… Y ÉL

Si una dulce vejez algún día te otorgan los dioses, aún los dos escaparnos podremos de tanto infortunio.

(LA ODISEA. R. XXIII.)

SABÍA QUE ERA IMPOSIBLE. Gabriel no podía llamarle por la sencilla razón de que había muerto. Luchaba contra la pesadilla que le hacía revivir la calurosa tarde de julio, cuando él, con los brazos vacíos subió lentamente las Ramblas y luego el Paseo de Gracia.

Recordaba perfectamente el banco donde se había sentado y casi podría repetir los actos de aquel día. Pero aun soñando sabía que Gabriel no le había llamado. No podía llamarle porque había muerto. Él le estuvo buscando horas y horas, manchando sus manos con la sangre de los otros y no le encontró.

Sin embargo, oía su voz. Su lejana y apagada voz.

Deseaba despertarse. Aquello le dolía demasiado y no era cierto. Dio media vuelta en el lecho y, finalmente, tomó contacto con el mundo. Estaba bañado en sudor. Otra vez había estado soñando. Lo extraordinario era que hacía tiempo y tiempo no le sucedía con Gabriel. Nunca, mejor dicho. No soñaba nunca con los amigos ni con Dominica. Sus sueños eran imprecisos, vagas situaciones de las cuales rara vez se acordaba por la mañana. Pero el de aquella noche era angustioso. Encendió la luz de la mesilla de noche y contempló a su mujer.

Así, dormida, era la misma de los primeros tiempos. Plácida y abandonada. No podría dejar de amarla. Aunque no fuera la Dominica que él había mejorado, deformado allá lejos, seguía siendo la forma blanca entrevista en medio de la lluvia. Aun ahora, pese a su rebelión y su frecuente aspereza, había en ella la fragilidad, la falta de fuerza que tanto ansiaba en la mujer.

Le pasó la mano por los cabellos. Le habían crecido un poco desde su regreso. Él se lo pidió. Y eran sedosos, lisos. Los labios los tenía entreabiertos como si fuera a decir algo. Le tomó la mano. En pleno mes de julio la tenía fresca. La mano de Dominica quedó reposando en la suya blanda, blanca.

Y no experimentó ningún miedo por la sencilla razón de que no pensaba del todo en Dominica. A decir verdad, se sentía inquieto por el sueño y hubiera deseado hablar un momento con ella. Se levantó de la cama e hizo ruido adrede. Dominica iba a despertarse. Tenía el dormir ligero, más en estos últimos tiempos. No consiguió su propósito. Los labios de ella continuaban abriéndose como en un vano intento de hablar y la cabeza se movía en la almohada. Se inclinó sobre ella.

—¡Dominica!

Nada. Sopló sobre su rostro. Alguna vez la despertó así antes. Encendió luego la luz, todas las luces. La tomó del hombro y la sacudió primero cuidadosamente, más tarde con rudeza. Dominica dormía. Le golpeó las mejillas con impaciencia, la asió por debajo de los brazos y la sentó en el lecho. La cabeza de Dominica quedó inclinada, colgándole sobre el pecho, el pelo caído sobre la cara. La llamó gritando: «¡Domi! ¡Dominica!»

Y ella no respondió. Quedó allí, en sus brazos, pesada, como una cosa, como un muerto.

Cerró los ojos. Se sentó al borde de la cama se restregó la frente y se rascó la cabeza. Estaba soñando. Seguramente estaba soñando, dentro de un momento despertaría y todo habría pasado. Intentar una prueba. Andar. Ir al cuarto de baño. Tocar el agua y sentir sensación de frío en sus manos. Abrió el grifo y sus manos se llenaron de agua. Sintió el frío recorrerle todo el cuerpo.

Tomó un vaso, lo llenó de agua y gritando para que se despertara lo arrojó al rostro de su mujer. Los cabellos se empaparon, el rostro quedó mojado, lleno de gotas, tranquilo. Dormido.

Y él estaba despierto. Y no comprendía. Pasó al vestidor como un autómata. Buscó sus prendas. Sobre la cómoda había un teléfono. Lo descolgó y llamó a Florencio. Eran casi las cuatro de la madrugada. La voz de Florencio —aún adormilada— era bronca, real. Florencio le contestaba. Y él le dijo: «El coche, tenlo en seguida».

Corrió a la ventana, desde donde se divisaba la vivienda del chófer y vio a éste a los pocos momentos salir de ella, agarrando la americana que le tendía Regina. Regina, medio desnuda. El garaje estaba al otro lado de la casa y hacia allí le vio encaminarse a grandes zancadas.

Todavía estaba en la duda. ¿Avisar a los padres? No. Eso y todo lo demás habrían de resolverlo únicamente entre él y Dominica.

La envolvió con su gabardina y la tomó en sus brazos. Pesaba muy poco. Avanzó y bajó la escalera sin hacer ruido. Sintió unas ganas atroces de llorar. No había llorado al despedirse de ella. Ni lloró aquel día, cuando se sentía como una uva madura, junto a la madre de Gabriel. Las lágrimas le parecían superfluas. Gabriel había muerto y quedaba el dolor. El profundo recuerdo. La huella que no borraron los años ni nuevos sufrimientos. Pero Dominica… estaba viva, caliente entre sus brazos y debía salvarse. No sabía. Aún no sabía nada, pero sí que debía salvarla. Esta vez sus brazos llevaban un cuerpo que debía salvarse. Y por ese cuerpo vivo, por ella, sí, no le daba vergüenza verter sus lágrimas de hombre ni que le viera Florencio. Ni que cuando le preguntara dónde quería ir a aquellas horas, él no supiera a ciencia cierta adónde dirigirse.

—A la clínica más próxima. Aprisa.

Cuando la entregó al médico, cuando le preguntaron: «¿Qué le sucede?», se limitó a mover la cabeza.

—¿Qué cree usted que puede haberle sucedido?

No lo sabía. No podía saberlo ni imaginarlo. Aún no. Entonces le hicieron pasar a una sala de espera donde otros dos hombres aguardaban. Él no quería separarse de Dominica, pero el doctor y las enfermeras lo alejaban. Decían que se tranquilizara. Se cuidarían de ella. Tener confianza. «No. No sería nada. Todo resuelto en unas horas.» Luego le explicarían. «No era grave.» Tenía suerte. «Sí. De cuando en cuando se presentaba un caso parecido. Por inadvertencia.» Tenía mucha suerte. Suerte de haberse dado cuenta.

En la sala de espera había otros dos hombres. Se sentó después de saludar y su voz le pareció un eco, una costumbre. Hundió la frente entre las manos. Murmuraba su nombre, el de ella. No deseaba dejarla sola e iría repitiendo su nombre. Le interpelaban:

—¿Nervioso? ¿Es el primero?

¿De qué le hablaban? ¿El primero de qué?

—Perdón. Estaba distraído. ¿Decía?

—Que siempre se está nervioso cuando se espera el primer hijo. Luego, como en todo, viene la costumbre.

Y el otro hombre asentía:

—Y las mujeres son asombrosas. No le dan la menor importancia. Nosotros vamos a casa del dentista muertos de canguelo y ellas vienen aquí como si fueran a pasar una temporada de reposo.

Les dio la razón.

La primera clínica surgida al paso era exactamente el lugar donde se daba vida. Allí nacían seres y las enfermas eran mujeres cuya enfermedad era la única que produce vida. Quizá alguna hubiera muerto. Tan pocas, que de ello no se hablaba. Los dos hombres que aguardaban parecían jóvenes, tranquilos. Se contaban su vida. Hacían cábalas sobre el sexo del que iba a nacer. Uno de ellos sabía incluso el sexo.

—No se preocupe, hombre. Todas las mujeres han pasado por este trance desde que el mundo es mundo.

Hablaban de la mujer con tanto despego que se sintió casi ofendido. Los miró. Ellos no podían saber. Dos hombres corrientes que hablaban de los sucesos cotidianos y del hijo que iba a nacer. Sin duda buenos maridos, buenos padres. Se mostraban el uno al otro las fotos de sus hijos y las de sus esposas. Serían amigos algún día gracias a esa pequeña coincidencia de haber tenido un nuevo hijo en determinado momento. Le pasaron las fotos. ¿No tenía él fotos de los suyos?

Contemplaba los hijos y las mujeres de aquellos desconocidos sintiendo que las lágrimas le subían por la garganta. Mujeres sonrientes entre sus pequeños. Esposas de aquellos dos hombres que aguardaban un nacimiento hablando de fútbol, lamentando uno de ellos no estar en Pamplona para las fiestas de San Fermín. Leyendo los periódicos de la noche.

—Estas conversaciones franco-vietnamitas… Ahora discuten sobre el destino y trato de los prisioneros de guerra de Indochina. Dicen que algunos de ellos llevan ocho años…

—Ocho años. Para morirse de asco.

—¡Bah! Son exaltados. Mercenarios o gente más o menos chiflada. En Indochina hay de todo. Hasta españoles.

—¡Vaya broma!

Hombres algunos años más jóvenes que él, pertenecientes a esa generación intermedia que fue adolescente cuando él ya era hombre. Hombres que no sintieron nunca vibrar la patria que nunca participarían en ninguna guerra, que continuarían haciendo política y… preparando quizás una nueva contienda para una nueva generación. Él no recordaba haber hecho nunca política. Pero sintió la guerra como un impulso elemental, irrazonado. Contempló a sus compañeros de espera. Hombres sin recuerdos, sin lastres, y sus estúpidas rémoras. Maridos de mujeres que, una vez uncidas al yugo común, no habían tenido ocasión de salirse de las eternas roderas.

Se sintió ajeno a ellos, extraño. Envidió la suprema ignorancia, estimó en su justa valía el equilibrio de los dos compañeros que la noche le había reservado. Pero le era imposible hablar con ellos. Ni él, Antonio, se les parecía, ni ella, Dominica, era como las dos sonrientes mujeres de las fotos. Las otras dos aguardaban el hijo.

No se trataba de la hipotética vida de un nuevo hijo. Él aguardaba la vida de ella, la de Dominica. Y en aquel momento deseaba con toda el alma que se salvara su mujer, aunque tuviera que confesar que no era feliz con ella, aunque ella no le amara. Pero ella era la única que habría sufrido en la misma medida y, por consiguiente, la única capaz de no herirle con palabras hueras o vulgares.

Entró la enfermera. Movidos por el mismo resorte se levantaron los tres a un tiempo. Él fue el solicitado. Los otros le deseaban suerte, le felicitaban sentándose de nuevo. Salió de la sala de espera deslizándose tras la enfermera.

—¿Cómo está? Dígame…

—Ahora hablará con el doctor.

Le recibió en el despacho y al verle recordó que aquélla era una noche de julio, pegajosa y calenturienta. El hombre, frente a él, tenía el pijama sudado. Le tendía un cigarrillo y aceptó. Tampoco había pensado en fumar desde que despertó de su pesadilla.

—Vamos a hablar tranquilamente. Cuénteme…

—No sé nada, doctor. Ella no respondía. Tuve miedo. Eso es todo.

No quiso saber la verdad a través del extraño. Dominica vivía y ni él ni ella tenían por qué dar explicaciones. El hombre sentado frente a él podía seguir abriendo y cerrando la boca —como un pez fuera del agua—, que él no tenía tampoco por qué escucharle. Dominica vivía y él comprendía. No podía explicarle.

No hay

—… estado depresivo.

Ahora le hablaba de su salud. Debían de haberle tomado la tensión, la temperatura, y todo eso. Le pareció estar escuchando el deslavazado y eterno cuestionario médico: «Saca la lengua. Tose. Respira. Contén la respiración. Tose. Di treinta y tres. Treinta y tres. Treinta y tres. ¿Funcionan bien tus intestinos? ¿Tienes apetito? ¿Duele? ¿Aquí? ¿Aquí? ¿Aquí?» Dolía terriblemente, pero en ningún lado podía localizar el dolor.

No hay

La pluma del médico arañaba el papel. Era una receta. «Reposo y…»

Quizá ya ni le hablaba de ella. A lo mejor —como los dos hombres que aguardaban—, la boca se abría y se cerraba para comentar los últimos sucesos del mundo.

No hay

—… distracción.

Le pareció haber pescado la palabra.

No hay

—Dentro de unas horas podrá trasladarla otra vez a su casa —decía ahora el hombre del pijama blanco— o si prefiere dejarla aquí unos días… Como quiera.

—Creo que unos días de clínica serían convenientes.

Contestó al azar. Intuía que eran necesarios unos días de soledad, de alejamiento.

—Vamos a verla —dijo el especialista levantándose—. Duerme todavía. Es posible que siga durmiendo o dormitando unas horas. No tiene la menor importancia. Sería contraproducente querer impedir ese sueño. Cuando despierte, su estado será casi normal.

Cuando se aproximó al lecho donde reposaba Dominica sintió otra vez, la opresión que anteriormente le había agarrotado. Sería difícil. Iba a ser muy doloroso aquel despertar. Lo estaba previendo. Dominica lo había preparado todo muy a conciencia y él había echado por tierra sus planes. ¿Se lo agradecería? Sabía que el acto de su mujer había sido, sin duda alguna, premeditado. Debió de pensarlo mucho antes de decidirse y, una vez decidida se encontró, al parecer, liberada. Repasó los hechos del día anterior y se acusó de no haber sido lo suficientemente agudo para notar que el súbito contento, la nueva paz que emanaba de Dominica era la certeza de que aquello iba a terminar. Y no había terminado. No terminó porque él, aunque inconsciente, vivía con ella, estaba pendiente de ella. La voz que le llamó, según su sueño, era la de Gabriel. Pero él temía por Dominica y Dominica vivía, pese a ella. Cuando despertara tendría, ¿quién sabe?, la inmensa decepción de no haber llegado a término. Y sería muy difícil hacérselo aceptar.

Le tomó la mano. Estaba tibia y por ella circulaba la vida. Miró la hora. Eran cerca de las ocho de la mañana.

Entonces se acordó de los suyos, de que no vivían solos, de que había explicaciones. Y antes que nada tenía que salvar a su mujer de las consecuencias de su acto. Pensó en su padre y desde la clínica le mandó llamar.

Al padre sí, pudo contárselo todo. Es decir, no hizo falta. Enrique Rogers lo sabía.

—Me lo figuraba, Antonio. No quise hablarte. Lo sucedido no puede juzgarse, pues resulta imposible juzgar la sinrazón misteriosa que de dos seres unidos legalmente hace dos adversarios, dos enemigos, dos desconocidos. Ni yo ni nadie puede condenar a Dominica. Ella quiso desaparecer y no lo ha logrado. Luchó tanto, que se agotó en la lucha. Seguramente lo mejor de ella, estaba aniquilado cuando cometió el acto. Compréndela. No tenía dónde refugiarse. Ningún reproche podía dirigirte. Volvías, volviste a casa aureolado con tu nueva personalidad de héroe, de mártir. Y ella, ellas, Antonio, no desean ser esposas de héroes. Dominica amó al hombre que eras, no al que ha vuelto.

No hay

Si ella le necesitara le encontraría siempre a su lado. «El combate más duro. La lucha contra mí mismo y mis propias apetencias. La lucha continua del hombre por conquistar lo que es suyo y puede no pertenecerle.» Porque él sabía que era imposible apropiarse de la voluntad del otro. La voluntad del otro quedaba siempre libre. Siempre. Dentro de uno mismo, él sabía que siempre había sido libre.

Eso era. Y él recordaba que, incluso allá, cuando en su cuerpo ya no había carne ni fibra ni sensación de fuerza, todavía le quedaba el yo mismo, indómito y libre. Cuando a ese cuerpo se le martirizaba, se le obligaba, humillaba o hacinaba entre tantos otros cuerpos tan desdichados como el suyo, todavía seguía siendo, dentro de él su propio dueño; su yo mismo. Cuando la rebelión se volvía externa y había gritado; cuando se le impuso silencio a la fuerza; su voz interna, seguía hablando, clamando. Esa voz libre. Era él mismo. Cuando castigado dejó de ver la luz, encerrado días y noches, que se sucedían exteriormente sin que él pudiera adivinar el cambio, dentro de él había luz y veía. Le habían sustraído al mundo externo, el de los objetos, pero su mundo, el que llevaba dentro de sí, lleno de imágenes, permanecía intacto. Era propio y no podían arrebatárselo. Era él mismo y por consiguiente inviolable. Era lo que le había salvado. Aquello que no se achicó como se fue achicando el cuerpo. Fue lo que siguió creciendo y en los peores momentos le devolvía conciencia de su ser y de su dignidad de hombre.

No trataría de apoderarse, de querer apoderarse a la fuerza de este tremendo yo tanto más libre cuanto más tiranizado. Le dejaría en libertad de escoger y, si un día, si un día Dominica volviera a entregarle su conciencia, su yo… Pero no debía pensar en ello. Bien sabía él que ni los años, ni la esclavitud, ni la fuerza podían rendir esa suprema libertad del hombre.

Cuando le avisaron que Dominica empezaba a despertarse, se despidió del padre. Enrique Rogers lo explicaría en casa. Diría que Dominica había sufrido un accidente. ¡Tantas cosas se explican con una sencilla palabra!

Él estaría a su lado en aquel momento. Tenía mucho miedo otra vez y se sintió torpe. Pero deseaba estar a su lado.

La vio entreabrir los ojos. Quedaron un momento fijos en el techo y luego, como haciendo un esfuerzo, se volvieron a él. Nada dijo. Volvió a cerrar los ojos.

Pasaron unos minutos más. Ignoraba si había recobrado el conocimiento o bien si seguía en sus sueños. No le dijo nada.

Dominica se despertaba otra vez y pareció extrañada del lugar. Aún no recordaba.

A lo lejos se oyó el llanto de un recién nacido. Seguramente uno de los dos nacidos aquella noche. Dominica escuchó sorprendida…

—¿Por qué, Antonio?

Todavía no recordaba.

—Recuerda, Domi, anoche…

Repitió ella:

—Anoche…

—Anoche… —insistió él, sin atreverse a continuar.

Repetía ella, como una lección:

—Anoche… quise morir.

Cerró los ojos y de sus labios escuchó un relato oscuro.

—No encontraba la salida y tenía que llegar hasta el final. Ya no era doloroso. Cuando una sabe que hay un final, ya nada nos hiere ni nos agobia. Allí, al final de la estrecha calle… Tú estabas lejos. No tenía fuerzas y era como un embudo. No sé cómo pude meterme dentro de aquel embudo…

Divagaba, seguramente mezclando realidad y sueño.

—Yo estaba a tu lado, Dominica. Yo siempre estuve a tu lado. Hubiera sido tan sencillo explicarme…

Ella seguía ajena:

—Desaparecer. Salir yo sola. Era lo mejor. Una vieja dijo: «Nadie es imprescindible. El hombre se consuela». Yo no hago nada aquí.

Pasó sus manos sobre los labios de ella.

—Calla, Domi.

Le dolían sus palabras; tenía otra vez ganas de suplicarle y de decir: «Calla, Domi. Mientras haya una sola persona en el mundo que nos esté esperando, aunque no nos necesite, tenemos la obligación de vivir por ella».

—¿Por qué no me dejaste, Antonio? Tú hubieras hecho como Germán. Otra mujer. Sin recuerdos. Hijos… Yo quisiera…

—Calla, Domi.

Le tomó la mano. Hundió su cara entre las sábanas.

—Tú no puedes. Deja que te ayude. Y calla, Domi. Calla.

Desde la clínica la llevó directamente a Palafrugell. En la casa dio una vaga explicación. Dominica había sufrido un pequeño accidente. Lo mejor era dejarla descansar en la clínica y luego acompañarla al lugar determinado para el veraneo. Hacía mucho, muchísimo calor. Y Dominica prefería la vieja casa de Palafrugell a la estancia en Camprodón, donde los Rogers acostumbraban a pasar últimamente los meses de verano.

—Pero, Antonio, tu mujer estará muy sola en aquella casa. La abuela ha muerto y también la vieja criada. Una mujer de pueblo guarda la casa. ¿No crees que estaría mejor con nosotros?

Éstas y otras razones argüía Mercedes Silva, que no llegaba a comprender. Para ella todo se tornaba confuso de un tiempo a esta parte. Lo atribuía a su edad y a la incapacidad normal de adaptarse a ciertas situaciones. ¿Por qué Dominica no volvía a la casa de San Gervasio? Lo lógico era que recogiera sus cosas y viera cuánto le hacía falta para la temporada en Palafrugell. «No. Nada de eso.» Él dijo a la madre que hiciese las maletas y que todo iría perfectamente.

No quería explicar y discutir. Le era muy difícil. Sabía que Mercedes no comprendería nunca el acto de Dominica. Lo atribuiría a un descuido, a un error… ¡Pobre madre! Tenía que luchar contra ella para que dejara en paz a Dominica, que, en la clínica, parecía recobrarse poco a poco.

—¡Tan sola, hijo! Anita y yo podríamos turnarnos. Y por la noche…

Ya sabía. Mercedes quería significarle que por las noches él debería quedarse allí a dormir, hacerle compañía. Y era mejor lo contrario. Mucho mejor dejar a Dominica recobrarse por sí misma. Las horas de soledad le eran beneficiosas. Cuando él iba a verla un momento al mediodía, otro a la caída de la tarde, Dominica le esperaba. Hablaban de cosas sin trascendencia. Le pedía su parecer sobre ciertos asuntos pendientes. Del despacho.

—No sé, Antonio. ¿Cómo voy a aconsejarte? Tú entiendes más que yo de esas cosas.

Esas cosas les evitaban hablar del propio conflicto. Pequeñas, sórdidas cuestiones casi siempre ligadas a cosas materiales. Herencias discutidas, indivisos que separaban hermanos antes unidos. Separaciones entre marido y mujer…

Cuando la dejaba y volvía a los suyos, el día que a Anita se le ocurrió decir: «Siempre fue así; rara, diferente. Buena, pero diferente», él se mostró conforme. Cierto. Por eso la hizo su mujer. Había miles, millones de mujeres como Anita para ventura de los miles y millones de Escrivás que poblaban el mundo. Dominica era diferente, había sido escogida por él y no podía negar esa diferencia. Contestó a su hermana: «Dominica es diferente de ti, lo cual equivale a decir que tú eres distinta a ella. A los ojos de Dominica, tú eres la extraña. Hay mujeres como tú, Anita. Buenas mujeres como tú. Y existe además la clase de mujeres que no son como tú». Anita no había comprendido.

La reacción de Enrique fue la lógica en un muchacho de su edad. El pequeño parecía desmesuradamente preocupado. Trató de salir con él. Pero Enrique le huía. Deseaba la soledad. Insistía para que le dejaran pasar el verano en Heidelberg, con unos amigos.

—Aprenderé alemán.

Veía en el hermano el perpetuo cambio e indeterminación. Eso, seguramente, debía de atormentarle. Estudiaba como un condenado y no hablaba ya de Venezuela, sino de Heidelberg.

—En septiembre aprobaré.

A veces le acompañaba a la clínica. El primer día se afectó tanto, que Dominica había dicho:

—Todo ha pasado, Enrique. Vamos, todo ha pasado. Fue un mal momento: nada más.

—Un mal momento, Domi. Perdona.

Seguramente le pedía perdón por su estúpida sensibilidad. Luego hablaron de Heidelberg, de las chicas alemanas, del examen de septiembre.

—¿Crees que aprobarás en septiembre?

Enrique contestó que sí. Le pidió permiso para verla a menudo. Dominica respondió:

—Nos marchamos a Palafrugell en cuanto Antonio lo decida.

Durante el trayecto, y mientras dejaban atrás kilómetros de carretera, él preguntó:

—¿Cómo te las arreglarás en esa casa tan grande y con una mujer de pueblo?

Conducía no demasiado aprisa. Ella iba a su lado. La pregunta pareció cogerla desprevenida.

—No sé. No quiero pensar en lo que haré o será. Ya veremos.

Comprendía lo que Dominica no se atrevía a formularse. Era aceptar la vida a trocitos, a dosis minúsculas unas después de otras para ir acostumbrándose a ella. Él debía admitirlo. Aún más: debía comportarse como si todo hubiera sido hablado y premeditado. Le hubiera sido fácil tomarse quince, veinte días de vacaciones y pasarlos con ella. No lo hizo. Mejor era comportarse como un hombre corriente, ajeno al problema de su mujer. Hacer y actuar por amor lo mismo que otros hacían por hábito o indiferencia.

—Siento no poder quedarme, Domi. Vendré a menudo. Si necesitas algo, llama al despacho. Ya sabes mis horas.

Y la dejó con angustia, con la esperanza de oírle decir: «No me dejes, Antonio». En lugar de la súplica, escuchó:

—Nunca más volvimos a esta casa. La vuestra se vendió y no sé cómo se me ocurrió conservar la mía.

Recorrieron las habitaciones. El patio trasero, lleno de plantas, lleno de recuerdos. Instintivamente alzaron la cabeza. El canalón de recogida de aguas, el tejado, los tejadillos. El hueco en el muro.

No le dijo nada.

Se despidió de ella sin que entre los dos mediara una pregunta. Se alejó de ella despacio, procurando dar a su marcha la menor importancia posible. Por no asustarla con su propio e íntimo temor.

Otra vez se alejaba de ella. Voluntariamente, para darle tiempo a reflexionar, a sentirse libre.

—¿No tienes miedo? —le dijo el padre.

Y él:

—¿Miedo de qué?

Quería negarse el miedo.

—De que intente otra vez.

Lo tenía. Y seguiría teniéndolo en casa, en el despacho, durante las horas diurnas y por las noches. Por las noches pensaría en ella y se despertaría muchas veces implorando: «No lo hagas, Dominica. Tómate tiempo. En todas las luchas el que sabe vencer al tiempo termina ganando».

Tuvo un sobresalto cuando al día siguiente le anunciaron conferencia de Palafrugell. Estaba esperando la voz de la buena mujer anunciándole… —Soy yo, Antonio…

Se quedó mudo. Una bola le obstruía la garganta.

—¿Oyes? Quería solamente hablar contigo. Pensé que…

—¡Dime! ¡Dime!

—Nada. No volverá a suceder. Eso.

La voz iba y venía y él gritaba mientras la telefonista interrumpía:

—¿Hablan? Barcelona, de Palafrugell. ¿Hablan?

Le colgaron. Se quedó un momento mirando al auricular. Lo dejó luego bruscamente sobre el soporte.

Volvió a llamarle dos días después.

—¿Hablan? Barcelona, de Palafrugell.

—¿Dime? ¿Dime?

Le daba una lista de recados. ¿Cuándo iría?

Quiso contestarle: «Ahora, Domi. Mañana. Cuando tú quieras».

Dijo:

—Cualquier día de éstos. Pronto.

—¿El sábado?

—Probablemente.

Colgaron. El sábado. Era miércoles y tres interminables días le separaban de ella. Estaba solo en Barcelona. Los suyos se habían ido a Camprodón y Enrique salía aquella noche con destino a Heidelberg.

Volvía a comprar cosas para Dominica y el recuerdo de los primeros tiempos le roía como una obsesión. Mil cosas absurdas y ridículas había comprado a Dominica durante los años felices. Ella reía y le gritaba a veces: «Pero, hombre de Dios, ¿qué voy a hacer con seis pares de guantes?» Él, confuso, tenía que aclarar: «No lo sé, Domi. Me gustaban los seis y temí equivocarme. Puedes devolverlos, si quieres, o cambiarlos». «No, no… Me quedaré con ellos.»

Antes era distinto. Aunque se equivocara, aunque oyera en boca de Dominica palabras de fingida o real desaprobación, sabía que ello no tenía importancia. Dominica podía enfadarse cuando él, sin acordarse, le regalaba por tercera o cuarta vez la misma cosa. Y podía también burlarse de él y decirle: «Recuerda, Antonio, que sólo tengo dos manos, dos orejas, dos pies, cinco dedos en cada mano, un solo cuerpo y una cabeza». Y su repugnancia por los dulces o los chocolates. «Los aborrecí en los internados.» ¡Cuánta tristeza había en su reflexión! Los dulces significaban encierro, falta de calor. Dominica había aborrecido de niña cuanto los niños amaban.

Resultaba ahora terriblemente difícil no equivocarse. Un regalo demasiado costoso significaba… ¡Las pequeñas cosas! ¿Y si no acertaba en las pequeñas cosas?

Extraña sensación la de penetrar en la casa de Dominica. La revivió como un paisaje de antaño. Ella con el pantalón azul marino y el jersey blanco. Exteriormente mejorada, aunque sólo fuera por el cambio de color. Los ojos más claros, en contraste con la piel.

—Es el mar.

Dominica nunca contestaba exactamente a la pregunta.

—¿Cómo te sientes? —le dijo.

Y ella no decía «Bien». Decía: «Es el mar». El mar, él lo sabía, la rodeaba, la contenía. La afinidad entre Dominica y el mar estaba hecha del sosiego que ella encontraba en el agua. El goce del cuerpo dentro de otro cuerpo. Esa paz, ese sosiego… que él buscaba en ella.

—Traigo todos tus encargos. A ver si he acertado.

No se atrevía a mostrarle lo otro. Las cosas que él había buscado para ella. Todas aquellas cosas que él había ido adquiriendo en las tiendas de Barcelona y que tal vez no fueran nunca de Dominica porque él no se atrevía a dárselas. Porque él sabía que debía ir con cuidado, muy cautelosamente con la amistad.

—Todo perfecto.

Los labios se entreabrían para una leve sonrisa. Los ojos seguían muertos en su claridad.

—Siempre fuiste muy generoso.

En aquel momento estuvo a punto de decirle que no era generosidad lo que sólo costaba algo material. En aquel momento tampoco él recordaba del todo. Se limitó a mover la cabeza. Preguntó:

—¿Dónde puedo dejar mis cosas?

Subió con ella la escalera de ladrillos rojos. Se detuvo ante el cuarto de la abuela.

—Dormiré en el cuarto de la abuela —dijo antes que ella pudiera intervenir—. Es la única cama decente de esta casa.

Se acordaba de la casa y de que las camas de las otras habitaciones tenían extraños muelles que hacían las veces de sommier. Quien no estuviera acostumbrado a ellos, se pasaba la noche en vilo, tratando de contener incluso la respiración. El menor movimiento producía el efecto de una orquesta. La cama de la abuela, más modernizada, no tenía ese inconveniente.

—A no ser —añadió— que hayas elegido precisamente esa habitación para ti. En ese caso…

—No. Yo ocupo la habitación de siempre.

No le dio los regalos y los escondió en el fondo de unos cajones de la cómoda. No se atrevía. Durante dos días pasearon por las calles de Palafrugell, fueron a las playas, saludaron a los antiguos amigos, libres los dos como si les hubieran arrancado un terrible secreto. No era necesario fingir ni inventar palabras o frases vacías. Era un mundo devastado, liso, y para reconstruirlo había que empezar de nuevo por los cimientos.

Se marchó sin promesas. Sin fecha fija de retorno.

Lejos de ella quería evocarla en su nueva soledad, la de él y la de ella. Ya no se forjaba ilusiones. Trataba incluso de enfrentarse con un futuro en el cual Dominica no existiera. Debía, un día u otro, cuando la sintiera sosegada, hablarle de ese futuro, de la hipótesis de una separación legal. Hablaría con ella un día, antes de acabar el verano.

Y ese pensamiento, el de perderla definitivamente, era tan acongojador, que todo lo demás —trabajo, amistades, acontecimientos, familia…— quedaba relegado. No se atrevía a empezar la conversación del mismo modo que no se atrevía a hacer nada que remotamente pudiera asustarla.

Saberla viva, viva y lejos de él. Así la imaginó durante años y años, pero durante aquel tiempo él no dudó un instante. Dominica, su mujer, le esperaba. Tardaría años, no sabía cuántos, en reunirse con ella, pero al llegar todo volvería a ser como antes. Mejor que antes.

Los años los habían reunido y la mujer estaba perdida para siempre. Iba a perderla del todo. Mucho más perdida que si aquella noche él no se hubiera despertado y ella hubiera seguido el sueño hasta el infinito. Afrontar la posibilidad. No decirlo a nadie, porque él no había hablado nunca de su mujer con otros hombres. Roerse y razonarse. «¿Te extraña? Éste es el precio, amigo. El tributo. Todos pagamos un tributo y el precio no es igual para todos. Sería injusto. ¿Que tú lo has pagado con creces? ¡Alégrate, hombre! El pobre de espíritu tiene la vida gratis. ¿Querrías eso? Reflexiona. Cuando estés más cerca de la desesperación, cuando encuentres la carga demasiado pesada y maldigas y te maldigas… ¿te cambiarías por otro? ¿Cambiarías a Dominica?» ¿Por qué?

No podía saberlo. No era una única causa ni un solo motivo. Era una reunión de varias condiciones. No un bloque. Un mosaico. Mil y mil piezas que se combinaban siempre en su vida para hacerle actuar de un modo preciso. Si hubiera bloque, ahora en bloque podría rechazar, olvidar. Pero todo cuanto existía por la conjunción de distintas causas, aunque faltara una, seguía teniendo razón de ser; quedaban siempre las otras. Siempre esas otras le parecían de valor suficiente para seguir aceptando el conjunto. Él siempre disgregaba. En amistad, veía los fallos y las posibles deficiencias del amigo y quería al amigo por esos fallos que lo acercaban a él, lo hermanaban. También con sus ideales. Aun derrumbadas la mayor parte de sus ilusiones, recordaba los impulsos, el móvil del momento. Volvería a actuar del mismo modo si la ocasión fuera la misma. No negaba ninguno de sus actos. Y a la mujer que eligió como suya, aun lejano a ella, sabiéndose ajeno a ella, la prefería a las otras.

Dejaba entre una y otra visita, el transcurrir del tiempo. Pedía a esos lapsos perfecta lucidez y desprendimiento. No pensaba en él, en su propio dolor. Pensaba únicamente en ella. Ella, la más débil de los dos, ella (no sabía cómo) debía decidir.

Y deseaba ahuyentarle toda idea del mañana. Demasiados años de futuro había tenido Dominica; lo primero era elaborar su presente. Lo veía. Lo sentía cuando, en las tertulias, frases que se referían al mañana la hacían estremecerse. Porque el mañana no había reportado a Dominica más que decepción.

No tenían amigos entre los veraneantes. Dominica siempre había huido de ciertas amistades. Frases de ella (años atrás, durante los dos únicos veraneos que tuvieron en común, precisamente en aquella misma casa) le venían. Cuando él, los sábados, le preguntaba por sus salidas, por sus amistades, ella invariablemente contestaba:

—Mis únicos amigos son los del pueblo. A ellos los conozco de muchos años y me parecen sólidos, continuos.

Y él:

—¿Qué quieres decir, Domi?

—Que la compañía de las mujeres como yo separadas durante unos días del marido, me resulta insoportable.

—Siempre te han parecido insoportables las mujeres, Domi.

—No es eso, Antonio. Quiero decir que esas mujeres se pasan el día hablando fabulosamente del marido o despotricando.

Le reprochó:

—Tú también estás separada de mí durante toda la semana y debes de hacer lo mismo.

Sabía que no. Y quería, necesitaba su respuesta.

—Yo nunca hablo de ti, Antonio. Te quiero demasiado. Tu ausencia me destruye y hablar de ti como hablan esas mujeres de sus maridos me daría vergüenza.

Se encerraba en su casa y sólo estaba presente para los amigos del pueblo.

Tenía ya entonces miedo por ella. Cuando bajaba a las playas sabía que se alejaba…

—Siempre lo hice, Antonio. El mar… es bueno —se burlaba de él—. Tú debes de ser de secano.

El mar podía ser todo lo bueno que Dominica le decía, pero, a veces, al llegar a la playa, la veía sobre la arena, tendida como si ya no le quedaran fuerzas, los ojos cerrados, echada boca abajo.

—El mar es bueno, pero, a veces, llegas fatigada, muerta. Y tengo miedo. ¡Qué demonios!

Y ella reía. Reía en aquellos años mientras le explicaba:

—También la orilla es buena. Y la gente de aquí, los que viven aquí, son un poco como la orilla. No hacen confidencias ni preguntas. Dicen, hablan, están… ¿Me comprendes?

En un presente. No esperando como las mujeres de los veraneantes. Eso quería decirle Dominica, y cuando ahora se reunían con los antiguos amigos que quedaban, con todos ellos que seguían siendo y estando, también a veces tenía miedo de ellos.

Hacía muchos años que Dominica y él no habían vuelto por allí y en todos los labios había la misma pregunta:

—¿Volverán? ¿Vendrán otra vez como antes? ¿El año que viene?

El rostro de Dominica se apagaba, se echaba a perder ante la eterna pregunta por lo futuro. Y él sentía ganas de cogerlos aparte uno a uno y decirles: «Por favor, hablen. Sigan ustedes hablando de ayer o de hoy, pero no mencionen el mañana delante de Dominica. A Dominica el mañana le asusta. Comprendan. Ha de tomar la vida como viene, a pequeños sorbos, en porciones minúsculas. Por lo mucho que ha esperado».

Su decisión de hablarle quedaba congelada. Dominica iba viviendo su hoy. Julio y agosto habían dejado una huella de vida y color sobre su pálida tez. Septiembre empezaba con sus ráfagas de viento, con las lluvias impetuosas. Tendrían que regresar y no habían hablado de nada.

—No quisiera volver a la casa de San Gervasio.

Tan lleno estaba con sus propios pensamientos, que no comprendió la realidad. Oyó solamente las palabras. Le dolieron como un fallo. Respondió:

—Ya he pensado en ello, Dominica. Todo será fácil. Lo siento, créeme… Pero te comprendo. El hecho de no haber tenido hijos lo facilitará todo.

Dominica le miró extrañada.

—¿Quieres separarte de mí?

No hay

Le hablaba con la cabeza baja, entre las manos. Acababan de cenar, y la mesa con el blanco mantel, con los mil insectos que revoloteaban locos alrededor de las luces presintiendo la próxima muerte, todo, todo le hizo el mismo efecto de un mundo estepario, blanco y zumbante donde él y su mujer nunca llegarían a encontrarse. Había toda esa extensión y esos revoloteos. Y el rostro interrogante de Dominica. Y sus pupilas, que nunca más sabrían sonreír.

—Yo, Antonio…

No acertaba. Y él experimentaba dolor. Físico. Se abstuvo de gritarle: «Ya no puede ser odio ni desamor ni indiferencia. Dolor físico siente aquel que de veras amaba. Dolor, pues parece que ese corazón que un día estallaba de goce, gotee ahora, esté ulcerado; como si mil uñas lo arañaran; igual que si una mano lo estrujara para hacerle perder incluso el recuerdo de cuanto poseyó o contuvo».

—Llegará el día en que me comprendas —dijo.

Y ella:

—No lo sé. No ha llegado ese día. Nada. Ya hablaremos en otro momento. Ya pensaré…

Y la vio levantarse, alejarse. Todavía no era el momento. El porvenir debía dejarse en la bruma, en una promesa. Cerró los ojos, y las luces de la lámpara del comedor quedaron un momento brillándole dentro de las retinas. Cinco ojos luminosos dentro de su oscurecido cerebro.

En Barcelona, y al día siguiente, recibió una carta de ella. Urgente, a mano.

«… no supe, Tu presencia me inhibe. Me hace decir las cosas al revés de como quisiera. No deseo el regreso a la casa de San Gervasio. Mejor un hogar propio. Como tú dijiste. Si aún lo deseas. No sé, Antonio. Eres tú quien debe decidir. Me veo incapaz de soportar la presencia de los otros. Decide tú.»

Por el mismo conducto le envió unas líneas. No le salían y rehízo la carta tres o cuatro veces. Debía ser como todo: una carta sin importancia.

«… desde hoy me ocupo. Tu solución es acertada y conveniente. Confía en mí.»

Volvió a vagabundear por Barcelona del brazo de Germán. Con Germán que le hablaba de Juana: él, que pensaba en Dominica. Visitó agencias, pisos. Compró cosas. Aún no le había dado los primeros regalos. Ya no servirían nunca. Le parecía que en el momento en que los compró no conocía del todo a Dominica. Esos regalos ya habían caducado, había vencido el plazo. Telefoneó varias veces a Dominica haciéndola partícipe de sus búsquedas. Ella se desinteresaba. Una casa donde hubiera luz, terraza y un cuarto para pintar. Así era Dominica. Así debía aceptarla. Otras mujeres le hubieran preguntado cuántos armarios tenía la cocina y si el lavadero estaba o no cubierto. Por lo menos cada vez que visitaba un piso la portera hacía hincapié sobre esos detalles, sobre el número de habitaciones y la complejidad del cuarto de baño. Él pedía únicamente tres cosas: luz, terraza y un cuarto que pudiera servir de taller. «El cuarto de los niños.» No tenían niños. Buscaría. Preguntaría a Dominica cómo veía ella la terraza y aquel cuarto.

Volvió a Palafrugell sin haberse decidido. Los días de septiembre se acortaban y la luz, por las tardes, era azulosa, oscura, madura.

Salieron a media tarde y tomaron la carretera de Calella. El tiempo no estaba seguro.

—¿Crees que lloverá? —preguntó Dominica.

Y él intuyó que debía contestarle que de ningún modo podía llover. Cuando soplaba el gargal, el mar se hinchaba. Venían las olas empujadas desde el cabo Spartivento y el aire se volvía desapacible. No era seguro que lloviera.

—No sé. No lo creo.

—Pues vamos.

Se iban a eso de las cinco de la tarde y andaban los pocos kilómetros que los separaban de Calella. Se sentaban frente al mar, veían descender la luz, morir el día, paladeaban cualquier vino, fumaban. No se decían gran cosa. Tampoco necesitaban hablarse demasiado. Entre ellos dos estaba la carretera, el ritmo de un andar. Dominica, con sus pantalones azul marino y su jersey blanco, siempre, siempre le emocionaba. Más cuando la sentía pequeña a su lado, por usar en aquellos paseos zapatos sin tacón. Más por ver el rostro sin maquillaje, pálido bajo el resto del sol que todavía alumbraba. El cabello liso, crecido, temblándole a cada paso.

—¿Has encontrado piso?

Él le habló de los que había visto. Incluso había hecho planos para que ella se diera cuenta. Iban por la carretera y ella miraba los planos. Cuando llegaron a Calella y se sentaron bajo las «voltes», ella siguió mirándolos y sugiriendo.

Conocidos de Palafrugell se ofrecieron a «subirlos» en coche. No quisieron.

—Va a llover.

También él lo creía. La luz tenía el color de las uvas negras. Llegarían tarde a casa. Eso formaba parte del modo de ser de Dominica. No saber cuándo podía llegar a un sitio, no tener horas determinadas para esto o aquello. Los meses de Palafrugell habían sido enteramente anárquicos. Iban a las playas, almorzaban o no almorzaban, merendaban en cualquier sitio, cenaban entre las siete de la tarde y las doce de la noche.

—¿Crees que lloverá, Antonio?

Lo preguntaba mientras se disponía a reemprender el camino de regreso y él pensaba que sí. Lo sentía en el aire húmedo que penetraba en el cuerpo a través de la sahariana. Lo veía en las nubes amontonadas, nubes gordas, grávidas, con ansia de verterse. El viento parecía como adormilado entre los pinos. Era un compás de espera antes de la tormenta. Pero Dominica no deseaba recorrer los tres kilómetros en coche. Quería ir por la carretera a pie, volverse de cuando en cuando, contemplar el mar, andar de espaldas de trecho en trecho, coger las ramas de los tamarindos, dejar que la noche se vertiera sobre ella, poco a poco.

—Puede que llueva. No es seguro.

—Andaremos, pues.

Empezaron el regreso. Hablaron de la casa. Una de las propuestas parecía reunir todas las condiciones. El cielo seguía tomando tonos de vendimia. Terminaron por callarse, andar el uno junto al otro. Ya casi no se veía.

Y empezó a gotear. Densos goterones ruidosamente aplastados contra la carretera.

—Llueve —dijo ella.

Decía «llueve» como hubiera podido decir: «hace sol», como otras mujeres decían: «hoy es lunes».

La luz se vertía sobre la tierra furiosamente. Estaban a medio camino entre Calella y Palafrugell. La luz había muerto. Ella se acercó y le dijo:

—Tenías razón. Llueve con ganas.

Él no había dicho nada. Lo pensó, sí, desde que salieron de Palafrugell, pero no había dicho nada.

La lluvia le pegaba los cabellos contra la cara. Parecía otra vez muy pálida. Hacía frío y viento. El jersey blanco estaba empapado de agua. Agua por todas partes. En el cielo, sobre los árboles, en la tierra, encima de ellos.

—Estoy hecha una sopa.

La veía tratando en vano de protegerse, apretando su cuerpo entre sus brazos. Debía sentir el frío calarle los huesos.

Se quitó la sahariana. El agua golpeó directamente su pecho desnudo.

—¿Qué haces?

—Tápate, Domi.

—¿Y tú?

—No importa.

No importaba en absoluto. A él nunca podría sucederle nada. Tenía la piel externa curtida por los fríos y las inclemencias. Su torso, desnudo, aceptaba la lluvia como había aceptado la miseria, la suciedad, los golpes…

—Anda.

Sobre el jersey blanco le colocó la sahariana. Dominica flotaba en ella. Le abrochó hasta el último botón del cuello y ella le dejaba hacer, agitada por el viento, despeinada, mojada, fría.

Le apartó los lacios mechones que le cubrían el rostro.

—Siempre has sido muy generoso, Antonio.

Se dejaba arreglar los mechones y le daba la mano para proseguir la marcha. Tenían que continuar hacia delante. Retroceder significaba la misma distancia.

—No, Domi.

—¿No?

La cogió del brazo. El aire se la arrebataba. Era frágil Dominica. Una hoja llevada de acá para allá por el viento. La cogió fuerte del brazo.

Y recordó.

Las largas marchas. Las interminables carreteras. Los cientos y miles de kilómetros que había hecho allá. Marchas de día. Marchas nocturnas. Largas filas de hombres vestidos con el mismo color, que andaban, andaban. Echar la pierna hacia delante, adelantar; echar la otra pierna, adelantar; seguir la carretera, el paso de los otros. Uno, dos, para no dormirse. Uno, dos, para no perder el paso, para no tropezar y caer. Caer significaba quedarse. Quedarse era morir. Algunos camaradas caían y los otros trataban de no escuchar el ruido de aquellos cuerpos que ya no hacían ruido, de tan frágiles, de tan pequeños.

Andar sin saber el destino. Dejar atrás tierra y más tierra. El mundo era redondo y ellos debían de haber dado la vuelta más de cien veces alrededor del mundo. Eso pensaba. No era ni remotamente verdad. Parecía verdad a aquel que andaba sin saber su destino. Aquél que dejaba tierra atrás y tenía tanta tierra por delante. Uno, dos, y no detenerse. Las piernas que actuaban solas, movidas por la voluntad, por lo único que restaba en el cuerpo encogido. Y el ánimo en vela que seguía contando los pasos, ritmando la marcha, manteniendo una fe, porque quizá, sí, quizás aquella marcha fuera la última.

—No, Domi. El hombre tiene muy pocas ocasiones de mostrarse generoso.

El viento la echaba, la aplastaba contra él. La tenía agarrada por la cintura.

¡Ah, sí! Los otros también tenían a las mujeres cogidas por la cintura. A veces ya no podían con ellas. Las arrastraban. Las dos columnas se entrecruzaban y ellos, los cautivos, los prisioneros, tenían envidia de los otros. Los otros lo habían perdido todo. El pueblo ardía, había sido saqueado. O bien aquella gente sobraba, debía desplazarse trasplantarse a otro lugar.

Hombres, mujeres y niños emprendían la ruta con escaso equipaje. Éste se perdía. Hombres y mujeres que tal vez estaban peleados, que acaso anteriormente eran enemigos, volvían a formar bloque. El hombre arrastraba a la mujer. Y en un alto del camino, mutuamente se alentaban. Había visto a esos hombres —campesinos en su mayoría, pobre gente sobre quienes la guerra caía como una plaga— llenos de ternura hacia sus compañeras.

No. No era generoso el hombre. No podía serlo siempre. No siempre tenía ocasión de serlo.

—Tú siempre fuiste generoso conmigo, Antonio.

Le castañeteaban los dientes. Allí, a poca distancia, se veía una luz. Una casa. Un refugio. Lo vieron los dos. No se dijeron nada.

—No, Dominica. Tan sólo el hombre que ha perdido todo, que no tiene absolutamente nada que dar, merece ser llamado generoso.

Pasaban frente al refugio. Lo dejaban atrás. La luz se apagaba como un ojo cansado, dormido.

—Yo he visto hombres generosos. ¡Cómo los envidiamos, Domi! Eran pobres hombres que de la noche a la mañana tenían que abandonar cuanto poseían y echarse a la carretera con su mujer. Nos cruzábamos con ellos. Otras veces hicimos juntos el mismo camino. Incluso te diré que en alguna ocasión tuve en mis brazos una de aquellas mujeres, que añadía cansancio y fatiga a nuestro cansado cuerpo.

Ella callaba.

—Esos hombres, Domi, no llevaban únicamente su propia carga, sino que muchas veces cargaban con el cuerpo medio inerte de la compañera. Y en los altos del camino los veíamos descalzarlas, curarles las heridas de los pies. Calentar los pies entumecidos con el poco aliento que les quedaba. Limpiar con saliva, con los propios labios, las llagas producidas por el largo caminar.

La miró. Ella no dijo nada. Tenía los ojos muy abiertos. No sabía si lloraba o si la lluvia seguía mojándole la cara.

—Y nosotros, los solos, envidiábamos a aquellos hombres que podían ceder parte tan grande de sí mismos. Eso era ser generoso, Domi. Ceder una prenda, cuando de esa prenda puede depender la vida. Ceder el apoyo de un brazo, cuando de ese esfuerzo puede depender la vida. Arrastrar un cuerpo, cuando el propio cuerpo está pidiendo ayuda, reposo…, cuando del propio cuerpo también está huyendo la vida. Nosotros los envidiábamos. Nuestra fatiga, nuestro dolor, era solitario. No teníamos a quién dar lo que ya casi nos faltaba. A veces, digo, ayudé a alguna de esas mujeres.

Otra vez distinguió las luces de una casa. La lluvia bajaba fragorosa por las cunetas. Él y Dominica estaban solos. Pasaron las luces. Las dejaron atrás.

Uno, dos… Allá sabía que las piernas debían seguir andando. Ciego y sordo a cuanto ocurriera a su alrededor, las piernas debían obedecerle y seguir la marcha. Era un mundo redondo y su marcha una marcha sin fin. El que cayera no haría ruido, casi. Caería, resbalaría de aquel mundo redondo y saldría de su órbita perdiéndose para siempre. Y eso él no lo quería. La tierra estaba bajo sus pies y mientras un soplo, un aliento le quedara, él la hollaría. Un día, un año, cualquier siglo venidero, le conduciría a destino.

—Yo amé a todas esas mujeres, Domi. Envidié a todos esos hombres que podían cuidarlas, besarlas, cuando más lo necesitaban. Me decía: «Suerte que Dominica no sabe, no sabrá nunca. Nunca estará en el lugar de estas mujeres». Y en el fondo, hubiera dado cualquier cosa para tenerte contra mí en aquellos momentos, ser como los otros, los hombres, no los prisioneros. Los hombres sufrientes, que todavía tenían familia, compañera. Los hombres que todo lo habían perdido menos lo más importante. Hombres sin tierra y sin casa que iban por la carretera sosteniendo a la mujer.

Le pareció que Dominica preguntaba algo, le decía algo. Era una voz pequeña, un ruido pequeño entre el ruido de la lluvia. No debía detenerse.

Como allá, continuaba andando sin hacer caso del ruido producido por la caída de los cuerpos. Tampoco ahora podía detenerse. Debía hablar. Las luces se apagaban tras ellos y él y Dominica estaban solos en un mundo desierto que tardarían siglos en recorrer. Pero no debía detenerse. Detenerse era quedarse. Quedarse significa salirse de la órbita y perder. Continuar hablando, seguir hablando, seguir hollando el largo camino.

Un día, un día quizá llegaran a alguna parte.