EL MAR Y YO

El primero en echarse al agua fue Crac. Lo hizo desde la motora, poco antes de que tito la amarrara a un rudimentario noray. El perro nadó hacia La Caleta y ya en la playa se sacudió vigorosamente. Sus pelos quedaron hirsutos y poco después se esponjaron de nuevo; el sol pegaba de veras. Tito tendió la mano a Buela que me llevaba en brazos. Desembarcar no fue nada fácil. En La Caleta sólo vimos media docena de bañistas, pero ningún niño. Echaba de menos a mi amigo Javi; con él lo hubiese pasado bomba. Más bien gruesa, la arena se veía muy limpia y la cala, tan recogida, que en verdad parecía una bañera. Creí que íbamos a instalarnos allí, a la orilla del mar. Tenía cubo y pala, y Buela me había dicho que me enseñaría a hacer pasteles, pero no. Tito Juan tomó un senderito entre las rocas y Buela le siguió, tirándome de la mano. Crac en retaguardia. A pesar de las alpargatas el camino aquel era endemoniado, lleno de subidas y bajadas, rocas y pedruscos. Tito no parecía darse cuenta de que Buela era muy vieja y yo muy pequeña. Iba adelante, seguramente a un sitio determinado ya que Buela se limitó a seguirle, aquí me caigo aquí me levanto, torciéndose los pies, gateando de vez en cuando y diciendo:

—Hubiera sido mejor quedarnos en la playa, Juan. Estos no son caminos para mis años ni para Veva.

—Quita, quita. En cuanto lleguemos a la roca plana ya me dirás. Era nuestro sitio.

Efectivamente. Llegamos a una pequeña explanada de roca viva. Se alzaba a un palmo del agua y apenas llegados allí, tito se quedó en slip de baño, envolvió las gafas en los shorts, se quitó las alpargatas y antes de que nos diésemos cuenta se había zambullido y nos sonreía desde dentro del agua.

—Échate, Genoveva —dijo a Buela que le miraba con envidia.

—¿Estás loco? ¿Quién vigilará a Veva? Aquí, el mar es muy profundo.

Ni por un momento se me ocurrió pensar que Buela iba a saltar al agua desde aquella roca y, sin embargo, la noté indecisa. Por lo visto aquel lugar era «el sitio». Aquella roca «su roca». Desde allí debían de echarse los tres: el primer marido de Buela, su hermano Juan y ella. Quizá, también los dos hijos del primer matrimonio. Aquella plataforma rocosa guardaba los mejores años de la vida de Buela y por lo mismo miraba a tito Juan y me miraba a mí, dudosa. La animé aunque sólo fuera para oírle decir:

«No, Veva, no. Sería una locura a mis años. Aunque por gusto lo haría. La roca está a un palmo del agua, hay buena profundidad y nada puede ocurrir. Por si fuera poco, Juan es un excelente nadador.»

Pero no dijo nada de eso, todo lo contrario. Se puso el gorro blanco de goma y tito Juan gritó de nuevo.

—Salta de una vez, Genoveva.

Buela me dijo entonces.

—No te muevas de aquí. Justo entro y salgo. Luego iremos a la playa. Mira, Crac te hará compañía.

Crac y yo nos miramos. Noté que el perro me tenía lástima.

—Llévame contigo, Buela.

—Deja que me moje primero. Prométeme que no te moverás.

La vi tan ilusionada que prometí; Buela confiaba en mi palabra. Entonces se quitó las alpargatas y las gafas. Se quitó el albornoz y la miré. Una sardinita. Era tan flaca Buela que me entraron ganas de llorar. Una viejita en maillot de competición daba un poco de risa, pero a mí me hizo llorar.

—¿Por qué lloras, Veva? No va a ocurrirme nada.

No podía decirle: «Lloro de verte. Estás muy rara, Buela, tan desvestida. No tienes nada, nada de lo que debes tener».

—Mira. Tú, también vas a quedarte en bañador. En cuanto me haya mojado me acercaré a la roca y te cogeré en brazos. Ya verás qué baño tan rico. Crac te hará compañía —repitió como si el perro fuera persona. Tito se impacientaba.

—¿Vienes de una santa vez?

Buela, después de quitarme los tejanos y la blusa, extendió la toalla sobre la roca y dijo que me sentara. Volvió a recomendarme que no me moviera y finalmente se echó de cabeza al mar. Desapareció. Yo me levanté, me arrimé al borde de la roca y al cabo de unos segundos la vi aparecer de nuevo. Buela nadaba bien. Se reía con tito Juan. Sus carcajadas llegaban a mí; me habían olvidado. Me adelanté un poco más y Crac, vigilante, me gruñó. ¡El colmo! Llegué al mismo borde de la roca y grité con toda mi alma:

—Buela... ¡Allá voy!

Pegué un brinco y caí sentada en aquel mar tan bueno. Oí dos gritos, el de Buela y el de tito Juan, y los ladridos de Crac que chapuzó de nuevo.

Abrí los ojos y me vi envuelta en agua. Los brazos de tito me agarraron. Los vi asustados.

—¡Criatura de Dios! —exclamó Buela.

Escupí un poco de agua que había tragado y me colgué del cuello de Buela.

—Déjame nadar un poquito —le dije en la oreja. Es fácil.

—Vamos a la playa —dijo entonces tito. Y me remolcó diciendo:

—¡Caramba! ¡Vaya sorpresa! Puede decirse que ha aprendido a nadar de golpe.

Podía nadar. Buela y tito me soltaron. Nos dirigimos a la playa. Poco a poco hicimos pie y tito dijo a Buela:

—Voy a buscar lo que dejamos en la roca.

Se adentró de nuevo en el mar y nosotras nos quedamos echadas en la orilla. Tibios lametones de agua y arena acariciaban nuestro cuerpo, nos hacían cosquillas. Buela y yo éramos dos barquitos a medio varar.

—¡Qué delicia! —exclamó Buela. Luego se sentó y añadió riendo—: Mira. Ahí viene tito Juan, cargado con todo lo nuestro y haciendo equilibrios para no caerse.

Mientras Buela me daba un restregón con la toalla, tito Juan comentó:

—Esta niña es muy avispada para su edad. ¿No la oíste decir «allá voy» cuando saltó desde la roca?

—Sólo dijo «Buela». Lo otro has debido de oírlo en sueños.

—¡Vaya, vaya! Juraría...

—Pues no jures que es muy feo.

Después de hacer unos pasteles volvimos al agua, pero sin trepar a la roca. Por último regresamos a casa. Aquella tarde iba a conocer a Manolo y a Jordi, los gemelos de Peret, quien tenía un montón de hijos ya mayores. Los gemelos se llevaban muchos años de diferencia con los otros hermanos, igual que yo con los míos. Aquello me tranquilizó bastante.

La Masía de Peret quedaba relativamente cerca de la del tito Juan. Cuando las tierras empezaron a rendir, Peret convirtió la casita de sus padres en una casona confortable y capaz para la gran familia. Clarisa, la mujer de Peret, era rubia, tenía azules los ojos, la cara afable y el cuerpo airoso. Los gemelos salieron rubios como la madre y siempre iban juntos. Clarisa había preparado la mesa de la merienda en el porche.

—Puede decirse que, en verano, hacemos la vida aquí —dijo.

Buela afirmó que la casa aquella era la más bonita que había visto en su vida. Me di cuenta de que Buela repetía a menudo ciertas cosas; también a tito Juan le había dicho que su casa era un pequeño paraíso. Tenía razón y aunque mintiera un poco era una mentira amable. Las dos casas, cada una en su estilo, eran como para quedarse con la boca abierta. Tito Juan se sentó en el sillón de mimbre que debía de ser el que siempre utilizaba. Buela se aposentó en la pareja y entonces empezaron a salir chicos y chicas por todas partes, los siete mayores del matrimonio, morenos como Peret.

—¿Ésta es la pequeña? —preguntó Clarisa a Buela.

—Sí, la más pequeña.

—¿Qué tiempo tiene?

—Nueve meses. Es de octubre.

—Pues camina muy bien para su edad. Mis gemelos fueron muy torpes. Hasta los catorce meses no dieron ni un paso.

A los gemelos les faltaba poco para cumplir los dos años. Aparecieron al fin, recién lavados y peinados. Los dos eran fuertotes y rubios, pero no se confundían. Manolo era muy serio mientras Jorge sonreía siempre. Ninguno de los dos hablaba —lo que se dice hablar—, se limitaban a hacer ruidos imitando esto o lo otro. Los dos tiraban de un camión de plástico, idéntico para no pelearse, y no paraban de hacer bruuum, bruuum, en lugar de decir: el camión.

—Si no tienen las mismas cosas y no les visto igual, hay peleas. Siempre creen que lo del otro es mejor, o más bonito.

Manolo tenía el cabello lacio y Jordi, rizoso. Se sentaron a la mesa y empezaron a picar de todo. Yo hice lo mismo. Clarisa dijo que aquello era una merienda-cena y no mintió. Chicos y grandes nos apiporramos de pan con tomate y jamón, de tortilla y longaniza, de dulces, frutas, almendras, avellanas e higos secos. Clarisa atendía a todos, sirvió vino de garnacha a los mayores y leche a los demás. Clarisa sacó, también, batidos de fruta; a mí me gustaban más que la leche y me bebí un gran vaso.

Cuando los chicos y chicas mayores desaparecieron, Peret dijo a los gemelos:

—Id a jugar con Veva. Que no os perdamos de vista.

Total: nos quedamos frente al porche, con Crac y Llop, el perro guardián de los Antic, un lobo con más paciencia que un santo. Digo esto porque los gemelos no paraban de mortificarle y él se limitaba a sacudírselos de encima, como si fueran pulgas. Luego supe que Llop sabía infundir respeto a los extraños con sólo un gruñido, con enseñar sus colmillos. Los dos animales no parecían congeniar. Crac era un sabueso de expresión dulce y ojos de lince. Tito Juan debió de adquirirlo por esta razón; con Crac se sentía seguro. Las visitas aquellas, que debían de ser frecuentes, aburrían mucho a los perros, de modo que se echaron al sol de la tarde, nos miraban de vez en cuando, meneaban la cola o aguzaban las orejas en cuanto oían algún coche en la carretera.

Los gemelos debían de estar acostumbrados a jugar solos, ellos dos. Cuando quise entrar en el juego, Jordi me apartó y me sacó la lengua. Entonces me acerqué a él y le quité el camión, para que aprendiera. Manolo me dio con el suyo en la cabeza, le devolví el golpe y Manolo empezó a llorar. Los mayores se alertaron.

—¿Qué pasa? —preguntó Clarisa, la mamá de los gemelos.

Los dos me señalaron, me acusaron ya que el camión de Jordi aún lo tenía en mis manos.

Buela vino a mi lado. Me reprendió.

—Anda. Devuelve el camión a Jordi y dale un beso.

¡Un beso! Podía esperar sentado. Aún me dolía el porrazo, el primero que recibía en mis cortos meses. Bisbiseé al oído de Buela:

—No le daré ningún beso.

Peret puso fin a la discusión. Fuimos a los corrales y me regaló otro conejito. Era blanco y tenía los ojos rosados.

—Puedes llevártelo —me dijo Peret que parecía comprensivo y simpático—. Y ven aquí siempre que quieras. Ya verás cómo te haces amiga de Manolo y de Jordi.

En un descuido de los padres, los gemelos me sacaron de nuevo la lengua y yo dije a Buela por lo bajines:

—Son dos salvajes.

Al llegar a casa llamaron los papás. Partían al día siguiente, a primera hora de la mañana. Buela dijo que todo iba bien y que yo comía mucho. Mamá quiso escucharme y me dijo: «Os enviaremos postales todos los días ¿comprendes Veva?». «Sí», contesté. Tenía ganas de decirle: «Mamá, no creas que te olvido. Pienso mucho en vosotros. Os quiero. Sonríe mamá, por favor. Déjame tu sonrisa». Me limité a decir «sí» porque Buela me miraba con ojos serios y porque los niños pequeños no han de hablar; lo echarían todo a perder.