LA MASÍA DE TITO JUAN

Tito Juan nos esperaba en la verja de aquella masía que, a juzgar por el asombro de Buela, debía de haber sufrido muchos cambios. Una doble hilera de castaños sombreaba el paseo que conducía a la casa y a sus dependencias.

Tito Juan, plantado ante la verja, con Crac, el perro, a su lado, era alto, fornido, de tez bronceada y cabellos blancos y abundantes. También su bigote era blanco y frondoso. Llevaba gafas de sol, vestía cómodamente y calzaba alpargatas. Cuando el Mercedes se detuvo, él avanzó, abrió la puerta y ayudó a bajar a Buela. Luego, sin acordarse de mí, apretujó a Buela entre sus brazos, la zarandeó, la besó repetidas veces y se secó la humedad de los ojos con el reverso de la mano. Antes tuvo que quitarse las gafas. Yo me había apeado del coche y me mantenía algo apartada, por temor a disgustar a tito, haciendo lo posible por no molestar. Entonces tito me vio, me levantó del suelo, me sonrió con unos dientes muy blancos y fuertes, y me dio dos sonoros besos.

—Así, ésta es la pequeña. La menor de tus nietos. ¿Cómo se llama?

—Genoveva, como yo. La llamamos Veva, porque eso de Genoveva...

—Veva —repitió tito—. Está bien. Le va. ¿Estás contenta de estar aquí, Veva?

Buela saltó:

—Ten en cuenta que es una niña de nueve meses, Juan. Te comprende, pero sólo sabe unas cuantas palabras. Lo normal a su edad.

—Claro. ¡Qué tonto soy! Como nunca me he casado ni tenido hijos, no entiendo de estas cosas. Pero tiene cara de lista, la chiquita.

—Y lo es, pero no más que otros niños —recalcó Buela.

Comprendí que no debía tomarme confianzas con tito. Buela era la excepción. Y Quique. Y Javi, pero Javi era un niño como yo y todo lo mío le parecía normal porque a él le sucedía lo mismo.

—¡Cómo ha cambiado todo esto! —dijo Buela—. Está precioso.

—Ya te contaré —dijo tito.

Peret se despidió de nosotros y continuó el camino hacia su casa; nosotros enfilamos el paseo de castaños, seguidos de Crac.

La gravilla crujía a nuestro paso. Aquel cric-crac, acompañado por el canto de las chicharras procedentes del bosque de eucaliptos, me sonó a bienvenida.

—Bienvenidos a casa —dijo tito en cuanto estuvimos frente a ella.

La Masía —según había dicho Buela— era una edificación de más de dos siglos. Los arcos de piedra oscura de la puerta de entrada y de las ventanas resaltaban sobre los muros blancos. Flores y plantas en los arriates.

—¡Qué hermosura! —exclamó Buela al ver tanta flor.

La entrada, el comedor, el salón y la cocina, en la primera planta, eran enormes habitaciones, con suelos de baldosa roja. En la planta de arriba se encontraban los dormitorios y un gran distribuidor que hacía las veces de antesala. Todos los dormitorios tenían su baño. El nuestro, de sala y alcoba, era inmenso.

—Es tan espléndido —dijo tito— que podrían hacerse dos habitaciones, pero sería un crimen. Me he limitado a pintarlo.

Vi un montón de juguetes encima de mi cama. Tito Juan me miraba, esperando, seguramente, que le diera las gracias. Para demostrarle mi contento me apoderé inmediatamente de un flotador de goma que tenía forma de pato. Me lo pasé por la cabeza y fui a mirarme a un espejo de cuerpo entero que había en un ángulo de la sala. El pato aquel me venía un poco grande, pero sonreí a tito Juan para quedar bien.

—Y ahora, mira.

Tito Juan había abierto de par en par las dos ventanas. Buela me cogió en brazos y vimos una gran ladera de pinos que se perdía en el mar. Un mar ancho que duraba hasta el cielo. Se me puso la piel de gallina y lo mismo debió de sucederle a Buela, pues dijo con voz alterada una sola palabra:

—¡El mar!

Tito Juan asintió con la cabeza. Luego, para quitar importancia a la emoción de aquel momento, preguntó:

—¿Has traído traje de baño, Genoveva?

—Iba a comprarme uno, pero...

—Pero, ¿qué?

—Quizá sea imprudente... A mis años...

—Tonterías —dijo tito—. Pero no te apures. Guardé tu viejo bañador. Guardé todas las cosillas que dejaste aquí. Están en el primer cajón de la cómoda.

Buela abrió el cajón y sacó un bañador de lana, negro.

—Mi viejo maillot —dijo sorprendida—. ¿Cómo se te ocurrió guardar esta reliquia? Está muy pasado de moda.

—No te apures, te compraré uno nuevo en las tiendas del pueblo. Faltaría más —exclamó enfurruñado—. Venir al mar y no mojarse. Nadabas como un delfín, Genoveva.

—Ya, ya, pero Natalia, mi hija, dice que puede darme un vahído.

—Yo estaré cerca de ti. Y enseñaré a nadar a la mocosa.

—Si decido mojarme también puedo enseñarla yo —contestó Buela envalentonada.

Se disputaron unos segundos. A ver cuál de los dos me enseñaría a nadar. Al fin decidieron que lo harían entre los dos y tito Juan dejó que nos instalásemos.

—En cuanto estéis listas podremos almorzar. ¿Come de todo Veva?

—No te apures por ella.

—Hasta ahora, pues.

Durante la comida, ¡riquísima!, me di cuenta de que tito Juan veía muy poco. Quiso dejar la salsera al borde de la mesa y se le cayó al suelo. Volcó su vaso de vino y por poco tumba las vinagreras. Cuando hacía algún disparate se ponía muy nervioso, como de mal humor, y por último dijo a Buela:

—En otoño me operarán de cataratas. Voy casi a tientas.

Buela suspiró.

—Quedarás como nuevo. Mejor que nunca.

—Tuve que dejar de conducir hace algún tiempo. Pero no hay problema —añadió disimulando—. Peret nos llevará adonde queramos y, para los alrededores, tengo una tartana. No sabes la ilusión que me produce conducir una tartana. Me fío más de los ojos de un solo caballo, que de los dieciocho caballos que pueda tener un Mercedes. Moreno ve por mí. Cuando lo monto, o lo engancho a la tartana, voy seguro. En cuanto pase el primer calor de la tarde daremos una vuelta.

Desde las ventanas del comedor también se veía el mar. Frente a nosotros sólo se veían pinos y mar, y una montaña cortada a pico donde se estrellaban las olas.

—El Cabo —murmuró Buela—. El acantilado. Lo he soñado miles de veces. ¿Todavía vive el torrero?

—Está retirado. Ahora el faro es automático. Fulgencio, el torrero, es un viejecito que va para los noventa años. Iremos a verle, un día de estos. ¡Vaya si tiene buenos ojos el abuelo! —dijo con admiración, ni siquiera lleva gafas. Eso sí, no le queda ni un diente. Y no quiere ponerse dentadura postiza.

«Seguro que tito Juan, como Buela, lleva dentadura postiza», pensé acordándome del día en que quise probarme la de Buela.

—Mira —aclaró tito—. A mí no me falta ni una pieza, pero voy trompicándome con todos los obstáculos que me salen al paso. Y Dios sabe si son numerosos. Donde menos se piensa hay una piedra, un escalón, o cualquier amoladura. No sé por qué no inventan ojos postizos.

—Dejemos eso —dijo Buela—. Son pequeñeces. Cuéntame de tu vida en Venezuela.

Tito Juan empezó por el principio; cuando se marchó de España.

—Tengo que contarte muchas cosas, pero empecemos por mi marcha. Esta casa, ya lo sabes, siempre tuvo muchas tierras alrededor, que producían poco. Llamé a Pere, el colono, y le dije: «Tú, de esto, entiendes más que nadie. Mis padres y mi hermano confiaban en ti. Voy a marcharme; me encuentro solo y descentrado. Antes repartiré la heredad en dos: una para ti, otra para mí. Sólo te pido que me conserves la casa y hagas con las tierras lo que juzgues oportuno. Como si fuesen tuyas». En Venezuela encontré, rápidamente, trabajo. Me lié en un negocio de mariscos; al fin y al cabo siempre he vivido al lado del mar. Prosperé. Gané lo que quise, trabajando como una bestia, eso sí. Tuve coches. Cada vez mejores. Te diré: en el fondo me harté de conducir, por eso me hace tanta ilusión la tartana. Y no me casé. Añoraba las mujeres de esta región, bien plantadas y sensatas. Un buen día, el año pasado, al cumplir los sesenta y cuatro, me dije: «Hay que retirarse. Hay que volver». Pere había muerto, pero quedaba Peret. Nos habíamos carteado durante los años que duró mi ausencia, le puse dos letras. «Vuelvo a mi tierra. Tenme la casa preparada». Y aquí me vine. Al llegar me llevé la gran sorpresa; Peret había hecho fructificar las tierras. Las de él y las mías. Me entregó mi parte que superaba, en mucho, lo que yo había hecho allá lejos. Y aquí me ves —dijo a Buela—, lleno de dinero... y solo.

—Puedes casarte. Estás muy bien para tu edad, que no es tanta. Tus sesenta y cinco son de buen ver.

Tito Juan se echó a reír y se dirigió a mí como si yo pudiera aconsejarle.

—¿Oyes lo que dice tu abuela? No ha comprendido nada todavía. —Y añadió—: Se me han pasado las ganas de casarme, Genoveva, pero quiero tener una familia, ¡caramba! Tú y los tuyos sois mi familia natural.

—Sí —contesté—. Sí, ¡caramba!

—Anda. Dice caramba.

—Sabe unas cuantas palabras —murmuró Buela echándome una mirada y quitando importancia al asunto. Repite lo que oye. El otro día, sin ir más lejos, soltó una palabrota horrible. No sabe lo que dice.

—Sí sé, ¡caramba! —contesté furiosa.

Con lo que a mí me hubiera gustado hablar con tito Juan. Interrumpirle, preguntarle por Venezuela y los mariscos. ¿Cómo eran los mariscos de Venezuela? Enormes sin duda.

—¡Vaya! ¡Vaya! —exclamó tito Juan haciéndome una carantoña. Y a Buela—: Me gusta la chiquita. Si tú eres su abuela, yo soy su tito abuelo, ¿no?

Buela se quedó cortada. Tito se encogió de hombros.

—Ya sé que no nos une ningún parentesco, mujer, pero tú eres su Buela, como ella dice. Y yo soy tu tito Buelo. ¿Quieres que sea tu tito, Veva?

—Sí, sí, tito.

Tito Juan, al levantarse de la mesa, volcó la silla. Me puse a su lado y le di la mano; iba lleno de desolladuras el pobre tito.

—Ahora vamos a dormir la siesta —dijo Buela.

Y tito Juan contestó:

—Es una gran idea.