LOS PAPÁS VIENEN A LA MASÍA

¿Cuántos días iban a quedarse los papás en casa de tito Juan? Se lo pregunté a Buela en cuanto abrí el ojo aquella mañana. Peret Antic debía de estar rodando por la carretera para llegar, a las nueve, a nuestra casa de la ciudad, y nosotras teníamos mil cosas por hacer. Pero antes que nada tito nos sirvió el desayuno, como de costumbre. Al despertarse debió de ir a coger higos porque nos puso un cestillo a rebosar. Buela y yo los echaríamos de menos.

—Tengo una idea —dijo tito mientras Buela y yo íbamos comiendo tostadas con mantequilla y confitura, higos, almendras tiernas, avellanas y todas las cosas ricas que nos ponía tito para empezar bien el día—. A ver qué os parece.

Y nos la dijo:

—Calculo que hacia las doce, Peret Antic y los padres de Veva llegarán a Palafrugell. A la fuerza han de pasar por la plaza porque he encargado a Peret que compre unos pasteles. Les saldremos al paso con la tartana ¿de acuerdo?

—Es una gran idea —dijo Buela—. Tengo tiempo de arreglar la habitación de huéspedes. ¿Qué te parece Juan? Podríamos darles la grande, la que tiene sala y alcoba como la nuestra.

—Sí, allí estarán a gusto. La vista es tan buena como la que disfrutáis vosotras. Dile a Catalina que te ayude a hacer la cama. Y mientras tanto —añadió dirigiéndose a mí— tú y yo iremos a coger unas flores. Quiero que haya flores en toda la casa y, por supuesto, en el dormitorio.

Buela se fue con Catalina a preparar el dormitorio. Tito Juan se armó de unas podaderas, cogió un cesto y salimos hacia los macizos. Cortamos rosas y nardos, porque a mamá le gustan las flores con perfume. Las peonías habían resistido el aguacero y aunque no tuvieran olor eran preciosas. Cortamos girasoles, dalias y margaritas para la entrada, el comedor y el salón. Cuando el cesto estuvo lleno y antes de entrar en la casa advertí a tito.

—No has de decir a mis padres que puedo hablar como una persona mayor. Y mucho menos que puedo leer. Ni siquiera Buela sabe que te he leído; se pondría muy nerviosa.

—Descuida. De todos modos me pregunto a santo de qué has de tomar tantas precauciones. ¿Qué mal hay en que hables y todo lo demás?

—Buela dice que es mejor así. Ya sabes que Natacha, mi hermana mayor, se casó justo antes del verano.

—Sí, ¿y qué?

—Los papás tienen miedo de que yo crezca demasiado aprisa y los deje. Ellos son felices creyendo que soy una niña como las otras.

—Y lo eres. Mira los gemelos. También yo creía que no hablaban. Por lo visto la mayoría de los niños hablan, discurren, leen y vete tú a saber cuántas cosas más que no has querido decirme.

—Te lo he dicho todo, tito, pero tú eres diferente. A los padres hay que decirles justo lo necesario. Es por el bien de ellos ¿comprendes?

—No demasiado bien. ¿Por qué hablaste conmigo, Veva?

—Porque siempre has estado muy solo. Lo mismo me ocurrió con Buela. A pesar de que vive con nosotros, pasaba muchas horas sola. Desde que empecé a hablarse es otra. Y también hablé con Quique, mi hermano pequeño, porque Quique es un sol y comprende cualquier cosa. Con los gemelos hablé porque no me gusta pasar por tonta. Siempre he tenido una razón para hablar y también tengo razones para callarme.

Tito asintió con la cabeza.

—Te comprendo, chiquita. Y quiero que sepas una cosa: agradezco mucho que me hayas dado pruebas de confianza. Me callaré como un muerto. No te extrañe, incluso, que finja un poco. En lugar de estas charlas tan buenas como hemos tenido tú y yo, me limitaré, cuando estemos con tus padres o cualquiera que no esté en el secreto, a hacerte «guli, guli, guli», como, no sé a santo de qué, suele hacerse a los bebés.

Tito y yo nos reímos.

—Guli, guli, guli —me dijo mientras arreglábamos las flores—. Guli, guli, guli...

Nos tronchábamos de risa y empezamos a perseguirnos alrededor de la mesa del desayuno. Buela bajó al oír el alboroto.

—¿Qué es esto? —preguntó.

—Guli, guli, guli —le contesté—. Delante de los papás no se puede hablar. Veva es una niña pequeña que sólo sabe decir papá, mamá, buela, tito, sí, no, y guli, guli, guli. Veva fea si dice algo más.

Buela me tomó en brazos.

—Te tengo más miedo que a un nublado, Veva. Hemos de ser muy cuidadosas.

A las once de la mañana, Isidoro preparó la tartana. En lugar de tomar la carretera de la playa tomamos la del interior. Moreno, el caballo, conocía aquel camino tan bien como el otro. Tito no tuvo más que sacudir las riendas para que emprendiera un trotecillo alegre que en menos de una hora nos llevaría a Palafrugell. Oímos cantar las chicharras en los, bosques de eucaliptos y tito dijo que el día sería caluroso. Las chicharras lo saben, se emborrachan de sol y se ponen a cantar locas de contento.

Al llegar a la Plaza del pueblo nos apeamos de la tartana y Moreno se dispuso a esperar pacientemente a la sombra de los castaños. El sol era verdaderamente espléndido.

—Voy a comprar los pasteles —dijo tito—. Así adelantamos. Vosotras esperad aquí, a la sombra.

Mientras tito, seguido de Crac, desaparecía en la pastelería, Buela me hizo mil advertencias.

—Tengo miedo, Veva. Durante un mes y medio tú y yo no hemos andado con tapujos. Por lo que más quieras no me hagas sufrir.

Yo me impacienté.

—Ya lo sé ¡caramba! No repitas tanto las cosas, Buela.

—Perdona, chiquita. Estoy trastornada. ¿Qué dirán tus padres?

Debía de estar pensando en la herencia.

—¿Qué quieres que digan?

—No sé. No sé. Todo es tan raro.

—¿Por qué han de ser raras las cosas buenas y naturales las malas? Tú tranquila. No te enredes en explicaciones, lo trastocas todo. Tito dirá lo necesario.

Tito salía cargado con dos bandejas de pasteles que depositó en el interior de la tartana. Luego consultó el reloj de la iglesia. Por último el de pulsera.

—Ese reloj —dijo refiriéndose al de la iglesia— ha perdido la chaveta. Adelanta o atrasa según sopla el viento. Aquí viene Peret —dijo al ver el Mercedes.

Segundos después papá y mamá se echaron sobre mí. Me besaban, me achuchaban, me tiraban de los brazos y de las piernas. Pensé: «van a despedazarme». Yo también les besaba, les comía a besos, nos reíamos, pegábamos gritos. Buela, tito y Crac se habían quedado un paso atrás, esperando turno. Por fin, mis padres recobraron el juicio y abrazaron y besaron a Buela. Luego estrecharon la mano que les tendía tito. Se deshicieron en frases de agradecimiento, se extasiaban sobre nuestros colores. ¡Qué hermosura! ¡Qué buena cara teníamos! ¡Qué gordos estábamos todos! Tito y Buela no estaban gordos, ni mucho menos, pero la alegría brillaba en los ojos de los papás y seguramente veían todo en aumento.

—Nosotros —dijo tito señalando a Buela y a Crac— iremos en la tartana. Conduce despacio Peret, así no nos distanciaremos demasiado.

Nos dirigimos a la tartana. Moreno cabeceaba algo impaciente. Tito ayudó a Buela que seguía hablando y se sentó, precisamente, sobre el envoltorio de los pasteles.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó—. ¿Qué es esto?

—Nada mujer —aclaró tito—. Que te has sentado encima de los pasteles.

Buela se levantó de un brinco y se pasó las manos por el tras mientras los papás y yo nos caíamos de risa.

—Te has puesto perdida —dijo tito limpiando de nata y crema, con su pañuelo, la falda de Buela—. Peret, ve a comprar los pasteles que te encargué. Estos han quedado en puré.

Mientras Peret iba a la pastelería, vimos partir la tartana con Buela, tito y Crac. También ellos se reían.

—Míralos —dijo papá a mamá—. Parecen dos novios.