juntos caminábamos

siempre juntos avanzábamos,

al redoble del tambor…

Nos asomamos, vimos a un falangista que se despedía de una rubia muy pintada, vimos ventanas encendidas, trampas de comercios echadas, faroles, se detuvo un coche oficial delante del hotel y salieron dos señores, el chófer les abrió la portezuela, llevaba boina roja; luego he sabido que, en ese tiempo, andaba por Burgos Dionisio Ridruejo, lo he leído en un libro que, con motivo de su muerte, se editó el año pasado, a lo mejor paraba en aquel mismo hotel y lo venían a ver esos señores. Le propuse a mi prima salir un poquito a la calle, a lo primero no entendía, se resistía a creer que era posible, luego dijo que no, le daba miedo —«Que sí, mujer, pero ¿por qué no?, si no se enteran»—, la convencí, nos estuvimos arreglando sigilosamente delante del espejo del cuarto de baño, también el lavabo era negro, salimos al pasillo, debajo de la puerta de ellos no se ve la luz, bajamos de puntillas la escalera alfombrada y solitaria, casi sin atrevemos a respirar le dejamos la llave de la habitación al conserje en el hall y en el comedor había gente desconocida, puede que luego a algunos los haya conocido, puede que estuviera Dionisio Ridruejo. «¿Tú crees que el conserje les dirá algo mañana?». «Seguro que no, no seas tonta, ni nos ha mirado siquiera». Nos habíamos pintado un poco los labios, para parecer mayores, con una barra de cacao rojo que tenía ella, se nos notaba poco, pero parecía que toda la gente nos miraba. Fue un paseo corto, sólo hasta el Espolón, brillaban las luces sobre el río, andar era como volar. «Yo, por mí, no me acostaría en toda la noche, te lo aseguro»; ella, de pronto, se asustó, dijo que igual cerraban el hotel y que sería terrible, volvimos, le parecía que por aquella calle no habíamos pasado, que nos íbamos a perder, pero yo me orientaba perfectamente, por desgracia estábamos muy cerca, no había hecho falta dejar piedrecitas blancas: «Ya está allí, ¿no lo ves?». «La llave la pides tú». «Bueno, pero no mires al conserje, ¿eh?, entra como si nada»; el hotel tenía puerta giratoria, pasé yo primero, había un matrimonio joven en el mostrador. «¿La llave del 307, por favor?», me salió voz de doblaje de película, nos la dio, subimos en el ascensor con aquel matrimonio: «¿A qué piso van ustedes?»; «Al tercero»; ellos iban al quinto. «Buenas noches», y otra vez allí las dos solas, con la puerta cerrada; nos daba risa que nos hubieran llamado de usted, igual eran recién casados, juntamos las camas para comentar en voz baja, oímos dar hasta las dos en un reloj, nos andaban la risa y el insomnio circulando por dentro del cuerpo como cosquillas, mientras por fuera nos envolvía aquella ciudad que podía ser Manhattan o Los Ángeles o donde durmiera en aquellos momentos Diana Durbin, sonriente, ahíta de helados, dulcemente fatigada de tanto patinar.

A la mañana siguiente, bajamos a desayunamos, con una mezcla de complicidad, inquietud y mala conciencia, nada, el conserje no les había dicho nada, seguían serios, pero era por lo mismo de ayer, por lo del coche, se hablaba únicamente de ir a recoger los restos del coche, como de asistir a una ceremonia que tenía algo de funeral. Salimos del hotel los cuatro, era temprano y había un poco de niebla y carros de basurero, curas, señoras que iban a misa con su mantilla, oficinistas, la ciudad había perdido toda extravagancia. El cementerio de coches estaba en las afueras; era una especie de hangar muy extenso, donde se amontonaban muchos esqueletos de vehículos, carbonizados, agujereados o partidos por la mitad, yaciendo de cualquier manera, en la postura en que habían caído, como en un vertedero. Nos paramos delante de aquel montón de herrumbre, un poco rezagadas, y yo, mientras pasaba un brazo por la espalda de mi prima, pensé —lo recuerdo muy bien— que aquellos coches habían sido nuevos; para verlos como nuevos me bastaba con acudir a mi propia imaginación, acordarme del gesto de disgusto que se había dibujado en el semblante de mis padres ante un pinchazo, un simple descascarillado en las aletas o un bache en el asfalto que, si había llovido, podía ocasionar salpicaduras de barro sobre la brillante carrocería. «Es un Pontiac negro», le dijo mi padre al encargado; tardaron en encontrarlo, porque allí todo estaba equivocado, porque la guerra lo había equivocado todo, nosotras les seguíamos a cierta distancia, sorteando los hierros, los neumáticos y los asientos destripados que poblaban aquel ámbito de chatarra, con esa especie de temor religioso que nos impide pisar las losas de las tumbas; nos precedían acompañados por el encargado del cementerio, un hombre chato, vestido de mono azul, que, desde que llegamos, y previo el intercambio de unos papeles, se había emparejado con ellos, silbando. En el gesto que mi padre había hecho para sacar de la cartera aquel papel que le entregó al hombre, había reconocido yo un ademán suyo profesional y seguro que me tranquilizaba, que me hizo sospechar, en algún tramo de la peregrinación, si todo aquello no sería un sueño, al cabo del cual el Pontiac: reaparecería indemne; hubiera sido, desde luego, un remate de peripecias absolutamente acorde con el que tenía vigencia en las novelas rosa; pero, en un determinado momento, todos nos paramos, porque el hombre del mono, tras inspeccionar un montón de hierros retorcidos y consultar su papel, había dejado de silbar y se había parado. «Ahí tiene su coche —le dijo a mi padre—, seguramente le pueden dar hasta mil pesetas, porque el motor ha quedado aprovechable», y levantó los restos herrumbrosos del capó. La mención a esa cifra, que me pareció muchísimo dinero, me ayudó a escaparme de aquel campo de destrozos a la ciudad, que había atisbado por la noche; la recorrí exaltada y vertiginosamente, ya sin mi prima, que no habría hecho más que poner inconvenientes, yo sola con mil pesetas en el bolsillo, como si las hubiera robado, «creerán que robamos el dinero —decía mi padre, como la suprema ofensa, cuando subían los precios—, yo no sé cómo vive la gente, ¿de dónde sacarán el dinero?», yo lo había sacado de un robo, le había dado esquinazo a mi prima, me perdía por la ciudad, era malísima. Fue una escapatoria fugaz, en seguida me encontré con los ojos de mi padre y aquella apelación a los sueños se convirtió en pecado vergonzoso; estaba inmóvil, frente al cadáver del Pontiac negro último modelo, casi se le habían saltado las lágrimas, y tío Vicente tenía puesta una mano sobre su hombro. Pero lo que más peso de realidad daba a la escena era la presencia del hombre del mono azul. Su indiferencia, a duras penas disimulada, rompía la armonía del cuadro, le excluía por completo de aquel argumento, pero, por otra parte, el hecho de que formara parte tan visible de él, era lo que impedía aventurar la esperanza de que aquello no estuviera realmente pasando. «Bueno, ustedes dirán, si me quieren acompañar a la oficina, me echan una firma, es para el comprobante de que lo han reconocido, porque es el suyo, ¿no?». Resultaba lo más tangible, lo más inesquivable del mundo, con su nariz chata y sus piernas cortas y separadas. «Vamos, hombre, no te quedes de esa manera —dijo tío Vicente—, por lo menos, hemos salvado el pellejo. Acuérdate del pobre Joaquín». Le miré; unos meses atrás había llegado a casa por la mañana, se abrazó a mi madre y lloraron mucho rato, sentados en el banco del pasillo, la muerte del hermano mayor. Era un banco que se le levantaba la tapa y dentro se metían revistas; en una que se llamaba Crónica, de cuando la República, venían fotografías de mujeres desnudas que hacía un tal Manassé, tío Joaquín hacía comentarios escabrosos de los que no se deben hacer delante de los niños, era alto, guapo y un poco insolente. Lo fusilaron por socialista. Siempre que venía nos traía regalos, nos regaló el parchís. Pero eso fue antes.

—¿Y por qué ha comparado el paso del tiempo con el juego del escondite inglés? —me pregunta el hombre de negro.

Le miro, sostiene en la mano el vaso de té y contempla el líquido transparente, como si se estuviera mirando en un espejo. Ha sido bonito lo del hotel de Burgos, hacía mucho tiempo que no me acordaba.

—Porque es un poco así, el tiempo transcurre a hurtadillas, disimulando, no le vemos andar. Pero de pronto volvemos la cabeza y encontramos imágenes que se han desplazado a nuestras espaldas, fotos fijas, sin referencia de fecha, como las figuras de los niños del escondite inglés, a los que nunca se pillaba en movimiento. Por eso es tan difícil luego ordenar la memoria, entender lo que estaba antes y lo que estaba después.

Me interrumpo. Lo del hotel de Burgos debió de ser el año 38, necesitaría apuntarlo, se me va a olvidar. Miro hacia la mesa con ganas de levantarme a buscar un papel, y me da la impresión de que el grupo de folios, debajo del sombrero, ha aumentado de grosor. Desvío los ojos, mejor sería en un cuaderno, los papeles se me extravían siempre.

—¡Saber lo que estaba antes y lo que estaba después! Ya salieron las piedrecitas blancas; el desorden en que surgen los recuerdos es su única garantía, no se fíe de las piedrecitas blancas. ¿Buscaba algo?

Me he levantado, mientras habla, y me he puesto a hurgar en el cajón de un mueble con espejo que hay a su derecha, cerrando el sofá por esa parte. Creo que aquí debí meter el cuaderno de apuntes sobre la posguerra, claro que lo que más me divertiría ahora sería encontrar la revista Crónica, aquella donde venían las mujeres desnudas fotografiadas por Manassé.

—Sí, un cuaderno que debe de estar aquí. Nunca me acuerdo dónde pongo las cosas…

Salen revistas, fotografías de distintas épocas, una baraja, recibos, carpetas, lo voy dejando todo en el suelo con gestos nerviosos.

—¿Lo necesita ahora para algo?

—Sí, para apuntar lo de Burgos. Es que, hablando con usted, me salen a relucir tantas cosas… y todas revueltas.

A una carpeta color garbanzo, que acabo de coger, se le sueltan las gomas, se abre, y un montón de recortes de prensa se desparrama por el suelo. Me arrodillo a recogerlos, el hombre, a su vez, hace ademán de inclinarse.

—¿La puedo ayudar?

—No, gracias, deje.

Hay una etiqueta pegada a las tapas de la carpeta donde he escrito, en mayúsculas: «Fantómes du passé». Entre los recortes, veo una foto de Conchita Piquer, me detengo en ella: se acerca a los labios entreabiertos una copa de manzanilla y me mira de sesgo, con sus ojos soberbios y amargos. Siempre que abro un cajón me pasa lo mismo, aparece algo distinto de lo que buscaba, y que estuve buscando días atrás. Es un artículo mío, que publiqué en Triunfo, sobre las coplas de posguerra, me puede dar sugerencias para el libro, cuando me ponga en serio con él.

—¿Qué era lo de Burgos? —pregunta el hombre.

Le miro, desde el suelo.

—¿Cómo? ¿Lo del hotel de Burgos?… Nada, esa vez que fuimos a recoger el coche que le requisaron a mi padre. Se lo he contado hace un momento, ¿no?

Se encoge de hombros y pliega los labios en un gesto de incomprensión. Luego mueve lentamente la cabeza de derecha a izquierda.

—¿Cómo que no?

Me siento en el suelo, junto a los papeles desparramados, con una súbita sensación de aislamiento. Hay un silencio.

—No se muerda las uñas —dice el hombre—. ¿Qué ocurrió en Burgos? A usted le dan fugas raras.

—Es horrible lo que me pasa desde que padezco del oído —digo apagadamente—, no diferencio lo que digo en voz alta de lo que pienso para mí. Se lo voy a tener que consultar al médico.

—Pero no entiendo, ¿qué tiene que ver el oído? Supongo que la sordera influirá en lo que dice, no en lo que no dice.

—No, pues no crea, también es una sensación de vértigo interior, que acentúa la confusión de todo. Desde que oigo peor, he perdido la seguridad, voy como a tientas.

Vuelvo a mirar la foto de la Piquer en su etapa gloriosa.

Quien va por el mundo a tientas

lleva los rumbos perdíos.

Cantaba.

Parece como si sus labios entreabiertos estuvieran a punto de moverse para entonar la segunda parte de la copla. Siempre tenían segunda parte sus coplas, generalmente un desenlace desgraciado; el oyente, con el corazón alerta, preparaba las lágrimas. La recuerdo de pie, mirando al vacío, hierática y expectante, habitando aquella pausa solemne, como una especie de entreacto que hacía entre el preámbulo y el final de aquellas historias de amor y desgarro.

No sé qué mano cristiana

cortó una mañana

mi venda de repente…

Era una de sus canciones más emocionantes, sobre el asunto de la mujer engañada, pero que no se quiere dar por enterada del engaño, un tema muy de aquellos años, donde imperaban la resignación, el fatalismo y el disimulo, se titulaba «A ciegas», o tal vez «A tientas», no la suelen recoger las nuevas grabaciones que circulan por ahí.

—Quien va por el mundo a tientas, lleva los rumbos perdidos —digo, ensimismada.

Pero esta vez me ha sonado la voz y el hombre ha recogido mi frase.

—Bueno, tampoco se ponga así, no es tan grave perder el rumbo.

Podría aclararle que se trata de un texto de la Piquer, o incluso ponerme simplemente de pie; echarme por los hombros un chal negro y, sin mediar otra introducción, apoyarme en la pared y cantarle la copla, que ahora se me viene a la memoria palabra por palabra, y a la garganta, y a los lagrimales, pero me limito a encogerme de hombros y a una pequeña torsión del cuerpo, mediante la cual la espalda me queda descansando contra el borde del sofá, cerca de sus piernas estiradas. Ha dejado de llover, pero hace mucho aire.

—¿Qué pasa? ¿Ya no busca el cuaderno?

—No, da igual —digo con voz de víctima.

A través de la puerta de cristales, veo la silueta de una toalla tendida, agitándose a impulsos del viento y golpeando contra la barandilla de la terraza. Debe estar empapada, como toda la ropa que colgué por la tarde, pero da igual, todo da igual. Estoy lejos, en una isla, aislamiento viene de isla, era una sensación peligrosa, prohibida por las mujeres de la Sección Femenina, cuando se fomenta conduce al victimismo: hay un morbo irracional en ese vago deleite de sentirse incomprendido, que no se apoya en argumento alguno ni se dirige contra nadie, que encenaga al individuo en la mera autocompasión placentera. Es encastillarse, poner un énfasis de grandiosidad en la imagen literaria de retirar los puentes levadizos.

—Pero, vamos, mujer, no se aflija. Me lo cuenta ahora eso del hotel de Burgos, y en paz.

—Da igual, no tiene importancia. Era un recuerdo de la guerra, pero ya se ha desvanecido.

Por delante de mis ojos, veo aparecer una de las manos del desconocido, tendiéndome un bolígrafo y una libreta pequeña. No lo esperaba y me sobrecojo ligeramente.

—¿Qué es esto?

—Nada, por si quiere apuntar lo de Burgos, ¿no quería apuntarlo?

—Ah, sí, gracias. Aunque realmente ya…

Cojo los objetos que me alarga. El bolígrafo es más bien un lapicero antiguo de esmalte verde, lo miro desorientada, no tiene punta visible, para que aparezca hay que darle vueltas a una ruedecita dorada que lleva en la parte inferior; me lo indica el hombre, al percatarse de mi torpeza, sin palabras, limitándose a guiar, desde atrás, mis dedos con la yema de los suyos, inclinado hacia mí justo el tiempo preciso para lograr su intento y nada más, tras lo cual ha debido retirarse a su posición, porque las piernas, ante mis ojos, vuelven a estirarse. Yo pliego las rodillas en ángulo, apoyo la libreta contra ellas y me quedo mirando la toalla mojada, sin saber qué poner. Pero, por otra parte, no poner nada sería una descortesía. Al fin escribo desganadamente, con letra grande: «Cementerio de coches. Burgos. ¿1938?», arranco despacio la hoja cuadriculada y la dejo en el suelo, sobre los recortes de prensa dispersos, consciente de la futilidad de mi gesto y del incierto porvenir que aguarda a este papel perdido entre papeles.

—Es como en los sueños —digo—, siempre igual.

—¿Siempre igual, qué?

—Siempre el mismo afán de apuntar cosas que parecen urgentes, siempre garabateando palabras sueltas en papeles sueltos, en cuadernos, y total para qué, en cuanto veo mi letra escrita, las cosas a que se refiere el texto se convierten en mariposas disecadas que antes estaban volando al sol. Es precisamente lo que me pasa cuando me despierto de un sueño: lo que acabo de ver lo abarco como un mensaje fundamental, nadie podría convencerme, en esos instantes, de que existe una clave más importante para entender el mundo de la que el sueño, por disparatado que sea, me acaba de sugerir, pero es moverme a buscar un lápiz y se acabó, ya nada coincide ni se mantiene, se ha roto el hilo que enhebraba las cuentas del collar. Y sin embargo, no escarmiento, por todas partes me sale al encuentro la huella de esos conatos inútiles, vivo rodeada de papeles sueltos donde he pretendido en vano cazar fantasmas y retener recados importantes, me agarro al lápiz ya por pura inercia, ¿comprende?, sé que es un vicio estúpido, pero me tranquiliza los nervios.

El hombre, a mis espaldas, guarda silencio, no se sabe si está siquiera. Me vuelvo hacia él y le doy el lapicero verde y la libreta cuadriculada.

—Gracias. Y perdone.

Se los mete en el bolsillo de la chaqueta.

—¿Qué tengo que perdonarle?

—Mis fugas.

Tal vez ahora lo indicado fuera arrodillarse a sus pies y bajar la cabeza, esperando la penitencia. Las fugas siempre merecían severo castigo.

—Me gustan mucho sus fugas —dice sonriendo con una dulzura turbadora—. Por mí fúguese todo lo que quiera, lo hace muy bien.

Busco algún asidero para quitarle intensidad al silencio que se sucede, y lo encuentro al toparse mis ojos con la cajita de oro que reluce en la bandeja. Adelanto el cuerpo, procurando dar naturalidad a mi gesto de señalarla con la barbilla, mientras alcanzo el vaso de té mediado.

—Seguramente —digo— será el efecto de las pastillas.

Y mi tono, por haber querido ser frívolo, me suena artificial, a réplica de comedia mala. En esos vislumbres de autocrítica no cabe equivocación. La respuesta inmediata del hombre me lo confirma.

—No se esté defendiendo siempre, habíamos quedado en que no vale defenderse. Usted es una fugada nata, y además lo sabe, no se escude ahora en las pastillas, por favor.

Debía volverme y mirarle a la cara, pero siento que no puedo, que me ruborizaría.

—¿Yo una fugada? Eso sí que tiene gracia, nunca me habían dicho cosa semejante.

—¿Está segura?

No sé qué hacer con el vaso, me estorba en la mano, pero en casos así, mejor no moverse, aguantar.

—Me parece que no.

—No se lo habrán dicho, pero es evidente. Y además no tiene nada de malo, lo único malo, vamos, malo para usted, es que se pretenda justificar.

Dejo el vaso en el suelo, me abrazo las rodillas y me quedo quieta y absorta, bajo el sortilegio de su extravagante absolución, me ha dicho que soy una fugada, me lo ha dicho sin reproche alguno, ¿por qué, si me halaga, tiene al mismo tiempo que inquietarme? El recelo me llega de muy atrás, de los años del cuarto de atrás, de los periódicos, de los púlpitos y los confesionarios, del cuchicheo indignado de las señoras que me miran pasar con mis amigos camino del río, a través de visillos levantados, ninguno es mi novio, ni siquiera es mi novio, pero cantan y se ríen y me cogen de la mano, vamos por callejuelas, entramos en tabernas, alquilamos una barca para remar por el río Tormes que acaba de deshelarse, hay un sol de primavera temprana. «Ha salido muy suelta». «Anda por ahí como bandera desplegada»; pero no, eso no va conmigo, eso era antes, la guerra y la posguerra se me confunden, eso lo decían de las chicas que se iban solas, al anochecer, a pasear con soldados italianos al Campo de San Francisco y llegaban tarde a cenar, con las mejillas arreboladas y un collar nuevo, la guerra no dejaba títere con cabeza, derribaba las demarcaciones de la decencia y de la honradez, a río revuelto ganancia de pescadores, el dinero ya no se conseguía honradamente, «es un negocio sucio», «yo a ése no lo veo claro», la gente sólo quería salvarse, divertirse, sobrevivir, era una locura que se propagaba también a las mujeres, dinero, dinero, ¿de dónde sacarían el dinero?, eran comentarios sincopados, que yo oía, sin entenderlos del todo, y que rumiaba en el cuarto de atrás. «¿Ésa?, ¿que de dónde sacará el dinero? Ésa es una fresca». Me parecía horrible que alguien pudiera llegar a decir alguna vez de mí que era una fresca, hoy la frescura es sinónimo de naturalidad, se exhibe para garantizar la falta de prejuicios y de represión, sobre la mujer reprimida pesa un sarcasmo equivalente a la antigua condena de la mujer fresca, la frescura era un atributo tentador y ambiguo de libertad, igual que su pariente la locura. «¿Ésa? Ésa es una loca»; y sobre todos aquellos comportamientos anómalos y desafiantes imperaba una estricta ley de fugas: las locas, las frescas y las ligeras de cascos andaban bordeando la frontera de la transgresión, y el alto se les daba irrevocablemente con la fuga. «Ha dado la campanada; se ha fugado». Ahí ya no existían paliativos para la condena, era un baldón que casi no se podía mencionar, una deshonra que se proclamaba gesticulando en voz baja, como en las escenas de cine mudo; a los niños nos tocaba interpretar las particularidades de aquel texto ominoso a través de los gestos, pero las líneas generales se atenían a una dicotomía de sobra comprensible: quedarse, conformarse y aguantar era lo bueno; salir, escapar y fugarse era lo malo. Y sin embargo, también lo heroico, porque don Quijote y Cristo y Santa Teresa se habían fugado, habían abandonado casa y familia, ahí estaba la contradicción, nos contestaban que ellos lo hicieron en nombre de un alto ideal y que era la suya una locura noble, contra esos vagos términos del alto ideal y la locura noble acababan viniéndose siempre a estrellarse las tímidas preguntas del niño, acrecentando su curiosidad, convirtiéndola en zozobra clandestina. Yo pensaba que también podía ser heroico escaparse por gusto, sin más, por amor a la libertad y a la alegría —no a la alegría impuesta oficial y mesurada, sino a la carcajada y a la canción que brotan de una fuente cuyas aguas nadie canaliza—, lo pensaba a solas y a escondidas y suponía una furtiva tentación imaginar cómo se transformarían, libres del alcance de las miradas ajenas, las voces, los rostros y los cuerpos de aquellos enamorados audaces que habían provocado, con su fuga, la condena unánime de toda la sociedad, los imaginaba en mis sueños y admiraba su valor, aunque no me atrevía a confesárselo a nadie. Como tampoco me atrevería nunca a fugarme a la luz del sol, lo sabía, me escaparía por los vericuetos secretos y sombríos de la imaginación, por la espiral de los sueños, por dentro, sin armar escándalo ni derribar paredes, lo sabía, cada cual ha nacido para una cosa.

Miro a la pared de enfrente. «El mundo al revés»: se me quedan los ojos amparados en el cuadrito de las aleluyas, los personajes que aparecen en los rectángulos amarillos ofician una ceremonia sagrada, yo también estoy ahí, yo también intervengo en la representación de esa historia. Fugarse sin salir, más difícil todavía, un empeño de locos, contrario a las leyes de la gravedad y de lo tangible, el mundo al revés, sí. Más al revés que la oveja con sombrero y que el sol por la tierra y los peces por el aire que miro yo pintados ahí enfrente, más absurdo todavía es lo que podrían estar viendo ellos, si tuvieran ojos para mirar: el juez ha descubierto al fugado, lo ha absuelto y le ha amonestado para que se siga fugando siempre que quiera, es como para echarse a reír a carcajadas, los desafío a todos esos santos en absurdo.

El hombre se inclina hacia mí y me coge por un codo.

—Perdone, ¿no estaría mejor sentada aquí?, ¿o es que va a seguir buscando el cuaderno?

—¿Qué cuaderno?… Ah, no, no.

—Pues entonces, no se fugue sola, me gusta más que lo haga en voz alta.

Le dejo que me ayude a incorporarme, me siento a su lado, le sonrío.

—O, por lo menos, si se fuga sola, cuénteme luego lo que ha visto. ¿Por dónde ha andado ahora viajando? ¿Otra vez por Burgos?

—No, he dado un paseo por el Tormes, en barca.

—¿Sola?

—Con unos amigos de primero de carrera.

—¿Se estaba bien?

—Hacía un poco de frío, el río se acababa de deshelar, aunque de eso no estoy segura, creo que me equivoco, los fríos mayores fueron cuando la guerra, en los años cuarenta yo juraría que el Tormes ya no se helaba, se lo tengo que preguntar a mi hermana, que ella se acordará. Ha sido un paseo corto, creo que también me han criticado unas señoras que me miraban desde su balcón, pero no sé, posiblemente no era a mí, se me han montado varias imágenes. Yo es que la guerra y la posguerra las recuerdo siempre confundidas. Por eso me resulta difícil escribir el libro.

—¿Qué libro?

—¿No se lo he dicho?

—No, pero no se empiece a preocupar por eso ahora, a lo mejor me lo ha dicho y no lo he oído. Repítamelo, si es tan amable.

—Un libro que tengo en la cabeza sobre las costumbres y los amores de esa época.

—¿La época de los helados de limón?

—Sí, y del parchís, y de Carmencita Franco. Precisamente el libro se me ocurrió la mañana que enterraron a su padre, cuando la vi a ella en la televisión.

—¿Y qué ha sido de ese proyecto?

—Se me enfrió, me lo enfriaron las memorias ajenas. Desde la muerte de Franco habrá notado cómo proliferan los libros de memorias, ya es una peste, en el fondo, eso es lo que me ha venido desanimando, pensar que, si a mí me aburren las memorias de los demás, por qué no le van a aburrir a los demás las mías.

—No lo escriba en plan de libro de memorias.

—Ya, ahí está la cuestión, estoy esperando a ver si se me ocurre una forma divertida de enhebrar los recuerdos.

—O de desenhebrarlos.

—Bueno, sí, claro, o de desenhebrarlos. Me tendrá que dejar la cajita de las píldoras.

—Es suya. Se la pensaba dejar.

—Por favor, si se lo he dicho en broma.

—Usted puede, pero yo no. Desde que salí de casa traía la intención de regalársela.

—¿De veras? ¿Pero por qué?

—Porque sí, ya ve, para que la guarde como si fuera un amuleto.

Brilla sobre la bandeja, la cojo y empiezo a acariciarla, dándole vueltas entre los dedos.

—Gracias. Ahora sí que voy a escribir el libro.

En seguida de decirlo, pienso que eso mismo le prometí a Todorov en enero. Claro que entonces se trataba de una novela fantástica. Se me acaba de ocurrir una idea. ¿Y si mezclara las dos promesas en una?

—Hábleme del libro, ¿quiere?

—No es que no quiera, es que no sé por dónde empezar, tengo tanto lío con ese libro… bueno, no es un libro todavía, qué más quisiera…

—Si ya fuera un libro no nos estaríamos divirtiendo tanto esta noche, las cosas sólo valen mientras se están haciendo, ¿no cree?

—Es verdad, en cuanto acabamos con una, hay que inventar otra.

—Pues entonces mejor que dure… a ver, cuénteme cómo se le ocurrió el libro.

—Nos vamos a desviar mucho.

—¿De qué?

—Del asunto del libro.

—Y qué más da, a alguna parte iremos a parar; al fin, perdernos ya nos hemos perdido hace mucho rato. ¿O usted no?

—Sí, sí, ya lo creo.

—Además contar cómo se le ha ocurrido ya es como empezar a escribirlo, aunque nunca lo escriba, que eso, ¡qué más da!

—Sí. Lo que pasa es que se lo tendría que contar bien, si no, no vale la pena.

—¿Y quién le pide que me lo cuente mal? No tendrá prisa, supongo.

—Yo no, ¿y usted?

—Tampoco. Así que adelante. Estamos en la mañana del entierro de Franco, ¿no?

Se ha retrepado en el sofá y mira hacia la terraza con un gesto reconcentrado y voluptuoso, como si adivinara que empieza lo mejor del relato. Vuelvo a echar de menos, fugazmente, una chimenea ahí en la esquina, con sus llamas rojas y azules; los buenos cuentos surgen siempre (al menos en nuestra imaginación) al calor de las llamas de una chimenea.

—Bueno, para que entienda lo que sentí esa mañana, tengo que retroceder bastante, a Salamanca otra vez.

—Retroceda lo que haga falta.

—Antes de Franco, mis nociones de lo que pudiera estar pasando en el país eran confusas; yo nací en plena Dictadura de Primo de Rivera, el ocho de diciembre de mil novecientos veinticinco, el mismo día que murieron Pablo Iglesias y Antonio Maura… bueno, esto es una coincidencia que no significa nada.

—¿Y usted qué sabe? Algo significará.

—No sé. Bueno, lo que quiero decir es que a mí, hasta los nueve años, la política me parecía un enredo incomprensible y lejano, que no tenía por qué afectarme, un juego para entretenerse las personas mayores. Pero notaba que se divertían con aquel juego; discutían sus incidencias con calor y naturalidad, en voz alta, y no daba la impresión de monótono sino de variado, siempre estaban apareciendo cromos con personajes nuevos, y cada jugador proclamaba sus preferencias por uno determinado, igual que los niños podíamos preferir Shirley Temple a Laurel y Hardy, el Jeromín al T.B.O. o el juego del parchís al de la oca. Recuerdo que una vez, después de proclamarse la República, mi tío Joaquín, que se había afiliado al Partido Socialista, vino de Madrid con un trabalenguas muy gracioso que había aprendido allí, una especie de jeroglífico para iniciados y que se refería, según he entendido luego, al estudiar la historia de esa época, a ciertos negocios sucios que desprestigiaron a Lerroux y a otros políticos, en relación con el auge de una timba recién importada, que se llamaba el estraperlo; mis padres se rieron a carcajadas con aquel acertijo, y yo, que tenía muy buena memoria para retener las poesías y las canciones, me lo aprendí en seguida y lo recitaba de carretilla ante la complacencia general, decía: «El estraperlo es una especie de ruleta que tiene dos colores: le blanc y le rouge. Sí tiras al azar, sale una bolita que hace "pich y pon". Si no aciertas tu número s’han perdido los dineros. Si aciertas dices: Venzo, y puedes irte, galante, a comer de baldivia, y nadie podrá decir: "ése derrocha el dinero"». La gracia estaba, claro, en que dentro del texto aparecían, levemente camuflados, los nombres de Leblanc, Lerroux, Salazar, Pich y Pon, Samper, Benzo, Galante, Valdivia y Rocha, me lo explicó mí tío, que nunca dejaba insatisfecha la curiosidad de los niños: «Son políticos de Madrid, ¿comprendes?», y yo me reafirmé en mi noción de que la política era un juego de combinaciones azarosas, como los solitarios, un acertijo inocuo. Pero ya, en cambio, después de la guerra, el estraperlo, a pesar de haber tomado ese mismo nombre, nadie lo relacionaba ya con el juego de la ruleta, sino con el mercado negro, se había convertido en algo agobiante y sórdido, no se podía bromear con aquel contrabando, clandestinamente admitido, que encarecía y dificultaba la posibilidad de conseguir arroz, aceite, carbón y patatas, era un nombre que ensombrecía el rostro de los adultos cuando lo pronunciaban y que para mí va unido a otras expresiones igualmente repetidas y cenicientas: Fiscalía de Tasas, cartilla de racionamiento, Comisaría de Abastecimientos y Transportes, instituciones vinculadas con la necesidad de subsistir, con el castigo y la escasez, vivero de papeleos y problemas que a nadie podían divertir… Pero me estoy yendo por los cerros de Úbeda, perdone.

En los labios del hombre vaga una sonrisa ausente, me mira con cierta impaciencia.

—No baje de los cerros de Úbeda, qué querencia tiene a andar por lo llano.

—Lo que le quería decir es que yo, antes de la guerra, cuando oía hablar de Azaña, de Gil Robles, de Lerroux o del rey Alfonso XIII, que estaba en el exilio, o cuando los veía retratados en los periódicos, me parecían tan fantásticos como Wifredo el Velloso o la sota de bastos, personajes de una baraja con la que se podían hacer libremente toda clase de combinaciones no me creía que existieran de verdad ni mandaran en nadie, y mucho menos consideraba que pudieran tener que ver conmigo o me pudieran prohibir algo, ya fuera comer chocolate o contarles a mis amigos de la calle que tenía un tío socialista, la gente hablaba de lo que le daba la gana, jugaba a lo que le daba la gana, vamos, es como lo veía yo. Así que, desde ese punto de vista, Franco es el primer gobernante que yo he sentido en mi vida como tal, porque desde el principio se notó que era unigénito, indiscutible y omnipresente, que había conseguido infiltrarse en todas las casas, escuelas, cines y cafés, allanar la sorpresa y la variedad, despertar un temor religioso y uniforme, amortiguar las conversaciones y las risas para que ninguna se oyera más alta que otra. Hágase cargo de que yo tenía nueve años cuando empecé a verlo impreso en los periódicos y por las paredes, sonriendo con aquel gorrito militar de borla, y luego en las aulas del instituto y en el NO-DO y en los sellos; y fueron pasando los años y siempre su efigie y sólo su efigie, los demás eran satélites, reinaba de modo absoluto, si estaba enfermo nadie lo sabía, parecía que la enfermedad y la muerte jamás podrían alcanzarlo. Así que cuando murió, me pasó lo que a mucha gente, que no me lo creía. Hubo quien hizo muchas alharacas y celebraciones, también habría quien llorase, no le digo que no, yo simplemente me quedé de piedra, se me vinieron encima los años de su reinado, los sentí como un bloque homogéneo, como una cordillera marrón de las que venían dibujadas en los mapas de geografía física, sólo podía darme cuenta de eso que le he dicho antes, de que no soy capaz de discernir el paso del tiempo a lo largo de ese período, ni diferenciar la guerra de la posguerra, pensé que Franco había paralizado el tiempo, y precisamente el día que iban a enterrarlo me desperté pensando eso con una particular intensidad; y me acordé de que habían dicho que iban a televisar el entierro. Yo no tengo televisión ni la veo casi nunca, pero ese día hice una excepción y bajé con mi hija y una amiga suya a un bar que hay debajo de casa, es un bar de tránsito donde suele haber mucho barullo, con olor permanente a calamares fritos, y con televisión, claro.

—Sí —dice el hombre—, lo malo es que la tiene encima del teléfono y no hay quien oiga nada; es desde donde la estuve llamando antes.

Me extraña que diga «antes» y no el mes pasado o el año pasado, me resulta trabajoso sacar la cuenta del tiempo que lleva sentado, aquí.

—Sí, claro, ése mismo, el Bar Perú. Aquella mañana estaba abarrotado, y me daba cuenta, mientras miraba las imágenes del cortejo que se dirigía al Valle de los Caídos, que a cada momento aumentaba el rumor de las conversaciones y el afluir de gente; había caras conocidas del barrio, el frutero de abajo, una señora que vende lotería, varios porteros de esta acera, médicos del Seguro de Enfermedad. Se trabó una discusión entre el camarero y varios clientes, a través de la barra, sobre si había sido o no una chaladura el hecho de que miles de madrileños se hubieran pasado tres días y tres noches consecutivos haciendo cola para ver unos instantes el cadáver expuesto al público: «Es que una cosa como ésa —dijo uno— si no se ve, no se cree», y otras personas aportaron espontáneamente sus pareceres, tal vez porque sentían que en aquel entierro a todos les daban vela. La opinión de muchos era la de que por una persona que había regido durante tan largo tiempo los destinos de la patria era lo menos que se podía hacer, otros se lo discutían, pero era una polémica libre y relajada, parecía como si las palabras «regir», «destino» y «patria» se quitasen el uniforme oficial y apareciesen en cueros sobre una mesa de disección para dejarse hacer la autopsia. También se hicieron, claro, alusiones a lo que Franco había tardado en morirse, algunos lo comentaban con un asomo de conmiseración, pero la mayoría con humor macabro y desgarrado, sacando a relucir la barroca terminología de los partes difundidos para describir aquella dolencia que a Franco, por muy jefe sempiterno que pareciera, había acabado encaminándole hacia la tumba maciza que le esperaba y cuya losa se mostraba allí en el televisor junto al hoyo vacío. Pero el proceso sofocante y casi abyecto de esa enfermedad, que tuvo visos de maldición bíblica y que, semanas atrás, nos tuvo a todos pendientes de la radio, tendía ya a pasar a la trastienda de los comentarios, porque la gente en Madrid se acomoda al presente con particular rapidez… En fin, no le estaré aburriendo con tanto rodeo.

—No, sólo me aburre cuando se para.

—Es que voy a beber un poco de té.

Dejo sobre la bandeja la cajita de oro, que hasta ahora había estado acariciando, me agacho a coger del suelo el vaso de té y lo apuro de un sorbo. Ha dejado un círculo en la foto de Conchita Piquer, exactamente sobre su copa de manzanilla. Ahora lo pongo vacío encima de la mesa. El hombre está pendiente de todos los ademanes que jalonan la tregua.

—Bueno, ya llegamos a lo del libro. Se acordará usted de que a Franco lo enterraron un veintitrés de noviembre.

—Sí, me acuerdo, pero eso qué tiene que ver.

—Espere, sí tiene que ver, a veces las piedrecitas blancas no sólo sirven para marcar el camino, sino para hacernos retroceder, se pueden combinar de un modo mágico. Yo estaba allí, mirando la televisión, aturdida con el ruido del bar, pero no había ocurrido aún nada que me sacara de aquel local, propiamente hablando, hasta que el speaker dijo, de repente: «… en esta mañana soleada, del veintitrés de noviembre», y ahí empezó a transformarse todo, con la mención a esa fecha, por ella me fugué hacia atrás, a los orígenes.

—¿A qué orígenes?

—A los míos propios. Me di cuenta de que faltaban exactamente quince días para mi cincuenta cumpleaños, justos, porque yo nací también a mediodía y en una mañana de mucho sol, me lo ha contado mi madre. Pero tuvo algo de fuga histórica, por otro lado, fue una doble fuga, me acordé de que las muertes de Antonio Maura y de Pablo Iglesias habían coincidido con mi nacimiento, y caí en la cuenta de que estaba a punto de cerrarse un ciclo de cincuenta años; de que, entre aquellos entierros que no vi y éste que estaba viendo, se había desarrollado mi vida entera, la sentí enmarcada por ese círculo que giraba en tomo mío, teniendo por polos dos mañanas de sol. Y cuando estaba pensando esto y mirando ya el televisor de otra manera, como si fuera una bola de cristal de donde pueden surgir agüeros y signos imprevistos, vi que la comitiva fúnebre llegaba al Valle de los Caídos y que aparecía en pantalla Carmencita Franco. Esa imagen significó el aglutinante fundamental: fue verla caminando despacio, enlutada y con ese gesto amargo y vacío que se le ha puesto hace años, encubierto a duras penas por su sonrisa oficial, y se me vino a las mientes con toda claridad aquella otra mañana que la vi en Salamanca con sus calcetines de perlé y sus zapatitos negros, a la salida de la Catedral. «No se la reconoce —pensé—, pero es aquella niña, tampoco ella me reconocería, hemos crecido y vivido en los mismos años, ella era hija de un militar de provincias, hemos sido víctimas de las mismas modas y costumbres, hemos leído las mismas revistas y visto el mismo cine, nuestros hijos puede que sean distintos, pero nuestros sueños seguro que han sido semejantes, con la seguridad de todo aquello que jamás podrá tener comprobación». Y ya me parecía emocionante verla seguir andando hacia el agujero donde iban a meter a aquel señor, que para ella era simplemente su padre, mientras que para el resto de los españoles había sido el motor tramposo y secreto de ese bloque de tiempo, y el jefe de máquinas, y el revisor, y el fabricante de las cadenas del engranaje, y el tiempo mismo, cuyo fluir amortiguaba, embalsaba y dirigía, con el fin de que apenas se les sintiera rebullir ni al tiempo ni a él y cayeran como del cielo las insensibles variaciones que habían de irse produciendo, según su ley, en el lenguaje, en el vestido, en la música, en las relaciones humanas, en los espectáculos, en los locales. Y, por supuesto, me había fugado por completo de ése en que estábamos, y de mi hija y de la amiga de mi hija, que se tomaban una cerveza en la barra, las veía allí con sus pantalones vaqueros y me parecía imposible explicarles mi repentina emoción a la vista de Carmencita Franco, huérfana de ese padre sempiterno, que a veces se retrataba con ella para la prensa en habitaciones inaccesibles, durante las breves pausas de su dictatorial vigilancia. Se acabó, nunca más, el tiempo se desbloqueaba, había desaparecido el encargado de atarlo y presidirlo, Franco inaugurando fábricas y pantanos, dictando penas de muerte, apadrinando la boda de su hija y de las hijas de su hija, hablando por la radio, contemplando el desfile de la Victoria, Franco pescando truchas, Franco en el Pazo de Meirás, Franco en los sellos, Franco en el NO-DO, mientras todos envejecíamos con él, debajo de él; y entró el cortejo en la Basílica y se volvió a ver la tumba abierta, «lo van a enterrar», pensaba, pero lo pensaba al margen de consideraciones políticas, preguntándome, más bien, cómo había sido ese bloque de tiempo, lo pensaba desde el punto de vista del escondite inglés, no sé si me entiende.

—Sí, claro que la entiendo.

—Fue cuando me di cuenta de que yo, de esa época, lo sabía todo, subí a casa y me puse a tomar notas en un cuaderno. Es el cuaderno que estaba buscando antes.

Miro hacia el mueble del espejo, el cajón sigue abierto y todavía quedan cosas dentro, seguro que el cuaderno debe de estar ahí.

—Es una historia preciosa —dice el hombre—. Y luego, ¿qué pasó? ¿Se le enfrió el proyecto?

—Sí, pero no me acuerdo cuándo. Al principio, me pasé varios meses yendo a la hemeroteca a consultar periódicos, luego comprendí que no era eso, que lo que yo quería rescatar era algo más inaprensible, eran las miguitas, no las piedrecitas blancas. Aquel verano releí también muchas novelas rosa, es muy importante el papel que jugaron las novelas rosa en la formación de las chicas de los años cuarenta. Bueno, y las canciones, lo de las canciones me parece fundamental.

Desde el suelo, con su copa de manzanilla en la mano, me sigue mirando Conchita Piquer. Me agacho a coger el recorte: «Cuarto a espadas sobre coplas de posguerra», dice en la cabecera. Hay una pausa.

—¿Es un artículo suyo? —pregunta el hombre.

—Sí, trata precisamente de eso, ¿quiere usted que se lo lea?

—Me gusta más oírla hablar, pero bueno.

—Es que leérselo me puede dar sugerencias, y como ahora estoy en un momento de entusiasmo.

—¡Ah, sí, eh!

—Sí, estoy segura de que si me sentara a la máquina me pondría a escribir de corrido.

—Si quiere, me voy.

—No, por favor, es estando usted aquí como se me ocurren las cosas.

—Pues si le parece, me siento ahí en el suelo, a su espalda y usted se pone a escribir.

—No estaría mal.

—Pero tendría que aprender a escribir como habla.

—Ya lo creo, no ha dicho usted nada. Es lo más difícil que hay.

—Bueno, a ver, léame el artículo. ¿Qué busca ahora?

—Es que no veo bien sin gafas, no sé dónde las he puesto.

—Antes me ha parecido verlas allí, encima de la mesa; ¿no las tiene dentro de una funda que lleva bordado un pavo real?

—Sí.

Miro hacia la mesa y hago ademán de levantarme, pero su mano sobre mi hombro me detiene.

—Deje —dice—, yo se las traigo. Cada vez que se acerca usted a esa mesa, vuelve trastornada. Y ya bastante pierde el hilo de por sí.

Le veo levantarse y acercarse a buscarlas. Me fijo en sus hombros angulosos y en su espalda algo encorvada, visto así, por detrás, parece más viejo. Se vuelve desde allí, nuestros ojos se encuentran, tiene el estuche en la mano.

—No se preocupe, mujer, que no le fisgo nada. ¿Son éstas, no?

—Sí, muchas gracias.

Viene con ellas, me las pongo, y se sienta a mi lado, esperando. «La ventaja de peinar canas, aparte de su discutible valoración estética…», leo, para mí. ¡Qué comienzo más raro!, no me acordaba, lo que busco debe de estar más abajo. De pronto noto que me está mirando, alzo los ojos, los suyos tienen un fulgor raro.

—Nunca la había visto con gafas —dice lentamente—. ¿Hace mucho que las lleva?

Es una mirada de sobrentendidos, de nostalgia. Por una parte intriga y casi asusta, por otra más bien emociona.

—Hace cuatro años, creo, ¿por qué?

Hay un silencio demasiado intenso, tal vez mis ojos brillen tanto como los suyos. Mi última pregunta ha quedado resonando en el aire de la habitación, ¿por qué?, ¿por qué? «Esperanza y Raimundo se miraban con melancólico asombro». ¿Por qué me mira así? En las novelas rosa, cuando se llegaba a una escena de clima parecido a ésta, se podía apostar doble contra sencillo a que el desconocido iba a revelar su identidad. Todas las descripciones anteriores —tormentas, cumbres, playas solitarias— estaban al servicio de realzar ese momento clave en que el hombre y la mujer iban a pasar de ser desconocidos a conocerse o, en otras versiones más emocionantes, a reconocerse, aquel momento en que estaba a punto de ser pronunciado el famoso «¿te acuerdas?», eran esquemas invariables, así ocurría también en la primera novela por entregas que escribí con mi amiga del instituto y que no llegamos a terminar.

—Le quedan muy bien —dice el hombre, con inusitada dulzura.

Nos estamos mirando a los ojos ya sin paliativos, el corazón se me echa a latir como un caballo desbocado, esto del caballo desbocado lo decían también con frecuencia aquellos libros, es difícil escapar a los esquemas literarios de la primera juventud, por mucho que más tarde se reniegue de ellos. Leía tantas novelas rosa, de Eugenia Marlitt, de Berta Ruck, de Pérez y Pérez, de Elisabeth Mulder, de Duhamel. Luego vino Carmen de Icaza y desplazó a los demás, ella era el ídolo de la posguerra, introdujo en el género la «modernidad moderada», la protagonista podía no ser tan joven, incluso peinar canas, era valiente y trabajadora, se había liberado económicamente, pero llevaba a cuestas un pasado secreto y tormentoso.

—Está sonando el teléfono —dice el hombre—, ¿no lo oye?

Me pongo de pie, asustada. El artículo de la Piquer resbala de mis rodillas al suelo.

—¡Qué raro! A estas horas…

Me gustaría que dijera: «No lo atiendas, quédate conmigo», el paso del usted al tú era también un momento importantísimo, marcaba la transgresión de un umbral inquietante.

—Tal vez sea para mí —dice inesperadamente.

—¿Para usted?

Volvemos a mirarnos, yo en pie desde el umbral del dormitorio, él, serio y enigmático, desde el sofá.

—Cometí el error de dejarle este número a una persona… —aclara—, mejor dicho, de dejarlo en un sitio donde lo ha podido encontrar. Pero le voy a pedir una cosa, dígale que me he ido, ¿me hará ese favor?

La mirada es ahora de complicidad, más larga que ninguna. Nunca le he visto tan serio. El teléfono sigue sonando.

—Puede estar seguro —digo.

Y entro en la habitación.