… Y ELLA

¡Desdichada! ¿Por qué tanto insistes en que te lo diga?

Pero voy a contártelo sin omitir cosa alguna. Mas no habrá gozo en tu corazón, como yo no lo tengo.

(LA ODISEA, R. XXIII.)

LE DOLÍA EL SILENCIO de Antonio. Hubiera preferido una protesta, algo, una explicación que llegara a convencerla. Preguntas. Poco a poco se iría desenredando la madeja. Porque ella ya no comprendía nada. No podía ser. No quería que fuera. Era imposible que, después de haber estado esperando a un hombre durante más de doce años, después de haber amado la memoria, una fotografía, gestos, palabras que guardaban sonido y acento, ahora, cuando el hombre estaba de regreso, presente, ella no le amara.

Buscaba una explicación. Deseaba saber cuándo. ¿Cuándo moría el amor? Podía decir perfectamente cuándo había nacido. El origen fue tan brusco, el pasar del no ser al ser tan evidente, que nada le costaba decir: «Te amé desde el primer día, ¿recuerdas? Aquella mañana empecé a amarte». Sabía cuándo había nacido su amor; en cambio, su mente naufragaba al preguntarse el momento en que había dejado de quererle. Y retrocedía.

No. No era cuando él la había dejado. Le estaba doliendo aún. Le pareció siempre una enorme injusticia. Cuando Antonio le dijo: «Me voy, Domi. A Rusia», ella había clamado, discutido. Antonio, sordo a sus razones, parecía poseído por algo (una tenebrosa conciencia o memoria) más fuerte, más profunda que cualquier argumento. Y lo probó todo. Caricias, gritos, lágrimas. Antonio, cerrando los ojos a su pena, seguía diciendo: «He de irme». ¿Por qué? ¿Por qué?

Recordaba haberle dicho: «Nada significo para ti, Antonio. Si algo significara, no te irías». Se sintió ofendida, humillada. Pero ahora sabía que la más grave ofensa no podía contra el amor. El amor sobrevivía. Superaba las ofensas.

Y moría, en cambio, sin saber cómo. Porque sí. ¿Cuándo había muerto?

En la soledad murió el que ella hubiera debido sentir por sus padres. Se fue poco a poco de su vida, gastado, usado a solas durante muchos años, hasta el día en que se dio cuenta de que ya no sentía pena. Le era igual. Todo le daba igual. Dejó de sufrir por Eugenio Mauri, su padre, y por Asunción. A veces se reprochó esa indiferencia hacia los suyos, pero no se sentía culpable. El amor había muerto poco a poco, por abandono, por inanición, y ella ya no lo deseaba, ya no sufría. Se estaba preparando para el amor que iba a venir. Conoció entonces a Antonio.

Y creyó poseerlo por completo. Llenó el vacío y calmó en el hombre toda su sed. La memoria de aquellos años (pocos) no era clara. No le quedaba ni un solo momento para pensar en su amor. Amaba. No podía ver claro, desmenuzar, pues vivía inmersa en un todo ansiado. Ya no se sentiría nunca sola.

Se equivocó de nuevo. Antonio se marchó. «Me voy, Domi, a Rusia.» Ella dormía. Las palabras eran una pesadilla. «Me voy a Rusia. Cosa de meses.» Y cuando despertó, Antonio estaba lejos. Había gritado, llorado y discutido en vano. Se sintió ofendida, humillada. Y atrozmente sola. Todavía le amaba.

Regresaría pronto y eso la ayudaba a esperar. Pero no volvió. Dejó su promesa incumplida y ella empezó a perder pie. Las noches interminables, sin el marido, las pasaba en un ir y venir entre el cuarto (se instaló en el cuarto de soltera, el de Anita) y la biblioteca. Tampoco podía leer. Se acostaba con el libro; volvía las páginas, ausente de ellas, en la estrecha cama. Pensaba en el ausente. Cada pensamiento, cada ida y venida suya eran una ofrenda al que estaba lejos. Todavía le amaba.

Cuando le supo desaparecido, sintió el dolor que sienten los que llevan dentro de sí la memoria del que se fue. Los años no habían borrado la imagen viva. Cerraba los ojos y veía a Antonio. Pensaba en él y sentía erizársele su piel toda, deseándole. Cuando otros le hablaron de amor; cuando, en medio de todos, ella se sintió más sola que nunca… Todavía le amaba.

Cuando partió para América en busca de olvido. Cuando en la compañía de sus padres sintió nada más que irritación y la terrible necesidad de volver a la casa de piedra. Cuando a su regreso experimentó la alegría de recuperar todo cuanto le unía a él: padres, casa, objetos e imágenes. Cuando incluso en la estrecha cama de soltera se sintió algo más cercana a él, por la sencilla razón de hallarse al menos entre los suyos. Todavía le amaba.

Al recibir las primeras noticias. Cuando la angustia y las dudas volvieron a hacer presa de su ánimo. Al leer las primeras noticias y al escuchar las primeras palabras. Cuando su corazón le dolía y su boca permanecía muda. Todavía le amaba.

En el muelle. Las dos interminables horas que duró la espera. Mientras recorrió sus recuerdos y el cuerpo se anulaba, dentro de ella se hizo el vacío… dentro de ella algo macizo y compacto la insensibilizaba para otra función que no fueran sus pensamientos. Sí. Todavía le amaba.

Durante el breve recorrido en coche, desde el hospital hasta la casa, cuando Antonio le había preguntado: «¿Es verdad todo esto, Domi?» Y ella: «Sí. Esto es la verdad». Verdad, ¿qué? Verdad el regreso, la presencia. Mentira el pasado. ¿Mentira tal vez el amor del pasado? ¿Verdad el desamor del presente? Cuando ella pensó en «mentira», creyó referirse a la ausencia. Todavía le amaba.

Cuando en el cuarto, a solas, se encontró con el hombre. Cuando el hombre vestido la había tomado a ella desnuda. ¿Entonces? Quizás entonces. Aunque no podía asegurarlo. Porque aquél ya no era Antonio. Antonio era un muchacho de veinticinco años que derrochaba vida. El hombre vestido que se había inclinado sobre ella, olía a prisionero, no sabía decirle palabras nuevas, no le había inspirado más que extrañeza, sobresalto e íntima confusión. Aquel hombre no era Antonio. Era su desconocido.

Quedaba intacto su amor por Antonio. El que regresaba no era Antonio. Era un hombre que venía de lejos e imponía su engañosa imagen. Pero no era Antonio. Algo le faltaba. Y era ese algo lo que precisamente ella había amado. No era el mismo Antonio.

No había muerto el amor. El amor por Antonio quedaba intacto, igual que las fotografías. No necesitaba siquiera de ellas. Le bastaba cerrar los ojos y recordar. Siempre encontraría el Antonio de antes. El que había regresado no era el mismo hombre. Lo que había muerto no podía llamarse amor. Algo de Antonio había muerto. Precisamente algo que ella había amado. En algún lugar, no sabía dónde, había un extraño cadáver. No tenía nombre ni forma. Al lado de esa muerte, quedaba su amor.

Eran mil choques constantes. El perpetuo desacorde. El deseo de evitar esos roces y la tensión creada por ese deseo.

—Nada puede ser como antes, Domi. Pero hemos de superar esa diferencia. Has de olvidar el antes. En el hoy presente todo es distinto y no existe motivo para un alejamiento. ¿Hay algún motivo? Di.

—No te comprendo.

—¿Has amado a alguien durante estos años de ausencia?

Siempre suponer que el amor estaba en el principio de todo. ¿Por qué no la ausencia, la inanición, el cambio?

—Bien sabes que no.

—¿Entonces?

No había por qué atormentarse. ¿Era eso? Muy sencillo. Un hombre y una mujer por el hecho de estar casados se amaban para siempre. ¡Qué fácil! Nada importaba la deserción del hombre. Que durante la ausencia hubieran pasado años, los mejores años, su despreocupación por vivirlos. Nada importaba que la mujer hubiera renunciado a esos años, a todo cuanto hubiera podido formar parte de ese tiempo. ¿Borrar el pasado como una alejaba los malos pensamientos? Ella no sabía hacerlo. Ignoraba esa clase de amor, tan sólido, tan resistente. Debía de ser un amor tosco y primitivo que ella era incapaz de sentir o concebir. Su amor era precioso, delicado. Podía morir. Lo malo era haberlo dicho.

—Olvídate, Antonio. No pienses en mi respuesta. La otra noche no estaba en mí. Me cogiste en un momento de descuido y a veces no nos expresamos exactamente. O no sabemos expresarnos.

Luego, traduciendo algo que le atenazaba desde mucho tiempo, añadió:

—No es la primera vez… He deseado la muerte.

Sobre sus manos, la de Antonio. Y escuchó su voz. Era fría cuando dijo:

—No digas simplezas. Esa frase, Dominica, no puede emocionarme. Serviría… para otro hombre. Sé por experiencia lo fácil que resulta ansiar la muerte. Sé el valor que necesitamos para resistir la vida. Lo que no sé es tu razón. ¿Qué te aleja de mí?

Y ella no se lo diría nunca. Era todo. Cosas sórdidas que le irritaban, ademanes, gestos y palabras que ya no servían de nada. No podía reprocharle el haber cambiado con los años. Seguramente a ella le sucedía lo mismo. Ella no era tampoco la misma de antes. Dijo cansada:

—Nada.

Era ya muy tarde. Una noche como tantas noches en que discutían en vano tratando de encontrar el resquicio, la ventana por donde penetrara una nueva luz. Sobre la mesilla de noche tenía un libro interesante y deseaba el fin del vago interrogatorio para volver a encontrarse en las páginas. Acariciaba la cubierta del libro.

Los labios de Antonio se posaron sobre su mano. Ascendieron por el brazo. Buscaban su boca. Hubiera querido decirle: «Déjame. No me obligues. Ése ha sido tu gran error. Yo no estaba preparada, ¿comprendes?, es decir: estaba aguardando al otro, al que se fue. No al desconocido. Un hombre viene después de una larga ausencia y, al mismo tiempo que de su casa, toma posesión de su mujer. Pero una mujer no es de piedra, Antonio. Esa mujer ha pensado años y años, y en el transcurso de ellos ha ido desenfocando sus pensamientos. No es tan fácil como tú crees. Antes de poseer mi cuerpo hubieras tenido que reconquistar los años perdidos. No sé cómo explicártelo. Tú mismo dices que nada puede ser como antes. Entonces hubieras tenido que empezar otra vez por el principio. Ganarme en tu nueva forma. Lo malo ha sido eso: tomar posesión de una mujer como si esa mujer, por el único hecho de pertenecerte, hubiera permanecido inmóvil como las piedras de tu casa».

—También tú has cambiado, Dominica.

—Seguramente. Y también puedo haberte decepcionado en mi cambio.

—Nunca sentí hacia ti lo que siento ahora.

Impotencia ante la incomprensión. Podrían dialogar durante horas y horas y sucederse el día a la noche. Nunca podría hacerse comprender. No le diría la verdad. Se la dijo por inadvertencia y luego se había desmentido. Por pura piedad. No por amor. Y él tomaba por amor la menor frase, el menor ademán de convivencia.

Era ya muy tarde. Vio la mirada del hombre posarse sobre ella. Cerró los ojos. Cerró la luz. Y dentro de ella su alma empezó a gritar y sus puños se cerraron para alejar las negras imágenes.

Antes de casarse le hizo la confesión. Gustaba de pasearse alrededor de la casa, del brazo. Entre farol y farol, la oscuridad. Allí se besaban. Durante el corto lapso que duraron sus relaciones, no quisieron perder uno solo de los goces reservados a las parejas enamoradas. Caminaban juntos por la calle. ¡Quién sabe si el hecho de mirar hacia delante, de no mirarse, les daba valor para decírselo todo!

—¿Cuántos pecados has cometido, Dominica?

Antonio reía al preguntarlo. Debía de creerla tan boba, tan inocente, que le hizo esa pregunta con el único fin de mortificarla un poco.

—A buen seguro que no tienes ni un pecado gordo en tu cuenta.

Y ella quedó suspensa. ¿Habría de decírselo? Era mejor. Entre él y ella nada podía quedar oculto. Era mejor aclarar aquello desde el principio y que Antonio la aceptara en bloque, con sus cualidades y sus fallos.

—No digas eso, Antonio. Tengo los míos.

Pasaban bajo un farol. La miró.

—¿Tú?

Era difícil porque significaba una mala inclinación. Debía decírselo.

—Cuando acompañaba a Flores, por el barrio del puerto, en Santo Domingo…

Allí, en Santo Domingo, cuando los padres se marchaban y ella y Martina quedaban al cuidado de los criados. Santo Domingo le venía a la mente con su zona residencial y en esa zona las propiedades de los Mauri. De otras familias como los Mauri. Se vivía espléndidamente. La isla era rica. Y resultaba difícil imaginar que también la habitaban otra clase de personas. Gente miserable. Ciertos barrios del puerto, por ejemplo, eran inmundos.

A ella y a Martina les hacía gracia acompañar a Flores por los barrios donde la negra tenía su familia. Les daba un repeluco de emoción salir de la residencia y adentrarse en las callejuelas donde Flores tenía a los suyos. Allí abundaban las tabernas y los hombres se embriagaban con el ron del país. Ron blanco que ardía y quemaba como el fuego. Mestizos, negros y blancos también, se emborrachaban fácilmente y salían de los tugurios dando tumbos, diciendo obscenidades y blasfemando.

—Oía blasfemias terribles, Antonio.

Le notó impaciente.

—Bien, pequeña, pero eso no es pecado. Flores no hubiera tenido que llevaros por allí; seguro. Y no tienes por qué apropiarte las blasfemias de los otros.

No la comprendía.

—No es todo, Antonio. Esas obscenidades, esas tremendas palabrotas, se me quedaban pegadas, igual que el tufo del ron, igual que el sudor de los hombres y sus caras… Y luego…

Antonio le tapó la boca con su mano.

—No seas tonta, Domi.

—Quiero que lo sepas. También se lo dije a Flores. Cuando estaba sola, las palabras maldicientes venían a mis labios y yo las gritaba… con delectación casi. Las gritaba todas y odiaba a los hombres de quienes las aprendí. Pero no podía hacer otra cosa que gritarlas, gritarlas… ¿Entiendes?

Antonio la miró. Le dijo:

—Eres una criatura.

—Durante años y años grité esas palabrotas y terminaba siempre llorando. Me confesaba de ellas y el padre me decía que al no ser voluntario… Después de cada palabra debía decir una jaculatoria. «Para desagraviar.» Así lo hice. Me pasaba las horas muertas murmurando blasfemias y jaculatorias.

—Déjalo ya, Domi.

No podía dejarlo.

—Al fin se me pasaron las ganas. No pensé más en ello.

Anduvieron en silencio un buen trozo. Hacía un viento muy frío y dentro de la casa hubieran encontrado calor, comodidad. Pero en la calle estaban solos y podían contarse todo.

—¿Y tú, Antonio?

—Cada uno de nosotros tiene un poso y si nos decidiéramos a removerlo, a sacarlo a flote… no estaríamos muy orgullosos de nosotros mismos. No debemos temer ni avergonzarnos de ese poso. Hemos de aceptarlo como parte de nuestro ser. Eso nos permite ser generosos con los demás.

No le contó nada de él aquella noche.

Anita le estaba hablando y ella —no podía decir por qué— recordaba una por una las palabras pronunciadas muchos años antes, cuando ella y Antonio podían decírselo todo y no tenían (al menos ella lo creía) secretos.

Los domingos eran, sin duda, los días más penosos, más largos de la semana. El cansancio se le adentraba en los huesos. Una tristeza profunda acompañaba las lentas digestiones, y el suave balanceo de los árboles del jardín le daba vértigo.

Anita seguía hablando. Su voz era alta, aguda. No lograba estorbar sus pensamientos. Y la tarde de fines de mayo era tediosa. Oyó al cabo:

—Te has ido a buscar un amigo… ¡Qué idea la de comprarse una casa de comidas! ¿No podría hacer otra cosa?

—¿Para qué? Ha sido el sueño de toda su vida.

Anita y Antonio seguirían hablando y nunca llegarían al acuerdo. Y ella podía seguir contemplando las copas de los árboles, el vuelo de los pájaros e insectos.

Germán había comprado un sueño y a ella, durante los años que duró su ilusión, Antonio le regalaba los suyos. «¿Quieres que te regale un sueño?»

Era… muy tonta. No comprendió. Él se mostró explícito: «Todos soñamos, Domi. Lo malo es que nadie se toma la molestia de indagar esa clase de ensueños. La gente se preocupa y se cree generosa regalando cosas concretas: un perfume; un traje; una joya. Yo tenía un amigo que no era rico (¿qué amigo?) y que, sin embargo hubiera podido regalar más que nadie. No le gustaba pensar en objetos. Decía que sus pensamientos no tenían forma concreta». Ella recordaba haber preguntado «¿Y cómo vas a regalarme un sueño, Antonio?»

Se lo explicó entonces. En los más profundos estratos de la mente, quedaba siempre algo insatisfecho. Ella no tenía más que confiarse, contarle… cosas hundidas, ansias locas, insignificantes acaso, pero tenaces. Era menester mucho valor para contar aquello que sólo existió un segundo de descuido en la mente, o bien ocupó horas, meses, años de inconfesables deseos. Podía hacerse confiándose en aquel cuyo único deseo era regalar, realizar. «Yo te regalaré tus sueños, Dominica.»

Contempló a Anita, Si Anita supiera que ella había estado ayudando a Germán, merendando con él en el local no inaugurado, ¿qué hubiera dicho?

¿Qué diferencia existía entre la vulgaridad de Anita y la del amigo? Porque Anita era íntimamente vulgar, pero no con la vulgaridad de Germán. Germán le ofreció comida y bebida. Le vinieron ganas de preguntarle entonces: «¿Pasaste mucha hambre, Germán?» La misma que pasó Antonio. Y Germán, hablando de él, le hablaría de Antonio. Mucha hambre se le notaba en el modo vulgar de comer. Despacio. Sin prisas ni nervios. Haciendo aquello y no otra cosa. Pensando en la comida que tragaba y la que todavía quedaba. La vulgaridad de Germán era su hambre insatisfecha. Uno tenía ganas de golpear aquel estómago y preguntar como quien llama a una puerta: «¿Cuántos siglos de hambre hay aquí dentro?» Y entonces resultaba que el hambre era algo grandioso, que también podía vencerse, cuando el hombre que lo había soportado tanto tiempo era más resistente, más tenaz que el infame apetito. Y la vulgaridad de Anita era justo lo contrario. La de la persona siempre satisfecha. No hubo nunca hueco en Anita ni padeció por nada. No debió de padecer su soltería como ahora no padecía con Manuel Escrivá. Nunca había padecido por nada. La estaba contemplando, oyendo trozos de frase, y veía que tampoco sufría por la largura de aquel domingo. Charlaban mientras sus manos yacían inertes sobre la falda, o bien, animadas por una súbita fiebre, sobaban al marido. Era feliz y no se contentaba con ello.

Daba muestras de esa felicidad para que todos estuvieran al tanto de ella. Como una lección de buen vivir.

Continuaba escuchando trozos de frase que de Anita llegaban a ella, como jirones desmadejados de nubes:

—A Germán… se le ve sencillo, buen hombre.

Antonio y ella se miraron. Por un momento los pensamientos de Antonio y los suyos coincidían. Respiró. Era un alivio coincidir aunque fuera a través de la vulgaridad, de la tontería de los otros. Dijo ella:

—¿Qué entiendes tú por sencillo?

Anita la contempló casi sobresaltada. Ella completó:

—Sencillo para ti es el hombre que nunca ha empleado cubiertos de pescado, ¿no es eso?

Y sentía casi diversión, ganas de reír. Anita no podría nunca comprender que Germán tenía el mismo estómago que ella, pero que durante siglos, tal vez, lo había relegado al cuarto de los trastos.

—Domi, por favor, no quise decir eso. Además, no tiene por qué ser de otro modo. Cada uno de nosotros somos fruto de las circunstancias.

—Si te oyera Enrique te lo discutiría.

—¡Enrique!

Ignoraba todo del hermano pequeño y de ella y de Antonio y de todos… Sólo sabía de Manuel Escrivá.

No hay

¿Para qué? Ella no tenía ganas de discutir y mucho menos de convencer a Anita. Antonio sonreía levemente con los ojos entornados, como si descansara. Mercedes Silva vertía naranjada en los vasos mientras el padre se levantaba para dar la última vuelta por el jardín. Ademanes que ella, Dominica, seguía con el tedio desintegrante de cada domingo. Siempre lo mismo. Y otros, acaso, envidiaban esa continuidad. Otros, mientras ella bostezaba por hallarse entre tantos, estaban solos y sufrían de su soledad. Germán…

—Quieres complicar el asunto. Quise decir que Germán…

Le dio pena su cuñada. «Complicar.» ¿Qué culpa tenían los complicados? ¿Nacían ya con el sello de la complicación, o bien los años los iban labrando? No lo creía. Los años no podían añadir ni quitar nada al ser nacido para analizar.

La voz de Manuel Escrivá, precedida de un carraspeo de circunstancias, vino en ayuda de la esposa.

—Anita tiene razón. (Nadie supo nunca las razones de Anita, expuestas siempre de una forma genérica y superficial, pero Manuel le daba siempre la razón y era una fácil manera de empezar sus frases.) Anita quiere decir (¿lo sabía él?) que Germán se contenta sencillamente con su casa de comidas, mientras otros, en su lugar…

—Tendrá sus razones. Exteriormente, Germán se conforma con eso. Pero vete a saber el largo proceso que le haya inducido a tan sencilla conclusión. Vosotros sólo veis el resultado. Y, ¿dónde está el principio?

Antonio abrió los ojos y dijo despaciosamente:

—El principio está en el hambre.

—Claro, cada hombre tiene sus inclinaciones, sus apetencias. ¡Vaya usted a saber!

Manuel Escrivá en lugar de hambre, había comprendido hombre. Así dedujo ella y sabía que ninguna de las dos palabras significaba gran cosa para su cuñado. Se agarraba a la que había creído comprender.

Le miró. Era un pobre hombre. No tenía la culpa y su ignorancia del prójimo estaba hecha únicamente de eso: de ignorancia.

—¡Vaya usted a saber! —respondió Anita como un eco.

Le irritó la sumisión de Anita. Dijo ásperamente:

No hay

También ella era culpable: había vivido aislada y solamente ahora sentía la necesidad de saber, de ahondar. Y le dolía. Igual que si su entumecida conciencia estuviera desentumeciéndose, deshelándose y eso le procurara las mil torturas de un regreso a la vida, el descubrimiento de una nueva facultad.

Contempló otra vez a Anita sin añadir nada. Ya estaba hablando de otra cosa. Reía por algo distinto. La vio maciza, hecha de una completa solidez. Y no sintió envidia. Aquel estado no tenía nada envidiable. Contemplando a Anita amó su angustia, supo que el sufrimiento también era algo reservado a los que realmente existían. Quizás un tributo, una medida, un punto de referencia. Algo que el ser humano no debía rechazar.

Después de cenar salieron con los amigos. Antonio y ella se encontraban más extraños aún entre los otros. Con ganas de volver a la soledad. Era estúpido el machacón estribillo de que «ella y Antonio debían de estar pasando una segunda luna de miel». Nunca tuvo la menor confianza en las mujeres, y los amigos de Antonio la habían decepcionado. No supieron llegar a ella durante aquellos años en los cuales ella hubiera podido mostrarse sensible. No eran culpables. La culpable, sin duda alguna, había sido ella. Ella había desertado. Encontrado vacías sus palabras de consuelo y otras proposiciones de consuelo más vacías aún que las palabras. Ahora encontraba fuera de tono, convencionales, las frases de bienvenida. Sabía que los hombres amigos de Antonio la tenían en gran concepto. «Porque me he comportado tal como ellos hubieran deseado se comportaran sus mujeres en idénticas circunstancias.»

En aquellas salidas nocturnas ni ella ni Antonio (bien lo veía) encontraban la menor satisfacción. Salían porque sí. Escuchaban pacientemente mil naderías, satisfacciones, accidentes, regañinas…, todo minimizado. Muchas veces veía bostezar a Antonio y siempre le hizo gracia su manera distinguida de bostezar. Por dentro. Sin separar los labios. Veía distenderse sus mejillas y luego, para hacerse perdonar, decía una frase amable a la compañera de mesa. Era un alivio volver a la soledad.

Con miedo a la soledad. El día (no siempre, pero a veces) los unía sutilmente. Y también los de casa. Esa tarde de domingo, Anita. Había sido una lástima tener que salir. Salieron y la conversación y los tópicos machacones de los otros disolvieron el tenue contacto que la tarde del domingo había tejido entre los dos. Otra vez estaba irritada. Dejaron al grupo y renunciaron a dejarse acompañar en los coches. Subieron Balmes arriba.

—Cuando estés cansada, tomaremos un taxi.

Antes le era grato caminar a su lado. La noche de mayo era luminosa, tibia.

—¿Por qué has discutido, Domi?

Iba de su brazo. No tenían necesidad de decirse: «¿Por qué discutiste con Anita, Domi?» Ellos siempre sabían. Aunque las horas pasaran, tras los días sucedidos, había trozos de frase, pendientes entre los dos, que se reanudaban en el momento preciso.

—No sabría decirte por qué. Algo así como un despertar a una nueva conciencia. Dolor y alegría. Irritación de cuanto nos liga a un pasado. Ansia de adelantamos y de saber. Creo que es mucho mejor hablar. A fuerza de evitar roces, de querer ignorar evidencias nos hundimos en la oscuridad. Andamos todos a tientas. Anita y todas las mujeres que a ella se parecen, en su mundo cerrado. Yo, en mi afán de tortura. Tú, en tu voluntario silencio.

—El silencio, Domi, no es voluntario.

—No. No lo es.

Es decir, era voluntario sobre ciertas cosas que, por más que uno lo deseara, no podían ser dichas. Y Antonio también tenía ese poso del cual hablaron hacía tanto tiempo. Como ella. Tampoco podía decirle todo. El todo era precisamente él. Y ya no eran dos niños impúdicos. El silencio presente era la turbia capa de agua todavía no decantada. Y más valía dejarla. Pasar un tiempo. Quizá dentro de unos años pudieran volver a la libertad de antes. Así sería. Del mismo modo como ella había sentido su externa forma violada, del mismo modo el no aceptar el silencio era violar una intimidad mucho más susceptible, más sagrada que la del cuerpo. Debían callarse ya que no sabían encontrar las palabras. Si ella decía la verdad, no la verdad de los años pasados, sino la verdad presente, ofendería al hombre que era su marido. Al prisionero que regresó al hogar. Y acaso él, también tuviera cosas imposibles de decirle a ella. A ella. Pues esas cosas no ofenderían a otra. Pensó en Germán. Si ella supiera ciertas cosas por boca de Germán, aunque fueran las mismas serían distintas. No se sentiría humillada por Germán. El amigo no era más que un amigo. Dijo:

—Es como si sintiéramos vergüenza.

—Es lo que un hombre y una mujer sienten al perder el paraíso. Esa clase de vergüenza.

Sentía la caricia de Antonio sobre la mano desguantada. Su olvido de todo cuanto no fuera ella. Su deseo de olvido y el afán de recuperar el acceso a la puerta cerrada.

—¿Por qué no hemos de ser los de antes, Domi? ¿Qué nos separa? Dime: ¿Hay algo en mí que te repele o asusta?

No hay

Seguía andando y discutiendo.

—Eso es, Domi. Pero en estos momentos crees que esa nada es una hipotética muralla. No te das cuenta…

No hay

—… de que de haber vivido juntos estos años, tal vez te encontraras vacía.

No hay

—La transición del amor al cariño es suave.

No hay

—Cuanto significó pasión, va perdiendo fuerza y…

No hay

—… es como esas cosas que guardamos tan cuidadosamente que incluso, a veces, llegamos a olvidarlas.

No hay

—Tú has perdido el amor. No te has dado cuenta. Eso…

No hay

—… eso es, Domi.

Alzó la cabeza hacia él. Antonio no la miraba. Siempre que él le hablaba, parecía querer desentrañar su problema. Pero no podía. Ella veía bien claro (y se odiaba por verlo) que no podía.

Iban los dos colgados del brazo y aún discutían.

Agradeció que Antonio detuviera un taxi. Dio la dirección. Una vez dentro quiso asirle la mano. Él la rechazó.

—Puedes ahorrarte ciertas demostraciones.

—Eres mi marido y te quiero. Desearía quererte, al menos.

Encendió Antonio un cigarrillo. Aspiró.

—Quisiera no ser tu marido, ¿oyes? Quisiera ser un desconocido, ir por la calle, encontrarte en cualquier sitio. Mira, Domi. Sé por experiencia lo difícil que resulta reconquistar una posición perdida. En cada lugar de lucha abandonamos parte de nuestra moral. Sabemos, de antemano, sus puntos vulnerables, y si nos lo han arrebatado una vez, tenemos miedo. No con lo desconocido. Con aquello más lejos de nuestro conocimiento, tenemos un valor, una osadía muy fuera de lo razonable. Quisiera ser nada más que un hombre, Dominica y obligarte a amar.

Se recostó contra el respaldo del taxi. Cerró los ojos. ¿Podría obligarla? Se imaginó a Antonio como un extraño. No siendo su marido. ¿Le amaría? Era imposible contestar a la pregunta. ¿Qué le atrajo de Antonio? Un impulso irrazonado la había hecho enamorarse de aquel muchacho alegre, que derrochaba vida. ¿Y ahora? Antonio y ella llevaban el mismo lastre, se parecían demasiado, habían sufrido por las mismas cosas. Necesitaría un hombre nuevo que la sacara de su torpor y con el cual ella se sintiera mujer. No veía al hombre.

No hay

Se detuvo el taxi frente a la verja de la entrada. El tintineo de las llaves al buscar la cerradura le provocó un escalofrío.

Germán le devolvía a ella el sentido de la realidad.

—Estoy triste, Germán.

—Majaderías. ¿No comes? ¿No duermes? ¿No…? Pues, ¿qué más pides a la vida?

—Cuéntame cosas.

Le gustaba hablar con Germán, que le volvía la espalda mientras encalaba las paredes. Germán cantaba a menudo o silbaba. Comprobó que casi todos los hombres que pintaban grandes superficies, tenían voz y oído. Escuchaba cantar a Germán himnos religiosos o himnos de guerra. La vida de Germán. Incluso si algo sentimental cantaba, lo hacía con brío o con devoción.

—Vosotros —dijo interrumpiendo un silbido— ¿qué sabéis de la tristeza? ¿De qué has sufrido?

—Creo que lo sabes bien.

—De acuerdo. Tú y Antonio habéis estado muchos años separados y los años de separación fueron malos, muy malos. Pero no hay razón para seguir pensando en ellos. La realidad es que Antonio ha vuelto y que a su regreso nada había cambiado.

—Nosotros. Nosotros cambiamos. Es nuestro propio cambio el gran creador de acontecimientos.

Germán la miraba. No podía saber que si ella iba allí, a su tienda, a buscarle, era en busca del marido ausente. Tratando de recuperar los años perdidos.

—Os ha ido todo demasiado bien en la vida. ¿Qué hubieras hecho en mi lugar? ¿De haber nacido inoportunamente?

—¡Qué sé yo! Lo que importa es lo de dentro. Y dentro de mí es como si estuviera siempre sola.

—Calla, Dominica.

Pero ella le hablaba aunque él le volviera la espalda, hiciera ver que no la escuchaba y se pusiera nuevamente a silbar.

—No contigo, Germán. Deja. Te parece tremendo, terrible que también el amor pueda terminarse igual que las guerras o el cautiverio. ¿No es eso, Germán? ¿No es eso cuanto pretendes al decirme: calla? Deja de silbar. Deja que te cuente. Tú puedes ayudarme.

El rostro de Germán permanecía cerrado.

—Mujer. Yo creo que entre dos personas normales… Los hombres se parecen todos, con pocas diferencias. Las mujeres también sois casi todas iguales.

—No. Vuelvo a repetirte que no es lo de fuera.

—Te comprendería si Antonio hubiera sido gravemente herido. He visto cosas monstruosas, Dominica. Hombres que habían perdido media cara y a los que incluso nosotros no podíamos contemplar sin horror. Hombres cuyos pies se fueron un día tras las botas y quedaron con dos muñones al final de las piernas. Hombres destrozados por el frío, privados de narices, orejas; caras chatas y redondas como garbanzos. Entonces también comprendería. Pero Antonio ha regresado ileso. ¿Qué más quieres?

—No lo sé. Tal vez aquello invisible también se puede perder, mutilarse. Acaso dentro de nosotros existan monstruosidades invisibles para nuestros humanos ojos. Y perceptibles a través de nuestros sentimientos. Él o yo hemos sufrido una mutilación atroz. No sé cuál, ni sé cuál de los dos está más destrozado. Te aseguro que no sólo los cuerpos pueden transformarse. Nuestro yo interno, ese yo que permite a dos criaturas reconocerse en un breve encuentro, ese yo puede alterarse de tal modo que nos inspire horror.

—¿Te gustaría pintar?

Le vio bajar de la escalera, escoger unos pinceles. La miraba.

—Pues pinta. Pinta, mujer. Eso te distraerá.

—Te ayudaré, pero no me rechaces. Deja que te pregunte. Cuéntame.

—Me das miedo. Yo… Mira, a veces, le daba a Antonio por hablar. Y cuando hablaba de su segunda piel, de aquella invisible piel que llevaba hecha trizas, llena de costurones, de la invisible piel que sangraba y que no tenía para todos el mismo espesor…, creía siempre que Antonio tenía fiebre.

—No. Estaba diciendo la verdad.

—Pues hay cosas que no deben decirse. Son peligrosas.

No hay

—La pintura de las maderas será verde. ¿Qué tal te parecen las ventanas de color verde, Dominica?

—Bien.

Pintó con él toda la tarde. Al final merendaron. Tenían los dos mucha hambre. Germán le hablaba de Juana, la chica del Metro. Le enseñó su fotografía. Una mujer joven, rolliza, con cara ingenua.

—¿Crees que me irá bien?

Hasta llegó a reír. «Sí. Claro.»

Cuando salió de la tienda le pidió permiso para volver. ¡Permiso! Tenía miedo de cansar al amigo, de ser pesada. Y sentía la necesidad de volver a la tienda, de ayudar a Germán y de sacarle poco a poco la verdad de la ausencia.

Antes (antes era siempre el tiempo anterior al regreso de Antonio) solía pasear sin rumbo dos o más horas cada mañana. Ahora, después de unas semanas de interrupción, volvía a sus largos paseos. Sentíase cansada. Iba distraída. Amigos y conocidos le habían dicho repetidas veces que pasaba al lado de la gente sin verla. Era cierto. No pensaba en la gente ni podía tampoco precisar en qué iba pensando. Algo le carcomía el cerebro, pues tenía momentos de completa oscuridad. Un tremendo cansancio de todo. Tan extraño, que no se atrevía a decirlo a nadie. Un agotamiento que se traducía en el completo olvido de cuanto intentaba hacer. Marcaba un número en el teléfono y cuando le contestaban no recordaba a quién había llamado. «Diga. Diga.» Y ella miraba al aparato, como si de allí saliera una broma pesada y peligrosa. No recordaba a quién había llamado y esperaba reconocer la voz. Una voz reconocible y amiga que le sacara de su angustia. «Diga. Diga…» Al fin, muchas veces tras algún improperio le colgaban el teléfono y ella se quedaba con sus dudas. Subía al cuarto, se pasaba agua por la cara, se tendía en la cama, cerraba los ojos. «Estoy enferma.» Al cabo de un rato recordaba perfectamente, volvía a llamar. Respiraba tranquila.

Al final de uno de sus largos paseos se sintió verdaderamente agotada. Tuvo miedo. Hacía un calor espantoso o ella lo tenía. Entró en una iglesia. No podía rezar. Se quedó quieta en la silla, con la cabeza entre las manos. Transcurrió un buen rato. Un cura la encontró allí, sola, llorando. El buen hombre la condujo a la sacristía y le preguntó si estaba enferma.

—No. Nada. Nada, padre.

—A estas horas…

¿Qué hora sería?

—¿Qué hora es, padre?

—Cerca de las dos.

Debía apresurarse y no podía malgastar su tiempo con explicaciones. Hubiera sido muy largo decirle: «Me encontraba mal. Estoy cansada y aquí hallé frescor y oscuridad. En la calle hace mucho sol. He salido esta mañana de casa para un recado. Pero ya no recuerdo qué recado era».

—¿Desea confesarse? —inquiría el cura.

—Quisiera volver a casa.

El padre parecía extrañado.

—Padre, por favor mande a buscar un taxi y diga que me lleven a…

Dijo la dirección, Por un momento creyó no poder acertar el número de la calle.

—No me encuentro muy bien.

El cura la ayudó a subir al taxi y allí volvió a llorar. El taxista se empeñó en consolarla. «Vamos, mujer, una chica tan guapa… Ya se le pasará. ¿Un hombre, no? Somos unos pedazos de brutos.»

Cuando se halló ante la verja de la casa de piedra sintió una alegría estúpida. Creyó por un momento que nunca más la encontraría. Salía de su torpeza y las manos le temblaban de contento. Se le desparramaron algunos billetes al pagar. Tomó un puñado y se los dio al taxista. Tenía verdaderas ganas de entrar en la casa y cuando lo hizo su andar era zigzagueante, inseguro. Se daba prisa para llegar sin retraso a la comida. Faltaban diez minutos. Antes de subir a su piso se dirigió a la biblioteca. Abrió el armario de las bebidas y vertió coñac en una de las copas. Odiaba el gusto del coñac y al beberlo sintió náuseas. Cerró los ojos, aguantándose el estómago. A sus espaldas sonó una voz.

—¿Estás mala?

—Es el calor. Me encontré mal en la calle. No sé qué tengo.

Y los ojos de Enrique reflejaron ironía. Como si él supiera o supusiera. Era la mirada de todos, aquellos días, cuando ella aparecía pálida, o inapetente, o distraída.

Todos pensaban en lo mismo; en aquel hijo que no había nacido antes. Sintió una rabia atroz por el cuñado joven y se alejó de la biblioteca. Mientras subía la escalera le echó una mirada. Enrique permanecía quieto, con la pregunta de todos los de la casa. Todos pendientes de su cuerpo. Se desnudó y abrió el grifo de la ducha. El agua, blanda y fría, la envolvía toda.

No siempre era desesperación. A veces eran unas incontenibles ganas de reír, de divertirse. Una locura alegre. No por cualquier cosa, no. Por frases, por sucedidos en donde ella veía algo y los otros ni se fijaban. Ella y Mercedes Silva iban a menudo de compras. La calle de Pelayo estaba, como siempre, llena de una muchedumbre alegre, vivaz. Un chiquillo salió de un comercio con dos inmensos globos. Era plena tarde, con su atiborramiento de turistas, compradores, vagos… Hacía calor y ciertos rostros llevaban las señales inconfundibles de los primeros baños de sol. Debía de ser un teutón; alemán, suizo, o lo que fuera. El ancho cogote denotaba a la legua la raza. Uno de los globos le dio contra la cara y estalló al contacto del pitillo encendido. Fue un breve instante y un ruido humilde perdido entre los mil ruidos de la calle. Lo suficiente, empero, para que ella viera la cara absurda del hombre del pitillo y la desesperación del niño. Le entraron ganas de reír. No podía remediarlo.

—¿Qué te pasa, Dominica?

El chiquillo y el llanto ya estaban lejos. Lejos también el turista con su rostro asombrado. Y Mercedes indagaba:

—¿De qué te ríes?

Ella seguía riendo y decía: «Nada. Nada». Era imposible explicar la instantánea recogida por su retina. Imposible detener su risa. Incluso Mercedes llegó a molestarse.

—¡Domi! Estás muy nerviosa. Creo te sería muy conveniente adelantar el verano. ¿No será que…?

No era nada. En aquel instante sentía la necesidad de reír y acaso más tarde sintiera la tremenda necesidad del llanto. Peor para los otros si continuaban igual, como si nada hubiera sucedido. Ella tenía los nervios a flor de piel y bastaba un globo que estallara para que la risa (tanto tiempo olvidada) fuera irresistible.

Horas más tarde, durante la cena, Enrique Rogers dijo como si fuera algo grave:

—Habré de tomar una determinación.

Tan distraída estaba, que no era capaz de adivinar a qué determinación se refería. El padre evitaba en la mesa las confidencias y las discusiones. Más en aquellos días, en que los exámenes de Enrique estaban al caer.

—Tendré que desprenderme de la paloma.

El padre lo decía, lo estaba contando, y ella escuchaba al fin. La paloma en cuestión apenas había puesto los huevos los abandonaba. No tenía mucha importancia, pues el macho ocupaba su sitio. Pero eso no era todo. La paloma empezaba a coquetear con el resto del palomar y los machos iban tras ella. Las otras palomas dejaban también sus quehaceres y en el palomar no había pareja que quisiera cuidar de las puestas. La vieja paloma, enloquecida, provocaba a todos, y no habían nacido pichones en dos meses. Morían en el huevo por falta de incubación.

—¡Mátala! —exclamó Enrique.

Antonio soltó una carcajada, mientras Mercedes decía que las palomas lo ponían todo perdido y que lo mejor sería suprimir el palomar.

Ella sintió una invencible compasión por la paloma. Algo debía de sucederle. Era fina y alegre. Durante mucho tiempo fue la mejor del palomar.

—Lo siento —dijo el padre—. Es la más bonita que hemos tenido.

Ella estaba llorando.

Era inútil alegar sus razones. Tal vez no lloraba por la paloma. No se dio cuenta de que lloraba hasta que el padre dijo: «Lo siento, Domi. La regalaré viva a las monjas». Ni aun con esa promesa podía contener la absurda emoción.

Continuó la cena en silencio y luego ella subió al cuarto. Antonio y los demás se quedaron en la biblioteca, con el padre. Al cabo de un rato subió Mercedes y le preguntó cómo se encontraba. «Bien.» Se encontraba bien. Era como lo de los globos. Una rápida imagen que había cruzado por su mente. «La paloma muerta por traer revuelto el palomar.»

—Hija, me tienes muy preocupada.

Le hablaba Mercedes. Y le pasaba la mano por los cabellos. Ella se notaba tranquila ya. Se reía incluso con la madre hablando de la paloma coqueta.

—No sé, criatura. Lo mejor sería que tuvieras un hijo. ¿No te gustaría un pequeño, Domi?

—No sé.

No le gustaría. Ni tampoco a Antonio. Antonio ya no quería nada de ella. Ni Antonio ni ella deseaban hijos.

Desde la noche en que Antonio le dijo que no quería nada de ella, sintió una gran paz en su cuerpo al mismo tiempo que una extraña inquietud de conciencia. Cuando Antonio salía después de cenar para reunirse con Germán o con los otros amigos, ella reanudaba sus costumbres de antes. Tomaba un libro y se sentaba en los sillones de la biblioteca haciendo compañía a los padres. Leía o charlaba con ellos hasta la hora de acostarse. Las lecturas de aquellos últimos años habían constituido para ella un mundo aparte donde a poco se había afirmado su personalidad. El consuelo que no encontró en la gente, lo halló en los libros. Y la serenidad. Leía hasta la hora de acostarse. Leía aun en la cama pues le costaba dormirse. Se dormía al fin. Antonio regresaba tarde y no la despertaba. Aunque ella le oyera, hacía ver que dormía.

Así algún tiempo. Hasta darse cuenta de que Antonio casi no hablaba con ella; parecía cansado, taciturno, no compartía su relativa paz, se mostraba irritable.

Llevaba unos días de zozobra. El sueño huía de ella. Cuando Antonio entró en la habitación, le preguntó:

—¿No podríamos poner un poco, nada más que un poco, de nuestra parte? ¿No crees, Antonio, que estamos dramatizando una situación bastante corriente?

No parecía aquél el momento más apropiado para discutir. Antonio iba y venía por la habitación, quitándose prendas de encima. En mangas de camisa, sus palabras todavía podían encontrar un eco. La dejó con la palabra en la boca y pasó al vestidor. Intuía que él no deseaba hablar de cosas trascendentales mientras se despojaba de sus últimas prendas. Cuando regresó lo atrajo a ella.

—Ven, Antonio.

—Ésta no es hora. Tenemos todo el día para discutir y no nos decimos nada. Ahora, a las tres de la madrugada, quieres aclarar lo que para mí está diáfano. No olvides que a las nueve estoy en el despacho.

—Durante el día no me hablas. Yo no estoy enfadada contigo. Deseo que me hables; ser tu amiga. Tu mejor amiga.

Le oyó suspirar. Acaso de impaciencia. Ella quería decirle: «Lo comprendo todo. Lo único que pido es no estar obligada a fingir. Eso, a mi juicio, es una indecencia. O tal vez yo no sea lo bastante inteligente para saber cuándo el fingimiento es más meritorio que la verdad».

—No hables de amistad, Domi. No estamos en igual situación. Eres mi enemiga. Y al mismo tiempo…

No hay

—… no puedo dejar de sentir hacia ti lo que siento. Yo te amo, Domi. Como nunca te deseé, te deseo.

No hay

—Y quizá llegue el día en que te odie. Pero no puedo sentir conforme tú sientes. Tú no me odiarás nunca por la sencilla razón de que no me amas. No puedes…

No hay

—… sufrir con mi medida. Sé lo que piensas. Quieres hacerme el regalo de tu persona y yo no quiero eso.

Trató de taparle la boca con las manos. Antonio se las tomó entre las suyas. Replicó ella dentro de sí:

No hay

—Otros hombres se contentarían con ese don. Yo no estaría contento. He pensado demasiado. Mira, Dominica; el campo de concentración comporta dos únicas alternativas: destrucción o afirmación.

No hay

—Cuando me hicieron prisionero, tenía una vaga idea de mí. Vivía, actuaba. Siempre fui hombre de acción. Allí empecé a pensar. Fue algo así como si todo lo visto o aprendido por mí, o incluso por los míos, adquiriera valores nuevos. Y la larga memoria del pasado se hizo presente y comprensible. Y ahora…

No hay

—… sé quien soy. Y me asustó. Sé lo que quiero y por qué lo quiero. No hay nebulosa dentro de mí. Es absurdo que tú puedas llegar a hacerme sufrir, cuando el sufrimiento me pareció haber rebasado los límites de lo humano y posible.

No hay

—Y cuando pienso en ti, destruyo tu imagen aunándola a todos los millones de seres que todavía esperan, fueron mis camaradas, mis hermanos. Si ellos supieran que estoy sufriendo porque una mujer ha dejado de amarme…, se reirían de mí. Es una inmensa vanidad creer que puedes contentarme con tu cuerpo. No quiero la concesión acompañada del perceptible espanto… Quiero esto, ¿sabes? Esto…

Con las dos manos le abarcaba la cabeza. Y los ojos de Antonio penetraban en los suyos. Y tuvo miedo, pues parecían los ojos de un loco. Dejó de mirarle y la boca del marido se apoderó de la suya. La insultaba. Ella se debatía. Trataba de separarle de sí. Trataba, pero las manos la sostenían contra él. Y él seguía hablando, contándole mil detalles de todas las mujeres que había poseído. Era otro hombre grosero, violento, odioso. Se lo dijo:

—Te odio. Te detesto. No eres más que un bruto. Un soldadote con permiso.

Antonio se le reía. Seguía hablando:

—Ahora somos los dos iguales. ¿Te das cuenta? Dos desconocidos violentos. Dos personas que acaban de encontrarse y pueden revolcarse juntas sin amor, sin otra razón que sus ademanes…

Cuando pudo librarse de él, corrió escaleras abajo. Entró en el cuarto de soltera, el de Anita. Se encerró con llave y sobre la cama, con la ventana abierta, empapada de sudor, gritó las palabras de Antonio hasta quedarse rendida.

Cuando al día siguiente subió otra vez a la habitación y lo encontró a punto de salir, se sintió culpable. Supo que debía hablarle la primera.

—Fue culpa mía. Te ruego me perdones.

Antonio parecía no haber dormido. Tenía la cara afilada y los ojos secos. Al querer tomarle la mano, él se resistió. Sintió por el hombre una inmensa tristeza. Le pasó las manos por los cabellos —¡cuántas canas tenía!—, por las mejillas.

—No nos hagamos daño, Antonio.

La abrazó hundiendo su pobre rostro en el hueco del cuello.

Sentía su cuerpo temblar contra el suyo y se lo imaginó allá lejos, vestido de andrajos, hambriento, acobardado, humillado como un perro. Pero seguro de sí mismo. Desde el momento que ella le estaba amando, pensando en él, dentro de él no cabía la humillación. Era el suyo un sufrimiento externo, una humillación externa. Todo porque ella, Dominica, a miles de kilómetros, le esperaba y seguía amándole. Y todo lo había hundido por un instante de obcecación. Era más meritorio fingir. Había sido una imbécil diciendo la verdad. La verdad no debía ser utilizada sin tino desde el momento en que en la mentira también había sacrificio, grandeza. Sería difícil, pero debía borrar sus palabras. Hacérselas olvidar. Mostrarle poco a poco que el obstáculo no existía. «Todo es como antes, Antonio.» Aunque para ello hubiera de cerrar los puños y sofocar sus gritos. Aprendería a sonreír. Olvidaría su aspereza y diría las palabras que todo hombre esperaba. Se habituaría a fingir. Iría acostumbrándose como esas mujeres que del fingimiento hacen un culto y se las llama inteligentes, virtuosas. También ella.

Le dijo:

—Me gustaría estar sola contigo durante el veraneo. Deja que los tuyos vayan donde sea. Tú y yo iremos a Palafrugell. No tienes idea de cómo está la costa estos últimos años. Y la casa la he conservado. ¿No te gustaría volver?

—Ya hablaremos, Domi. Creo que sería una buena idea. Te agradezco que me hayas hablado. ¡Me siento tan bruto, tan sumamente torpe y culpable!

En casa decía: «He ido a ver a Germán. Esta tarde he pasado por la tienda de Germán». Pero nada más. Allí no sentía angustia ni perdía la memoria. Allí tenía conciencia de la realidad, hablaba con Germán y le preguntaba. Guardaba todos los recortes de periódicos referentes a los prisioneros. Los reportajes, las imágenes que unos y otros habían dado y que tanto se parecían a las que años atrás se vieran de los campos de Alemania. Nombres ya olvidados volvían a tener importancia de presente: Dachau, Buchenwald, Belsen, Auschwitz. Y la obsesionaban. Anteriormente, las imágenes y los hombres no significaban gran cosa para ella. Y sin embargo, Antonio sufría en otros lugares semejantes. Pero no en ésos. Y siempre le quedaba la tenue voluntad de imaginar que no era así. También la duda. Cuando vio las fotografías de los campos alemanes, pensó que Antonio estaba muerto. Y aunque no lo dijo, prefirió no pensar en él de una forma concreta. Antonio estaba lejos. Todas las fotografías de esos campos que despertaron con horror la conciencia de cualquier ser civilizado, también eran lejanas. Cosas que no sucedían a alguien que uno pudiera conocer. Lugares destinados únicamente a desconocidos. Pero ahora, ya no era así. Las imágenes se concentraban y todos los rostros se parecían al de Antonio. Guardaba todo y preguntaba:

—¿Es verdad, Germán? ¿Así estabais?

Siempre parecía o se hacía el distraído.

—Ya pasó, mujer. No fuimos los únicos y piensa que todavía quedan millones.

Eso era precisamente lo espantoso. Que todavía quedaran millones. Que mientras quedaran millones, hubiera el otro mundo, el de ella, el de las mujeres como ella, que pudiera rebelarse contra el que volvió.

—Dime, Germán. ¿Así estabais?

Él se sentaba en uno de los peldaños de la escalera y eso la ponía fuera de quicio.

—¡Baja de ahí! Te estoy preguntando cosas serias y me haces el efecto de un loro colgado de su percha.

—Y yo no quiero bajar. No puedo decirte cómo era aquello. No bastan los ojos. Si bastaran sabrías tanto como yo. Así… poco más o menos. Sin el olor nauseabundo peculiar del hacinamiento. ¿Sabes que el hombre huele peor que la fiera? Así, sin el habla ruda, la malicia, el crimen inevitable, el miedo, la suspicacia, la traición las mil suciedades físicas o morales, los calambres en el estómago…

—¿Teníais mucha hambre, Germán?

—El hambre que ha dejado de ser apetencia para convertirse en defensa. Apetencia de cuanto pudiera significar subsistencia. El hambre honda cuyos jugos gástricos parecen haber huido del paladar para alojarse en el vientre. Un vientre ciego mendigando cualquier cuerpo. Algo que cayera dentro del hambre honda para calmarla a cualquier precio o de cualquier modo.

—Pero, ¿cómo pudo Antonio…?

No prosiguió. Quedó suspensa. Llena de náusea. Antonio, habituado al refinado trato de la casa de San Gervasio. Antonio, comiendo, deseando, avariento de inmundicias…

—También Antonio. Y nos disputábamos. Y defendíamos nuestros puercos bienes. De ello dependía nuestra existencia.

—¿Y no deseasteis la muerte? ¿No es mil veces preferible la muerte?

—Lo era. Y precisamente por eso luchábamos. Una rebeldía contra cuanto nos rodeaba. Los hombres-guardianes, las alambradas, los kilómetros, las fronteras. Todo quedaba anulado ante nuestra íntima rebeldía. El hambre era una de tantas cosas, Dominica.

Repitió: «Una de tantas cosas». Luego preguntó:

—¿Y tú no tienes otra cosa que hacer que venir todas las tardes a ayudarme? Una mujer como tú… ¿Sabe Antonio que vienes cada tarde?

—No lo he negado.

—Soy su amigo. No os comprendo. Una mujer como tú debe de tener mil cosas divertidas todas las tardes.

Se puso a silbar.

Silbaba siempre que hacía falta. Ella se calló. Le hubiera dicho: «¿Qué entiendes por diversión, amigo? ¿Pasar la tarde jugando a la canasta? No me gustan las cartas y siempre pierdo. ¿Salir con las amigas, merendar y hablar mal de los ausentes? Prefiero quedarme en casa. ¿Ocuparme en obras benéficas? Doy limosnas abundantes, pero no me gusta el apostolado. No pretendo ser virtuosa. No tengo hijos. Podría haber tenido amantes. Sé de mujeres que tienen amantes y hacen de ellos el eje o móvil de sus vidas. El día que pasan dos horas con ellos, viven en el presente. El día que no los ven, es de congoja o preparación. No puedo decirte qué hubiera sido de mí de haber tenido amantes. Creo que tampoco me hubiera bastado. No es eso, Germán. No es eso. Es mucho más. Lo tuve y lo he perdido. Lo tuve todo. No era una tarde, ni una fama, ni un hombre. Era yo misma, que me bastaba. Es dentro de mí donde todo falta. Por eso vengo. En estos momentos, te necesito. Quiero saber, amigo».

Los marcos verdes de las puertas y de las ventanas ofrecían un luminoso contraste con los muros.

—¡Háblame de Juana! ¿Qué te dice de la tienda?

—No le he dicho nada todavía. Quiero darle la sorpresa. Ella cree que soy… No sabe en qué me ocupo. Cuando abra el local, lo sabrá todo.

—¿Cuándo lo inauguras?

—La noche de San Juan.

—La noche de San Juan en Barcelona la gente se echa a la calle. Tendrás que ir con ella a ver tantas cosas.

—Iremos el año que viene. Este año inauguraré la tienda. Luego siguió refiriéndose a Juana:

—Me gustaría hablar con ella de todo lo pasado, pero no es preguntona. No se te parece. Y a veces uno tiene necesidad de hablar de lo de antes. Pero Juana me pregunta cosas del momento. «¿Te gusto más con moño o con el pelo suelto?», y yo, aprisa, antes de perder el hilo: «Pelo suelto, Juana, y como te iba diciendo…» Me mira y veo la duda en sus ojos. «Me parece que eres un poco exagerado. ¡Eso de Rusia está tan lejos!» No me quejo, pero es algo mortificante. ¡Haber estado trece años prisionero para que le tomen por embustero a uno!

—Creo que serás feliz con Juana.

Germán volvía a sentarse a medias sobre el peldaño. Su cómico rostro tomaba expresión de ensueño. A veces llevaba cal prendida en las cejas. Su rostro era extraño. Germán tenía cara de payaso alegre.

—Tienes gracia, Germán.

—Bueno, mujer. Más vale así.

Duraron las charlas hasta el día en que Antonio irrumpió en la tienda a media tarde y la encontró a ella vestida con un viejo jersey y unos pantalones de lona azul, pintando los últimos marcos. Fue un segundo antes de que Germán dijera: «¡Hola, chico! ¿Vienes a buscar a tu mujer?» Un segundo durante el cual ella se sintió casi culpable.

Nunca hasta aquel momento tuvo sensación de culpabilidad. Su conciencia podía haberse vuelto ciega o egoísta. Lo comprendió al ver el rostro de Antonio. Se lo diría luego. Mientras tanto se sintió fuera de lugar, en la tienda del amigo y con aquellas ropas.

Pero Antonio no mostró descontento. Se limitó a preguntar si el trabajo avanzaba, si ella había sido de alguna ayuda y si el local se inauguraría pronto.

Mientras Germán iba contestando, ella se cambió de ropa.

—¿Por qué no continúas? —preguntóle Antonio.

Ella contestó:

—Terminaba por hoy. Falta muy poco y tengo ganas de salir a la calle, de sentarme en una terraza.

Antonio propuso: —Vamos, Germán. Adecéntate un poco y saldremos juntos. También yo he dejado abandonado mi despacho esta tarde. Hay días en que el querido prójimo importa tres pepinos. ¡Hala, debes de sentirte embrutecido con tanta pintura!

Salieron a la calle. Observaba a Antonio y a Germán. Hablaban de las últimas noticias que traían los periódicos. Ella estuvo pendiente de noticias durante años y años. Ahora leía los titulares. Cuando se acordaba. Poco más o menos las noticias eran las mismas de siempre. «El presidente Eisenhower dice que la situación internacional es grave.» «Último intento de Laniel para conjurar la crisis francesa.» «Discurso de Foster Dulles.» «Habla Molotov.» «Detenciones en Buenos Aires.» «El problema de Indochina.» «El caso Kubala, de nuevo en la palestra.» «Una división de la VI flota norteamericana en Barcelona.»

Por las Ramblas se veían algunos marinos y marineros.

Observaba a Antonio y a Germán. Notaba en ellos un placer vivo, intenso, por el solo hecho de salir a la calle. Quizá fuera donde mejor apreciaran la libertad. «Mezclarse con la gente.» Debía de ser para ellos como un gran privilegio. Hablaban prescindiendo de ella. Así debían de hablar cuando estaban solos, cuando Antonio, por las noches, la dejaba y venía a reunirse con Germán.

—Poder ir y venir. Entrar en casa a cualquier hora, hablar con quien uno desea. ¡Y pensar que antes…, quiero decir antes de antes, ¿comprendes?…, no le daba ninguna importancia!

Germán gesticulaba hablando. Antonio sonreía. Dijo:

—Como tantas otras cosas que necesitamos haber perdido para darnos cuenta de su importancia. No has hecho ningún descubrimiento, chico.

—Ya lo sé. Pero quisiera poder decírselo a los demás. Por si acaso. Cuando veo a uno de ésos con cara de aburrimiento, pies a rastras y americana huida en forma de cola de pato, me entran ganas de cogerle del brazo, sacudirle y gritarle: «¿No te das cuenta de que eres libre?» La calle, hijo, es cuanto más he añorado allá lejos.

No hay

—Y ese hombre te tomaría por loco. Ha estado siempre libre, tal como debe ser. Y no concibe nada fuera de esa libertad.

—Pero ¿no sientes ganas de parar a uno de esos hombres y decírselo?

No hay

Ya Antonio establecía la diferencia.

—Si tuvieras que explicar eso a la gente que pasa… ¿Por qué no hablarles de todo? Además, tú estableces una tajante división entre libertad-calle y cautiverio-campo de concentración. Para ti ser prisionero significa todavía estar cercado de alambradas, tener hambre, frío y suciedad. Tu línea divisoria está trazada con mano infantil. Es visible y determinada. Aquí el pueblo, la explanada, la calle y los hombres libres. Allá el campo, con los prisioneros. ¿No ves que hay muchas escalas en la libertad?

No hay

—Sí. Sí. Pero la primera condición es estar sueltos. Y no me vengas con cuentos. A veces me da rabia hablar contigo. Estoy seguro de que tu mujer me comprende perfectamente.

No tenía ganas de intervenir. Dijo:

—Puedo comprender vuestros distintos puntos de vista. Si al hombre que lleva los pies a rastras y la americana huida en forma de cola de pato, se le dijeran unas cuantas cosas…

—No, Domi. No comprendería. Hay cosas que no tienen explicación posible. Dejando a un lado cuanto encierra ser prisionero… y no digo estar porque el verbo implica ya un significado transitorio…, ser prisionero hoy en día, es ya una condición. Y lo peor de esa condición no es cuanto el hombre de la calle podría vagamente intuir.

No hay

—No sabe que una de las mayores torturas del prisionero —prosiguió Antonio— es la incertidumbre. Porque…

No hay

—… el criminal, el que roba, mata o viola sabe que tiene una condena de tantos años de cárcel. Ante él, los días que pasan son otros tantos días que disminuyen su pena moral y circunstancial. Y el prisionero no tiene esa ayuda. Para él, un día pasado no significa nada. Es un día muerto. El reloj no le ayuda, no mengua su pena. Dominica, lo peor de un prisionero es no saber cuándo será liberado. El hombre que sabe cuándo, espera con fe. El hombre que vive días muertos se desespera. Y…

No hay

—… no quiere morir si de veras es hombre. Hace lo inimaginable para justificar los días muertos. En el fondo, su desesperación implica una esperanza. Si no dudara, no desesperaría. Ya la duda es un inmenso deseo de fe.

Hacía mucho calor y el cansancio le vino de golpe. Antonio y Germán se embobaban ante los escaparates. Las ferreterías tenían, por lo visto, un especial encanto para ellos.

—Herramientas, Antonio. ¡Pensar lo que hubiéramos dado por una herramienta!

Se sentaron en la primera terraza y pidieron unas bebidas. La ferretería había roto la tensión de las últimas palabras de Antonio. Aunque Germán decía:

—Yo siempre creí que llegaría el momento de la liberación.

—Tú eres de esos privilegiados que creen cuanto les conviene.

Hizo un ademán interrumpiendo la protesta del amigo.

—Calla. No te sulfures. Yo fui tu amigo porque necesitaba parte de esa creencia.

Germán meneó la cabeza. Dijo, señalando a Antonio:

—Un aprovechado tu marido.

Llegó el camarero. Vertió las bebidas.

—No hombre, no. También en el campo había escalas… igual que en la calle. Tú eres de los que creían. Yo de los que dudaban. Otros perdieron incluso sus dudas. ¿Recuerdas?

Hubo un corto silencio. Antonio prosiguió:

—Los que perdieron incluso la fe que toda duda implica, no volvieron. Estaban en las mismas condiciones que nosotros, y de ser hombres de la calle irían con los pies a rastras y la americana huida en forma de cola de pato. El prisionero en esas condiciones no sobrevive. Era un lento caminar…

No hay

Aunque Antonio no hubiera terminado la frase, ella la había oído por completo. Podría añadir: «Yo también dudé. Tampoco los días ni las horas me ayudaron. Sí, ya sé que no es lo mismo. Mientras tú aguardabas en el campo, yo lo hacía en tu hermosa casa. Pero acabas de decir que lo peor del prisionero no es el hambre, ni el frío, ni todo cuanto arrastra la condición de no ser libre. Tú has dicho que la peor tortura es el no saber. Y ese sufrimiento fue tan mío como tuyo. Tampoco yo sabía. No sabía de tu vida ni de tu muerte, tampoco sabía el final de tu aventura. Si es cierto que lo peor del cautivo es la duda, la incertidumbre, los de acá hemos sufrido al unísono, lo mismo que vosotros. Quizá vosotros tuvisteis un día, una hora de insospechada alegría. Y la gozasteis. Nosotros cuando esa hora se presentaba y la gozábamos (¿por qué voy a mentir?), luego sentíamos remordimiento. El goce se amargaba al aunarlo a un hipotético presente vuestro».

—Además —continuaba Antonio— recuerda que incluso allá tuvimos algunos buenos momentos. Cuando nos mirábamos hacia dentro éramos tan libres como cualquier hombre de la calle.

—Ya, ya. Pero prefiero esto.

Rio Germán. Su risa pareció despejar la densidad del ambiente.

—No se trata de ti. Hablo de aquellos a quienes tú querías convertir. Ésos no lo saben. Buscan en lo externo su liberación. No saben mirar dentro de sí mismos.

Trataba de mirar dentro de sí misma. Las palabras de Antonio no la sorprendieron. Fueron exactamente las que estaba esperando. Durante muchos años el mirar dentro de sí misma fue un vago mirar. El turbio ver de sí mismo en la corriente de agua o en el espejo antiguo, velado por el tiempo. Fue la etapa de los internados, cuando se sintió súbitamente vacía de amor hacia los suyos y miró hacia dentro tratando de llenar ese vacío. Tuvo la suerte de encontrar a Antonio. Y mientras duró su felicidad no tuvo que abandonar su mirada. Antonio era su yo. Su razón de ser. Su existencia misma. Todo cuanto hizo o dijo durante los cortos años de Antonio, fue la proyección externa de ella a él. Nunca pensaba en ella. Era él. Su mente y su pensamiento estaban en él. Acaso de haber vivido con Antonio unos cuantos años más aquel estado de entrega total hubiera cesado. Pero no fue así. Recordando casi con vergüenza (vergüenza y envidia: una rara mezcla de vergüenza y desesperación de haber perdido aquel venturoso estado) su total desprendimiento de todo cuanto no fuera Antonio. Aquellos años fueron sus años de mujer. Y como si todo su mundo terminara en su función, ella actuó en escena, ajena a todo cuanto no fuera el juego suscitado alrededor del protagonista. Fueron años de vida y de colapso total en otros aspectos. Colapso total. Años más tarde recorrió con los padres de Antonio ciertas ciudades, capitales conocidas durante el viaje de novios o durante otros viajes. No recordaba casi nada. ¿Dónde había estado mirando mientras recorrió la ciudad? Años más tarde, como en un despertar de conciencia, volvió a verla y le pareció entrevista en sueños. Lo turbio se desvanecía. Hacía frío o calor. El cielo era gris o diáfano. El clima era lluvioso o seco. La ciudad era moderna o antigua. La Naturaleza exuberante o pobre. Todo lo veía ahora porque Antonio ya no estaba a su lado y ella ahondaba y encontraba el contorno definido de las cosas. Todo era por la sencilla razón de que sus ojos sabían ya mirar y antes no era, porque ella había vivido ciega, ajena a todo cuanto no fuera el juego de escena alrededor de dos únicos personajes: él y ella.

Cuando Antonio se fue, pasados los primeros tiempos durante los cuales su pensar en él fue todavía más intenso, llegó el día en que ella tuvo que llenar el hueco dejado por el ausente. Sus lecturas tenían ahora un distinto significado. Libros leídos en sus años de soltera tenían una intención distinta. Aspectos y perfiles impuestos por la vida. Dentro de ella un mundo nuevo y profundo empezó a poblarse con íntimas satisfacciones e íntimas alegrías. Acaso por ese motivo sus amigas no pudieron comprenderla nunca. Las otras mujeres no habían pasado por las mismas pruebas. Después de los años de colapso que toda mujer sufría al amar intensamente, no habían notado la diferencia y quedaron estancadas. Ella, buscando la paz, encontró nuevas inquietudes. Las prefería a la paz de las otras.

Y ahora… Antonio había regresado. Ya no era el de sus años primeros. Había, existía Antonio y todo lo demás. Tal vez fuera todo lo demás lo que disminuyera la fuerza de Antonio. Pero sin esos otros aspectos, esos otros perfiles, Antonio estaría aún más lejano, muchísimo más perdido. En la certidumbre de su desamor, no habría desesperación. Era un hecho y lo afrontaba serenamente. Hubiera querido que Antonio también supiera aceptarlo. Y eso era imposible por la sencilla razón (él se lo dijo) de que él y ella no estaban en igualdad de condiciones.

Era ella la que debía ceder. Ella la que (a los ojos de todos) no había sufrido, debía ayudar a quien durante años y años no hizo más que luchar contra el sufrimiento. Así lo entendían en la casa de San Gervasio. Mercedes Silva aún trataba a Antonio como se trata al resucitado. El padre estaba pendiente de sus menores deseos o palabras. Ella, en cambio, le había herido en varias ocasiones. Él parecía cansado de todo. De los cuidados de la madre, de las atenciones del padre y de ella, Dominica. Como si cada palabra o ademán evocaran en él algo ignorado por todos. Acaso el recuerdo de los años perdidos, durante los cuales también, y a la fuerza, había creado un mundo interno y distinto y que ahora, al regreso, quedaba dentro de él, indestructible y a la par incompatible con el actual presente.

Volvió a la realidad cuando Germán se despidió de ellos. Estaba absorta en sus pensamientos y Antonio hubo de tirarle del brazo.

—¡Domi! Ya es tarde. Germán se está despidiendo de ti.

«¡Ah, sí!» Le tendió la mano. Balbució unas frases referentes a la pintura de la tienda y le recordó a Juana.

Luego, ella y Antonio tomaron un taxi para regresar a San Gervasio.

—¿No te has enfadado, Antonio?

Nunca tuvo necesidad de precisar.

—No —y añadió—: Pero me extrañas. Me desconciertas. Es como si no te conociera del todo. No sé qué placer encuentras en la compañía de un hombre como Germán. ¿Qué buscas?

No le dijo la verdad, sino algo verosímil. No le dijo: «En la tienda de Germán experimento sensación de realidad, de presente». Dijo:

—Quisiera saber la verdad a través de Germán. Porque tú, Antonio, no me la dirás nunca.

—¿Qué verdad, Dominica?

—La de allí. Necesito saberla. Tengo derecho a saberla. Tú no hablas nunca de ella.

—¿Para qué…?

Bajaron a la puerta de la casa. Era el mes de junio y al atardecer la humedad enternecía el aroma de los jazmines volviéndole denso. Mil insectos nocturnos revoloteaban alrededor de las luces de la entrada y al acecho, del mismo color que las piedras, dos salamanquesas pegadas al muro espiaban para lanzar su lengua contra alguna infortunada mariposa. Se quedaron un momento contemplando el juego de los animales. Había sido siempre una distracción. Dijo Antonio sin mirarla, haciendo ver que salamanquesas e insectos tenían en aquel preciso momento mucha más importancia que sus palabras.

—No hay verdad, Domi. Tú puedes informarte, leer, guardar fotografías y recortes de periódicos…

—Lo hice. Lo hago. No puedo contentarme con eso.

—Lo otro es menester sentirlo en los huesos. Porque…

No hay

—… es cuanto no puede retener el objetivo o los humanos ojos.

—Lo de dentro.

—No tendrás ningún consuelo sabiendo la verdad. No alcanzarás nunca la verdad. Aunque todos esos hombres parecen la repetición del mismo, yo te aseguro…

No hay

—… que Germán no podrá decirte nada más que lo suyo o cuanto vio. Nada más. Y hoy en día, el recuerdo ya está deformado. Ni yo mismo podría decirte la verdad.

Ella gritó:

—¿Por qué no? Di que no quieres, y entonces podré comprenderte.

—Hoy en día no soy el que fui. Durante aquellos años tuvimos dos únicos y grandes problemas: sobrevivir y ser libres.

No hay

—Dos cosas, Domi, tan fundamentales que no debe extrañarte que, una vez alcanzadas, el que vuelve de esos límites se encuentre vacío. Como si…

No hay

—… le sobraran fuerzas o como si nada fuera proporcionado a su medida.

No hay

—Y al regresar, el prisionero comprende que la existencia unida a la libertad se combinan para atar al hombre con mil sutiles hilillos, mezquinos… y fuertes.

No hay

—El hombre, cuando está lejos, crece demasiado aprisa y cuando despierta…

Interrumpió ella:

—Has de sentirte enteramente libre, Antonio.

—Libre como cualquier ser civilizado.

Es decir, con libertad supeditada. Aunque rompieran con todo, aunque quisieran los dos empezar de nuevo, existiría siempre el recuerdo. En él y ella. Le dijo:

—Germán me da la sensación de hallarse enteramente libre. Él no tenía nada ni nadie, y podrá empezar una vida enteramente nueva. Quizá sea eso lo que busco en Germán. La falta de relación entre lo presente y lo pasado, sin renunciar al pasado.

—Tampoco Germán puede con la libertad. Lo primero que ha hecho es comprarse una tienda y pensar en casarse. Por lógica tendría que haber vivido unos cuantos meses de borrachera.

Pensó en Germán. Lo vio rascando las paredes, limpiándolas y encalándolas al compás de sus silbidos. Sus conversaciones sobre Juana, la chica del Metro.

No hay

Antonio hizo un gesto de aceptación.

Faltaban pocos minutos para la cena y estaban sentados en los sillones del jardín de atrás. Las luces eléctricas hacían resaltar el verde de los árboles. Las anchas hojas de los lotos se bañaban al filo del agua. Sentía una gran lasitud. Discutía el padre, mientras Mercedes se quejaba del programa de estudios correspondientes a la época actual.

—Parece como si los catedráticos quisieran matar a fuerza de ciencia a nuestros hijos…

¡Cuánto amaba el suave croar de las ranas! ¿Por qué no se callaban de una vez los de la casa? Enrique estaba a su lado y sintió pena por él. El padre y la madre le hacían uno de esos sermones inacabables. «Y son los dos buenos, perfectos.» Lo que le impedía a ella darse la razón.

—Si me suspenden ahora, me presentaré en septiembre. Y si en septiembre vuelven a suspenderme, dejo la carrera.

Continuaba la discusión entre el pequeño, el abogado y Mercedes Silva. Ella se mantenía siempre al margen de esa clase de conversaciones. Ahora la agobiaban más que nunca. La carrera, los estudios de Enrique no le concernían. Pero sentía hacia él un poco de piedad. Acaso el pequeño, como ella, deseara silencio. Las voces de los padres seguían insistentes, ajenas a su angustia, ajenas incluso al propio Enrique.

—¿Dejar la carrera? ¿Estás loco? Otros se presentan tres y cuatro años al ingreso. Una vez aprobado, todo resulta mucho más fácil.

Le ayudó siempre que pudo. «Mira, Enrique.» Le retocaba los dibujos. Enrique no parecía ver diferencia ostensible entre lo que él había hecho y lo retocado por ella. «Mal asunto para un futuro ingeniero, Enrique.» Y él: «¿Qué quieres? Los Silva tienen fábricas de sábanas y a mí me toca ser ingeniero». Como una fatalidad. «¿Qué te gustaría ser? A tu edad ya es hora de tener una inclinación. Dila.» Enrique, como ahora, con los codos sobre la mesa, tenía la cabeza entre las manos tapándose los oídos. También ella hubiera deseado no escuchar, no oír. Estaba harta de esas pequeñas discusiones familiares que en el fondo nada tenían que ver con el propio problema.

Las ramas del abeto apenas se movían. Eran como grandes abanicos oscuros, estremeciéndose en la noche.

—Si me suspenden en septiembre, dejo la carrera e iré a Venezuela… o al Brasil.

Y las voces de los padres arrancándose la palabra:

—¿Allí?

—¿Qué puede hacer un chico de tu edad?

—Te morirías.

—¡Cuántos muchachos desearían tener tu certidumbre!

—Tendrás un porvenir al día siguiente de haber terminado la carrera.

—Así se van al cuerno las grandes familias.

—Calla. Calla.

Se hizo un silencio tirante. La frase de Enrique le había despertado. «Nosotros tenemos aire en los huesos, como los pájaros.» Sintió el deseo de evadirse. Esa inquietud de los suyos que habían nacido cara al mar, volvía a atormentarle. Era la invencible atracción.

—¿Qué te parece, Domi?

Le estaban preguntando su parecer. Veía un barco y el sonido de las sirenas dejando o pidiendo tierra. Dijo:

—Si ha de marcharse, está en la mejor edad.

Ahora se volvían contra ella. Mercedes la interpeló escandalizada.

—¿Cómo puedes sugerir una cosa semejante?

—No sé. No veo nada malo en ello. Enrique tendrá veinte años en septiembre. Es una buena edad. «De cuando en cuando surge alguien así.» —Y remedando el pensamiento de Mercedes: «En las mejores familias».

Ella no podría evadirse. Continuaba la conversación y deseó levantarse, dejarlos, encerrarse en su cuarto. Nunca podría evadirse porque dentro de ella había una larga memoria que la perseguiría siempre. Dondequiera que fuere, encontraría desasosiego, inquietud. Antonio llegaba. La estaba llamando. Se levantó y fue hacia él.

No se atrevía a volver a la tienda de Germán. Las tardes pasadas allí, las conversaciones con el amigo, la habían ayudado de tal modo que nunca se reprochó el silencio mantenido sobre esas visitas. Ahora tomarían el aspecto de tácito engaño. Y no deseaba engañar.

Ante ella, las tardes se volvían monstruosamente largas. Trataba de razonar y decirse: «Antes… ¿qué hacía antes?» Antes era un tiempo que ella había empleado en aguardar. Durante ese tiempo su vida se repartió entre los de casa. Mercedes Silva la requería a menudo. También el padre. A veces, Enrique. Ahora todos vivían pendientes de Antonio y era como si ella se hubiera quedado repentinamente sola.

Las tardes pasadas con Germán habían sido un paréntesis a esa soledad. Le contó la primera noche que le habló de ella, fue una noche de fiebre.

—¿Te hablaba de mí, Germán?

—Hacía un frío de lobos y tu marido abrasaba.

Aquella noche pudo haberse muerto. Seguramente el deseo de volver a ella le ayudó, le retuvo.

—¿Pasasteis mucho frío, Germán?

El poder de ciertas definiciones en boca de Germán. La hondura del hambre. El valor del frío.

—Era el frío del perro flaco. ¿No has visto en la calle esos perros enfermos que siempre están temblando? Teníamos frío dentro de los propios huesos. No tanto por el rigor de la temperatura, con ser grande, sino por hacernos el efecto de llevar los huesos a la intemperie. Es el frío del pobre, del que tiene la sangre más pálida de lo conveniente. Aunque hubiéramos tenido con qué cubrirnos, el frío estaba dentro de nosotros. Emanaba ya de nosotros. Llegó a ser nuestro compañero. Quizá lo que nos hermanaba. Buscábamos el calor de los cuerpos juntándonos. Prescindíamos del espacio sacrificándolo al poco de calor hallado en otro cuerpo. No puede describirse el frío, Dominica. Casi siempre lo imaginamos como una sensación externa. Decimos hace frío. El aire es frío… Allí no dependía únicamente de los grados marcados por el termómetro. Allí hacía frío dentro de nosotros. La noche en que Antonio me habló de ti, yo estaba tendido a su lado. Temí por él, pues su cuerpo me traspasaba calor. Era como si su sangre fluyera de nuevo. Me habló de ti…

Le hubiera escuchado horas y horas.

No podía quedarse en casa y se buscaba pretextos. Compras para salir de allí. Cuando estaba fuera, deseaba regresar otra vez. Vagabundeaba, pasaba a última hora por el despacho de Antonio y charlaba con él. El padre, si estaba, los dejaba solos. Él y ella salían, se sentaban en una terraza, se encontraban a veces con los amigos, cenaban con ellos.

Y alguna que otra tarde, Antonio tampoco podía atenderla. Trabajaba con nuevo ímpetu y parecía contento, absorto con el trabajo. Regresaba a casa muy de noche.

Aquellas tardes sin fin del mes de junio, le parecían las más largas de su vida.

«Porque no puedo volver a la tienda de Germán, a pintar puertas y ventanas en una futura casa de comidas…» Ella misma no se explicaba cómo había llegado a eso. Era estúpido. Y había sido estúpidamente sencillo. La cosa fue así. Germán le preguntó si le gustaría pintar y ella asintió. En aquellos momentos sentía la necesidad de ser útil a alguien. También ayudaba al padre cuando éste le requería para recoger las flores del estanque. Y si Florencio no podía, ella también sabía cuidar el palomar. Hacía todas esas cosas antes del regreso de Antonio. Con el regreso de Antonio todo había cambiado. Nadie la necesitaba y ella había ido en busca de Germán. Allí cogió los pinceles y empezó a pintar las maderas.

Y ni por un momento se le ocurrió pensar en qué diría la gente. Pero la gente era algo que por lo visto existía y por quien uno hacía o dejaba de hacer muchas cosas. ¿Qué pensaba la gente? ¿Por qué pensaba la gente? ¿A santo de qué se prescindía de hacer esto o lo otro por esa vaga definición de gente?

En cuanto cedía el primer calor de la tarde se arreglaba y salía.

—¿Vas a Barcelona?

Siempre las frases de los Rogers venían de lejos.

—Sí.

—Te acompaño. ¿Tienes prisa?

—Ninguna.

Al contrario, el tiempo cedía ante ella flojo e inconsistente. Algo viejo y usado, sin medida ni contorno. Casi siempre, por no tener prisa, llegaba tarde a todos los sitios.

—No tengo ninguna prisa —repitió.

—Yo sí. Tomaremos un taxi. Te dejaré donde tú me digas.

Salieron de la casa ella y Enrique. Le diría que la dejara en cualquier sitio. Recorrieron el corto trayecto que los separaba del Paseo de San Gervasio. Por el camino Enrique le recordó la conversación de la noche anterior. Ya no sabía de qué habían estado hablando.

—Lo de los exámenes. Lo de América.

Sintió ganas de reír. Enrique era el último muchacho a quien ella podía imaginarse corriendo aventuras.

—¡Bah! Dentro de quince días no pensarás en el asunto. A tu edad, todo es fluente.

—¿Por qué lo dices?

Contempló al pequeño. El traje recién planchado, la camisa impecable, las manos largas, casi femeninas. «Verdaderamente, el último muchacho.»

—Porque sí. Y es perfectamente normal que así sea.

Ya dentro del coche volvió a insistir:

—No creo que hayas nacido para eso.

—¿Dónde te dejo, Domi?

—Pues… en los escaparates del Publi.

Enrique se roía una uña. Ella, instintivamente, le separó la mano de la boca.

—Lo malo es que no sé aún para qué he nacido.

¡Qué pesado! ¡Qué atrozmente pesado resultaba el pobre Enrique! A los diecinueve años se comía las uñas y le lanzaba su S.O.S. Le dijo ásperamente:

—No te creas el ombligo del mundo. Cada uno de nosotros lleva su propia carga. Y la procesión va por dentro.

—Ya lo sé.

—Pues entonces…

Se miraron erguidos, irritados. Bajaba el taxi por la calle de Balmes.

—Has de escucharme, Domi.

Suspiró.

—Bueno.

Oyó como Enrique decía al taxista que fuese Diagonal arriba.

—Te dije al Publi.

—Un momento, Domi. No te molestaré más. Has de escucharme.

—¿Qué te sucede?

Le explicaría que estaba enamorado. O que debía dinero a un amigo. O cualquiera de esas cosas que a los diecinueve años podían ser una catástrofe.

—¡Es envidia!

Le veía tragar saliva, coloreársele la piel. La nuez prominente subía y bajaba a lo largo del cuello.

—Envidia.

Volvía a su sempiterna postura. Los codos apoyados sobre las piernas. La cabeza entre las manos.

—Lo he pensado mucho estos últimos tiempos y he llegado a esa conclusión. Lo que yo tengo es envidia.

—Mira, Enrique. Yo tengo prisa. Estas cosas las resuelve uno mismo.

—Tú puedes ayudarme. Siento envidia de Antonio, Domi. No puedo soportarlo. Desde que llegó es una constante tortura para mí. Me cuesta decírtelo. Y al mismo tiempo sé que es la única manera de liberarme.

—Es absurdo. No comprendes que el hecho de confesar la envidia es ya una prueba de que la envidia no existe. Y ¿de qué? Entre tú y Antonio jamás se han establecido diferencias.

—Las que he establecido yo mismo. Todo, Domi, todo. Envidia de su carrera, de sus circunstancias, de que te tenga a ti… por mujer.

—¿Qué dices?

—Tampoco lo supe hasta el día de su regreso. Tú nunca has reparado en mí. Hasta hace muy poco tiempo no lo supe.

—¿Qué deseabas saber?

—Si la mujer me gustaba.

No le comprendía. Enrique seguía hablando. Era una confesión que no deseaba escuchar. Se lo dijo:

—Enrique, por favor, dejemos esto. Di al taxista que vuelva.

—No.

—No te entiendo.

—Durante muchos años me he sentido atraído hacia mis amigos.

Se le quedó mirando con la boca entreabierta. No creyendo. No pudiendo medir el alcance de las palabras.

—No me mires. En mis sueños besaba y acariciaba a mis amigos. Y las mujeres me daban miedo. Sentía miedo de las mujeres, ¿comprendes?

—¿Y ahora?

—Sufro contigo desde aquella primera noche. Te quiero, Domi, y tu angustia me excita, me conmueve. No sé nada de la mujer. Tu marido, Antonio, ha tratado de arrancarme ciertas confidencias. No puedo decirle a él, precisamente a él, que no sé nada todavía de mujeres.

—Di al taxista que regrese.

Dio la orden. Luego la abrazó. La besó en el cuello.

—Te quiero, Domi. Te quiero. Estoy enfermo de envidia y de celos. Pero te quiero, Domi.

Lo separó de ella. Le pasó las manos por las mejillas, por la frente. Le dijo aprisa, alejándole de ella:

—No pienses en mí, Enrique. Estás equivocado. Igual que antes… cuando creías desear a tus amigos. En cuanto conozcas a una mujer y veas tu reacción ante ella, desapareceré como un fantasma. Pruébalo.

Se lo pedía. Lo suplicaba. Se deshacía de las manos de Enrique, que buscaban las suyas. El trayecto le pareció largo.

—Déjame.

Cuando entró en el Publi y se detuvo ante los escaparates, experimentó de nuevo la extraña sensación de irrealidad. Allí había bolsos, bisutería, bordados, fotografías, botones. Empezó a contar los botones, los bolsos, los collares… «Números homogéneos.» La suma total iba creciendo, engordando… Contaba como si de todos los objetos expuestos ella fuera responsable y tuviera que dar cuenta. Luego entró en el cine en busca de frescor.

Nunca más se rebeló contra Antonio. Cuando después de unos días de la última violencia vino a ella, le aceptó. Fue por parte de los dos una reconciliación triste. «Estamos cumpliendo nuestro deber. Entre marido y mujer no deben existir rencillas y hay una creencia común de que estos instantes borran toda diferencia.»

Así lo había oído decir a sus amigas. Pero ella no lo creía. «Sería mucho mejor decir la verdad. Decir que la mujer ha de someterse. Sé de hombres que han perdido el amor y buscan mil pretextos —si se toman la molestia de buscarlos— para no hacer vida de matrimonio con su mujer.» Porque también había recibido esa clase de confidencia. Las dos. La de la mujer que se resignaba, se prestaba y mansamente obedecía, y la otra. La de la mujer que deseando, ansiando el contacto del hombre legalmente suyo, había de prescindir de él por la sencilla razón de que ya estaba harto de ella. Es decir: en los casos de diferencia, la mujer estaba supeditada al hombre. Siempre ante él, en estado de inferioridad. Si él quería, ella debía estar presta y mostrarse complacida. Si él no quería, ella debía acallar su cuerpo, olvidarse de su juventud, secarse lentamente y pedir a los años un poco de sosiego.

Pero en ninguno de los dos casos había mediado un paso brusco del ser al no ser. La transición era sin duda lenta y obedecía a mil causas determinadas. Él o ella tenían la culpa de algo y en esa culpa él o ella encontraban parte de consuelo o de justificación. Entre Antonio y ella no había culpa alguna.

Sabía de algunos hombres cuyo regreso había sido marcado por una especie de caos. Hombres largo tiempo recluidos, que al enfrentarse con la vida normal no habían podido resistirla. Se emborrachaban, hacían desgraciados a los suyos, habían dejado en el campo toda decencia y toda moral. Eran cuerpos cuyo espíritu, ya endeble, había huido por completo ayudado por los años de cautiverio. Antonio no. Si ella analizaba fríamente, debía reconocer que los años habían engrandecido al hombre. Sus rasgos tenían ahora una nobleza muy distinta de la que podía haberse sospechado en el Antonio de veinticinco años. Las viejas fotografías daban como resultado el rostro de un chico guapo, fuerte… Y nada más. El Antonio actual estaba marcado con el sello de los elegidos. Cuando ella le miraba (le miraba cuando él no la veía), trataba de descubrir el fondo de la nueva expresión. «Los años.» No eran los años. Otros amigos habían envejecido y sus rostros continuaban siendo infantiloides; con arrugas y fofeces de hombres maduros. Los cuerpos parecían viejos bolsos vacíos. Viejos zapatos fuera del pie. Antonio… era otro. Nada tenía que ver con el de antes. Era ésa su tremenda pena. Era otro hombre quizá mejor, indudablemente mejor que el Antonio de antes. Pero ya no le conocía. Por dentro, todo había sido trastocado. Por fuera, todo se había ennoblecido. Y en el cuarto, en la penumbra del dormitorio, el que se acercaba a ella era un desconocido cuyos ademanes ya no tenían el significado de antaño. Eran brutales o temerosos. Eran su espejo o el espejo que devolvía la imagen de su rebelión o de su temor.

Los fue aceptando poco a poco, como si todo volviera al cauce, olvidándose. No encontraban las palabras. A los discursos locos del Antonio de antes, habían sucedido los silencios del nuevo hombre. «Porque estamos fuera del paraíso y tenemos vergüenza.» Pero fuera del paraíso él seguía teniéndola a ella, y acaso en ella quisiera encontrar todo lo de antaño, lo irremediablemente perdido.

—¡Dominica! Pequeña…

Ella tenía treinta y cinco años y ya no se sentía pequeña. ¿Por qué Antonio, el nuevo Antonio, se obstinaba en llamarla con los viejos nombres?

Hubiera tenido que llamarla de otro modo. No sabía cuál. Palabras adaptadas al hombre y al momento. Pero no. Le hubieran parecido raras. Se hubiera preguntado dónde las había aprendido, a quién se las había dicho, quién se las había enseñado. Y entonces ella misma se hubiera encontrado cambiada.

—Todo es igual que antes. ¿No te parece, Domi?

Le acariciaba las sienes. Se sentía próxima a llorar, a morir de pena o de vergüenza, pero repetía:

—Todo va siendo como antes.

—Quisiera comprenderte. Saber lo que sucedió en los primeros tiempos. ¡Tenía tantas ansias de ti!

—No lo sé, Antonio.

—¿Me quieres, pequeña?

Esa palabra, «pequeña», la odiaba. ¿Por qué no su nombre? Ella era Dominica. Nada más. Ella ya no era su «pequeña», ni «querida», ni «amor». Ella se había quedado sola con su nombre.

—Sí, Antonio, te quiero.

Y se mostraba complaciente. Así la charla duraba menos rato. Los amantes, cuando ella y Antonio durante los primeros años habían sido amantes, prolongaban indefinidamente las charlas. Se deleitaban con los repetidos e interminables discursos. Retardaban voluntariamente la hora de la entrega para que ese momento fuera como la corroboración, el sello de todo lo dicho. En cambio ahora, ella hubiera preferido empezar por el final y ahorrar el tiempo de las palabras. Hubiera sido todo mucho más fácil, más aceptable.

Seguramente ocurría así entre los que llevaban diez o más años de matrimonio. Era indudable que los matrimonios dejaban de hacerse declaraciones pasado algún tiempo. Pero no de golpe. Poco a poco. Ninguno de los dos debía de percatarse de ello.

—Ven, estaremos juntos un rato. Hablaremos como antes.

La tomaba en sus brazos y ella veía que también le costaba. Se irritaba entonces. ¿Por qué obstinarse? «Quizás esa comunicación entre dos amantes sea como una adivinación del contenido del otro. En el ansia de estar juntos quizá no haya más que la búsqueda del propio yo, transferido al otro e inmanente en el otro.» Volver a poseerse o recobrarse con lo depositado en el otro. Y si uno de los dos estaba vacío, no era posible el diálogo. Ese entregarse a través de las palabras.

—Podemos hablar como antes. ¿No lo crees, Dominica?

Y ella buscaba frases antiguas y eran como viejas poesías de las cuales hubiera olvidado alguna estrofa y quedaran cojas, sin ilación.

Cuando al fin él la dejaba, no podía dormir. Le veía tendido, inconsciente. «Si fuera un extraño, en estos momentos tendría valor para…» La frente le ardía. Había sido siempre sensata, pero notaba que se estaba destruyendo a sí misma. «Es demasiado esfuerzo. Se puede pedir cualquier cosa a una mujer. Fidelidad, respeto, su cuerpo (nada vale el cuerpo), ternura… Pero hay cosas que una mujer no puede dar sin destruirse.»

Salía de la habitación. Le ardía el cuerpo y la sangre le picoteaba. Añoraba las húmedas noches de Santo Domingo. El vaho de la tierra reblandecía el cuerpo. Bajaba sigilosamente la escalera y salía al jardín. Alrededor del estanque de los lotos, Enrique Rogers había instalado dos bancos. Se tendía en uno de ellos. No había luz, pero las noches eran lo suficientemente claras para que ella viera las manchas blancas de las flores. Se tendía en el banco, con las manos cruzadas bajo la nuca.

Recordaba las palabras de Enrique.

Se las repitió. Se había violentado demasiado y la voluntad no le obedecía. Estaba exhausta y el breve diálogo con Enrique tomaba ahora incremento exagerado. Durante unos días, evitó hablar con el pequeño, pera sentía su mirada fija en ella y la recordaba cuando su voluntad ya no existía.

Se complacía recordando la mirada. Decía su nombre: «Enrique». Otras mujeres engañaban al marido y ella nunca había engañado a Antonio. «Pero he violentado tanto mi voluntad, que ahora he de dejar que se anule y vuelva a mí.» Enrique podía ser su refugio. «Un amor (no es amor), un hombre nuevo.» Enrique no había conocido la mujer. Antes se burlaba de las mujeres mayores que tenían amantes jóvenes. «Enrique no será nunca mi amante.» Ahora comprendía que dentro de toda mujer, «aun las más decentes», existía una curiosidad malsana por conocer al hombre en su primera fase. «Yo sé del amor más que muchas mujeres.» Tenía temperamento. «La mujer difícil tiene más temperamento que la mujer fácil.» Si ella fuera una mujer fácil le daría igual entregarse sin amor a Antonio. ¿Y Enrique? «No amo a Enrique.» ¿Entonces? «Enrique es la aventura.» Toda mujer necesitaría un poco de aventura. Para saber más. Para comprender más al hombre. Acaso… «Si yo hubiera tenido aventuras estos años, el regreso de Antonio no me hubiera sorprendido.» Algo en ella había muerto. ¿Su sensualidad? Su sensualidad estaba dormida. «Ha bastado que un hombre nuevo me declare su amor para que yo esté aquí, esta noche, tendida en este banco, pensando en cosas prohibidas. Prohibidas…»

La sola palabra la hacía incorporarse, temblar por los pensamientos. Algo podrido debía existir en ella. Se arrodillaba y metía sus brazos en el estanque, encontrando la húmeda resistencia de las hojas. Hallando el frescor del agua. Sumergía sus brazos más arriba del codo.

¿Por qué ese fondo podrido? ¿Por qué tanto deseo insatisfecho? ¿Por qué no podía calmar ese deseo con el hombre que le estaba destinado? Desligar el cuerpo de la mente. ¿Y Enrique? ¿A santo de qué le preocupaba Enrique? Ayer Enrique era un niño pequeño a quien ella daba toques en la garganta. A quien en muchas ocasiones hubiera dado muy a gusto un par de tortas. Y ahora Enrique venía a ella. Sus imberbes mejillas le atraían. Sentía unos locos deseos de besar los labios que aseguraban no haber besado nunca. «Pero no le amo.» Era un mal deseo. Un mal deseo anidado dentro de una mujer casta y buena. Igual que las blasfemias de Santo Domingo. Aquello era una blasfemia que iba creciendo monstruosamente dentro de ella. Seguramente desaparecería. Era mejor pensar sin miedo. Agotar a solas todo el placer que la idea le procuraba. Guardar para ella el repugnante poso. Dejarse ir. Del mismo modo como después de gritadas varias veces las palabrotas, se quedaba descansada y… podía olvidarlas.

Regresaba más tranquila. En el cuarto de baño tomaba una pastilla calmante. Se miraba en el espejo y reía tristemente. «Una mujer honesta. Una mujer casta.» Volvía al lecho. La paz venía poco a poco. Sentía resbalar sus lágrimas y perderse en la almohada.