EL TORRERO
Al cabo de unos días que me parecieron siglos, empezaron a llegar postales de mis padres y de mis hermanos. Buela me las leía porque ni tito ni yo le dijimos que sabía leer. Descubrí pequeñas trampas que me hacía Buela. Las postales sólo llevaban unas líneas: «Veva, tesoro, pensamos mucho en ti y te enviamos mil besos y abrazos. Un beso a Buela.» Ella leía: «Veva, tesoro, hermosura nuestra. Todo esto es muy bonito, pero nada puede compararse con estar contigo, ver tus ojitos, oír tu voz, besarte y abrazarte. Eres lo mejor de nuestra vida y contamos los días que faltan para verte de nuevo. Te enviamos miles de besos y abrazos sin fin. Un beso a Buela.»
Yo guardaba las postales y me reía a escondidas de Buela que hacía lo posible para mejorarlas. A veces, incluso, me contaba aventuras que sólo habían ocurrido en su imaginación. «Hemos visto por la calle una niñita que se te parecía. Pero tú eres más linda, cariño, mucho más bonita. Bonita como nadie...»
Aquellas postales y los añadidos de Buela, me hacían muy feliz. Antes de dormirme las releía y pensaba en todos, padres y hermanos. Era bueno tener tanta gente a quien querer. Aunque estuvieran lejos los tenía cerca de mí. Además de Buela, claro. Y de tito a quien empezaba a querer como uno más. Tito no sabía ir al pueblo sin volver lleno de regalos para mí y la Buela.
—No van a caber en casa —le reñía Buela—. ¿Crees que vivimos en una masía?
Y tito refunfuñaba y se iba a los tamarindos. Dejaba a Buela por inútil. No valía la pena discutir con ella, que decía:
—Anda, entretén a la pequeña que hoy tengo mucho trabajo. Voy a ordenarte los armarios. Y haré confituras antes de que se pierdan los albaricoques y las ciruelas.
Buela se metía en trajines y tito aprovechaba sus ausencias para enterarse de lo que decían los periódicos y todos los tebeos que me compraba. Se reía mucho con las historietas que nos divertían a Quique y a mí. También a tito le gustaba meterse en trabajos. Además de cuidar de las flores, recogía los huevos que habían puesto las gallinas. Los comerciantes del pueblo venían a comprárselos porque sabían eran de confianza.
—Todavía están calientes —decía tito alargándoles el cesto en donde los había ordenado—. Una hermosura de huevos, casi todos de dos yemas.
Cuando tenía que vender gallinas, pollos o conejos, hacía que me alejara de él con una excusa cualquiera.
—Anda, ve con la Buela. Me estás alborotando el gallinero.
Yo me ponía a jugar con mis dos conejitos, el blanco de ojos rosados y el negro de ojos azules. Les di el nombre de uno de los tebeos: Zipi y Zape. Zipi era el blanco, Zape el negro. Se pasaban el día moviendo el hociquito y entonces se les veían los dientes. Debía de ser su sonrisa de conejo. Los canarios no saben sonreír, pero en cambio cantan, lo que no hacen los conejos. Los conejos sólo hacen un poco dé ruido al comer correhuela. Ñac, ñac, ñac. Y venga a mover el hocico y enseñar los dientes. Los conejos pequeños no salían de sus jaulas, los mayores se iban de paseo hasta la hora de la comida. Pedí a tito que me enseñara a silbar de aquel modo, con los dedos en la boca. Me costó mucho aprender, pero al fin lo conseguí. Buela quedó horripilada cuando probé mi silbido, para llamarle la atención. Me dijo que sólo silbaban los golfos.
—Tito también silba —le contesté—. Él me ha enseñado.
—Tito Juan es mayor y puede hacerlo porque es su trabajo, pero tú eres una niña.
La verdad: a veces Buela tiene cosas muy raras.
No conseguía domesticar a los gemelos. Manolo y Jordi eran un par de salvajes, incluso Buela me daba la razón en este aspecto.
—Son niños asilvestrados —me dijo una de aquellas tardes, al llegar a casa, después de haber merendado en la Masía de Peret Antic—. Como se llevan tanta diferencia con los hermanos mayores, no han sabido integrarse al grupo.
—Pero Buela, también hay una gran diferencia de años entre mis hermanos y yo. ¿Soy asilvestrada?
—No, chiquita. ¡Qué disparate!
El día aquel, precisamente, los gemelos me llevaron al rincón del patio en donde había el grifo y la manguera. Peret —acababa de regar las moreras— la dejó en el suelo, por un momento, para atender al cartero que llegó con un certificado. Jordi cogió la manguera, Manolo abrió el grifo y en menos de lo que cuesta el decirlo, me pusieron perdida de agua. Ni corta ni perezosa le quité la manguera a Jordi y antes de que Manolo pudiera cortar el agua los ensopé a conciencia. A los gritos de los dos salvajes la madre de los gemelos y Buela vinieron corriendo. Las dos enfadadísimas.
Los gemelos me acusaron y yo, como tenía la manguera en la mano y no podía hablar, tuve que soportar la injusticia. Según ellos, en su torpe lengua, yo había empezado. Me señalaban, lloriqueaban y Clarisa, que es una buenaza, me miró con rabia. A los gemelos se los llevaron al cuarto de baño; a mí, Buela me secó por encima con una de las servilletas de la merienda.
—Con tal que no se enfríe —dijo Buela algo nerviosa.
—Eres bueno.
Entonces tito se quitó la camisa y dijo a Buela que me desnudara y me envolviera en ella. Aún guardaba el calor de tito. Encima de la camisa, Buela me puso su chaqueta de punto. Me sentí fachosa y más al ver regresar a mis dos salvajes, secos, peinados y oliendo a colonia.
De regreso a casa, Buela me dio un baño caliente. Luego me friccionó con alcohol de romero que hacía tito, ya que en la región abundaban las hierbas olorosas: romero, lavándula, tomillo y cantueso. Bañada, seca, perfumada y peinada, me sentí otra. Buela aprovechó para decir que teníamos que hacer provisión de hierbas. Cosería unos saquitos y los colgaría en los armarios de casa. Y también haría alcohol de romero para su reúma.
Nos llenamos de hierbas, además de flores de tila y de manzanilla. Buela metía la nariz en aquellas plantas y añadía que en el campo no había más que tender la mano para encontrar tesoros. Que nada mejor que las plantas para la salud. Eso la hacía feliz y a partir del día del remojón empezó a coser saquitos y más saquitos, que también colgó en los armarios de la casa. No paraba, Buela. Incluso tito se lo dijo:
—Me pones nervioso, Genoveva. ¿Es pedirte demasiado que te estés quieta?
—Pero ¡si paso el santo día mano sobre mano! Lo hago para entretenerme.
Al día siguiente, tito Juan preguntó a Buela si le apetecía visitar al torrero.
—Desde que instalaron el faro automático no es el mismo —dijo tito—. No se da cuenta de que incluso si el faro fuese el de antes, a él ya lo habrían jubilado. Desde que lo sacaron de allí, hace ya veinte años, parece un alma en pena.
El torrero había conocido a Buela de recién casada.
—¡Tantos años! —murmuró Buela—. Da un poco de miedo volver atrás, ¿no crees?
—Un poco, sí. Pero tendrá un alegrón. Ya lo verás, séquito, con ojos de lince y sin dientes. Quiso ponérselos postizos, pero no le acertaron.
—Pues no hay misterio. Te toman la impresión de las encías y ya está.
—Supongo que así es. Sin embargo, de la teoría a la práctica media un abismo.
—No te comprendo, Juan.
—Te diré. Para tomar la impresión, el torrero tenía que ir a Gerona. Aquí no hay dentista.
—Pues se va a Gerona y santas pascuas.
—No tan santas. El torrero dijo que no se movía de estas tierras, que unos dientes no eran más que unos dientes y no valía la pena tanto aspaviento. Como se lleva muy bien con su nuera le pidió, por favor, que fuera ella a que le tomaran la dichosa impresión. La nuera hizo lo posible para hacerle comprender que su boca nada tenía que ver con la boca de él. Entonces el torrero se picó y le dijo que o se hacía tomar ella la impresión, o nada de nada. La nuera, para contentarle, se fue al dentista de Gerona y le pidió que le hiciera una dentadura postiza.
—Pero señora —dijo el dentista—. Tiene usted una boca espléndida. ¿A santo de qué ponerse dientes postizos?
La nuera tuvo que explicarle el asunto y el dentista a base de una foto, explicaciones y a ojo de buen cubero, fabricó una dentadura que, por supuesto, jamás le sirvió al viejo para comer. Se la ponía —mal, porque le venía estrecha— en las grandes ocasiones. Y cuando la llevaba no podía cerrar la boca ni abrirla del todo porque se le caía. La nuera le dijo:
—Lo ve, padre. Tiene usted que ir a Gerona y le dejarán como nuevo.
El torrero meneó la cabeza.
—Me dejarán más jorobado de lo que estoy. Nada, nada, a mis años, sopitas y buen caldo. Si los dientes se caen, por algo será.
Y guardaba aquellas piezas como se guarda un objeto de adorno. Se las ponía cuando le visitaba el alcalde y la gente importante del lugar y no decía mus. Con los amigos lucía sus encías de recién nacido. Se reía y aquella boca parecía un pozo sin fondo.
Cuando le visitamos no llevaba dientes. Entre las mejillas hundidas y aquellos labios que parecían un culo de pollo, Buela se quedó helada, sin saber qué decir. Al fin, al ver la sonrisa que le dedicó el viejo, volvió a sus mentiras:
—¡Ay, Fulgencio! ¡Qué alegría! No has cambiado nada.
—Tú tampoco —dijo Fulgencio—. Me parece ayer cuando subías al faro con los niños. Qué tiempos felices aquéllos. Y ésta —añadió, señalándome—, ¿es la más pequeña?
—La más pequeña de mis nietos, Fulgencio. Todos hemos ido creciendo.
Estuvo un rato hablándonos de los peligros del faro automático, de los años hermosos en que él vivió cara al mar, orientando a los barcos, de sus amigas las gaviotas.
—Dicen que son hurañas; no es verdad. Yo les daba de comer boquerones. Se volvían locas de contento. ¿Y las puestas de sol, Genoveva? ¿Te acuerdas de las puestas de sol? El cielo y el mar en ascuas.
—Me acuerdo.
—¿Y el amanecer? De eso no sabes nada. El amanecer es la hora misteriosa del día. La luna se va despacito, y despacito viene el sol. Se encuentran como dos buenos amigos y luego vuelven a separarse, cada cual a su quehacer. ¿La habéis llevado al faro? —preguntó, señalándome.
Tito Juan dijo que fue lo primero que fuimos a ver. Aquella vista incomparable.
—Aún estoy enamorado —dijo el viejo.
Y sus ojitos brillaron como los de Natacha el día de su boda.