–Le pedí que acampara fuera del pueblo, al Norte, hasta que estuviese preparado el lugar de reunión, señor -dijo Buntaro-. El encuentro formal se realizará esta tarde aquí, si a ti te parece bien. – Y añadió, agriamente:- Pensé que la Hora de la Cabra sería de buen augurio.
–Bien.
–Él quería reunirse contigo esta noche, pero me negué. Le dije que tendrías el «honor» de recibirlo hoy o mañana, como él prefiriese, pero no después del anochecer.
Toranaga gruñó su aprobación, pero no se apeó de su caballo. Llevaba peto, casco y una armadura ligera de bambú, lo mismo que su escolta, cubierta de polvo a causa del viaje. De nuevo miró atentamente a su alrededor. El claro había sido bien escogido, no había ninguna posibilidad de emboscada. No había árboles ni casas próximos, donde pudiesen ocultarse arqueros o mosqueteros. Al este del pueblo, el terreno era llano y un poco elevado. El Norte, el Oeste y el Sur estaban protegidos por el pueblo y por el puente de madera, tendido sobre el río de rápida corriente. Aquí, en el desfiladero, el agua formaba remolinos y estaba llena de rocas. Al Este, detrás de él y de sus cansados y sudorosos jinetes, el camino subía empinado por el paso, hasta la brumosa cresta, a cinco ri de distancia. Las montañas se elevaban alrededor, muchas de ellas eran volcánicas, y la mayor parte de los picos rozaban las nubes. En el centro del claro se había levantado un estrado de doce esteras sobre pilastras bajas. Estaba cubierto por un alto dosel. Las prisas no se advertían en el montaje. Dos cojines de brocado aparecían colocados de frente sobre el tatamis.
–Tengo hombres allí, allí y allí -siguió diciendo Buntaro, mientras señalaba con el arco todas las alturas dominantes-. Puedes ver a muchos ri en todas direcciones, señor. Buenas posiciones defensivas, el puente y todo el pueblo están cubiertos. Al Este tienes asegurada la retirada por más hombres. El puente está estrechamente vigilado por centinelas, y he dejado una «guardia de honor» de cien hombres en su campamento.
–¿Está ahora allí el señor Zataki?
–No. Elegí una posada para él y sus escuderos en las afueras del pueblo, hacia el Norte, procurando que fuese digna de su rango, y le invité a disfrutar de los baños. La posada es solitaria y segura. Le di a entender que tú irías mañana al balneario de Shuzenji y que él sería tu invitado. – Buntaro señaló una bonita posada de un solo piso al borde del claro, y que era la que gozaba de una vista mejor, cerca de un manantial de agua caliente que surgía de la roca y caía en una bañera natural.– Esa es tu posada, señor. – Delante de la posada había un grupo de hombres, arrodillados, inmóviles y con las cabezas bajas.– Son el jefe y los ancianos del pueblo. No sabía si querías verlos en seguida.
–Más tarde.
Toranaga desmontó, se estiró y caminó un poco para desentumecer los músculos de la espalda y de las piernas. Había venido de Anjiro de un tirón, a marcha forzada, deteniéndose sólo para cambiar de montura. El resto del tren de equipaje -palanquines y portadores-, al mando de Omi, había quedado muy atrás, en el camino que bajaba de la cresta. La carretera de Anjiro serpenteaba, a lo largo de la costa y, luego, se bifurcaba. Habían seguido la ruta del Oeste, tierra adentro, y subido entre frondosos bosques ricos en caza, con el monte Omura a la derecha y los picos de la cordillera volcánica Amagi a la izquierda, elevándose a casi cinco mil pies de altitud. El viaje le había entusiasmado. ¡Por fin realizaba alguna acción! Parte del trayecto era tan adecuado para la cetrería, que se había prometido cazar un día en Izú.
–Bien. Muy bien -dijo, en medio del ruido de sus hombres, que desmontaban y se distribuían-. Lo has hecho muy bien.
–Si quieres complacerme, señor, te suplico que me permitas aniquilar inmediatamente al señor Zataki y a sus hombres.
–¿Te ha insultado?
–No. Por el contrario, sus modales han sido dignos de un cortesano, pero la bandera que enarbola es un signo de traición contra ti.
–Ten paciencia. ¿Cuántas veces he de decírtelo? – lo apercibió amablemente Toranaga.
–Tengo miedo, señor -respondió Buntaro, con aspereza-. Te ruego que me disculpes.
–Eras amigo suyo.
–Y él era tu aliado.
–Te salvó la vida en Odawara.
–Luchamos en el mismo bando en Odawara -replicó fríamente Buntaro y, después, estalló-: ¿Cómo puede hacerte esto, señor? ¡Tu propio hermano! ¿No lo favoreciste, no luchasteis juntos… toda la vida?
–La gente cambia. – Toranaga contempló el estrado. Delicadas cortinas de seda pendían de las vigas sobre el tablado, para adornarlo mejor. Borlas ornamentales de brocado, que hacían juego con los cojines, formaban una bonita cenefa, y había otras más grandes en los postes de las esquinas. – Esto es demasiado rico y da excesiva importancia a la reunión -dijo-. Simplifícalo. Quita las cortinas, las borlas y los cojines, devuélvelo todo a los mercaderes, y, si no quieren devolver el dinero al intendente, dile a éste que lo venda. Consigue cuatro cojines, no dos, sencillos y llenos de borra.
–Sí, señor.
Toranaga vio el manantial y caminó hasta él. El agua, humeante y sulfurosa, silbaba al brotar de una hendidura de la roca. Su cuerpo le pedía un baño.
–¿Y el cristiano? – preguntó.
–¿Qué, señor?
–Tsukku-san, el cura cristiano.
–¡Oh, ése! Está en algún lugar del pueblo, pero al otro lado del puente. Se le ha prohibido pasar a este lado sin tu permiso. ¿Por qué? ¿Es importante? Dice que sería para él un honor hablar contigo, cuando juzgases conveniente. ¿Quieres que venga ahora?
–¿Iba solo?
Buntaro frunció los labios.
–No. Llevaba una escolta de veinte acólitos, todos tonsurados como él…, hombres de Kiusiu, señor, samurais de buena cuna. Todos montados, pero sin armas. Los hice cachear a fondo.
–¿Y a él?
–Naturalmente, a él más que a nadie. Llevaba cuatro palomas mensajeras en su equipaje. Las confisqué.
–Bien hecho. Destrúyelas… Una equivocación en la comida, una desgracia, ¿neh?
–Comprendo. ¿Quieres que lo mande a buscar ahora?
–Más tarde. Lo veré más tarde.
Buntaro frunció el ceño.
–¿Hice mal en registrarle?
Toranaga negó con la cebeza y se volvió a mirar la cresta de los montes, sumido en sus reflexiones. Después, dijo:
–Envía a un par de hombres de confianza a vigilar el Regimiento de Mosquetes.
–Ya lo he hecho, señor. – La cara de Buntaro se iluminó de cruel satisfacción.– Y tenemos algunos espías entre la guardia personal del señor Yabú. Este no podrá tirarse un pedo sin que tú lo sepas, señor.
–Bien.
La cabeza del tren de equipaje, todavía lejano, dobló un recodo del sinuoso camino. Toranaga vio los tres palanquines. Omi cabalgaba al frente, según lo ordenado, y Anjín-san lo hacía a su lado, con desenvoltura.
Les volvió la espalda.
–He traído a tu mujer.
–Sí, señor.
–Me ha pedido permiso para ir a Osaka.
Buntaro lo miró fijamente, pero no dijo nada. Después, se volvió a mirar las apenas visibles figuras.
–Le di mi aprobación, a condición, naturalmente, de que tú también lo apruebes.
–Apruebo todo lo que apruebes tú, señor -dijo Buntaro.
–Puede ir por tierra desde Mishima, o acompañar a Anjín-san a Yedo, e ir por mar a Osaka desde allí. Anjín-san se ha comprometido a encargarse de ella, si tú lo apruebas.
–Sería más seguro por mar -sugirió Buntaro, ardiendo por dentro.
–Todo dependerá del mensaje del señor Zataki. Si Ishido me declara formalmente la guerra, se lo prohibiré, naturalmente. Si no, tu esposa puede marcharse mañana o pasado, si te parece bien.
–Todo lo que tú apruebes me parecerá bien.
–Esta tarde, encarga de tus deberes a Naga-san. Es un buen momento para que hagas las paces con tu esposa.
–Discúlpame, señor, pero preferiría quedarme con mis hombres. Te suplico que me dejes con ellos. Hasta que estés a salvo lejos de aquí.
–Esta noche transmitirás tus funciones a mi hijo. Tú y tu esposa cenaréis conmigo. Os alojaréis en la posada. Y haréis las paces.
Buntaro agachó la cabeza. Después dijo, fríamente:
–Sí, señor.
–Te ordeno que intentes hacer las paces -dijo Toranaga. Iba a añadir que «una paz honrosa es mejor que la guerra», pero esto no era verdad y podía dar pie a una discusión filosófica, y ahora estaba cansado y no quería discusiones, sino sólo un baño y descansar un rato-. Ahora, ¡llama al jefe del pueblo!
El jefe del pueblo y los ancianos se atrepellaron en sus prisas por postrarse ante él, dándole la bienvenida de la manera más extravagante. Toranaga les dijo que esperaba que fuera justa y razonable la factura que presentasen a su intendente al marcharse él.
–Hai -replicaron humildemente al unísono bendiciendo a los dioses por su inesperada buena suerte y por las pingües ganancias que, sin duda, les produciría aquella visita. Con muchas más reverencias y cumplidos, y diciendo que estaban orgullosos de poder servir al daimío más grande del Imperio, el viejo y vivaracho jefe del pueblo los introdujo en la posada.
Toranaga la inspeccionó minuciosamente, entre bandadas de corteses y sonrientes doncellas de todas las edades, flor y nata de la aldea. Había diez habitaciones alrededor de un estrambótico jardín con una casita de té en el centro, cocinas en la parte posterior y una casa de baño al Oeste, adosada a las rocas y alimentada directamente por los manantiales. Toda la posada estaba perfectamente vallada -un camino cubierto conducía al baño- y era fácil de defender.
–No necesito toda la posada, Buntaro-san -dijo, plantándose de nuevo en la galería-. Tres habitaciones serán suficientes: una para mí, otra para Anjín-san y otra para las mujeres. Tú tomarás una cuarta. Podemos ahorrarnos las demás.
–Mi intendente me ha dicho que hizo un buen trato para toda la posada, señor, por días, y a menos de la mitad del precio, y todavía estamos fuera de temporada. Yo lo aprobé, pensando en tu seguridad.
–Está bien -convino Toranaga, de mala gana-. Pero quiero ver la factura antes de que nos marchemos. No hay que derrochar el dinero. Y llena las habitaciones de guardias, cuatro en cada una.
–Sí, señor.
Buntaro había decidido ya por su cuenta hacerlo así. Observó cómo se alejaba Toranaga, con dos guardias personales y cuatro de las más lindas doncellas, hacia su dormitorio, situado en el ala Este. «¿Qué mujeres? – se preguntaba, desorientado-. ¿Qué mujeres se necesitaban en la habitación? ¿Mariko? No te preocupes, no tardarás en saberlo.»
Salió al patio y miró hacia el camino.
«¿Por qué, a Osaka?.»
A la Hora de la Cabra, los centinelas del puente se apartaron a un lado. El cortejo empezó a cruzarlo. Iban primero los heraldos, llevando estandartes con la todopoderosa enseña de los regentes, seguía el rico palanquín, y más guardias cerraban la marcha.
Los lugareños tocaban el suelo con la frente. Todos estaban de rodillas, secretamente pasmados ante tanta pompa y riqueza. El jefe del pueblo había preguntado, prudentemente, si podía reunir a toda su gente, para honrar a los visitantes. Toranaga le había enviado un mensaje diciéndole que los que no estuviesen trabajando podían asistir, con el permiso de su jefe. Por tanto, éste había seleccionado cuidadosamente una delegación, compuesta, en su mayoría, por ancianos y jóvenes sumisos, lo suficiente para una exhibición -aunque todos los adultos habrían querido estar presentes -, sin contravenir las órdenes del gran daimío. Todos los que podían hacerlo, observaban disimuladamente desde puertas y ventanas.
Saigawa Zataki, señor de Shinano, era más alto que Toranaga, cinco años más joven que él, y tenía su misma anchura de hombros y su misma nariz prominente. Pero su vientre era plano, y los breves pelos de la barba, negros y tupidos. Sus ojos eran meras rendijas en su cara. Aunque parecía haber un curioso parecido entre los dos medio hermanos, cuando estaban separados, ahora, que estaban juntos, se veían distintos por completo. El quimono de Zataki era rico, su armadura, resplandeciente y ostentosa, sus sables, bien cuidados.
–Sé bienvenido, hermano -dijo Toranaga, avanzando e inclinándose. Llevaba un quimono sencillo y sandalias de paja. Y sables-. Perdona que te reciba con tan poca ceremonia, pero he venido lo más de prisa que he podido.
–Perdóname tú, por molestarte. Tienes buen aspecto, hermano. Muy bueno.
Zataki bajó del palanquín, se inclinó a su vez y empezaron las interminables y minuciosas formalidades de un ceremonial que regía para los dos.
–Por favor, ocupa ese cojín, señor Zataki.
–Sírvete disculparme, pero me sentiría más honrado si te sentases tú primero, señor Toranaga.
–Eres muy amable. Pero hazme el honor de sentarte primero.
Por fin, se sentaron frente a frente en los cojines, a dos sables de distancia. Buntaro estaba detrás, a la izquierda de Toranaga. El primer ayudante de Zataki, un viejo samurai de cabellos grises, estaba detrás y a la izquierda de éste. Alrededor del estrado, y a veinte pasos de distancia, había varias hileras de samurais de Toranaga, sentados, vestían las mismas ropas con las que habían viajado, pero con sus armas en perfectas condiciones. Omi estaba sentado en el suelo, al borde del estrado, y Naga, en el lado opuesto. Los hombres de Zataki vestían ricos trajes de ceremonia, sujetos con hebillas de plata los grandes mantos de hombreras como alas. También iban bien armados, se habían sentado a veinte pasos de distancia.
Mariko sirvió el cha tradicional y empezó la charla inofensiva y formal entre los dos hermanos. En el momento oportuno, Mariko hizo una reverencia y se marchó, mientras Buntaro percibía dolorosamente su presencia y se sentía, al mismo tiempo, orgulloso de su gracia y su belleza. Y entonces, prematuramente, Zataki dijo, con brusquedad:
–Traigo órdenes del Consejo de Regencia.
Se hizo un súbito silencio en la estancia. Todos se quedaron estupefactos ante la descortesía de Zataki y la manera insolente con que había dicho «órdenes» y no «un mensaje», sin esperar a que Toranaga le preguntase: «¿En qué puedo servirte?», como exigía el ceremonial.
Naga dirigió rápidamente la mirada desde el brazo del sable de Zataki al de su padre. Vio enrojecer el cogote de Toranaga, señal infalible de una explosión inminente. Pero el rostro de Toranaga permanecía tranquilo, y Naga quedó sorprendido al oír la serena contestación:
–Perdón, ¿traes órdenes? ¿De quién, hermano? Seguramente te habrán dado algún mensaje.
Zataki se sacó de la manga dos pequeños rollos. La mano de Buntaro estuvo a punto de cerrarse sobre la empuñadura de su sable ante aquella inesperada brusquedad, pues el ritual exigía que todos los movimientos fuesen lentos y deliberados. Pero Toranaga no se había movido.
Zataki rompió el sello del primer pergamino y leyó, en voz alta y terrible:
–Por orden del Consejo de Regencia, en nombre del Emperador Go-Niji, Hijo del Cielo: Saludamos a nuestro ilustre vasallo Yoshi Toranaga-noh-Minowara y lo invitamos a prestarnos obediencia en Osaka inmediatamente, así como a informar en el acto a nuestro ilustre embajador, el regente señor Saigawa Zataki, de si nuestra invitación es aceptada o rechazada.
Levantó la mirada y, con voz igualmente firme, siguió diciendo:
–Está firmado por todos los regentes y sellado con el Gran Sello del Reino.
Con altivez, dejó el rollo ante él. Toranaga hizo una seña a Buntaro, el cual avanzó, se inclinó ante Zataki, tomó el rollo, se volvió a Toranaga y se inclinó de nuevo. Toranaga aceptó el rollo e indicó a Buntaro que volviese a su sitio.
Toranaga examinó el escrito sin ninguna prisa.
–Todas las firmas son auténticas -admitió Zataki-. ¿Lo aceptas, o lo rechazas?
Con voz contenida, de modo que sólo los que estaban en el estrado, Omi y Naga, pudieron oírle, Toranaga dijo:
–¿Por qué no he de cortarte la cabeza, por tus malos modales?
–Porque soy hijo de mi madre -respondió Zataki.
–Esto no te servirá de nada, si sigues por ese camino.
–Entonces, ella morirá antes de tiempo.
–¿Qué?
–La señora, nuestra madre, está en Takato. – Takato era una fortaleza inexpugnable y capital de Shinano, la provincia de Zataki.– Lamentaría mucho que su cuerpo se tuviera que quedar allí para siempre.
–¡Baladronadas! La honras igual que yo.
–Por su espíritu inmortal, te diré, hermano, que, por mucho que la honre, aún detesto más lo que tú estás haciendo al Reino.
–No deseo más territorios ni pretendo…
–Pretendes impedir la sucesión.
–También en esto te equivocas. Protegeré siempre a mi sobrino contra los traidores.
–Quieres la caída del Heredero. Yo lo creo así, y, por tanto, he decidido seguir con vida y cerrarte Shinano y la carretera del Norte, cueste lo que cueste, y seguiré haciéndolo hasta que el Kwanto esté en manos amigas…, cueste lo que cueste.
–¿En tus manos, hermano?
–En manos seguras, lo cual te excluye a ti, hermano.
–¿Confías en Ishido?
–No confío en nadie, tú me lo enseñaste. Ishido es Ishido, pero su lealtad es indiscutible. Incluso tú debes admitirlo.
–Lo único que admito es que Ishido trata de destruirme y de dividir el Reino, que ha usurpado el poder y que está quebrantando la voluntad del Taiko.
–Pero tú tramaste con el señor Sugiyama la destrucción del Consejo de Regencia, ¿neh?
En la frente de Zataki empezó a latir una vena como un gusano negro.
–¿Qué puedes decir? – prosiguió-. Uno de sus consejeros confesó la traición: que te pusiste de acuerdo con Sugiyama para que aceptase al señor Ito en tu lugar, que dimitiese el día antes de la primera reunión y que escapase por la noche, sumiendo al Reino en la confusión. Yo oí esta confesión…, hermano.
–¿Fuiste tú uno de los asesinos?
Zataki enrojeció.
–Fueron unos ronín fanáticos quienes mataron a Sugiyama, no yó, ni ninguno de los hombres de Ishido.
–Pero es curioso que tú tomases su puesto de regente, ¿neh?
–No. Mi linaje es tan antiguo como el suyo. Pero yo no ordené su muerte, y tampoco lo hizo Ishido. Él lo juró por su honor de samurai. Y también lo juro yo. Los ronín mataron a Sugiyama, aunque éste lo tenía merecido.
–Fue torturado, deshonrado en un asqueroso sótano, y sus hijos y consortes fueron despedazados delante de él, ¿no?
–Eso es un rumor difundido por los cerdos descontentos, tal vez por tus espías, para desacreditar al señor Ishido, e, indirectamente, a dama Ochiba y al Heredero. No hay pruebas de ello.
–Mira sus cadáveres.
–Los ronín incendiaron la casa. No hay cadáveres.
–Muy oportuno, ¿neh? ¿Cómo puedes ser tan crédulo? ¡No eres un campesino estúpido!
–Me niego a seguir sentado aquí, oyendo estas indecencias. Dame tu respuesta ahora mismo. Y además, córtame la cabeza y haz que ella muera, o déjame marchar. – Zataki se inclinó hacia delante.– Momentos derpués de que mi cabeza sea separada de mis hombros, diez palomas mensajeras emprenderán el vuelo hacia el Norte, hacia Takato. Tengo hombres de confianza en el Norte, Este y Oeste, a un día de marcha de aquí, fuera de tu alcance, y, si ellos fracasan, hay más al otro lado de tus fronteras. Si me decapitas, o me haces asesinar, o muero en Izú, por el motivo que sea, ella morirá también. Y ahora, toma mi cabeza. o acabemos con los rollos, para que pueda partir en seguida de Izú. ¡Elige!
–Ishido asesinó al señor Sugiyama. Dame tiempo y te lo demostraré. Es importante, ¿neh? Sólo necesito un poco de…
–¡No tienes más tiempo! El mensaje dice «inmediatamente». Pero como veo que te niegas, no hablemos más de ello. ¡Toma! – Zataki puso el segundo rollo sobre el tatamis.– Esta es tu inculpación formal y la orden de que te hagas el harakiri, orden que supongo desobedecerás también… ¡y que el señor Buda te perdone! Con esto acaba todo. Me marcharé en seguida, cuando volvamos a encontrarnos, será en el campo de batalla, y, por el señor Buda, que he jurado que el mismo día, antes de que se ponga el Sol, clavaré tu cabeza en una pica.
Toranaga mantuvo la mirada fija en su adversario.
–El señor Sugiyama era amigo tuyo y mío. Era nuestro camarada, el samurai más honrado que jamás existió. Debería importarte conocer la verdad sobre su muerte.
–La tuya tiene más importancia, hermano.
–Ishido te ha engatusado como a un chiquillo.
Zataki se volvió a su consejero.
–Por tu honor de samurai, ¿he tendido yo alguna emboscada, y cuál es el mensaje?
El viejo y digno samurai de grises cabellos, jefe de los confidentes de Zataki y bien conocido de Toranaga como hombre honorable, se sentía avergonzado, como todos los presentes, al ver aquella incalificable ostentación de odio.
–Lo siento, señor – dijo, en un murmullo ahogado, inclinándose ante Toranaga-, pero mi Amo dice la verdad. ¿Cómo podría discutirse esto? Y, por favor, discúlpame, pero es mi deber haceros notar a los dos, sincera y humildemente, que… esta lamentable falta de cortesía entre vosotros no es digna de vuestro rango ni de la solemnidad de esta ocasión. Si os hubiesen podido oír vuestros vasallos, dudo de que cualquiera de los dos hubiese podido contenerlos. – Después, añadió: – Todos los mensajes dicen lo mismo, señor Toranaga, y llevan el sello oficial del señor Zataki. «Matad a la señora, mi madre, inmediatamente.»
–¿Cómo puedo probar que no intento derribar al Heredero? – preguntó Toranaga a su hermano.
–Abdicando inmediatamente de todos tus títulos y de todo tu poder en favor de tu hijo y heredero, el señor Sura, y haciéndote hoy mismo el harakiri. En tal caso, yo y todos mis hombres apoyaríamos a Sudara como señor del Kwanto.
–Reflexionaré sobre eso.
–¿Eh?
–Reflexionaré sobre lo que me has dicho -repitió Toranaga, con mayor firmeza-. Nos reuniremos mañana a esta hora, si te parece bien.
Zataki hizo una mueca.
–¿Es otro de tus trucos? ¿Por qué hemos de reunirnos?
–Por lo que dijiste y por esto -dijo Toranaga, levantando el rollo que tenía en la mano-. Mañana te daré mi respuesta.
–¡Buntaro-san! – exclamó Zataki, señalando el segundo rollo-. Por favor, da eso a tu señor.
–¡No! – La voz de Toranaga resonó en el claro. Después, ceremoniosamente, añadió:- Es un honor para mí aceptar el mensaje del Consejo, y daré mi respuesta a su ilustre embajador, el señor de Shinano, mañana a esta misma hora.
Zataki lo miró, receloso.
–¿Qué posible res…?
–Perdón, señor -lo interrumpió el viejo samurai, en voz baja y con grave dignidad, manteniendo en privado la conversación -, pero el señor Toranaga tiene perfecto derecho a sugerir esto. Le has planteado un grave dilema, un dilema que no figura en los rollos. Es justo y honorable concederle el plazo que exige.
Zataki cogió el segundo rollo y lo introdujo de nuevo en su manga.
–Muy bien, de acuerdo. Señor Toranaga, sírvete excusar mis malos modales. Y, para terminar, te ruego me digas dónde está Kasigi Yabú. Tengo un rollo para él. Uno solo.
–Te lo enviaré.
El halcón plegó las alas en el cielo del atardecer, bajó mil pies y chocó con la paloma en un revoloteo de plumas, después, la sujetó con sus garras, sin dejar de caer como una piedra, y, al llegar a pocos pies del suelo, soltó su presa muerta, frenó en seco y se posó sobre ella. «Ik-ik-ik-iiik», chilló, erizando, orgulloso, las plumas del cuello y rajando con las garras la cabeza de la paloma, en su éxtasis de triunfo.
Toranaga, seguido de Naga, se acercó al galope. El daimío saltó de su caballo. Llamó suavemente al ave, y ésta, obediente, se posó en su guante. Al punto fue recompensada con un trozo de carne de una presa anterior. Le puso el capirote, apretando las correhuelas con los dientes. Naga recogió la paloma, la introdujo en el zurrón, medio lleno, que pendía de la silla de su padre y, dando media vuelta, llamó a los batidores y a los guardias que se habían mantenido alejados.
Toranaga volvió a montar y contempló el cielo, calculando el tiempo que quedaba de luz.
Al caer la tarde había vuelto a aparecer el Sol, que ahora se ocultaba ya detrás de los montes de Occidente. Al morir rápidamente el día, el aire corría fresco y agradable. Las nubes eran empujadas hacia el Norte por el viento dominante, y se acumulaban sobre los picachos, ocultando muchos de ellos.
–Mañana tendremos un buen día, Naga-san. Despejado, si no me equivoco. Creo que saldré de caza al amanecer.
–Sí, padre.
Naga lo observaba, perplejo, temeroso de hacerle preguntas, pero deseoso de saberlo todo. No comprendía cómo podía mostrarse su padre tan indiferente después de un encuentro tan violento.
Vio a unos jinetes salir del bosque y galopar en dirección a ellos por la ondulada cuesta. Más allá del verde oscuro del bosque, el río era como una serpenteante cinta negra. Las luces de las posadas parpadeaban como luciérnagas.
–¡Padre!
–¿Qué? ¡Ah, sí, ya los veo! ¿Quiénes son?
–Yabú-san, Omi-san y… ocho guardias.
–Tu vista es mejor que la mía. Sí, ahora los reconozco.
Naga dijo, sin previa reflexión:
–No habría dejado que Yabú-san fuese solo a ver al señor Zataki… – Se interrumpió y murmuró:- Discúlpame, por favor.
–¿Por qué no habrán enviado solo a Yabú-san?
Naga se maldijo por haber hablado y se estremeció al ver la mirada de Toranaga.
–Perdóname, pero temía no enterarme de los convenios secretos que pudieran concertar. Y habrán podido hacerlo fácilmente. Yo los habría mantenido apartados. Discúlpame, padre, pero no me fío de él.
–Si Yabú-san y Zataki-san urden alguna traición a mis espaldas, lo harán tanto si envío testigos como si no. A veces, conviene soltar hilo… para pescar a un pez, ¿neh?
–Sí, perdóname.
Toranaga se dio cuenta de que su hijo no comprendía, no comprendería nunca, pues era sólo un halcón al que lanzar contra el enemigo, duro, veloz y mortal.
–Me alegro de que lo entiendas, hijo mío -dijo, para animarlo, pues conocía y apreciaba sus buenas cualidades-. Eres un buen hijo -añadió, sinceramente.
–Gracias, padre -respondió Naga, lleno de orgullo por el desacostumbrado cumplido-. Sólo espero que perdones mi estupidez y me enseñes a servirte mejor.
–No eres estúpido -opuso Toranaga.
«El estúpido es Yabú -estuvo a punto de añadir-. Pero cuanto menos gente lo sepa, tanto mejor, y no hace falta que te estrujes el cerebro, Naga. Eres muy joven…, mi hijo más joven, a excepción de tu medio hermano, Tadateru. ¿Qué edad tiene? Sí, siete años, a punto de cumplir.»
Observó un momento a los jinetes que se acercaban.
–¿Cómo está tu madre, Naga?
–Como siempre, es la mujer más feliz del mundo. Pero sólo me permite verla una vez al año. ¿No podrías hacerla cambiar?
–No -dijo Toranaga-. No cambiará nunca.
Toranaga sentía siempre satisfacción al pensar en Chano-Tsuboné, su octava consorte oficial y madre de Naga. Rió para sus adentros al recordar su buen humor, los hoyuelos de sus mejillas y sus formas rollizas.
Era viuda de un agricultor de las cercanías de Yedo. Había vivido tres años con él y, después, le había pedido permiso para volver al campo. Él se lo había concedido. Ahora vivía en una hermosa finca cerca del lugar de su nacimiento, rolliza y contenta, se había hecho monja budista, era respetada por todos y no dependía de nadie. De vez en cuando, él iba a verla y reían juntos, porque sí, como buenos amigos.
–Es una buena mujer -dijo Toranaga.
Yabú y Omi se apearon de sus monturas. A diez pasos de Toranaga, se detuvieron y se inclinaron.
–Me ha entregado un pergamino -dijo Yabú, furioso, agitando el rollo-.¡Te invitamos a abandonar Izú y venir a Osaka, hoy mismo, – y presentarte en el castillo de Osaka para una audiencia, de no hacerlo, tus tierras serán confiscadas y tú serás declarado fuera de la ley. – Arrugó el pergamino y lo arrojó al suelo.– ¡Hoy mismo!
–Entonces, debes ponerte en camino inmediatamente -sugirió Toranaga, malhumorado por la truculencia y la estupidez de Yabú.
–Te lo suplico, señor -terció apresuradamente Omi, hincándose de rodillas-. El señor Yabú es fiel vasallo tuyo, y te suplico humildemente que no lo vituperes. Perdona mi rudeza, pero el señor Zataki… Perdona mi rudeza.
–Disculpa mi observación, Yabú-san… Ha sido una broma -replicó Toranaga, maldiciendo su resbalón-. Hay que acoger estos mensajes con cierto humor, ¿neh? – Llamó a su halconero, le confió el ave y lo despidió, lo mismo que a los batidores. Después hizo que todos los samurais, menos Naga, se alejasen de modo que no pudiesen oírle y, poniéndose en cuclillas, los invitó a hacer lo mismo.– Tal vez sería mejor que me contases lo ocurrido.
–No hay casi nada que contar -observó Yabú-. Fui a verlo y me recibió con el mínimo de cortesía. Ante todo, me «saludó» de parte del señor Ishido y me invitó descaradamente a aliarme con él, a tramar tu asesinato y a matar a todos los samurais de Toranaga en Izú. Naturalmente, me negué a escucharle, y entonces, sin la menor cortesía, ¡me entregó esto! – Señaló furiosamente el rollo con el dedo. – De no haber sido por tu orden de protegerle, ¡lo habría despedazado en el acto! Te pido que revoques esa orden. No puedo vivir con esta vergüenza. ¡He de vengarme!
–¿No ocurrió nada más?
–¿Te parece poco?
Toranaga hizo caso omiso de la rudeza de Yabú y reprendió a Omi:
–Tú tuviste la culpa, ¿neh? ¿Por qué no protegiste mejor a tu señor? Se supone que eres su consejero. Tenías que haberle servido de escudo. Tenías que haber hecho que el señor Zataki se confiase, tratar de averiguar lo que pretende Ishido, lo que estaba dispuesto a pagar, los planes que tiene. Tienes fama de consejero experto. Tuviste una oportunidad excelente y la desperdiciaste como un palurdo.
Omi inclinó la cabeza.
–Te ruego que me perdones, señor.
–Yo podría hacerlo, pero no sé cómo podrá el señor Yabú. Tu señor aceptó el pergamino. Ahora está comprometido. Ahora tiene que tomar una decisión.
–¿Qué? – exclamó Yabú.
–¿Por qué crees que hice lo que hice? Desde luego, para ganar tiempo -dijo Toranaga.
–Pero, ¡un día! ¿Qué vale un día? – preguntó Yabú.
–¡Quién sabe! Un día más para ti es un día menos para el enemigo. – Toranaga volvió a mirar a Omi.– El mensaje de Ishido, ¿fue verbal o por escrito?
Fue Yabú quien contestó:
–Verbal, naturalmente.
Toranaga siguió mirando fijamente a Omi.
–Faltaste a tu deber para con tu señor y para conmigo.
–Por favor, discúlpame…
–¿Qué dijiste, exactamente?
Omi no respondió.
–¿Has olvidado también los buenos modales? ¿Qué dijiste?
–Nada, señor. No dije nada.
–¿Qué?
–No dijo nada a Zataki -terció Yabú-, porque no estaba presente. Zataki quiso hablar a solas conmigo.
–¡Oh! – Toranaga ocultó su satisfacción, al ver que Yabú confesaba lo que él había presumido ya y que ahora se mostraba como una parte de la verdad.– Por favor, discúlpame, Omi-san. Como es natural, suponía que habías estado presente.
–Fue culpa mía, señor. Tenía que haber insistido. Tienes razón: no protegí a mi señor -dijo Omi-. Fui poco tenaz. Perdóname, Yabú-sama, perdóname Antes de que Yabú pudiese contestar, Toranaga dijo:
–Quedas perdonado, Omi-san. Si tu señor contrarió tus intenciones, tenía derecho a hacerlo. ¿Fue así, Yabú-sama?
–Sí, sí, pero pensé que no tenía importancia. ¿Crees que yo…?
–Bueno, el daño está ya hecho. ¿Qué piensas hacer?
–Desde luego, despreciar el mensaje como se merece. – Yabú estaba intranquilo.– ¿Crees que no debí cogerlo?
–Desde luego. Podías haber conseguido que te dieran un día para pensarlo. Tal vez más. Incluso semanas -añadió Toranaga, hurgando en la herida, maliciosamente satisfecho de que Yabú hubiese caído en la trampa por su propia estupidez, y sin preocuparse en absoluto de que Yabú hubiese sido sobornado, engatusado o atemorizado para hacerle traición-. Lo siento, pero estás comprometido. Mas no importa, es como tú mismo dijiste: «Cuanto antes elija cada cual su bando, tanto mejor será.» -Se levantó.– No hace falta que volváis esta noche al Regimiento. Cenaréis conmigo. He preparado una diversión.
«Para todos», añadió hablando consigo mismo.
Los hábiles dedos de Kikú iniciaron un acorde, sosteniendo firmemente el plectro. Después empezó a cantar, y la pureza de su voz llenó la noche callada. Todos permanecían arrobados en la espaciosa estancia que daba a la galería y al jardín, subyugados por el extraordinario efecto que producía bajo las temblorosas antorchas, el captar la luz los hilos de oro de su quimono, mientras ella se inclinaba sobre el samisén.
Toranaga miró un momento a su alrededor, alerta al curso de la noche. Junto a él, en uno de los lados, estaba Mariko, sentada entre Blackthorne y Buntaro. En el otro se hallaban Omi y Yabú. El sitio de honor permanecía vacío. Zataki había sido invitado, aunque, naturalmente, había rehusado por motivos de salud, si bien lo habían visto galopar por las colinas del Norte. Naga y unos cuantos guardias bien seleccionados estaban distribuidos alrededor, mientras Gyoko revoloteaba en segundo término. Kikú-san estaba arrodillada en la galería, frente a ellos, de espaldas al jardín, menuda, sola, distante.
«Mariko tenía razón -pensó Toranaga-. Esa cortesana vale su peso en oro.» Estaba encandilado con ella y había menguado su ansiedad por el asunto de Zataki. «¿Volveré a llamarla esta noche, o dormiré solo?» Su virilidad se agitó al recordar la noche pasada.
–¿Querías verme, Gyoko-san? – había preguntado a ésta, en su residencia privada de la fortaleza.
–Sí, señor.
Él había encendido la varilla de incienso convenida.
–Habla, te lo ruego.
–Señor -empezó a decir Gyoko-, ante todo, debo darte humildemente las gracias por el honor que haces a mi pobre casa y a Kikú-san, la primera de mis Damas del Mundo de los Sauces. El precio que he pedido por el contrato es una insolencia, lo sé, y no será firme hasta el amanecer de mañana, momento en que dama Kasigi y dama Toda habrán de decidir, con su sabiduría. Cierto que, si fuese cosa tuya, habrías decidido hace ya tiempo, pues, ¿qué es el despreciable dinero para un samurai y, sobre todo, para el daimío más grande del mundo?
Gyoko abrió una pausa, para dar mayor efecto. No había picado el anzuelo, sino que había movido ligeramente el abanico, cosa que podía interpretarse como irritación por su palabrería, aceptación del cumplido o rechazo del precio, según quisiera ella interpretarlo. Ambos sabían perfectamente quién aprobaría el precio en definitiva.
–¿Qué es el dinero? – siguió diciendo ella-. Sólo un medio de comunicación, como la música de Kikú-san. ¿Qué hacemos, en realidad, en el Mundo de los Sauces, sino comunicar y entretener, iluminar el alma del hombre, aligerar su carga…?
Toranaga contuvo una cáustica respuesta, recordando que la mujer había comprado el tiempo de una varilla por quinientos kikús y que, por ello, merecía un auditorio complaciente. Así, la dejó continuar, escuchándola con un oído, mientras el otro gozaba de la música perfecta de Kikú, que le conmovía profundamente y le infundía una sensación de euforia. Después volvió bruscamente a la realidad, por algo que Gyoko acababa de decir, – ¿Qué?
–Sólo te sugería que tomases el Mundo de los Sauces bajo tu protección y cambiases el curso de la Historia.
–¿Cómo?
–Haciendo lo que siempre has hecho, señor, preocupándote por el futuro del Imperio, más que por el tuyo propio.
–Pero, ¿qué tiene que ver con esto el Mundo de los Sauces?
–Dos cosas, señor. Primera: el Mundo de los Sauces está actualmente entremezclado con el mundo real, en detrimento de ambos. Segundo: nuestras damas no pueden alcanzar la perfección que los hombres tienen derecho a esperar.
–¿Eh? – Una ráfaga del perfume de Kikú, un perfume desconocido para él, excitó su olfato. Había sido perfectamente elegido. Involuntariamente, miró a la joven. Una débil sonrisa, para él solo, se dibujó en los labios de Kikú. Después, ésta bajó los ojos, sus dedos pulsaron las cuerdas, y él las sintió en lo más hondo de su ser. Trató de concentrarse.– Perdón, Gyoko-san, ¿qué estabas diciendo?
–Disculpa mi falta de claridad, señor. En primer lugar, el Mundo de los Sauces debería estar separado del mundo real. Mi Casa de Té de Mishima está en una calle del Sur, otras están desparramadas por toda la ciudad. Lo mismo ocurre con Kioto, en Nara y en todo el Imperio. Incluso en Yedo. Pero yo pensé que Yedo podía marcar la pauta para todo el mundo.
–¿Cómo?
–Todos los demás oficios tienen sus calles o sus barrios exclusivos, señor. Yedo es una ciudad nueva, podrías considerar la conveniencia de establecer una sección especial para tu Mundo de los Sauces. Incluye todas las Casas de Té dentro de esta zona y prohíbe que se establezcan fuera de ella, por modestas que sean.
Toranaga concentró su mente en el asunto, pues la idea era importante. Era tan buena, que se censuró dado que no se le había ocurrido a él. Todas las Casas de Té y todas las cortesanas dentro de un recinto, con esto, la Policía podría vigilarlas fácilmente y vigilar también a sus parroquianos, y se simplificaría la cuestión de los impuestos. También sabía la gran influencia que tenían las Damas de Primera Clase.
–Sí -replicó, sorbiendo su cha-. Reflexionaré sobre lo que acabas de decir. Prosigue.
–Segundo -añadió Gyoko, aguzando su ingenio-, segundo y último: podrías, señor, dividir definitivamente el Mundo de los Sauces. Considera algunas de nuestras damas. Kikú-san, por ejemplo, ha estudiado canto y baile y el samisén desde que tenía seis años. Ha trabajado continuamente y con todo empeño en perfeccionar su arte. Con justicia reconocida por todos, se ha convertido en una Dama de Primera Clase, pues lo merecía por sus peculiares dotes. Pero sigue siendo una cortesana, y hay clientes que quieren divertirse con ella en la cama, además de disfrutar con su arte. Yo creo que habría que crear dos clases de Damas. Primera: las cortesanas de siempre, divertidas, alegres, físicas. Segunda: una nueva clase, que tal vez podríamos designar con la palabra gei-sha: Personas de Arte, personas dedicadas sólo al arte. Los juegos de almohada no figurarían entre los deberes de las gei-shas. Estos serían sólo la conversación, la danza, el canto, la música, y ellas, como especialistas, se entregarían exclusivamente a esta profesión. Que las gei-shas solacen la mente y el espíritu de los hombres, con su belleza, con su gracia y con su arte. Y que las cortesanas satisfagan su cuerpo, también con belleza, su gracia y su arte.
Se sintió de nuevo impresionado por la sencillez y las grandes posibilidades de la idea.
–¿Cómo escogerías una gei-sha?
–Por sus aptitudes. Durante su pubertad, su dueña decidiría su futuro. Y el gremio podría adoptar o rechazar a la aspirante, ¿neh?
–Es una idea extraordinaria, Gyoko-san.
Toranaga interrogó a las dos mujeres. Guardó la información en su memoria, para su futuro empleo, y, después, envió a Kikú al jardín.
–Quisiera que ella se quedara esta noche, Gyoko-san, hasta el amanecer, si no le importa y… si está libre. ¿Querrás preguntárselo? Desde luego, comprendo que debe de estar cansada, después de haber tocado tan espléndidamente durante tanto rato. Pero tal vez acepte. Te agradeceré que se lo preguntes.
–Desde luego, señor, pero sé que ella se sentirá honrada por tu invitación. Y nuestro deber es servirte en todo lo que podamos, ¿neh?
–Sí. Pero, como has dicho con razón, ella es un caso especial. Si está cansada, lo comprenderé perfectamente. Pregúntaselo en seguida, por favor. – Entregó a Gyoko una bolsita de cuero que contenía diez kobán.– Tal vez esto te compensará esta agotadora velada y será una pequeña muestra de agradecimiento por tus ideas.
–Nuestro deber es servir, señor -dijo Gyoko, y él vio que se esforzaba, en vano, por evitar que sus dedos contasen el dinero a través del fino cuero de la bolsa-. Gracias, señor. Si me disculpas, iré a preguntárselo. – Entonces, extraña e inesperadamente, sus ojos se llenaron de lágrimas.– Por favor, acepta las gracias de una mujer vieja y vulgar, por tu cortesía al escucharla. Y es que, si nosotras brindamos placer, nuestra única recompensa suele ser un río de lágrimas. De veras, señor, es difícil explicar lo que siente una mujer… Perdóname, te lo ruego…
–Bueno, Gyoko-san, lo comprendo. No te preocupes. Pensaré en todo lo que me has dicho. ¡Ah, sí! Ambas partiréis conmigo poco después del amanecer. Unos cuantos días en la montaña será un cambio agradable. Supongo que el precio del contrato será aprobado, ¿neh?
Gyoko dio las gracias con una reverencia, se enjugó las lágrimas y dijo, con voz firme:
–¿Puedo preguntar el nombre de la honorable persona para la que se adquirirá el contrato?
–Yoshi-Toranaga-noh-Minowara.
Ahora, en la noche de Yokosé y bajo el aire suave y fresco, absortos todos en la música y el canto de Kikú-san, Toranaga dejó fluir sus pensamientos. Recordó la expresión de orgullo que se había pintado en la cara de Gyoko, y se admiró una vez más de la asombrosa credulidad de la gente. Era chocante que incluso las personas más listas y astutas viesen sólo lo que querían ver, y raras veces mirasen detrás de la más tenue de las pantallas. O ignorasen la realidad, prescindiendo de ella y de la pantalla. Después, cuando todo su mundo se caía en pedazos y se arrodillaban para abrirse el vientre o cortarse el cuello, o se sumían en el mundo helado, se tiraban de los pelos y se rasgaban las vestiduras y maldecían su karma, culpando a los dioses, o al kami, o a la suerte, o a sus señores, o maridos, o vasallos…, a todo y a todos, menos a ellas mismas.
¡Qué extraño!
Miró a sus invitados y vio que todos observaban a la niña…, todos, menos Anjín-san, que parecía irritado e inquieto.
«No te preocupes, Anjín-san -pensó Toranaga, divertido -. Esto no es más que falta de civilización. Pero todo llegará con el tiempo, y si no, no importa, con tal de que obedezcas. De momento, necesito tu susceptibilidad, tu furia y tu violencia.
»Sí, todos estáis aquí. Omi, Yabú, Naga, Buntaro, y tú, Mariko, y Kikú-san e incluso Gyoko, todos mis halcones de Izú adiestrados y a punto. Todos menos uno…, el sacerdote cristiano. Pero pronto llegará tu turno, Tsukku-san. O tal vez el mío.»
El padre Martín Alvito, de la Compañía de Jesús, estaba furioso. Precisamente cuando debía estar preparándose para su encuentro con Toranaga, que requeriría todo su ingenio, tenía que enfrentarse con esta nueva e inesperada abominación.
–¿Qué puedes decir en tu defensa? – gritó al asustado acólito japonés, humildemente arrodillado ante él. Los otros hermanos formaban semicírculo en la pequeña estancia.
–Perdóname, padre, por favor. He pecado -murmuró el hombre, miserablemente-. Perdóname…
–Repito: sólo Dios Todopoderoso, en su sabiduría, puede perdonar. Has cometido un pecado mortal. Has quebrantado tu voto. ¿Y bien?
La respuesta fue casi inaudible:
–Lo siento, padre.
Su nombre de pila era José, y tenía treinta años. Los otros acólitos, todos miembros de la Compañía, tenían de dieciocho a cuarenta años. Todos habían sido tonsurados, eran de noble cuna samurai y habían sido rigurosamente instruidos para el sacerdocio, aunque ninguno de ellos había sido aún ordenado presbítero.
–He confesado, padre -dijo el hermano José, manteniendo inclinada la cabeza.
–¿Crees que eso basta?
Alvito se volvió, impaciente, y se acercó a la ventana. Hasta él llegaba la voz lejana de Kikú-san, dominando los rumores del río. Sabía que hasta que no acabase con la cortesana, no sería llamado por Toranaga. «¡Sucia ramera!», exclamó para sí, más irritado que de costumbre por las discordancias de la canción japonesa, y sintiendo crecer su indignación por la traición de José.
–Escuchad, hermanos -advirtió Alvito a los demás, volviéndose de nuevo a ellos-. Estamos juzgando al hermano José, que, la noche pasada, estuvo con una ramera, quebrantando así sus votos de castidad y de obediencia, mancillando su alma inmortal, su condición de jesuíta, su lugar en la Iglesia, y todo lo que esto significa. Ante Dios, os pregunto a todos: ¿habéis hecho lo mismo?
Todos negaron con la cabeza.
–¿Lo habéis hecho alguna vez?
–No, padre.
–¡Tú, pecador! ¿Confiesas tu pecado ante Dios?
–Sí, padre, ya he con…
–¿Ha sido la primera vez?
–No, no ha sido la primera vez -repuso José-. Fui… fui con otra hace cuatro noches, en Mishima.
–Pero…, ¡pero ayer dijimos misa! ¿Comulgaste sin confesar, en pecado mortal?
El hermano José estaba pálido de vergüenza. Vivía en la comunidad con los jesuítas desde que tenía ocho años.
–Fue…, fue la primera vez, padre. No había pecado en toda mi vida. Pero fui tentado, y, que me perdone la Santísima Virgen, esta vez pequé. Tengo treinta años. Soy un hombre…, todos somos hombres. Por favor, el Señor Jesús perdonó a los pecadores, ¿por qué no puedes tú perdonarme? Somos hombres…
–¡Somos sacerdotes!
–No somos verdaderos sacerdotes. No hemos profesado, ¡ni siquiera hemos sido ordenados! No podemos hacer el cuarto voto como tú -replicó José, enfurruñado-. Otras comunidades ordenan a sus hermanos, pero no los jesuitas. ¿Por qué no podemos…?
–¡Calla!
–¡Por el amor de Dios, padre!, ¿por qué no puede ordenarse uno solo de nosotros? ¡Alguien tenía que atreverse a preguntártelo! – José se había puesto en pie.– Llevo estudiando dieciséis años. El hermano Mateo, veintitrés, Juliáo, aún más. Sabemos las oraciones, y el catecismo, y los himnos mejor que tú, y Miguel y yo hablamos latín además de portu…
–¡Basta!
…portugués, y predicamos y discutimos con los budistas y con todos los demás idólatras, y hacemos la mayor parte de las conversiones. ¡Lo hacemos nosotros. En nombre de Dios y de la Virgen, ¿qué pasa con nosotros? ¿Por qué no valemos para jesuítas? ¿Será porque no somos portugueses o españoles? ¿Por qué no hay un solo japonés ordenado jesuita?
–¡Cállate de una vez!
–¡Incluso hemos estado en Roma Miguel, Juliáo y yo! – estalló José-. Tú no has estado nunca en Roma, ni has conocido al padre general ni a Su Santidad el Papa, como nosotros…
–Lo cual es otra razón para que no discutas. Has hecho voto de castidad, de pobreza y de obediencia. Fuiste elegido entre muchos, favorecido entre muchos, y ahora has dejado, desgraciadamente, que tu alma se corrompa hasta el punto de…
–Perdona, padre, pero no creo que fuese un privilegio gastar ocho años en ir allá y volver, si todos nuestros estudios, oraciones y predicaciones no nos sirven para ser ordenados tal como se nos prometió…
–¡Te prohibo que sigas hablando! ¡Te ordeno que te calles! – Después, en el terrible silencio, Alvito miró a los otros, que, alineados junto a la pared, escuchaban y observaban con atención.– Todos seréis ordenados a su debido tiempo. Pero tú, José…
–¿Cuándo llegará ese momento? – inquirió José.
–Cuando Dios lo quiera -replicó Alvito, pasmado por la descarada rebeldía del acólito y sintiendo estallar su celo-. ¡Ponte de rodillas!
El hermano José trató de sostener su mirada, pero no pudo. Entonces, superado su arranque de furia, suspiró, hincó las rodillas y bajó la cabeza.
–Que Dios se apiade de ti. Has confesado tu odioso pecado mortal, eres culpable de quebrantar los votos de castidad y obediencia a tus superiores. Y culpable de una insolencia inconcebible. ¿Cómo te atreves a discutir las órdenes de nuestro general sobre la política de la Iglesia? Has puesto en peligro tu alma inmortal. Has ofendido a tu Dios, a tu Compañía, a tu familia y a tus amigos. Tu caso es grave y deberé tratarlo con el visitador general. Hasta entonces, no podrás confesar ni comulgar, ni tomar parte en los oficios… -Los hombros de José empezaron a temblar de angustia y remordimiento. – Como penitencia inicial, se te prohíbe hablar, sólo tomarás arroz y agua durante treinta días, pasarás treinta noches de rodillas, rezando a la Santísima Virgen para que perdone tus odiosos pecados, y, además, serás azotado. Treinta azotes. Quítate la sotana.
Los hombros de José dejaron de temblar. Este levantó la cabeza.
–Acepto toda la penitencia que me has impuesto, padre -dijo-, y pido perdón con todo mi corazón y toda mi alma. Pero no quiero que me azoten como a un vulgar criminal.
–¡Serás azotado!
–Por favor, discúlpame, padre -dijo José-, en nombre de la Santísima Virgen. No es por el dolor. El dolor no significa nada para mí, ni tampoco la muerte. Si soy condenado y tengo que arder eternamente en el infierno, será mi karma y lo soportaré. Pero soy samurai, pertenezco a la familia del señor Harima.
–Tu orgullo me da asco. No te castigo por el dolor, sino para quitarte tu asqueroso orgullo. ¿Un criminal vulgar? ¿Dónde está tu humildad? Nuestro Señor Jesucristo padeció tormentos. Y murió entre dos delincuentes comunes.
–Sí, y aquí está nuestro mayor problema, padre.
–¿Qué?
–Por favor, disculpa mi audacia, padre, pero si el Rey de Reyes no hubiese muerto en la cruz como un criminal vulgar, los samurais aceptarían…
–¡Basta!
…más fácilmente el cristianismo. La Compañía hace muy bien en no predicar a Cristo crucificado, como suelen hacer las otras órdenes.
–En nombre de Dios, ¡calla y obedece, si no quieres ser excomulgado! ¡Sujetadlo y desnudadlo!
Los otros salieron de su inmovilidad y se adelantaron, pero José se puso en pie de un salto, sacó un cuchillo, se puso de espaldas a la pared. Todos se detuvieron en seco. Salvo el hermano Miguel, que siguió avanzando, despacio, tranquilo, con la mano extendida.
–Por favor, dame el cuchillo, hermano -dijo, amablemente.
–No. Perdóname.
–Entonces, reza por mí, hermano, como yo rezo por ti -sugirió Miguel, disponiéndose a coger el arma.
José retrocedió unos pasos y se dispuso a descargar el golpe mortal.
–Perdóname, Miguel.
Miguel se acercó más.
–¡Detente, Miguel! ¡Déjalo! – ordenó Alvito.
Miguel obedeció, ya a pocos centímetros de la hoja mortal.
Entonces, Alvito, que había palidecido, dijo:
–Que Dios se apiade de ti, José. Quedas excomulgado. Satanás ha poseído tu alma en la tierra, como la poseerá cuando mueras. ¡Vete!
–¡Renuncio al Dios cristiano! ¡Soy japonés, soy shinto! ¡He recobrado mi alma! ¡No tengo miedo! – gritó José-. Sí, soy orgulloso, no soy como los bárbaros. Los japoneses no somos bárbaros. Ni siquiera nuestros campesinos son bárbaros.
Alvito trazó solemnemente la señal de la cruz y volvió la espalda, impávido, al cuchillo. Los otros se volvieron también, la mayoría de ellos, con tristeza, aún temerosos, los demás. Sólo Miguel se quedó donde estaba, mirando a José, el cual se arrancó la cruz y el rosario, y ya se disponía a tirarlos, cuando Miguel alargó de nuevo la mano.
–Dámelo, hermano, por favor. Es un pequeño regalo -dijo.
José lo miró un largo instante y se lo dio.
–Rezaré por ti -dijo Miguel.
–¿No lo has oído? ¡He renunciado a Dios!
–Yo rezaré a Dios para que Él no renuncie a ti, Uraga-noh-Tadamasa-san.
–Perdóname, hermano -dijo José.
Se guardó el cuchillo, abrió la puerta, recorrió a ciegas el pasillo y salió a la galería. Varias personas lo observaron con curiosidad, entre ellas Uo el pescador, que esperaba pacientemente en la sombra. José cruzó el patio y se dirigió al portal. Un samurai le cerró el paso.
–¡Alto!
José se detuvo.
–¿Adónde vas, por favor?
–Perdona, pero… no lo sé.
–Estoy al servicio del señor Toranaga. Lo siento, pero no he podido dejar de oír lo ocurrido ahí. Toda la posada debe de haberlo oído. Una vergonzosa falta de modales… Tu jefe hizo mal en gritar de esa manera y perturbar la tranquilidad. Y tú, también. Yo estoy aquí de vigilancia. Creo que lo mejor es que te presentes al oficial de guardia.
–¿Qué? ¡Ah…, sí! Disculpa -murmuró José, tratando de hacer funcionar su cerebro.
–Está bien. Gracias.
El samurai se volvió, porque otro se acercaba por el puente. El recién llegado saludó.
–Voy a buscar a Tsukku-san, de parte del señor Toranaga.
–Está bien. Te están esperando.
El padre Alvito se detuvo a diez pasos de distancia, se arrodilló y se inclinó ceremoniosamente, iniciando las formalidades de costumbre.
Toranaga estaba sentado solo en el estrado, y los guardias formaban un semicírculo a su alrededor, a una distancia desde la que nada podían oír. Sólo Blackthorne estaba más cerca, apoyado en el estrado, tal como le habían ordenado, y taladrando al cura con los ojos. Alvito pareció no reparar en él.
–Me alegro de verte, señor -dijo el padre Alvito, en cuanto se lo permitió la cortesía.
–Y yo de verte a ti, Tsukku-san -dijo Toranaga, invitando al sacerdote a sentarse en un cojín colocado sobre un tatami, en el suelo, ante el estrado-. Hacía tiempo que no te veía.
–Sí, señor, y hay mucho que contar. – Alvito se dio perfecta cuenta de que el cojín estaba en el suelo y no en el estrado, y también advirtió los sables de samurai que llevaba Blackthorne-. Traigo un mensaje confidencial de mi superior, el padre visitador, que te saluda con todo respeto.
–Gracias, pero antes háblame de ti.
–¡Ah, señor! – exclamó Alvito, sabiendo que Toranaga era demasiado listo para no haber advertido el remordimiento que le roía por dentro, por más que trataba de ocultarlo-. Esta noche comprendo demasiado bien mis propias faltas. Esta noche quisiera olvidar mis deberes terrenales y retirarme a rezar, a implorar la misericordia de Dios. – Estaba avergonzado de su propia falta de humildad. Aunque el pecado de José era horrible, Alvito se había precipitado y dejado llevar por la ira y la estupidez. Él tenía la culpa de que un alma se hubiese perdido para siempre.– Nuestro Señor dijo una vez: «Padre, aparta de mí este cáliz.» Pero incluso él tuvo que apurarlo. Y nosotros, los que estamos en el mundo, debemos tratar de seguir su ejemplo lo mejor posible.
–¿Cuál ha sido tu «cáliz», viejo amigo?
Alvito se lo explicó todo. No veía razón para ocultar los hechos pues Toranaga no tardaría en enterarse, si es que no se había enterado ya.
–Es muy triste perder a un hermano, es terrible hacer de él un desdichado, por muy grave que fuese su falta. Debí ser más paciente. Yo tuve la culpa.
–¿Dónde está él ahora?
–No lo sé, señor.
Toranaga llamó a uno de los guardias.
–Busca al cristiano renegado y tráemelo mañana al mediodía -ordenó, y el samurai se alejó rápidamente.
–Te suplico que te apiades de él, señor -dijo rápidamente Alvito, con toda sinceridad, aunque sabía que no serviría de mucho, si Toranaga había tomado ya una resolución.
De nuevo lamentó que la Compañía no tuviese poder civil para detener y castigar a los apóstatas, como en todos los demás lugares del mundo. Él lo había recomendado con insistencia, pero sus proposiciones habían sido siempre rechazadas en el Japón, e incluso en Roma, por el general de la Orden.
–¿Por qué no son ordenados sacerdotes en vuestra Compañía, Tsukku-san?
–Porque ninguno de nuestros acólitos está todavía lo bastante instruido, señor.
Alvito creía esto sinceramente. También se oponía tenazmente a la creación de un clero jesuita de japoneses ordenados, contra el criterio del padre Visitador.
–Pero dos o tres de esos aprendices de sacerdotes hablan latín y portugués, ¿neh? Es verdad lo que dijo aquel hombre, ¿neh? ¿Por qué no han sido elegidos?
–Lo siento, pero el general de nuestra Compañía considera que no están lo suficientemente preparados. Quizá la trágica caída de José sea un ejemplo.
–Sí -admitió Toranaga-. Mala cosa es quebrantar un juramento solemne y gritar y turbar la armonía de una posada.
–Discúlpame, señor, y perdona que haya mencionado mis problemas. Gracias por escucharme. Como siempre, tu interés hace que me sienta mejor. ¿Me permites saludar al capitán?
Toranaga asintió.
–Debo felicitaros, capitán -dijo Alvito, en portugués-. Los sables os sientan muy bien.
–Gracias, padre, estoy aprendiendo a emplearlos -añadió Blackthorne -. Pero lamento decir que todavía soy muy torpe con ellos. Prefiero las pistolas, los cuchillos y los cañones, si tengo que luchar.
–Ojalá no tengáis que volver a luchar, capitán, y que vuestros ojos se abran a la infinita misericordia de Dios.
–Los tengo abiertos. Los vuestros están nublados.
–Por la salvación de vuestra alma, capitán, mantenedlos abiertos y abrid también la mente. Podéis estar equivocado. En todo caso, debo daros las gracias por salvar la vida al señor Toranaga.
–¿Quién os lo dijo?
Alvito no respondió. Se volvió a Toranaga.
–¿Qué habéis dicho? – preguntó éste, rompiendo el silencio.
Alvito se lo dijo, y añadió:
–Aunque es un pirata enemigo de mi fe, celebro que te salvase, señor. Los designios de Dios son inescrutables. Lo has honrado mucho haciéndolo samurai.
–También es hatamoto -añadió Toranaga, gozando con el momentáneo asombro del cura-. ¿Has traído un diccionario?
–Sí, señor, y varios de los mapas que pediste, que muestran algunas bases portuguesas en la ruta desde Goa. El libro está en mi equipaje. ¿Puedo enviar a alguien a buscarlo, o prefieres que se lo dé a él más tarde, personalmente?
–Dáselo más tarde. Esta noche o mañana. ¿Trajiste también el informe?
–¿Sobre las armas que se dice que fueron traídas de Macao? El padre Visitador lo está preparando, señor.
–¿Y el número de mercenarios japoneses empleados en cada una de vuestras nuevas bases?
–El padre Visitador ha pedido datos actualizados de todas ellas, que te entregaremos en cuanto estén completos.
–Bien. Ahora dime cómo te enteraste de mi salvamento.
–Casi todo lo que sucede a Toranaga-noh-Minowara es objeto de rumores y comentarios. Al venir de Mishima, nos enteramos de que habías estado a punto de perecer en el terremoto, señor, y de que el Bárbaro de Oro te había sacado de una sima. También se dijo que tú habías hecho lo mismo por él y por una dama… Supongo que se trataría de dama Mariko.
Toranaga asintió.
–Sí. Ahora está en Yokosé. – Pensó un momento y, después, dijo: – Mañana desearía confesarse, según vuestras costumbres. Pero sólo de cosas que nada tengan que ver con la política. Supongo que esto excluye todo lo que pueda tener algo que ver conmigo o con mis hatamotos, ¿neh? También se lo he explicado a ella.
Alvito se inclinó, comprensivo.
–Con tu permiso -dijo -, ¿podría decir una misa para todos los cristianos aquí presentes, señor? Naturalmente, sería un acto muy discreto. ¿Mañana?
–Lo pensaré. – Toranaga siguió hablando un rato de cosas insustanciales, y después, dijo:- ¿Traes un mensaje para mí? ¿De tu Sumo Sacerdote?
–Con toda humildad, señor, debo insistir en que es mensaje confidencial.
Toranaga fingió reflexionar, aunque había proyectado exactamente el desarrollo del encuentro y dado a Anjín-san instrucciones concretas sobre lo que había de hacer y decir.
–Está bien. – Se volvió a Blackthorne.– Puedes irte, Anjín-san, hablaremos más tarde.
–Sí, señor -respondió Blackthorne-. Perdona… El Buque Negro. ¿Llegó a Nagasaki?
–¡Oh, sí! Gracias -dijo Toranaga, contento de que la pregunta de Anjín-san pareciese espontánea-. Bueno, Tsukku-san, ¿ha atracado ya?
Alvito quedó sorprendido por el japonés de Blackthorne y turbado por la pregunta.
–Sí, señor. Atracó hace catorce días.
–Catorce días, ¿eh? – observó Toranaga-. ¿Has comprendió, Anjín-san?
–Sí. Gracias.
–Bien. Si tienes algo más que preguntar a Tsukku-san, lo harás más tarde, ¿neh?
–Sí, señor. Con tu permiso.
Blackthorne se levantó, hizo una reverencia y se marchó. Toranaga lo observó mientras se alejaba.
–Un hombre muy interesante… para ser pirata. Bueno, ante todo, háblame del Buque Negro.
–Llegó felizmente, señor, con el mayor cargamento de seda que jamás se haya visto. – Alvito trató de parecer entusiasmado.– Surte efecto el convenio entre los señores Harima, Kiyama, Onoshi y tú. El año próximo, por estas fechas, tu tesoro se habrá enriquecido en decenas de millares de kobán. La calidad de la seda es excelente, señor. He traído una copia del inventario para tu intendente. El capitán general Ferriera te manda sus respetos, esperando verte pronto personalmente. Este ha sido el motivo de mi tardanza en venir a verte. El Visitador general me envió urgentemente de Osaka a Nagasaki, para asegurarnos de que todo estaba en orden. Precisamente cuando salía de Nagasaki, me enteré de que estabas en Izú, y por eso vine lo más rápidamente que pude por barco, hasta Puerto Nimazú, con una de nuestras más rápidas embarcaciones, después fuimos por vía terrestre. En Mishima me encontré con el señor Zataki y le pedí permiso para unirme a su comitiva.
–¿Está aún tu barco en Nimazú?
–Sí, señor. Allí me espera.
–Bien. – Toranaga se preguntó si le convenía o no enviar a Mariko a Osaka en aquel barco, pero resolvió estudiar esto más tarde.– Por favor, entrega el inventario al intendente esta noche.
–Sí, señor.
–¿Está resuelto lo concerniente a los embarques de este año?
–Sí, por completo.
–Bien. Pasemos ahora a lo otro. A lo importante.
Alvito notó que se le secaban las manos.
–Ni el señor Kiyama ni el señor Onoshi se avienen a abandonar al señor Ishido. Lo siento, pero no quieren pasarse a tu bando, a pesar de nuestras enérgicas sugerencias.
–¡Ya advertí que deseaba algo más que sugerencias! – exclamó Toranaga con voz dura e incisiva.
–Lamento traer malas noticias, señor, pero nadie querrá declararlo públicamente…
–¿Públicamente, dices? ¿Y si es en privado, en secreto?
–En privado se mostraron tan reacios como en púb…
–¿Hablasteis con ellos juntos, o por separado?
–Juntos y por separado y con absoluta reserva, pero nada de lo que les sugerimos…
–¿Sólo les «sugeristeis» un curso de acción? ¿No les ordenasteis nada?
–Como dijo el padre Visitador, señor, no podemos ordenar a ningún daimío ni a ningún…
–¡Ah! Pero podéis ordenar a uno de vuestros fieles, ¿neh?
–Sí, señor.
–¿Los amenazasteis con excomulgarles?
–No, señor.
–¿Por qué no?
–Porque no han cometido ningún sacrilegio -replicó Alvito con firmeza, tal como había convenido con Dell’Aqua-. Discúlpame, señor, pero nosotros no hacemos las leyes divinas, de la misma forma que no haces tú el código de bushido, el Camino del Guerrero. Tenemos que aceptar lo que…
–Excomulgáis a un pobre imbécil por un acto tan natural como ir con una mujer y, en cambio, cuando dos de vuestros conversos se comportan de un modo antinatural e incluso traidoramente, y yo, que soy vuestro amigo, os pido ayuda urgente, os limitáis a hacer «sugerencias». Comprendes la gravedad de esto, ¿neh?
–Lo siento, señor. Perdona, pero…
–Tal vez no te perdone, Tsukku-san. Como suele decirse, ha llegado el momento de elegir un bando -dijo Toranaga.
–Nosotros estamos contigo, señor. Pero no podemos ordenar al señor Kiyama o al señor Onoshi que…
–Afortunadamente, yo puedo dar órdenes a mi cristiano.
–¿Señor…?
–Puedo dejar en libertad a Anjín-san. Con su barco. Con sus cañones.
–Ten cuidado, señor. El capitán es diabólicamente listo, pero es un hereje, un pirata, y no se puede confiar en él.
–Aquí, Anjín-san es samurai y hatamoto. En el mar, tal vez sea un pirata. Y, si lo es, supongo que atraería a otros muchos corsarios y wako a su lado. Lo que haga un extranjero en alta mar es sólo de su incumbencia, ¿neh? Nuestra política ha sido siempre así, ¿neh?
Alvito guardó silencio y se estrujó el cerebro. Nadie habría podido pensar que el inglés se acercase tanto a Toranaga.
–Esos dos daimíos cristianos, ¿no aceptarían ningún compromiso, aunque fuera secreto?
–No, señor. Nosotros tratamos de…
–¿Ninguna concesión?
–No, señor…
–¿Ningún cambalache, arreglo o compromiso, nada?
–No, señor. Nosotros intentamos todos los medios de persuasión. Puedes creerme. – Alvito sabía que estaba en una trampa y no podía ocultar su desesperación.– Si sólo hubiese sido yo, sí, los habría amenazado con la excomunión, aunque habría sido una amenaza falsa, porque nunca la habría hecho realidad, a menos que hubiesen cometido algún pecado mortal y se hubiesen negado a confesarlo y expiarlo. Pero incluso la posibilidad de un beneficio temporal estaría muy mal por mi parte, señor, sería un pecado mortal. Arriesgo la condenación eterna.
–¿Estás diciendo que si pecasen contra tu credo los excomulgarías?
–Sí. Pero no digo que esto sirviese para atraerlos a tu bando, señor. Discúlpame, pero… de momento, están absolutamente contra ti. Lo siento, pero es la verdad. Ambos lo expresaron claramente, juntos y a solas. Ruego a Dios para que los haga cambiar de modo de pensar. El padre Visitador y yo te dimos nuestra palabra, ante Dios, de que lo intentaríamos. Y hemos cumplido nuestra promesa. Por desgracia, hemos fracasado.
–Entonces, perderé -dijo Toranaga-. Lo sabes, ¿no? Si mantienen su alianza con Ishido, todos los daimíos cristianos estarán de su parte. Y perderé. Veinte samurais contra cada uno de los míos, ¿neh?
–Sí.
–¿Cuál es su plan? ¿Cuándo me atacarán?
–No lo sé, señor.
–¿Me lo dirías si lo supieses?
–Sí, te lo diría.
«Lo dudo -pensó Toranaga, y contempló la noche, abrumado por la carga de su preocupación-. ¿Habrá que recurrir, a fin de cuentas, a Cielo Carmesí?», pensó desesperado. ¿El estúpido y desesperado ataque contra Kioto?
Odiaba la vergonzosa jaula en la que se veía encerrado. Como el Taiko y Goroda antes que él, había tolerado a los curas cristianos, porque éstos eran inseparables de los portugueses, como los tábanos de un caballo, y tenían un poder temporal y espiritual absoluto sobre su indócil rebaño. Sin los curas, no había comercio. Su buena voluntad como negociadores e intermediaros en la operación del Buque Negro era vital porque hablaban el idioma y gozaban de la confianza de ambas partes, y si se les prohibía definitivamente a los sacerdotes la entrada en el Imperio, todos los bárbaros se marcharían en sus barcos para no volver jamás. Recordó la vez en que el Taiko había intentado librarse de los curas sin dejar de fomentar el comercio. Durante dos años, no hubo Buque Negro. Los espías informaron de que el jefe supremo de los sacerdotes, asentado como una venenosa araña negra en Macao, había ordenado interrumpir su comercio, como represalia por los Decretos de Expulsión, sabedores de que el Taiko acabaría por humillarse. El tercer año, el Taiko había tenido que resignarse a lo inevitable e invitar a los sacerdotes a volver, cerrando los ojos a sus propios Edictos y a la traición y rebelión que los sacerdotes habían fomentado.
«No hay escapatoria a esta realidad -pensó Toranaga-. Ninguna. No creo lo que dice Anjín-san, que el comercio es tan esencial para los bárbaros como lo es para nosotros, que su codicia les obligaría a comerciar, con independencia de lo que hiciésemos a los curas. El riesgo es demasiado grande, y no tengo tiempo ni fuerza para ello. Lo intentamos una vez más y fracasamos. ¿Quién sabe? Quizá los sacerdotes podrían tenernos incomunicados durante diez años: son lo suficiente despiadados. Si los sacerdotes ordenan que no haya comercio, creo que no lo habrá. No podremos aguantar diez años, ni siquiera cinco. Si echamos a todos los bárbaros, al bárbaro inglés le costará arreglarlo veinte años, si es que Anjín-san dice la verdad y si… ¡cuántos síes!, si los chinos convienen en comerciar con ellos contra los bárbaros del Sur. No creo que los chinos cambien de táctica. Nunca lo han hecho. Veinte años es demasiado… demasiado…
»No hay escapatoria de esta realidad. O de la peor realidad de todas, el espectro que petrificó en secreto a Goroda y al Taiko, está levantando ahora su horrible cabeza: si los fanáticos y temerarios curas cristianos se ven demasiado apurados, pondrán toda su influencia y su poder comercial y su fuerza en el mar al servicio de uno de los grandes daimíos cristianos. Más aún: montarán una fuerza invasora de fanáticos conquistadores, con armaduras de hierro y los más modernos mosquetes, para apoyar a este daimío cristiano…, como casi hicieron la última vez. Ellos solos, por muchos que fuesen los bárbaros invasores y sus sacerdotes, nada podrían contra nuestras fuerzas unidas, numéricamente muy superiores. Como vencimos a las hordas de Kublai Kan, así triunfaríamos de cualquier invasor. Pero, aliados a uno de los nuestros, a un gran daimío cristiano con ejércitos de samurais, y contando con las guerras civiles que se producirían en todo el Reino, podrían dar en definitiva, a este daimío, el poder absoluto sobre todos nosotros.
»¿Kiyama u Onoshi? Salta a la vista que éste debe ser el plan del cura. El momento es perfecto. Pero, ¿qué daimío?
»Inicialmente, los dos, ayudados por Harima de Nagasaki. Pero, ¿quién enarbolará la última bandera? Kiyama…, porque Onoshi, el leproso, ya no es de este mundo, y la recompensa de Onoshi por ayudar a su odiado enemigo y rival, Kiyama, sería una vida eterna y feliz garantizada, en el cielo de los cristianos, con un asiento permanente a la derecha de su Dios.
»Entre ambos, tienen ahora cuatrocientos mil samurais. Su base está en Kiusiu, una isla fuera de mi alcance. Los dos juntos podrían dominar fácilmente toda la isla, después, tendrían tropas innumerables, comida en abundancia, todos los barcos necesarios para una invasión, toda la seda, y Nagasaki. En todo el país, hay quizás otros quinientos o seiscientos mil cristianos. De éstos, más de la mitad, los conversos de los jesuítas, son samurais, lindamente repartidos entre las fuerzas de todos los daimíos, un formidable depósito de posibles espías, traidores o asesinos…, si los curas lo ordenasen. ¿Y por qué no habrían de ordenarlo? Obtendrían algo que aprecian más que su propia vida: el poder absoluto sobre todas las almas y, por ende, sobre el alma de este País de los Dioses -para heredar nuestra tierra y todo lo que contiene- como ha ocurrido ya cincuenta veces, según dice Anjín-san, en su Nuevo Mundo… Convierten a un rey y después lo utilizan contra su gente, hasta que se apoderan de todo el país.
»A esa pequeña banda de sacerdotes bárbaros, les es muy fácil conquistarnos. ¿Cuántos hay en el Japón? Cincuenta o sesenta. Pero tienen el poder. Y la fe. Están dispuestos a morir alegremente por sus creencias, con orgullo y con bravura, con el nombre de su Dios en los labios. Lo vimos en Nagasaki, cuando cometió el Taiko su desastroso error. Ningún sacerdote abjuró, decenas de millares de personas presenciaron la quema, decenas de millares se convirtieron, y este «martirio» dio un prestigio inmenso a la religión cristiana. Los sacerdotes cristianos se aprovechan desde entonces de tal prestigio.
»Para mí, los curas han fracasado, pero esto no les desviará del curso que se han trazado. Esto es también una realidad.
»Así, pues, es Kiyama.
»¿Está ya trazado el plan, a espaldas de Ishido y de dama Ochiba y del propio Yaemón? ¿Ha pactado ya Harima secretamente con ellos? ¿Debo lanzar inmediatamente a Anjín-san contra el Buque Negro y Nagasaki?
»¿Qué debo hacer?
»Lo de siempre. Tener paciencia, buscar la armonía, desterrar las preocupaciones acerca de mí o de ti, de la Vida o de la Muerte, Olvido o Vida Venidera, el Ahora o el Entonces, y urdir un nuevo plan. Pero, ¿cuál? – habría querido gritar, desesperado-. ¡No hay ninguno!.»
–Me llena de tristeza que aquellos dos apoyen al verdadero enemigo.
–Juro que hicimos todo lo posible, señor -dijo Alvito, quien lo miró compasivamente, comprobando la aflicción de su espíritu.
–Sí, lo creo. Creo que tú y el padre Visitador cumplisteis vuestra solemne promesa, por consiguiente, cumpliré la mía. Podéis empezar a construir en seguida vuestro templo en Yedo. El terreno ha sido reservado. No puedo prohibir a los sacerdotes, los otros Peludos, la entrada en el Imperio, pero, al menos, puedo declararlos no gratos en mis dominios. Los nuevos bárbaros tampoco serán gratos, si llegan alguna vez. En cuanto a Anjín-san… -Toranaga se encogió de hombros.– Pero el tiempo que todo esto… bueno, eso es karma, ¿neh?
Alvito dio fervientes gracias a Dios por Su misericordia, ante la inesperada absolución.
–Gracias, señor -dijo, casi incapaz de hablar-. No te arrepentirás de esto. Rezaré para que tus enemigos sean barridos como escoria y para que alcances el premio del Cielo.
–Perdona mis duras palabras. Fueron fruto de la ira. Hay tantas cosas que… -Toranaga se levantó pesadamente.– Tienes mi permiso para celebrar mañana tu oficio, viejo amigo.
–Gracias, señor -dijo Alvito, inclinándose profundamente y compadeciendo a aquel hombre normalmente tan majestuoso-. Gracias de todo corazón. Que Dios te bendiga y te guarde.
Toranaga entró en la posada arrastrando los pies, seguido de sus guardias.
–¡Naga-san! – llamó.
–Sí, padre -dijo el joven, corriendo hacia él.
–¿Dónde está dama Mariko?
–Allí, señor, con Buntaro-san -dijo Naga, señalando la casita de té iluminada con faroles en el recinto del jardín, y en la que se percibían sombras de figuras-. ¿Debo interrumpir el cha-no-yu?
El cha-no-yu era una Ceremonia del Té sumamente ritual.
–No. Esto no debe interrumpirse nunca. ¿Dónde están Omi y Yabú-san?
–En su posada, señor -dijo Naga, indicando el edificio bajo del otro lado del río, cerca de la orilla opuesta.
–¿Quién la eligió?
–Yo lo hice, señor. Discúlpame, pero dijiste que les buscase alojamiento al otro lado del puente. ¿Te entendí mal?
–¿Y Anjín-san?
–Está en su habitación, señor. Esperando, por si lo necesitas.
Toranaga negó con la cabeza.
–Lo veré mañana. – Después de una pausa, dijo con la misma voz distraída:- Voy a tomar un baño. Después, no quiero que nadie me moleste hasta el amanecer, salvo que…
Naga lo observó inquieto, al ver que su mirada se perdía en el espacio, y su actitud lo desconcertó.
–¿Estás bien, padre?
–¿Qué? ¡Oh! Sí, sí, estoy bien. ¿Por qué?
–Por nada…, discúlpame. ¿Piensas todavía salir de caza al amanecer?
–¿De caza? ¡Ah, sí! Es una buena idea. Gracias por sugerirlo, sí, sería muy conveniente. Veremos. Está bien, buenas noches… ¡Oh! He dado permiso a Tsukku-san para que diga una misa mañana. Pueden asistir todos los cristianos. Y tú también irás.
–¿Señor?
–El día Primero de Año te harás cristiano.
–¿Yo?
–Sí. Por tu libre voluntad. Díselo privadamente a Tsukku-san.
–¿Señor?
Toranaga se volvió furiosamente a él.
–¿Estás sordo? ¿No comprendes una cosa tan sencilla?
–Perdóname, padre. Sí. Comprendo.
–Bien.
Toranaga volvió a su actitud distraída, y se alejó, seguido de su guardia personal. Todos los samurais se inclinaron reverenciosamente, pero él no les correspondió.
Un oficial se acercó a Naga, también lleno de inquietud.
–¿Qué le ocurre a nuestro señor?
–No lo sé, Yoshinaka-san. – Naga miró hacia el claro. Alvito acababa de salir y se dirigía al puente, escoltado por un solo samurai.– Debe de ser algo relacionado con ése.
–Nunca he visto al Señor Toranaga andar tan pesadamente. Nunca. Dicen… dicen que el sacerdote es un mago, un brujo. Debe de serlo cuando habla nuestro idioma tan bien, ¿neh? ¿Habrá hechizado a nuestro Señor?
–No, nunca. A mi padre no.
–Los bárbaros me dan escalofríos, Naga-san. ¿Te has enterado de la pelea? Tsukku-san y su banda, gritando y riñendo como mal educados eta…
–Sí. Lamentable. Estoy seguro de que ese hombre ha destruido la armonía de mi padre.
–Si me lo preguntas, te diré que una flecha en el cuello de ese cura ahorraría muchos disgustos a nuestro señor.
–Sí.
–Tal vez deberíamos enterar a Buntaro-san de lo que ocurre al señor Toranaga. Es nuestro oficial superior.
–Sí, pero más tarde. Mi padre me dijo que no debía interrumpir el cha-no-yu. Esperaré a que haya terminado.
En la paz y tranquilidad de la casita, Buntaro abrió ceremoniosamente la cajita de loza del té, de la Dinastía Tang, y, con igual cuidado, tomó la cucharilla de bambú, iniciando la parte final del rito. Recogió hábilmente la cantidad exacta de polvo verde y lo depositó en la taza de porcelana sin asas. Una antigua tetera de hierro hervía sobre el carbón. Con la misma pausada elegancia, Buntaro vertió el agua hirviente en la taza, volvió a colocar la tetera sobre la trébede, y removió suavemente el polvo y el agua con el batidor de bambú, para mezclarlos perfectamente.
Añadió una cucharada de agua fría, hizo una reverencia a Mariko, que estaba arrodillada delante de él, y le ofreció la taza. Ella se inclinó y la tomó con igual refinamiento, admirando el verde líquido, y sorbió tres veces, descansó y volvió a sorber, apurando el contenido. Ella le volvió a ofrecer la taza. Él repitió la operación formal del preparado del cha y le volvió a ofrecer la bebida. Ella le pidió que probase el cha, como era de rigor. Después de la cuarta taza, Mariko rehusó con toda cortesía. Con gran cuidado, ritualmente él lavó y secó la taza, usando el paño de algodón, después dejó ambas cosas en su sitio. Él se inclinó ante ella y ésta le correspondió. El cha-no-yu había terminado.
Buntaro estaba contento de haberlo hecho lo mejor posible y de que ahora, al menos de momento, hubiese paz entre ellos. Por la tarde, no la había habido.
Él se había acercado al palanquín. Como siempre, se había sentido inmediatamente rudo y tosco en contraste con la frágil perfección de la mujer, como uno de los salvajes, despreciados y bárbaros miembros de la tribu de los velludos ainos, que antaño habían morado en el país, pero que habían sido expulsados hacia el lejano Norte, a través de los estrechos, hasta la inexplorada isla de Hokkaido. Todas sus bien pensadas palabras habían huido de su memoria, y la había invitado torpemente al cha-no-yu, añadiendo:
–Hace años que no… Nunca te he ofrecido uno, pero esta noche sería conveniente. – Y después acabó de estropearlo todo al decir, sin proponérselo y sabiendo que era estúpido, descortés y terriblemente inoportuno:- El señor Toranaga ha dicho que es hora de que hablemos.
–¿Y tú no, señor?
A pesar de su resolución, él se sonrojó y su voz sonó ronca.
–Me gustaría que hubiese armonía entre nosotros, cada vez más. No he cambiado nunca, ¿neh?
–Por supuesto, señor. Y, ¿por qué tendrías que cambiar? Si algo no va bien, a quien le corresponde cambiar es a mí, no a ti. Si hay algo que va mal es por mi culpa, perdóname, por favor.
–Te perdonaré -dijo él, mirándola desde junto al palanquín, consciente de que los demás los estaban observando, Anjín-san y Omi entre ellos.
Ella estaba tan encantadora, delicada, con su elevado peinado, sus ojos bajos, si bien ahora llenos con el mismo hielo negro de siempre. Le provocó un ciego e impotente frenesí, impulsándolo a matar, gritar mutilar, aplastar y actuar del modo como ningún samurai lo había hecho.
–He reservado la casa de cha para esta noche -dijo él-. Para esta noche, después de la cena. El señor Toranaga ha dispuesto que cenemos con él. Sería para mí un honor que fueses mi invitada después.
–El honor será mío.
Se inclinó y esperó, con los ojos bajos, y él habría querido matarla, aplastándola en el suelo, y, después, clavarse el cuchillo en el vientre y dejar que el eterno dolor aliviase el tormento de su alma.
Vio que ella lo miraba con ojos escrutadores.
–¿Algo más, señor? – le había preguntado, suavemente.
El sudor corría por la espalda y los muslos del hombre, manchando su quimono, y le dolía el pecho y la cabeza.
–Esta noche… te quedarás en la posada.
Entonces, la había dejado y había tomado minuciosas disposiciones sobre el equipaje. En cuanto había podido, había delegado sus funciones en Naga y, con fingida arrogancia, había bajado a la orilla del río y, una vez solo, se había sumergido desnudo en la corriente, sin importarle su seguridad, y había luchado con el río hasta que se había despejado su cabeza y mitigado aquel dolor palpitante.
Se había tumbado en la ribera, para acabar de serenarse. Ahora que ella había aceptado, tenía que empezar su tarea. Quedaba poco tiempo. Hizo acopio de vigor y volvió a la tosca puerta del pequeño jardín emplazado dentro del jardín principal, y permaneció un momento allí, rumiando su plan. Quería que, esta noche, todo fuese perfecto. Evidentemente, la casita era imperfecta, como lo era el jardín, un rudo intento provinciano de imitar una verdadera casa de té. «No importa -pensó, ahora completamente absorto en su tarea-, será bastante. La noche ocultará muchos defectos y las luces prestarán la distinción que falta.»
Los criados habían traído ya las cosas que había ordenado más temprano -tatamis, lámparas de aceite, de alfarería, y utensilios de limpieza-, lo mejor de Yokosé, nuevo pero modesto, discreto, sin pretensiones.
Se despojó del quimono y empezó la limpieza. Primero el cuartito de recepción, la cocina y la galería. Después el caminito con las losas cubiertas de musgo y, finalmente, las rocas y el jardín exterior. Fregó, barrió y cepilló, hasta que todo quedó inmaculado, entregándose a la humilde labor manual que era principio obligado del cha-no-yn, donde sólo el anfitrión debía cuidar de que estuviese todo inmaculado. La principal perfección era la limpieza absoluta.
Al anochecer, habían terminado casi todos los preparativos. Entonces se había bañado meticulosamente y soportado la cena y las canciones. En cuanto había podido, se había puesto ropas más oscuras y había vuelto apresuradamente al jardín. Corrió el pasador de la puerta. Primero encendió las lámparas de aceite. Después, cuidadosamente, echó agua sobre las losas y los árboles, hasta que el jardincillo adquirió un aspecto mágico con las gotas de rocío bailando en el calor de la brisa estival. Acabó de arreglar las luces. Por último, satisfecho, descorrió el pasador de la puerta, y entró en el vestíbulo. Comprobó que los cuidadosamente seleccionados pedazos de carbón, que habían sido colocados en pirámide sobre arena blanca, ardiesen correctamente. Las flores parecían bien dispuestas en el tokonama. Una vez más limpió los ya impecables utensilios. La tetera empezó a hervir, y le gustó su sonido, enriquecido por el retintín de unos trocitos de hierro cuidadosamente colocados en el fondo. Todo estaba a punto. La principal perfección del cha-no-yu era su pulcritud, la segunda, una completa sencillez. La última y más importante, acomodarse al invitado o invitados en particular.
Oyó los pasos de ella en las baldosas y el ruido que hacía al lavarse ritualmente las manos en el aljibe de agua fresca del río, y secárselas. Tres pisadas suaves hasta la galería. Otras dos hasta la puerta cubierta con la cortina. Incluso ella tuvo que inclinarse para cruzar la puertecita, deliberadamente baja para que todo el mundo tuviese que humillarse. En un cha-no-yu, todos eran iguales, el anfitrión y el invitado, el más encumbrado daimío y el simple samurai. Incluso el campesino, si era invitado.
Ante todo, ella observó el arreglo floral de su marido. Este había escogido un solo capullo de rosa blanca silvestre y puesto una sola gota de agua en la hoja verde, y la había colocado sobre piedras rojas. «Se acerca el otoño -sugería con la flor, decía por medio de la flor-, no llores por el otoño, que es tiempo de morir, cuando la tierra empieza a dormirse, goza con el tiempo de empezar de nuevo y experimenta el fresco delicioso del aire del otoño en esta noche de verano…, pronto desaparecerán las lágrimas y la rosa, y sólo quedarán las piedras, pronto tú y yo nos desvaneceremos, y sólo quedarán las piedras.»
Él la observó, algo ausente de sí mismo, en el estado de semitrance que un maestro de cha tiene a veces la suerte de experimentar, en armonía con lo que lo rodea.
Ella se inclinó ceremoniosamente ante la flor y fue a arrodillarse delante de él. Su quimono era de color castaño oscuro, y un hilo de oro viejo en las costuras realzaba su cara y la blanca columna de su cuello, el obi, de un verde muy oscuro, hacía juego con la prenda de debajo del quimono, su peinado era sencillo, alto y sin adornos.
–Sé bien venida -dijo él, con una reverencia, iniciando el ritual.
–Es un honor para mí -respondió ella, aceptando su papel.
Él sirvió el pequeño refrigerio en una inmaculada bandeja de laca, trozos de pescado sobre arroz, que había preparado aparte, y, para completar el efecto, unas cuantas flores silvestres que había encontrado en la orilla del río, desparramadas con un desorden perfecto. Cuando ella, y después él, hubieron terminado de comer, Buntaro cogió la bandeja con estudiados movimientos -para ser observados, juzgados y recordados- y, cruzando la puerta baja, la llevó a la cocina. Ya sola, ella contempló críticamente el fuego, los carbones parecían una brillante montaña en un mar de rígida arena blanca bajo el trípode. Escuchó el silbante sonido del fuego, mezclado con el de la tetera. Desde la cocina le llegaba asimismo el sonido del roce del paño sobre la porcelana, así como el del agua, limpiando lo que ya estaba limpio. Su mirada se paseó por las vigas y los bambúes, y por las cañas que formaban la portezuela. Las sombras que proyectaban las escasas lámparas que él había colocado intencionadamente, hacían lo pequeño grande, y lo insignificante, raro, todo en perfecta armonía. Después de que lo hubo contemplado todo y aquilatado en su espíritu, Mariko salió al jardín y se dirigió de nuevo al poco profundo aljibe que, en un tiempo infinito, había formado la Naturaleza en la roca. Una vez más, se purificó las manos y la boca con el agua clara y fresca, y se enjugó con una toalla limpia.
Cuando hubo vuelto a su sitio, dijo él:
–¿Quieres tomar ahora el cha?
–Sería un honor. Pero, por favor, no te tomes tantas molestias por mí.
–El honor es mío. Tú eres mi invitada.
Él le sirvió el cha. Y ahora llegaban al final.
Mariko permaneció inmóvil en el silencio, pero conservando su serenidad, no deseando reconocer aún aquel final, ni turbar la paz que la rodeaba. Pero sentía la fuerza creciente de los ojos de él. El cha-no-yu había terminado. La vida volvía a empezar.
–Lo hiciste a la perfección -murmuró, abrumada por la tristeza, y una lágrima resbaló de sus ojos y pareció rasgarle el corazón, el pecho.
–No, no. Discúlpame, por favor… Tú eres la perfección… Esto ha sido una cosa vulgar -dijo él, sorprendido por la inesperada alabanza.
–Ha sido lo mejor que nunca he visto -dijo ella, conmovida por la sinceridad de su voz.
–No. No, por favor, perdóname. Ha sido maravilloso a causa de tu presencia, Mariko-san. Lo he hecho de modo mediocre, tú lo hubieras hecho a la perfección.
–Todo intachable. ¡Lástima que otros, más dignos que yo, no hayan podido presenciarlo! – añadió, y sus ojos brillaron a la luz vacilante.
–Tú lo has presenciado. Con esto basta. Lo hice sólo para ti. Los otros no habrían comprendido.
Ella sintió unas lágrimas cálidas en sus mejillas. Normalmente, se habría avergonzado de ellas, pero ahora no le importaban.
–Gracias. ¿Cómo puedo darte las gracias?
Él cogió una ramita de tomillo y, con dedos temblorosos, se inclinó y recogió suavemente una de las lágrimas.
–Mi obra…, mi obra es insignificante comparada con la belleza de esto. Gracias.
Él contempló la gota en la hoja. Un trozo de carbón cayó de la montaña, él cogió las tenazas y lo puso en su sitio. Unas chispas bailaron en el aire desde la cúspide de la montaña, y ésta se convirtió en un volcán en erupción.
Ambos se sumieron en una dulce melancolía, unidos por la sencillez de una simple lágrima, contentos en el silencio, unidos en la humildad, sabedores de que lo que se había dado había sido devuelto escrupulosamente. Más tarde, dijo él:
–Si nuestro deber no lo prohibiese, te pediría que te unieses a mí en la muerte. Ahora.
–De buen grado te acompañaría -respondió ella al punto-. Vayamos a la muerte. Ahora.
–No podemos. Nuestro deber para con el señor Toranaga nos lo impide.
Ella sacó el estilete que llevaba en el obi y lo colocó, reverente, sobre el tatami.
–Permíteme preparar el camino.
–No. Esto sería faltar a nuestro deber.
–Lo que ha de ser, será. Tú y yo no podemos torcer el rumbo de las cosas.
–Sí. Pero no podemos irnos antes que nuestro señor. Ni tú, ni yo. Necesita a todos sus vasallos fieles, durante un poco más de tiempo. Perdóname, pero debo prohibirlo.
–Me gustaría ir esta noche. Estoy preparada. Es más, siento grandes deseos de ir más allá. Sí, mi espíritu está lleno de gozo. – Esbozó una sonrisa de duda.– Por favor, excúsame por ser egoísta. Tienes toda la razón en lo tocante a lo de nuestro deber.
La hoja afilada brillaba a la luz de las velas. Ellos la observaban, sumidos en su contemplación. Al fin, él rompió el hechizo.
–¿Por qué vas a Osaka, Mariko-san?
–Hay que hacer cosas que sólo yo puedo hacer.
Él frunció más el entrecejo al observar que la luz de una goteante vela alcanzaba la gota, la cual se reflejaba en infinitas tonalidades.
–¿Qué cosas?
–Cosas que atañen al futuro de nuestra casa y que debo hacer yo.
–Siendo así, debes ir. – Le dirigió una mirada escrutadora.– Pero, ¿tú sola?
–Sí. Quiero asegurarme de la perfección de los convenios familiares entre nosotros y el señor Kiyama, para la boda de Saruji. El dinero, la dote, las tierras, etcétera. Hay que formalizar el aumento del feudo. El señor Hiro-matsu y el señor Toranaga así lo exigen. Yo soy la responsable de la casa.
–Sí -dijo él, pausadamente-. Es tu deber. – La miró fijamente.– Si el señor Toranaga dice que puedes ir, ve, aunque no es probable que te admitan allí. En todo caso, debes regresar en seguida. Lo más rápidamente posible. Sería una imprudencia permanecer en Osaka un momento más de lo necesario.
–Sí.
–Por mar sería más rápido que por tierra. Pero tú has odiado siempre el mar.
–Y sigo odiándolo.
–¿Tienes que estar allí en seguida?
–No creo que importen medio mes o un mes. No lo sé. Siento sólo que debo ir en seguida.
–Entonces, dejaremos el asunto y el momento en manos del señor Toranaga…, si es que, en definitiva, te permite que vayas. La presencia aquí del señor Zataki, y los dos pergaminos, sólo pueden significar la guerra. Sería peligroso ir allá.
–Sí. Gracias.
Buntaro, contento de haber terminado esta cuestión, miró satisfecho a su alrededor, sin preocuparse de que su fea figura dominara la estancia, los muslos, más anchos que la cintura, y los brazos, más gruesos que el cuello.
–Esta es una bella estancia, mejor de lo que me había atrevido a esperar. He disfrutado aquí. Esto me recuerda que un cuerpo no es más que una choza en el desierto. Gracias por estar aquí -dijo-. Me alegro de que hayas venido a Yokosé, Mariko-san. De no haber sido por ti, nunca habría ofrecido un cha-no-yu aquí, ni me habría sentido tan identificado con la eternidad.
Ella vaciló y, después, levantó tímidamente la tetera T'ang. Era una jarrita sencilla, con tapa y sin adornos. El barniz de color anaranjado oscuro había dejado un borde irregular de porcelana desnuda en el fondo, acentuando la espontaneidad del alfarero y su renuncia a disimular la sencillez de sus materiales. Buntaro la había comprado a Sen-Na-kada, el más famoso artesano del ramo de todos los tiempos, por veinte mil kokús.
–¡Es tan hermosa! – murmuró ella, gozando de su tacto-. ¡Tan perfecta para la ceremonia!
–Sí.
–Esta noche has sido un verdadero maestro, Buntaro-san. Me has hecho muy feliz.
Ella habló en voz baja y atenta, inclinándose un poco.
–Para mí todo ha sido perfecto, el jardín y la artística forma en que disimulaste las grietas disponiendo las luces y las sombras. Y esto. – Ella tocó de nuevo el bote de cha. – Todo perfecto, incluso lo que has escrito en el paño, ai, afecto. Para mí, esta noche afecto ha sido la palabra perfecta. – De nuevo se deslizaron unas lágrimas por sus mejillas. – Por favor, perdóname -dijo ella, secándose el llanto.
Él se inclinó, turbado por el elogio. Para disimularlo, empezó a envolver la tetera en sus fundas de seda. Cuando hubo terminado, la colocó en la caja y puso ésta, delicadamente, delante de la mujer.
–Mariko-san, si nuestra casa tiene problemas de dinero, toma esto y véndelo.
–¡Jamás! – Era el único bien, aparte sus sables y su arco, que él apreciaba realmente.– Esto sería lo último que vendería.
–Discúlpame, por favor, pero, si la paga de mis vasallos es un problema, tómalo.
–Tenemos bastante para todos ellos, con buena administración. Y tenemos las mejores armas y los mejores caballos. En esto, nuestra casa es fuerte. No, Buntaro-san, la T'ang es tuya.
–No nos queda mucho tiempo. ¿Para qué la quiero? ¿Para Saruji?
Ella miró los carbones y el fuego que consumía el volcán, humillándolo.
–No. No, hasta que sea un excelente maestro del cha, como su padre. Te aconsejo que dejes la T'ang al señor Toranaga, que es digno de ella, y le pidas que, antes de morir, juzgue si nuestro hijo merece recibirla.
–¿Y si el señor Toranaga pierde y muere antes del invierno, como estoy seguro de que perderá?
–¿Qué?
–Aquí, en privado, puedo decirte en voz baja la verdad, sin disimulo. ¿Acaso la franqueza no es parte importante del cha-no-yu? Sí, perderá, a menos que convenza a Kiyama y Onoshi… y a Zataki.
–En tal caso, pon en tu testamento que la T'ang sea enviada solemnemente a Su Alteza Imperial, con el ruego de que la acepte. Ciertamente, la T'ang merece la divinidad.
–Sí. Esta sería la alternativa perfecta. – Observó el cuchillo y añadió, tristemente:- ¡Ay, Mariko-san! Nada podemos hacer por el señor Toranaga. Su karma está escrito. Ganará o perderá. Pero, tanto si gana como si pierde, habrá una gran matanza.
–Sí.
Él apartó la mirada del cuchillo de ella y, meditabundo, contempló la ramita de tomillo y la lágrima todavía pura. Después, dijo:
–Si pierde antes de que yo muera, mataré a Anjín-san, y, si he muerto, lo hará uno de mis hombres.
La cara de ella parecía etérea en contraste con la oscuridad. La suave brisa movía mechones de cabellos de Mariko, haciéndola parecer más estatuaria aún.
–Perdona, pero, ¿puedo preguntarte por qué?
–Es demasiado peligroso para dejarlo vivir. Sus conocimientos, sus ideas, repetidas hasta la saciedad, infectarán el Reino y pueden contagiar incluso al señor Yaemón. El señor Toranaga está ya bajo su hechizo, ¿neh?
–El señor Toranaga aprecia su conocimiento -dijo Mariko. – En cuanto muera el señor Toranaga, esto significará también la sentencia de muerte contra Anjín-san. Pero espero que nuestro señor abra los ojos mucho antes. – La lámpara chisporroteó y se apagó. Él miró a Mariko.– ¿Caíste tú también bajo su hechizo?
–Es un hombre fascinador. Pero su mentalidad es tan distinta de la nuestra…, sus valores tan…, sí, tan diferentes en muchos aspectos, que a veces es casi imposible entenderlo. Una vez, traté de explicarle el cha-no-yu, pero estaba fuera de su alcance.
–Debe de ser terrible haber nacido bárbaro -dijo Buntaro.
–Sí.
–Algunos creen que Anjín-san fue japonés en su anterior vida -dijo él mirando la hoja de su daga-. No es como otros bárbaros y trata… trata de hablar y actuar corro nosotros, aunque no lo consigue, ¿neh?
–Me habría gustado que lo hubieses visto casi hacerse el seppuku, Bantaro-san. Yo… fue extraordinario. Vi cómo la muerte se aproximó a él, si bien fue apartada por la mano de Omi. Si fue previamente japonés, creo que esto explicaría muchas cosas. El señor Toranaga considera que es muy valioso para nosotros ahora.
–Creo que deberías dejar de instruirlo y volver a ser enteramente japonesa.
–¿Qué quieres decir, señor?
–Creo que el señor Toranaga está hechizado por él. Y también tú.
–Perdona, señor, pero no creo estarlo.
–Aquella noche en Anjiro, en que las cosas anduvieron mal, tuve la impresión de que estabas con él y en contra de mí. Desde luego, fue un mal pensamiento, pero lo tuve.
Ella apartó la mirada del cuchillo, miró fijamente a Buntaro y no respondió. Otra lámpara chisporroteó un momento y se apagó. Sólo quedó una luz en la estancia.
–Sí, aquella noche lo odié -prosiguió Buntaro, con voz tranquila -. Habría querido verlo muerto, y también a ti y a Fujiko-san. Mi arco me susurró que lo matara, tal como suele hacerlo a veces. Y cuando, al amanecer, lo vi bajar por la cuesta empuñando las cobardes pistolitas, sentí que mis saetas estaban ansiosas de verter su sangre. Pero dejé su muerte para más adelante y me humillé, porque lamentaba mis malos modales más que él, y estaba avergonzado de mi comportamiento a causa del saké. – Su cansancio se manifestó ahora claramente.– ¡Cuánta vergüenza tenemos que soportar tú y yo!, ¿neh?
–Sí.
–¿No quieres que lo mate?
–Debes hacer lo que creas que es tu deber -dijo ella -, como yo procuro cumplir siempre con el mío.
–Esta noche nos quedaremos en la posada -dijo él.
–Sí.
Y entonces, porque ella había sido una invitada perfecta y porque el cha-no-yu le había salido mejor que nunca, cambió Buntaro de idea y decidió darle tiempo y paz, en la misma medida en que los había recibido de ella.
–Ve a la posada y duerme -le dijo, recogiendo el estilete y ofreciéndoselo -. Cuando los meples estén desnudos de hojas, o cuando vuelvas de Osaka, empezaremos de nuevo. Como marido y mujer.
–Sí. Gracias.
–¿Lo aceptas libremente, Mariko-san?
–Sí. Gracias.
–¿Ante tu Dios?
–Sí, ante Dios.
Mariko se inclinó, tomó el cuchillo, lo guardó, hizo una nueva reverencia y salió.
Sus pasos se extinguieron al alejarse. Buntaro contempló la ramita que tenía todavía en la mano, y la lágrima prendida en la hoja diminuta. Sus dedos temblaron al poner la ramita sobre las últimas brasas. Las hojitas verdes se encogieron al tostarse. La lágrima se desvaneció con un susurro.
Entonces, envuelto en el silencio, Buntaro empezó a llorar de rabia, súbitamente seguro, en lo más profundo de su ser, de que ella lo había traicionado con Anjín-san.
Blackthorne la vio salir del jardín y cruzar el patio bien iluminado. Contuvo el aliento ante su belleza inmaculada. La aurora asomaba despacio en el cielo de oriente.
–Hola, Mariko-san.
–¡Ah! Hola, Anjín-san. Lo siento, pero… me has asustado. No te había visto. Te acuestas muy tarde.
–No. Gomen nasai, me he levantado ya. – Sonrió y señaló hacia el Este, por donde apuntaba el día.– Es una costumbre que adquirí en el mar: levantarme antes de la aurora, con buen tiempo, para subir arriba y tomar el sol. – Su sonrisa se hizo más amplia.– ¡Eres tú quien se acuesta tarde!
–No me había dado cuenta de que… de que la noche había terminado. – Había samurais en todas las puertas, observándoles con curiosidad. Entre ellos, estaba Naga. La voz de ella se hizo casi imperceptible al decir en latín:
–Guarda tus ojos, te lo suplico. Incluso la noche contiene presagios del destino.
–Pido perdón.
Miraron hacia afuera al oír que resonaban pisadas de caballos en la puerta principal. Allí estaban los halcones, los monteros y soldados de la escolta. Desalentado, Toranaga salió de la posada.
–Todo está listo, señor -dijo Naga-. ¿Puedo acompañarte?
–No, no, gracias. Descansa. ¿Cómo ha estado el cha-no-yu, Mariko-san?
–Muy bien, señor. Francamente delicioso.
–Buntaro-san es un maestro. Tienes suerte.
–Sí, señor.
–¡Anjín-san! ¿Quieres venir a cazar? Me gustaría enseñarte el arte de la cetrería.
–Sí, gracias -dijo Blackthorne.
–Bien. – Toranaga le señaló un caballo.– Ven conmigo.
–Sí, señor.
Mariko los vio marchar. Cuando hubieron desaparecido del camino, ella se dirigió a su habitación. Su doncella la ayudó a desnudarse, a quitarse el maquillaje y a deshacerse el peinado. Mariko le dijo que se quedase en la habitación y que no dejase que la molestasen hasta el mediodía.
Después, se tendió y cerró los ojos experimentando un exquisito placer al notar que su cuerpo se hundía suavemente en el blando colchón de plumas. Estaba agotada y gozosa al mismo tiempo. El cha-no-yu le había proporcionado una paz extraña, la había purificado, y, después, la sublime y alegre decisión de ir al encuentro de la muerte la había elevado a unas alturas jamás alcanzadas hasta entonces. Y, al bajar de nuevo a la vida, había tenido la fantástica e increíble impresión del gozo de vivir. Le había parecido estar fuera de sí misma cuando había contestado pacientemente a Buntaro, segura de que sus respuestas y su actitud eran perfectas. Se acurrucó en la cama, contenta de que hubiese vuelto la paz…, hasta que cayesen las hojas.
–¡Oh, Virgen mía! – oró fervorosamente-, te doy las gracias por haber aplazado la ejecución de mi sentencia. Te doy las gracias y te venero con todo mi corazón y con toda mi alma por toda la eternidad.
Rezó humildemente un Avemaría, y, pidiendo perdón, de acuerdo con su costumbre y su obediencia a su señor feudal, por otro día, encerró a Dios en el interior de su mente.
«¿Qué habría hecho -murmuró antes de dormirse-, si Buntaro hubiese querido compartir mi lecho? Me habría negado. ¿Y si él hubiese insistido, usando de su derecho? Habría cumplido mi promesa. ¡Oh, sí! Nada ha cambiado.»