… Y ÉL

… y ni a hombre o mujer, a ninguno, reveles que vienes de regreso de tanta aventura, antes bien, en silencio sufrirás muchos males: soporta la injuria del hombre.

(LA ODISEA. R. XIII.)

ESTABA SOBRE CUBIERTA e iba al lado de Germán.

Germán iba a su lado igual que la sombra acompaña al cuerpo. La única diferencia era que la sombra podía ir al lado, delante o detrás y Germán era únicamente una sombra lateral. Pero se había acostumbrado a ella desde hacía muchos años y sabía que ningún hombre podía ni debía tratar de separarse de su sombra.

No estaba muy seguro de que aquélla no fuera la última quimera, la Fata Morgana que hacia nacer en la mente del desesperado deliciosos espejismos. La nave era gris, pequeñita, y lo que se dibujaba en el lejano horizonte ¡era España!

—Sí, hombre, sí. España.

Germán le decía, le gritaba que sí. Que era verdad. Que lo que veían sus ojos era España. Pero él no estaba seguro todavía. Se sentía algo mareado. Había pisado tanta tierra en estos últimos años, que el cabeceo del barco le revolvía el exiguo estómago que aún poseía. Volvía a encontrarse mal. Era el desasosiego que le había acompañado durante todo el viaje: la angustia que desde Odesa le mantenía tenso, el cuerpo echado hacia delante, como si su esfuerzo pudiera ayudar a aquel barco, tan pequeño, que no producía la menor sensación de estabilidad.

—Pero ¿no estás contento, Antonio?

Germán le decía y él, acodado en la borda, dolidos los ojos por el largo mirar de todo el día, hubiera querido responderle: «Germán, amigo, no se trata de eso. Se trata de que a veces el contento o el dolor rebasan la capacidad del hombre. Tú siempre fuiste un bruto y por lo mismo puedes alegrarte. Cabe en ti la felicidad de este momento. Pero en mí… Quisiera aclarar un asunto contigo, Germán. Tú, que has sido mi camarada; tú, que has sido mi sombra, has de ayudarme a verter en el mar —para que dentro de mí quepa lo que se nos echa encima—, en este poco rato que nos queda, todo cuanto no sea, cuanto no pertenezca a la tierra que tenemos enfrente. No, Germán, no es el traje —la gorra ya la echamos, ¿recuerdas?—, es algo que ocupa mucho sitio, que nos costará mucho, algo de que es absolutamente preciso librarse. Desearía echar al agua todas las imágenes que han circulado por esa parte del hombre llamada pensamiento. Quisiera lavar esa parte del hombre. ¡Muy lavada, querido Germán! ¿Crees, Germán, que el mar será suficiente para lavar el recuerdo?»

Dijo:

—Estoy demasiado contento, chico. No sé si me comprendes.

—Vaya por los malos tragos.

Al despertar el día en que debía encontrar su tierra, mientras Germán se aseaba haciendo muchas salpicaduras al restregarse, él se le acercó y le dijo: «Tú eres mi sombra».

Y también él empezó a lavarse a conciencia. Se arrancaba la piel creyendo percibir siempre el olor nauseabundo de los prisioneros. «Lázaro olía así después de resucitado. Y la gente huía de él.» Se secaba y aproximaba el olfato a sus brazos, a los sobacos. Había perdido el olfato a fuerza de oler podredumbre durante años y años. Presentía que en él debía de haber olor, mal olor, y que le costaría siglos arrancar de su piel aquel estigma.

Germán le daba codazos, se alegraba recordando la escena de la mañana, decía:

—No sé quién es la sombra del otro. Yo estoy más gordo.

Pero no era eso lo que quería significar él, Antonio. Y no podía explicarlo porque le quedaba muy poco tiempo y ese tiempo deseaba agotarlo, vaciarlo por completo dentro del trozo de mar que le separaba de la costa visible. No valía la pena discutir porque Germán era muy bruto y no le comprendería nunca. Germán era bueno. Absoluta y rematadamente bueno. Nada más. De haber sido inteligente, no habría sido su sombra. Podría decirle ahora: «Todo cuerpo tiene una sombra y tú eres la mía, Germán. Como todo hombre tiene una conciencia y mi conciencia se llama Gabriel Ariza. Te extraña, ¿no es eso? Las conciencias, en general, no tienen nombre y muchas veces, incluso, el hombre no tiene conciencia. Pero yo tengo una conciencia que se llama Gabriel Ariza igual que tú, mi sombra, la sombra de mi cuerpo, te llamas Germán Expósito».

Sonreía un poco. Le tiraba la piel al sonreír y le dolían los labios. Germán estaba allí y le hablaba en aquel momento del primer contacto con la gente de la patria. ¿Gritaban siempre así los españoles?

—¿Crees que la voz también enflaquece, Antonio?

Siempre, siempre le estaba preguntando cosas y él debía contestarle. Muchas veces le habló, le enseñó durante los largos años pasados. Otras le envió al cuerno. En general le daba pena y le explicaba. Pero antes no era lo mismo; antes tenía tiempo de sobra. Ahora no. Le contestó:

—Claro. La voz enflaquece. Es una de tantas cosas que enflaquecen cuando se acostumbra uno a hablar en voz queda.

—¿Y crees que antes nosotros gesticulábamos tanto?

Le repuso para que le dejara en paz:

—Ya no lo recuerdo, hombre.

Y pensó en los suyos. En los que habían hablado por la mañana y estaban esperando en el muelle. Estarían todos y dentro de poco los habría estrechado, abrazado a todos. ¿Faltaría alguno a la cita?

Pensaba en Gabriel, que no estaría allí. Que nunca pudo estar allí —bien lo sabía él—. Pensaba en los suyos, que estarían aguardándole, y en Gabriel, que fue su conciencia, la sombra de su alma, como Germán era la sombra de su cuerpo.

Gabriel Ariza había muerto. De ello hacía muchos años. Cuando Gabriel Ariza murió, casi no tenía necesidad aún de afeitarse. Murió sin arrugas, joven, puro… Por eso se había convertido en su conciencia.

Lo conoció en Lasalle, el colegio de los hermanos de la Bonanova. Él era uno de tantos, pero Gabriel era siempre el primero. No sabía por qué. Si por inteligencia o por voluntad. Seguramente por ambas cosas. Gabriel era siempre el primero de la clase y él estaba entre el montón. Pero, en cambio, era el mejor jugador del colegio. A la hora de los recreos él era el primero mientras Gabriel no pasaba de ser una mediocridad.

Y también era mediocre en cuestión de inventiva. Él, en cambio, estaba siempre en el ajo de todas las trapisonderías del colegio. Sus calificaciones no eran famosas, pero él, Antonio Rogers y Silva, lo era.

Su casa no estaba lejos del colegio. La torre. Años después Gabriel Ariza dijo de ella: «Majestuosamente fea». Pero de niño no tuvo conciencia de su fealdad por la sencilla razón de que no tenía conciencia alguna. Era feliz. Vivía, atropellaba y, si alguna vez pensaba —la cosa no ocurría con frecuencia—, sus pensamientos adquirían forma concreta. Un vaso. Un bote de confitura. Una artista de cine. Una moto… «Tus pensamientos tienen forma —le hizo notar Gabriel años después—; los míos no la tienen.» En aquella ocasión se rascó la cabeza. Le gustaba rascarse la cabeza, que siempre llevaba limpia. Tenía el cabello oscuro, rizoso y la madre, Mercedes, le compraba colonia Atkinson’s. Luego olía sus dedos y éstos despedían un aroma fresco.

Todo esto ocurrió después. Gabriel Ariza se convirtió en su mejor amigo el día de la cartera. Fue a la salida del colegio y no recordaba exactamente los motivos. La cosa era que él, después de haber dado con la suya a alguien tomó la de Gabriel y había pegado con ella. La de Gabriel era barata, de cartón, y se había despanzurrado. Gabriel recogió del suelo los libros mientras él se reía y seguía dando golpes otra vez con la cartera propia. Se dispersó el grupo ante la súbita aparición de un hermano y quedaron Gabriel y él frente a frente. Gabriel no decía nada. La cartera rota estaba en el suelo y el hermano entre los dos. Tenían entonces unos diez años. A esa edad le era imposible comprender ciertas cosas. Por ejemplo, que una cartera rota fuera para un colegial motivo de disgusto. El hermano despachó a Gabriel y le hizo entrar a él otra vez en el colegio. Le contó lo suficiente para que de golpe supiera muchas cosas. Que Gabriel no tenía padre. Que era hijo único de viuda… Se sintió mortificado al ver en lo sucesivo a Gabriel con los libros bajo el brazo y durante algunas noches le costó dormirse pensando en el modo de reparar el daño. A hurtadillas contemplaba el rostro de su compañero de clase y le parecía tan perfecto, tan duro, que se sintió amedrentado. Estaba seguro de que Gabriel le miraría, le miraría a él, y se marcharía hacia la parada del tranvía sin despegar los labios.

Fueron días de lucha. La vista del compañero con los libros en la mano le dolía. Intentó pedirle perdón. «No vale la pena.» Y él insistió: «Sí. Te aseguro que lo hice sin querer…» La mirada oscura le habla hecho sentirse muy ruin. No pudo compensarle con nada, pero le hizo dentro de él lo mejor de si mismo: la sombra de su alma.

Germán estaba a su lado e insistía:

—¿Puedes creer que ya no pienso en lo pasado? Mira, Antonio. Mira cómo la tierra, la nuestra, se nos echa encima.

Cierto. Iba estrechándose el mar que los separaba de la costa e iba ensanchándose la tierra. ¿Cómo iba a pensar, a recordar Germán? Germán tan sólo recordaba los buenos momentos de la vida, y por eso quizá durante tantos años había sido su amigo. Coincidieron en Oranque cuando ya el uno y el otro llevaban unos años de cautiverio. Los dos eran soldados. Era difícil procurarse papel y lápiz; pero cuando lo conseguía se ponía a escribir: «¿A quién escribes?» Él repuso: «A nadie». Germán se le quedó mirando. No había posibilidad de correo para los prisioneros españoles. No comprendía. Y él no iba a contarle todo de golpe. Añadió: «Es mi manía.»

Y Germán le puso la mano en frente, le miró con su cara de payaso de Wateau. Dijo: «Tú no estás bueno. Pero en fin… Te prefiero a esos tipos que sólo cuentan heroicidades o desgracias. No sé qué puedes poner en tus escritos. Si cuentas lo de aquí, está pronto dicho. Esto es un campo. Campo quiere decir: hombres, hacinamiento, suciedad y hambre. Creo que es suficiente. Dime: ¿qué pones?»

Hasta aquel momento no se confió a nadie. Pero quizás había llegado al tope de su resistencia, pues dijo: «Todo. Muy concentrado, pero todo. No quiero olvidarlo.» Y Germán meneó la cabeza. «Haces mal. En nuestro caso no digo que podamos olvidar, ya que estamos viviendo en el presente. Pero es mejor recordar cosas agradables.»

Germán tenía razón, pero él experimentaba la necesidad de ceñir acontecimientos en letras sobre papel. Así era más ecuánime que en pensamiento. Germán volvía a decirle: «¿Sabes cómo me llamo?»

¿Qué importancia podía tener su nombre? «No, aquí no cuenta ni el nombre ni el hombre. Aquí somos todos. Un bloque. Un montón.»

Pero Germán se lo dijo. Era su único punto amargo. «Germán Expósito.» Le dijo y luego preguntó: «¿Te gusta mi nombre?»

¿Qué podía importarle? Él, Antonio Rogers y Silva, estaba tan hambriento, tan sucio y aún más desesperado que Germán. Contestó: «Como cualquier otro».

Germán fue su amigo desde aquel día y él tuvo la obligación de escucharle, de saber que: «Harto de hospicios me aliste voluntario con los rojos a los dieciocho años. Hice toda la guerra, hui a Francia cuando la derrota, fui internado en Argelés —no te pierdas en Argelés, amigo. En esa playa murieron tipos bien fuertes—, volví a España en cuanto empezaron a despachar salvoconductos militares y me ofrecí voluntario para Rusia».

No le parecía muy lógico y se lo hizo notar. Y Germán aclaro: «Estaba despechado. A los dieciocho años creí de buena fe hacer algo… Algo que justificara mi existencia. Ya que incluso mi madre se avergonzaba de mi, yo debía dar la cara por algo. ¿No te parece? Y me equivoqué. Cuando perdieron los de mi lado, quise alistarme al lado de los otros, a ver si esta vez ganaba. Pero me creo gafe. En cuanto me alisto a un bando, seguro que pierde».

El relato de Germán no fue muy extenso. Cuatro trazos para dibujar una vida. Deseaba justificar la poca oportunidad de su nacimiento con una voluntaria muerte gloriosa. Tampoco lo había conseguido. Se esforzaba por morir y: «Nada. ¿Comprendes? Nada».

Con ese nada Germán significaba las dos señales blanquecinas que llevaba en el antebrazo. La piel era allí más delgada. Dos cicatrices sin gran importancia. Él preguntó: «¿Metralla?» Y Germán dijo: «¡Qué metralla ni qué cuernos! Dos forúnculos como una casa. Desde los dieciocho años peleando para no tener más referencias que las huellas de dos forúnculos.»

Y al decirlo, al mostrar el brazo, ponía cara de payaso triste. Por eso le hizo reír y se quedó a su lado. Desde Oranque habían estado siempre el uno al lado del otro.

—Dentro de unos meses, quizás antes, todo lo pasado no será más que un sueño desagradable.

Germán hablaba y agitaba los brazos saludando a la tierra que se avecinaba.

Desagradable. La palabra le sacudió una vez al oírla en labios de un prisionero alemán. Era todo un tipo. Paracaidista, Cruz de Hierro y todas esas cosas. Seguramente se lo merecía. Cuando le preguntó: «¿Qué? ¿Cuál es la impresión que uno experimenta al saltar del aparato?», el otro dijo escuetamente: «Desagradable». Nada más. Sabía por otros que el alemán había saltado varias veces; le habían condecorado por ello y era respetado por todos. Pero él resumía sus actos de servicio con una sola palabra: Desagradable.

—Contesta al menos, hombre. Te digo que todo lo pasado…

Convino. Lo mejor que podía hacer era darle la razón. Le resultaba tanto más fácil cuanto que ya estaba acostumbrado a ello. Continuaba la conversación; daba respuestas a las preguntas sin dejar de pensar en lo suyo. Preguntas y respuestas en voz alta eran siempre de una intrascendencia feroz. Aun en los peores momentos, preguntas y respuestas no pudieron ser más llanas, más elementales, más sencillas. Todo era sencillo con Germán.

—Nada, chico. Desagradable y nada más.

Germán entonces quedó pensativo. Dijo:

—Tú, a tu casa…

También oyó en imperativo aquella misma frase. «¡Tú, a tu casa!» y fue…

Gabriel Ariza fue su mejor amigo a partir del día de la cartera, pero él debía tener sumo cuidado para manejar esa amistad. ¡Gabriel era tan susceptible! Juntos terminaron el bachillerato y juntos empezaron la carrera. Gabriel más estudioso, probablemente más listo, la terminó en junio del 36. Y poco después… Lo comprendía. Lo hizo comprender a los suyos. El que Gabriel fuera un exaltado, un rebelde, era normal. Se echó a la calle el día del asalto a los cuarteles de Atarazanas, con ellos, con los otros. Y murió como tantos. Como un valiente. Él lo estuvo buscando durante horas y horas. Empapado de sudor iba aquel pegajoso día de julio. En mangas de camisa. No le encontró. Miraba a los que yacían boca arriba y volvía a los que habían muerto boca abajo. Tenía las manos llenas de sangre de todos. «¡Tú, a tu casa!» Subió despacio por las Ramblas, por el Paseo de Gracia. Nadie le dijo nada. Estuvo pensando en los últimos deseos que hubieran podido asaltar al amigo. Miró sus manos. Y no fue a su casa, sino a casa de la madre de Gabriel.

Y aquel día supo.

Aquel día comprendió que hay momentos en que el hombre no puede pronunciar una palabra. Se sentía lleno, a punto de rebasar sus propios bordes. Igual que ahora al sentir la proximidad de la tierra, de su tierra, España, Barcelona, y pensó que no todos aquellos que con él regresaban tendrían la misma completa emoción. En muchos momentos de su vida y por muy varias razones se sintió así: «como una uva madura». A punto de gotear. Los otros, esos camaradas que pronto se dispersarían, que le olvidarían tal vez próximamente, ellos y las acuciantes preguntas de Germán le hacían daño. Hubiera querido ser uno de tantos: hacer planes antes de haber hollado la patria. Pero no podía. Estaba demasiado henchido y tenía miedo de echarse a llorar; él, que siempre creyó que un hombre no debía hacerlo.

También aquel lejano día, cuando él y la madre del amigo se encontraron. No pudo pronunciar ni una sola palabra de consuelo. Se quedó junto a ella en silencio, sin atreverse a mirarla. Pidiéndole únicamente permiso para permanecer hasta el fin. Dejándola después. Admitiendo que su presencia, el hecho de que él viviera mientras el único hijo de aquella mujer había muerto, era de por sí una injuria. Aquel lejano día también sintió que su cuerpo se liquidaba por dentro. Y comprendió cuando ella dijo: «El sufrimiento no es igual para todos. Aunque para todos sea el mismo».

¡Cuán cierto! Germán y él no habían sufrido de la misma manera. La guerra, para Germán y para él, no tenía la misma significación. Y había los otros… centenares, miles, millones de otros que compartían la vida del campo. Prisioneros del mundo que llenaban unos espacios cercados por alambradas; vigilados por torres; custodiados por guardianes; guardianes hombres, guardianes perros. No sentía el mismo frío un prusiano que un español o un griego. No se quejaba lo mismo un estómago delicado que un estómago rudo. No padecían lo mismo los pies acostumbrados al fino cuero que los hechos a zuecos. No repugnaba tanto la promiscuidad a quien había dormido siempre amontonado como a aquel que sólo yacía en sábanas de hilo. No herían tanto los hedores a la nariz del campesino como a la del chico que se rascaba la cabeza para luego encontrar el aroma fresco de Atkinson’s. La mugre parecía acumularse más rápidamente sobre la piel cuidada con esmero que sobre aquella que «se mojaba cuando llovía». Y luego había la otra piel. La piel del alma que se rajaba y sangraba y no tenía el mismo grosor en todo el mundo. Pobre piel estropeada, zurcida, llena de costurones. No, incluso la piel era distinta en cada caso, en cada hombre.

Se vio sorprendido por la pregunta de Germán:

—Antonio, ¿te acuerdas de Rewda?

—Por poco te quedas.

—Hubiera sido una mala suerte de las mayores.

En Rewda, Germán había estado enfermo. Habían pasado por otros campos y siempre fue Germán el más sólido. Ahora era él quien debía cuidarle. «No quiero morir, Antonio. Dime que no voy a morir.» Sintió tristeza por él en aquella ocasión y ganas de decirle: «No eres consecuente, Germán. Dijiste un día que buscabas la muerte, el modo de morir, ¿y ahora tienes miedo?» La nariz afilada proyectaba sombra sobre el pelado muro. «No quiero morir tan tontamente. Antes, era distinto. Ahora sería perder mi propia patria.» Volvió a mirarle. Le dio de beber y le dijo: «Calla». Sabía que Germán no moriría.

—¿Y qué? ¿No querías morir? ¿No decías que buscabas en la muerte la justificación de tu vida? ¿La has encontrado desde Rewda, Germán?

Germán no le miraba. Germán seguía con los ojos clavados en la tierra que se acercaba. Cada vez se hacía más grande la tierra y más estrecha la franja de mar. Germán contestó al fin:

—Cuando pienso que estuve en un tris de palmarla, me entran escalofríos. Seguramente la justificación es eso. Lo que estoy viendo ahora. Quién sabe si he nacido para esto. Para saber lo que siente un hombre cuando regresa a su patria.

Encendió un cigarrillo y soltó una carcajada.

—¿A santo de qué te ríes?

—Tampoco lo sé. Pero tengo ganas.

Él sí. Lo sabía. Sabía que Germán no moriría en Rewda porque Germán, con su cara de payaso, había nacido para vivir.

Y no le extrañaban sus risas, sus carcajadas. Gabriel había nacido con el signo de la muerte y nunca reía del todo.

El mar, el mar que seguía menguando. Los muelles ya visibles, Montjuich a la vista.

—A ti te esperan todos, ¿no es eso?

—Claro.

No quería dar explicaciones. A él le esperaban y a Germán, al amigo, no le esperaba nadie.

—Al fin los conoceré. ¡Hemos hablado tanto de ellos! Casi los imagino, Antonio. Me acuerdo muy bien de la primera vez que hablamos de los tuyos. De tu mujer… Dominica.

¡Dominica! Su solo nombre le producía el mismo efecto que una mano gigantesca que agarrándole todos los músculos del cuerpo los estirara, los soltara de nuevo, dejando en el aire una vibración. Dulce o dolorosa, no lo sabía. Había dejado de ser algo puramente físico. No era su piel externa la que se estremecía, sino la otra piel, la que se desgarraba a veces, la que llevaba hecha trizas, la que podía sangrar sin que nadie percibiera la herida. ¡Dominica!

Llegó a él suavemente. Quizá la presentía. La fue formando él mismo a través de múltiples imágenes.

En el verano de 1939 fueron a Palafrugell. La torre de San Gervasio curaba sus heridas, limpiaba sus muros y se desprendía de las últimas taras de la guerra. Tuvo bastante suerte la torre. No quedó abandonada del todo. En ella permaneció Regina. No quería pensar en Regina. Regina había sido la niñera de Enrique, el pequeño, y tuvo su época heroica durante la guerra…, como muchas mujeres.

Fueron a Palafrugell adelantando el veraneo. Él sabía de aquella casa aunque nunca la hubiera habitado. Era vieja, la tenían siempre alquilada, estaba en la parte antigua del pueblo y la fachada delantera no tenía aspecto acogedor. La calle estaba llena de comercios, de cafés; pocos árboles y un sol achicharrante al mediodía. Al atardecer se levantaba la brisa y la temperatura se atenuaba. La casa de al lado, siendo de la misma factura, ofrecía un gran contraste. Estaba cuidada y parecía grata.

Dentro de la casa, todo era distinto. El suelo, de ladrillos rojos, era alegre. Los muros, hasta la altura de los hombros, eran de azulejos catalanes, probablemente de La Bisbal. Los colores de los frescos en las paredes se mantenían maravillosamente íntegros. Un patio trasero muy grande, formado por tres planos en ascensión. Las plantas del patio estaban muertas, reseca la tierra. El patio vecino estaba cuidado, lleno de verdor, húmedo como recién regado.

¿Quién era el vecino? Una viuda, decían. Una señora de edad que vivía casi siempre sola, pues el único hijo viajaba constantemente. La viuda Mauri. Antes de la guerra pasaban con ella los veranos sus dos nietas. También ahora estaban allí. Él no las había visto aún.

Aquella primera noche se retiraron relativamente pronto; el viaje había sido malo. Aún no estaba reparado el coche y las comunicaciones con Palafrugell desde Barcelona eran pésimas. A él le tocó una de las habitaciones en la parte de atrás. Tenía terraza y se asomó a ella antes de acostarse. Le pareció que el tiempo no andaba seguro.

Hacia las dos de la madrugada había estallado la tormenta. Llovía en junio como si fuera fines de agosto. Las tejas repicaban y el canalón de recogida de aguas, roto a trechos, escupía lo mismo que una gárgola. El ruido era infernal.

Se echó la gabardina y salió a la terraza. Siempre le habían gustado la lluvia y los truenos. Los espacios brevemente iluminados por los relámpagos tenían algo de fantástico. Sus pies, descalzos, encontraron placer en la terraza medio inundada por el agua. «La salida debe de estar obstruida por las hojas secas», pensó. Y entonces la vio. Una sombra blanca. Un camisón amplio que en dos segundos quedó pegado al cuerpo de la sombra. La luz de un rayo le permitió distinguir unos cabellos negros, muy lacios, tal vez lacios porque estaban empapados de agua. ¿Qué hacia allí aquella criatura? La llamó, pero no debió de oírle. Se apresuraba. La vio meter las manos dentro de un agujero que seguramente había en el muro de la casa y al cabo de un segundo un gran chorro de agua surgió del agujero. Él contemplaba como si fuera una escena irreal. No sabía quién era la chica del camisón ni tampoco sabía a qué extraña maniobra se estaba dedicando. Pero iba a coger una pulmonía. Le gritó otra vez. Tampoco creyó haber sido oído. La chica del camisón, la chica de la noche, la chica de la lluvia, aguantó unos momentos. De cuando en cuando la podía ver al lado del chorro de agua, sus cabellos pegados y la cara medio oculta por las ramas. Aquello era un sueño extraño, pues ninguna mujer aguantaba un chaparrón con tal estoicismo. Volvió a mirarla aprovechando otro momento de luz y otra vez las manos, «los brazos eran cilíndricos, largos, delicados…», desaparecieron dentro del agujero. Oyó el ruido de una ventana y vio una cabeza de vieja asomada a ella. Quedaba aproximadamente a la altura de su terraza y pudo también oír una voz: «¡Dominica!, vamos…»

Se le perdió el resto. La muchacha levantó la vista hacia la ventana. Y un segundo después la sombra blanca había desaparecido.

—Ahora, dentro de un momento, de poco tiempo, vamos, conocerás a todos.

No podía decirle: «Ahora la conocerás, Germán», por la sencilla razón de que nunca pudo explicarle todo lo de Dominica. Dominica no podía ser explicada. Él buscó una expresión, creyó encontrarla, se fue… allá lejos. Dominica volvió a él. Siempre entre sueños. Como un fantasma envuelto en agua de lluvia.

—Chico, este maldito barco parece haberse quedado estancado. Tengo los pies dormidos y algo raro en el estómago.

—Emoción.

—Yo creo que emoción y hambre.

Se rieron. La tierra se acercaba.

No pudo dormir la noche de Palafrugell y le parecía que la alborada, la mañana, no iba a llegar nunca. Se levantó con los primeros rayos de un sol recién lavado y volvió a la terraza. Tuvo que esperar mucho tiempo. Hasta las diez por lo menos.

A las diez oyó el ruido de la puerta trasera y, como si estuviera cometiendo una indiscreción, volvió a su cuarto y atisbo a través de las persianas. Había dos muchachas. Las dos vestían pantalón marinero y blusa blanca. La suya, la de la noche, era la más joven. La otra, más fuerte, más mujer, no le interesaba.

Tenía unas ganas tremendas de bajar al patio y llamar a las dos chicas, pero se sentía, de pronto, cohibido. Sentía miedo del pequeño fantasma que desafiaba la lluvia y las pulmonías, hacía brotar agua de los muros y llevaba el cabello lacio, aún ahora, cuando lo tenía seco. Pero debía bajar y hablarle. No podría vivir hasta que no hubiera hablado con ella.

Y se sentía estúpidamente torpe. Él, que tenía fama de audaz con las mujeres. Había conocido muchas y se sabía amado de ellas. Sí, si. Estúpidamente torpe ante una mujer chorreante de agua, blanca en la noche.

Y cuando al fin bajó, la primera en interpelar fue ella:

—Buenos días. Fue una suerte la lluvia de anoche. Supongo que ustedes también andaban escasos de agua en la cisterna.

¿De qué le estaba hablando?

—Aunque tienen el canalón de recogida de aguas muy estropeado. Una pena Solamente la lluvia del tejadillo habrá ido por buen camino. Y ni aún. No será aprovechable. Si no han tenido la precaución de desviar las primeras aguas, se les perderá todo. Se estropea.

¡Oh, Dios! Él no sabía nada de tejadillos, de canalones de recogida de aguas, ni de cisternas. Él abría un grifo y de allí manaba o no manaba líquido. Para colmo de complicaciones, le decían que la primera agua podía estropearse. ¡Qué jaleo! Y todo estaba dicho con acento arrastrado, despacio.

Supo entonces que el fantasma nocturno no había obrado a tontas y a locas, sino siguiendo los más consecuentes ritos de la región. La abuela vivía con una criada casi tan vieja como ella, llena de reuma. No le convenía el chaparrón.

—¿Chaparrón?

A él le pareció un diluvio, pero Dominica creía que era un chaparrón. «Claro.» Cuando empezaba a llover, los tapones de corcho obstruían las cañerías que iban al exterior o a la cisterna. Menester era tapar las bocas de los conductos de la cisterna y dejar que la primera agua limpiara los tejados. Luego, al cabo de un momento, se cambiaban los tapones, se obstruían las salidas y el agua limpia se recogía en la cisterna.

No sabía por qué. Le estaba escuchando igual que hubiera escuchado a un viejo pescador contar sus peripecias. Era la misma calma. El mismo trascendental interés. «Echar redes. Recoger redes. Arrastrar redes.» «Quitar tapones. Poner tapones. Dejar el agua. Recoger el agua…» ¿Por qué demonios se estropeaba?

Aún no la había visto sonreír. Le hablaba mientras estaba arreglando la vid salvaje desmelenada por la tormenta. No le había mirado a los ojos.

—¿Cómo puede estropearse el agua?

Levantó la cara y le miró. Le miró sorprendida, como si su pregunta fuera un despropósito. Y él quedó suspenso. No era posible tener los ojos tan claros cuando se tenía el cabello negro. No era posible…

—Son los insectos y las larvas que crían en los tejados. Caen a la cisterna y lo estropean todo. Hay que tener mucho cuidado.

Mucho cuidado, sí, había de tenerse con insectos y larvas. Y más todavía con la mujer que decía todo aquello tan recogidamente. Mucho cuidado con las claras pupilas.

Germán le decía:

—La primera vez que te oí hablar de tu mujer fue en sueños. Decías una sarta de disparates. Mezclabas su nombre con no sé qué cuernos de tapones e insectos. No era de extrañar. Los piojos nos comían. Antonio, mira…

Se mantenían todos en cubierta, afilando los ojos, tratando de descubrir entre la muchedumbre, ya visible, los que, a cada uno, les esperaban. No podía hacerse cargo. Se sentía de nuevo flojo, débil. Le temblaban las rodillas y mientras el barco avanzaba, avanzaba… entraba rozando muy cerca la punta de la escollera. La gente parecía frenética, histérica. La escollera estaba llena de gente y el ondear de los pañuelos le daba vértigo. Le dolían los ojos con el sol que venía de Montjuich y ver la montaña también llena de gente le producía dolor. Una dolorosa alegría.

—No te alejes, Germán. Son los últimos momentos y hemos de estar juntos.

Le necesitaba, como le necesitó allá lejos.

Sobre cubierta los hombres reaccionaban a su manera. Unos apretando las mandíbulas. Otros abriendo la boca, alelados.

Se hizo amigo de las dos chicas y bajaba con ellas a las playas. «Odio la vulgaridad.» Las dos chicas le parecieron distintas de las conocidas hasta entonces. Dominica…

¿Por qué ese nombre? Cuando sonreía lo hacía a medias, con mesura. Eso le daba miedo. Siempre había temido a las personas que no se sonreían del todo. Pero Dominica tenía dos hoyitos en las mejillas y los hoyos si, se afilaban de tal modo que todo el rostro era una sonrisa. Y los ojos se estiraban hacia las sienes, quedando la nariz muy pequeña, pegada al rostro. «Rostro calmuco.»

Se llamaba Dominica —dijo— por haber nacido en Santo Domingo. Y Martina llevaba su nombre porque nació en La Martinica.

«Odio la vulgaridad.» El día que la besó se dio cuenta de que no sabía besar. Estuvo a punto de gritar de alegría. Le acariciaba los lacios mechones del cabello. Ni una inclinación, ni un rizo. Una madeja suave…

—¿Nunca te has rizado? Veamos…

Ella le apartaba las manos.

—Mi tata Flores, de Santo Domingo, dice que es lo mejor que tengo. Liso sobre liso (decía Flores). Nunca me puso un torcido. Ella lo tenía pasa. ¿Sabes?

Liso sobre liso. No quería decir nada aquella definición, pero nadie hubiera encontrado otra mejor.

¡Y el verano se escurría tan rápido! Conversaciones de terraza en terraza. Atardecer en el patio. El de ella, cuidado. Vid salvaje y tamarindos. Cactos gigantes y arbustos de adelfa que el primer día le rozaban la cara.

—Escóndete entre las flores, Dominica.

Se escondía y asomaba la cabeza entre las flores. Las flores le rozaban los hombros desnudos, el pecho; le enmarcaban el extraño rostro asiático, y los ojos se abrían claros, claros como una pregunta. No sonreía del todo, pero los hoyuelos sonreían.

En septiembre se habían separado.

—¿Vendrás a Barcelona?

Unos días nada más, en noviembre. Luego se marchaba a América con su hermana, para reunirse con Eugenio Mauri, con su madre.

«Odio la vulgaridad.» Aquellos dos meses de separación le parecieron interminables. Escribía frenéticamente y maldecía el correo, que tardaba más en llegar a Palafrugell que al Polo Norte.

Por fin recibió la esperada noticia. Estaría en Barcelona el seis de noviembre.

Aquel día le pidió que se casara con él. Le dijo que sí. Parecía como si toda la vida hubiera estado pendiente de esa respuesta.

Dejaron atrás la escollera. La Estación Marítima les estaba esperando. Aquella masa de gente de la Estación Marítima les gritaba mientras sonaban las sirenas. El barco atracaba por la banda de estribor, casi rozando la masa única y humana. Un momento se preguntó si el barco no iba a penetrar dentro del gentío y sintió un estremecimiento. Veía todo borroso. Los gritos le ensordecían. Los gritos de todos formaban un tumultuoso bordoneo. Germán estaba a su lado. Le miró. Le agarró del hombro.

—Tendremos que separamos.

Le hablaba el amigo con una voz distinta. O quizás él oyera mal. La voz de Germán gritaba demasiado. Fue como un chirrido, metálico y desafinado. Tendría que separarse de su sombra y sentía un desgarro casi físico, pues el cuerpo necesitaba de su sombra como el hombre necesitaba la conciencia.

Gritó él también:

—No hables de eso, Germán.

Quiso sonreírle.

Le salió una mueca y Germán hizo como si no viera.

Entonces empezó la búsqueda angustiosa. Buscaba a los suyos y trataba de captar sus voces. Pero era imposible reconocer una voz en aquel único grito. Ver una persona en aquel único cuerpo.

Por encima de todos los demás gritos, los de tierra, los del barco, el monótono y desesperado de los altavoces:

¡Apártense! ¡Hagan el favor!

—No podremos desembarcar nunca si la gente no se aparta.

Decían ellos, los del barco. No veían la posibilidad, el hueco necesario para la pasarela.

¡Apártense! ¡Hagan el favor!

Entonces había descubierto al padre.

—Germán. Mira. Allí, Germán.

Germán parecía buscar sin resultado y no daba con el grupo. Germán no conocía. No podía, por consiguiente, recordar. Él veía a su padre idéntico en su cambio. Un poco más blanco el cabello, un poco más enjuto el rostro, un poco más cansado… Pero siempre el mismo…

—Mírale, Germán. Allí, a la izquierda. Ahora…

Ahora se estaba secando los ojos y él también sintió el gusto salado subírsele a la boca. Hubo de callarse. Porque nunca había visto llorar al padre. Y pensar que lloraba por él, le dolía. Le dolía de pronto todo el dolor causado durante aquellos largos años. Conociendo al padre, identificado con él, podía suponer la tortura de aquellos años. Olvidaba su propio sufrimiento para dolerse ahora con el de los que habían aguardado y las lágrimas del padre (tal vez todavía no le había reconocido) se vertían dentro de él amargas. Muy amargas.

—No veo, chico. Es decir, veo montones de gente.

—Aquél que se está sonando. El del pañuelo blanco…

—Pero, Antonio; ¡por Dios! ¿Cómo quieres que distinga un hombre con pañuelo blanco? Todos, hombres y mujeres, llevan pañuelos blancos.

—Calla.

Era verdad. Todos llevaban pañuelos. Todos se secaban el rostro, los ojos, se sonaban. Pero él veía al padre. Y no podía gritarle porque sentía dentro de su voz un murmullo sordo. El mar de lágrimas que bronco le impedía gritar.

¡Apártense! ¡Hagan el favor!

Saltar por la borda y caer encima de todas las apiñadas cabezas. Eso hubiera hecho él a los veinte años. Pero ahora ya no podía. Se sentía flojo, angustiado. Tan cerca de ellos. Tan separado aún.

—¡Mírale, Germán! ¡Míralos! Aquel grupo. La señora con el pelo blanco es mi madre. A su lado, Dominica. Se ha cortado el pelo. La del traje gris, al lado de aquel chico tan alto. Ése es mi hermano Enrique. No ha cambiado. Quiero decir que sí; es totalmente distinto, pero la cara es la misma.

—¿Al lado de aquel gordo?

Al fin Germán había acertado. El gordo —como decía— era Escrivá, Manuel Escrivá, el marido de Anita. Los dos estaban allí también. Casi había olvidado la existencia del cuñado.

—Sí. Ése que tú dices es el marido de Anita. ¿Ves a Anita?

—Veo cien mujeres que podrían ser Anita.

—La que está al lado del hombre gordo. La del traje azul marino.

—El hombre gordo tiene más periferia, como tú dirías. ¿Cuál de las tantas que le rodean es tu hermana?

—Calla.

No importaba. Hacía señas a Dominica. Agitó el pañuelo en su dirección. Pero todos los de cubierta gritaban y agitaban sus pañuelos. Todos iban vestidos de un modo parecido, todos tenían el mismo aspecto —salvo los que se habían dejado la barba— y Dominica no parecía verle. La madre sí. La madre le estaba viendo.

¡Apártense! ¡Hagan el favor!

Pero bien se veía que nadie quería apartarse. Se dejarían aplastar antes que ceder un centímetro del terreno conquistado. La masa indivisible de la Estación Marítima estaba allí para cada uno de ellos y si, individualmente, los pensamientos o los deseos no coincidían, unánimemente ninguno deseaba ser apartado. Retrasado… Recordó el temor de su madre por las aglomeraciones. Ella nunca iba a misa de doce «porque aquello no era misa». «Tanta gente le impedía pensar, rezar, rezar…» En voz alta se le escapó:

—¿En qué estará pensando mi madre en estos momentos?

Germán, que pensaba muy de cuando en cuando, le respondió:

—En estos momentos nadie piensa. En estos momentos se está viviendo. ¿Qué quieres que piense una madre? Tendrá ganas de abrazarte, como todas.

¿Quién podía saberlo? Quizá Germán se equivocara. Mercedes Silva estaba pensando en él y en todo cuanto a él se refería. Conocía demasiado a su madre para dudarlo. No pasarían muchos días sin que la madre, ya repuesta, volviera a su impertérrita estabilidad. «Hijo, el jueves que viene es mi día de recibo y me gustaría…» Y ese mundo indestructible y refinado de Mercedes, ese mundo perdido y lejano, volvería a él. Su madre, seguramente seguía pensando en todas esas mil cosas. Y volverían a ser pequeñeces por las cuales él habría de pasar porque la quería demasiado. Un tributo a la libertad. Un pequeño vasallaje al mundo por el cual él, Antonio, había luchado. El occidente, los ideales, la religión y los tés de su madre. Todo, todo ello le había ayudado a partir en junio del 42. No pudo antes porque Dominica estaba por medio.

—Es necesario que existan mujeres como mi madre. No creas, Germán. Ella debe de estar pensando en mi… y en todo.

¡Apártense, por favor!

Y por algo también que no deseaba recordar, cuyo recuerdo le obsesionó allá lejos. El occidente, los ideales, la religión… Y ese hartazgo, ese demasiado que llegó a producirle verdaderas náuseas.

«Odiaba la vulgaridad.» Y los primeros tiempos de matrimonio fueron unas vacaciones bien merecidas después de los tres años de guerra en España. Tres años durante los cuales él tuvo siempre una suerte casi providencial.

Dominica y él vivieron unas felices vacaciones. Salían, bailaban, se amaban… El trabajo en los primeros años de posguerra venía al bufete del padre de un modo insospechado, indecente. Las fábricas empezaban a trabajar con afán desesperado y los industriales catalanes se especializaban en el mercado negro. El dinero llegaba a manos llenas.

El padre decía: «El mundo está loco». Veía a los amigos, a los compañeros. Algunos se habían hundido irremediablemente con la guerra y otros, tal vez mediocres, inferiores, flotaban en la abundancia, como la espumilla flota en aguas sucias.

Y Dominica le amaba. «Sus brazos eran largos, cilíndricos, delicados.» El amor de Dominica empezaba a abotagarle. «Odiaba la vulgaridad.»

Y su mujer, su esposa, comenzaba a tornarse vulgar. El amor le hacía parecerse a las demás mujeres. Aquello que él había amado, se estaba estandarizando, volviéndose típicamente burgués. Dentro de poco vería a Dominica reclamarle las clásicas pulseras de oro con que todas las mujeres de sus amigos estraperlistas se adornaban los brazos. Eran brazos gordezuelos en donde las pulseras de oro hincaban su marca, su sello. Los brazos de Dominica eran demasiado finos, cilíndricos y delicados para soportar el vasallaje. Pero estaban siempre abiertos. Se estaban volviendo empachosos. Y no reaccionaba como mujer. Cuanto le había divertido en Dominica como chiquilla, le irritaba como mujer. «Escóndete entre las flores, Dominica.» Ella se sometía a cualquier cosa y él se rebelaba ante esa sumisión. La mirada anhelante, extática… El letargo feliz y demoledor de aquellos primeros años. «Terminaré teniendo curva en el vientre y volviéndome calvo.» La grosería, la canallería de aquellos años de la posguerra. Y la impiedad. El mundo en guerra y él allí, después de tres años de lucha, acerándose entre los brazos de una Dominica empalagosa. En medio de unos compañeros mediocres, que de la noche a la mañana habían hecho su agosto y cubrían de pulseras de oro los antebrazos de sus queridas o de sus esposas. ¡Qué asco! Pero Dominica era buena. Era joven. Amar no era pecado, aunque fuera en demasía. Pero él estaba harto. Harto. Terriblemente harto de repetir insulsas frases de amor a una adolescente tonta. Las mejillas redondas, orientales, le inspiraban deseos de bofetones. Pero ella era buena. Querer no era pecado. Era muy joven y no tenía culpa. Repetía todas sus caricias como un loro repite la lección. Estaba desesperado. El mundo estaba en guerra. Eso era. Todo lo demás eran cuentos. Él, Antonio Rogers y Silva, sentía el peso de la tragedia de Europa, y todo lo demás eran excusas que se daba. Debía irse. El occidente, los ideales, la religión… y esa pesadumbre; la extraña impotencia del hombre que tiene demasiado y que está harto de todo. «Cosa de meses.» En cuanto pudiera liberarse de lo que fuera, sus pequeños problemas íntimos no tendrían importancia.

Lo decidió una noche, después de una juerga estúpida en que odió más que nunca la vulgaridad de aquellos primeros años de paz. Bebió para aclarar sus ideas y cuando se inclinó sobre ella y le dijo «Me voy, Dominica. A Rusia», entonces… Y cuando al día siguiente contempló las mejillas que de pronto parecían estragadas, lisas, chupadas por la pena, repitió: «Cosa de meses». Los suficientes para hacer la guerra de verdad y ganar su paz. Dominica se había enfadado. Por primera vez se le negó y él encontró en la posesión un placer nuevo, salvaje. Podría amarla al regreso. Cuando él y ella hubieran madurado un poco. Pero debía marcharse para no estropearlo todo. Debía hacer daño, herir, ser herido… Debía marcharse. Él sabía que debía marcharse y cerró sus oídos a los gritos y a las súplicas. Se fue.

Quizá por esa única razón.

Ahora sí: le veían y se sentía reconocido. El padre agitaba los brazos. Reaccionaba de un modo imprevisto.

—¡Mírale, Germán! Ahora sí me ha visto.

Le hablaba al amigo pero no esperaba la menor respuesta. Hablaba por el único motivo de oír su voz. Tenía que decir algo a alguien, pues los otros, los suyos, no le oían. «¡Pobre padre! Veo tus labios prietos y seguramente quisieras también poder decir algo, gritar como todos. Pero tú sólo hablas cuando te obligan. El silencio es tu refugio. No valen ahora las palabras y por eso tus labios se mantienen cerrados. Y te quitas los lentes. Secas tus ojos. ¡Qué vergüenza para un hijo ver llorar al padre! Es un resto de dolor el que brota a tu superficie. No lo niegues. La alegría, con ser grande, nunca pudo haberte trastornado de este modo.»

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—¿Tu hermana es aquella que se ríe?

Ahora caía Germán. Salió de sí mismo para contestarle:

—Sí, chico. La misma.

—Tiene aspecto de mujer contenta.

También le había reconocido Anita, pues sus miradas se encontraron y le sonreía. No le extrañaba en absoluto. Era natural en Anita sonreír en los momentos felices y saber llorar en los trágicos. Para ella, obviamente, todo había terminado y bien. Acabado para ella el cautiverio del hermano. «Claro.» Desde el momento que estaban todos allí, los del barco y los del muelle, que el barquito gris había llegado y pronto tendería la pasarela, no había motivo alguno para sentir amargura. Llegaba el momento de la sonrisa y Anita sonreía apretando el brazo del marido. También reía Manuel Escrivá. Y se hablaban, él y ella. Los dos cabeceaban y parecían estar de acuerdo. «Ya está aquí —parecían decir—. Ya han terminado los malos momentos.» Eso era, sin duda. Las campanas voltean el Domingo de Resurrección sin acordarse ya del Viernes Santo. Anita era sucesivamente campana o matraca. Se sonrió contagiado. Muchas veces la llamó matraca cuando de soltera se ponía insoportable queriendo hacerle partícipe de sus pequeñas ansias o de sus incomprensibles temores. Seguro. Anita estaba ahora matraqueando a Manuel Escrivá, el marido. «Apacible. Sin grandes preocupaciones.» Tenía aspecto de mujer feliz, y lo era. Pausadamente. Sin exprimir de la vida ni sufrimiento ni goce. Era mujer capaz de contentar a cualquier hombre vulgar y de estar contenta con cualquier hombre vulgar. Supuso que tendría hijos con el hombre a quien él había conocido tan poco como cuñado y pensó también en esos sobrinos suyos que no conocía. ¿La quería? ¡Qué pregunta! ¿Quería a su hermana? Francamente nunca sufrió por ella, ni en recuerdo. Pero en aquel preciso momento, al verla sonreír, la quería. Ella sonreía. Ella le daba una muestra del futuro con la sonrisa…

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—Y aquel muchacho tan alto es Enrique. El pequeño.

Estaba, lo veía, al lado de Dominica.

Él, un día, hacía años de eso, siglos de eso, tuvo diecinueve años. Pero había sido en otro mundo. En el mundo de antes de la guerra, donde los estudiantes levantaban los adoquines de la calzada frente a la Universidad y volcaban los tranvías. Presentía que Enrique no había arrancado un adoquín en su vida. Su actitud era de espera. Pensó en los muchachos de antes y se dijo que la juventud de los años precedentes al 36 no hubiera esperado tan bien. A los diecinueve años, él hubiera trepado sobre las cabezas de los otros; subido al barco por las amarras.

Germán insistió:

—Chico, no se te parece en nada.

—No sé…

Físicamente no podía saberlo. Pero estaba seguro de ser distinto por dentro, anímicamente. Ni él, ni Enrique, tenían la culpa de ello.

La pasarela estaba tendida. Muchos del muelle subieron al barco forcejeando, luchando contra los que querían bajar. Era como un embudo por donde los hombres iban a llegar a la Patria, uno a uno, individualmente.

—No me dejes, Germán —dijo.

Y empezó el descenso.

Le flaqueaban las rodillas y la frente se le cubrió de sudor. Sintió vértigo en cuanto encontró tierra bajo sus pies. Hubiera querido arrodillarse, besar la tierra. No había espacio para ponerse de rodillas. Era bueno que los hombres supieran mantenerse en pie. Y entonces se olvidó del amigo.

A empujones se abría paso hacia los suyos. Era penetrar en la masa y dirigirse a bulto hacia el lugar. Los oídos le zumbaban y no podía decir si era un propio zumbido o el resultado de todos los gritos.

—¡Hijo! ¡Hijo!

Bien podía ser él. U otro. Era uno de tantos gritos y ya no sabía cuál le pertenecía.

—¡Hijo! ¡Hijo!

Era él. Su madre le estaba besando. Le palpaba las mejillas, los brazos. Lo recordaba. Reconstruía al hijo que un día nació; fue niño, adolescente, hombre. Se cercioraba de que aquéllas eran las mejillas tantas veces acariciadas y en tan distintas épocas. Era el mismo hijo por quien había sufrido en mil momentos y por diferentes causas.

Y le besó los cabellos como siempre hacia cuando quería mimarla o hacerse perdonar algún desafuero. Tenía ganas de pedirle perdón —en aquel momento— por algo. Ver de antemano, en los ojos de la madre, el perdón concedido. Pero no tenía voz. Era el contacto. La voz llegaría luego, tal vez, pero en aquel momento su madre y él necesitaban tocarse, besarse, saberse lo más cercanos posible.

—¡Hijo!

Otros brazos le estrechaban y contra él percibía el ronco murmullo de unos sollozos. Desbordose al fin. Sintió sus ojos llenos de lágrimas. No podía soportar a su padre llorando. Las mejillas pegadas, incrustadas la una en la otra, no podían separarse. Las dos mandíbulas se herían y no deseaban alejarse hasta haber calmado el bronco murmullo. Las manos en los brazos parecían garfios que desearan recuperar en un solo momento todos los años perdidos. No veía nada. Pero contra su pecho escuchaba el latir de otro pecho. Tuvo miedo de que las rodillas le fallaran en aquel momento.

Luego, los otros. Anita, Manuel Escrivá, Enrique. Recordaba el abrazo al hermano. La cabeza empezaba a desperezarse. Besó las mejillas de Enrique, casi imberbes. Sintió ternura hacia el hermano pequeño.

—¡Antonio!

A ella la quiso en último lugar. Hundió su boca en el hueco tibio del cuello. Allí donde escuchaba vivir el corazón. Allí sus labios, sin remordimientos, las frases contenidas. Sus años de recuerdo. Allí un solo nombre.

¡Dominica!

Y más tarde, no podría decir cómo, se encontró otra vez junto a Germán. Sentado a su lado en el autobús que debía conducirlos a la Merced. Levantó el rostro hacia el amigo y se sintió culpable. Le había olvidado. Mientras él estaba con los suyos, Germán le estuvo esperando. Germán, a quien nadie esperaba, también le esperó a él, a Antonio, al camarada. Y no le hacía ningún reproche, pero los ojos estaban tristes.

—Perdona, chico.

No se hablaron. Era aquélla la última etapa y hubieran sido demasiadas las cosas de qué hablar. Optaron por callar. La muchedumbre, Barcelona entera, seguía acompañándolos, gritando.

Dichosos ellos, que podían gritar únicamente de alegría.

Y ahora tenía que despedirse de Germán. Lo esperaban los suyos y él debía decir adiós, aunque sólo fuera por una noche.

Adiós a Germán.

Se miraban.

Los dos parecían muy cansados. Los dos cohibidos.

—Somos libres, Antonio. ¿Te das cuenta?

Le abrazó muy fuerte. No lo había hecho nunca. Germán y él tenían su pudor. Se abrazaron en silencio. Debía de marcharse lo antes posible, acortar el lapso. Era definitivo. Se estaban perdiendo.

Aunque mañana se encontraran ya no serían los camaradas. Serían amigos.

Y pensó en las palabras de Germán. No eran ciertas. Ningún hombre sería jamás perfectamente libre. De ser perfectamente libre, él habría dicho a Germán: «Ven conmigo. Cenaremos en casa. Más tarde, en plena noche, cuando el cuerpo no proyecte sombras sobre la tierra, entonces te irás.»

No era factible. No podía explicárselo a Germán ni tampoco a los suyos. Le hacia falta más tiempo. Mejor dicho: nunca podría explicarlo todo. Era demasiado largo y las palabras pobres. Muy pobres las palabras cuando querían expresar sentimiento.

Se despegó del amigo, del camarada. Se deshizo del abrazo.

Y respondió para no contrariarle:

—Si, Germán.

Entonces le dejó.