5. Una maleta de doble fondo
«¿Cuánto tiempo hace que estuve echada por última vez sobre esta cama?», me pregunto, mientras descuelgo a tientas el teléfono. No se oye nada, me lo cambio de oído. Percibo ahora una música de fondo y, más cerca, una respiración dubitativa, alargo el brazo y enciendo la luz. Encima de la almohada está el libro de Todorov y, sobre él, un papelito donde tengo apuntado: «Novela fantástica. Acordarme del grabado de Lutero y el diablo. Ambientación similar». Miro hacia la repisa laqueada de blanco. El lugar del grabado está vacío.
Una voz de mujer, con acento canario o andaluz, pronuncia, al otro extremo del hilo, un «oiga…» desmayado, luego deletrea, muy despacio y con cierta vacilación, las cifras de mi teléfono, como si le costara leerlas en una agenda borrosa. Tal como se van poniendo las cosas, no podía por menos de ser una mujer.
—Sí, aquí es.
Hay una pausa breve, apasionante, es para él, seguro que va a pronunciar su nombre. Me pongo en una postura más cómoda, la música que se oye es de bolero, ahora la ha bajado.
—Perdone, ¿está ahí Alejandro?
No puedo evitar sonreír con esa mezcla de sorpresa y felicidad con que aceptamos de inmediato, en el juego, las rachas de buena suerte; cuánto me gustaría poder contarle a mi amiga del instituto lo que está pasando al cabo de tantos años; sólo ella podría comprender lo maravilloso que es. Habíamos hecho una lista con los nombres de hombre que más nos gustaban, y dudamos bastante antes de elegir uno para el desconocido aquel de la novela, poeta y vagabundo, que luego resultaba ser primo de Esmeralda y que habían sido medio novios de pequeños; un día, en el trozo que le correspondía traer a mi amiga, se habían resguardado de la lluvia en una taberna de pescadores y se miraban en silencio, entre el humo, oyendo la música de un acordeón; de pronto Esmeralda se echaba a llorar y él, sin decirle una palabra, sacaba un pañuelo grande con una A bordada, que ella veía borrosa entre las lágrimas. «¿Álvaro? ¿Arturo? ¿Alejandro?», se preguntaba con curiosidad, mientras se lo llevaba a los ojos. En el capítulo siguiente, que me tocó empezar a mí, quedaban zanjadas las dudas: se llamaba Alejandro.
—¿Alejandro?… me lo figuraba —se me escapa decir.
La respuesta es cortante:
—Yo también me lo figuraba.
Me quedo a la expectativa, dándole vueltas entre los dedos a la nota que estaba sobre el libro; por el reverso leo copiada esta frase: «El tiempo y el espacio de la vida sobrenatural no son el tiempo y el espacio de la vida cotidiana». No, claro que no son los mismos; si lo fueran, mañana me despertaría en la cama turca y luego llegaría muy excitada a clase, le diría a mi amiga que se me ha ocurrido una idea estupenda para continuar la novela —«no te lo puedes ni figurar: una mujer misteriosa que llama de noche por teléfono, te lo cuento al salir»—, se lo diría en clase, al oído, y ella querría que le contara más, nos llamaría la atención el profesor de Religión, en aquella clase es donde menos atendíamos, era bajito y yo le imitaba muy bien: «Martín Gaite, repita lo último».
—Por favor, dígale que se ponga.
Lo ha dicho con cierto desafío, pero también con angustia. Puede que esté tumbada en una cama deshecha, como ésta, contemplando, en tomo, las marcas del insomnio reciente. Me gustaría verle la expresión, la voz sola no da bastantes pistas, hace falta el rostro. Vacilo unos instantes. Ahora suspira, puede que crea que le he ido a llamar.
—Lo siento, pero ya se ha marchado.
Me da pena tener que mentirle, porque colgará en seguida y no podré enterarme de más cosas.
—¿Hace mucho que se ha marchado?
—Hará diez minutos.
—¿Y ha estado mucho rato?
—No sé calcularlo, ninguno de los dos teníamos reloj.
—¿Y a qué hora llegó?
—Tampoco le puedo decir… ¿Era para algo urgente?
De repente se echó a llorar.
—Dígame a qué ha ido a esa casa, por la Virgen, dígame la verdad.
—Pues… a verme.
—A verla, claro, necesitaba volver a verla, lo sabía, se lo dije cuando se estaba poniendo la chaqueta, seguro que vas a buscar a esa loca, salió dando un portazo, le estuve insultando desde el mirador hasta que cerró la verja, le pedí a gritos que no volviera nunca más, por favor, dígale que me perdone, que vuelva, fue un arrebato… comprenda que…
Hay un silencio, se la oye respirar agitadamente, sollozar. Yo contengo la respiración, luchando entre el acuciante deseo de profundizar en esta historia perturbadora y la sensatez que me aconseja desentenderme de ella. Lo más honrado sería salir a llamarlo y que él se las componga como pueda, pero la curiosidad me retiene, ¿por qué me habrá llamado loca?, lo tengo que adivinar, seguro que se equivoca con otra persona. Pero, por otra parte, me embriaga la sospecha de haber podido merecer esa calificación, siento sobre la piel, como un estigma, la atribución de esa identidad insospechada, «fugada, loca»…
—¿Sigue usted ahí? —pregunta, al cabo, con voz suplicante.
—Sí, aquí estoy.
—Pues dígame algo.
—¿Qué quiere que le diga?, que lo siento, que ya se ha marchado, y que yo…
—¡No es verdad! —me interrumpe con renovada alteración—, me está mintiendo, antes dijo que estaba ahí.
—Yo no he dicho eso.
—¡Sí!, no soy tonta, dijo usted «me lo figuraba», lo oí perfectamente, ¿qué es lo que se figuraba?
Otra vez se me va la imaginación a la novela sin terminar, a la taberna de pescadores, a la inicial bordada en el pañuelo, Alejandro sabía quién era ella desde el primer encuentro en el acantilado, pero no se lo dijo hasta el capítulo quinto.
—Verá, es que estaba pensando en otro Alejandro —digo, sin estar muy segura de mi afirmación, ni de que esta escena y aquélla no formen parte de la misma intriga.
—¡Ah, vamos, ya entiendo! —dice con sarcasmo.
—No creo que lo entienda, es una historia larga de contar. Pero temo que no le interese.
—No necesito que me la cuente, conozco esa historia, lo sé todo… ¡He leído las cartas!
¿Las cartas?, ¿qué cartas?, pero mejor callarse y dejarla seguir. Me quedo paralizada, con los ojos fijos en la pared de enfrente, esperando que se dibuje allí la siguiente escena, como si estuviera en el cine viendo una película de suspense; la primera que vi en mi vida se llamaba Rebeca, fue tan famosa que tituló el género y le dio nombre también a aquellas chaquetitas de punto abiertas de arriba abajo con botones chicos, como la que llevaba Joan Fontaine en todas las escenas del film, se la cruzaba sobre el pecho con un gesto de susto, siempre creyendo ver fantasmas por los largos corredores del castillo de Manderley, intentando, en vano, esclarecer la historia misteriosa de su predecesora; la película empezaba con una imagen onírica, era de noche, la cámara trasponía la verja del castillo, se iba internando por un sendero bordeado de maleza, de bultos sombríos, se escuchaba la voz en off: «Anoche soñé que volvía a Manderley», las críticas dijeron que era morbosa, para mayores, con reservas.
—¡Se lo figuraba, claro! —dice la mujer, fuera de sí—, se lo figuraban los dos que iba a llamar, habrá dicho, al oír el teléfono: «Si es ella, dile que no estoy», me lo ha hecho a mí tantas veces, cuando llamaba otra, son trucos de su repertorio, seguro que está ahí mismo, a su lado… Alejandro, perdóname lo de antes, es sólo un momento, Alejandro…
Predomina la veta sensata, me incorporo, es demasiado, tengo que reaccionar contra tamaña bandada de disparates, con mi silencio cómplice les estoy dando alas, aunque también es verdad que dar alas siempre ha sido algo mucho más hermoso que cortarlas.
—Por favor, señorita, procure calmarse y escúcheme —digo en un tono que se esfuerza por ser sereno y convincente—. Creo que está usted siendo víctima de un lamentable error.
Hay un silencio agónico, mis palabras han sido disparos certeros contra la bandada de pájaros prodigiosos que se elevaban en zarabanda sobre mi cabeza graznando «loca-loca-loca», han caído muertos al suelo.
—¿Un error? —Titubea—, perdone, entonces no entiendo, me voy a volver loca.
De nuevo me he encastillado, ya es otro el loco, ya me he puesto a salvo yo una vez más. Lo pienso con satisfacción y mala conciencia, como siempre que, tras haberme asomado al abismo de la locura, he conseguido vencer el vértigo y dar un paso atrás, para convertirme en espectador de quienes se ahogan en ese torbellino oscuro, me inclino hacia ellos, los exhorto a la salvación, tendiéndoles la mano desde mi inaccesible barandilla. Siempre he mantenido con la locura unas relaciones espurias, de tira y afloja, de fascinación y cautela, que arrancan de una escena muy antigua.
Es una mañana de verano, estamos todos los primos en un soto de castaños y eucaliptos, en la aldea gallega de mi madre, hemos hecho un fuego entre piedras; en el rescoldo se echaban las patatas y luego se cubrían de hojas de eucaliptos, para que se fueran asando, impregnadas de aquel olor, ellos se han quedado dándoles vueltas con un palo largo y yo me he ido a perseguir mariposas, me he encontrado con mi padre, que está sentado en una hamaca un poco más allá, leyendo un libro, me pregunta si ya están listas las patatas, era el aperitivo habitual de aquellos veranos, se tomaban con sal y unos vasos de vino, le digo que todavía falta un poco, vuelve a su lectura interrumpida. Era un libro pequeño con tapas de piel, de aquellos de la colección Crisol, con una cinta de seda roja para señalar las páginas; desde el suelo miré el título, escrito en el lomo con letras doradas: El elogio de la locura; lo releí con incredulidad, me resultaba incomprensible que mi padre, en cuyos labios la palabra loco sonaba siempre con un matiz claramente peyorativo, se abismase en aquel texto con sonrisa beatífica, no me atrevía a preguntarle nada, la paz de aquel recinto se volvió enigmática, las mariposas marrones, que revoloteaban tejiendo espirales, tenían ojos impenetrables en sus alas, el silencio nos envolvía inquietante y tórrido. «¡Qué título tan raro!, ¿no, papá?», me atreví a decir, al cabo. Y me miró como si despertara, como si le hubiera cogido en pecado. Al invierno siguiente me enseñó, una tarde, el retrato de Erasmo de Rotterdam que presidía su despacho, me vino a decir que era un sabio muy grande y que sólo las mentes tan claras como la suya pueden meterse a enjuiciar la locura y a verle, incluso, sus aspectos positivos, pero que era una empresa delicada, llena de riesgos.
—Por favor, dígame una cosa… —pronuncia, al otro extremo, la voz quebrada y zozobrante—. ¿Su nombre no empezará, por casualidad, con la letra C?
—Sí… pero eso, ¿qué tiene que ver?
Me he sobresaltado, las espirales color malva del empapelado de la pared empiezan a girar, reanudando el jeroglífico, ya estoy arrodillada en la playa, como al principio, pintando sobre la arena, con la C de mi nombre, una casa, un cuarto y una cama, ¡qué extraños retrocesos lleva este discurso!, ¿o es que no habrá avanzado más que en mi imaginación?
—¿Y firma usted a veces sólo con la inicial?
—Sí, algunas veces, pero…
—Claro, ya lo sabía, ¿ve como no hay error? Una C grande, casi siempre con punto detrás, colocada así un poco de través, indica desafío.
—¿Desafío?
—Sí. Bueno, es que yo tengo una amiga grafóloga y el año pasado me regaló un libro donde dice eso de las mayúsculas con punto y atravesadas, quise estudiar grafología precisamente para entenderlo a él por la letra, cuando empecé a notarlo raro conmigo, pero se ríe de todo lo que empiezo a estudiar, dice que son ganas de inventar enredos, que no sé lo que quiero, que me canso en seguida, eso dice, pero es porque me desanima él, me ha ido anulando, quitándome las ilusiones una por una, usted no lo conoce, es un machista.
—¿Machista?… A mí no me ha parecido eso.
—Es horrible enamorarse así —dice con un repentino desaliento, como si no me hubiera oído—, vivir pensando sólo en hacer las cosas para interesar a un hombre y que no te deje de querer, no sirve de nada, ellos lo notan y te desprecian, es fatal. ¿A usted no le ha pasado alguna vez?
Me conmueve su tono desvalido, pero no me interesa meterme en un intercambio de confidencias; prefiero no apearme de mi barandilla.
—Bueno, mujer, todos hemos pasado por momentos malos, pero hay que procurar reaccionar.
En seguida me avergüenzo de la esterilidad de mi consejo, formulado en términos de consultorio sentimental, en aquel tono aséptico y escapista de la revista Y. Así que la indignación de su respuesta es como la bofetada del gitano al payo, la siento merecida.
—¡Qué sabrá usted lo que es una pasión!
Podría reírme, me ha sonado a copla de Conchita Piquer. Pero, a pesar del desprestigio que ha venido aureolando, con el paso del tiempo, a estos arrebatos de la hembra en celo, de los que yo misma me he burlado tantas veces, todo lo que me vuelva a traer al paladar trasero de la memoria el sabor amargo que diferenciaba aquellas coplas me produce respeto. En el mundo de anestesia de la posguerra, entre aquella compota de sones y palabras —manejados al alimón por los letristas de boleros y las camaradas de la Sección Femenina— para mecer noviazgos abocados a un matrimonio sin problemas, para apuntalar creencias y hacer brotar sonrisas, irrumpía a veces, inesperadamente, un viento sombrío en la voz de Conchita Piquer, en las historias que contaba. Historias de chicas que no se parecían en nada a las que conocíamos, que nunca iban a gustar las dulzuras del hogar apacible con que nos hacían soñar a las señoritas, gente marginada, a la deriva, desprotegida por la ley. No solían tener nombre ni apellido aquellas mujeres, desfilaban sin identidad, enredadas en los conflictos de no tenerla, escudadas en su apodo que enarbolaban agresivamente: La Lirio, La Petenera, La Ruiseñora, la niña del quince mil, cuerpos provocativos e indefensos, rematados por un rostro de belleza ojerosa; la copla investigaba, a través de distintos rumores y versiones, el motivo de aquellas ojeras, unos decían que sí, otros decían que no, ¿por qué se viste de negro, si no se le ha muerto nadie?, ¿dónde va tan de mañana con la carita más amarilla que la pajuela?, pero ninguno sabía el porqué de la agonía que la estaba consumiendo. Costaba trabajo imaginar aquellos barrios, arrabales y cafetines por donde dejaban rodar su deshonra, las casas y alcobas donde se guarecían, pero se las sentía mucho más de carne y hueso que a los otros enamorados de los boleros que se juraban amor eterno a la luz de la luna. La luna, en estas historias, sólo iluminaba traiciones, puñaladas, besos malpagados, lágrimas de rabia y de miedo. Retórica, hoy trasnochada, pero que entonces tuvo una misión de revulsivo, de zapa a los cimientos de felicidad que pretendían reforzar los propagandistas de la esperanza. Aquellas mujeres que andaban por la vida a bandazos y no se despedían de un novio a las nueve y media en el portal de su casa intranquilizaban por estar aludiendo a un mundo donde no campeaba lo leal ni lo perenne, eran escombros de la guerra, dejaban al descubierto aquel vacío en torno, tan difícil de disimular, aquel clima de sordina, parecido al que preside las convalecencias, cuando se mueve uno entre prohibiciones, con cautela y extrañeza. Nadie quería hablar del cataclismo que acababa de desgarrar al país, pero las heridas vendadas seguían latiendo, aunque no se oyeran gemidos ni disparos: era un silencio artificial, un hueco a llenar urgentemente de lo que fuera. Se había dejado de hablar de Robledo de Chavela, del valiente y leal legionario, de los artilleros al cañón, que os reclama artillería, se echaba mano de los sentimientos delicados, se pregonaba la esperanza.
Yo sé esperar —decía un bolero—
como espera la noche a la luz,
como esperan las flores
que el rocío las envuelva.
De esperar se trataba, pintaba esperanza. Y aprendimos a esperar, sin pensar que la espera pudiera ser tan larga. Esperábamos dentro de las casas, al calor del brasero, en nuestros cuartos de atrás, entre juguetes baratos y libros de texto que nos mostraban las efigies altivas del cardenal Cisneros y de Isabel la Católica, con el postre racionado, oyendo hablar del estraperlo —que ya no era una especie de ruleta que tiene dos colores, le blanc et le rouge—, escuchando la radio, decorando nuestros sueños con el material que nos suministraban aquellas canciones, al arrullo de sus palabras de esperanza. A la hora de la merienda hacíamos un alto en el estudio de los ungulados, del mester de clerecía o de la conquista de América, para acercarnos a la radio y escuchar, mirando la puesta de sol, los dulces boleros de la Bonet de San Pedro, de Machín o de Raúl Abril. Y de repente, una ráfaga de sobresalto barría la dulzura y enturbiaba la esperanza: «E.A.J., Radio Salamanca; van a escuchar ustedes "Tatuaje", en la voz de Conchita Piquer». Aquello era otra cosa, aquello era contar una historia de verdad; la rememoraba una mujer de la mala vida, vagando de mostrador en mostrador, condenada a buscar para siempre el rastro de aquel marinero rubio como la cerveza que llevaba el pecho tatuado con un nombre de mujer y que había dejado en sus labios, al partir, un beso olvidado. Estaba enamorado de otra, de aquella cuyo nombre se había grabado en la piel, y ella lo sabía, era una búsqueda sin esperanza, pero aquel beso olvidado del marinero que se fue, evocado ante una copa de aguardiente por los bares del puerto, contra la madrugada, se convertía, en la voz quebrada de Conchita Piquer, en lo más real y tangible, en eterno talismán de amor. Una pasión como aquélla nos estaba vedada a las chicas sensatas y decentes de la nueva España.
—Oiga, por favor… no habrá cortado —reanuda la voz alterada de esta mujer, que sí parece saber de pasiones.
—No.
—Como no dice nada.
—Es que no sé qué decir.
—Yo tampoco sé bien bien lo que digo, perdone, la estaré cansando, es muy difícil explicarse por teléfono y son tantas cosas las que le querría decir. Ya comprendo que no son horas. Pero sólo un favor, antes de colgarme…
—No pienso colgarle, diga lo que quiera.
—¡Huy, lo que quiera!, eso es imposible, no acabaríamos, y usted tendrá que dormir.
—Por eso no se preocupe, yo duermo poco, padezco de insomnio.
—Sí, eso ya lo sabía, todas las cartas empiezan diciendo que es de noche o de madrugada y que no se puede usted dormir…
—Espere un momento, me estoy haciendo un lío.
—Pues anda que yo… No llevo leídas ni la cuarta parte y ya estoy mareada, ¿sabe usted cuando se mete una en un laberinto de esos de las ferias?, pues igual. Me subí al cuchitril en cuanto él se fue, las había sacado de la maleta y las había guardado en otro sitio, menudo es de desconfiado, además había cerrado la puerta con llave, tuve que meterme por el tragaluz, desde el tejado, ¿sabe dónde las había escondido?, debajo del colchón, me pilló arriba la tormenta y estaba muerta de miedo de que volviera… qué tarde, hija, de novela policiaca, si se lo cuento.
—Cuéntemelo, por favor, pero un poco más ordenado, si puede.
—No sé si podré, yo explico las cosas según me van saliendo. Pero, antes de nada, prométame que me hará un favor.
—Si está en mi mano —puntualizo, recelosa, intuyendo la proximidad de un terreno resbaladizo.
«Ponte en guardia —me avisa una voz interior—, frena tu curiosidad, la curiosidad te ha llevado siempre a meterte en atolladeros donde se pierde pie y no sirve de nada aferrarse a los barrotes de la barandilla».
—Pero venga ya, no sea tan gallega —dice con voz impaciente.
—¿Cómo sabe que soy gallega?
—No lo sabía, lo he dicho así, a la buena de Dios, no se lo tome como un insulto, es que en Puerto Real se lo decimos siempre a la gente que anda con rodeos, él lo oye como un insulto pero yo contra Galicia no tengo nada. Son maneras de ser, en mi pueblo, desde luego, al que te pide un favor, se le contesta rápido: «eso está hecho», luego, si se puede se hace y si no en paz; a mí es que las precauciones no me van, ¿qué me meto en la boca del lobo?, pues me metí… Pero además no se apure, que este favor que le voy a pedir no es nada del otro mundo.
—Da igual —digo, deponiendo mi temor a meterme en la boca del lobo y sintiendo, al mismo tiempo, que ya me he metido en ella—. ¿Cuál es el favor? Está hecho.
—Gracias, sólo es pedirle que no le cuente a él que he leído las cartas, no me lo perdonaría, las tenía escondidas como un tesoro, claro que cuanto más te esconden las cosas, más te pica la curiosidad, eso es lógico; la riña de esta tarde…
—¿Pero de qué cartas me está hablando? —interrumpo.
La voz me ha sonado ahogada, no hay remedio, empiezo a perder pie.
—La riña de esta tarde —prosigue— empezó precisamente por eso, porque me encontró en el cuchitril fisgando en la maleta, no lo sentí llegar, debió subir de puntillas. Me quedé blanca como el papel, se lo juro, cuando me vuelvo y me lo veo allí detrás con cara de juez y yo arrodillada en el suelo con la maleta abierta delante, no podía disimular. «¿Qué haces?», puso unos ojos que daban miedo, me tiene prohibido subir al cuchitril cuando él no está.
—Pero bueno —trato de bromear—, eso parece el cuento de Barba Azul.
—Igual, usted lo ha dicho, si yo le llamo Barba Azul cuando se pone así, le dije que no había visto nada pero no se tragó la mentira, me levantó del suelo agarrándome por el pelo, y yo, temblando… sabía que me iba a pegar.
—¿La pegó?
—Anda, claro, y no es la primera vez, si lo que llevo pasado yo estos meses es de copla gitana.
—Parece increíble.
—Sí, hija, no lo conoce, con razón decía antes que se refería usted a otro Alejandro, ya me he dado cuenta de que con usted iba todo por lo suave… Bueno, y lo que me salvó es que había vuelto a meter las cartas donde las tenía él y no se atrevía a palpar el forro de la maleta delante de mí, porque eso era delatarse; me lo había figurado yo que era una maleta de doble fondo…
—¡Qué raro! ¿Pero quedan todavía maletas de doble fondo?
—Pues ésta, ya ve…
—Será de algún abuelo.
—Y yo qué sé de quién será, ni de dónde diablos la sacaría. La trajo cuando se fue a arreglar lo de la herencia de su padre, que ésa es otra, dichosa herencia, como se llevan todos a matar. Claro que a mí plin, no quiero tratarme con ninguno, ¿qué me tienen por una apestada?, pues peor para ellos, ahora, lo que no hay derecho es a que digan que estoy con Alejandro por el interés; si ya ve usted, cuando lo conocí yo no sabía de qué familia era ni nada y si no es por mí se muere de hambre, y bien que nos queríamos, fue la época mejor, maldito parné.
Sí, es todo como de copla gitana:
Maldito parné,
que por tu culpita
perdí yo al gitano
que fue mi querer…
Se mentaba mucho el dinero en aquellas coplas, casi siempre para maldecirlo, para avisar de las desgracias que trae consigo; la riqueza y el amor se presentaban como conceptos irreconciliables, también solía pasar lo mismo en la novela rosa: las almas generosas y abnegadas pertenecían, casi sin excepción, a los desheredados de la fortuna.
—El padre, por lo menos —sigue contando—, estaba loco de atar, pero era mejor persona, a mí nunca me echó las culpas de nada, creo que hasta me agradecía que Alejandro conmigo se hubiera recogido un poco, yo no lo traté casi, tenía un genio de todos los diablos, pero era un tipo original. Se fue una tarde a cazar y se lo encontraron muerto en el monte, dicen que se le disparó la escopeta, pero a saber, estaba viviendo con una chica joven y ella le ponía cuernos. Bueno, ya estará usted enterada.
—No, no sabía nada.
—Pues sí, fue una muerte muy rara, vino en los periódicos.
—Yo casi nunca leo los periódicos. Pero siga contando lo de la maleta. La trajo y ¿qué pasó?
—Nada, que empezaron todos los males. Pero a mí no me engañan las corazonadas, sospechaba yo de esa maleta, fíjese, nada más vérsela en la mano cuando volvió de aquel maldito viaje a Galicia; había ido a esperarle a la estación, con un traje verde que le gusta a él mucho, y ya nada más bajar, zas, el jarro de agua fría, que le dejara tranquilo, que para qué había ido, y no vea la que me armó, cuando estábamos esperando el taxi, porque se me ocurrió decirle que de dónde había sacado aquella maleta y cogérsela un momento, le digo: «Pero si no pesa nada, ¿esto es todo el equipaje que traes?», me la arrebató hecho una furia, que quién me había dado permiso para tocarla, que me quiero meter en todo, y luego ni al taxista se la dejó coger, todo el rato con ella encima de las piernas, agarrándola como si alguien se la quisiera robar, y sin hablarme una palabra, pero como yo no le había hecho nada y además le conozco, pensé: «Lo mejor es echarlo a broma, Carola, si te pones por las malas estás perdida», y le digo: «Oye, ¿y esa maletita es todo lo que traes?, pues vaya herencia, mi alma, la del gato con botas», creí que se iba a reír y que con eso se acabaría el enfado, ¿usted no se hubiera reído?
—Sí, es muy gracioso.
—Pues ya ve, él nada, me miró como si no me conociera, ni siquiera con odio, porque el odio es otra cosa, yo lo prefiero mil veces, lo peor es cuando te miran así, como a una caja de zapatos, una mirada heladora, fue el primer aviso de que había otra mujer, si no falla… Por cierto, le voy a hacer una pregunta, como si fuera usted una verdadera amiga, ¿no estaría usted en Galicia, por casualidad, en aquellas fechas?
Las fechas, las piedrecitas blancas. A ver si conseguimos salir de este bosque enmarañado, siguiendo la pista de las piedrecitas blancas.
—¿Qué fechas? Dígame cuándo era.
—Es verdad, que no se lo he dicho, espere que saque la cuenta; su padre murió en junio, ¿no?
—Yo no sé.
—En junio, sí. El viaje ese de la maleta debió de ser a finales de verano, hará seis meses.
—Ya… —digo, decepcionada, mirando la cita de Todorov.
Nada, no coincide; «el tiempo y el espacio del mundo sobrenatural no son los de la vida cotidiana». Está visto que esta noche las piedrecitas blancas sólo sirven para equivocar más las cosas.
—Pues no, lo siento, yo la última vez que estuve en Galicia fue el verano del setenta y tres, me acuerdo muy bien.
—Bueno, da igual, ya me figuraba yo que se trataba de una historia más antigua. También por eso han sido mayores los celos; cómo no iba a hurgar en la maleta, póngase en mi caso, tener a un hombre al lado que se queda mirando al vacío horas enteras y saber que hay algo en su pasado que nunca te va a contar, es un sinvivir, un suplicio.
Otra vez me acuerdo de Joan Fontaine, sin poder conciliar el sueño en aquel caserón de Manderley, con los ojos abiertos a las tinieblas; oigo aquella voz en off que se ahuecaba por las bóvedas repitiendo trozos de conversaciones que le daban pistas sobre su misteriosa antecesora: «Se llamaba Rebeca de Winters, todos dicen que era muy hermosa, su marido la adoraba»…
—Claro que ha sido peor el remedio que la enfermedad, porque como las cartas no traen fecha…
—¿Que no traen fecha?
—No, pone arriba «viernes, noche» o «domingo, las cuatro de la mañana», y algunas ni eso; y lo malo es que luego las lees y no se refieren a nada concreto, parecen como de libro, también son ganas de perder el tiempo, diga él lo que quiera.
—¿Pero qué dice él?
Me da rabia empezar a hacerle preguntas, es mal camino.
—Bueno, a él siempre le han gustado mucho los libros que se entienden mal, tenemos gustos muy distintos en eso, y también desde que le conocí decía que por qué la gente ya no escribirá cartas de amor como antes; yo precisamente cuando estuvo en Galicia le había escrito dos o tres veces, pero no me contestó, es que no sé qué poner, se me da muy mal escribir cartas y si son de amores peor, me parece como un engaño. Hará un mes, volvió a salir esta conversación, estaba también mi primo Rafael, que me daba la razón a mí, y nos miró sonriéndose así como desde las nubes, con un desprecio, me quedé helada —«¡Qué sabréis vosotros lo que es una carta de amor!»— y en ese mismo momento es cuando se me metió en la cabeza que en la maleta tenía cartas de otra mujer, al principio había creído que serían papeles de lo de la herencia, aunque ya se me hacía raro que se encerrara tanto en el cuchitril. Pero la estoy armando a usted un lío, ¿verdad?
—Pues sí…
—¿Por dónde iba?
—Por lo del taxi, cuando no hablaba con usted.
—Ah, y siguió sin hablarme, yo a lo último ya no le miraba ni de reojo, un enfado tonto, de esos que no sabes por qué vas enfadado, y al llegar dijo que no tenía suelto y se bajó agarrando la maleta, con una prisa que hasta el propio taxista lo notó raro, me dijo: «Oiga, ¿qué mosca le ha picado a su novio, reina?», un chico moreno, bien majo, y yo ya medio llorando, le digo: «Eso quisiera saber yo», porque, vamos, por mal que estés, si te preguntan una cosa con educación, no vas a dejar a la gente con la palabra en la boca, pero luego empezó a decir que yo valía mil veces más que él, lo de siempre, y ya me di cuenta de que quería ligar y le corté: «Perdone, pero no tengo día», que ahí metí la pata, ya ve, como me decía Silvia al día siguiente: «Si es que eres tonta, lo que tenías que haber hecho era irte con el taxista y no volver en tres días, no eres ni sombra de la que eras», y qué razón tiene, antes me comía el mundo; Silvia es mi amiga la grafóloga.
—Ah, ya.
—Total, que entré en el chalet, y no lo veía por ninguna parte, venga a llamarlo, ya con una angustia que no podía más, hasta que me dije: «Capaz de haberse subido al cuchitril», porque siempre que le da una ventolera rara se encierra allí, es una manía que yo no la entiendo, si por lo menos me dejara arreglárselo, claro que lo que dice Silvia, si se lo arreglas, peor, es darle pie para que no vuelva nunca abajo contigo, porque está acostumbrado a que se lo den todo resuelto y además en la letra suya ha salido que es un poco esquizofrénico, subo y, efectivamente, estaba ya cerrando la puerta cuando llegué, le digo: «¿Qué te pasa, Alejandro, pero qué te he hecho yo?», y él dándome con la puerta en las narices: «Quita, ¿no ves que no puedo cerrar?», no hubo manera. Total, para no cansarla, que prácticamente, desde ese día, vive ahí arriba metido como una cucaracha con la famosa maleta, en un cuartucho al lado del desván; ya ve, sin más que un camastro y cuatro trastos viejos; últimamente se ha subido libros, una lámpara y una butaca, pero de todas maneras no me diga que es normal, podía haberse arreglado otra habitación cualquiera, con tantas como sobran en esta parte de abajo, dando al jardín, ¿no le parece?
—Bueno, eso es muy personal, puede que a él el cuchitril le parezca más acogedor, no puedo opinar, no conozco la casa.
—¿Cómo que no? Es el chalet viejo de la Ciudad Lineal, donde vivía antes su hermana. ¿No era usted amiga de su hermana?
—¿De qué hermana?
—De Laura, la casada. Vamos, digo yo, es lo que he supuesto, porque María Antonia está en Caracas hace veinte años; no habrá vivido usted en Caracas.
—Yo no, nunca he estado en Caracas.
—Pues, entonces, tiene que ser Laura.
—¿Y de qué dice usted que la conozco?
—Anda, si yo no digo nada, qué quiere que sepa yo, sólo digo que puede ser ella la que iba con usted cuando se encontraron a Alejandro al final de aquel pasadizo.
—¿Un pasadizo? No entiendo nada.
—Sí. Una especie de rampa que subía dando muchas vueltas en espiral, se lo cuenta usted en una carta, iban las dos siguiendo a un hombre que las alumbraba con un farol, luego salieron al campo, y él estaba allí tumbado, en medio de unos árboles, con un gato encima del pecho; usted se arrodilló a su lado y oyó que hablaba en un lenguaje desconocido…
—Pero todo eso es rarísimo.
—Sí, es que era un sueño, pero no se entera una hasta el final, desde luego escribe usted en plan follón, se saca poco en limpio; de sueños son muchas, la mayoría. Por cierto, ahora empiezo a atar cabos, él siempre me decía, cuando nos despertábamos, que qué había soñado y parece que se quedaba desilusionado cuando le contestaba que nada, yo es que duermo como un tronco, ¿usted sueña mucho?
—Sí, mucho, pero casi nunca me da tiempo a apuntar los sueños ni puedo contárselos a nadie, es lo que me hace sufrir.
—Pues aquí se quitó usted la espina, hija, no cabe duda.
Noto que me he perdido hace bastante rato, pero aún conservo la querencia de buscar una orientación.
—Pero dígame, ¿cómo sabe que esas cartas son mías?
—Cuando me las encontré debajo del colchón, tenían encima un papel con su teléfono apuntado en rojo, él sabe que soy curiosa, lo debió dejar como cebo para saber si he leído las cartas; he estado dudando si llamarla o no, la llamé para tantear, no crea que estaba segura, cuando la llamé, de que las hubiera escrito usted.
—¿Y ahora?
—Ahora tampoco… ¿Y quiere que le diga una cosa?
—Sí.
Ya no puedo elegir, estoy en plena boca del lobo. Hay un silencio, parece estar buscando la manera de explicarse.
—No sé, me pasa algo muy raro: es como si no estuviera segura tampoco de que exista usted de verdad, vamos, la mujer de las cartas, me refiero… Al principio, cuando le he oído la voz, casi… es horrible…
—¿Casi qué? Diga lo que sea.
—Que casi me daba miedo.
Nombrar los sentimientos es un método infalible para que tomen cuerpo. Desde hace un rato estaba zumbando por el cuarto el miedo, pero no lo veía, ahora ya lo tengo aquí, encima de mi cara, el moscardón azul del miedo, y sólo hay una manera de espantarlo, dejar de defenderme, hacerle frente a la tentación que me ronda. Cierro los ojos, clavo las uñas en el libro de Todorov.
—¿Le puedo pedir un favor?
—Sí, mujer, está hecho.
—Que me lea alguna de esas cartas.
¡Qué ganas tenía de pedírselo!, es como si hubiera abierto la ventana para que se vaya el moscardón, aunque exponiéndome, claro, a que entre otro.
—Bueno, pero tendrá que esperar un poco, porque tengo que salir otra vez al tejado y meterme por el tragaluz, menos mal que ahora ya ha escampado.
Pienso vagamente que es demasiado, que si le contara todo esto a mi amiga en clase, saldríamos volando de la mano por la ventana aquella de cristales sucios, bajo la mirada atónita del profesor de Religión: «¿Pero adónde se han ido volando esas dos niñas? —preguntaría con la boca abierta—, vayan a buscarlas, tienen el diablo en el cuerpo». Hay un punto en que la literatura de misterio franquea el umbral de lo maravilloso, y a partir de ahí, todo es posible y verosímil; vamos por el aire como en una ficción de Lewis Carroll, planeando sobre los tejados de una ciudad, es de noche y ella se agarra fuerte de mi mano y se ríe con el pelo alborotado, porque hace mucho aire: «Mira —le digo—, ahora verás a una mujer andando a gatas por las tejas y metiéndose por ese tragaluz». «¡Qué bonito! —dice ella—, cuéntame más».
—A no ser que prefiera que la vuelva a telefonear.
—No, prefiero esperarla.
—De acuerdo. Pues ahora vuelvo.
Oigo el ruido del auricular al posarse sobre un mueble, y el silencio en torno se hace, de pronto, angustioso, cuando me acuerdo de que el hombre de negro está realmente ahí fuera, a pocos pasos, vamos, supongo que seguirá ahí. Lucho entre el deseo de asomarme a comprobarlo y el miedo a cambiar de postura; se puede haber convertido en cualquier animal espantoso, en un dragón, en el hombre lobo, puede incluso haberse esfumado. Me quedo paralizada, con la vista clavada en la cortina roja; lo más horrible sería que apareciera ahí de repente mirándome con ojos de Barba Azul, pero no, qué absurdo, preguntaría antes: «¿Se puede?», no hace mucho me dijo que nunca ha entrado en el dormitorio de una mujer sin su consentimiento; aunque también es cierto que la imagen que me está dibujando de él esta chica de Puerto Real poco tiene que ver con aquella persona distante y educada, con la que estuve hablando del escondite inglés; lo más excitante son las versiones contradictorias, constituyen la base de la literatura, no somos un solo ser, sino muchos, de la misma manera que tampoco la historia es ésa que se escribe poniendo en orden las fechas y se nos presenta como inamovible, cada persona que nos ha visto o hablado alguna vez guarda una pieza del rompecabezas que nunca podremos contemplar entero. Mi imagen se desmenuza y se refracta en infinitos reflejos: estoy volando sobre los tejados de la mano de una amiga que ya murió y, al mismo tiempo, avanzo por un pasadizo junto a la hermana del hombre de negro de la que no me acuerdo en absoluto; claro que era un sueño, pero en algún momento soñaría ese sueño, tal vez echada en esta misma cama, desde donde ahora contemplo la cortina roja con el corazón en ascuas, esperando a que vuelva a oírse la voz que me ha traído estas historias descabaladas, con la sed de que me las complete. Cuánto tarda en venir; al otro lado del hilo hay un auricular silencioso, abandonado sobre un mueble, ¿cómo será la habitación?, necesito imaginármela para llenar con algo esta espera, ella ha dicho que es un chalet viejo de la Ciudad Lineal y que yo lo conozco. Nunca he entrado en ningún chalet viejo de la Ciudad Lineal, pero no por falta de ganas, he dado muchos paseos por allí mirándolos desde fuera, sobre todo hace años, cuando amenazaron con que iban a tirar los más bonitos, ahora ya deben quedar pocos en pie. Me acuerdo muy bien de uno que ya ha desaparecido y que rondé una tarde de otoño; era precioso, tenía un mirador y hojas secas en las escaleras, de repente salió un perro, vino a la verja y se puso a ladrarme furiosamente, aquella escena fue el germen de mi novela Ritmo lento, si no hubiera visto aquella casa, no la habría escrito.
Tengo los huesos entumecidos, me levanto sin hacer ruido y doy unos pasos hacia el radiador, reconozco los objetos que se desparramaron antes de que llegara el hombre de negro, cuando se me cayó el costurero, la carta azul no la veo, quizá la guardase en otro sitio, o puede que la sacara, como el grabado de Lutero, pero no voy a angustiarme con esa preocupación, ahora estamos en otra historia, en otra pesquisa, aunque quién sabe si será otra; esta noche todo tiene algo que ver. Me apoyo en el radiador a hacer tiempo, a la cortina no me atrevo a asomarme, siento que lo echaría a perder todo —quieta, aguanta—, miro el cuadro grande que hay encima de la cama, se ven unos árboles oscuros asomando por encima de una tapia y, a lo lejos, un tren, el tiempo pintado fluye, se desborda del marco, la luz parece de amanecer.
Al cabo de un rato, que me ha parecido más que suficiente, vuelvo a acercarme a la cama de puntillas, acomodo el cuerpo sobre las ropas que conservan la huella de mi cuerpo, cojo el teléfono y me quedo a la escucha, ahora se oye un rumor.
—Oiga, ¿está usted ahí? —pregunto.
No me contesta, parece que está hablando con alguien. ¿O será que ha puesto la radio?; no, el murmullo se hace menos confuso, he reconocido su voz, en contraste con otra de timbre varonil, discuten, sólo pillo palabras sueltas, ha dicho «Déjame en paz»; la escena —necesito situarla— se desarrolla en la habitación de mentira que inventé y decoré para Ritmo lento, gracias a haber visto una fachada de verdad, es el despacho del padre de David Fuente, había un diván de terciopelo usado, una gran librería y una chimenea de esquina, el dibujo del empapelado de la pared era de flores de un rojo desvaído, desde la ventana se veía la huerta que había en la parte trasera del chalet, con un invernadero de cristales; mientras yo viva, existe la habitación y me oriento por ella, aunque sea producto de mi fantasía, y ya hayan tirado la casa que vi con el perro ladrando, qué más da, también el cuarto de atrás sigue existiendo y se ha salvado de la muerte, aunque hayan tirado la casa de la Plaza de los Bandos, el año pasado un amigo me mandó un recorte de El Adelanto donde lo decía.
Ahora las voces han subido de tono, se acercan. «Por favor, Carola, no seas mala, ¿qué te cuesta?», dice el hombre. Es verdad, se llama Carola, lo dijo antes; de pronto tengo una idea luminosa: las cartas están firmadas con una C, ¿y si las hubiera escrito ella y no se acordara?, le parece que nunca le ha gustado escribir cartas y menos de amor, pero puede estar equivocada, ¿qué sabe nadie de sí mismo?, la vida da tantas sorpresas…
—Déjame en paz, ya te he dicho que no estoy hablando con él, que es una amiga…, no la conoces tú… espérame en el otro cuarto, termino en seguida.
De la frase, que he oído con toda claridad, retengo, sobre todo, las últimas palabras. Las he sentido como una puñalada, como ese raro presagio que se introduce en los sueños inopinadamente, insinuando la sospecha de su inconsistencia, avisando de la proximidad del despertar. «Termino en seguida». Es horrible, no le va a dar tiempo a leerme las cartas.
—Bueno, si te empeñas, mira que eres pesado, pero sólo un momento, y luego te vas.
—De acuerdo —dice la voz del hombre, sumisa, ya muy cerca.
Y oigo inmediatamente el ruido del auricular, al ser agarrado y despegado del mueble donde yace. Ahora que me acuerdo, en el despacho de David Fuente no había teléfono, no puede ser aquella estancia, se esfuman el diván, el empapelado rojo y la librería, es una habitación desconocida, no veo nada, me doy de golpes contra las paredes.
—¿Alejandro? —pregunta el hombre—. ¿Estás ahí?
—No entiendo —digo—. ¿Dónde está Carola?, yo estaba hablando con ella, ¿usted quién es?
—¿Y usted?
—Una amiga de Carola.
Ahora suena la voz de ella, posiblemente le ha arrebatado el teléfono de la mano.
—Pero venga, Rafael, ¿no te basta con ver que es una señora?, ¿qué pretendes, hacerle el padrón?… Venga, cierra la puerta… Que sí, en seguida voy.
Remata con un suspiro de impaciencia, que considero ya dirigido a mí. Luego se oye el ruido de un portazo.
—¡Uf, menos mal! ¿Está usted ahí todavía? —dice.
—Sí, pero ¿qué pasa?
—Nada, hija, lo siento, que la voy a tener que dejar. No sé qué manía tenemos con los hombres, no escarmienta una.
—Pero bueno, ¿me ha traído las cartas?
—Qué va, imposible, si es que se ha presentado Rafael, todo son líos esta noche.
No soy capaz de contener mi indignación.
—Dijo usted que me las iba a bajar, no habérmelo dicho —protesto con la terquedad de un niño a quien hubieran escamoteado el juguete que esperaba anhelante—. ¿Y así son las promesas de los de Puerto Real?, pues más valía que no prometieran tanto.
—No se enfade, mujer, yo también estaba muy a gusto hablando con usted, se me había cambiado hasta el humor, a ver si se cree que me apetece ahora aguantar a Rafael, que encima viene en plan de reproches, ya no me acordaba para nada del santo de su nombre.
—Pues dígale que se vaya.
—No puedo, ¿no ve que le llamé yo?, le pedí que me viniera a consolar, estaba hecha polvo…
—¿Pero eso, cuándo?
—Antes de llamarla a usted; claro que pensé: «igual no viene», porque como le hago tantos desplantes y sólo acudo a él en casos de apuro, pero es inútil, cuanto peor le trato, más fiel, y cuanto más fiel, peor le trato, ya comprendo que está fatal hacer eso.
—Entonces, no se queje —digo, presa de un repentino aburrimiento, al notar que mi papel en la comedia ha llegado a su fin.
—La vida es así, en el fondo nos gusta que alguien sufra por nuestra culpa, y siempre pagan justos por pecadores, ¿no le parece?
—¡Y yo qué sé! —digo de mala gana, sintiéndome incapaz de recibir, por todo premio a mi espera, un rosario de filosofías baratas.
—Pero, por favor, no se enfade, siento mucho no haber podido bajarle las cartas.
—Más lo siento yo.
—De todas maneras, hubiera sido una temeridad, mire que si llega a venir Alejandro de repente y me pilla otra vez arriba, no lo quiero ni pensar, madre mía. Aunque ya, a estas horas, no creo que vuelva, ¿verdad? ¿A usted no le dijo adónde iba?
—A mí no me dijo nada, pero además, ¿qué le importa?, no se preocupe tanto de él, al fin y al cabo ahora ya tiene compañía.
—De verdad que me da rabia tener que dejarla así…
—Déjelo, ¡qué más da!
—Pues nada, no la aburro más, gracias por todo.
—De nada. Buenas noches —digo secamente.
Espero unos segundos antes de colgar. Ella hace lo mismo, como si estuviera pensando en alguna frase para dulcificar un poco la despedida.
—Me gustaría que fuera usted la de las cartas —murmura, al cabo, tímidamente.
—A mí también me gustaría serlo —digo suspirando—. Ojalá.
Y en seguida cuelgo el teléfono, sin añadir una palabra más, avergonzada de haberle hecho a una desconocida semejante confidencia.