3. Ven pronto a Cúnigan

Entro en la cocina de buen humor. Doy la luz: la cucaracha no está. Antes de buscar el termo, me pongo a recoger unos restos de merienda que había sobre la mesa y llevo los platos sucios al fregadero, luego paso un paño húmedo por el hule a cuadros.

Noto un aliciente que me faltaba hace meses, lo primero que se necesita es un poco de orden para que la soledad se haga hospitalaria; mañana mismo me pongo a revisar papeles y a hacer una limpia de carpetas. La conversación con este hombre me ha estimulado y ha refrescado mí viejo tema de los usos amorosos de posguerra. Hace dos años empecé a tomar notas para un libro que pensé que podría llevar ese título, un poco el mundo de Entre visillos pero explorado ahora, con mayor distancia, en plan de ensayo o de memorias, no sé bien, la forma que podría darle es lo que no se me ha ocurrido todavía; lo ordené todo por temas: modistas, peluquerías, canciones, bailes, novelas, costumbres, modismos de lenguaje, bares, cine, en un cuaderno de tapas verdes y azules, fue a raíz de la muerte de Franco. Por cierto, ¿dónde estará aquel cuaderno?, me intranquiliza la idea de haberlo perdido. Pero no me voy a dejar obsesionar por eso, ya lo buscaré, ahora tengo otra cosa mejor que hacer: ofrecerle té a este desconocido para que no decaiga una conversación que me sienta tan bien. Me dan ganas de llamarlo para que venga a ver la cocina, por el aliento que me produciría oírle decir que es una habitación acogedora, espiar el reflejo que de estas superficies gastadas y estos tonos oscuros me devolverían sus ojos. Me horrorizan las cocinas de ahora, asépticas, lujosas e impersonales, donde nadie se sentaría a conversar, esos ámbitos presididos por el culto a los quitahumos, a los tritura-basuras, a los lavaplatos, por la sonrisa estereotipada del ama de casa, elaborada con esfuerzo y pericia sobre modelos televisivos, esa mujer a quien la propaganda obliga a hacer una meta y un triunfo del mero «organizarse bien», incapaz de relación alguna con los utensilios y máquinas continuamente renovados que manejan sus manos sin mácula. Pienso en los interiores de Vermeer de Delft: el encanto del cuadro emana de la simbiosis que el pintor acertó a captar entre la mujer que lee una carta o mira por la ventana y los enseres cotidianos que le sirven de muda compañía, la relación de la figura humana con esos muebles usados que la rodean como un recordatorio de su edad infantil. No hay que tenerle tanto miedo a la huella del tiempo.

He terminado de limpiar el hule de la mesa, alzo los ojos y me veo reflejada con un gesto esperanzado y animoso en el espejo de marco antiguo que hay a la derecha, encima del sofá marrón. La sonrisa se tiñe de una leve burla al darse cuenta de que llevo una bayeta en la mano; a decir verdad, la que me está mirando es una niña de ocho años y luego una chica de dieciocho, de pie en el gran comedor de casa de mis abuelos en la calle Mayor de Madrid, resucita del fondo del espejo —¿era este mismo espejo?—, está a punto de levantar un dedo y señalarme: «Anda que también tú limpiando, vivir para ver». Ya otras veces se me ha aparecido cuando menos lo esperaba, como un fantasma sabio y providencial, a lo largo de veinticuatro años no se ha cansado nunca de velar para ponerme en guardia contra las acechanzas de lo doméstico, y siempre sale del mismo sitio, de aquel comedor solemne, del espejo que había sobre la chimenea. La suelo tranquilizar y acabamos riéndonos juntas. «Gracias, mujer, pero no te preocupes, de verdad, que sigo siendo la de siempre, que en esa retórica no caigo». Mucho más que en mi casa de Salamanca, ni en la de verano de Galicia, fue en esa de Madrid, cuando veníamos en vacaciones de Semana Santa o Navidad, donde se fraguó mi desobediencia a las leyes del hogar y se incubaron mis primeras rebeldías frente al orden y la limpieza, dos nociones distintas y un solo dios verdadero al que había que rendir culto, entronizado invisiblemente junto a las imágenes de San José y la Virgen del Perpetuo Socorro, por todos los rincones de aquel piso tercero derecha del número catorce de la calle Mayor, convento que regentaba mi abuela con dos criadas antiguas —tía y sobrina— naturales de la provincia de Burgos.

Hace poco he pasado con un amigo por allí delante. Todo está igual: los balcones corridos con aros para las macetas y los hierros divisorios entre las habitaciones; me paré en la acera de enfrente —«aquellos balcones de la derecha, los del tercero»—, le conté a mi amigo que se ponían colgaduras cuando pasaban los desfiles y las procesiones y que se ataba a los barrotes la palma rizada del Domingo de Ramos, recordé cómo se iba quedando luego polvorienta y deslucida, bajé los ojos por la fachada, junto al portal sigue la tienda de pañería, cuando mi padre estudiaba la carrera de Leyes, ese barrio era el más céntrico de Madrid y pasaban los reyes hacia el Palacio de Oriente, ahora ha perdido señorío; me quedé mirando al interior del portal oscuro, imaginando que el ascensor pueden haberlo reformado. Subía por dentro de las barandillas y se le oía chirriar desde todas las habitaciones de la casa, como una carcoma intermitente; solía detenerse de preferencia en la pensión del segundo, «La perla gallega», de donde venía por el patio un rumor de huéspedes jóvenes, que a ratos se asomaban en mangas de camisa; yo levantaba la cabeza de mi libro, atenta al ruido de la puerta de hierro al cerrarse —«otra vez se ha parado en el segundo»—, nada, no venía a nuestro piso, no llamaba al timbre ninguna visita inesperada de las que yo invocaba en sueños, atribuyéndole el rostro de gentes con las que me había tropezado por la calle y a las que sentía portadoras de algún relato insólito, excitante. Escribí varios ejercicios de redacción sobre ese tema de la visita inesperada, y algunos no me quedaron mal del todo; desde entonces he venido asociando la literatura con las brechas en la costumbre. A la casa venían, de tarde en tarde, algunas personas, siempre las mismas, que avisaban antes por teléfono y a las que se esperaba con apagada ceremonia, amistades antiguas de mis padres y abuelos, que nunca contaban nada sorprendente y a quienes había que sonreír si nos preguntaban por los estudios o comentaban que cuánto habíamos crecido. Se las solía recibir en el comedor, se sentaban en unos butacones de terciopelo verde que había junto a la chimenea, y el tiempo empezaba a rebotar ansioso y prisionero contra las paredes, no hacía ruido, pero yo lo sentía latir desde la gran mesa de tapete felpudo, donde me sentaba, un poco lejos de ellos, porque la habitación era inmensa; no entendía por qué los niños tenían que «salir a las visitas», pero estaba tácitamente convenido así, nos decían que iban a venir los señores de Tal, que tenían muchas ganas de vernos, pero, una vez allí, nada en su actitud me hacía verosímil semejante aserto, me ponía los auriculares negros de galena, radiaban un foxtrot:

Un novio le ha salido a Socorrito,

la mar de rebonito,

un joven ideal.

Se ondula, juega al tenis, bebe soda,

y sólo con la Kodak

se gasta un dineral…

Si me los quitaba, podía comprobar que la conversación junto a la chimenea continuaba discurriendo por unos cauces lánguidos, cuyos fundamentos esenciales eran la salud, la comida y la familia, era como una niebla cayendo, miraba los contornos borrosos de sus figuras y alguna vez les dirigía una sonrisa pálida, parecía de mala educación aislarse tanto, me ponía a dibujar, a recortar señoritas de figurines viejos o a pegar calcomanías con la cabeza inclinada sobre el tapete, me amparaba el desorden de los lápices, sacapuntas y tijeras diseminados por la felpa, objetos que se convertían en amigos a través del uso y de la libertad, que recobraban su identidad al dejar de «estar en su sitio»; y la luz verde de la lámpara se me colaba nuca abajo como una mermelada de ciruela, mientras llegaba de la cocina o de las alcobas el amortiguado trajín de las dos criadas que conocieron a mi padre de niño y que continuaban desde entonces limpiando, impertérritas, cazuelas, azulejos, picaportes y molduras, siempre limpiando. Afuera, la ciudad bulliciosa invitaba a la aventura, me llamaba, todo mi cuerpo era una antena tensa al trepidar de los tranvías amarillos, al eco de las bocinas, al fulgor de los anuncios luminosos alegrando allí, a pocos pasos, la Puerta del Sol, y me sentía tragada por una ballena; se me propagaba todo el bostezo de la casa con su insoportable tictac de relojes y su relucir inerte de plata y porcelana, templo del orden, sostenido por invisibles columnas de ropa limpia, planchada y guardada dentro de las cómodas, ajuar de cama y mesa, pañitos bordados, camisas almidonadas, colchas, entredoses, encajes, vainicas, me daban ganas de empezar a abrir cajones y baúles y salpicar de manchas de tinta aquella pesada herencia de hacendosas bisabuelas, pero seguía sentada, con la nuca inclinada sobre el tapete y haciendo juiciosos dibujos: una niña que va por el bosque con su cesta, una familia cenando, un hombre asomado a la ventanilla del tren, una mujer metida en la cama. «Ésa se entretiene con cualquier cosa —decía mi madre—. Le gusta mucho estudiar». «Demasiado —decía la abuela—, no sé a qué santo tanta cavilación», el espejo de encima de la chimenea reflejaba mi pelo rizado de chifles, pintaba una cabeza de pelo rizado rodeada de cortinajes, de jarrones, de figuras de escayola, ¿se saldría alguna vez de aquel pasadizo?, ¿dónde estaría Cúnigan?

De Cúnigan, a decir verdad, yo tenía una idea muy imprecisa, los únicos datos sobre aquel lugar, que no llegué a saber nunca siquiera si existía realmente, me los había suministrado una breve canción, que más bien parecía un anuncio, y que había oído sólo una vez o dos por la radio, o no sé si soñé que la había oído, porque los demás se reían cuando me la oían tararear y me preguntaban que de dónde había sacado semejante sonsonete. Decía:

Ven pronto a Cúnigan,

si no has estado en Cúnigan,

lo encontrarás espléndido,

mágico,

único,

magnífico en verdad.

¿Dónde vas a merendar?

Voy a Cúnigan, Cúnigan, Cúnigan.

Por las noches ¿dónde vas?

Voy a Cúnigan a bailar.

Evidentemente Cúnigan era un lugar mágico y único, y lo más posible es que de verdad existiera, que se pudiera encontrar, con un poco de suerte, entre el laberinto de calles y letreros que componían el mapa de Madrid: a mí no me importaba carecer de pistas concretas, me bastaba con mis poderes mágicos y únicos, con mi deseo, pero lo grave era la falta de libertad, ese tipo de búsquedas hay que emprenderlas en soledad y corriendo ciertos riesgos; si no me dejaban sola, era inútil intentarlo.

A la calle salía siempre con mis padres para ir cumpliendo en su compañía un programa de actividades que yo no había prefijado, y cuyas etapas tachaba mi padre en su agenda, a medida que se iban cumpliendo. Era un programa establecido ya antes de emprender el viaje, acariciado por ellos en las largas veladas invernales, al calor del brasero, con una ilusión metódica y minuciosa que pretendían hacernos compartir a mí y a mi hermana, a veces con cierto éxito, porque el nombre de la capital, evocado desde la provincia, a la luz de una lámpara, teñía indefectiblemente de prestigio cualquier plan que se hiciera. «Eso, cuando vayamos a Madrid; mejor en Madrid». Todo se dejaba para comprarlo, verlo o consultarlo en el próximo viaje, que ya faltaba poco, vivíamos de aquella expectativa fraudulenta. A Madrid se venía, en primer lugar, de modistas.

Hasta hace unos veinte años, cuando el auge de las manufacturas en serie empezó a arrinconar a los gremios artesanales, vestirse era un negocio demorado y ameno, atenido a diversos rituales, cuyo ejercicio y aprendizaje ocupaba gran parte del tiempo de las mujeres, y de la conversación que mantenían con sus amigas y sus maridos. En todas las casas había una máquina de coser y siempre se veían figurines por en medio, que alguien estaba consultando, no distraídamente, sino con un interés concienzudo, investigando el intríngulis de aquellos frunces, nesgas, bieses, volantes, pinzas y nidos de abeja que se veían en el dibujo. «Sí, claro, ahí pintado parece todo muy bonito, pero esta tela es demasiado gruesa, no sé cómo quedará». «Desde luego no es traje para doña Petra, doña Petra te lo escabecharía». Las modistas se dividían en dos categorías principales: aquellas de las que se temía que pudieran escabechar un traje y las que nunca lo escabechaban. Naturalmente esta clasificación, como subjetiva que era, dependía del grado de credibilidad que la cliente prestara a quien iba a encargarse de desempeñar la labor y, dado que la «escabechina» de un vestido —aunque se tratase de un juicio absolutamente personal— pasaba a ser tema de público comentario, la pérdida de fe individual en una modista determinada motivaba en seguida la desconfianza hacia ella de otras posibles clientes, enteradas de su fallo; la noticia de la chapuza se propagaba sin piedad, ponía en tela de juicio la regeneración de la culpable, cundían los recelos, y de la suma de estas múltiples quiebras de confianza se derivaba, más tarde o más temprano, una degradación de categoría. Las modistas que tenían fama de haber escabechado trajes en más de una ocasión era difícil que pasaran nunca del rango de costureras. «Bueno, a doña Petra, la pobre, qué le vas a pedir, no es una modista, ya se sabe, es una costurera». A las costureras, que solían alternar su labor en la propia casa con jornadas malpagadas en domicilios particulares, se les encargaban de preferencia las batas, las faldas de diario, la ropa interior, los uniformes de las criadas y los vestidos de los niños. Algunas, ya entradas en años, «costureras de toda la vida», vivían en pisos bajos y modestos, sin rótulo en la puerta, y solían tener en la alcoba oscura donde nos tomaban las medidas y nos probaban, una cama con almohadones de muchos colores entre los que yacía una muñeca de China con peluca empolvada y zapatitos de raso. Cuando venían a coser a las casas, traían dulces o caramelos para los niños, les contaban historias y les regalaban carretes vacíos y recortes de la labor que iban quedando dispersos por el suelo del cuarto de costura, donde perduraba, al irse ellas, un olor particular. A cambio se las trataba con una mezcla de condescendencia y familiaridad y se les daba una lata infinita, exigiéndoles continuas reformas y rectificaciones. Generalmente tenían tanta paciencia como falta de ambición.

Las modistas propiamente dichas, es decir, las que habían tenido la suerte de afianzarse en su nombre de tales, no venían nunca a las casas, y eran apreciadas a tenor del lujo con que se hubieran montado y de la lentitud con que llevaran a cabo los trabajos. A mí siempre me extrañó el hecho de que su prestigio estuviera en razón inversa con la prontitud en terminarlos y nunca en razón directa. «Es buenísima, pero tarda mucho, hasta después de Navidad no te lo tiene», se solía decir, como una recomendación infalible. Las más renombradas eran, naturalmente, más caras, y además tenían muchos figurines, algunos extranjeros, los consultaban con la cliente en el probador y se permitían sugerir y aconsejar hechuras. Pero la tela la compraba siempre la señora. Modistas que no admitieran telas, en provincias no las había. El título, superior a todos, de modista que pone ella la tela sólo lo ostentaban algunas de Madrid. Vestirse en Madrid, con una modista que tenía telas propias, era el no va más.

La visita a una de estas modistas madrileñas, que se llamaba Lucía, hija de Amalia, y vivía en la calle de Goya, constituía uno de los jalones obligados de nuestra estancia en la capital, ya fuera para encargarle algo concreto o simplemente para ver sus colecciones de primavera-verano o de otoño-invierno. Era una mujer delgada, elegante y de cejas muy finas, que le había hecho a mi madre los vestidos de boda, uno de los cuales, de crepé morado con vueltas de seda gris, he heredado yo y me pongo a veces todavía. Nos recibía con habilidad, previa petición de hora, nos invitaba a sentarnos en las butaquitas de una antesala llena de espejos ovalados, nos enseñaba los muestrarios de telas, y poco después una hermana suya, que se le parecía bastante, pasaba los modelos para nosotros cuatro. A mí lo que me resultaba más violento de aquella escena del desfile de modelos era la transformación en maniquí mudo y distante de la hermana de Lucía, que pocos minutos antes nos había estado saludando y besando con grandes muestras de afecto. La miraba hacer giros delante de nosotros con aquellas sucesivas capelinas y atuendos vaporosos, empinada en sus altos tacones, detenerse, acercarse para que mi madre apreciara la calidad del tejido, con los ojos en el vacío, como si no nos conociera o realmente se hubiera convertido en un muñeco de cuerda. Cuando terminaba el pase de modelos, y ya nos íbamos a ir, salía a despedirnos a la puerta con su hermana.

Otro de los objetivos fundamentales del viaje a Madrid era asistir a los estrenos de cine o de teatro que no hubieran llegado a provincias.

Ir al teatro era mucho más solemne y excepcional que ir al cine, las películas, de estreno, más tarde o más temprano acababan llegando a Salamanca y eran la misma película, exactamente la misma. Compañías de teatro, en cambio, sólo venían en septiembre, cuando las ferias, y, aunque trajeran en su repertorio algunos éxitos de la temporada madrileña, era completamente distinto, los decorados resultaban mucho más pobres y los actores actuaban con una especie de desgana. A mí ir al teatro era lo que más me gustaba de todo lo que hacíamos en Madrid. Se sacaban las entradas con antelación, y a veces se invitaba a alguna de aquellas familias que mis padres conocían; en este último caso era frecuente que sacáramos una platea. Cuando el acomodador abría con su llave la puerta de aquel recinto, entregaba a mis padres el programa y se hacía a un lado para dejarnos pasar, yo sentía estar ingresando en un privilegiado tabernáculo. Ningún paisaje del mundo, ninguna ceremonia religiosa, ningún desfile podían producirme tanta emoción como la que experimentaba al asomarme al patio de butacas iluminado por grandes arañas de cristal y tomar asiento en aquel balcón con barandillas de terciopelo; ya dentro de él empezaba la función, y los gestos de mi madre, quitándose lentamente los guantes y sacando los prismáticos, me parecían los de una gran actriz. Pero nada comparable al momento en que se apagaban las luces y los susurros y el telón se levantaba para introducirnos en una habitación desconocida, donde unos personajes desconocidos, de los que aún no sabíamos nada, iban a contarnos sus conflictos. Casi siempre estaba ya en escena alguno de ellos, leía el periódico, sentado en un sofá, o miraba en silencio a otro que estaba a punto de dirigirle la palabra. Esos primeros instantes de silencio me ponían un nudo en la garganta, los admiraba por aquellas pausas, por su aplomo para esperar. De mayor quería ser actriz, quería desdoblarme en cientos de vidas. Al volver a casa y escuchar, durante la cena, la conversación de mis padres, aquellos nombres de Loreto Prado, Antonio Vico, Irene López Heredia o Concha Catalá, con que esmaltaban sus comentarios, me sonaban a nombres de dioses.

Aparte de ir al teatro, al cine y a visitar a Lucía, hija de Amalia, también salíamos a tomar el aperitivo en algún local que habían abierto nuevo, a la consulta de algún médico, al Museo del Prado, de compras a los grandes almacenes, a recorrer el Jueves Santo las estaciones donde se exponía el Santísimo Sacramento entre un alarde de velas encendidas, a la Plaza Mayor a comprar musgo para el belén, cuando las Navidades o a devolver alguna de aquellas visitas familiares que, a su vez, devolvían la sensación de encierro. Yo, muchas veces, me quedaba atrás mirando el rótulo de alguna calle que parecía llevar a otro sitio. «¡Vamos, hija!, ¿qué miras?», «Nada, esa calle, ¿por qué no vamos por ahí?»; envidiaba a la gente que se metía por bocacalles desconocidas, tal vez camino de Cúnigan.

La gente en Madrid andaba de otra manera, miraba, se vestía y hablaba de otra manera, con una especie de desgarro; yo espiaba los rostros cambiantes que, alguna rara vez, se fijaban unos instantes en el mío, sobre todo durante los trayectos en el metro, dentro del vagón donde no había que pedir excusas por rozarse con otros cuerpos y aspirar su olor, me gustaba el olor de aquella gente desconocida que podía estarse preparando para apearse en la próxima estación, a la que iba a perder de vista irremisiblemente, trataba de descifrar, por la expresión de sus rostros y el corte de sus ropas, a qué oficio se dedicarían o en qué irían pensando, quién sabe si alguno habría entrado en Cúnigan, si me bajara detrás de ellos, podría seguirlos, meterme por una calle que no conocía, averiguar cómo era el portal de la casa adonde dirigían sus pasos, tal vez para acudir a una cita clandestina, sería tan fácil, pero para eso hay que ir sola, nunca podría pasarme nada hasta que no saliera yo sola a la calle. Nos bajábamos en Sol, subíamos las escaleras del metro, echábamos a andar, la Mallorquina, el cine Pleyel, la Camerana, ya se veía nuestro portal, me juraba no volver a pasar nunca por la calle Mayor en cuanto pudiera salir sola por Madrid.

Hace tiempo que no pasaba por la calle Mayor, se lo dije a mi amigo la otra tarde, allí parados delante de los balcones del número catorce, y luego, cuando echamos a andar nuevamente, sentí que rompía los hilos que me relacionaban con la vieja fachada: de pronto éramos ya una pareja anónima caminando por una calle anónima, me puse a contarle historias de aquel tiempo en que visitaba la capital como asomándome por una puerta trasera, él es más joven, no recuerda los tranvías amarillos, ni ha oído en su vida hablar de Cúnigan, ni vio actuar a Celia Gámez. «Si quisieras escribir algo de esos años —me dijo— no necesitarías ir a las hemerotecas»; nos metimos por uno de los arcos que desembocan en la Plaza Mayor, en la esquina sigue la antigua droguería «El relámpago: lustre para suelos», estaba anocheciendo y me pareció que había traspuesto una raya, a partir de la cual el mundo se volvía misterioso, una zona donde cabía lo imprevisto y las personas atisbadas desde el balcón eran ya sombra que se pierde. «¿Adónde irá esa pareja?», y me puse a cantar, de buen humor, «voy a Cúnigan, Cúnigan, Cúnigan», mientras la decepción ensombrecía los ojos que nos decían adiós y percibía el frío del cristal contra mi frente, empinándose debajo del visillo recogido.

«Esa niña, ¡qué manía de ponerse a leer con la cara pegada al balcón! —se quejaba la abuela—. ¿No ves que dejas la marca de los dedos y de las narices en el cristal? ¡Dios mío, los cristales recién limpios!».

Pero ¿qué cosa no estaba recién limpia, recién doblada, recién guardada en su sitio? ¿Y por qué no podía ser el sitio de los objetos aquel en que, a cada momento, aparecían? ¿Y, sobre todo, por qué castigarlos con aquella continua y sañuda purga de quitarles el polvo, como se arrancan las costras de una enfermedad? El polvo se descolgaba en espirales por los rayos de sol, se posaba silenciosamente sobre los objetos, era algo tan natural y tan pacífico, yo lo miraba aterrizar con maligno deleite, me sentía cómplice del enemigo descarado, que con mayor terquedad reduplicaba sus minúsculos batallones cuanto más asediado se veía por las batidas implacables. Desde muy temprano, con el primer rayo de luz que traía hasta mi cama una lluvia menuda de motas de polvo, coincidían las diligencias para su captura, las órdenes fanáticas a toque de diana, el despliegue de aparejos escondidos en un cuartito oscuro del pasillo, y en seguida aquel arrastrar, frotar y sacudir de escobas, escobillas, plumero, zorros, cogedor, paño de gamuza, bayeta, cepillo para el lustre. Yo había hecho frente común con el perseguido, le daba secretas consignas y secreto albergue, le abría el embozo de mi cama. «Que vienen, escóndete aquí. Tu venganza es burlarte y renacer en otro sitio, no podrán contigo». Y cuando entraban a avisarme de que era la hora de desayunarse, ponía cara de sueño, disimulando.

De las dos criadas burgalesas, la más joven y flaca (aunque decir joven resulta absurdo porque nunca tuvo edad) era quien llevaba la superintendencia general de la limpieza, la encargada de entrar a saco en las alcobas, aún con los lechos calientes, abrir ventanas de par en par, sacudir alfombras y recoger escrupulosamente las prendas de ropa dispersas. Mientras tanto su tía, más ampulosa y representativa, llevaba a cabo, al tiempo de servirnos el chocolate, otra de las importantes solemnidades que marcaban el ingreso en un nuevo día y que corría a su exclusivo cargo: consultarnos, antes de arreglarse para ir al mercado, lo que nos apetecería comer y cenar, cuestión que, a aquellas horas y delante de un desayuno copioso, era casi imposible dilucidar con un mínimo de interés. Pero resultaba aún más imposible zafarse de su tenaz encuesta, precedida de la enumeración de las diferentes viandas y respectivas posibilidades de aderezo, sobre las cuales había de versar nuestra elección gastronómica; le parecía ofensivo que la gula no se encendiera con gratitud y alborozo ante aquellas meticulosas descripciones sembradas de diminutivos. Yo soñaba con vivir en una buhardilla donde siempre estuvieran los trajes sin colgar y los libros por el suelo, donde nadie persiguiera a los copos de polvo que viajaban en los rayos de luz, donde sólo se comiera cuando apretara el hambre, sin más ceremonias.

«No te apures, mujer, que en lo fundamental no he cambiado, aquí sólo se atiende a las faenas precisas y la comida se improvisa sobre la marcha, se ofrece lo que buenamente haya, y siempre como aliciente al servicio de la conversación, sin cumplidos y rápido, lo importante es seguir hablando, con los demás o una sola. Pero comprende que también, de vez en cuando, hay que recoger un poco para que el ambiente se siga manteniendo grato, conviene matizar, al desorden no hay que venerarlo tampoco en sí, todos los dogmas son malos. Otro día te contaré lo que pienso ahora sobre esto del orden y el desorden, son veinticuatro años, hija, los que llevo en esta cocina, tú dirás si no he tenido tiempo para darle vueltas al tema ese de lo doméstico, y te digo que el excesivo desorden te aplasta, créeme, puede llegar a quitarme hasta las ganas de vivir, mira si no cómo acaban los drogadictos. Pero claro, tú de esta gente no sabes nada, tú no has pasado de Cúnigan, otro día te lo cuento, ahora ando con un poco de prisa, sólo he venido a buscar el termo del té para que no decaiga una conversación que he dejado pendiente en el cuarto de allá, tengo visita, ¿sabes?, por cierto, una visita inesperada y bastante rara, sí, como las de los ejercicios de redacción, a ti te encantaría».

El termo está a mis espaldas, sobre el aparador: un aparador grande con molduras negras, que aparece reflejado en el espejo y ocupa toda la pared de enfrente. Ése viene de la rama materna, por ahí afluye Galicia. Estuvo muchos años en Salamanca en el cuarto de atrás, donde aprendí a jugar y a leer, bajo la presidencia de este antepasado de madera de castaño, tan estable y también tan viajero. Antes había sido de don Javier Gaite, que lo compró en Orense por trescientas pesetas, según una factura que su hija María, mi madre, encontró no hace mucho entre otros papeles; los papeles viejos siempre acarrean historias viejas y ella me las cuenta porque sabe que me gustan. A mi abuelo yo no lo conocí, pero en las fotografías se le ve muy buena pinta, con su barbita negra recortada y los ojos inteligentes bajo el sombrero de pajilla. No le gustaba afincarse por largo tiempo en ningún sitio, no sé si me habrá venido de él una pizca de bohemia, aunque moderada; era profesor de geografía y siempre anduvo solicitando traslados, rodando por institutos de provincias y llevando de acá para allá el aparador, que conoció, por eso, muchas ciudades y muchas casas. Mi madre se acuerda, sobre todo, de una de Cáceres, que es donde más pararon; tenía cantidad de habitaciones y pagaban seis duros de alquiler. Hace poco, hablando con ella de que ahora las viviendas tienen poco misterio y todos los livings parecen el mismo living, salió la conversación de las casas viejas y le pedí que me dibujara un plano de esa de Cáceres; al principio, le pareció un capricho tonto y empezó a complacerme sin muchas ganas, pero luego, a medida que el dibujo de cada habitación daba pie a errores de encaje, se encandiló y se fue a buscar papel cuadriculado para ver de solventarlos, hasta que al final, estábamos las dos tan interesadas que nos olvidamos de poner la mesa para comer, y yo le dije que los cuentos bonitos siempre hacen perder la noción del tiempo y que, gracias a ellos, nos salvamos del agobio de lo práctico, y ese comentario motivó una tertulia muy sabrosa. Era una casa enorme, con una distribución bastante complicada, llena de patios de luces, pasillos y vericuetos, el comedor lo tenían en la parte del fondo y daba a una galería abierta donde ella solía sentarse a leer, porque en Cáceres hacía muy buen tiempo; si miraba para arriba, veía el cielo de un azul intenso, con cigüeñas planeando sobre los tejados; si miraba para adentro de la casa, veía, a través de la puerta, este aparador. Al comedor aquel también ellos lo llamaban «el cuarto de atrás», así que las dos hemos tenido nuestro cuarto de atrás, me lo imagino también como un desván del cerebro, una especie de recinto secreto lleno de trastos borrosos, separado de las antesalas más limpias y ordenadas de la mente por una cortina que sólo se descorre de vez en cuando; los recuerdos que pueden damos alguna sorpresa viven agazapados en el cuarto de atrás, siempre salen de allí, y sólo cuando quieren, no sirve hostigarlos.

Mi madre se pasaba las horas muertas en la galería del cuarto de atrás, metiendo tesoros en el baúl de hojalata, y no acierta a entender si el tiempo se le iba deprisa o despacio, ni a decir cómo lo distribuía, sólo sabe que no se aburría nada y que allí leyó Los tres mosqueteros. Le encantaba, desde pequeña, leer y jugar a juegos de chicos, y hubiera querido estudiar una carrera, como sus dos hermanos varones, pero entonces no era costumbre, ni siquiera se le pasó por la cabeza pedirlo. Me dio a leer, cuando yo hacía bachillerato, una novela que se titulaba El amor catedrático, la historia de una chica que se atreve a estudiar carrera y acaba enamorándose de su profesor de latín y casándose con él, a mí el final me defraudó un poco, no me quedé muy convencida de que la chica ésa hubiera acertado casándose con un hombre mucho más viejo que ella y maniático por añadidura, aparte de que pensé: «para ese viaje no necesitábamos alforjas», tanto ilusionarse con los estudios y desafiar a la sociedad que le impedía a una mujer realizarlos, para luego salir por ahí, en plan happy end, que a saber si seria o no tan happy, porque aquella chica se tuvo que sentir decepcionada tarde o temprano; además, ¿por qué tenían que acabar todas las novelas cuando se casa la gente?, a mí me gustaba todo el proceso del enamoramiento, los obstáculos, las lágrimas y los malentendidos, los besos a la luz de la luna, pero a partir de la boda, parecía que ya no había nada más que contar, como si la vida se hubiera terminado; pocas novelas o películas se atrevían a ir más allá y a decirnos en qué se convertía aquel amor después de que los novios se juraban ante el altar amor eterno, y eso, la verdad, me daba mala espina. Mi madre no era casamentera, ni me enseñó tampoco nunca a coser ni a guisar, aunque yo la miraba con mucha curiosidad cuando la veía a ella hacerlo, y creo que, de verla, aprendí; en cambio, siempre me alentó en mis estudios, y cuando, después de la guerra, venían mis amigos a casa en época de exámenes, nos entraba la merienda y nos miraba con envidia. «Hasta a coser un botón aprende mejor una persona lista que una tonta», le contestó un día a una señora que había dicho de mí, moviendo la cabeza con reprobación: «Mujer que sabe latín no puede tener buen fin», y la miré con un agradecimiento eterno.

Por aquel tiempo, ya tenía yo el criterio suficiente para entender que el «mal fin» contra el que ponía en guardia aquel refrán aludía a la negra amenaza de quedarse soltera, implícita en todos los quehaceres, enseñanzas y prédicas de la Sección Femenina. La retórica de la posguerra se aplicaba a desprestigiar los conatos de feminismo que tomaron auge en los años de la República y volvía a poner el acento en el heroísmo abnegado de madres y esposas, en la importancia de su silenciosa y oscura labor como pilares del hogar cristiano. Todas las arengas que monitores y camaradas nos lanzaban en aquellos locales inhóspitos, mezcla de hangar y de cine de pueblo, donde cumplí a regañadientes el Servicio Social, cosiendo dobladillos, haciendo gimnasia y jugando al baloncesto, se encaminaban, en definitiva, al mismo objetivo: a que aceptásemos con alegría y orgullo, con una constancia a prueba de desalientos, mediante una conducta sobria que ni la más mínima sombra de maledicencia fuera capaz de enturbiar, nuestra condición de mujeres fuertes, complemento y espejo del varón. Las dos virtudes más importantes eran la laboriosidad y la alegría, y ambas iban indisolublemente mezcladas en aquellos consejos prácticos, que tenían mucho de infalible receta casera. De la misma manera que un bizcocho no podía dejar de esponjar en el horno, si se batían los huevos con la harina y el azúcar en la proporción recomendada, tampoco podía caber duda sobre el fraguado idóneo de aquellos dos elementos —alegría y actividad—, inexcusables para modelar la mujer de una pieza, la esposa española. Carmen de Icaza, portavoz literario de aquellos ideales, había escrito en su más famosa novela Cristina Guzmán, que todas las chicas casaderas leíamos sentadas a la camilla y muchos soldados llevaban en el macuto: «La vida sonríe a quien le sonríe, no a quien le hace muecas», se trataba de sonreír por precepto, no porque se tuvieran ganas o se dejaran de tener; sus heroínas eran activas y prácticas, se sorbían las lágrimas, afrontaban cualquier calamidad sin una queja, mirando hacia un futuro orlado de nubes rosadas, inasequibles al pernicioso desaliento que sólo puede colarse por las rendijas de la inactividad. En los himnos de corte falangista, se ensalzaba a la enfermera que ríe gozosa después del trabajo, «enfermera de España la nueva, no habrá quien te mueva, al pie del dolor», el dolor era una cucaracha despreciable y ridícula, bastaba con tener limpios todos los rincones de la casa para que huyera avergonzada de su banal existencia, no había que dignarse mirar los bultos inquietantes ni las sombras de la noche. Las mujeres optimistas madrugaban para abrir las ventanas y respirar el aire a pleno pulmón, mientras hacían flexiones de gimnasia, teniendo delante de los ojos, a modo de catecismo ilustrado para guiar sus respectivas posturas, los recuadros que mensualmente les suministraba, por cinco pesetas, la revista Y, editada por la Sección Femenina; la Y del título venía rematada por una corona alusiva a cierta reina gloriosa, cuyo nombre empezaba por aquella inicial, adivina adivinanza, la fatiga no la alcanza, siempre en danza, desde el Pisuerga al Arlanza, con su caballo y su lanza, no hacía falta tener una particular inteligencia en cuestión de acertijos, la teníamos demasiado conocida, demasiado mentada: era Isabel la Católica. Se nos ponía bajo su advocación, se nos hablaba de su voluntad férrea y de su espíritu de sacrificio, había reprimido la ambición y el despotismo de los nobles, había creado la Santa Hermandad, expulsado a los judíos traicioneros, se había desprendido de sus joyas para financiar la empresa más gloriosa de nuestra historia, y aún había quien la difamara por la fidelidad a sus ideales, quien llamara crueldad a su abnegación. Yo miraba aquel rostro severo, aprisionado por el casquete, que venía en los libros de texto, y lo único que no entendía era lo de la alegría, tal vez es que hubiera salido mal en aquel retrato, pero, desde luego, no daban muchas ganas de tener aquella imagen como espejo, claro que algunas de las monitoras que nos instaban a imitarla también tenían aquel rictus seco en la boca y aquella luz fría en los ojos, aunque hablaran continuamente de la alegría. La alegría era un premio al deber cumplido y se oponía, fundamentalmente, a la duda. Se nos hablaba de la ascensión a las altas cumbres, sobre las que planeaban águilas imperiales y desde donde todo se veía claro; e igualmente, en el consultorio sentimental de la revista Y quedaban desterrados, de un plumazo, todos los problemas que pudieran hacer presa en el alma de los seres inadaptados o irresolutos, todos se arreglaban no quedándose mano sobre mano, llenando el tiempo, Isabel la Católica jamás se dio tregua, jamás dudó. Orgullosas de su legado, cumpliríamos nuestra misión de españolas, aprenderíamos a hacer la señal de la cruz sobre la frente de nuestros hijos, a ventilar un cuarto, a aprovechar los recortes de cartulina y de carne, a quitar manchas, tejer bufandas y lavar visillos, reír al esposo cuando llega disgustado, a decirle que tanto monta monta tanto Isabel como Fernando, que la economía doméstica ayuda a salvarla economía nacional y que el ajo es buenísimo para los bronquios, aprenderíamos a poner un vendaje, a decorar una cocina con aire coquetón, a prevenir las grietas del cutis y a preparar con nuestras propias manos la canastilla del bebé destinado a venir al mundo para enorgullecerse de la Reina Católica, defenderla de calumnias y engendrar hijos que, a su vez, la alabaran por los siglos de los siglos.

Bajo el machaconeo de aquella propaganda ñoña y optimista de los años cuarenta, se perfiló mi desconfianza hacia los seres decididos y seguros, crecieron mis ansias de libertad y se afianzó la alianza con el desorden que había firmado secretamente en el piso tercero del número catorce de la calle Mayor. También me puse en guardia contra la idea del noviazgo como premio a mis posibles virtudes prácticas. Por entonces ya iba a bailar al Casino y había desaparecido el cuarto de atrás. Pero desde mucho antes, desde que, sentada en el sofá verde, frente a este aparador, miraba en mi infancia los santos del libro de historia, ni los acontecimientos gloriosos ni los comportamientos ejemplares me parecían de fiar, me desconcertaban los reyes que promovían guerras, los conquistadores y los héroes, recelaba de su gesto altivo cuando ponían el pie en tierra extraña, defendían fortines o enarbolaban cruces y estandartes; me vuelvo hacia el aparador como si pretendiera ponerlo por testigo.

¡Cuántas habitaciones desembocan en ésta, cuántos locales! Querría hablarle al hombre de negro del vehículo narrativo que suponen los muebles, regalarle todas las imágenes que, en este rato, se me han aparecido entre el aparador y el espejo. Y muchas más surgirían si se asomara él aquí y empezara a darme pie con sus preguntas ligeras y quebradas que nada indagan, que son como dibujos de humo por el aire. La puerta está entreabierta, podría llamarlo, pero no vendría a cuento, confianza con él no tengo ninguna, no es confianza lo que ofrece, es algo de signo incluso opuesto a la confianza, inquietante y sugestivo, como una continua incitación a mentir. Me tengo que acordar de contarle lo del cuarto de atrás. Y también lo del libro sobre los usos amorosos de posguerra. ¿Dónde habrá ido a parar aquel cuaderno? Tengo sed.

El termo destaca sobre el mármol del aparador. Lo cojo y lo coloco sobre una bandeja, junto al azucarero, dos vasos, dos cucharillas y dos servilletas. Terminada la breve faena, miro al espejo, sonriendo. Me desplazo del marco, apago la luz, y el aparador invade, solitario, el azogue oscurecido. Salgo al pasillo, sujetando la bandeja con las dos manos. Pesa bastante.