ELLA

Sufro tanto, que un blando sopor ha logrado rendirme.

(LA ODISEA. R. XVIII.)

ESTABA TRATANDO DE RECORDAR una época parecida y el desenlace consiguiente, pero nada surgía en su memoria que pudiera compararse con el presente inmediato. No se atrevía a encender la lámpara de su mesilla por temor a despertar a Antonio y que éste la interrogara. Nada veía a su alrededor sino oscuridad, noche. A solas con su conciencia, aunque la rítmica respiración de quien dormía a su lado le advertía que su problema era el de los dos, el de él y el de ella, y que por consiguiente la solución debía ser también bilateral.

No podía cerrar los ojos y los mantenía abiertos. «Así deben de sentir los ciegos. Tener los párpados abiertos y ver negro.» No era lo mismo que cerrar voluntariamente los ojos y no ver nada. Los abría y veía un espacio ilimitado de negrura. Y sabía de una presencia. A su lado, en la cama gemela, reposaba Antonio.

Cuando la noche empezaba de tal forma, las horas, muchas horas pasaban antes de que viniera el sueño. La primera etapa era la de la delectación del pensamiento. Tenía sueño, pero su hábito de escucharse era superior al cansancio físico. Debía escucharse. Muchas veces la voz interna le trajo un amansamiento. Desde su acto de sumisión, Antonio y ella habían hecho lo humanamente posible por encontrarse. Lo hacían a ciegas. Perdida la alegría y la despreocupación de antaño. Se amaban. Se dejaba amar. Silenciosamente, sin gozo.

En la delectación del pensamiento buscaba la exégesis de sí misma. Nunca rehuyó la verdad ni se avergonzó de los hechos. Ante sí misma no mintió nunca. Le parecía una inmensa cobardía no querer ver las cosas tal como fueran. Si eso le hacía daño, no rehuía el daño. Lo prefería a la ignorancia de tantos y tantos que nunca habían vuelto los ojos dentro de la propia oscuridad, tratando de ver algo o de ver claro. Tanta y tanta gente que vivía epidérmicamente, voluntariamente ciega hacia aquello que pudiera inquietarles o remotamente pudiera avergonzarlos. No envidiaba la inmensa suerte de esa mayoría no pensante, vegetativa, limitada a gesticular, a usar las horas del día, negándose a admitir la propia miseria.

En la exégesis encontraba cierta paz. Admitir la existencia de algo era tener la posibilidad de conocer sus orígenes y el modo de conducirse ante la contingencia. La explicación nocturna no podía ser más sencilla ni más cruel. Aquel hombre que dormía pacíficamente a su lado ya no despertaba en ella otro sentimiento que el de amistad.

Durante las horas diurnas se sentía unida a él por las mil cosas sufridas en común o amadas anteriormente. Pero al franquear el umbral de la habitación, en el momento en que la simple amistad ya no era suficiente, toda ella se rebelaba, su conciencia se erguía híspida, lo rechazaba y si lo admitía no podía liberarse —en aquellos momentos— de una sublevación interna llena de rencor.

Ahora no hacía como en los primeros tiempos del regreso. Ahora callaba, Pero su silencio (ella lo sabía) era mucho más insultante que los primeros gritos.

Cuando le veía dormido, el ánimo se templaba. Se levantaba, salía de la habitación despacio, para no despertarle, iba al jardín, pues sentía el bochorno de las noches, o a la biblioteca. Se acurrucaba en uno de los butacones (siempre se sentaba con las piernas sobre el asiento) mientras los otros dormían. Bebía y leía hasta que el sueño fuera invencible.

Antonio, a veces, venía a sorprenderla. Del mismo modo como fue a buscarla a la tienda de Germán. Y no le hacía el menor reproche. La tomaba de la mano y su ademán era una orden. Orden de que aquello no debía trascender. De que ellos, únicamente ellos, debían sufrir aquel estado y de ningún modo dejar traslucir con actos o palabras sentimientos que sólo a ellos concernían.

Subía otra vez. Se recostaba. Entraba en la fase contractiva. El pensamiento se desmandaba. Agarrotada la nuca, los músculos de las piernas y de los brazos, tensos, se volvían rígidos. Sentía sacudidas, como si toda ella fuera una pila eléctrica… O como esos animales recién muertos que agitan los miembros por algún reflejo nexo a la vida. Le venía a la mente el recuerdo de un perro muerto en sus brazos. Atropellado, El cuerpo fofo del animal se vertía en ella y la lengua le salía blanca exangüe de la boca. Le llamó una y dos mil veces. Le gritó y sólo los ojos del animal le respondieron ya vidriados. El corazón no latía, pero sí un temblor, el de los miembros, el de la vida que se escapaba. El fluido vital que se iba del cuerpo en pequeños sorbos, en leves sacudidas. Ella había sollozado sobre el cuerpo del perro muerto. Le llamó aún, como si la llamada hubiera de despertar una lejana conciencia. Y sólo aquel temblor inconsciente respondió a su llamada. Los sollozos de ella se mezclaron con las sacudidas de un perro ya muerto. No muerto, no. Todavía algo se agitaba. Era un resto de vida. Y por ese resto, ella sufría atrozmente. Más que el perro.

Le venían a la mente mil recuerdos afilados. Y abría los puños y le dolían las manos. Restregaba la cabeza contra el almohadón, y sus piernas volvían a una voluntaria lasitud, recobraban elasticidad. Volvía la sangre a regar los miembros y una legión de hormigas parecía haberse desparramado por el lecho. Tenía calor. Su cuerpo estaba bañado en sudor pegajoso y con las manos se separaba el camisón; se cambiaba de lugar buscando un trozo de cama fresco.

Se adentraba en la tercera fase y siempre que la soñaba sabía que no estaba dormida del todo. Venía el extraño sueño. Con pocas variantes era siempre el mismo.

La calle era como la de un cuadro, en perspectiva. Avanzaba y, a medida que se adentraba en ella, las fachadas iban estrechándose, aproximándose las unas a las otras. Ella debía llegar hasta el final, encontrar la salida. Pero ¿cómo llegar al final? Iba con los brazos rígidos, pegados al cuerpo; avanzaba de perfil estrujándose entre las paredes de la extraña calle, rozando contra los salientes. Era imposible retroceder. Había avanzado demasiado para ello y se ahogaba. El pecho aplastado contra las rasposas fachadas, la frente y la nuca aprisionadas entre casa y casa, los pies buscando espacio suficiente para seguir adelante. Un poco más, y aquel angosto paso daría a algún sitio. Veía la hendidura, poco menos que una grieta. Las caderas le dolían, los labios sangraban contra las asperezas de la piedra y mechones de pelo quedaban prendidos en el camino. La respiración le faltaba. No podía levantar el pecho y hacer que penetrara aire en los pulmones. Tenía la nariz pegada contra las casas y trataba de gritar. Gritaba. Se despertaba. Otra vez estaba despierta y, sin saber cómo, el almohadón la estaba ahogando. Lo tenía ella misma apretado contra su cara.

Entonces se tendía boca abajo y deseaba morir. El pensamiento de la propia muerte había sido también un inevitable compañero en las noches del internado, en las noches de amargura durante los largos años del cautiverio de Antonio. Y volvía ahora con mayor persistencia durante las noches insomnes al lado del marido.

Retazos de conversaciones sonaban (le parecía a ella) en voz alta y con el mismo acento de antes.

Una de sus amigas había muerto dejando cuatro hijos de corta edad. Fue a la casa y escuchó el gemido del hombre. Los chiquillos inconscientes, arrancaban flores de las coronas. Y a veces lloraban porque las amigas de ella, la muerta, los besaban llorando. La frase repetida por uno y todos los que iban llegando: «No ha debido morir. Cuando una mujer tiene hijos pequeños, la muerte no debería ser posible. ¡Hacía tanta falta!»

«Hace falta.» Una vieja murmuró una frase rotunda, triste, que todos menos ella oyeron con rencor. «Nadie es imprescindible.» Fue a sentarse al lado de la vieja e intentó hablar con ella. Quería saber. Pero la vieja le impuso silencio. «Así es —dijo—, y todo lo demás son frases hechas para este momento. Es triste, duro, pero el hombre se consolará y los chiquillos seguirán su camino.»

Es decir, que ni siquiera aquellos que parecían hacer tanta falta eran imprescindibles. Entonces ella… «El hombre se consolará.» Ella no tenía chiquillos. No los tendría nunca. Dentro de ella había muerto el deseo.

Trataba de recordar una época parecida y el lógico desenlace. Las palabras de Germán reavivaban sus recuerdos: «Ten paciencia, Dominica. A tu marido también le enseñé yo a criar paciencia».

Siempre la tuvo… menos ahora. Paciencia podía tenerse para esperar. Paciencia había tenido ella durante doce largos años. Pero no podía abusarse de ella ni utilizarla cuando nada se esperaba. La orilla no estaba lejos. La orilla había desaparecido y las fuerzas le faltaban. Era ridícula incluso la idea de querer cobrar pie. No podía. Mejor dejarse ir. No luchar. El recuerdo de otras épocas ya no le servía. El sufrimiento de otras épocas era unilateral. No, no habían sufrido los dos a un tiempo. Ni de la misma manera. Él pudo aprovechar el menor goce, bien lo veía ella cuando hablaba con Germán. Ella, en cambio, si tuvo ese goce, se arrepintió luego. Quedó el remordimiento.

Sentía deseos de pasar su mano sobre el dormido cuerpo de Antonio y decirle: «Si alguna vez me reí, luego sentí la culpa de ese poco de alegría. Ésa fue nuestra parte, Antonio. La mujer de un muerto puede y debe reír al cabo de cierto tiempo. La gente dice: “Es el derecho de la vida”. Pero la mujer del prisionero no puede alegrarse de nada. Cuando por descuido esa pobre parte de la vida viene a ella, ha de arrepentirse pensando en el dolor cautivo. Tú, en cambio, si buscaste el goce, si lo hallaste, debiste aprovecharlo hasta el límite de lo humano. Incluso pensando en mí, dirías: “Ella estaría contenta”»

Y ahora la revelación de Enrique. No se habían vuelto a hablar, pero sentía los ojos del pequeño pendientes de ella. Y todo cuanto ella se había negado, se negaba aún, renacía ante el deseo de un adolescente. «Enrique no debe darse cuenta. Ni yo hacerme caso. Confesarme ante mí misma no es ultrajar a nadie. No somos dueños ni de nuestras sensaciones. Pero Enrique no debe saberlo. Ni Antonio. No hay ninguna razón, ninguna —gemía—, para que yo haga caso de un chiquillo…»

Aquello no hubiera ocurrido nunca de haberse separado de Antonio. Y tampoco de no haber regresado Antonio. La marcha del marido y su regreso la habían destruido.

Se levantó del lecho encendiendo la lámpara de la mesilla.

—¿Domi? ¿Todavía duermes?

La voz de Antonio la sobresaltó. Se había olvidado de él. Es decir, pensaba en él como en algo lejano. Creía estar otra vez sola y se levantaba para tomar una pastilla calmante.

—He estado durmiendo hasta ahora. Pero tengo sed. Vamos, duerme. Siento haberte despertado.

Se puso en pie. El balcón abierto dejaba penetrar el aroma de las primeras horas del día. Todo era quieto, reposado. En las primeras horas del día el aire aún estaba como adormecido entre las ramas y los pájaros no se habían despertado. La luz era delgada.

Se volvió a Antonio. Recordó aquellos años en que él decía: «¿Quieres que te regale un sueño?» Ahora ella iba en busca del sueño. El sueño y no el ensueño lo encontraría dentro de un comprimido. Había dejado de ser caricia para convertirse en amarga pastilla. La mascaba. El efecto era más rápido. Tragaba después un poco de agua.

Volvió al lecho sabiendo que todas las horas en blanco no habían hecho más que enredar la monstruosa madeja. Mañana (era ya hoy) vendría. La luz iría engordando y tomaría forma en las sombras. Mañana sería un día igual que hoy (ya era hoy). La gente viviría en sus actos y en sus pensamientos. El reloj desgranaba las horas y el mundo seguía latiendo.

De un tiempo a esta parte lo sentía receloso de sus tardes. No le dijo nada de momento, pero le preguntaba, se interesaba por ella más de lo debido. Acaso Mercedes había insinuado algo. Le pedía que se reuniese con él al final del día.

A veces Antonio la llamaba por teléfono con cualquier excusa.

—¿Qué haces?

—Nada.

—Vente por aquí.

Llegaba al despacho. Se sentaba en la habitación preferida por el abogado Rogers. Tomaba un libro. Venía Antonio en cuanto despachaba el último asunto:

—¿Es que no tienes nada que hacer por las tardes? ¿Qué hacías los años que duró mi ausencia?

No eran celos. Eran simples ganas de recuperar lo perdido, bien lo veía, y era vergonzoso tener que contestar:

—Nada, Antonio.

Confusamente, comprendía el caso de otras mujeres en iguales circunstancias. Las otras habrían tenido que trabajar. En el trabajo se habían diluido pensamientos y recuerdos.

—Nada, Antonio. Nada.

—Bueno —contestó Antonio—. Tu caso es frecuente. Ha sido el de todas las mujeres de mi familia. Aunque mi madre, mi hermana, siempre parecen estar ocupadas. La casa… Algo que hacer… Amigas.

—Eso equivale a lo mismo. A no hacer nada.

—¿Qué hacen tus amigas? Vamos, Dominica, no eres la única mujer en Barcelona.

Sus amigas… seguían viviendo. Había sido para ella un deslizarse sin punto de referencia. Sus amigas… tampoco hacían nada. Se consideraban satisfechas yendo al cine o jugando a las cartas. Algunas se buscaban pequeñas obligaciones sociales o benéficas. Otras tenían amantes.

—Me aburren las mujeres, Antonio. Tú lo sabes.

No era la primera vez que le confesaba eso francamente y siempre que se lo confesaba, Antonio se echaba a reír.

—No te rías, Antonio. Es trágico. No me encuentro bien entre las mujeres. No sabría decirte el porqué.

—Vamos.

—Deseo que me comprendas. No hago más que generalizar. La compañía de otras mujeres no me saca de mí misma. Creo que hay algo en mí que hubiera podido aprovecharse mejor. A veces pienso…

—¿Qué piensas, Domi?

—Que el dinero ahoga, abotarga. Que el dinero no significa riqueza.

—Ignoras el caso contrario.

—Me hubiera gustado ser algo, independientemente de los otros. He viajado, he visto, tenía ciertos dones… Han quedado desaprovechados. Eso me hace sentir la angustia, la inquietud del que tiene en el fondo un poso, bueno o malo, que no se atreve a remover. De veras me gustaría valer algo. Saber y dedicarme a ello. Lo que fuera.

Se calló. No se atrevía a ir más allá. ¿No le había dado todo Antonio? Todo cuanto un hombre rico puede dar a una mujer. Pero ella sabía que había algo más. Quedaba brumoso, sospechado…

—¿Y no puedes ser feliz haciendo lo que las otras hacen?

Era un alivio contestar:

—¿Las otras? También sienten lo mismo que yo, pero no se han dado cuenta todavía. Gesticulan. Creen que eso es hacer algo. Mientras se lo crean, son felices.

—Buscas en el trabajo tu propia evasión.

Ella sabía que no era eso. No aturdimiento, sino al revés, despertar. No matar al tiempo, sino vivirlo. Y la conciencia de ello se había despertado poco a poco hasta hacerse dolorosa. Se avergonzaba de ella misma. De no haber sido capaz de añadir nada a la vida.

—No es un reproche, Antonio. Tú has sido siempre espléndido conmigo, pero creo que hay algo que no va con el mundo de hoy.

—¿No crees que en todos los países del mundo hay una clase de mujer que hace exactamente lo que tú haces?

—A mí, las otras ¿qué me importan?

—Bien, Domi…

Las manos de Antonio tomaron un mechón de sus cabellos. Lo retorcía. Se habían dicho muchas cosas. No habían aclarado ninguna.

—Bien, Domi. Veo que tendremos que buscarte una obligación. Es algo extraño que yo tenga que pensar en ello. ¿Por qué no lo hiciste antes de mi llegada? Tienes parte de culpa.

¿Antes de su llegada? Podía decirle a Antonio: «He pasado doce años muertos».

—No lo pensé.

—¿Qué hacías, Domi?

—Te esperaba.

Ahora se sentía encogida ante Mercedes y ante el padre. No sabía si ellos estaban al corriente, si Antonio les había hablado de algo. Toda la bondad, las atenciones, la intimidad elaborada a través de los años pasados, parecía haber perdido sentido desde el regreso de Antonio.

Era la víspera de San Juan y estaban en el jardín pensando en la inauguración de la tienda del amigo. El padre se volvió a ella y con la voz de antes, como si estuviera leyéndole los pensamientos, le dijo:

—Esta noche se inaugura la tienda de Germán, ¿no es así?

Contestó con un movimiento de cabeza. Luego añadió:

—El jardín está más hermoso que nunca.

También el padre parecía confuso.

—Tendríamos que cortar parte de las flores. No dejan crecer los capullos. ¿Por qué no me ayudas? Vamos por los lotos, Dominica, y luego —le sonreía igual que antes—, en seguida después de comer, Florencio te acompañará a la tienda de Germán. Echarás el último vistazo antes de la inauguración y le llevarás flores.

En aquel momento le quiso como nunca había querido a su propio padre. Le llenó de gozo la idea de recoger las flores y de pasar un momento por la tienda de Germán. Corrió hasta la casa de Florencio en busca de podaderas y cordeles. Regresó al cabo de pocos minutos.

—¿No te importa ir a pescar los lotos dentro del estanque?

Había sido su trabajo durante muchos años. Se descalzaba, arremangadas las faldas y teniendo cuidado de no resbalar. El fondo estaba cubierto de limo. Los insectos zumbaban alrededor y en sus pies, en el trozo de pierna sumergida sentía el contacto de los peces. Cuando metía las manos en el agua en busca de los tallos, venían los peces a succionar sus dedos. Se le prendían con su boca redonda, adherente como una ventosa.

Cortó las flores más abiertas. De cuando en cuando tendía la brazada al padre. Lo hacía sin prisas, para no resbalar y para no estropear las matas. El roce de los peces, el aleteo de los insectos adquiría matiz de caricia. Preguntó:

—¿Me dejo alguno?

—Corta unos cuantos capullos. Con este calor se abrirán muy pronto.

—¿Está bien así?

—Ve por la mata gigante.

Había una sola mata y era tan hermosa que allí no tenía que inclinarse. Las flores le llegaban a la altura de los hombros y las hojas eran anchas, carnosas. Siempre creía estar oyendo (tras la mata) la voz de Flores: «¿Dónde está mi niña?» No le respondía. «No te escondas, mi niña, que puede picarte un bicho feo.» Los peces eran los únicos que picaban, sí, con su boca adherente y redonda.

—Corta, corta. Alguna hoja también. Éstas son las más hermosas.

Se mojó el vestido con el agua y el jugo de los tallos. Tendió una tras otra las brazadas al padre.

—¿Queda alguna por cortar?

—No.

Salió del agua. Las plantas de los pies las tenía teñidas de verde, y se quedó descalza. Le gustaba andar con los pies desnudos. Tomó la escalera y empezó a alinear las enredaderas y los rosales. Luego separaron una parte de las flores para la casa y ataron las destinadas a Germán.

—Gracias.

El abogado la miraba. Muchos años habían tenido que pasar para comprender que a veces se daban las gracias por algo ajeno al favor del momento. Contestó:

—No te apures, hija.

Medió un silencio. Hubiera querido hablarle de todo, pedir consejo, confesarle su pena. Pero el padre no debía de quererlo, por lo menos en aquel instante.

—No te apures —le oyó repetir.

Subió al cuarto para cambiarse de vestido. Llevaba las sandalias colgándole de la mano. Mercedes Silva se dirigía al comedor para echar el último vistazo.

—¡Dominica! ¿De dónde sales?

Contempló a su suegra. En aquel bochornoso día de junio y a las dos de la tarde estaba compuesta, serena. Siempre le había asombrado la compostura de Mercedes.

—Anda. Date prisa. La comida está a punto. Tu marido va a llegar de un momento a otro.

Antonio iba a llegar, y al oír la puerta el servicio estaría al tanto para que el almuerzo no se retrasara ni un segundo de la hora habitual. Ella debía darse prisa. A las dos y diez en punto se servía el almuerzo en casa de los Rogers, así los que se sentaban alrededor de la mesa estuvieran de buen humor o sintieran, como ella, ganas de morir.

—¡Dominica!

A ella también le causó contento. Sonreía un poco mientras le enseñaba las flores. Le decía, acaso más rápidamente de lo acostumbrado:

—Ha sido una escapada. Me voy en seguida, ¿sabes? Quería traerte las flores para tu tienda. Esta noche vendremos todos. Quiero decir, el grupo de amigos. Lo pasaremos bien. Verás como tienes suerte…

Hilvanaba una frase tras otra como para no darle tiempo de indagar o preguntar.

—¿Qué has hecho? Te he echado de menos, Dominica. Y no tienes buena cara.

—¿Cómo está Juana?

Disponía las flores mientras le preguntaba por la novia. Germán le contestaba que bien.

—No pienso en ella en estos momentos. Estoy intranquilo, nervioso, con esto de la inauguración. Aquí tengo dos camareros y una cocinera venida a última hora. Los tres están esperando órdenes. Ordenes, ¿comprendes? Ordenes de mí que no he hecho más que recibirlas toda mi vida. La cocinera me ha preguntado si podía empezar las croquetas. «Es lo más práctico.» Dice que, con los aperitivos, las croquetas.

Un denso olor a fritura salía del fondo de la tienda, donde estaba la cocina.

—Ha hecho montones de ellas. Y no sé si son de carne o de pescado. De pasta, sí. Me he tragado una tan caliente, que he tenido que beber un trago fresco. La tengo todavía aquí. —Se señalaba el estómago—. La tendré hasta que todo haya pasado. La noto caliente rodeada de vino fresco. No harán nunca migas.

Ella hubiera debido reírse, pero no podía. Estaba frente a él, tenía que marcharse y sentía hacerlo. Dejar al amigo solo. «Solo con tres extraños y una croqueta dándole tumbos en el estómago.»

—¿Qué te sucede, Dominica?

Igual que el día de la paloma. Seguramente lloraba, pues Germán la tomó por los hombros y la obligó a sentarse.

—¿Por qué existo, Germán? ¿Por qué soy o estoy?

La tarde de junio, henchida de vida, esplendente de sol, la hería como un despropósito. Germán la tenía aún agarrada por los hombros. No debía de encontrar las palabras. Las manos llenas de fuerza, la sacudían.

—Porque no has hecho nada todavía.

¿Quieres decir que tenemos todos un trabajo, una misión y sufrimos al no cumplirla y aguantamos hasta cumplirla? Todo sería igual sin mí. Todo se olvida…

—Calla, Dominica. Yo soy muy bruto y quisiera encontrar la forma de hacerte comprender.

Germán sacudía la cabeza. Pero ella no le haría caso. Porque nadie, ni Germán ni nadie, podría ya convencerla.

—Esta tarde, sin ir más lejos, me has sido necesaria. Te digo que estoy nervioso e inquieto. Tengo miedo. No sé qué mandar a esta gente (señalaba a los dos camareros y a la cocinera que se afanaban en la cocina) y créeme… has tenido una buena ocurrencia dejándote caer por aquí.

—Pero eso es un momento. Y el día es largo. Todo me parece infinito e inacabable.

—Como mi día de hoy.

—¿Qué dices?

—Que mi día de hoy me parece, como tú dices, infinito e inacabable. Pero eso es pura idea mía. El tiempo no engaña y me consuelo pensando que dentro de equis horas todo habrá terminado. El local estará inaugurado, y Juana sabrá que soy dueño de una tienda, vosotros habréis cenado conmigo, los camareros recogerán la última colilla y yo solo, solito, bajaré la persiana de hierro.

—Igual, exactamente igual que en el teatro. Las obras malas parecen que duran más tiempo que las buenas. Pero acaban siempre. Es nuestra impaciencia lo que las hace largas.

«Claro.» Y era consolador saberlo. Y volvía a encontrarse con las palabras de Antonio. «La peor tortura es no saber.» Si ella supiera cuánto tiempo iba a durar aquella mala representación, tendría la fuerza, el valor de aguardar. Lo realmente malo era su total ignorancia. La duda. «Pero en la duda ya había fe.» ¿Y si perdiera sus dudas? ¿Si todo ello no fuera más que un lento caminar?

Se levantó. Germán insistía:

—Quédate un rato, mujer.

—No puedo. Tengo mil cosas esta tarde.

No tenía nada, pero sí prisa de irse. De ir a otro lado.

—Como quieras. No vengáis demasiado tarde.

El achicharrante sol se vertía sobre ella con el vaho grasiento de las sucias callejas. Todavía se volvió una vez para agitar su mano en dirección a Germán, que la despedía a la puerta. La humedad del sudor invadía su piel, resbalaba por sus muslos, hacía desagradable su propio contacto. Tomó por Escudillers y desembocó en las Ramblas. Allí pensó con ansia en el retorno a casa y en una ducha. Luego reposaría hasta la hora de la cena.

Tomó un taxi. Preguntó la hora. «Las cinco.» Cinco mortales horas le separaban de la de la cena.

—Vaya hacia el puerto.

Llegaron y bajó. Contempló unos momentos el agua caldosa. Volvió al taxi.

—A la escollera.

¿Por qué no? Podía ir a la escollera. Allí el aire sería menos bochornoso. Y estaría sola. Podría quedarse hasta el atardecer y luego pasar por el despacho a recoger a su marido. ¿Y si Antonio telefoneaba? No pasaría nada. Antonio sabía que ella había estado en la tienda de Germán para llevarle las flores y luego podía pensar cualquier cosa. Recados. Una visita. Peluquero.

Pagó el taxi. Emprendió el camino hacia el dique. Todo su apresuramiento había cedido. El sol continuaba su brillo despiadado, pero ya no era lo mismo. Allí no había apenas gente. Allí brillaba sobre la ancha superficie del mar y sobre las piedras. Se recostó sobre el pretil del dique. Estaba más caliente que su brazo. Traspasaba el calor su traje, pero no le importaba. Largo rato estuvo allí, sin pensar en nada, mirando el cabrilleo del sol sobre las aguas, ajena a ella misma, dándose una tregua en sus pensamientos. Luego vagó por él espolón, despacio, apaciguada por el constante ir y venir de unas olas mansas que relucían, se apagaban, volvían a encenderse, morían.

No estaba sola. Dos o tres hombres trataban evidentemente de pescar algo desde los bloques de cemento del rompeolas. Un matrimonio comía o merendaba. Le entraron ganas de bajar y sentarse un momento sobre los bloques. La cosa no era fácil. La falda estrecha y siempre sus tacones altos. Uno de los hombres la había visto, y dejando la caña, le tendía la mano. Descendió y buscó lugar propicio. Se sentó. Entre bloque y bloque se veía el agua y la espuma que se derramaba generosa entre los intersticios. Se sentía bien; muy incómoda, pero bien. Lejana, enteramente lejana a todo.

Una hora. Dos. Quizá tres horas. Tres siglos acaso estuvo allí, sobre el bloque de cemento. La luz se suavizaba en el agua, el matrimonio había desaparecido y de los tres hombres sólo quedaba el que le había ayudado a descender. No podía ser tanto tiempo. Otra vez se sentía sudorosa. Y volvía a tener prisa. Llegaría tarde, como siempre, y como siempre no podría dar relación de su tiempo. Era un hoyo el que se producía en su mente. Y luego, por la noche el pensamiento cabalgaba como el potro indómito que no soportaba silla ni rienda; que galopaba hasta encontrar el desfallecimiento y entonces se detenía, las cuatro patas separadas, hincadas en la tierra, revueltas las melenas y mojados los flancos por un sudor de angustia.

La noche le traía su corte de pensamientos. El día le aportaba un vacío cargado también de temor. ¿Dónde había estado? Allí, sobre un bloque de cemento. Piedra también, pues nada recordaba del tiempo pasado. Durante una, dos, o acaso tres horas, había estado ausente de sí misma. ¿Dónde? «¿Dónde está uno cuando se ausenta de ese modo?»

—Pareces cansada.

Lo estaba y se sentó. Antonio le decía que había llamado a casa.

—Tenía unos recados que hacer y luego vagabundeé un poco. Me he retrasado sin querer.

La luz entraba tenue a través de las persianas. En el despacho la temperatura era agradable. Hubiera permanecido en uno de aquellos sillones horas y horas, no pensando o pensando en las horas perdidas junto al mar.

—¿Quieres beber algo?

Contestó que sí. Se dejaba servir. En aquel momento Antonio no era suyo. Era un hombre distinto, ajeno totalmente al Antonio que la turbaba. Hubiera querido no salir del despacho y charlar. Charlar con él hasta la noche. Él tenía ganas de salir.

—Si prefieres, iremos a cualquier terraza. Tendremos más fresco.

—Un momento, Antonio. Estoy rendida… Y estoy bien aquí.

—¿Dónde has ido?

Ya empezaba la insistencia. ¿Qué importancia podía tener el lugar donde había estado? Ella nunca preguntaba nada. Ninguno de esos detalles le importó nunca. Despreciaba a las mujeres que pasaban su vida haciendo esa sarta imbécil de preguntas. Preguntas que podían ser tan fácilmente contestadas con una mentira.

—Por ahí… mirando escaparates.

Le parecía absurdo decir la verdad, aunque la verdad nada tuviera de reprochable. Pero el solo hecho de que ella hubiera ido a pasar unas horas en la soledad de la escollera, acarrearía inmediatamente una serie de preguntas por parte de Antonio. Y volvía a pensar en lo absurdo de ciertas cosas. En ciertos convencionalismos. En el mundo de ellos, de los Rogers, de todos los que eran como los Rogers, una mujer podía pasar tres o cuatro horas en un salón de té, o charlando con las amigas, o jugando a las cartas… Pero cuando una persona de ese mundo iba sola a la escollera, se la miraba, se inquirían sus razones y por puro milagro no se le ponía la mano sobre la frente para ver si le había dado calentura. El único capaz de comprenderla hubiera sido su propio marido, Antonio, que desde el regreso parecía abrumado por ciertos aspectos de la vida estática y convencional de los suyos. Pero Antonio hubiera sido ecuánime de haberse tratado de otra persona. Tratándose de ella, de Dominica, Antonio era un Rogers, tan convencional como el resto de la familia.

Bebía el whisky con hielo servido por Antonio cuando se le ocurrió preguntar:

—Si no fueras abogado, ¿qué te gustaría ser?

—¡Qué preguntas, Domi! He sido abogado… toda mi vida. Antes de empezar la carrera sabía ya que sería abogado.

No tenía ganas de marcharse de allí. Pidió otra bebida.

—Bebes demasiado, Domi. No recuerdo si antes lo hacías.

Sintió la necesidad de reír.

—Antes bebía naranjadas y ahora whisky.

—¿Qué quieres decir?

—La necesidad de dar siempre un paso más.

—¿Por qué me has preguntado antes: «Si no fueras abogado…?»

—Porque tú eres dos personas en una. Antonio Rogers y el abogado Rogers. Supongo que cuando estás cansado del uno te refugias en el otro.

—Y tú eres siempre una: Dominica.

Y a veces cuando estoy cansada de ser Dominica no sé dónde refugiarme. Debe de ser más cómodo ser dos personas.

—Es una teoría. Comprenderás que…

Perfectamente. Y el whisky la bañaba con una suavidad que le hacía asequible a cualquier estado de comprensión. Había personas que heredaban teorías y otras que las creaban. Se sentía muy cerca del descubrimiento. ¿En qué estaba pensando? ¡Ah, sí! La creación era el fruto de un estado más que el de unas teorías. Algunas doctrinas derivaban de un estado. «Como las enfermedades. Como lo que comportan ciertas enfermedades.» Y el resultado final podía ser el mismo.

—Creo que todo puede entenderse. Cuando no somos sujetos de algo somos enteramente comprensivos.

—He estado pensando en la conversación del otro día. Mejor dicho, he hablado de ella con papá. Creo que tienes parte de razón.

No podía recordar a qué conversación aludía.

—¿De qué le has hablado?

—De la conveniencia de crear nuestro propio hogar. De que tengas obligaciones y preocupaciones. Hube de contarle algo de lo nuestro, Domi, y me parece que podremos llevar a cabo una idea que sin duda es buena.

—No sé a qué te refieres.

—Debemos salir de la casa de San Gervasio. Voy a ocuparme en ello. Buscaremos un piso. Donde tú elijas. Las mismas responsabilidades de la casa te darán ciertas satisfacciones de las que sin querer, sin pensar te he privado.

Se sintió aterrada. No era ésa la ocasión, ni ése el trabajo. No lo había hecho nunca. Desde los primeros tiempos lo dejó todo en manos de Mercedes Silva y se sentía incapaz de dirigir nada por sí misma. No podría. No sabría hacerlo. No tenía para ello la menor disposición. Su madre no las había enseñado nunca a llevar una casa, y ella ahora se sentía terriblemente vieja para empezar por el principio. Ella misma era tan bohemia como su madre.

—No, Antonio. No podemos hacer eso. En verano, bueno. En verano será distinto y divertido. Pero yo no sé… No lo he hecho nunca. ¿Comprendes? ¿Qué ha dicho papá?

Contaba con él. El padre no podía permitir que ella se fuera. La casa de San Gervasio era demasiado grande, y cuando el pequeño se fuera los padres se encontrarían muy solos. Habían vivido muchos años juntos. No podía ser.

—Papá lo cree conveniente. Tendrás un hogar, a tu gusto. Tu gusto es más seguro que el mío o, si lo prefieres, que el de los míos. Reconozco que los míos fueron siempre algo pomposos. Me parece una buena solución.

¿Solución? Un cambio de casa no arreglaría nada. Ella lo sabía perfectamente. Antonio se levantó, consultó la hora…

—Es hora de ir a arreglarse, Domi. No pienses más por hoy. Poco a poco irás comprendiendo que vivimos esclavos de mil pequeñas concesiones y deferencias. Entre tú y yo también las habrá, pero no tantas. Nos sentiremos más libres. Necesito ser lo más libre posible. Papá lo ha comprendido.

Le tendió la mano para ayudarla a levantarse. Debían arreglarse, ir a la tienda de Germán, divertirse, gastar la noche de verbena… Cuando salieron a la calle, sonaban los primeros petardos anunciadores de la alegría nocturna. El aire llevaba el perfume de la pólvora. Aquella noche, y en aquel momento, le pareció respirar el aire de la muerte.

Barcelona olía a pólvora y el cielo de la noche de San Juan se iluminaba a trozos. Los ruidos restallaban mientras retazos de conversación zumbaban en sus oídos.

Germán estaba a su lado.

—Una gran idea. ¿Quién te la ha dado, chico?

Le preguntaban a Germán. Él estaba también como aturdido. Se reía tontamente. «Así ríen los felices.» Los otros reían y alborotaban. «Así ríen los…» Antonio contestaba a la pregunta.

—A Germán nadie le ha dado nada. Ni siquiera una idea.

Hablaron los otros. Ellos tres, Germán, Antonio y ella, escuchaban. «Porque somos distintos. Porque estamos marcados con otro signo y no hablamos el mismo lenguaje ni nos regocijan las mismas cosas. Porque hemos llegado a amar el propio sufrimiento. Como una prueba. Quizá no seamos lo suficientemente resistentes para aguantar, pero hay en nosotros la voluntad de llegar hasta el límite. Y ese límite nos aleja de los otros. O nos acerca. Nos hace contemplar a los otros como niños a quienes les faltan años, siglos de cierta clase de experiencia. Nuestro lenguaje, nuestro silencio, es únicamente comprendido por aquellos marcados con el mismo signo. Dejémosles hablar. Escuchemos sus charlas pueriles sin falso orgullo.»

—¿Más vino, Dominica?

—Sí.

Era en aquellos momentos cuando, rodeada por los otros y medio bebida, su lucidez llegaba hasta casi el límite anhelado. Germán y Antonio eran sus amigos. Los otros, hombres y mujeres llamados amigos, eran en aquel momento desconocidos. Groseras le parecían sus risas y observaciones, vacías sus palabras. «He bebido demasiado.» Cuando esto le sucedía, se acercaba a Antonio llena de tristeza. Le hubiera gustado echarse sobre él, como el náufrago sobre la orilla. Dormir sobre el cuerpo de Antonio hasta recobrarse. Decir a cuantos le rodeaban: «Marchaos. Me hacéis daño. Sois como el extranjero que pisa tierra extraña y quiere imponer sus costumbres».

La juerga se prolongó hasta ver despuntar el sol. El maquillaje de las mujeres se descomponía con las luces de la madrugada, y los hombres tenían el aliento agrio de tanto fumar. Después de despedirse de Germán estuvieron bailando. Había bebido mucho y bailaba con los ojos cerrados. Cerrándolos, todo bailaba a su alrededor. Ella era un trompo e ignoraba si las vueltas las daba ella o cuanto la circundaba. E iba de unos brazos a otros. Muchas veces bailaba y no sabía si estaba con Antonio o con cualquiera de los amigos. Se sentía ajena al cuerpo que la estrechaba, al hombre que le estaba hablando. Tenía sueño y sabía que luego no dormiría. El alcohol la atontaba, pero sólo conseguía adormecer su yo consciente. Su voluntad. Su yo inconsciente, entonces, la poseía, se adueñaba de ella y venía el potro salvaje de la imaginación, vertiendo en oleadas todo su acervo.

Se sintió manoseada, sucia. Cuando miraba a Antonio, le veía mortalmente cansado y malhumorado. «Pero hemos de seguir brincando y haciendo gestos de alegría, porque la noche lo quiere.»

Odiaba en aquel momento todas las tradiciones. La noche de San Juan y las hogueras; su olor infame y su griterío canallesco. Las caras sudorosas de los hombres y su aliento alcoholizado. Subían a sus labios las antiguas palabrotas y sintió ganas de palabrotas y sintió ganas de decirlas en voz alta, a ver qué tal sentaban entre aquella gente. Se escandalizarían… O se reirían. ¿No estaba bebida? Porque en fin de cuentas todos ellos habían estado contando chistes cien mil veces más soeces que una sola palabra inconexa. Una sola palabra no podía tener el mismo sucio valor que la misma entremezclada con frases y argumentos. No la dijo.

Al despedirse de todos le entraron ganas de reír. Una voz decía haberlo pasado estupendamente bien. Quien lo decía semejaba un cadáver medio descompuesto. Y la frase también era un cadáver.

En el coche dijo:

—Un día… No sé cuándo. Un día, cuando llegue la noche de San Juan, me meteré en la cama a las siete de la tarde.

Antonio la atrajo a sí. Le pasó las manos por el cabello.

—Sí, Dominica, sí.

—No creas que he bebido demasiado. Estoy perfectamente lúcida. Y —continuó— un día, unas Navidades, iré a Canarias. Digo Canarias por decir cualquier sitio donde haga un poco de calor. Me tostaré sobre la arena de la playa y en lugar de ponerme mala con la clásica comida, durante todo ese veinticinco de diciembre… guardaré ayuno y abstinencia. Estoy harta de hacer de rebaño…

Antonio volvía a decirle que sí. Le daba la razón.

—Iré sola —dijo.

—Bien, Domi. Irás sola.

—¿Por qué me das la razón?

—Porque yo también estoy cansado.

A veces rostros olvidados venían a su mente durante las horas oscuras. «Así verán los ciegos, los que perdieron la vista y guardan las imágenes.» Menos ciegos que aquellos cuya vista nunca fue y por consiguiente carecían de imágenes.

En el momento de penumbra ideativa; cuando la voluntad que durante todo el día le había servido, desaparecía, muerta quizá de cansancio; cuando oía la respiración acompasada de Antonio y escuchaba el desordenado latir de su propio corazón, la frase del abogado Rogers venía como un estribillo, igual que las preces curativas de los Christian Sciencists, como una nueva oración dedicada a no sabía qué santo: «No te apures». «No me apuro. No he de apurarme. Todo irá bien. Todo se arreglará…» Ahora, además de Antonio, había la idea de un nuevo hogar. Ella teniendo que mandar, ordenar, dirigir. Huía cobardemente ante la idea. Lo que hubiera sido fácil a los diecinueve años, se hacía ahora inmensamente difícil. «Como las mujeres que no conocen al hombre a tiempo debido y huyen, se niegan, mueren ante un temor ignorado en los años de la adolescencia.»

Su instalación en la casa de San Gervasio tuvo siempre aspecto de interinidad. Y por eso había amado tanto aquella casa. Si a los diecinueve años le hubieran dicho que definitivamente se quedaría con los padres, la idea le hubiera parecido penosa. Pero no. Era provisional. Unas cuantas habitaciones arriba y la vida en común en casa de los padres. La interinidad le había hecho aceptar gustosa la situación. «Un día tendremos nuestra casa.» Un día… era una idea en nebulosa que llegó a morir sin cuajar por entero. Ahora, cuando la idea estaba definitivamente rechazada, perdida, ahora se terminaba el arreglo provisional.

Se revolvió en la cama. Tenía un calor espantoso. Y sed. Arriba no tenían nevera y ella deseaba agua fría, helada. Se levantó sin hacer ruido. Se puso la bata y bajó en busca de agua.

Una vez en la cocina se sintió tan despejada como si la noche hubiera pasado. Pensó en la angustia del lecho, en todas las imágenes que iban amontonándose, una encima de las otras, como los bloques de cemento de la escollera. Se dirigió a la biblioteca y tomó un libro.

¿Qué hora sería? Las dos y veinte de la madrugada. Dos horas antes se había acostado y allí recalaba con los ojos abiertos, tensa, llena de pensamientos. El ruido de la puerta de la casa la distrajo de su soledad. Permaneció quieta, deseando que Enrique no entrara en la biblioteca. Era de esperar que subiera inmediatamente a acostarse.

Se equivocó. Enrique entraba en la biblioteca creyendo acaso que alguien, por descuido, había olvidado la luz. La vio al entrar.

—¿Qué haces?

—Leía. Estoy desvelada.

—Ya.

Le vio dirigirse hacia el mueble donde se guardaban los licores. Tomó una copa. Vertió coñac.

—No tendrías que beber a estas horas. Habrás bebido ya fuera de casa.

Enrique no le contestó. Parecía cansado. Había estado estudiando en los últimos tiempos, y, pese a ello, lo habían suspendido. Le dijo como si entre los dos la conversación estuviera iniciada:

—No te apures.

Era la frase del padre. Muy fácil resultaba decirla y aplicarla a los otros. Repitió:

—No te apures por el examen, Enrique. Aprobarás en septiembre. Y no te apures por nada. Después del verano, Antonio y yo nos iremos de esta casa.

Volvía a llorar. Y Enrique le pasaba las manos sobre el rostro. Le secaba las lágrimas con el pañuelo. Iba a decir algo, pero Enrique la tenía abrazada. La besó en los labios. Un beso poco hábil, malogrado.

—No puede ser, Domi. Di que no quieres.

Trataba de besarla otra vez. Ella se desasía.

—Déjame. No debiste decirme nada. Tú no debes besarme.

Algo desaparecido brotaba en ella al contacto de un nuevo hombre. Era doloroso comprobarlo, pero continuaba siendo mujer, viva, esencialmente viva. Se dejó abrazar por Enrique. Le vino su olor. Olía a muchacho. Él le levantaba la cara. Le decía casi entre los labios:

—Es mi primer beso, Domi. Tú quizá no sepas o no recuerdes. Para mí significa mucho. Tenía tanto miedo, que siempre retrasaba el momento.

Dejó hablar a Enrique. Escuchándole creía haber recuperado algo perdido, muy lejano allá entre sus recuerdos. Las palabras que acariciaban y las caricias primeras, las caricias que tenían voz. Pasó sus manos sobre las mejillas casi imberbes. Tenían tacto de desnudez. No quería nada más. El tumulto de sus pensamientos se había calmado. No deseaba nada más que aquella pobre caricia. Era como si el mundo hubiera empezado en aquel instante, estuvieran solos, nadie les hubiera dicho nada y buscaran algo ignorado todavía. No pedía ir más allá de esa nueva sensación. Los dos unidos, fundidos, no se besaban. Las dos mejillas apoyadas la una contra la otra, los ojos cerrados.

Él habló:

—Siempre. Siempre. Quisiera retener para siempre este instante…

También ella. Pero ella sabía que nada era eterno. Le apenaba decírselo:

—Has de olvidar este momento. Es cierto cuanto dices. Lo sientes. Eres perfectamente sincero, pero estás equivocado. Aunque lo creas verdad tú serías el primero en darte cuenta de que esto es pasajero. Hay… algo más. Yo no sé demasiado bien a qué me refiero. Estoy tratando de saberlo. La gente confunde. Habla de amor y le da una medida que no tiene. Un valor que tampoco tiene. Seguramente existe otra palabra. Me parece injusto que la misma contenga tantos y tan distintos significados.

Hizo ademán de desasirse y Enrique cedió. Le tomó las manos y se sentaron el uno al lado del otro.

—Voy a dejarte.

—No te vayas, Domi. Deja que te hable. No soy ningún niño aunque mi experiencia sea nula. Has de escucharme. Será mejor para los dos. Acaso lo de hoy no vuelva a repetirse nunca.

—No se repetirá nunca.

—Bien, Domi. Mira. Al principio también creí que era únicamente deseo y busqué las raíces de cuanto podía impulsarme hacia ti.

—Nunca hubo entre nosotros gran amistad ni confianza.

—Tú vivías en tu mundo de recuerdo. Incluso…

—Tú en el tuyo de esperanza.

—… creo haberte tenido y guardado rencor, alguna vez por esa indiferencia tuya hacia cuanto te rodeaba. Pero tus palabras quedaban grabadas en mi mente y tus opiniones las fui haciendo, poco a poco, mías. Leí cuantos libros comentabas y aun esforzándome por conseguir una independencia espiritual…

—¿No pudiste llegar a ella?

—… amé cuanto tú amabas y desprecié cuanto mereció tu desprecio. Ante mis amigos, repetía muchas veces frases tuyas que ellos hicieron mías.

—¡Pobre chiquillo!

—Conozco tus inquietudes y me rebelo con tus rebeldías. Todo ello ya estaba en mí antes del regreso de Antonio.

—Teníamos muchas cosas que dilucidar.

—Si tú y Antonio… Pero no. De otro modo hubiera quedado todo oscuro en mí. Dices que no es amor. Para mí…

—No lo es, Enrique —interrumpió ella.

—Para mí lo es. Lo es en este momento. Me reconcilias con la mujer. Podría contarte muchas cosas. Ahora me parecen viejas, absurdas dudas que tú has disipado. Y sólo por eso no debieras temer ni arrepentirte.

—Ya no puedo temer. Ya es tarde para el arrepentimiento.

—Acaso llegue el día y comprenda mi equivocación actual. Pero este error, de todos modos, hace posible la futura verdad.

Vibró el reloj. La media. La media de una hora cualquiera. Una hora había sonado porque el tiempo y el reloj eran incapaces de detener su mecanismo. Seguramente las tres y media de un nuevo día. No deseaba saberlo.

—No me rebelo. No quiero discutir y… voy a dejarte.

—Un momento, Domi. ¿Por qué piensas? ¿Por qué estás siempre razonando? Has pasado años enteros queriéndote convencer a ti misma y no lo has conseguido. Has querido imponerte…

—Y me he destrozado.

—Déjate llevar, siquiera una sola vez, por tus deseos. No te pido nada. Quédate. Hablemos, Domi. Por nosotros. Dime: ¿nunca tuviste tentaciones durante la ausencia de Antonio?

—No sé, Enrique. Creo que no. Mi afán por conservar un recuerdo era tan enorme que los que se acercaban a mí debían perder la esperanza antes de las primeras frases. Tienes razón cuando dices que he pasado años enteros convenciéndome. Y la imaginación, a veces, es tan fuerte como la voluntad. Alguien, no recuerdo quién, me dijo un día que con la imaginación conseguíamos dominarnos. «Y eso suavemente, sin darnos cuenta, que es la mejor manera de ser fiel y de obedecer.» Yo imaginé algo superior a cuanto pudieran ofrecerme y no tuve tentaciones. Nada podía compararse a lo que yo había creado. ¿Comprendes? De antemano morían las tentaciones…

—¡Pobre Dominica!

—No me compadezcas. Seguramente cuanto sucede es culpa mía. No sé todavía el fallo. Presumo que en mí reside la falta o equivocación. Hay seres incapacitados para ciertos afectos y yo debo de ser uno de ellos. Veo una serie de afectos en mi vida, muertos, sin que yo pueda decir dónde ni cómo. Estoy… vacía.

—Otros te pueden dar.

—No lo creas. Me haría el efecto de una imposición.

Lo vio vacilante, con una pregunta en los ojos.

—¿Y yo, Domi? ¿Y este momento? ¿Has sido dichosa siquiera un momento?

Lo era. Aún no había sonado otra hora en el reloj y el tiempo parecía concederle un lapso de emoción. Era innecesaria la mentira. Otra vez acarició las mejillas y le vino la nostalgia de un pasado perdido, la inmensa dulzura de lo sabido, recobrado.

Los labios de Enrique estaban tan cerca de los suyos, que cerró los ojos para no verlos. La besaba. Se mantuvieron en silencio mientras una misma idea los identificaba. Aquél sería el último instante no buscado. No querían malograrlo. El mundo de las reminiscencias y de las imágenes cedía ante el impulso de un presente.

No durmió aquella noche, pero su rostro reflejaba al fin la paz y pudo sonreír sin que la sonrisa fuera un esfuerzo. Ya de pie cuando se despertó Antonio, le abrió de par en par el balcón. Penetró el día. «A primeros de julio.» El día nuevo y último. Se inclinó hacia el jardín y lo contempló otra vez, no con tristeza, con serenidad, con alegría, abarcando todo con sus ojos y quizá queriendo retener algo, por si allá también tuviera necesidad del recuerdo.

Servía el desayuno a Antonio y también le parecía algo recobrado desde el momento en que ella estaba decidida a desaparecer. Lo acompañó hasta la puerta de la casa. Mercedes Silva salía para su misa cotidiana.

Por un momento temió la longitud de las horas que le separaban de la próxima noche. Se equivocó. Tenía mil cosas que hacer. Las cartas de Antonio. Debía releerlas. Se quedó en la habitación releyendo las cartas. «Claro.» Todas eran mentira. O no, todas sinceras, pero no decían la verdad. En los momentos en que Antonio le escribía las cartas (eso era), Antonio se trasladaba mentalmente al lado de ella, estaba con ella en la casa de piedra de San Gervasio. No pudo ver el cambio del marido a través de los pliegos íntimos por la sencilla razón de que al escribirlos, Antonio debía evidentemente de olvidarse de las distancias y de todo cuanto era su nueva vida. Y ella entonces no se dio cuenta. Así Antonio permaneció en su imaginación, presente. ¿Y ella? ¿Qué le dijo ella a Antonio? A veces encontraba una sola frase, una respuesta cuya pregunta ella había enteramente olvidado.

Antonio le dijo un día, poco después del regreso: «Antes de caer prisionero, quemé tus cartas». Ella no sabía el dolor que podía significar convertir en cenizas y voluntariamente algo vivo como una carta. «Fue un acto que me costó muchísimo, Domi. Las llevaba siempre conmigo. Era un bulto, en uno de los bolsillos interiores de la guerrera, que yo necesitaba acariciar a menudo. Eran tus cartas cien veces leídas, sabidas, aprendidas. Pero no sólo eran tus palabras. También el papel, el tuyo, y tu letra. Tardaron en arder. Acaso el hecho de haberlas llevado tanto tiempo conmigo, sobre mí, las había hecho casi incombustibles. Estaban muy viejas y muy prensadas. Ardían y todavía trozos de frase quedaban inmunes. Luego recogí las cenizas.»

Había escuchado el relato de Antonio sin gran atención. ¿Podía un hombre dolerse por una carta en momentos de peligro para su vida? La verdad: no la emocionó el relato de Antonio. Las cartas de ella, leídas, fueron quemadas. Las de Antonio, guardadas, dejaron de ser leídas. No murieron de golpe. Lo hicieron poco a poco. Poco a poco los pliegos íntimos perdieron calor. Las tenía encerradas en una caja y ya no recordaba el tiempo que la separaba de la única lectura. Y su lectura, ahora, no le suscitaba nada. Eran palabras apropiadas para el caso, bien lo veía ella; y frases dedicadas a una chiquilla. Las frases habían perdido toda su fuerza expresiva. Lástima, no haberlas pasado por la prueba del fuego, como tuvo que hacerlo Antonio. Lástima, sí. Ahora, en estos momentos, ella podría recordar unas cartas dolorosamente destruidas. Volvió a meterlas dentro de la caja. «No vale la pena quemarlas.»

Se le hizo corta la mañana. La hora del almuerzo se le echó encima. Ya estaba todo calculado, medido, y no quería añadir un solo pensamiento a los de la noche. Alrededor de la mesa la conversación era animada. Enrique había telefoneado para decir que almorzaba con un amigo. Mejor. No deseaba ver a Enrique. Enrique, a su modo, la había ayudado. Ella se creía insensible, fuerte… Enrique le había demostrado que era débil y que cualquier día podía caer. Eso no sucedería. Y eso no sucedería en parte gracias a Enrique.

Más tarde, cuando el padre y Antonio bajaron a Barcelona, se fue con ellos.

—¿Con este calor, Dominica?

Le preguntaba Antonio. No sentía calor. Se encontraba perfectamente bien.

—He de hacer unas compras y luego ir al peluquero. Más tarde te recogeré en el despacho.

Charlarían como el otro día y ella le daría la razón. Cuando Antonio le hablara de la nueva casa, ella le explicaría sus proyectos. Esa casa que nunca sería la imaginó durante la pasada noche. Quería, además de otras cosas, una habitación para ella. Volvería a pintar. Para eso no importaba la edad. Podía empezarse a cualquier edad y más quien como ella lo había hecho durante los años de estudio. Se lo diría a Antonio y Antonio lo aprobaría, pues nunca le había negado ningún capricho.

La dejaron en la peluquería.

—No te dejes cortar el pelo, Domi.

—¡Qué manía tienes! No puede crecer de golpe y de todos modos he de arreglarme, ¿no crees?

Se reían los dos al recuerdo de la melena lisa. Tardarían unos meses en conseguir los centímetros apetecidos. Es decir: no tendría tiempo.

Cuando salió de allí, entró en la farmacia. ¿Cuántos tubos necesitaría? No tenía la menor idea. «Con tres habrá más que suficiente.» ¿No le dijeron que dos comprimidos eran el tope? Treinta comprimidos serían bastantes. Le daban un solo tubo.

—Tres por favor.

El farmacéutico pareció un momento indeciso. Ella le sonrió. Acababa de salir del peluquero y estaba muy hermosa. Sonreía al farmacéutico mientras le decía:

—Me marcho de viaje, al extranjero… y es el único somnífero que me hace efecto. Por eso…

El hombre sonreía también asintiendo. No había la menor dificultad si deseaba llevarse más tubos, por si acaso.

—Será un viaje muy corto.

—¿Quiere pesarse?

Le habría caído en gracia. Se pesó. Recordó que cuando era pequeña le daban además pastillas de goma. Estuvo a punto de pedir pastillas de goma. Salió de la farmacia con un inexplicable contento.

Era todavía muy pronto para ir a buscar a Antonio y pensó entrar en un cine. Se detuvo un momento ante los escaparates. Compró una entrada. El local estaba refrigerado y hacía tiempo que no había visto los Nodos. Nunca llegaban ella y Antonio para los Nodos.

Cuando salió del cine, se dirigió a pie hasta el despacho.

—¿Te preparo unas bebidas?

Esta vez las prepararía ella. Se sentía ligera, casi ingrávida. Tomó los cubitos de hielo de la nevera y vertió whisky en los vasos. Antonio la dejaba hacer.

—Estás muy hermosa.

Hablaron. Le expuso sus ideas. La persiana menguaba la luz y la charla con Antonio era fácil. Muy fácil. Sería la última charla. Deseaba un piso con terraza. Plantas y mucha luz. Quería tener una habitación destinada a taller. Tal vez le hicieran falta unas cuantas lecciones de dibujo. Sería mejor.

—¿Crees que podríamos cenar fuera de casa esta noche, Antonio?

Le decía que sí. Parecía muy satisfecho. Podían telefonear a casa avisando y luego cenarían en cualquier sitio.

—En casa de Germán.

Lo dijo naturalmente porque todo ahora sonaba a verdad. Antonio asintió. Irían a casa de Germán.

Germán se sentó con ellos y también Juana. Juana sobraba en aquella cena, pero… no podía pedirse la perfección. Juana estaba a su lado y le decía que por ella esperarían un año. ¿Por qué esperar? Porque Juana deseaba llegar a la docena completa de sábanas y toallas. Todavía le faltaban cinco. ¿Cinco qué? Se reía. Germán y Antonio se estaban riendo. Juana continuaba diciéndole que era menester en la tienda alguien con cabeza, porque los hombres no entendían ciertas cosas y… era menester que ella se preocupara de la tienda.

Tenía apetito aquella noche. Germán y Antonio charlaban mientras Juana se enzarzó en una explicación en donde mediaban unos vasos y ciertos trapos de cocina. Y… otras muchas cosas.

—¡Ah! Sí. Muchas cosas.

Cosas graves, ya que Juana se lo decía bajo al oído, para que Germán no se enterara.

Se habían reído de veras aun cuando ella, de pronto, sintió ganas de llorar. Estaba bebiendo demasiado. Y cuando notaba ese llanto amenazador, metía las manos en el monedero y tocaba el envoltorio. Un paquete de papel fino donde fácilmente se advertían tres cajitas. Un tacto cuadrilátero y reconfortante. Podía reír de nuevo. La pieza, aunque había resultado tremendamente larga, se estaba terminando. Los cansados actores, por muy cansados que estuvieran, hallarían reposo. Sabía ella al menos que todo llegaba a su fin. «El más perezoso de los ríos al mar.» El día más largo a la noche. La fidelidad más auténtica, al deseo de traición. Y nada había eterno en el mundo, ni siquiera el recuerdo, pues también el recuerdo moría, al morir el ser que había recordado.

Un momento. Un solo momento tuvo de vacilación. Fue al ver la esperanza en los ojos de Antonio. Demasiada confianza, demasiada devoción, demasiada ignorancia. Permaneció despierta junto a él hasta que su mano soltó la suya. Entonces, cuando le vio ausente, tranquilo, apaciguado…, entonces.

El sopor le venía por oleadas, como de lejos, tomando su cuerpo y proyectándolo contra una blanda orilla. Y ella consentía, abandonada, como los restos del naufragio que iban y venían en la rompiente de las olas, llegaban incluso hasta la arena y volvían a ser recobrados por el mar como en un juego. Un juego consistente en no dejarse abandonar del todo. En ir y venir, reposar y agitarse de nuevo; debatirse entre la espuma y descansar sobre la arena. Era un retorno a la vida cada vez más lejano y difícil. Cada vez más suave. Su sueño tenía murmullos de mar y eso la tranquilizaba. Sería un sueño. Nada más.

Al principio sintió temor. No experimentó los efectos hasta pasado un momento. Sentíase lúcida y desvelada como en las noches postreras. Estuvo por bajar y beber algo que le ayudara en el trabajo de dormirse. Coñac. Cualquier cosa. Había oído decir que era más fácil. Fue a levantarse pero al poner los pies en el suelo el suelo era ya huidizo, tal como ella deseaba. Volvió a acostarse. Pensaría.

Enrique era un niño pequeño y ella le quería precisamente por eso. Ya no había malos pensamientos en torno al pequeño Enrique. Él la había ayudado. Debía agradecérselo. No negaba el momento. El sonido del reloj. Los labios poco hábiles y las mejillas imberbes. Enrique no podía hacer nada por ella. Acaso esa misma noche Enrique fuera de casa, conociera a la mujer, y (ella lo sabía) en un momento podía morir una imagen. Enrique, jurando amor, mentía inconscientemente como ella había mentido, como todos mentían. La fidelidad no dependía únicamente de la carne, sino también del pensamiento. El pensamiento era un potro desmadejado y salvaje que corría sin detenerse vertiendo a lo largo del camino su acervo de angustia. Cuando el potro salvaje se detenía asustado, hincando separadas las cuatro patas en tierra, ella estaba bañada por el sudor de la inexplicable corrida. Luchaba unos momentos. Respiró. No quería ser vencida. Mientras le durara la memoria iría recordando y no dejaría que su imaginación cabalgara suelta por caminos desconocidos.

Un pasado. ¿Feliz? La ventana abierta sobre el jardín de atrás. Las oscuras ramas del abeto, que se balanceaban eurítmicas, como negros abanicos. El olor de la lluvia. El jazmín al atardecer. Los eucaliptos creciendo, ensanchando su sombra olorosa más allá de los muros.

La calle en perspectiva… No. Ella no deseaba ver la calle. Pero no podía luchar. Avanzaba poco a poco, temerosamente. Ya no le parecían pétreas las fachadas. Las casas tenían piedras resbaladizas como el contacto de los peces en el estanque. Alguien la llamaba. Era Flores. «Algún bicho feo.» No había bichos y ella no estaba en el estanque. Los labios, los dientes rozaban contra las piedras de las fachadas, y las piedras blandas no la herían. Se estremeció. Era como si su sangre empezara a llenarse de miles, millones de burbujas. Un poco más y llegaría a la estrecha rendija. Allí estaba… Antonio. Antonio hablaba de ella con Germán. Le decía cómo era, cuando estaban allá, con los otros, con todos los millones de otros que Germán y Antonio habían conocido. Antonio y Germán y todos los otros estaban allí, y quizá podían ayudarla. Ella no podía quedarse en este lado de la calle, tan sola.

Forcejeó. De veras creía que se ahogaba. Luchó. Las casas la envolvían como una masa y ella no podía, no quería volverse atrás. Liberó sus labios de las piedras lisas que como peces sumergían su boca. Gritó y de su boca surgieron burbujas y zumbidos de insecto. Llamó a Antonio, pues ella deseaba morir y él debía ayudarla. Él siempre le había dado la mano.

Le llamó con su última voz, con su último aliento, con sus últimas palabras, en su último instante.