LA CARTA DE TITO JUAN

Los dos chicos se marcharon al campamento el primero de julio. Los dos parecían felices —seguramente estaban acostumbrados a separarse de los papás— aunque al despedirse de mí, vi en los ojos de Quique un brillo extraño. Se aguantaba las lágrimas y por lo mismo le di un beso muy gordo. Incluso traté de sonreír. ¿Cómo iba a arreglármelas sin las bromas y las caricias de mi hermano pequeño?

—Hasta pronto, Quique —le dije aprovechando que papá y mamá se despedían de Alberto—. Envíame postales y no te olvides de mí.

Quique me apretujó hasta hacerme daño.

—Vevita...

Y no dijo más porque le temblaba un poco la voz.

Aquello no fue más que el comienzo del desfile. Mis padres, que siempre están hablando de una cosa u otra, parecían haberse tragado la lengua. Papá me cogía y, a pesar del espantoso calor, me sentaba en sus rodillas y me rodeaba con sus brazos para escuchar música. Creo que no la oía. Rumoreaba cosas: «Qué voy a hacer sin mi pequeña. De buena gana lo echaba todo a rodar, íbamos a cualquier rincón tranquilo. A una playa. Veva sólo conoce el mar del puerto, que es algo así como un mar en conserva...»

Mamá me encontraba un poco pálida, yo que, según ella, tengo colores de manzanita.

—Esta niña está pálida —decía.

—Es el calor —contestaba Buela—. En cuanto ceda el sol la llevaré al jardín.

—Qué pesadas son las monjas de tu residencia —añadía mamá—. Una niña que no da guerra, nada que hacer. Hubiera sido una distracción para las viejas.

—No te preocupes, Natalia. Aquí lo pasaremos la mar de bien. Saldremos mañana y tarde. Iremos al jardín.

Ya, ya. El jardín. Pero no vería a mi amigo Javi. Se había ido a la montaña con sus padres y la inevitable «mamá Dolores»; así tenía que llamar a su abuela quien, por lo visto, quería hacerse la joven y no soportaba que la llamaran abuela.

Mis padres tenían que marcharse el 15 de julio y todavía no me habían dicho nada. Tal vez esperaban algo, algo que cambiara por completo los planes. También ellos sufrían... de otro modo... tal vez... porque no parecían contentos como se supone uno está en vísperas de un largo viaje. Yo, claro, no podía hablarles. Buela me lo había recomendado muy especialmente.

—No se te ocurra decirles nada. Ya lo sabes: tienes nueve meses y a esa edad los niños dicen lo justo. Sigue comportándote como hasta ahora y todo irá bien. Haz como si no comprendieras.

Era una lata no poder hablar con los papás, pero lo había prometido a Buela, de modo que tuve que aguantarme.

Faltaba una semana para el dichoso 15 de julio, cuando Buela recibió otra carta. Al leer el remite se puso muy pálida, luego muy colorada. Tuve miedo que le diera un soponcio. Estábamos solas y le pregunté:

—¿De quién es la carta?

—De tito Juan.

—¿Tienes un tito, Buela?

—Tito Juan es mi cuñado. El hermano pequeño de mi primer marido. Mis dos hijos mayores le llamaban Tito cuando eran pequeños y le quedó el nombre.

Se puso a leer la carta muy aprisa y vi que sonreía y al mismo tiempo se secaba los ojos por debajo de las gafas. Parecía trastornada.

—¿Qué pasa? —pregunté.

Fue como si algo dentro de ella se derritiera.

—Cuando me casé por segunda vez, tito Juan no quiso tener trato conmigo. Le escribí y me devolvió mis cartas. Se enfadó muchísimo y por último se fue a América.

—¿Y te escribe desde allá?

—No. Ha regresado. Me pide perdón por su silencio y quiere que vaya a pasar el verano en su casa. Mi marido y él heredaron una masía. Allí pasé yo la guerra, con mis dos hijos. Allí vivimos todos, después de la muerte de mi marido, hasta que me casé por segunda vez. Hace ya tantos años —dijo en un soplo.

—¿Y ahora quiere hacer las paces?

—Sí. Dice que es viejo y no se puede guardar rencor toda la vida. Figúrate: hace más de cuarenta años que no nos hemos visto. No vamos a conocernos.

—Me parece, Buela, que tito Juan es algo raro. Mira que... ¿enfadarse porque te casabas? A lo mejor quería casarse contigo.

Buela se echó a reír. Se la veía muy contenta.

—No, cariño. Juan tiene diez años menos que yo. Cuando casé por primera vez, él tenía quince, y cuando lo hice por segunda, era un mozo de veinticuatro. Yo seguía teniendo diez años más que él. Para mí continuaba siendo el niño de quince años a quien quise como hermano.

—No seas tonta, Buela. Si se enfadó, seguro que andaba enamoriscado de ti. ¡Vaya! ¡Vaya! ¡Qué ligona fuiste, Buela!

Nos reímos las dos. La carta nos había puesto de buen humor. Buela continuó leyendo, esta vez en voz alta:

«Desearía, mi querida Genoveva, que aceptaras mi invitación. He mejorado la masía y creo te gustará. Decídete, mujer, y ven a pasar este verano conmigo. Quédate el tiempo que quieras...»

Le decía también que, si aceptaba la invitación, vendría a buscarla en su coche el hijo de Pere Antic, el antiguo colono, a quien las cosas le fueron muy bien. Que en la actualidad todo había pasado a manos de Peret. ¿Se acordaba de él? Era un chavalín durante la guerra.

Y terminaba con unas frases muy bonitas:

«Anda, mujer. Olvidemos todo y ven lo antes posible. Te lo pido de corazón. Tu hermano, Juan.»

—¡Qué cosas! —murmuró Buela bastante emocionada. ¡Peret! Claro que me acuerdo de él. Era un demonio de crío.

Entonces nos miramos.

—A mí no me ha invitado —dije—. Ese Tito Juan no querrá saber nada de mí. No me toca de cerca, Buela.

Buela me tomó en brazos y nos fuimos al cuarto de estar. Nos sentamos en el sofá y Buela dijo entonces:

—No. No te toca de cerca, pero tú eres mi nieta, de modo que o te invita, o no voy. Decidido.

Agradecí a Buela aquel rasgo de firmeza.

—¿Qué vas a decirle? —pregunté.

—Nada por carta. Voy a telefonearle inmediatamente y explicarle nuestra situación.

—Y si dice que sí, que puedo ir, me llevarás contigo a casa de tito Juan.

—Claro.

—¿Y los papás, me dejarán ir? Tampoco tienen nada que ver con él.

—Tampoco, pero tu madre es mi hija y tu padre mi yerno. Sois mi familia y ha de aceptaros, de otro modo no iré.

—Anda, telefonea, pues. A ver qué dice.

Buela descolgó el teléfono que teníamos al lado del sofá, sobre una mesilla. La sentí algo temblorosa y un poco asustada, pero marcó el número sin equivocarse. Al poco pegó un grito:

—Juan. ¿Eres tú?

Debieron de contestarle que sí, que era él.

—Estoy aturrullada. Acabo de recibir tu carta y no sabes lo feliz que me has hecho.

Tito Juan debía de preguntarle si aceptaba la invitación y ella contestó:

—Me hace tantísima ilusión, si lo supieras, pero... es que...

Murmuré por lo bajines:

—Di que hay un inconveniente y que ése soy yo.

—Chsttt —me reprendió Buela tapando la boca del teléfono. Y a tito—: Verás, Juan. Me muero de ganas de ir, pero tendré que hacerlo en compañía de mi última nieta. No puedo dejarla sola. Aún no ha cumplido el año.

Tito, por lo que deduje, quería enterarse de pormenores. ¿Acaso era huérfana? ¿Qué hacían mis padres? ¿Cómo era que ella había de ocuparse de mí?

Buela le contó de pe a pa la situación. El hombre debió de hacerse cargo ya que vi resplandecer la cara mofletuda de mi Buela.

—¡Qué bueno eres, Juan! Te advierto que la chiquilla no da trabajo. Te divertirá mucho. Otra parrafada.

—Sí, sí. En principio el 12 sería perfecto. Pero he de hablar con los padres de la niña. Lo haré en cuanto lleguen a casa y volveremos a llamarte para concretar.

Tito Juan añadió algo más y seguidamente Buela se despidió:

—Hasta ahora, Juan. Una abrazo muy fuerte. ¡Qué alegría tan grande!

Colgó. Parecía haberse quitado diez años de encima. Me abrazó riendo.

—¿Lo ves? Siempre ocurre algo inesperado. Se nos prepara un verano estupendo, Vevita. ¡Vaya con tito Juan! Siempre fue un gran chico.

Esto ocurría a las dos menos cuarto y faltaba poco para la comida. De pronto, Buela, pegó un grito.

—¡Cielos! ¡Los macarrones! Los puse a gratinar y deben de estar carbonizados.

Fuimos disparadas a la cocina. Un humo sospechoso salía del horno, que Buela abrió con escasa confianza. La capa de queso, tan rica, era un puro carbón. El resto parecía petrificado. Buela y yo nos miramos desoladas.

—Estoy perdiendo la cabeza, chiquita. Cada día que pasa, borra un poco de mi entendimiento. Razón tenía Natacha al decir que chocheaba.

El recuerdo de Natacha me amoscó.

—Natacha lo decía para fastidiarte. Yo también me he olvidado de los macarrones. ¿Qué quieres? Y supongo que lo mío no es chochez.

—No, Vevita. Pero cuando uno es joven puede distraerse y los otros te excusan diciendo: «Es una despistada, una distraída, tiene demasiadas cosas en la cabeza». Haces lo mismo cuando eres vieja y de repente sacan a relucir tu chochez. ¿Qué hacemos ahora?

—Antes que nada eliminar esa carbonilla.

—¿Quieres decir echar a la basura los macarrones?

—¡Pero Buela...!

—Tienes razón, cariño. Anda, tráeme un periódico viejo.

Envolvimos cuidadosamente el desastre y dejamos la fuente en la pila, con mucha agua, para ablandar lo agarrado. Luego me subí en el taburete y miré en el armario de las provisiones. Vi un bote de garbanzos cocidos. Eran muy ricos. Cogí un bote de tomate sofrito. Y un cazo.

—Abre los botes, Buela. Yo tengo las manos demasiado pequeñas para hacer fuerza. Cortas un poco de jamón, añadimos el tomate y en dos minutos tenemos un primer plato.

Buela me obedecía como hipnotizada. Mezcló los garbanzos con el sofrito, cortó con las tijeras un poco de jamón. Al cabo de unos minutos aquello olía deliciosamente.

—Menos mal que te tengo a ti —dijo Buela entre dos bufidos—. Estoy tan trastornada que no hubiera pensado en los garbanzos. Y esta maldita fuente no quiere quedar limpia —añadió, frota que te frota con el estropajo de níquel, intentando arrancar lo agarrado.

—Déjala en remojo en el lavadero, Buela. Nadie la verá y acabará por ablandarse lo quemado.

—Tienes razón, Veva.

Desapareció como un cohete hacia el lavadero. Con un poco de suerte, nadie se enteraría del desastre.

—Baja el gas, Buela —le dije en cuanto volvió—. No se nos quemen los garbanzos.

Buela puso el gas al mínimo y se secó la frente. Nunca la había visto sudar de tal modo.

—¡Qué calor más endemoniado! —exclamó—. ¡Qué sofoquina!

En aquel momento oímos el llavín de papá en la puerta de la entrada. Venía con mamá.

—Ya están aquí —dijo Buela apagando el gas. Y yo corrí a darles un beso.