1. El hombre descalzo

… Y, sin embargo, yo juraría que la postura era la misma, creo que siempre he dormido así, con el brazo derecho debajo de la almohada y el cuerpo levemente apoyado contra ese flanco, las piernas buscando la juntura por donde se remete la sábana. También si cierro los ojos —y acabo cerrándolos como último y rutinario recurso—, me visita una antigua aparición inalterable: un desfile de estrellas con cara de payaso que ascienden a tumbos de globo escapado y se ríen con mueca fija, en zigzag, una detrás de otra, como volutas de humo que se hace progresivamente más espeso; son tantas que dentro de poco no cabrán y tendrán que bajar a buscar desahogo en el cauce de mi sangre, y entonces serán pétalos que se lleva el río; por ahora suben aglomeradamente; veo el rostro minúsculo dibujado en el centro de cada una de ellas como un hueso de guinda rodeado de lentejuelas. Pero lo que jamás cambia es la melodía que armoniza el ascenso, melodía que no suena pero marca el son, un silencio especial que, de serlo tan densamente, cuenta más que si se oyera; eso era entonces también lo más típico, reconocía aquel silencio raro como el preludio de algo que iba a pasar, respiraba despacio, me sentía las vísceras latiendo, los oídos zumbando y la sangre encerrada; de un momento a otro —¿por dónde?—, aquella muchedumbre ascendente caería a engrosar el invisible caudal interior como una droga intravenosa, capaz de alterar todas las visiones. Y estaba alerta, a la expectativa de la prodigiosa mudanza, tan fulminante que ninguna noche lograba atrapar el instante de su irrupción furtiva, acechándolo inmóvil, con anhelo y temor, igual que ahora.

Pero miento, igual no, era otro el matiz de la expectativa. He dicho «anhelo y temor» por decir algo, tanteando a ciegas, y cuando se dispara así, nunca se da en el blanco; las palabras son para la luz, de noche se fugan, aunque el ardor de la persecución sea más febril y compulsivo a oscuras, pero también, por eso, más baldío. Pretender al mismo tiempo entender y soñar: ahí está la condena de mis noches. Yo, entonces, no quería entender nada; veía el enjambre de estrellas subiendo, sentía el zumbido del silencio, y el tacto de la sábana, me abrazaba a la almohada y me quedaba quieta, pero ¡qué iba a ser igual!, esperaba la transformación sumida en una impaciencia placentera, como antes de entrar en el circo, cuando mis padres estaban sacando las entradas y me decían: «no te pierdas que hay mucho barullo», y yo quieta allí, entre el barullo, mirando fascinada los carteles donde se anunciaba lo que dentro de poco iba a ver; algo de temor sí, porque podían mirarme los leones o caerse el trapecista de lo más alto, pero también avidez y audacia y sobre todo, un sacarle gusto a aquella espera, vivirla a sabiendas de que lo mejor está siempre en esperar, desde pequeña he creído eso, hasta hace poco. Daría lo que fuera por revivir aquella sensación, mi alma al diablo, sólo volviéndola a probar, siquiera unos minutos, podría entender las diferencias con esta desazón desde la que ahora intento convocarla, vana convocatoria, las palabras bailan y se me alejan, es como empeñarse en leer sin gafas la letra menuda.

Entonces, ¿qué hago?… Pues nada, si he perdido las gafas, me pondré a hacer dibujos sencillos, eso descansa los ojos; me voy a figurar que estoy trazando rayas con un palito sobre la arena de la playa, da mucho gusto porque la arena es dura y el palito afilado, o tal vez sea un caracol puntiagudo, no importa, tampoco sé qué playa es, podría ser Zumaya o La Lanzada, es por la tarde y no hay nadie, el sol desciende rojo y achatado, entre bruma, a bañarse en el mar. Pinto, pinto, ¿qué pinto?, ¿con qué color y con qué letrita? Con la C de mi nombre, tres cosas con la C, primero una casa, luego un cuarto y luego una cama. La casa tiene un balcón antiguo sobre una plaza pequeña, se pintan los barrotes gruesos y paralelos y detrás las puertas que dan al interior, abiertas porque era primavera, y de la placita (aunque no la pinte, la veo, siempre la vuelvo a ver) venía el ruido del agua cayendo por tres caños al pilón de una fuente que había en medio, el único ruido que entraba al cuarto de noche. Ya estamos en el cuarto: se empieza por el ángulo del techo y, arrancando de ahí para abajo, la raya vertical donde se juntan las paredes. Bueno, ya, al suelo no hace falta llegar porque lo tapa la cama, que está apoyada contra la esquina, una cama turca; de día se ponían almohadones y servía para tirarse en los ratos de aburrimiento, es fácil de pintar: un simple rectángulo sin cabecera, las dos líneas un poco curvas de la almohada, la vertical del embozo y el resto del espacio cuajado de tildes de eñe, imitando el dibujo de la colcha. Ya está todo; no ha quedado muy bien, pero no importa, se completa cerrando los ojos, para eso sí vale tener los ojos cerrados: la mutación de decorados ha sido siempre la especialidad de las estrellitas fulgurantes, el primer número del espectáculo que anuncian aire arriba con su risa de payaso.

Ha empezado el vaivén, ya no puedo saber si estoy acostada en esta cama o en aquélla; creo, más bien, que paso de una a otra. A intervalos predomina la disposición, connatural a mí como una segunda piel, de los muebles cuya presencia podría comprobar tan sólo con alargar el brazo y encender la luz, pero luego, sin transición, aquel dibujo que se insinuaba sobre la arena de la playa viene a quedar encima, y esta cama grande, rodeada de libros y papeles en los que hace un rato buscaba consuelo, se desvanece, desplazada por la del cuarto del balcón y empiezo a percibir el tacto de la colcha, una tela rugosa de tonos azules. Tenía un nombre aquella tela, no me acuerdo, todas las telas lo tenían, y era de rigor saber diferenciar un shantung de un piqué, de un moaré o de una organza, no reconocer las telas por sus nombres era tan escandaloso como equivocar el apellido de los vecinos; había muchas tiendas de tejidos, profundas y sombrías, muchas clases de telas, y desde la parte de acá del mostrador se señalaban con gesto experto para que el dependiente, siempre obsequioso, sacase hasta la puerta la pieza señalada y la desenrollase para mostrar a la luz sus excelencias; nunca se compraba nada a la primera, se consultaba con las amigas o con el marido: «He visto una tela muy bonita para el cuarto de las niñas». La idea de aquel cuarto la tomó mi madre de la revista Lecturas y ella misma confeccionó las cortinas y, haciendo juego, las colchas con su volante y las fundas para cubrir las almohadas con una especie de cinturón que se les abrochaba por el centro, y luego los almohadones —de otras telas pero entonando también— que, al lanzarse sobre la cama en un estudiado desorden, remataban la transformación diurna de aquel decorado. Las lamparitas redondas de cristal amarillo, los bibelots de las repisas, las mesillas laqueadas de azul, todo era muy moderno —art-déco lo llaman ahora—, pero a mí lo que me parecía más moderno era que la cama se convirtiera en diván y tirarme en ella, cuando estaba sola, imitando la postura de aquellas mujeres, inexistentes de puro lejanas, que aparecían en las ilustraciones de la revista Lecturas, creadas por Emilio Freixas para novelas cortas de Elisabeth Mulder, a quien yo envidiaba por llamarse así y por escribir novelas cortas, mujeres de mirada soñadora, pelo a lo garçon y piernas estilizadas, que hablaban por teléfono, sostenían entre los dedos un vaso largo o fumaban cigarrillos turcos sobre la cama turca de su garçonière, lo turco era modernidad; otras veces aparecían en pijama, con perneras de amplio vuelo, pero aunque fuera de noche, siempre estaban despiertas, esperando algo, probablemente una llamada telefónica, y detrás de los labios amargos y de los ojos entornados se escondía la historia secreta que estaban recordando en soledad.

Cuando tardaba en dormirme —siempre tardaba en dormirme más que mi hermana— y las estrellas empezaban a subir por dentro de mis párpados como volutas de cigarrillo turco, el cuarto se mudaba en otro, había un teléfono, pero no el teléfono negro colgado en la pared frente al banco del pasillo, donde se recibían recados para mi padre o, en todo caso, la llamada esporádica de una compañera del instituto que tenía los ojos algo saltones y se desazonaba mucho con los apuntes («¿Es el 1438?… Oye, mira, soy Toñi»), no, lo tenía encima de la mesilla, allí al alcance de la mano, y era de color blanco: un teléfono blanco, la quintaesencia de lo inalcanzable. Además el cuarto era sólo mío y, si encendía la luz, no molestaba a nadie, una habitación en el piso alto de un rascacielos, podía encender la luz, levantarme, darme un baño a medianoche, frotarme el cuerpo con productos de la casa Gal, leer una carta que había recibido aquella tarde donde alguien, mirando el mar, decía que se acordaba de mí, vestirme con un traje de gasa, tomar el ascensor y salir a una ciudad cuajada de luces, pasearme sin rumbo entre transeúntes que te miran y no te miran, esquivar el riesgo de sus miradas, meterme en un café que se llamara Negresco con taconeo resuelto y gesto huidizo, pasar los ojos distraídos por los mármoles negros, las superficies cubistas y los espejos envueltos en humo, encender un cigarrillo turco, esperar.

Me levantaba de puntillas para no despertar a mi hermana, me asomaba al balcón, era un primer piso, veía muy cerca la sombra de los árboles y enfrente la fachada de la iglesia del Carmen con su campanario, no se oía más que el agua cayendo en el pilón de la fuente, las farolas exhalaban una luz débil, no pasaba nadie, tal vez yo sola estaba despierta bajo las estrellas que vigilaban el sueño de la ciudad, las miraba mucho rato como para cargar el depósito de mis párpados, cabecitas frías de alfiler, sonreía con los ojos cerrados, me gustaba sentir el fresco de la noche colándose por mi camisón: «Algún día tendré penas que llorar, historias que recordar, bulevares anchos que recorrer, podré salir y perderme en la noche», la lava de mis insomnios estaba plagada de futuro.

Es inútil, no me duermo. He dado la luz, tengo el reloj parado en las diez, creo que a esa hora me acosté, con ánimo de tomar notas en la cama, la esfera del reloj tiene un claror enigmático, de luna muerta. Me incorporo y la habitación se tuerce como el paisaje visto desde un avión que cabecea: los libros, las montoneras de ropa sobre la butaca, la mesilla, los cuadros, todo está torcido. Echo los pies fuera de la cama y me los miro con extrañeza, parecen dos manojos de percebes sobre la pendiente inclinada de la moqueta gris; seguro que al levantarme me voy a resbalar, y hasta puede que el peso de mi cuerpo imprima al suelo una oscilación aún más radical y la estancia gire y se vuelva del revés. Ojalá, voy a probar, debe de ser divertido andar cabeza abajo.

Me pongo de pie y se endereza el columpio, se enderezan el techo, las paredes y el marco alargado del espejo, ante el cual me quedo inmóvil, decepcionada. Dentro del azogue, la estancia se me aparece ficticia en su estática realidad, gravita a mis espaldas conforme a plomada y me da miedo, de puro estupefacta, la mirada que me devuelve esa figura excesivamente vertical, con los brazos colgando por los flancos de su pijama azul. Me vuelvo ansiosamente, deseando recobrar por sorpresa la verdad en aquella dislocación atisbada hace unos instantes, pero fuera del espejo persiste la normalidad que él reflejaba, y tal vez por eso se evidencia de forma más agobiante el desorden que reina: zapatos por el suelo, un almohadón caído, periódicos, y desde todos los estantes y superficies, al acecho, como animales disecados, esa caterva de objetos cuya historia, inherente a su silueta, resuena apagadamente en el recuerdo y araña estratos insospechados del alma, arrancando fechas, frutos podridos. ¡Qué aglomeración de letreros, de fotografías, de cachivaches, de libros…!; libros que, para enredar más la cosa, guardan dentro fechas, papelitos, telegramas, dibujos, texto sobre texto: docenas de libros que podría abrir y volver a cerrar, y que luego quedarían descolocados, apilados unos sobre otros, proliferando como la mala yerba. Decía una señora, que en paz esté, y que vivió en lucha contra la anarquía de los objetos, que en cuanto dejas un libro encima de un radiador, en seguida cría. Avanzo hacia el radiador, tendría que ponerme a ordenar este cuarto, me paro a mirarlo desde aquí; ahora la cama se ha vuelto enorme, si creciera un poco más me aplastaría contra el rincón, pero no, no crece más, aún me separa de su borde inferior una franja de moqueta; me pregunto qué vendría a buscar aquí, si es que venía a buscar algo, tal vez una pastilla para dormir —mogadón, pelson, dapaz— o para espabilarme —dexedrina, maxibamato— o para el dolor de cabeza —cafiaspirina, optalidón, fiorinal—; son nombres que se me vienen automáticamente a la imaginación y que repaso con tedio y sin fe, gastados como los apellidos del listín telefónico, amigos a los que se han perdido ya las ganas de pedir nada.

Encima del radiador, rematada por barrotes torneados, hay una estantería laqueada de blanco —etagére se decía en los años del art-déco—, y en un hueco, entre dos grupos de libros, sujeto con chinchetas a la pared, destaca un grabado en blanco y negro de unos veinte por doce; hace mucho que lo tengo frente a mi cama, y a lo largo de alguna noche en vela, cuando lo real y lo ficticio se confunden, he creído que era un espejito donde se reflejaba, sufriendo una leve transformación, la situación misma que me llevaba a posar sobre él los ojos. Se ve a un hombre de pelo y ojos muy negros incorporado sobre el codo izquierdo dentro de una cama con dosel; lleva una camisa desabrochada y la sombra de su torso se proyecta sobre las cortinas circulares que caen en pliegues del alto volante rematado por flecos; tiene las dos manos fuera de la sábana, en una apoya la cabeza, el índice de la otra, en un gesto que parece subrayar palabras que no se oyen, apunta hacia la segunda figura que aparece en el grabado. Se trata de un personaje desnudo y, a excepción de la córnea del ojo, totalmente negro: negra la piel del cuerpo, negro el pelo rizoso, negras las orejas puntiagudas, negros los cuernos, negras las dos grandes alas que le respaldan; está de perfil, sentado sobre una mesa atiborrada de libros, con los pies apoyados sobre otra pila de libros que hay por el suelo, y desde allí —los codos contra las rodillas y la barbilla en los puños unidos por las muñecas— sostiene con insolencia la mirada sombría y penetrante de su interlocutor. Debajo dice: «Conferencia de Lutero con el diablo», y esta leyenda me ayuda a escapar del sortilegio que la habitación pintada empezaba a ejercer sobre mí, me ha parecido que cobraba relieve y profundidad, que me estaba metiendo en ella, y bajar los ojos al letrero ha sido como salir, antes de que empezaran a moverse los labios de las figuras o a romperse el equilibrio inestable de los libros sobre los que el diablo posa negligentemente los calcañares. Los letreros nos orientan, nos ayudan a escapar de abismos y laberintos, pero queda siempre la nostalgia de la perdición que se cernía.

Sigo bajando los ojos. Más libros, formando dos paredes encima del radiador, y entre ellas, sujetándolas, la cesta de costura que fue de la abuela Rosario. Casi no cierra de puro llena, no puedo comprender cómo caben dentro tantas cosas; siempre acudo a ella en casos de perplejidad, aquí acaba viniendo a parar todo, seguro que, al abrirla, me acordaré de lo que venía a buscar. Tiro de una de sus asas, las paredes que estaba sujetando pierden apoyo y varios libros se desploman en cascada aparatosa; cuando voy a agacharme a recogerlos, con la cesta en la mano, tropiezo con uno y también yo ruedo por el suelo. De la tapadera de mimbre entreabierta escapan carretes, enchufes, terrones de azúcar, dedales, imperdibles, facturas, un cabo de vela, clichés de fotos, botones, monedas, tubos de medicinas, allá va todo, envuelto en hilos de colores.

No me he hecho daño. Alcanzo un almohadón, me lo pongo entre la espalda y el borde inferior de la cama y me quedo sentada en la franja estrecha de pasillo, contemplando los objetos desparramados y los hilos que enlazan sus perfiles heterogéneos. Ahí está el libro que me hizo perder pie: Introducción a la literatura fantástica de Todorov, vaya, a buenas horas, lo estuve buscando antes no sé cuánto rato, habla de los desdoblamientos de personalidad, de la ruptura de límites entre tiempo y espacio, de la ambigüedad y la incertidumbre; es de esos libros que te espabilan y te disparan a tomar notas, cuando lo acabé, escribí en un cuaderno: «Palabra que voy a escribir una novela fantástica», supongo que se lo prometía a Todorov, era a mediados de enero, cinco meses han pasado, son proyectos que se encienden como los fuegos fatuos, al calor de ciertas lecturas, pero luego, cuando falla el entusiasmo, de poco sirve volver a la fuente que lo provocó, porque lo que se añora, como siempre, es la chispa del encuentro primero. Las tapas del libro blanquean junto a un dedal dorado, la luz baja tenue, se está a gusto a ras de tierra; revivo el antiguo placer por habitar pasadizos, recodos y desvanes, aquel gusto infantil por los escondites. «Aquí no me encuentran», eso era lo primero que pensaba, y me instalaba allí a alimentar fantasías; también ahora puedo jugar, los objetos en libertad parecen fetiches, los muebles son copas de árboles, estoy perdida en el bosque, entre tesoros que sólo yo descubro, algo me va a pasar, todo consiste en esperar sin angustia, en dejarse a la deriva, hemos perdido el gusto por jugar y, en el fondo, es tan fácil, me voy a poner más cómoda.

Empujo con el pie a Todorov. Ha sido una caída de película de Buster Keaton; cuánto me hacían reír esas calamidades del cine mudo que luego he protagonizado cientos de veces: tropezar, confundirse de puerta, darse de bruces contra la pared, caerse de una silla, rodar escaleras, romper loza, tirarse un pastel sobre el vestido nuevo, chamuscarse en fuegos que uno mismo encendió, accidentes reiterados que, siempre que vuelven a producirse, descargan de tensiones y devuelven la propia identidad más que cualquier esfuerzo deliberado, torpezas que revelan la inseguridad del antihéroe.

Aún tengo la cesta de costura contra mi costado, barca librada del naufragio con unos pocos supervivientes en el fondo; me la pongo en el regazo y, debajo de una hebilla color ámbar, descubro un papel doblado que emite una extraña fosforescencia. Lo saco y lo empiezo a desplegar. Tiene tantos dobleces que se va convirtiendo en una superficie cada vez mayor, me arrodillo para extenderlo sobre el suelo, desplazando previamente los objetos que estorban, el papel es muy fino, azulado, y acaba tomando el tamaño de un plano que ocupa todo el ancho del pasillo, debe decir dónde está el tesoro; el aire que entra por la ventana lo levanta, le pongo un peso en cada una de sus cuatro esquinas; el aliciente de estas dificultades demora el deseo de su lectura que, al fin, emprendo tumbada de codos contra el suelo.

Es una carta larga, de letra apretada, dirigida a mí, no tiene fecha, mi cuerpo tapa el lugar donde debe venir la firma, rectifico mi postura, presa de curiosidad, y queda al descubierto una inicial borrosa, indescifrable, la tinta aparece corrida como si se le hubiera caído encima una lágrima. Miro con desconcierto la mayúscula emborronada y luego vuelvo a echarme sobre el gran pliego, deslizándome hacia abajo a medida que voy leyendo. Me escribe alguien que está sentado en una playa y a quien la inmensidad que tiene enfrente y la libertad de elegir cualquier itinerario le agobian porque le sugieren mi ausencia, al parecer irreversible; se desprende de sus alusiones que esa libertad que ahora le parece vacía la ha estado anhelando durante una etapa anterior en la que me implica, es un hombre porque los adjetivos que se refieren a él vienen en masculino —«mutilado, anulado sin ti»—, mira el horizonte y se pone a llamarme durante mucho rato, hay varios renglones sin más contenido que el de mi nombre, escrito entre guiones y en minúscula, con una ondulación que imita las olas del mar, me dejo acunar por las líneas rizadas que me llaman, mientras el rumor de las olas verdaderas se iba llevando el eco de su llamada desde la orilla, lo dice un poco más abajo y literariamente resulta muy expresivo, también puntualiza que el tiempo que ha pasado diciendo mi nombre no lo puede calcular ni le importa porque ya, en adelante, el tiempo no le volverá a valer nunca para nada; luego se levanta y se echa a andar perezosamente por la playa desierta, dejándose mojar los pies, se fija en que, dispersos por la arena, hay muchos fragmentos de muñecas rotas, brazos, cabezas, troncos y piernas, algunos de los restos vienen con las olas, describe el fenómeno como si no le produjera extrañeza, sigue caminando, se aleja con los zapatos en la mano, parece no llevar otro equipaje.

Me da pena que se pierda a lo lejos sin conseguir reconocer su figura, ¿será alto?, ¿qué edad tendrá?, la playa es más fácil de imaginar porque todas se parecen un poco, podría ser la misma donde yo me entretenía en hacer dibujos hace un rato; si el tiempo real y el de los sueños coincidieran, cabría la posibilidad de que se encontrara conmigo un poco más allá, antes de llegar a las últimas rocas, se detendría, me preguntaría que por qué estaba dibujando una casa, un cuarto y una cama y yo le diría: «si quieres que te lo diga, siéntate, porque es largo de contar» y, al contarlas en voz alta, salvaría del olvido todas las cosas que he estado recordando y sabe Dios cuántas más, es incalculable lo que puede ramificarse un relato cuando se descubre una luz de atención en otros ojos, él seguramente también tendría ganas de contarme cosas, se sentaría a mi lado, nos pondríamos a cambiar recuerdos como los niños se cambian cromos y la tarde caería sin sentir, saldría un cuento fresco e irregular, tejido de verdades y mentiras, como todos los cuentos. «Tanto llamarme —le diría yo— y, ya ves, estaba aquí, a menos de un kilómetro, menos mal que se te ha ocurrido echar a andar hacia este lado de la playa en vez de tirar para el otro», y hablaríamos del azar, en esta clase de encuentros se habla siempre del azar que urde la vida y fija las historias, se pondría el sol. Aunque también puede ser que no me reconociera porque los tiempos, claro, no coinciden; tal vez pasase de largo con indiferencia, ensimismado en sus pisadas, y a mí tampoco me extrañaría, por qué me iba a extrañar, pensaría simplemente: «¿adónde irá ése tan pensativo con los zapatos en la mano?».

Me pregunto quién será y cuándo y desde dónde me habrá escrito; yo, a veces, hace años, me escribía cartas apócrifas, las guardaba cerradas algún tiempo y luego las echaba al buzón con mis señas, pero ésta no es mi caligrafía, aunque me resulta vagamente familiar… No puedo esforzarme más, me estalla la cabeza, ¿adónde habrán ido rodando las pastillas de optalidón? El suelo se ha llenado de muñecas rotas, cuyos restos se incorporan a los objetos escapados del costurero y se enredan en la maraña de los hilos multicolores; a medida que se multiplica la dificultad del jeroglífico, se desbocan mis deseos de entenderlo, de repente ha subido la marea en un embate imprevisto y lo dispersa todo, arrebatado en su resaca, me doy definitivamente por vencida. Al hombre descalzo ya no se le ve.

Ahora la niña provinciana que no logra dormirse me está mirando a la luz de la lamparita amarilla, cuyo resplandor ha atenuado, poniéndole encima un pañuelo: ve este cuarto dibujado por Emilio Freixas sobre una página satinada de tonos ocres, la gran cama deshecha y la mujer en pijama, leyendo una carta de amor sobre la alfombra, le brillan los ojos, idealiza mi malestar. La estoy viendo igual que ella me ve; para que mi imagen se recomponga y no se le lleve la resaca, necesito pedir hospitalidad a aquel corazón impaciente e insomne, es decir, a mi propio corazón. Reparo con asombro en que es el mismo, me palpo el pecho, ahí está, sigue latiendo en el mismo sitio, sincronizado con los pulsos y las sienes, lo comprueba voluptuosamente; no creo que el corazón aumente mucho de tamaño, tiene trastornos incógnitos, dicen que el humo del tabaco lo afecta y empaña igual que la sobrecarga de emociones, pero eso ¿quién lo ve?, son mudanzas sutiles que se producen a hurtadillas, nuestro crecimiento era más visible, se acusaba en que de un año a otro había que bajar el jaretón de los vestidos o en que empezaban a apretarnos los zapatos del invierno anterior, pero yo creo que el corazón no crece, simplemente cuando se para, se paró, lo importante es que no se pare; a veces, los médicos te enseñan gráficas que corresponden a su extravagante caminar y en cuyas crestas descifran ellos un abstruso destino, igual que si leyeran las rayas de la mano —«Tiene usted un corazón muy bueno»—, y uno se queda maravillado de que tengan algo que ver esos perfiles con nuestras ansiedades, decepciones y entusiasmos. Tictac… todavía tiene cuerda, me ha dado a mí bastante resultado la víscera con sus aurículas y ventrículos que dibujaba en la pizarra de aquella aula de cristales sucios cuando me llamaban por mi nombre para dar la lección de Ciencias Naturales, mi nombre era también el mismo, corto y vulgar, no me imaginaba que pudiera sonar tan bien pronunciado por un hombre en la playa, me hubiera gustado más llamarme Esperanza o Esmeralda o Elisabeth, como Elisabeth Mulder, estaban de moda los nombres con E largos y exóticos, el mío no sorprendía a nadie, empezaba con la C de cuarto, de casa, de cama y de aquel corazón que dibujaba con tiza ante la mirada aburrida del profesor, el que se me aceleraba cuando Norma Shearer besaba a Leslie Howard, el que grababan los novios, atravesado por una flecha, en los árboles de la Alamedina, el que llevaban los legionarios bordado en rojo debajo de la guerrera («detente, bala, el corazón de Jesús está conmigo»), el que salía siempre a relucir en los boleros que transmitía la radio y en el título de las novelas (El corazón no cambia, Las trampas del corazón, Corazones intrépidos), ¡cuánto se ha hablado del corazón!, pero qué pocas veces, en cambio, nos paramos a rendirle homenaje verdadero, a pensar que es él solo quien corre con todos los riesgos y nos mantiene en vida, ahí aguantando, hermano, como un buen timonel, qué valiente, qué humilde y qué desconocido, sin cesar en tu brega desde entonces, tictac, tactac.

La niña deja caer la revista al suelo y apaga la luz de la lámpara amarilla, le está entrando sueño y a mí también; me tumbo sobre la carta, las estrellas se precipitan y aún tengo tiempo de decir «quiero verte, quiero verte», con los ojos cerrados; no sé a quién se lo digo.