LOS GEMELOS

Mi única pena eran los gemelos. Quizá Peret y Clarisa les leyeron la cartilla, ya que los dos salvajes, a partir del día del remojón, dejaron de sacarme la lengua. Pero no jugaban conmigo. Se ponían uno frente a otro con sus respectivos camiones y bruuum, bruuum, se pasaban las horas muertas con aquel bruuum tan tonto. A lo mejor no sabían hablar. O no querían hacerlo delante de mí, que era lo mismo. Decidí intentar algo. Ya que los mayores no nos oían, ya que no nos querían con ellos y nos dejaban solos, valía la pena ser natural.

—Teniendo tantas gallinas, conejos y de todo como tenéis, no sé cómo os divierte jugar con un camión de plástico. No vais a hacerme creer que en casi dos años sólo habéis aprendido a decir bruuum.

Los gemelos me miraron con ojos como platos. Dejaron de hacer bruuum y Manolo, el más serio, exclamó:

—Andaaa. Si también habla.

—Pues claro que hablo. ¿Acaso no soy persona?

—Como eres una niña...

—¿Qué les pasa a las niñas?

—Nada, nada, pero...

—Las niñas somos como los niños. Incluso dicen que hablamos antes que los niños.

Acababa de inventarme aquella afirmación. La verdad: hay niños muy raros. Se creen más que nadie. Más que las niñas, por de pronto. Machistas de nacimiento.

—No somos iguales —dijo Jordi.

—Como personas somos iguales y en inteligencia somos iguales. Si somos diferentes en otras cosas es porque ha de haber de todo.

—Las otras niñas no hablan.

—¿Cómo van a hablar si sois dos huesos?

—Creíamos que eras como ellas y nos aburría estar contigo y tener que hacer bruuum toda la tarde.

Aquello me hizo mucha gracia. Solté una carcajada y los gemelos se rieron también.

—Bruuuum, bruuuuum —dijeron, dándome sus camiones—. Ahora que no tenemos la necesidad de parecer menos, ¿a qué podríamos jugar?

—Yo, con mirar, ya me divierto —les contesté—. Todo es tan bonito... Tenéis mucha suerte de vivir en el campo.

Aquella tarde nos divertimos mucho, y Buela, tito y los padres de los gemelos parecían muy aliviados.

—Seguramente —me dijo Buela al meterme en la cama— Peret y Clarisa regañaron a los gemelos el día del remojón. Hoy no parecían tan atravesados.

—¡Qué va! Son unos buenazos.

A partir de aquel día, los gemelos y yo lo pasamos muy bien. Lástima que los mayores no nos perdieron de vista, hubiésemos podido jugar a más cosas. Allí no hacían falta juguetes. Las hojas que caían de los árboles, por el viento o el calor, eran barquitos. Las hacíamos flotar en el canal de agua que venía de la fuente de la solana y dejábamos que fueran corriente abajo. La primera que llegaba al linde de los huertos era la ganadora. A veces se atascaban en una vuelta, otras se pegaban a la pared del canal. Las empujábamos con una ramita hasta que de nuevo emprendían la carrera. Con agua y tierra hacíamos barro y trabajándolo con las manos salían figuras: corderos, conejos, muñecos, flores...

Había barbaridad de flores en la fachada de la Masía de Peret. Mis preferidas eran unas margaritas enormes, color calabaza y con el corazón oscuro. Clarisa decía que crecían solas, como las malas hierbas, y había que arrancarlas, de otro modo invadirían el patio. Eran flores silvestres, por lo visto, y no necesitaban muchos cuidados. Pero Clarisa las podaba y regaba porque resultaban muy vistosas.

A la derecha de la Masía crecía una magnolia. Manolo y Jordi me dijeron que las hojas de aquel árbol, tan duras y brillantes, no amarilleaban ni caían jamás. Lástima, porque hubieran hecho unas estupendas canoas. Las flores de la magnolia eran muy grandes y blancas. Su perfume, al atardecer, llegaba a la casa. Tal vez por el buen olor, el árbol se llenaba de abejorros y escarabajos voladores de color verde-dorado. Eran preciosos de verdad y los gemelos me regalaron uno de ellos dentro de una caja de cerillas. Me dio pena, el pobre bicho, acostumbrado a volar de flor en flor y de pronto, prisionero. Sus alas iban a estropearse, corría el riesgo de morir de tristeza. Lo guardé hasta llegar a casa del tito y una vez allí lo dejé sobre una vara de nardo. Crecían alrededor del pequeño estanque. Durante unos segundos pareció aturdido, Buela y yo vigilándolo a ver si se animaba, y por último emprendió el vuelo, la mar de rufo, para esconderse en el pinar.

—Lo que está hecho para volar, ha de ser libre —dijo Buela.

Recordé los canarios. Tenía ganas de verlos. Ellos también tenían alas y sin embargo...

—¿Y los canarios, Buela?

—Es distinto. Los nuestros, seguramente, nacieron en una jaula. Si les diésemos la libertad se morirían de hambre.

—¿Crees que son felices en casa? —pregunté preocupada.

—Muy felices, Veva. Claro que lo son. ¿Cantarían si estuviesen tristes?

—No lo sé —contesté—. No lo sabremos nunca. No pueden hablar.

Aquella noche el repartidor de arena me regaló un sueño muy bonito. Los canarios, en un descuido de la portera, se escapaban y volando, volando, llegaban a la Masía. Al abrir la ventana de nuestra habitación los encontrábamos. Aguardaban en el alféizar y al verlos, Buela decía:

«Míralos, aquí los tienes. Hablando del rey de Roma...»

No fue más que un sueño. Los canarios se habían quedado con la portera y nos aguardaban.

—Tengo ganas de hablar con ellos —dije a Buela mientras me vestía—. ¿Tú crees que nos echan de menos?

—¡Tú dirás! Están rabiando de impaciencia.

Manolo y Jordi sabían gran cantidad de cosas que yo ignoraba. Sabían dónde encontrar los gatitos que la gata escondía, si las conejas tendrían o no gazapos, también, incluso sin verlos, conocían el nombre de los pájaros por el canto.

—Chsttt —decía Manolo—. Es una curruca.

—La curruca imita el canto de otros pájaros —replicaba Jordi—. A lo mejor te equivocas.

—Calla. La veo. Mirad allí, en el seto.

Y allí, en efecto, había un pájaro, no sé si curruca o no. En aquel lugar abundaban chorlitos, oropéndolas, golondrinas, alcaudones, cucos, vencejos y colirrojos. Estos últimos volaban como flechas. Aprendí un poco de los chicos y al cabo de unos días empecé a distinguir el canto de la golondrina. El cuco fue más fácil, y también el vencejo.

—En el jardín donde voy de paseo con Buela —dije a mis nuevos amigos— también hay pájaros. Ahora sabré cómo se llaman. En la ciudad las gentes dicen simplemente pájaros. Como si no tuvieran nombre. Da gusto aprender cosas importantes.

Los gemelos se esponjaron y preguntaron si tenía amigos en la ciudad. Les hablé de Javi y algo les dije de su abuela, a quien había de llamar «mamá Dolores».

—Es una cursi —dijeron los gemelos.

Les di la razón. Aquella tarde lo pasamos tan bien que nos dijimos:

—Hemos de hacer algo para recordar este día aunque seamos mayores. Sería lástima olvidarlo.

—¿Qué podemos hacer? —preguntaron los gemelos.

Nos pusimos a pensar, y al cabo de un rato tuve una idea.

—Ya está —dije—. Hagamos un hoyo al pie de la magnolia y enterremos algo... una piedra blanca. Cada verano la desenterraremos y la volveremos a enterrar. Así hasta que seamos mayores.

Hicimos el hoyo con un clavo enorme que encontramos en el gallinero.

—Si alguna vez os ocurre algo, o pensáis en mí, desenterradla. Yo pensaré en vosotros.

Quedaron en que así lo harían.