ÉL

Y ella estaba callada, con el corazón sorprendido. Y, al mirarlo, unas veces veía que aquél era Ulises y otras no, porque estaba vestido con tristes andrajos.

(LA ODISEA. R. XXIII.)

CUANDO DESPERTÓ el sol entraba en el cuarto y tuvo la impresión de que había dormido años. Se volvió en la cama. Dominica no estaba a su lado. Pasó los dedos entre sus cabellos, estiró sus miembros. Por el balcón del cuarto, y a través de las persianas, sus ojos se prendieron en las ramas del abeto. Volvió a cerrar los ojos.

Había sido mucho mejor no invitar a Germán.

Le parecían extraños a él los actos de la víspera. Se sentía atrozmente débil. Incapaz de discernir. Todo lo deformaba. Igual que las sombras alargaban a veces un objeto, todos sus años de cautiverio agrandaban ahora sus apreciaciones. No podía juzgar.

Era imposible hacerlo después de tanta ausencia. Ni él, ni ellos, podían acostumbrarse a ser como antes en unas pocas horas. Lo sabía de antemano. Pero, ¿por qué le estaba doliendo?

La casa había sufrido modificaciones y era como si todo se hubiera achicado con el tiempo. Lo único que le pareció inmenso fue el dormitorio. Y su cama, ¡Dios!, era demasiado blanda.

Cuando fueron a buscarle al Hospital del Generalísimo, la noche se iniciaba. Era plácida. En el coche iba al lado de Dominica.

—¿Crees que es verdad todo esto, Dominica?

Y ella, con una voz que ya no recordaba, repuso:

—Hemos de creer que esto es la verdad.

Cuando el coche penetró en la casa, la verja abierta de par en par, el crujir de la gravilla bajo los neumáticos, la puerta de la casa dejando salir el resplandor de las encendidas luces… todo fue un brutal acceso a la realidad. Quizá no hubiera tenido que penetrar en la casa tan pronto, sin preparación. «La Fealdad Majestuosa» llegó otra vez a él, a él solo Los otros no sabían de esa fealdad ni del amor que a ella le unía. Todas las luces habían sido encendidas y los castaños de la entrada daban la frondosidad verde de sus hojas. Las flores despedían un olor denso y él volvía a estar mareado.

La madre daba órdenes, disponía:

—Acompaña a tu marido, Domi. En cuanto estéis…

Y a Enrique:

—Vístete, Enrique.

Como si fuera desnudo. Y al padre:

—Vamos, Enrique.

Había sido mucho mejor no invitar a Germán. Germán no hubiera sabido qué decir ni qué hacer durante el lapso en que todos fueron preparándose para la primera cena.

Subieron a la habitación. Allí estrechó a Dominica furiosamente. Permanecieron unidos tiempo y tiempo. No sabía qué decirle. Se limitaba a pasar torpemente sus manos sobre las mejillas. A mirarla. Había en ella un patetismo indefinible. Los años le habían afinado el rostro. Los ojos ganaban en profundidad. Le estiraba los cortos mechones de cabello. La tomó por los hombros, encontrando bajo sus manos su olvidada suavidad.

—Nos esperan, Antonio. Ya sabes…

—Sí, Dominica.

Y volvió a comprobar la delgadez de las muñecas, ciñéndolas. La hizo sentar sobre sus rodillas y se apretó contra ella. La quería. Todo en ella le emocionaba. Su peso, el contorno adivinado de los muslos, los tobillos elásticos…

—Hemos de preparamos, Antonio.

Deshizo el abrazo y ella se levantó.

—Me arreglo primero mientras te preparo el baño.

Se sintió aturdido. Dominica le decía que abajo los estaban esperando. ¿Los esperaban? Pero él no deseaba ir. A él le importaba un bledo la cena de etiqueta, con todos los demás. Él estaba demasiado lejos todavía para recrearse con manjares sólidos. No le importaba su estómago. Tenía otra sed y otra hambre.

—Ya tienes el baño, Antonio.

Salía del cuarto con una bata sedosa bajo la cual la supuso desnuda.

El espejo de la habitación le devolvió su propia imagen. Llevaba aún el traje de repatriado. No tenía valor para moverse.

—Mientras tú te bañas, yo me vestiré.

Entonces la besó otra vez. Perdió el equilibrio y rodaron encima de la cama. El lecho era blando y Dominica tenía los ojos abiertos Hubo una pregunta o una súplica en aquellos ojos, pero él se sentía incapaz de pensar o responder en aquel momento.

Y cuando la volvió a mirar le recordó algo muy lejano allá en su memoria. No había alegría en aquel rostro. Se sintió ruin.

—Perdona, Dominica.

Sonreía a medias. Siempre tuvo miedo de esa sonrisa. Los hoyos de las mejillas habían desaparecido.

—Antonio, eres mi marido.

Se dirigió al baño. Cerró la puerta. Cierto. Era su marido, pero él sabía que no era suficiente.

Y cuando volvió a salir, cuando estuvo vestido y se contempló otra vez como un extraño en el espejo, cuando tomó a Dominica del brazo para bajar juntos la escalera, le murmuró al oído:

—Perdóname. He sido un bruto.

La puerta de la habitación se abría cuidadosamente. Vio entrar a su mujer.

—No duermo, querida. Ven acércate. ¿Por qué me dejaste solo? Le contestó que estaba despierta desde hacía tiempo. No había querido despertarle.

—¿Has descansado bien?

—Todos mis años de cansancio.

Le hizo sentar a su lado, encima de la colcha. Por el balcón, entreabierto, entraba el aire de la mañana. Dominica se inclinó y se besaron. Era, como el del aire, un aroma fresco, nuevo. Tendría que aprender a disfrutar de su olfato. A servirse de él. Durante años y años había respirado lo menos posible para evitar los agrios olores de sus compañeros, los que él mismo exhalaba. Le vino a la memoria cierta huelga de basureros allá por el año 34. Mercedes Silva y él iban por la calle. Las calles de Barcelona estaban sucias aquellos días porque los basureros, como otros transportistas, se declararon en huelga. La madre dijo: «No respires, Antonio». Se aguantó un buen trecho mientras contemplaba a su madre, las narices ocultas dentro del perfumado pañuelo. Se aguantó hasta que no pudo más y justo le faltó la respiración frente a uno de los montones de basura. Allí había inspirado de nuevo y le pareció que el aire penetraba en sus pulmones podrido, envenenado. Escupió de asco. «¿Qué te pasa, Antonio?» Negó con la cabeza. Los pulmones estaban vacíos otra vez y no sabía si podía o no respirar. Esperaría un momento entre montón y montón.

Lo mismo en los campos. Poco a poco el olfato había ido perdiendo sensibilidad y los pulmones necesitaban llenarse de lo que fuera.

—Hueles bien, Dominica.

—Es un nuevo perfume.

Llamaban a la puerta. Él deseaba estar solo con ella.

—Te traen el desayuno. ¿Tomarás lo de siempre?

Asintió.

Entró la camarera. Era joven y la sintió curiosa. Le tendía los periódicos mientras Dominica acomodaba la bandeja del desayuno.

Tomó los periódicos. Los aromas mezclados del café y la tinta fresca fueron la consolidación de aquel primer día de libertad.

—Se te va a enfriar el desayuno.

Bebía sin prisas, contestaba a Dominica y pasaba las páginas. Barcelona, 3 de abril de 1954. Toda la información que él había vivido. Fotos de la llegada. Anécdotas. Leyó como si él no hubiera estado presente en aquel momento. Ocho páginas de los periódicos destinados al regreso de los prisioneros y luego una visión de los sucesos actuales. «Difícil situación de la fortaleza de Dien-Bien-Fu.» «Los comunistas, a menos de mil metros.» «Los occidentales rechazan una propuesta para ingresar Rusia en la N.A.T.O.» «Rusia trabaja con la bomba de nitrógeno…»

—No has tomado apenas nada.

—No tengo gran apetito, Domi.

Y tenía doce años de retraso sobre las noticias del mundo. Él había regresado y otros partían. Francia perdía sus mejores colonias mientras la copa europea de rugby se disputaba, en Madrid, entre España y Portugal. El precio del capullo de seda fresco era de veintiocho pesetas el kilo, mientras se revisaba en Burdeos el proceso de Marie Besnard, la envenenadora. Merle Oberon llevaba tres semanas en el Coliseum y la casa Libel ofrecía mil premios… Millones de hombres quedaban prisioneros en los campos de Rusia mientras a él le traían el desayuno a la cama.

Cerró los ojos un momento mientras Dominica le retiraba la bandeja. Era todavía el vértigo desacostumbrado de la libertad. Darse cuenta de que mientras él había estado semimuerto, el mundo seguía rodando. La gente declarando nuevas guerras, las industrias ganando dinero a base de propagandas, los cines, teatros y campos de deportes ofreciendo al público distracción.

Tenía en el estómago la cena de la víspera. Y el vino. Seguramente se le había subido a la cabeza, pues apenas si recordaba la conversación de la cena. Siempre la misma frase repetida:

—Cuenta, Antonio. Cuenta.

Los otros debían contarle. ¿Qué había sido de todos los años perdidos?

—¿Y de Rusia, Antonio? Cuenta de Rusia. Tendría que contar de Rusia. Era tan difícil como guardar una sábana en el bolsillo.

—No comes nada. Regina se va a ofender.

—Una nueva vida. Todo olvidado. Hijos…

Los murmullos de los otros le llegaban a él semejantes al ruido del mar aquella primera noche en Odesa. Manuel Escrivá hablaba de una nueva vida y él asentía. No quería discutir, y menos sobre cosas venideras.

—Cuenta de Rusia, tío.

Los niños que le llamaban tío, también eran nuevos. Tampoco los conocía. Para ellos él era tío Antonio. El de Rusia.

—¡Cuántas cosas, Domi!

No se le ocurría nada más. Hubiera querido preguntarle: «Cuéntamelo tú. Dime en pocas palabras lo sucedido en estos años. Me he retrasado en hechos y probablemente he ido muy lejos en pensamientos. Tú y yo podríamos remediar esta desproporción».

—¿Qué te gustaría hacer hoy?

Se levantó del lecho. Abrió de par en par las persianas del balcón. En el jardín, el padre y Florencio (Florencio, chófer, marido de Regina y medio jardinero) discutían al lado de las jaulas. Los árboles daban sombra y la gravilla crujía bajo los pies con ruido de panecillo tierno.

—Antes que nada, telefonear a Germán.

La vio extrañada. Un nombre nuevo surgía entre ellos, y le debía una explicación. «Claro.» Ella no sabía de Germán y no sabría nunca de muchísimas cosas. Algunas debería de callarlas siempre. Otras podía aclararlas. Dijo:

—Germán era mi amigo…

Rectificó:

—Germán es hoy mi mejor amigo. Un camarada de Rusia. No tiene familia y se quedó, en el Hospital del Generalísimo. Debe de echarme de menos.

Leía el profundo asombro. La protesta.

—¿Y por qué no lo trajiste? En esta casa hay sitio de sobra, Antonio; tú lo sabes. Anoche hubiera cenado con nosotros.

Era sincera. Y empezaba a comprender el cambio sufrido. No era la misma. La voz anterior de Dominica era siempre un asentimiento. Ahora era una afirmación. Era la misma voz en otro tono. Debía explicarle que Germán no podía adaptarse a ciertas costumbres de la noche a la mañana. A él le estaba costando demasiado. Allá, durante los largos años de cautiverio, habían olvidado muchas cosas que de nuevo tendrían que aprender. A vivir, por ejemplo. A considerar normales los actos elementales. A embellecer los actos elementales transformándolos en sociales.

—No, Domi. Fue mucho mejor no invitar a Germán. No puedo ahora, de repente, explicarte mis razones. Pero las irás comprendiendo. Lo comprenderás todo cuando conozcas a Germán.

Estaban los dos acodados en la barandilla del balcón. Se volvió el padre y los vio desde la lejanía de las jaulas.

—¡Eh! ¡Chico! ¿Qué tal se ha dormido?

—A tu padre no hay quien le haga ir al despacho estos días —dijo Dominica sonriendo.

—Bien. Muy bien —gritó al padre.

—Baja en cuanto estés arreglado. No has visto nada todavía. El jardín, los lotos, el palomar nuevo…

Minutos más tarde el padre le mostraba los cambios.

—El día de la carta —decía— debían nacer dos pichones, y yo (se excusaba) con la carta del alemán por abrir. Aquí, como un solemne tonto, esperando a que los dos bichos salieran del cascarón.

Hubiera querido aunar aquel episodio con el correspondiente suyo, en el campo. ¿Qué hacía él mientras padre, con la carta en la mano, aguardaba el nacimiento de dos pichones? ¿Podía existir al mismo tiempo el mundo del abogado Rogers y el mundo de los prisioneros?

¿Por qué no le era dado olvidarse de todo? Se alejó. Dominica le reclamaba desde la casa. Dejó al padre con Florencio y todavía pudo pescar un trozo de conversación. Hablaban de cosas sucedidas ayer, anteayer, cuando él… no estaba. La charla entre el padre y Florencio tendría una natural ligazón y por lo mismo le parecía agradable y fluida. Todo lo suyo sería durante algún tiempo difícil e improvisado.

Dominica decía:

—Han llamado los amigos.

—¿Quiénes?

Estuvo a punto de preguntarle: «¿Quiénes quedan? ¿Quién se acuerda todavía de mí? ¿A quién puedo llamar amigo, después de tantos años?» Gabriel había muerto. Muerto también muchos de los camaradas de Rusia. ¿Estaban aún vivos los amigos de Barcelona? ¿Quiénes eran?

—Todos, Antonio. Los del grupo. Todos se han interesado por ti. Preguntaban siempre. Desean verte… Si quieres, les diré que vengan esta tarde; o mejor, podríamos citarlos en cualquier sitio…

Y Dominica pronunciaba nombres que él suponía nuevos bares, nuevos restaurantes, sitios de reunión para él desconocidos. Sintió temor por todo lo nuevo surgido durante su ausencia.

—No… Déjalo para otro día.

Él tenía que ir a buscar a Germán. Eso era lo importante. Salir con él del brazo y enseñarle Barcelona. Por mucho que hubiera cambiado la ciudad, el suelo era siempre el mismo. Allá hicieron muchos propósitos. Además, Germán debía de sentirse mucho más solo que los otros repatriados.

—Pero, Antonio, no puedes rehusar una muestra de afecto.

También era cierto. Los que le habían aguardado también merecían parte de su presencia. «Claro.»

—Tienes razón. Quería decir… aplazarlo para esta noche; donde tú digas. Lo dejo en tus manos, Domi. Has de pensar por mí durante un poco de tiempo, el necesario para aprender de memoria los nombres nuevos.

Al penetrar en la biblioteca para llamar a Germán se preguntó qué le había extrañado la noche anterior. Con las dos manos abiertas palpó el lomo de los libros.

—Aquí están, Dominica, como siempre los hemos visto; ya no pueden emocionamos. Aquí un libro es algo más perteneciente a la casa…

Ella no decía nada.

Y él contestó a su silencio con una silenciosa réplica:

No hay

Sobre la chimenea se hallaba la fotografía de soldado por él enviada desde Alemania. Allí estaba aquella foto que él había olvidado. La tomó entre sus manos.

—Diré a mamá que quite de aquí este recuerdo. Ya no es necesario.

—Sabes que mamá…

Se rio.

—Más que tú. Afortunadamente, tú llegaste a esta casa después de la guerra. Voy a hacerte una confesión. Durante muchos años, sobre esta chimenea, mamá tuvo mi retrato y el de Anita con los trajes de Primera Comunión.

—No llegué a verlos.

—Necesitamos una guerra para que los dichosos retratos desaparecieran. Anita llevaba una corona de rosas que abultaba más que su cabeza. Los ojos, fijos en alguna visión celestial, parecían desviados. Yo, con mi trajecito marinero y un lazo muy hermoso en mi manga izquierda, no llegué a tener expresión devota. Me dolían los zapatos de charol. Pero nuestros retratos se mantuvieron sobre la chimenea pese a las múltiples súplicas de Anita y mías.

—¿Qué sucedió con ellos?

—Al regresar a Barcelona en 1939 oímos el grito de mamá. Algún refugiado (uno de tantos que habitó esta casa) pintó unos preciosos bigotes a Anita y puso pendientes al niño vestido con marinera. Ya ves. Necesitamos una guerra civil para liberarnos de los famosos retratos.

Iba a tomar el teléfono cuando entró Mercedes.

—No se me olvide, Antonio. Pasado mañana es mi día de recibo y si pudieras…

—Contaba con eso antes de desembarcar.

—¡Hijo!

Le entraron unas tremendas ganas de reír. Unas incontenibles ganas. Sin ninguna clase de rencor ni de amargura. Hubiera querido aunar también los tés de su madre con algún remoto momento en Rusia. Poder verla en aquel momento e imaginarse a Mercedes Silva como una habitante de otro planeta. O que Mercedes Silva, le viera. Le hubiera visto a él, su hijo, mientras ella vertía el líquido ambarino dentro de las tazas de porcelana. Y oír trozos de frases de las amigas. Y ver los sacrificios que hacían para no comer demasiado. No engordar demasiado. Reía franca y sinceramente, sin la menor amargura, pensando que el pequeño planeta llamado Tierra contenía seres tan desproporcionadamente dispares como pueden serlo un prisionero y un invitado. Tanto reía que Mercedes se amoscó al fin:

—Antonio, hijo, no te burles. Ya sabes que éstas son mis únicas distracciones. No lo hago por mí. Me invitan. Estoy obligada a devolver la invitación. Es una costumbre tonta, pero una costumbre. No puedo…

Calmó su risa mientras marcaba el número del Hospital. Germán debía de encontrarse cerca del aparato. Su voz le llegó como si estuviera esperando.

—Y tendrías que pasar por el sastre. Me gustaría que te viera un médico. Y también…

Asintió.

Salió de la casa en busca de Germán.

—¡Hola, viejo!

Llevaba todavía la misma ropa. Le dijo:

—¿Crees que podría encontrar un traje hecho?

—Creo que sí. Seguramente.

Dejaron el taxi en el Paseo de Gracia y bajaron hacia la Plaza de Cataluña.

Durante el trayecto se dio cuenta de los mil cambios sufridos por la ciudad. Nuevas tiendas ofrecían aquellos productos desaparecidos en los primeros años de la posguerra. Cafeterías, término nuevo en el léxico barcelonés. Jardincillos… La fuente del cruce Paseo de Gracia-Avenida de José Antonio (calle de Cortes, Granvía de sus años de estudiante). Era inútil decírselo a Germán porque Germán aceptaba la ciudad entera. No la analizaba como él.

En la Plaza de Cataluña, después de dejar a Germán asustar a las palomas, «En Rusia me las hubiera comido todas. ¿Crees, Antonio, que los pobres de Barcelona no cazan palomas?», le oyó decir:

—Me siento libre, Antonio. No sé explicarme. Algo así como si el cuerpo no ofreciera resistencia al aire. Imagínate un colador espiritual. ¿Me entiendes?

En aquel momento también sentía esa curiosa libertad. Se sentía libre porque estaba libre al lado de quien, como él, había sido prisionero. El hecho de flotar en sus ropas, de ir al lado de Germán y de pasear sin rumbo preciso; el hecho de poder hablar de ayer, de anteayer, con alguien que hubiera vivido ese mismo tiempo le daba una total conciencia de libertad.

—Mira —le dijo al comienzo de las Ramblas—. Aquí encontrarás lo que buscas.

Entraron en una sastrería de ropa hecha. Germán se probó un traje. Le iba bien.

—Tengo talla de maniquí —dijo Germán mientras se miraba en el espejo del probador— o cuerpo de pobre, como quieras llamarle.

El dependiente inquiría:

—¿Se lo lleva puesto? ¿Le hacemos un paquete con sus ropas?

Discutían el precio. A los dos les parecía desorbitado.

—¿Tanto ha encarecido la vida?

—Por este precio antes hubieras tenido un frac.

El dependiente aseguraba que el precio era una verdadera ganga.

—Si usted lo dice…

Le hicieron un paquete con el traje de repatriado. Reían los dos.

—¿Piensas guardar el traje como recuerdo?

—Nada de recuerdos. Lo guardo por temor a tener que ir algún día desnudo. Nunca se sabe.

Salieron otra vez al aire tibio de Barcelona.

—Me siento otro hombre. ¿Te acuerdas de aquel día en que nos reímos tanto?

A veces se habían reído mucho. Parecía mentira que uno pudiera reírse tanto siendo prisionero, estando tan débil, no teniendo motivo de alegría. Se había reído mucho el día en que Germán, alentado con su amistad, le preguntó:

—¿Eres rico?

Hacía un frío espantoso en Rewda y el estómago, aunque muy reducido, gritaba, clamaba. Le repuso:

—Tengo exactamente lo que tú tienes.

—Ya lo sé, hombre. No soy tan cretino como para creer que has escogido esto como pensión. Quería decir o preguntarte si eras rico.

Aquel día, en Rewda, su pensamiento se aunó a la torre, a todo cuanto podía sugerir imagen de riqueza, de valor. Viajes, estudios, coches, chófer, criados… y colonia Atkinson’s.

—¿Qué es para ti ser rico?

—Pues verás. Yo creo que un hombre puede considerarse rico con veinticinco mil pesetas.

Se había reído, ¡ya lo creo!, y mucho aquel día. Veinticinco mil pesetas quería decir para Germán ser rico. Y Germán ignoraba seguramente otra clase de riquezas.

—Sí. Soy, quiero decir, era un poco más rico que eso.

Germán le había mirado con respeto.

—Siempre lo creí así. Se conoce a la legua. No creas que soy tonto, Antonio. Mira, desde que somos amigos, me da a veces por pensar…

No lo dudó en aquel instante. Pero estaba seguro de que los pensamientos de Germán tenían la forma y la solidez de un adoquín. Se acomodó lo más confortablemente posible para escuchar al amigo. Preguntó:

—Cuenta. ¿Qué harías con veinticinco mil pesetas?

Entonces fue cuando Germán le contó parte de su vida. Allá, en los hospicios, soñaba con las vaharadas que salían de los enormes pucheros donde cocían las legumbres. Esas vaharadas le aturdían en recuerdo, como un incienso alimenticio y prosaico. Mientras el estómago se les contraía dolorosamente, Germán evocaba el olor de los bienes perdidos y deseaba violentamente ser propietario de una tienda de comidas.

—Pues nada, chico, tu idea me parece excelente.

—No podré tenerla.

—¿Por qué? Haces mal. Cuenta, cuenta, la imaginación no cuesta nada. Supón, por un momento, que eres libre, que tienes dinero, veinticinco, treinta…, las que te hagan falta. No vamos a discutir por un puñado de miles…

—¿Todavía quieres tu tienda, Germán?

—Claro. Después de haber hablado tanto…

—La encontraremos.

—¿Y los billetes? Porque ahora…

Hacía un ademán gráfico con el índice y el pulgar. Añadió:

—Ahora yo no se trata de imaginar. Y si un traje cuesta un riñón, una tienda…

—Aquel día te dije que no discutiríamos el precio. ¿No fue lo convenido?

—Pero yo… tengo mi orgullo. ¡Qué diablos!

—Eres un animal. No pienso hacerte ningún regalo. Me devolverás hasta el último céntimo.

Sabía que con eso tranquilizaba a Germán.

Un barrendero iba dándole a su escoba, con ademanes solemnes y acompasados, repartiendo las basuras, las hojas, de cloaca en cloaca.

—Mira ese hombre, Antonio. ¿No te parece estupendo?

El barrendero, con gesto desmayado, iba acompañando un montoncito de basura que repartía concienzudamente hasta el vertedero. La escoba estaba afilada. Él había olvidado durante los pasados años a los barrenderos. Aquél le conmovía. Se le quedaron mirando, como dos paletos. El hombre, al fin, se amoscó.

—¿Qué miran?

Germán y él se reían. El hombre no sabía por qué. Era maravilloso pensar que el hombre no sabía nada de ellos.

—Un par de idiotas. Eso es lo que son. ¿Es que nunca han visto un barrendero?

La voz del hombre los volvió a la realidad del acto.

—Sí, claro, Pero de eso hace ya tiempo…

Y Germán intervino:

—Vamos a invitarle. ¿Qué te parece?

—Bueno.

El barrendero tenía tiempo de sobra y un doble de cerveza no le iría mal del todo. Se acodaron en un bar de las Ramblas.

—Cuenta, amigo. Cuenta.

Placer infinito de interrogar al fin. No importaba que el barrendero los tomara por chiflados. El hombre bebía y contaba. Eso era lo único interesante. El oficio no era precisamente lo que él hubiera escogido, pero, «vamos, no estaba encerrado y veía a la gente». Él era de un pueblo de Murcia y no le gustaban las fábricas. ¿Albañil? Ya era viejo. Más descansado era barrer. ¿Su vida? ¡Las cosas que él podría decir!

—Cuenta. Cuenta.

La política, mal. A los toros, que era donde más disfrutaba, no podía ir. Estuvo un tiempo intentando conseguir un empleo en las plazas de toros, pero no era trabajo seguido, y en su casa mujer y tres hijas. Él no contaba. ¿Su mujer? Cansada siempre para el asunto, pero no para el cine. Chiflada por el Gregorio Peck ése. ¿Qué tal les parecía Gregorio? A él no le decía nada. En cambio, la Marilyn Monroe, ésa sí que era una mujer estupenda. Y rubia. Germán y él cambiaron una mirada. ¿Quién sería Gregorio? ¿Y la Marilyn? Los ídolos cambiaban de nombres, pero hasta el último de los barrenderos conocía el nombre de los nuevos ídolos.

—Y al cine no se puede ir cada día. Mientras lo otro…

Al despedirse le dieron una propina. «Para el cine.»

Y el hombre volvió a agarrarse de la escoba empujando sus montoncitos de basura, meneando la cabeza de un lado a otro. Pensando quizás en su lejana tierra, en política, en la Marilyn ésa.

Anduvieron un poco más hasta una terraza.

—Sentémonos un rato, ¿no te parece? Hablemos de lo nuestro.

Regresó a la hora del almuerzo. Se le hizo tarde y todos le esperaban. Tenía una serie de llamadas telefónicas y Dominica preguntó:

—¿Has estado con Germán?

—¿Quién es Germán?

Ni Enrique ni Mercedes Silva ni el padre sabían de la existencia del amigo.

—Un amigo.

—Pero, hombre, ¿por qué no le has traído a comer? ¿Qué habéis hecho?

—Dar una vuelta.

Le parecía absurdo decir la verdad. Decirles que habían comprado un traje de confección, invitado a un barrendero público y, finalmente, tratado sobre la posible adquisición de una casa de comidas. Por suerte, Enrique exponía sus teorías sobre el ingreso de ingenieros. Estaba seguro de que también aquel año le tumbarían. No tenía la menor esperanza.

El padre intervino:

—Pues, chico, a tu edad Antonio estaba en plena carrera.

—Entonces todo era distinto.

Le pareció que, efectivamente, nada era como antes y que el hermano pequeño vivía descentrado, incomprendido en aquel hogar. El padre empezó a hablar de cosas profesionales y terminó con lo de siempre. Una de las palomas…

Mercedes no podía tragar las palomas.

—¿Qué sucede con la paloma?

—Me trae revuelto el palomar.

—¿Dónde vamos, Dominica?

—Se han decidido por el Ecuestre.

No conocía el nuevo local. Dominica se estaba arreglando y sintió de nuevo hacia su mujer el impulso primitivo que la víspera le empujara a ella. Dominica parecía ajena a él. La combinación blanca le ceñía el cuerpo. Se estaba perfumando. Recordaba la predilección de su mujer por el color blanco y los perfumes.

—Ven, Dominica.

Soñaba con tomarla en sus brazos. Sentarla en sus rodillas y hablar con ella. Le hubiera dicho poco a poco todo cuanto había expiado allá. Si ella le dejaba, le iría contando todos aquellos años de separación. Le diría que allá lejos había empezado a amarla. Que en el peligro, en la angustia, la había invocado seguro de que su grito iba a ser atendido. Le explicaría cómo en el hacinamiento pudo estar solo con ella. Tenerla para él solo. Le contaría sus noches de fiebre, los pálidos amaneceres, las nieves y los fríos calentados con su recuerdo. Le hablaría del suave canto del agua en el momento del deshielo. Y de la hierba que tímida brotaba sobre la tierra…

—¿Qué quieres?

Continuaba arreglándose sin volver la cabeza. Sin mirarle siquiera.

La hierba brotaba como la pelusilla de una almendra verde. La primera hierba brotada en la tierra, que él recogía con la insensata esperanza de poder enviársela en una carta.

—Estarán deseando verte, Antonio. Se pasaba el peine entre los cabellos.

—Anda, date prisa. ¿Tienes todo cuanto te hace falta?

Una carta en donde un poco de hierba joven le traería su memoria. Y las canciones de sus camaradas, que siempre le hacían pensar en ella…

—¿En qué piensas, Antonio?

La frase de amor de la campesina del sur que él repitió pensando en ella. Parecía el piar de un pájaro. Era una frase muy dulce. También la mujer era dulce y tierna. También tenía miedo y sólo se dejaba amar con frases y besos.

Dijo otra vez:

—Ven, Domi.

Permanecía sentado mientras ella iba y venía por la habitación. Veía sus brazos largos, cilíndricos, más hermosos que antes. Su cuerpo rectilíneo.

—¿Por qué te cortaste el cabello, Domi?

Y no le dijo: «¿Por qué te has convertido en otra mujer? ¿Por qué no me miras con la devoción de antes? Ahora soy capaz de comprenderte…» Había desaparecido la melena negra al mismo tiempo que las mejillas redondas. El rostro se había afinado. Era mucho más hermosa y algo indefinible había huido de ella.

—¡Dominica!

Se estaba pintando los labios ante el espejo.

—Dime.

—¿Me quieres, Domi?

Se levantó. La tenía agarrada por los brazos. El cuerpo de ella estaba tenso. Se inclinó para besarla y notó la protesta. No podía acostumbrarse. Cierto que hubo un momento en que él llegó a hartarse de su falta de resistencia, de su total sumisión…

Ahora él pedía:

—¿No me quieres?

—No seas tonto. Claro que te quiero. Estaba seria y muy tensa. Iba diciendo:

—No sé cómo te quiero, Antonio. Quizá demasiado. Quizá sea eso…

—¿Demasiado?

Demasiado. Intuía vagamente lo que ella podía decirle. El amor, que antes brotaba como una chispa al primer contacto, se había ido hacia el fondo. Si en Palafrugell, si en los primeros años de matrimonio había ganado a Dominica a través de la sensualidad, los años de separación habían creado un fondo de algo que él debía averiguar.

—Puede que tú misma no lo sepas, Domi. No tendría nada de extraño. Me has olvidado.

—No, Antonio.

Entonces debía buscar más lejos; allí donde el amor de Dominica se había ido o refugiado. Porque no podía considerarlo perdido. No perdido, pero ahondado. Ella le decía:

—No he dejado de pensar en ti un solo día. Hubiera podido olvidarte. Tratar de olvidarte. He tenido… ocasiones. Claro. Hace dos años…

La interrumpió. No quería saber nada.

—Pero, ¿qué crees?

Le contaba que cuando dos años antes el alemán había dado la noticia y no pudieron ponerse en contacto, creyó morir de angustia. El padre le hizo marchar. Se había reunido con Eugenio Mauri y con su madre en La Florida. «Mis padres habían descubierto en aquel entonces La Florida.» Allí pasó cinco meses y no pudo soportarlo.

¿Por qué? Todavía no le había preguntado por sus padres, por Martina.

—Tal vez hubieras sido más dichosa al lado de tus padres. Son más libres. Digamos menos convencionales que los míos.

Hizo ella con los hombros un ademán despreocupado.

—Me asfixiaba en su compañía. Comprendo ahora que ciertas cosas deben apaciguarse con los años. Una de ellas es el amor. Cuando veía a mi padre untar el escote de mi madre con el aceite especial para los baños de sol; cuando miraba ese escote y sólo veía huesos y piel; cuando los sorprendía, besándose o paseándose con las manos entrelazadas, comprendí por qué no me necesitaron nunca. También el mundo de mis padres era reducido y yo sobraba. Me volví con los tuyos.

—Y ¿no te sentiste aquí prisionera de las mil otras pequeñeces, del mundo de los míos, Domi, tan absurdo, tan imbécil, tan sumamente organizado que ni por un instante puede una sola rueda dejar de funcionar? ¿No te has sentido presa dentro de esta santa casa, mujer?

Había elevado la voz. No era su costumbre. Le habían salido las palabras que le dolían desde la llegada. Y no era por rencor. Era la evidencia. La necesidad de volver la cabeza hacia atrás y pensar en los millones de seres que se hacinaban en los campos mientras parte del mundo seguía viviendo muellemente, creándose pequeños conflictos por no herir refinadas susceptibilidades, creyendo todavía en el valor de un compromiso, en la verdad de una visita… Se sentía desesperadamente solo entre los suyos, que le amaban. Deseaba únicamente el contacto brutal de aquella mujer —por lo menos durante aquellos primeros días—, meterse en la cama con ella y no salir de aquella cama durante meses, hasta que harto, vencida ella, pudiera arrojarla de su lado como había hecho con alguna ramera.

La vio abrir los labios para contestar, pero no esperó su respuesta. Bebió en su boca, apretándola contra él, calmando sus protestas por la fuerza. Otros la habrían besado refinadamente mientras él estaba lejos. Quizás ella estuviera acostumbrada a esta clase de refinados besos. Y le molestaban las caricias del hombre, del soldado, del prisionero que volvía con hambre, hambre, hambre…

—¿Nadie te ha besado, Dominica?

Ella titubeó. Parecía exhausta, desesperada.

—Nadie —gritó—. Nadie. Y ahora date prisa si no quieres que lleguemos a la hora del café.

Le había rechazado bruscamente y retocaba sus labios otra vez ante el espejo.

Él le dijo: —Tu padre y tu madre han sido un matrimonio feliz, ¿no crees?

En aquel momento envidiaba a Eugenio Mauri.

—Y tus padres también lo han sido, Antonio. ¿Qué se sabe de eso? En principio, todos los matrimonios parecen felices.

Lo dijo rápidamente y empujándole fuera de la habitación. Habían pasado doce años y no en balde. Se dejó conducir.

Aún estaba demasiado débil. Seguramente no llegaba a acostumbrarse a las bebidas. La charla se le antojaba insustancial y deseaba encontrarse otra vez en casa, a solas con Dominica. Ella también parecía lejana. Muchos abrazos, apretujones y protestas de amistad. ¿Por qué pensaba en los otros? Con los otros nunca se golpeó ni apretujó de aquel modo. La amistad allá tenía otra dimensión. Un apretón de manos. A veces, ni siquiera eso. ¿Germán? Era mejor no pensar en Germán mientras escuchaba la cháchara en torno suyo. Porque «la salsa está menos lograda que de costumbre», el civet de liévre tenía un fallo de acidez.

¿Por qué cada vez que se sentaba a la mesa pensaba en los otros? No debía hacerlo. Debía aniquilar su pensamiento y ordenarle que obedeciera. Él ya pertenecía al montón de acá. Su obligación era interesarse por los problemas de acá. El mundo entrevisto en los periódicos debía ser en el menos tiempo posible su mundo. Aunque él supiera que también ese mundo de los periódicos fuera nada más una parte del mundo. Si los otros pudieran verle, nada le agradecerían aquella bola estropajosa que se le hacía en el cuello ni la profunda decepción que le producían cuantos le rodeaban. Era imposible vivir entre dos mundos, sufriendo por ambos y no contentando a ninguno. Aquellos que le invitaban, ¿qué tal les sentaría aunque sólo fuera una semana de régimen de campo? Recordaba las porquerías, las vilezas que se llegaron a cometer por algo que tuviera aspecto de comida. Y ahora tenía que escuchar serenamente tonos peyorativos hablando de una salsa alambicada. Ahuyentó sus pensamientos. Muchas veces se hizo la promesa: «Quiera Dios que no sea mezquino. Quiera Dios que esta prueba me afirme y no me destruya. Puedan mis fuerzas, que han bastado para soportar las grandes cosas, ser también suficientes para soportar las pequeñas».

La conversación derivaba sobre temas familiares. Los hijos, los estudios de los hijos. Todos los tenían y hablaban de ellos.

Muchas veces pensó en el hijo que no vino durante los dos primeros años de matrimonio. No lo había deseado desmesuradamente. Fueron dos años de vacaciones, tan cortos para él y Dominica que no se dieron cuenta de que pasaban. Cuando al fin Mercedes Silva, con mucha discreción, había preguntado: «¿Qué pasa?», recordaba perfectamente que él había mirado a Dominica y se había echado a reír. No pasaba nada. No venía, y eso era todo. «Pues será conveniente consultar a un especialista.» Habían dicho que sí. Que irían. Fueron. Nada anormal. Tal vez Dominica era muy joven. Infantil. Un tratamiento. Insuflación. Total, lo habían dejado para más adelante. Y él se había marchado antes de tener tiempo para aquel hijo. Allá lejos había pensado mucho en ello; mucho más que cuando estaba en Barcelona. De haber tenido un hijo, Dominica habría guardado algo suyo. Algo de él.

Contempló a Dominica a través de la mesa. También ella parecía ausente. Dominica vaciaba su copa.

Aquella noche soñó con Florencio.

Le vino a la memoria una antigua conversación, mientras el padre le enseñaba los arreglos que habían hecho en aquella parte del jardín.

Nunca había comprendido del todo a Florencio por la sencilla razón de que era un hombre callado, poco expresivo. En los primeros tiempos creyó que Regina… Pero no. No era eso.

Hacía muchos años de la conversación y veía la carnicería de Florencio y escuchaba su voz de entonces al contarle: «No me gustaba. Siempre fui un cobarde. Cuando veía descargar las reses muertas, a hombros; cuando veía el mandil ensangrentado de mi padre y oía sus golpes descuartizando el buey, la ternera o los corderos recién llegados del matadero; cuando el animal pendía muerto, del gancho, las últimas gotas de sangre goteándole por los morros, se me revolvía el estómago. No podía. Y el tufo a carne. Y los despojos. La madre lavando las tripas. Flotaban dentro del barreño, blancuzcas. Luego se hervían y la casa toda se impregnaba del olor dulzón del cocimiento. No podía».

Florencio tenía entonces veinticinco años. Era en 1936. Servía de chófer desde 1939, cuando le conoció Regina. Era un hombre pacífico que nunca contaba nada. Salvo aquel día. «Pese a mi repugnancia, tenía que ayudar al padre, despachar carne a la clientela, ensangrentarme las manos. Las manos resbalaban en los trozos blandos de carne. No podía. Desde entonces sólo quise comer huevos o pescado. Pero no carne. El tufo de la carne cruda me pendía de la nariz como pendían las gotas de sangre del morro de las reses muertas. Y en julio…»

El relato se tornaba confuso. El hombre tragaba saliva. «Vinieron a buscarle.» Se calló mientras él preguntaba: «¿A quién?» «Al padre.» Hubiera deseado que Florencio se detuviera allí. Pero las palabras debían de quemarle, pues sordamente prosiguió: «Y lo encontramos días después. Colgado de un gancho. Boca abajo, los cabellos apelmazados por la sangre, igual que una res. Dejé aquello».

Algo tenía que decirle. En casos así, cuando alguien contaba algo, era seguramente para que le dijeran: «¿Por qué te callaste tanto tiempo?»

Y Florencio: «Hay cosas que nadie comprende».

Soñó con Florencio y estuvo gritando hasta que Dominica le despertó. Tenía una sed tremenda.

—¡Antonio! ¡Antonio!

Estaba a su lado. Inclinada sobre él. Olía su perfume.

—Estás soñando, Antonio.

Quería tomarla en sus brazos y dejarse acariciar por ella.

—¿Quieres algo? ¿Quieres que te traiga algo de beber?

Le hablaba como si él fuera un chiquillo y ella la persona mayor.

La tomó en sus brazos. La tuvo. Inmóvil, ajena a él.

La vio luego levantarse y no la oyó volver. Se quedó dormido otra vez, hasta que la luz penetró a través de las persianas entreabiertas.

—¿Cuándo nos traes a Germán?

Debía hacerlo. Lo notaba desamparado en Barcelona y solamente feliz cuando podía salir o charlar con él. Y aquellos primeros días habían sido de mucho ajetreo.

—Cualquier día. Hoy. Hoy mismo.

Tenía que salir con él a primera hora de la tarde y se habían citado en un bar de la Avenida del Tibidabo. Aquel final de la calle de Balmes estaba desconocido. Llegar hasta allí antes era casi una excursión; ahora, un autobús unía en pocos minutos los dos cabos de la ciudad. Recién inauguradas las bocas del metro.

—Si no hubiera sido por las setas…

Mercedes aseguraba que el trozo Plaza Molina-Avenida del Tibidabo destinado al cultivo de setas hubiera podido ser utilizado desde hacía años de no haber intereses de por medio.

—¿Qué setas?

—Pues, hijo, esas blancas, de París.

Miles de metros subterráneos y oscuros llenos de blancas protuberancias. Cultivo de setas instalado bajo el asfalto de la calle de Balmes. Tan clara ahora en su último tramo. Quizá Mercedes se equivocaba. Cuando se encontró a Germán le dijo:

—¿Sabes de dónde salen esas setas que contemplábamos el otro día?

—Del campo, me imagino.

—En Barcelona nos crecen debajo del asfalto.

Germán le miró. Tuvo que contarle lo del túnel. No se lo quiso creer. Él tampoco estaba muy seguro.

En los anuncios de La Vanguardia había estado buscando la tienda de comidas que traía a Germán a mal traer. Apuntó unas cuantas direcciones. Irían a primera hora de la tarde.

Visitaron tres o cuatro que podían interesar. El precio ponía a Germán de un humor de perros.

—No me desempeño en toda la vida.

Sabía que Germán tenía miedo. Era como si le estuviera diciendo: «Un poco, nada más que un poco. Soy como un chico y necesito aprender». Quien había recibido órdenes durante toda una vida, necesitaba que le enseñaran a vivir. «Haz esto o lo otro.» Unas cuantas órdenes más, antes de andar solo por un mundo libre.

Le empujaba.

—¡Hala, hombre, ésta es la tuya!

Cuanto menos lo pensaran, mejor. La tienda estaba hecha una pura mierda, pero Germán la miraba ya amorosamente. Más allá de su cochambre. La renta no era exagerada. El traspaso… Los traspasos de las tiendas con rentas abordables, siempre eran elevados. La calle, de mucho tránsito.

Se quedaron con la tienda. Estaría libre en cosa de un mes de tiempo. Acaso antes. Cuando salieron de ella, les pareció que habían cumplido una vieja promesa.

—Vamos a casa a celebrarlo.

Lo sabía intranquilo ante la idea de conocer a los suyos. Se lo imaginaba lleno de contestaciones y frases prefabricadas.

—Soy un torpe, Antonio.

—Mira, chico, has de venir a casa. Nos aburriremos los dos, te lo aseguro. Pero es algo que también tiene que hacerse.

—Bueno.

No fue del todo mal la visita.

—¡Vamos! ¡Éste es Germán!

Y allí estaban todos: el padre y Mercedes, Anita con Manuel Escrivá, los sobrinos zanganeando por el jardín. Y también Enrique, el pequeño.

Le preguntaban. Y Germán volvía al relato de siempre. Pero no podía prescindir en dos días del vocabulario del campo. Era un alivio en los momentos de apuro. Con los años, las palabras fuertes se habían deslavazado tanto, que parecían las letanías de los desesperados.

Mercedes y Anita estaban algo sobresaltadas. Dominica, sonreía a Germán y se interesaba por la tienda.

—Iré a verte, Germán. Has de contarme todo lo vuestro.

Y Germán asentía. Aunque él estaba seguro de que no, de que nunca Germán contaría aquello. Y sintió pena por Dominica, que buscaba la verdad, el empleo del tiempo en todos aquellos años. También ella, de un modo instintivo, quería aunar los dos pasados. Sufrir no ya con ausencias, sino con recuerdos concretos.

Cuando más tarde, a solas con el amigo, le preguntó la opinión que le habían merecido los suyos, Germán le dijo:

—Chico, la verdad es que no te comprendo. Yo en tu lugar nunca me hubiera perdido en Rusia.

Y sintió un nuevo desengaño. El de saberse incomprendido incluso por el camarada. Era como si Germán hubiera nacido el 2 de abril de 1954 y no pudiera coordinar el pasado con el presente. Dijo como Florencio en una lejana conversación:

—Hay cosas que no se comprenden.

Le producía una invencible pereza ponerse al día. La insistencia de su madre para que fuera al sastre y a ver al médico, le exasperaba.

—Antonio, hijo. Estaré más tranquila.

Lo del sastre fue una visita rápida, intrascendente. El médico de la casa, desconocido para él, no le inspiraba ninguna confianza. Él estaba bien. Estaría bien del todo dentro de muy poco tiempo.

—Estaré más tranquila, hijo.

Pedro Casares no era el médico de la casa, pero había sido compañero de estudios y con él habían salido la noche del Ecuestre. Desde aquella velada, otras se sucedieron. De todos los del grupo le pareció el menos distante a él. Pedro se sentaba siempre al lado de Dominica.

Dominica, aquella tarde, no podía quedarse con él. Debía —según ella— ir al peluquero.

Y de golpe recordó que Dominica sentía antes un verdadero horror por las peluquerías. «Anda, Antonio, córtame este rabo de pelo que me asoma.» Él protestaba: «Pero, mujer…» Y ella: «No me gustan los cascos. Tengo la impresión de que me están cociendo los sesos». Se lavaba los cabellos en casa y se los secaba al sol, en el jardín. Sus cabellos, lacios y sedosos, enmarcaban un rostro de mejillas redondas.

—¿Vas al peluquero?

—Tengo que ir.

—Y tú podrías ir al médico —dijo la madre.

Mercedes Silva era dulce y taladrante como una gota de agua.

—Antes… no ibas nunca a la peluquería —le dijo.

—Antes no tenía canas como ahora —repuso ella.

Sintió frío. El cabello corto y negro de Dominica ya no era algo primitivo, natural. Y la voz de Dominica sonaba dura como un reproche. ¿Tenía él la culpa de aquellas canas?

Mercedes Silva se ocupaba en su labor. Dominica seguía diciendo:

—Estoy llena de canas.

Y él:

—Estarás preciosa con el cabello blanco, Domi.

La madre se sobresaltó:

—No digas tonterías, Antonio. Tu mujer hace perfectamente tiñéndose las canas.

Deseaba preguntarle cuándo… «¿Cuándo te salieron canas, Domi? Cuando me marché, ¿no es eso? Y si no me hubiera marchado te hubieran salido de todos modos porque unos cabellos tan negros como los tuyos encanecen fácilmente. Pero yo no podré decírtelo nunca y tus canas serán siempre el fruto de nuestra separación.» Dijo:

—¿A qué hora quieres que nos encontremos?

—No sé, Antonio. Lo mejor será no quedar en nada. Cuando termine, regresaré a casa.

La sentía áspera, enojada. «Por unas canas.» Llamó a Pedro. La madre tenía parte de razón. Debía ver al médico y Pedro era al mismo tiempo un amigo.

La verdad objetiva —según Pedro— era una falta de peso.

—Y eso es todo.

Cosa de semanas para encontrarse perfectamente bien de salud física. Pedro Casares y él sentían pudor de abordar la verdad subjetiva.

—¿Y esos ánimos?

Le entraron ganas de saber exactamente el peso de un ánimo corriente. Acaso el ánimo se había vuelto demasiado fino y le dolía. El ánimo era tan consistente como el hígado o los pulmones, aunque mucho, muchísimo más sensible.

Pedro desviaba la conversación.

—¿Qué piensas de la dimisión de Bevan?

—No estoy demasiado al día. Esas frases de «Gabinete fantasma» hablando de política me asombran un poco. Que al regresar a España me encuentre todavía con problemas de rearme alemán y ayuda al Extremo Oriente… No sé, Pedro, es como si todo se hubiera perdido, achicado durante todos estos años. O como si yo no supiera encontrarle medida.

—Estamos viviendo las secuelas, ¿comprendes? Pongamos por ejemplo el caso Oppenheimer.

—Lo he leído. Ahora me entero de que fue el constructor de la primera bomba atómica y que en Washington… Tendría que estar fabulosamente contento y no lo estoy. He de ponerme al día —como dice mi madre—… se preguntan si es un riesgo o no para la humanidad.

—Acabas de llegar. Estás forzosamente descentrado.

—Pero terminas de decirme que sólo me faltan unos kilos de peso…

—Por ahora sólo te falta peso. El repatriado goza de buena salud. No dudes que vives gracias a tu voluntad de vivir. En fin, quería preguntarte si estás contento. Si eres feliz.

No hay

Hablaban de la última salida. De las mujeres de los amigos. Del cambio fabuloso entre los años de preguerra, posguerra y actuales.

—¿Qué pensabas allá?

—Como todos. Regresar. Deformé las imágenes.

—¿Con tus padres, bien?

No hay

—¿Es un recuerdo muy fuerte?

No hay

En otro orden de ideas todos tenemos recuerdos lancinantes. El espíritu sano, vital, reacciona y hace de ellos experiencias. Ya sé que es mucho pedir.

Era muy difícil de explicar. El último domingo, en la iglesia, habían pasado media docena de monaguillos pedigüeñando para esto y lo otro. Él pensaba en ellos. No era cosa de religión. Era algo que estaba por encima de toda religión. Ya nunca podría sentir compasión por nada, por nadie. ¿Qué podían importarle las mejoras de un templo, los pobres de la parroquia sabiendo que todos aquellos hombres estaban detrás de las alambradas y nadie, ni una sola voz, clamaba por ellos?

No hay

—¿Con tu mujer bien? Dominica se ha portado como pocas mujeres, Antonio.

Le cogió de sorpresa. El y Dominica continuaban siendo los mismos. Las mismas piezas del mismo puzzle. Había tenido varios de estos terribles rompecabezas cuando niño. Las colocaba sobre una tabla y si no podía terminar en una tarde esperaba a la tarde siguiente. Las figuras eran fáciles, reconocibles. Pero los fondos eran endiabladamente difíciles. El fondo oscuro o el fondo claro, con sus docenas de piezas de idéntico color, le volvían loco. Una vez olvidó la caja en el jardín y las piezas se mojaron. Las puso al sol y luego ya no encajaban. Eran las mismas piezas, el mismo puzzle, pero la madera había hecho juego y ya no entraban las unas dentro de las otras. Al cabo de un tiempo logró que encajaran otra vez. Pero nunca quedaba liso del todo. Veía el puzzle de sus años infantiles abollado, defectuoso para siempre, por haberse quedado a la intemperie.

—Esta separación —dijo sin ganas de dejar que trascendiera nada al amigo— ha sido dolorosa para los dos.

—Pero entre tú y Dominica nada ha cambiado.

Pedro Casares afirmaba. Y él, del mismo modo que había callado la mitad de sus respuestas, no podía explicarle el proceso de su cambio. Su conciencia había ido dando la mano a su sufrimiento. Había calado hondo en sí mismo y era esa profundidad lo que le hacía clarividente para con los demás. Y desdichado. El fondo del puzzle fue siempre lo más difícil de lograr. Y temía que, aun en el caso de lograrlo, quedara siempre defectuoso. Por culpa de nadie. Porque él había nacido para ser eso: un hombre con su conciencia a cuestas y un cuerpo humano con todas las apetencias de ese cuerpo.

—Seguramente nada.

Estaban sentados en los butacones de la biblioteca. Pedro Casares tenía entre sus manos una de las últimas revistas norteamericanas. Anuncios de cigarrillos, de neveras eléctricas, de lavadoras eléctricas, planos para los clásicos cottages americanos. Mejillas a todo color y hermosas piernas desnudas. Todo ello respiraba vida y normalidad.

Un reportaje sobre el último temporal y tres novelas cortas con las cuales no había podido.

—Estas publicaciones norteamericanas son estupendas. Con sólo mirar los anuncios uno ya se divierte.

Y sin dejarle contestar:

—¿No te agobia el no estar en tu propia casa? ¿No crees que tú y Dominica debierais estar solos? ¿No has pensado en la posibilidad de un viaje?

Coger a Dominica y largarse. Había pensado en ello, pero tenía miedo y pereza. Lejos soñaba con el retorno a aquella casa. Y también en un posible viaje con Dominica. Al regresar la idea del viaje se volvió absurda. Le hubiera gustado volver con Dominica allá lejos. Libres los dos. Poder recorrer los mismos caminos.

—Es algo en que no he pensado todavía. Es pronto. He de tomar contacto con la realidad que me rodea y luego decidir.

—En ese caso lo mejor para ti sería empezar tu trabajo. Vuelvo a repetirte que estás perfectamente bien. Una obligación cotidiana, volver a ejercer tu carrera y más en tu caso, que trabajarías, supongo, con tu padre, sería una de tantas maneras de reanudar tu pasado.

—Pensaba hacerlo. Los míos me han impuesto un lapso de descanso. Ya sabes cómo son todos los padres.

—Tú has tenido mucha suerte en ese aspecto, Antonio.

Cierto. Pedro Casares, en cambio, había tenido que crearse un porvenir —ya presente— a pulso. Seguramente también había sufrido por ese presente actual mil vejaciones. Pero las había superado.

Dejaron el asunto para volver a los temas cotidianos.

—En el Alexandra proyectan una película de Vittorio de Sica.

—¿Italiano?

—El cine italiano es algo grande. Sencillez, realismo. ¿Por qué no os animáis para esta noche?

Se levantaba. Debía marcharse. Decía que telefonearía más tarde para saber si Dominica tenía ganas de salir.

—No os acurruquéis.

—Descuida.

Cuando le acompañó hasta la puerta de la casa, Dominica y Enrique venían de la calle. El atardecer era muy hermoso. Le hubiera gustado dar la vuelta a la manzana y ver el resplandor de los faroles de gas. El día anterior se sorprendió contemplando al hombre que los encendía. El farolero era un hombrecillo de apariencia insignificante que repartía luz por las calles de Barcelona.

—Dominica, ¿quisieras dar una vuelta conmigo?

La vio titubear. Iba a contestar que sí, seguramente. Pero la vio cansada. No se atrevió a proponer lo del cine.

—Me cambiaré de zapatos. Estoy en seguida.

—Es igual.

—Saldré contigo Antonio —dijo Enrique.

Le tomó del brazo. Era un brazo delgado, casi no se encontraba en la manga. Sin calor comunicativo.

Entre los dos la calle, las fachadas, las luces recién encendidas y un hueso de palabras. No sabían qué decirse. Un silencio compacto (quizá la densidad del aire impedía la palabra-aire), quebrado únicamente por el ritmo de los pasos y el crujir de la arenilla bajo los pies. Los dos debían de estar pensando en una primera frase. Y no salía. Salió al fin al unísono:

—Los eucaliptos van a…

Los eucaliptos ocupaban uno de los rincones del jardín de atrás y sus raíces amenazaban el muro. O tenían que desaparecer los árboles, o el muro reventaría. Las ordenanzas municipales no tenían piedad y, pese al dolor que suponía talar un árbol en plena vida, por lo menos dos de los eucaliptos tendrían que ser sacrificados.

En la semioscuridad de la calle era mucho más fácil hablar que en la casa, con todas las luces encendidas. Y era una estupidez pensar que Enrique seguía siendo el Enrique niño. Él sentía una enorme repugnancia por las personas que quedaban atascadas. El Enrique niño había derivado por fuerza y tenía ahora el Enrique hermano. A los diecinueve años…

—¿Te gustan las mujeres?

Le pareció que el ruido gutural quería ser risa. Pero en todo caso no muy espontáneo. A los diecinueve años él hubiera reído franca y sinceramente. Las mujeres le gustaban mucho y las conocía en su parte física por completo.

—Claro. Sí. Me gustan. Aunque la mayoría sean estúpidas.

—A tu edad yo no pedía inteligencia a la mujer. Me bastaba su cuerpo. Cierto es que yo era muy bruto —añadió.

—O estabas seguro de ti mismo.

—No te comprendo. ¿No estás seguro de ti mismo en ese terreno?

—Ese terreno como tú dices, no es más que un derivado de los otros. Creo que la diferencia fundamental entre tu generación y la mía radica precisamente en la seguridad.

—¿Y nosotros tuvimos seguridad? ¿Nosotros precisamente, que vivimos la época más insegura?

—Vosotros erais seguros. Cada uno de vuestros actos ha sido manifestación de seguridad.

Algo oscuro rezumaban sus palabras. Acaso no se atreviera a ir más lejos que las pronunciadas. Y él lo deseaba. Era necesario para todos. Incluso para los otros. Quería saber las razones de una nueva generación desligada por completo de los compromisos contraídos por la anterior.

Continuaba Enrique:

—No lo digo por ti, Antonio. Tú no te limitaste a ser movilizado durante la pasada contienda española. Tú, más tarde, fuiste un voluntario, y eso quiero dejarlo aparte. Pero los otros… ¿Tú sabes lo que representa oír constantemente a los de la otra generación (fuiste de los más jóvenes, Antonio) oír constantemente aquello de: «Nosotros que hicimos la guerra…»?

—Nos tocó hacerla. Es distinto.

—Pero la hicisteis. Y nosotros hemos de soportar eso de ser los que no la hicimos, los pequeños, los que nacieron temblando por algo que no quisieron ni pudieron aliviar. Somos los inseguros, los que escuchamos parte de guerra en lugar de cuentos. Los que aprendimos los términos racionamiento y cartilla al balbucear las primeras palabras. ¿No comprendes?

No había caído en ello. Aunque no veía la relación que pudiera tener con que Enrique amara o no a las mujeres. Tal vez todo era como un cesto de cerezas. Lo uno derivaba de lo otro. En el afán de vivir anticipadamente tan propio de los de su generación, había ya el presentimiento del peligro. El anuncio de la posible muerte.

—Ya sé por dónde vas. Ha sido un cúmulo de coincidencias. Nuestra guerra fue seguida de la contienda mundial y de los resultados de esa contienda ya lo ves, entre el treinta y seis y el cincuenta y cuatro median dieciocho años. Toma cualquier periódico y te convencerás de que para mí han sido siempre tiempo presente. Comprendo que vosotros empecéis a estar un poco hartos. Es lógico, enteramente lógico.

No era lo mismo, aunque ahora pensaba en el inefable monsieur Dutour. Era un amigo del padre, un hombre encantador, ameno, instruido. Y lo malo era que siempre terminaba hablando de política. Había sido movilizado en 1914 y por nada del mundo renunciaba a su guerra. En 1935 seguía contando su guerra obstinadamente. Bien pensado era algo abusivo. Los recuerdos era mejor guardarlos para uno mismo. Eran algo inevitable. Pero querer encasquetárselos al prójimo resultaba contraproducente y ridículo. Y monsieur Dutour era más culpable que los del actual presente. La posguerra dutouriana había sido alegre. Salvo Alemania y sus aliados, Europa había conocido una ficticia euforia. La vida parecía la botadura de un barco. Con botella de champaña y todo.

—En fin, Antonio, venía a decirte lo siguiente: yo podría ser el nieto de mis padres o, si prefieres, el hijo de Anita. He llegado demasiado tarde para todo.

Habían dado una vuelta completa a la manzana. La luz de la casa invitaba a entrar.

—No haré como otros. Procuraré no machacar mis recuerdos —dijo a Enrique.

Se detuvieron un instante. Sonrieron. Penetraron en la casa.

—Será peor —contestó el pequeño—. Creo que todo cuanto decimos está ya medio olvidado. Se transforma seguramente en aire y vuelve al aire.

«Y vuelve al aire.» Es decir, que cuanto le llegaba o le había llegado de afuera, se había depositado en él y de no decirlo quedaba estancado, corría el riesgo de podrirse. ¿Y el aire? ¿No se corrompería el aire si se llenara de lamentos? ¿Y si lo que uno guardaba era demasiado importante para convertirse otra vez en aire? ¿Si a él no lo quería? Acaso amara el sufrimiento y prefiriera guardarlo para él antes de dejarlo diluirse entre todos. Quizá fuera eso.

Al entrar en la casa llegó hasta él el sonido de las voces de Anita, la hermana mayor, y de Manuel Escrivá. Anita hablaba, hablaba. Sus vacuidades llenaban en aquel momento la biblioteca. Eran naderías acompañadas de risas. Y también llegó a él la tos del cuñado. ¡Se sentía tan ajeno a él! Sus toses le crispaban y le molestaba más el hecho de crisparse por una sencilla tos (¡cuántas cosas peores había tenido que aguantar!) que la tos misma. Y su risa. La risa del cuñado era ambigua. Nunca pudo saber si era arranque de tos o acceso de alegría. Risa no contagiosa, pero sí infecciosa. Manuel Escrivá y Anita echaban sus palabras, sus risas y sus toses al aire. ¡Eran tan vulgarmente felices!

Ya en la biblioteca buscó los ojos de Dominica y por encima de las demás voces deseó la suya. Se acercó a ella. Ella le señalaba el brazo del sillón donde estaba sentada.

—Ven —dijo Dominica.

Se sentó a su lado y tomó entre sus dedos la nuca desnuda.

Durante el cuarto de hora que precedió a la cena, permanecieron así, en silencio. Ajenos a los otros. Rodeados de los otros. Solos él y ella, unidos por una sola palabra.

Las noches le traían desasosiego. El día le unía a ella y las noches le separaban. Ignoraba aún por qué. No quería saberlo. Pero temblaba ante la noche, la soledad con ella, la lucha y la derrota, lo incomprensible, la mujer que se cerraba y su temor a ofenderla. Sus deseos frenéticos de ella, tanto más exacerbados cuanto más huidiza ella se tornaba. La duda. El no saber. El temor a esa sabiduría, la voluntaria oscuridad, la oscuridad deseable. El goce sin palabras, cuando en su recuerdo (¿sería únicamente en su memoria?) existían palabras anteriormente oídas. Recuerdos de una voz arrastrada que en aquellos momentos era particularmente lenta. Temor de la noche y promesa incumplida de no ceder ante la noche. «Seré uno de tantos maridos que se aburren con su esposa.» Ya no lo era. «Le daré las buenas noches y la dejaré tranquila.» No podía. «Quizás un día…» Mil propósitos durante el día, y la capitulación nocturna. «Y estoy perdiendo, haciendo precisamente lo contrario de cuanto debo hacer. Pero lo hago.» Las promesas firmes de cada mañana: «Antonio, Antonio, no es así. Estás haciendo precisamente lo contrario» y a medida que el día iba creciendo, la esperanza crecía. Y luego, mediado el día, la fuerza iba mediando. La noche cegadora de su mente. «No, hoy no.» Y la mujer que parecía avergonzada ante él, como si no fuera suya. «No es mía.» Y esa extrañeza entre ambos que penetraba en él y le arrastraba, pese a él, contrariamente a él. Cada noche llegaba medio vencido y aún rebelde hasta el momento que, él y ella solos, la veía. «Mi mujer. Dominica», y todo en ella le enternecía. Sus brazos, largos y cilíndricos; las canas, nacidas en su ausencia, disimuladas, los ojos suplicantes y la boca muda. El cuerpo consciente y no consistente. El indómito cuerpo que, sin posible retención (¡cómo le dolía!), se crispaba. El cuerpo dependiente de una voluntad, y esa voluntad rebelde. Dominar el cuerpo aplastando al mismo tiempo la rebeldía que estaba, residía, allá dentro del cuerpo.

Y luego la vaciedad de todo. ¿Qué había conseguido? Absolutamente nada. Dominica apagaba la luz. Antes no lo hacía. Le gustaba la luz y que él la mirara. Creía recordarlo (¿eran exactamente las palabras retenidas por su memoria?) «Mírame, Antonio.» No podía olvidarlo y recordaba también sus rasgos. La piel tirante de los párpados, la nariz como afinada y los labios entreabiertos (muy poco) hablando lentamente.

Ahora no hablaba. Apagaba la luz. Era el final de un día. Todavía sentía suficiente cansancio para no pensar demasiado. Se dormía insatisfecho, pero se dormía. A veces despertaba y ella no estaba a su lado. Volvía a dormirse incapaz de saber dónde se había marchado Dominica. ¿Dónde estaba? Incluso cuando estaba con él, íntimamente, con él, ¿dónde estaba? «¿Dónde pueden estar las mujeres en ese momento?» ¡Oh, Dios! Los hombres eran mucho más sencillos. Los hombres estaban o no estaban. Pero las mujeres, Dominica al menos, podía no estar estando.

—¿Dónde estuviste anoche?

Sabía de antemano que le diría su verdad física y circunstancias. No la que él pedía. Pero, al menos, sabría algo más de ella.

—No podía dormir. Bajé al jardín un momento. A veces respirar un poco de aire fresco me trae sueño. Me apacigua.

Y no se atrevía a preguntarle más. Tenía miedo por ella. Se le imaginaba sola, violentada, insatisfecha.

Era otra vez de día y deseaba nada más que besar sus manos y respirar su perfume. Dominica, diurna, ya no era el fantasma que oscurecía su cerebro. Dominica, diurna, le decía: «Ven», y él venía, tomaba la nuca entre sus dedos y entonces sí, parte de ella le pertenecía por entero.

Y a veces huía de ella para retrasar el encuentro de esas horas. Salía después de cenar. Se reunía con Germán y, en lugar de hablar de su presente, hablaban de allá, igual que si allá fuera algo agradable. Acaso fuera su destino el tener la cabeza siempre vuelta hacia atrás, mientras lo que tenía enfrente se escapaba, no podía asirlo. Germán le dejaba hablar, pero cuando llegaba su turno se desligaba por completo de lo antedicho, le hablaba de sus cosas, de la tienda, de la chica que había conocido en el Metro. Germán había conocido a una chica de pelo largo en el Metro y se había hecho novio de ella. Se lo decía y él preguntaba extrañado:

—¿Tan pronto quieres atarte?

Le hubiera gustado poder reír con Germán, que le contaba su aventura. «Tú no eres de aquí; ¿de donde vienes?» Eso en el Metro, entre mil apretujones. «De Rusia.»

—Me siento solo. Ella y yo nos caímos en gracia desde el día del Metro. Me costó mucho convencerla de que volvía de Rusia. De ningún modo quería creer en aquello.

Él, en cambio, tenía quien le aguardaba. Y sabían que era verdad. No podría nunca borrar del pensamiento esos años. Todo. Todo le aguardaba: mujer, casa y familia. Muchos años entre medio, pero al regreso perceptiblemente todo intacto, como si se hubiera ausentado por una tarde al cine.

—Pues aquello es. No fue, Germán. Sigue siendo. Yo no puedo olvidarlo. No somos los únicos hombres del mundo. Pienso en los que quedan, los nuestros que todavía quedan y los que no son nuestros. Los otros, que fueron igual que nosotros.

—No quiero pensar. Estoy harto de guerras. Yo quiero hablarte de Juana, la chica del Metro. Juana es una buena chica y me trae frito. Tú tienes más experiencia. Estás casado hace años y conoces a la clase de mujeres honradas. Son precisamente (ahora me doy cuenta) las que más hacen sufrir a los hombres.

Mes y medio había sido suficiente para que él y Germán tuvieran problemas distintos, enfocaran la vida desde dos ángulos opuestos. Germán, lanzado hacia un porvenir, abocado a la vida, proyectado a la vida, desligado de cuanto fue y deseando desligarse. Y él tratando de recuperar no el pasado inmediato, sino el pasado lejano. Ya que él era un hombre y una conciencia. La que fue creciendo allá en la soledad. Esa soledad poblada de soledades. Esa masa plena de individualidades. Y él sabía ahora que allá su conciencia estaba perfectamente al día, casi tranquila. Si el cuerpo sufría, la conciencia del hombre sufriente era limpia. Otros, no él, cometían injusticia. Llegó su piedad incluso a esos otros. No se refería a los otros cautivos. Todos ellos, pese a la diferencia de nacionalidad, eran hermanos de penas. Hermanos. Sintió piedad por los que le custodiaban. Los guardianes, presos de su papel de guardián. Desapareció el rencor hacia ellos y su conciencia quedó en paz. Un día, tal vez, él fuera un hombre libre.

Y ese día había llegado. Y en cuanto llegó a él, empezó a sentir esa extraña angustia. La angustia que atribuyó al cambio. «Todo cambio angustia.» Luego creyó en una falta de encaje; en esas diferencias del día y de la noche, la forma y el fondo del puzzle, los cambios surgidos durante esos doce años, la mujer luminosa y oscura, palpable y ausente. Más allá de la mujer el recuerdo, la memoria próxima de todos esos otros que incluso le impedía gozar de lo poco que tenía. ¿Poco? Ni más ni menos que un hombre afortunado cualquiera (pero él sabía que no) con la única y terrible diferencia de que los otros hombres no pensaban, no tenían tanto en que pensar.

Hacer algo. Olvidarse de todo. No. Él no quería olvidar. Ni contar. Tendría tal vez que gritar.

—¿Te acuerdas, Germán?

E incluso el camarada, el único que podía recordar, se sacudía los angustiosos recuerdos. Su rostro, recuperando mejillas, había perdido la expresión afilada de payaso triste. Ya era un hombre. Un hombre vulgar. Vulgarmente feliz. Se maldijo a sí mismo por pertenecer a la raza maldita de los que se mortificaban. Se maldijo a sí mismo por pensar, por sufrir, por ser impotente ante la satisfacción. Dejó a Germán con la palabra en la boca. «Pintaré de color verde las ventanas de la tienda.»

Se fue. Siempre acababa huyendo.

Las palabras de Pedro Casares tomaban consistencia. «Trabaja. Estás en las mejores condiciones. No te acurruques.» No tenía más que decirle al padre: «Iré contigo al despacho». Y el abogado ya no saldría solo con Florencio por las mañanas. Volvería él a ocupar su mesa en el bufete de Enrique Rogers y poco a poco entraría en lo que aquellos doce años hubieran podido traer de nuevo. Verdaderamente no podía quejarse. El padre estaba deseando aquel día y era absurdo demorarlo.

—Mañana iré al despacho.

—Bien.

No le haría la menor pregunta. Conocía al padre. Bien si deseaba ir al despacho para ponerse nuevamente en contacto con su profesión. Bien si sólo deseaba tener en el despacho una conversación más íntima que las de casa. La falta de locuacidad del padre siempre fue compensada por el tono de voz. Por la comprensión de una mirada que parecía haberlo visto todo.

El despacho olía a cuero y a madera encerada. Recordaba el antiguo despacho, frío, hosco, confesional. El padre habría sentido la necesidad de fluir a través de los años y su bufete se abría en el ensanche de Barcelona. Agradecía el cambio. No quiso preguntar los motivos, pero los suponía. Los años de la posguerra habían sido una verdadera ganga para los abogados, y el padre era uno de los mejores. Resolver los líos y los tapujos del mercado negro, consecuencia inmediata de la industrialización después de un colapso de tres años, fue el destino de las grandes figuras. Eso los industriales lo pagaban al contado, con dinero, con acciones, con nombramientos de consejero… Debía de dolerle al padre ganar tanto mientras él, el hijo, carecía de todo. Debió de pensar en el hijo mientras remozaba el bufete.

—Nunca pensé en mí, hijo. Traté de recordar cuanto podía agradarte. Durante aquellos años locos, compraba, compraba.

Durante aquellos años él sabía cuánto había comprado el padre. Era una defensa contra lo que le carcomía.

—Adquirir lo mejor de una biblioteca o quedarme con cuadros, muebles y objetos, en los casos de indivisos o de liquidación, me parecía un modo como cualquier otro de creer en el futuro. Pedir un paquete de acciones, aceptar tutelas o consejos era adquirir al mismo tiempo obligaciones, trabajo que un día sería tuyo. Cuando tú volvieras, podría descansar. Mientras tanto…

Se mantenían los dos un poco expectantes, los dos en el nuevo despacho.

—Siéntate, hijo.

Iba a hacerlo en uno de los butacones frente a la mesa. El padre se lo impidió. Le tomó del brazo y le llevó hasta el sillón que él había ocupado tantos años.

—Siéntate, hijo.

Le temblaban las manos al tocar la gran carpeta de cuero. Abrió al azar un legajo. Empezó a leer.

—Son los nuevos estatutos de la C.L.A.I.

—Ignoro a qué empresa te refieres.

—Verás.

Era sencillo. Una antigua empresa familiar cuya mayoría de acciones había pasado a manos de otro grupo. Siguió con la lectura. Términos que volvían a él, viejos términos legales para los nuevos estatutos de una industria que pasaba por la clásica transfusión de sangre.

—Cuando quieras —dijo el padre—. No hay prisa. Aunque yo deseo verte ahí, sentado, en cuanto sea posible. Pensar en los otros, ayuda, a veces, a no pensar… en nosotros mismos.

¿Qué otros? Indivisos y liquidaciones, había dicho el padre. Dos o más hermanos peleándose por un mismo trozo de tierra. «Yo quiero vender. Necesito el dinero.» «Yo no quiero vender. La tierra es oro.»

—En fin —iba diciendo el padre—, si empezaras a ponerte al corriente, te centrarías. El trabajo, en cierto modo, es un recurso. Mira, poco antes de que llegaras (ya puedes suponer mi estado de ánimo) logré distraerme gracias a uno de los pillos más inconscientes encontrados en mi larga vida de abogado.

Encendió un pitillo. Siguió volviendo páginas sin prestar atención. Mirando los papeles y escuchando al padre.

—Al hombre se le suponía culpable del asesinato de su mujer.

Y él había asumido una defensa que parecía desesperada. Del tipo no pudo nunca sacar una frase medio sensata: tan escurridizo y falso era.

—No se fiaba ni de su abogado. ¿Me entiendes? Y después de seis meses de cárcel estaba hecho un pingajo, sucio, embrutecido…

Siguió fumando tranquilamente. Y escuchando a medias. No le importaba la historia del tipo, pero en aquel momento le agradaba oír las palabras del padre. Se recostó en el sillón y dejó los documentos.

—Tenía ganas de salvarle y me pregunto si no sería para sobreponerme a la repulsión que me inspiraba. Estudié mi alegato y estudié al individuo. Era repugnante.

El padre hablaba sin pasión. Al decir la última palabra le había mirado y sonreído. Sus manos se abrieron en un ademán de impotencia. El padre decía: «Era repugnante», con el mismo tono de voz que hubiera dicho del mejor de sus amigos: «Es un gran hombre».

—Crimen y físico de criminal.

—Exacto —continuó el padre—. El día que podía ser decisivo para él, llegué a la cárcel y encargué al barbero que lo aseara. Luego le hice vestir con ropas decentes. El aspecto del hombre se hizo más humano. Le defendí tan conscientemente, tan elaborada fue mi defensa, que el hombre quedó absuelto.

—Y tú, ¿conforme?

—Espera. Mi protegido… Yo no sé qué clase de hombre era aquél ni cuál su conciencia. Mi defensa le convenció totalmente. En lugar de darme las gracias, vino hacia mí. Se acercó, con acento firme, desconocido hasta entonces. Exigía: «¿Y ahora, quién me pagará daños y perjuicios?»

Reían ambos por la inesperada reacción del acusado. Convencerse uno mismo a través de las palabras de otro, era realmente lo mejor que podía sucederle a un criminal.

—Así fue. Su pregunta me dejó estupefacto. Yo temía la escena de agradecimiento. El hombre… no sé si me debía la vida, pero en todo caso sí la libertad. Yo le había convencido. Y él reclamaba, clamaba contra la injusticia humana que le había retenido seis meses en la cárcel, privándole de la libertad y de ganarse malamente la vida.

Tenía razón el padre. Aceptar lo imprevisible del prójimo.

—Cuando me sentía impaciente, angustiado, me bastaba recordar la voz engallada, preguntando: «Y ahora…»

Aun en lo malo imprevisible encontraría la evasión de sí mismo. Dijo:

—Empezaré cuanto antes. No hay ningún motivo para retrasar la normalidad.

Dominica había irrumpido. Sabía que, a menudo, si se encontraba en Barcelona (la torre quedaba siempre en San Gervasio; todavía decían los Rogers, como en el tiempo del abuelo, bajar a Barcelona), sorprendía al padre en su despacho y preparaba unas bebidas. Si tenía consulta, aguardaba en la habitación que el padre había arreglado para sí. Leía, aguardaba pacientemente. «Aquí he pasado muchas horas estos años.» Y él se la imaginaba en invierno al lado de la chimenea, sentada sobre la alfombra, mirando pensativa, mirando al fuego. Y leyendo otras veces. Dejando de leer para continuar sus pensamientos, porque Dominica era pensativa y le gustaba perderse en sus pensamientos. O bien se la figuraba como ahora, sacando las copas y preparando bebidas.

—¿De dónde vienes, Dominica?

—De compras, recados…

Él hubiera querido saber exactamente cuándo salió de la casa, cuál fue su itinerario, a quiénes encontró, para quién fue la compra. Saberlo todo de ella —como antes, cuando le contaba hasta la saciedad—, hasta las caras que puso o le pusieron.

—Un poco más de hielo, Dominica —pidió el padre.

Dominica se levantó a servirle lo pedido. Y él lo vio todo. El ademán pronto. Las faldas que revoloteaban acompasando el movimiento. El aire en torno de ella. Las manos que servían. Las muñecas frágiles y la nuca inclinada, que él tenía siempre deseos de besar.

Se sintió aquella noche seguro de sí. Cuando ella le preguntó si subían ya a retirarse, contestó:

—No me esperes, Domi. Subiré más tarde. He de hablar con papá.

La notó vacilante, temerosa.

—Acuéstate. No me esperes. Anda…

Dominica le tendió la mejilla. Sintió unos locos deseos de tomarle los labios y decirle que estaba sufriendo otra vez, cada vez que las sombras le envolvían y ella se tornaba espectral. Apenas si rozó las mejillas… Respiró hondamente. Le costaba no correr tras ella. Dejó de respirar unos segundos. Se levantó. Fue a servirse una copa de coñac. Su madre estaba tejiendo una tapicería y su padre fumaba. Tomó un libro y no leyó. La lectura huía bajo sus ojos, incapaz su mente de la menor retención. Se despidieron los padres y miró el reloj. Era muy temprano aún. Ella no estaría dormida. Le costaba muchísimo dormirse y entonces él perdía sus propósitos. Dejó vagar su pensamiento mientras el cenicero se llenaba de colillas y el reloj de la biblioteca desgranaba un sonido agudo penetrante como agujas de hielo. La voz del reloj de la biblioteca era infantil —la recordaba— y no había enronquecido con los años.

Debió de dormirse un momento y le sorprendió la entrada de Enrique. Miró la hora. Cerca de las tres de la madrugada. ¿Qué buscaba Enrique en la biblioteca?

—¿Qué haces aquí?

—Estuve leyendo y debí de quedarme dormido.

Enrique se servía coñac. Se sentó pasando una de las piernas sobre el brazo del sillón.

No sabía qué decirle. Preguntó:

—¿Te has divertido?

¡Diecinueve años! Y las mejillas casi imberbes. Entre él y el hermano siempre ese inicial silencio. ¡Cuánto le hubiera gustado encontrarse con el Antonio que fue, el perdido! O tal vez no. Acaso el silencio de Enrique era más conveniente que las estúpidas chácharas de los diecinueve años.

—¿Te divertías tú a mi edad?

¿A su edad? ¿A los diecinueve años? «Ya lo creo.» Dentro de él brotaba la vida. A veces, llegaba a reprochárselo. No podía impedirlo. Su ansia de vivir era demasiado grande. Algo vertiginoso le empujaba, se estaba fraguando, se anunciaba. Los años anteriores al 36 los había vivido tan intensamente, que en su ansia de vivirlos podría haberse encontrado su explicación. La lenta muerte que allá lejos le aguardaba.

—Sí, chico. Demasiado. No te extrañe. Ya te hablé de ello hace unos días. Fuimos una mala generación. Frívolos, insensatos…, lo estábamos oliendo y apurábamos el goce.

—¡Qué suerte!

—¿Los diecinueve años no son lo mismo para todos?

—Para algunos. A otros nos ha faltado la ocasión.

—¿Qué ocasión?

Enrique sonreía dentro de la copa. Debía de estar harto de la palabra, tenerla muy aprendida. Dijo luego de beber:

—La de ser héroe.

Eso era. El pobre Enrique se había encontrado siempre ante palabras que seguramente habían sido mencionadas a menudo en la casa. Le hubiera gustado poder preguntar: «¿Qué entiendes tú por heroicidad? ¿Ser movilizado? El soldado puede ser o no ser un héroe. ¿Ser voluntario? El voluntario puede ser o no ser un héroe. ¿Ser prisionero? El prisionero es un mártir, pero puede ser o no ser un héroe. El héroe vive tan inmerso en su destino, que actúa como un hombre cualquiera. Al cabo de los años…»

—¿Qué es un héroe para ti, Enrique?

—No lo sé.

—Tampoco ellos. Yo creo haber visto héroes o por lo menos, he sido testigo de actos heroicos. ¿Obraba conscientemente quien los realizó?

—¿En la guerra?

No hay

—Vuestra época se prestó a ello.

No hay

—Ya.

No hay

—Cada cual habla de lo suyo. Los colegiales, del colegio. La mecanógrafa, de sus compañeras o del jefe. La mujer casada, del marido o de los chiquillos. El obrero, de las facturas del gas.

No hay

—Claro.

No hay

—¿Y quieres decir que entonces se darán cuenta de que han estado obrando heroicamente?

No hay

—Así, según tu opinión, cualquier hombre de la calle cumpliendo un acto de cada día puede…

No hay

Sintió la necesidad de vaciar su copa. Dijo:

—¿Entiendes?

La luz de la lámpara de pie dibujaba sombras de cansancio en el rostro del hermano. Enrique contestó:

—Según tu explicación no puede ser más sencillo. Un héroe es un hombre cualquiera. Cualquier bruto que nos pisa los pies en el tranvía.

Hubo un silencio. Contempló las pálidas mejillas del hermano y le pareció muy joven. Como si nunca pudiera llegar a la verdadera edad del hombre. Repitió:

—Cualquier bruto, Enrique. Cualquier hombre.

Al entrar en la habitación se dio cuenta de que Dominica no dormía. Estaba sentada en la cama con la cabeza apoyada en las rodillas.

Ausente de ella misma. Se estremeció al oírle.

—¿No duermes?

Dominica levantó la cabeza. Tenía los ojos turbios de insomnio. Llenos de lágrimas. Se acercó a ella con ternura y al poner su mano sobre el hombro desnudo notó su estremecimiento. Su temblor.

No quería nada de ella. Nada. Para eso había aguardado, se había mortificado y vencido. Y ella no sabía. Le estaba ofendiendo con su temblor.

—¿Me quieres, Dominica?

Sí o no: quería saberlo. No era una súplica. Era una orden. Le agarró del pelo y buscó en el fondo de las pupilas la respuesta. Los labios le temblaban, pero la voz dijo resuelta:

—No te quiero, Antonio.

La soltó. Esperaba la respuesta aunque no quería oírla. Cuando Dominica intentó hablar, él le dijo: —Calla, Domi.