ELLA
—¡Hija mía! ¡Penélope, aprisa, levántate pronto, para ver con tus ojos lo que cada día anhelabas!
(LA ODISEA. R. XXIII.)
LA GENTE LA COMPRIMA. Los gritos, las exclamaciones y los llantos de los demás llegaban a sus oídos. El mar frente a ella, se extendía como una placa aceitosa, densa. Hacia por lo menos una hora que esperaban. Todos estaban aguardando y la Estación Marítima iba engullendo gente. Y ella no conseguía desprenderse de su estupor. Su cuerpo no era suyo; era prolongación de todos los que allí se apiñaban. El pie dormido de aquel cuerpo compacto con centenares de cabezas. Y los sonidos, las exclamaciones y los llantos se detenían y no le penetraban, no sabía por qué razón. Ignoraba si porque dentro de ella todo era macizo —como aquel único cuerpo de gente que aguardaba en la Estación Marítima—, o porque dentro de ella se había hecho un vacío absoluto. Y en el vacío absoluto no había aire ni vibración posible ni sonido.
Sintió una presión particular en el brazo. Era la madre de Antonio. Antonio era su marido; el que llegaba. Iba a ser otra vez su marido. Maquinalmente dio unas palmadas afectuosas a la mano que presionaba su brazo. No podía decir nada. Y sabía que tampoco la madre… Es decir, sí. La madre de Antonio, desde que supo el regreso del hijo, emitía unos sonidos roncos, parecidos al aullido de un perro. Era su alegría. Una alegría tan bronca que no podía salir del cuerpo poco a poco, sino que se escapaba a gritos entrecortados. Le era penoso ver aquella alegría animal dentro del cuerpo de una mujer tan sumamente sensata como Mercedes, la madre de Antonio.
—¡Hija! ¡Dominica! ¿Te das cuenta?
No. No se daba cuenta. Y las frases le llegaban sin penetrarle. Quedaban suspensas en el aire, como los gritos, como los llantos de los demás.
El sol llegaba desde Montjuich y se quebraba en el agua de las dársenas. No podría decir cuántos: muchos, muchísimos barquitos, embarcaciones, lanchas, iban y venían. A lo lejos, la escollera se veía atiborrada y multicolor. Y no le cabía ninguna duda de que la montaña de Montjuich estaba tan llena como la Estación, como la escollera, como toda la parte baja de las Ramblas y los alrededores de la Merced.
Y ella estaba allí, entre los que de veras aguardaban a alguien. Eran los últimos momentos de aquella separación que había durado casi doce años. La clepsidra de su espera estaba ocurriendo y aquellos instantes eran las últimas gotas detenidas en el angosto paso.
Tragó saliva. Rememoraba: «Van a repatriar a los prisioneros de la División Azul». Las esperanzas renacían después de tanto fracaso, de tanta noticia falsa, de tanto falso mensajero.
Su cuerpo estaba allí, en la Estación Marítima, mientras ella recapitulaba doce años de ausencia.
«Van a repatriar a los prisioneros de la División Azul.»
Y un día, el padre de Antonio, Enrique Rogers, había llegado a casa y con manos febriles había extendido unos papeles. Mudo. El abogado Rogers no tuvo palabras aquel día, pero extendió los papeles sobre la mesa del despacho y todos, la madre, el pequeño Enrique, ella, leyeron el nombre que el padre señalaba con un dedo tembloroso. «Antonio Rogers y Silva, natural de Barcelona. Treinta y ocho años.» Sí, fue a partir de aquel día cuando la madre empezó a hablar de aquella extraña manera, a gritos, a golpes, a ladridos. Ella, Dominica, había experimentado dentro de su corazón una vibración más fuerte y luego un fallo, como si algo dentro de ella se hubiera detenido, «tal vez los doce años muertos», y no necesitara palpitar ni respirar ni nada…
Hasta aquel día: 2 de abril de 1954. ¿Sería igual a los otros aquel día de abril? Había llegado. Ella intentó muchas veces antes fijarse un día, una fecha… Siempre se equivocó. O bien pensaba que nunca llegaría, que su vida se deslizaría esperando, siempre en la incertidumbre, no sabiendo cuándo ni en qué momento preparar su espíritu. Si lo hubiera sabido… Si lo hubiera sabido, no se habría desesperado. En la certidumbre del regreso hubiera encontrado parte de alegría. En la preparación de ese retorno, ya hubiera existido parte de realidad. Como desde el día en que se supo. Como en la mañana del 2 de abril.
«¿Te das cuenta, Dominica? ¿Te das cuenta?». Desde que se levantó ese día se hacia a sí misma la pregunta. No había sido un sueño. Y todo el día había transcurrido lentamente, como si frenaran al tiempo. «Llegarán a las cinco y media.» Y esas cinco y media se dividían en reducidos espacios de un minuto. A su vez ese minuto vibraba sesenta veces. Tiempo de espera durante el cual la radio transmitía noticias y las voces de los que ya estaban cerca de las costas españolas llegaban a ella, a todos los que como ella escuchaban, broncas, contenidas.
La voz de Antonio llegó, y ella no pudo hablarle. Cuando se disponía a hacerlo en compañía del padre, de todos, no lo consiguió. El padre habló por ella y… ¿Hablar no era mucho decir? Trató de hacerlo y las, palabras no le salían. Veía al padre, pálido ante el micrófono, mientras Mercedes le animaba con movimientos de cabeza y Enrique, el pequeño, fumaba pitillo tras otro.
—Hable, por favor.
¡Qué mal lo hizo! ¡Pobre padre! Tan bajo, tan defectuosamente, que nadie le oía. Como un chiquillo; consciente de sí mismo, como si en su garganta le hubieran introducido un trapo.
—Soy yo.
—El nombre, por favor.
El locutor había presenciado la escena tantas veces aquella mañana que ya no se emocionaba.
—Yo… Tu… padre. Enrique Rogers, y…
Y las lágrimas empezaron a correr sobre el delgado rostro. Ella lo veía.
Lo mismo que ahora. Lágrimas sin sollozos, sin suspiros. Agua de dentro del cuerpo. Agua brotándole de los ojos, escurriéndosele de las narices.
Y ahora faltaban las últimas gotas de la clepsidra. Se daba cuenta de que la atroz alegría podía convertirse en sufrimiento. Alegría y sufrimiento de los mensajes de radio. Preguntas y respuestas que no coincidían por la sencilla razón de que no eran preguntas y respuestas. Eran frases contenidas durante largos, muy largos años. Reducidas a lo primario, a lo elemental, se resumían en una sola, equivalente: «Hijo, hermano, marido… Todo sigue en pie; tu casa, los tuyos. Nada se ha olvidado. Nada…»
Sentía un enorme sofoco. El traje de chaqueta le daba calor. No era su calor; era el de todos los cuerpos allí aglomerados. Dentro de aquel enorme cuerpo que llenaba la Estación Marítima hervía sangre impaciente. Ella sufría el calor de los otros, y seguramente añadía algo al de los demás.
En el mar, los barquitos, las lanchas y las embarcaciones del Club Náutico. El mar también estaba lleno de gente que esperaba y sintió un poco de envidia por los que no estaban en tierra y podían respirar libremente. Las conversaciones se entremezclaban y no podía recoger ninguna. Casi todas «Mi hijo… el hijo…» Las mujeres allí amontonadas tenían todas aspecto de madres. Algunas muy viejas. Hombres viejos también. Tal vez habían estado aguantando hasta ese día. Muchos viejos que aguardaban quizá no habían muerto para poder esperar, en el muelle de Barcelona, aquel regreso. Y los jóvenes, los jóvenes, eran hermanos del que llegaba. Pero esposas no. No le parecía a ella que hubiera allí muchas esposas. La mayoría de los hombres que partieron a Rusia eran solteros. «Claro.» Menos Antonio. Antonio. Antonio era joven, pero estaba casado con ella. ¿Antonio?
—¡Antonio!
Miró a la madre. Le salía el nombre de su hijo a cada momento. Luego cerraba la boca y se dirigía a unos o a otros. A ella de preferencia, pues estaba a su lado. Decía el nombre del hijo y la tomaba del brazo, de la mano. No podía decir nada más que el nombre; el resto quedaba dentro, o en la presión de las manos, o en la mirada enfebrecida, o en la respiración entrecortada.
¡Era tan distinto de todos! ¡Y sucedió tan inopinadamente! «Volvemos a América, Antonio, pero regresaré el verano que viene. Sólo estaré el invierno.» Él no quiso dejarla marchar. Y eso que aún tenía pendientes tres asignaturas de la carrera de abogado. «Como mi padre.» «Pero…» «Nos casaremos antes.» Antonio tenía entonces veintitrés años y ella diecinueve. No deseaba partir para América, separarse de él, pero… Y Antonio era alegre, loco. Ella, en cambio, era sensata: lo había sido siempre. Había querido ser siempre sensata y lo aprendió con los años. Alguien tenía que serlo en su familia y le tocó a ella. Porque ni su padre, Eugenio Mauri, ni su madre, Asunción, lo fueron nunca. Tampoco Martina, la mayor. Ella, aunque se pareciera al padre, aunque tuviera la fantasía del padre, si, era sensata porque alguien en la casa tenía que serlo, y ese alguien era ella. Eugenio Mauri no puso reparos a la boda. Desprenderse de sus hijas había sido una de tantas preocupaciones de su vida. Las enviaba a colegios, a internados…, a España con la abuela.
—Enviaremos un cable a tus padres, Dominica.
Asintió y dio las gracias al padre de Antonio. Así se hizo en cuanto se recibieron las primeras noticias, pues el abogado creía que todos los padres eran como él. Creía que Eugenio Mauri debía forzosamente estar pendiente del cable anunciador de la llegada del prisionero.
—Tu padre estará loco de contento.
Recordaba al padre vagabundo que necesitaba viajes, inspirarse y seguir su vocación. Una vaga afición musical que nunca le proporcionó fama, pero que le había servido de pretexto para no hacer más que correr mundo. Con la madre, con Asunción. Asunción le seguía concienzudamente. ¿Y Martina? ¿Y ella…? Se quedaban a cargo de Flores, en Santo Domingo. Aquella casa fue una breve etapa en su vida familiar. Aquélla había sido su casa durante algunos años y la recordaría siempre. Era la última de las propiedades del abuelo. Entremezclados con ella venían los recuerdos del internado, los viajes a España, las breves visitas de sus padres. Regalos, muchos regalos… Eugenio Mauri debía de creer que los regalos suplían la falta de amor. Y lo mismo Asunción. ¡Qué hermosa era su madre! Las niñas del colegio se asomaban para verla y respirar la estela de perfume que dejaba tras sí. «Una verdadera mujer de artista.» Creía, en el fondo de su inconsciencia, que dejar a sus hijas encerradas le partía el alma; pero que su deber estaba al lado del marido viajero. Y se iba. La verdad es que Martina y ella no hacían la menor falta en aquel matrimonio. Los llantos de Martina. Los consuelos de Martina. Lloraba mucho cuando la madre iba a verlas al colegio y se consolaba cuando —para calmar las lágrimas— los regalos eran importantes. Pero ella, Dominica…
—Dominica, ¿has pensado en…?
Muchas veces había contestado con un sí aproximado a las preguntas de la madre. Durante todo el día había estado preguntando cosas. Detalles que Mercedes creía haber olvidado con los años y quería, en los últimos momentos de espera, recordar enteramente. Los gustos de Antonio. Las costumbres de Antonio. «Todo ha de ser como antes, Dominica, ¿comprendes?»
—Está todo perfectamente, mamá. Todo.
Mercedes Silva volvía a murmurar palabras raras entrecortadas por un nombre. El del hijo que regresaba.
Necesitó conocer a Antonio.
Tan rápidamente. Poco después de terminada la guerra. Allí, en casa de la abuela. En Palafrugell. Y luego las cartas. Y luego Barcelona. Los paseos por la calle de San Gervasio. «Entra, ¿quieres?» El abeto que sobresalía del muro macizo y la sombra aromática de los eucaliptos. «¿Quieres?» Lo deseaba. Hubiera tenido una alegría enorme si dentro de aquellos muros hubiera visto una charca con lotos. «Tenemos lotos en Santo Domingo.» Pero no los había. Aún no los había.
La casa y la familia formando un bloque indestructible. El padre en el jardín, la madre reponiendo los estragos que la guerra había causado en los armarios. Anita, la hermana un poco mayor, todavía soltera, ayudando a la madre. Y el pequeño… «Enrique vino al cabo de diecinueve años, cuando ya nadie le esperaba.» Antonio lo explicaba y reía: «Mamá no sabía cómo decírnoslo. Imagínate. Anita tenía veinticuatro años y yo diecinueve. Lloró al ponernos al corriente. Papá parecía sorprendido. Tuvimos que consolarla, decirle que no nos importaba, que la casa se estaba volviendo aburrida. Le parecía tan ridículo hacer prendas de recién nacido, que las encargó a las monjas de aquí al lado. ‘¿Su hija espera?' La pobre tuvo que decir que no, que la que esperaba era ella. Las monjitas le hablaron de la voluntad de Dios. De niños y de angelitos. Un verdadero lío… Total, ahí tienes a Enrique.»
Se habían casado antes de que Antonio terminara la carrera. Ni Enrique Rogers ni Mercedes Silva pusieron reparos. Todo el mundo estaba hastiado de guerra y una boda en la casa parecía de feliz presagio. Antonio trabajaría con el padre, en el bufete del padre, y en la casa había sitio de sobra. El piso de arriba se acondicionaría para ellos. Le aseguraron una independencia que no deseaba. Intentó llevar la casa durante unas semanas y luego lo dejó todo en manos de la suegra.
—¿Crees que nos encontrará muy cambiados? ¿Le encontraremos distinto?
Era Anita la que hacía esa clase de preguntas. Y su marido se encargaba de contestarla. Aunque Anita no parecía esperar ninguna respuesta. Preguntaba. Todos tenían ganas de decir algo, de acortar los minutos de la terrible espera.
Antonio era distinto de todos. Antonio era la vida misma Sabía comunicar vida a todo cuanto caía entre sus manos, y ella reía al lado del marido. ¿Marido? Antonio, el loco que arrastraba en su locura a cuantos tenía alrededor. Antonio, idealista e impetuoso.
Julio de 1941. En esa fecha empezaron los primeros síntomas de su impaciencia. Pero entonces todavía ella guardaba parte de su incógnita. Les quedaban muchas, muchísimas cosas que decir y adivinar. Un año más. Julio de 1942. Ella dormía. Él había salido aquella noche. Desde hacía algún tiempo salía de cuando en cuando sin ella. Un grupo de amigos. «Sí.» Volvía alegre. Se inclinó sobre ella. Dormían en dos camas gemelas, sin pasillo central. Le gustaba tenerle la mano al acostarse. Siempre. Le dijo: «¡Domi! ¡Dominica!» Y ella tenía mucho sueño. Era igual que una niña pequeña para el sueño. No le contestó. «Me voy a Rusia, Dominica.» Y ella no le oía apenas. Creía estar soñando. Antonio le decía a menudo cosas tan raras. «¡Cállate! Tengo sueño.» Eso le respondió. Pero él se había arrodillado y reclinaba su cabeza sobre ella. «Nada más que unos meses, Dominica. Es cosa de meses.» Y ella: «¿Qué dices?»
Así había sido.
—Doce años.
—¿Qué dices?
Enrique se inclinaba hacia ella. Su estatura, su juventud, su carácter fácilmente martirizable, le hacían parecer frágil, bamboleante. ¿Habría estado divagando en voz alta? No lo sabía. No tenía la menor importancia. Las conversaciones en la Estación Marítima eran trozos fugaces de pensamientos, y los pensamientos eran densos como conversaciones. También hablaba la madre, Mercedes. Ella, al menos, creía oírla, pero no les contestaba. Algo decía la madre sobre los trajes de Antonio, que habían sido cuidados, conservados, aireados durante los doce años. Y al mismo tiempo veía al padre consultar el reloj y asegurar —alzaba la voz— que no creía en la posibilidad de un retraso, aunque fuera posible. No creía, pero creía.
—¡Ah! Si algo sucede…
—No decía nada.
—Creía que habías dicho algo.
—Papá está diciendo…
Se volvió hacia el padre.
—Si algo sucede… No sé cómo organizarán esto. Por si acaso…
Se lo había oído decir al padre lo menos cinco veces y cada vez que le escuchaba por si acaso añadía algo nuevo. «A lo mejor Antonio no podría unirse a ellos en seguida. Entonces, lo mejor era salir despacio, nada de prisas. Florencio aguardaría en…» Florencio, el chófer, no había podido aparcar el coche, pero estaría al tanto. «Aunque bien pensado, también podía ocurrir —¡había tanta gente!— que no encontraran a Florencio. Entonces, por si acaso, lo mejor era quedar de acuerdo en algún sitio. En el Bar Rosa, del Paseo de Gracia. De allí, Florencio los llevaría donde procediera. En el Bar Rosa… Aunque lo mejor era no separarse. Nunca se sabe. Temo que el desorden sea grande.»
—¡Ese barco, Dios mío!
Primero se recibieron las cartas. Antonio era simple soldado. Como la mayoría. «Natural.» En ellas, una auténtica euforia. Términos nuevos. Palabras que entre ellos nunca se habían utilizado. Todo era maravilloso. ¡Lástima de guerra! El país… magnífico. En Alemania, durante el breve período de instrucción, los españoles se habían hecho querer. Tenía muchos amigos, camaradas. «Cosa de meses.» Y se acordaba de ella. Un leve tinte de melancolía. «Las noches de luna recuerdo nuestros paseos de novios alrededor de la calle. Los dos faroles, los árboles saliendo por encima de los muros y el denso aroma del jazmín.»
Las cartas que no podía guardar para ella sola, pues toda la familia estaba al acecho y la lectura se hacía en común, como un acto religioso. Y ella lo aceptaba, si, pero le dolía. Sentía pudor de las frases tiernas que se evaporaban al ser dichas en voz alta y que ella sabía escasas, voluntariamente escasas.
«… tus cartas se leen en familia. Por Dios, inclúyeme un pliego, un pequeño papel aparte, para mi sola. Unas líneas donde no hables de país, ni de camaradas, ni de guerra, ni de lo bien que te van los jerseys que te enviamos. Antonio…, háblame de ti y de mí.»
Recibió un empujón y a su vez, sin quererlo, empujó a la madre de Antonio. La mujer debía de estar esperando un motivo, algo que permitiera de nuevo decir la frase:
—Está llegando, Dominica.
¡Ah, sí! Ahora era cierto. Ahora estaba cerca, muy cerca de ella, y no había por qué inquietarse. La otra vez…
También creyó que estaba cerca. La guerra no terminaba…, pero Antonio volvía. La División Azul regresaba y era cuestión de poco tiempo.
«… me quedo. Es cosa de unos meses más.»
Un hormigueo recorrió su cuerpo en aquella ocasión. Toda su voluntad, su fuerza y su entendimiento se hallaban tensos y había logrado llegar casi al término de la aventura. Había aguardado unos meses interminables y estaba exhausta. Había creído en un regreso y Antonio no regresaba.
Otra vez le hablaba Mercedes.
—¿Crees que…?
Asintió. No sabía si estaba cansada o bien si sus pies habían dejado de pertenecerle. Unos con otros, los que aguardaban en la Estación Marítima se sostenían y si mutuo era el cansancio, mutua también era la ayuda. Se preguntó cómo se mantenían los de primera fila, al borde del muelle. Si ella hubiera estado allí y hubiera caído al agua, se habría dejado ahogar, no le cabía la menor duda. No tenía fuerzas. «Igual que entonces.» Y le era imposible pensar si sus piernas obedecerían a las órdenes de su cerebro por la sencilla razón de que su cerebro no estaba allí. Estaba más allá del horizonte nebuloso donde no se veía barco todavía, o atrás, muy atrás, en esa segunda etapa de reenganche.
Las cartas siguieron llegando. No se sabía nunca el lugar, el nombre del poblado. «En alguna parte de Rusia.» Y miraba en el mapa el frente establecido. Aquella extensión monstruosa… Allí, en alguna parte de esa extensión, había un hombre, el suyo. ¡Oh! Ya sabía que también había otros. Ya pensaba un poco en todos los demás…, pero solamente un poco. Todo el frente, el monstruoso frente, lo veía animado por la presencia de un solo hombre, el suyo. Las cartas seguían llegando y, en algunas, escritas muy aprisa, faltaba el pliego amoroso. Era una gran decepción. Como si no hubiera habido carta. Un día no hubo carta. «Tal vez esté herido.» No, no estaba entre las listas de los heridos que se recibían de Alemania. «¿Entonces?» Fue el padre, al cabo del tiempo. Quizá lo supiera algunas semanas antes de decidirse a hablar, puesto que perdió súbitamente el gusto por sus distracciones, por la lectura, por el jardín. «Antonio Rogers y Silva, desaparecido.»
¿Desaparecido? ¿Qué podía significar esa palabra? ¿Podía un hombre desaparecer así como así? ¿Un hombre a quien se ama, a quien se ha estado esperando? ¿Era tan vulnerable ese hombre como otro desgraciado del montón? El hombre que estaba presente en un lugar ignorado del frente de Rusia, había desaparecido. Desaparecido el hombre, pero se sabía el lugar donde había estado y donde se le consideraba desaparecido. Era un pequeño pueblo de Rusia y allí muchos españoles dejaron su piel, piel española escondida bajo el uniforme de los alemanes. El nombre de un pueblecito había surgido en el frente. Y el hombre había desaparecido.
Miró al padre. Por centésima vez le vio consultar el reloj. Luego, sacarse los lentes y pasarse el pañuelo por los ojos.
También ella había llorado en aquella ocasión.
Su llanto fue silencioso porque no podía llorar del todo a un hombre tal vez vivo. Si dentro de ella vivía, no podía estar muerto. ¡Antonio! Antonio, que durante el corto noviazgo, cuando ella preguntaba ansiosa: «Dime, ¿qué hora es?», respondía enfurecido: «No me preguntes la hora. Hora de vivir, Dominica. Hora de pasear y de amarnos. Ésa es la única hora que tengo cuando estoy contigo.»
Se agazapó. Lloraba silenciosamente por las noches, como cuando era pequeña y su madre las dejaba en el internado. No podía estar echada. Se sentaba en el lecho, abrazaba sus rodillas y la cara contra ellas, lloraba…, no por él. Por sí misma, por la felicidad perdida, por no haber sido lo bastante mujer para retener a su lado al hombre. «Tu culpa, Dominica. Tu culpa.»
Los otros también sufrían. Mercedes, que de pronto empezó a vestir siempre de oscuro, prescindiendo de las joyas. Mercedes, que iba a misa todas las mañanas y adelgazó, por aquel entonces, peligrosamente.
Hasta que el padre impuso la presencia de Antonio en la casa y los había sacado a todos del infierno. «Mi hijo no ha muerto. Antonio vive y regresará. No me preguntéis más, porque no lo sé. Pero cuando un hijo se muere, el padre lo siente. Algo inconfundible debe de sentir entonces un padre y yo… no lo he sentido.» Y luego resumió el futuro y lo que ese tiempo imponía diciendo: «Mientras él esté allí, nosotros, aquí, le esperaremos.»
Habían ido con tiempo de sobra y hacía por lo menos una hora que estaban aguardando. O lo creía ella. El padre continuaba consultando el reloj, sacudiéndolo, acercándoselo al oído. ¿Estaría parado? En medio de tanto barullo no debía oír absolutamente nada. El tic-tac de un reloj de muñeca quedaba enteramente ahogado. Preguntó a Enrique:
—¿Qué hora tienes?
Hubo de repetirlo dos veces, pues Enrique estaba distraído. Como ella: pensativo, distante.
—Enrique, papá te pregunta qué hora tienes.
Coincidían.
—Algo más de una hora todavía. Han dicho a las cinco y media a no ser que…
Enrique Rogers empezaba otra vez sus digresiones. Parecía como si tuviera miedo. Y ella también. Allí, en aquel momento, no dudaba del regreso nadie. Pero nadie lo asimilaba. La presencia de los repatriados era tangible y huidiza. «Verlos desembarcar.»
—No tardarán. Es una hora la que falta. Va a parecemos eterna…, pero es la última.
Había unas cuantas últimas horas en su vida. De algunas no se dio cuenta. Así era. Se casó antes de darse cuenta de que pasaba la última temporada, la última hora al lado de sus padres y de Martina. Fue una última hora intrascendente. En cambio, le sorprendió ver a Antonio echando un vistazo al reloj, justo el día antes de la boda. «¿Es tarde, Antonio?» Y él la había atraído. «Tenemos una hora. Dentro de una hora nos separaremos y volveremos a encontrarnos en la iglesia. La próxima hora nuestra ya será una hora de casados. Pero ésta, Dominica, es nuestra última hora de solteros. Quisiera saber decirte cosas que nunca olvidaras. Algo que, cuando estemos contrariados, enfadados, nos haga volver a este momento. ¿Te das cuenta, Domi, de la importancia que puede tener una última hora de algo?»
Y no encontraban absolutamente nada que decirse. Nada especial ni asombroso. Volvían a las frases de todos los días y a los gestos rituales. Decía él: «Hubiera querido darte una hora aparte. Y ya ves: ha sido igual que todas. Soy un gran tonto. Domi. Tendrás que ayudarme».
El tiempo transcurrido con Antonio fue siempre aparte. Era imposible superarlo. Ella misma, con toda su fantasía, siempre se veía rebasada por Antonio. Él tenía el poder asombroso de adivinarla, de estar siempre al otro lado, un poco más allá. No hacía más que tenderle la mano. Entonces ella le alcanzaba y podían marchar juntos. Pero siempre él, Antonio, iba delante.
Volvía la madre a sus preguntas. Enrique se hacía el distraído y Anita y su marido hablaban. El padre contestó algo. Pudo oír la última frase.
—… después de tantos años de separación.
Los primeros años de separación fueron los más difíciles. Se retrajo de tal modo, que las amistades terminaron por desentenderse de ella. No las culpaba. Ni guardaba rencor. La culpa fue suya. No encontraba el menor consuelo o alivio al lado de la gente. Se impacientaba al oír frases vacuas, mezquinos lamentos de otras mujeres.
No podían comprenderla. «¡Claro!» ¿Cómo iban a comprenderla? Ella no tuvo tiempo para la menor decepción. Y no sabía de rencores ni de estúpidos celos. Ella y Antonio se amaron y no cupo entre ellos desconfianzas ni reproches. Quizás hubieran venido al pasar los años. Callaba por la sencilla razón de que siempre fue demasiado orgullosa para contar tristezas.
Poco a poco fue ensanchándose su soledad. Le dolía menos que las chácharas insulsas en las cuales siempre tenía la impresión de estar perdiendo algo de sí misma. «La gente empobrece mis recuerdos.» La gente, al hablar de Antonio, le ceñía en una personalidad inmanente. Para los otros, Antonio era igual que antes. Para ella, Antonio iba creciendo. El recuerdo del ausente había llenado todos los momentos de espera. Nadie supo hacerle compañía. La compañía duró una temporada, la primera. Luego todos —ella más que nadie— empezaron a cansarse.
—¿Crees que me reconocerá?
Era la segunda vez que oía la pregunta. Con la primera hizo como si no hubiera oído. Enrique la estaba distrayendo de los propios pensamientos con los suyos. Levantó el rostro hacia él, para decirle:
—Aquí entre nosotros, ¿quién quieres ser?
Y sonrió sabiendo que su cuñado no buscaba esa contestación. Hubiera querido algo especial. Algo que fijara la atención en él. No eran aquéllos ni el lugar ni el momento precisos para hacerle reflexiones y volvió a decirle:
—Estás igual que cuando tenías siete años.
—Salvo que he crecido. Convén, al menos, que mi estatura es distinta.
—Sí. Pero tu cara… Yo te veo igual que entonces. Siempre serás el pequeño. ¿Y tú? ¿Reconocerías a Antonio?
Enrique ya no la escuchaba y Mercedes, al oír el nombre del hijo volvió a insistir:
—¡Pensar que está vivo! ¡Pensar que le vamos a tener dentro de un momento! Hija, ¿recuerdas el día que supimos a ciencia cierta que vivía?
La noticia vino por correo. Una carta de Alemania dirigida al padre. Una de tantas que el abogado recibía. Esperó hasta el mediodía, entre prospectos, avisos de facturas y otras cartas. En la bandeja de la entrada. El nombre del remitente era desconocido por todos y no se le prestó atención. Y el abogado la tomó sin ninguna impaciencia. Primero fue al jardín y al palomar. Enrique Rogers estaba deseando terminar su trabajo para cuidarse del jardín y de sus palomas. Gusto que ella compartía y que desesperaba a Mercedes. Tenían que nacer dos pichones aquel día, lo recordaba perfectamente y en aquellas circunstancias el padre velaba por sus animales. Luego de ver que, en efecto, los pichones habían roto el cascarón, entró en la casa y rasgó el sobre.
Ella estaba en su cuarto y la madre dando instrucciones al servicio. En aquella ocasión la voz del padre atronó la casa y todos acudieron, pues el padre nunca voceaba. Estaba trastornado. Leía en alemán sin darse cuenta de que ni Mercedes ni ella comprendían una sola palabra. Pero al pronto sonó un nombre que comprendieron lodos: Antonio Rogers. Y el abogado daba palmadas a la carta y decía: «¿Lo veis? ¿Lo veis? Lo sabía. Está vivo y lo sabía. No he dudado ni un solo momento.» Los ojos le resplandecían y miraba a todos con aire profético. «Pero… por favor, ¿qué dice?» Ni Mercedes ni ella comprendían del todo. Ella presentía. Y el padre, en aquella ocasión, lanzó una mirada a su mujer. Una mirada llena de palabras. «¿No comprendes? Cuando un hijo vive, uno está obligado a saber muchas cosas además del alemán.» Leyó la carta. Era la de un ex prisionero repatriado. Decía que había conocido a Antonio en uno de los campos de concentración de Rusia y que estaba bien. Que seguramente, ya que ellos volvían a sus hogares, también volverían los españoles. Daba la dirección del campo.
Y se escribieron cartas febriles al alemán desconocido y al hijo, al marido, al hermano que continuaba en Rusia. De Alemania vino la respuesta con detalles. De Rusia no vino nada.
«Tal vez lo hayan cambiado de campo», dijo el padre. «Tal vez el alemán sea un mentiroso», sugirió Enrique. Y ella pensó: «Tal vez, ¿quién sabe?, haya muerto. Quizás haya vivido hasta ahora, y ahora esté muerto. Uno puede morirse tan fácilmente. Quizás esta carta sea su último signo de vida».
La llaga había sido hurgada y dolía otra vez. Otra vez la noticia desparramada tuvo actualidad y los amigos, la gente, inquiría. La gente que ya había olvidado, aburrida, volvía a interesarse. Y ella volvía a sus noches de vela, soñando con el Antonio de antes; el de la fotografía; el marido de veintiséis años que comunicaba vida a cuanto le cercaba. Unas veces era ese Antonio, en el cual le bastaba pensar para atraer el recuerdo vivo de su cuerpo, de su fuerza, de su espíritu… y otras veía un esqueleto vestido; sin ojos, sin cara, sin cabellos, sin dientes. Y unas manos huesudas se tendían hacia ella, por encima de la colcha, y el contacto la llenaba de horror, la repelía. Se despertaba gritando: «¡No! ¡No!» No sabía quién era aquel fantasma que deseaba recobrarla. No era su marido en todo caso. No podía ser Antonio. Antonio tenía sólo veintiséis años; era fuerte, alegre y transmitía vida. Aquel muerto lo rechazaba ella. No lo había amado nunca, nunca, nunca.
Sonó en el aire un silbo de sirena y luego otro y otro… Amplificándose como la angustia que en ella crecía. No pudo contenerse. Del cuerpo macizo y compacto que llenaba la Estación Marítima brotó un solo grito y luego le pareció que ella había gritado también. Enrique la había cogido del brazo. ¿Qué decían? «¡EL BARCO! ¡EL BARCO!»
El Semíramis estaba llegando y las sirenas sonaban mientras ella se echaba a temblar. No había modo ni posibilidad de contenerse. Quería desasirse del contacto de Enrique, pero era imposible. Todo el cuerpo de la Estación Marítima, que hasta entonces había sido un solo cuerpo, empezaba a animarse, a individualizarse, a adquirir vida propia. Distinto era el movimiento y distintas las reacciones. Volvía Mercedes a sus aullidos y el padre, las gafas guardadas dentro del bolsillo, volvía a su pañuelo. Ella, después de su único gritó tornaba a su mudez mientras su cuerpo temblaba. Temblaba contra el cuerpo bamboleante de Enrique, que se roía las uñas, igual, exactamente igual que cuando tenía siete años.
Ya estaba llegando al término de su aventura. Sin aquellas sirenas… El sonido de las sirenas siempre la sorprendía. Era nostálgico. Las sirenas también sonaban cuando ella se despedía de Eugenio Mauri y de Asunción. Martina y ella, confiadas al capitán del barco, hacían la travesía del océano. Al otro lado del mar les esperaba la abuela. Y también gritaban las sirenas al pedir tierra. Era tan doloroso despedirse de unos como acercarse a quien no se había visto durante algún tiempo. Siempre la abuela las miraba y cabeceaba de un modo raro. Nunca estaba conforme con los modales de los primeros días. «Aquí estamos en Palafrugell —solía decir— y esos modernismos de América no pegan.» En casa de la abuela pegaba una vida sencilla, apacible. Era un contacto con lo inamovible. Lo que ella no logró nunca discernir, era quién estaba en lo cierto: si la abuela, estática, o Martina y ella en perpetua migración. Hubiera querido preguntar a alguien esa diferencia e intentó hacerlo. Le preguntó a Martina: «¿Quién es diferente, nosotras o la abuela?» Pero Martina no vio el alcance de su pregunta. Martina se sentía de raza viajera y la tranquilidad de la abuela se le antojaba seguramente cosa de años, imposibilidad, quizá tara congénita. «La abuela es vegetal. Igual que sus plantas. Quítala de su tierra y se secará. No dudes que la abuela moriría. Nosotros, los de casa, somos pájaros. Los pájaros tienen aire en los huesos, ¿comprendes?»
Estaba en plena edad de la fantasía y la idea de tener huesos llenos de aire la fascinaba. Pero hubiera querido, al mismo tiempo, participar de la vida vegetal de la abuela: saber lo que pegaba y lo que no pegaba. Tanto podía ser un traje, como un peinado, como una palabra o simplemente un gesto. De todos modos, Martina no había acertado. Su explicación era demasiado simple. La abuela y ellas hubieran hecho migas como las plantas y los pájaros de haber convivido. Lo que hacía que la abuela viera al punto lo que no pegaba, era fruto de las separaciones. Del mismo modo que ellas se daban cuenta de las arrugas, de las mil manías de vieja que con la distancia habían quedado olvidadas.
Sintió casi vergüenza de evocar en aquellos momentos la imagen de esos años tan ajenos a lo que la rodeaba y no supo a qué achacar la reminiscencia. A lo lejos, el Semíramis venía hacia tierra. La gente se alzaba sobre la punta de los pies y los cuellos se tendían. El cuello de Enrique salía muy blanco de su camisa. Y tragaba a menudo saliva. La nuez, prominente, subía y bajaba, tan aguda que parecía querer rasgar la piel. «En este momento nos parecemos.» Volvió a mirarle y sabía que él estaba pendiente de su ansia, pero que, voluntariamente, mantenía la cabeza erguida, fija en el barco que se acercaba. Sintió pena por Enrique. ¿En qué estaría pensando el pequeño?
—¡Enrique!
Un breve intento de rechazo y luego:
—¿Qué quieres?
La voz era baja, impaciente. ¿Qué quería? Nada. Tal vez decirle que, en aquel momento, en aquel preciso momento, ella estaba leyendo sus pensamientos y le comprendía.
—Él debe de sentir lo mismo, ¿no crees?
Le dijo aquello por decir algo. Era una tontería. Enrique no podía saber, no podía sentir con la sensibilidad de Antonio ni con la suya. Escuchó la voz del cuñado, que le respondía:
—¿Qué se siente en estos casos?
Un empellón le cortó la respuesta. Mercedes habló de la cena de aquella noche, mientras Enrique, con aquella expresión tan suya de descender, como si los otros fueran mucho más bajos que él y anduvieran a rastras por el suelo, prosiguió:
—Ante lo que desconozco, ante lo que no sé, experimento angustia. Supongo que eso te choca. Ahora, para decir lo que todos, debiera decirte que estoy loco de alegría. Pero no puedo medir mi alegría y como no puedo hacerlo siento una extraña impotencia. La palabra es ésa: impotencia. Deseo que ese bendito o maldito barco, como quieras llamarlo, amarre de una vez. Estoy muerto. Deseo estar en casa, que haya pasado una semana, un mes, un año… Que todos hayamos recobrado el juicio.
Ella no le escuchaba ya. Enrique hablaba ahora hacia arriba. Sus palabras ascendían solas y nadie hacía caso de ellas. Era el barco. Como por instinto, los cuerpos, la masa que llenaba la Estación Marítima estaba tensa. Los ojos fijos en el barquito gris que se acercaba sin prisas.
Empezó a latirle el corazón desordenadamente. Así fue siempre en las grandes ocasiones. Podía ver los latidos de su corazón y más aún sentirlos. Era igual que si de pronto hubiera crecido, ocupado más lugar dentro del pecho y se lanzara con doloroso ímpetu. Lo notaba en el cuello, en las sienes, en los pulsos. Hubiera querido hablar, decir cualquier cosa a Mercedes Silva, que la miraba con orgullo. Una mirada que quería decir: «¿Ves Dominica? Él no podía fallarte. Es mi hijo, ¿comprendes? Prometió que volvería y…» La misma mirada, sí, que aquel día, el de la boda. Antonio la esperaba al pie del altar y era ella la que se acercaba lentamente a él. Y tanto le latía el corazón, tanto le temblaban los pulsos, que el pasillo central que terminaba en altar mayor le pareció el camino más largo del mundo. Y cuando al lado de él, arrodillada, quiso responder a sus preguntas, la boca se había abierto, pero no había palabras. El corazón enviaba toda su sangre contra las paredes de su cuerpo y ella, de rodillas, muda, exhausta, se preguntó si sobreviviría. Veía el altar entre una nebulosa y por último sus ojos se prendieron en la madre de Antonio. Ella estaba sonriendo. Y en aquella sonrisa de Mercedes le pareció oír la frase del primer día cuando Mercedes la recibió en su casa: «No hay mejor que él, Dominica. Ya sé que puedo parecer tonta o injusta, pero es así. Mejor que Antonio no puede haber».
No lloraba, pero debía tener los ojos abrillantados por la emoción. Todo parecía difuso. Era la eterna neblina del puerto. El barco era gris y grises las sombras que se dibujaban sobre cubierta. Los hombres estaban repartidos a babor y estribor. Unos saludaban a los de la escollera; otros tenían la mirada fija en el muelle. Pero todos eran exactos. Hombres. Hombres de un mismo color que no parecían apresurarse. Estaban sobre cubierta y no se oían sus voces. No hubieran podido oírse. En el dilatado espacio, los gritos se perdían y hasta la voz de las sirenas sonaba amortiguada. El padre había llevado unos prismáticos «para ver a Antonio lo más pronto posible». Se los pasó a su mujer, luego a Anita, la hermana mayor, que impaciente aguardaba al lado del marido. Y a Enrique. Enrique se los pasó a ella.
Trataba de graduarlos. Los cristales estaban empañados por otras lágrimas. Los enfocó y gradualmente fue recorriendo el barco.
Los hombres estaban acodados a la borda. Agitaban manos y pañuelos. Quizá gritaban, pero no se oía absolutamente nada. No distinguía a Antonio. Todos los hombres eran uniformes, pardos. Antonio sería uno de ellos, pero todavía no había dado con él. Era inútil tratar de encontrarle. Los prismáticos le daban una parcela de lo que ella hubiera querido abarcar. Igual que en un mal sueño. Igual que en una pesadilla, el enfoque era siempre erróneo. Y los hombres se movían. Y alrededor de ella la gente se agitaba. Los prismáticos nunca acertaban con el hombre que buscaba ella.
Se los devolvió al padre, que los tomó ávidamente.
Y entonces se le ocurrió que tal vez Antonio hubiera cambiado lo suficiente para que no le reconociese. Nunca pensó en ello. Para ella y para Antonio habían transcurrido doce años cronológicos, pero no doce años en el recuerdo. Antonio era una fotografía, una frase, una risa, un impulso. Todo ello tenía forma concreta, perfil, tono, murmullo o sensación. Lo que ya no tenía nada era el hombre que ciertamente se hallaba sobre cubierta, mezclado entre otros hombres y para quien los años habían pasado. Por eso, ella no podía distinguirle ni reconocerle. Tal vez el ojo redondo del prismático había pasado una y otra vez sobre ese nuevo Antonio, y no se había detenido. ¿En dónde estaba la falta? ¿Quién era el distinto? ¿Quién de los dos se había transformado? ¿Antonio, que regresaba, o ella, que había permanecido estática, vegetal? «Los pájaros tienen aire en los huesos.» Dentro de Antonio, ¿qué habría? ¿Qué había dentro de ella?
Doce años cronológicos dentro de los cuales ella no creía haber cambiado. Pero… entre la mujer que había despedido al marido «Es cosa de meses» y la mujer que esperaba el regreso del hombre después de doce años de ausencia, mediaban no doce años. Un tiempo fuera del tiempo. Un lapso sin medida. Una eternidad que ahora parecía ridícula si se la quería encasillar dentro de doce años. Y si ella. Dominica, no era la misma, Antonio venía hacia ella con años y lejanías.
—¡Lo tengo! ¡Ya lo tengo!
La voz del abogado Rogers la sacó de dudas. Alguien de la casa ya había recobrado a Antonio y la madre, Mercedes, gritaba como si lo estuviera estrechando:
—¡Mi hijo! ¡Mi Antonio! —Para luego exigir impaciente—: Déjame los prismáticos. Pásamelos, Enrique.
Y el padre explicaba:
—Si divides la proa en tres grupos, el central. Están amontonados… ¿Lo ves ya?
El grupo central. Un montón de hombres, y cualquiera de ellos, Antonio.
—¡Déjaselos a Dominica!
Le pasaban los prismáticos y de nuevo buscaba a Antonio. ¡Cielos! Cada vez le parecía más confuso todo. Como si estuviera mirando a través del otro lado del lente.
—No veo nada —dijo con desaliento.
Prefería no mirar. Seguir aguantando y reservar sus fuerzas para el momento preciso. Estaba exhausta. Cuando pequeña, nadaba alejándose de la playa más de lo debido. ¡Qué esfuerzo representaba regresar! Luchaba por mantenerse a flote y su angustia le hacía ver la playa siempre a la misma e inalcanzable distancia. Mejor, mucho mejor era no mirar. Seguir nadando. No pensar en si tocaba o no tocaba pie. Cuando alguna vez lo intentaba prematuramente, se hundía y el esfuerzo por recuperarse era enorme. Recobrarse y volver a tomar respiración. El corazón que enviaba su sangre contra todas las paredes del cuerpo. El corazón, que quería escaparse por la boca. El peso enorme de una víscera que se ensancha. Era mejor cerrar los ojos, nadar hasta la orilla y probar pie cuando la arena le rozaba el vientre. Entonces no había desilusión ni fatiga. Entonces podía uno abandonarse, dejarse llevar a la playa como el resto de un naufragio y, tendida en la arena, el cuerpo en íntima unión con la arena, abrir poco a poco los ojos.
Seguramente era eso. Tantas veces había estado pensando en el regreso de Antonio. Tantas veces creyó tener pie, que ya no se aguantaba. La orilla huía. La cercana orilla que recibiría su cuerpo, aparecía desdibujada, confusa. Estaba agotada. Se le escaparon los prismáticos de la mano y, después de rebotar contenidos por los otros cuerpos, debieron de caer al suelo.
—¡Dominica! ¿Los has dejado caer?
—Se me han caído.
Era inútil buscarlos. Quizás estuvieran bajo unos pies. Serían un estorbo para los pies bajo los cuales estuvieran, y esos pies los irían empujando. Era imposible agacharse. Los cuerpos cabían dada su proyección vertical. No podía, ni por un momento, agacharse. Y era mucho mejor así. El barco vendría ciego. El barco venía y la tierra le estaba esperando. El barco adelantaba y la tierra no se movía.
El Semíramis había dejado atrás la punta de la escollera y avanzaba entre las pequeñas embarcaciones que habían salido a recibirle. La plancha aceitosa cobraba vida. El mar estaba habitado en su superficie y el quebrarse de las aguas producía mil refulgentes luces. El sol venía de Montjuich.
Cerró los ojos deslumbrada. Encima de ella oyó unos cantos. Alguien, muchos cantaban sobre ella. No podía cerrar los oídos. Mercedes le preguntó algo, la mano de la madre la oprimió pidiéndole algo. Pero ella cerró los labios. Apretó los labios. Cerró todo su cuerpo a los demás y dentro de su cuerpo cerrado evocó a Antonio.
Mentira que hubieran pasado doce años. Antonio era el hombre que ella había esperado mucho tiempo y encontró una noche. Lo reconoció al momento. Diecinueve años había tardado en llegar Antonio a ella; pero cuando le vio, no le costó nada comprender que aquel tiempo había sido necesario para encontrarle. Y más tarde, en las breves esperas: cuando por la mañana se levantaba pensando que iba a verle, que le vería… El tiempo de espera le resultaba satisfactorio. Mientras le estaba esperando, parte de él estaba ya con ella. Y parte de ella le pertenecía. Breves separaciones anteriores durante las cuales creyó sufrir más que nadie. «Dos días sin verle, Martina.» Martina se reía y en dos días no veía más que dos veces veinticuatro horas. Pero ella… Ella vivía pendiente de esos dos días. Sufriendo la separación y gozando el encuentro. Los encuentros eran siempre maravillosos y salvajes. También Antonio parecía estar sediento del encuentro. Tomaba sus labios y bebía en ellos. Largo rato permanecían mudos, cambiando nada más que el soplo vital, como si algo de ellos hubiera muerto y fuera necesario reanimarlo. Avivarlo. Luego, cuando la sed se saciaba, venían las palabras. «Dos días sin vernos, Dominica. Dos años, dos siglos para mi impaciencia.» Y cuando ella inquiría, preguntaba: «¿Qué has hecho? ¿En qué has pensado?», él respondió: «Gestos, ademanes. Pero mis pensamientos estaban contigo. Parte de mí mismo desaparece cuando no estoy a tu lado. Y estás presente en mi». Ademanes, gestos se hacían sin que en ellos interviniera el pensamiento. El pensamiento estaba allá con él, con ella. Y por lo mismo, al recuperarse necesitaban ese salvaje encuentro en donde sus soplos se confundían, volvían a recuperarse.
—¿Lo ves? ¿Lo ves ahora, Dominica?
—¡Doce años! ¡Doce años, hijo mío!
No podía cerrar los oídos. Allí estaban los otros, las otras voces que le iban contando. Igual que Martina. «Dos veces veinticuatro horas.» «Doce años.» Y en ese lapso entre él y ella no había habido ese cambio necesario, la posesión en donde los dos cobraban las fuerzas perdidas. El soplo vital que sorbían el uno en el otro.
—¡Tanto tiempo, hija! ¡Tanto tiempo!
Las voces de los otros, los cantos de los otros, llegaban a ella. El barco gris presentaba su banda estribor.
—¡Antonio, hijo! ¡Tanto tiempo!
Pero no el que los otros creían, sino ese tiempo tan sólo conocido por el que ama, por el que sufre, por el que aguarda. Ese tiempo durante cuyo transcurso ella había ido perdiendo parte de su propia existencia. Durante el cual ella no había sido enteramente, sino parcialmente. Nadie podría devolvérselo salvo Antonio. Y quizás Antonio, durante ese tiempo sin medida, había aguardado más que ella… o menos. Nunca lo sabría. Tendría que sentirlo. Recobrar su soplo y ver, sentir que le devolvían todos aquellos años.
De sus entreabiertos labios brotó un asentimiento.
—Sí, sí, mamá.
Sus ojos recorrieron el barco de proa a popa. El llanto contenido le deformaba las imágenes y todo parecía borroso.
—¡Dominica! ¿Le ves? ¡Mira, hija, nos está mirando! ¿Le ves ahora? Y para ser como los otros que veían, que recuperaban, que habían llegado al final de la espera, contestó.
—Sí. Sí le veo.