Por fin, Blackthorne consiguió golpear con la cabeza la cara del hombre, cogerlo por el cuello, y sacudirle la cabeza contra las tablas hasta dejarlo inconsciente. Después, volvió a su sitio en un rincón apercibiéndose contra otro ataque.
Al amanecer, los guardias habían empezado a introducir las tazas de gachas y agua por una estrecha abertura. Era el primer alimento que recibía desde que lo habían encerrado al anochecer del día anterior. El desfile para recibir la comida y el agua se había desarrollado con desacostumbrada tranquilidad. Pero entonces aquel hombre que parecía un mono, sin afeitar, sucio y lleno de piojos, le había dado un golpe en los ríñones y se había apoderado de su ración mientras los otros esperaban a ver lo que pasaba. Blackthorne se había visto enzarzado en demasiadas riñas de marineros para dejarse vencer por un golpe dado a traición. Por consiguiente, fingió que se iba a desmayar y lanzó una terrible patada al hombre iniciándose así la pelea. Ahora, y para sorpresa suya, vio que uno de los hombres le ofrecía la taza de gachas y el agua que creía perdidas. Las tomó y le dio las gracias.
Los rincones eran las zonas preferidas. Una viga tendida a lo largo del suelo de tierra dividía la celda en dos mitades. En cada una de éstas, había tres hileras de hombres. Sólo los débiles y los enfermos formaban la hilera del centro.
Blackthorne vio dos cadáveres, hinchados y cubiertos de moscas, en una de las hileras de en medio. Pero sus débiles y moribundos vecinos no parecían darse cuenta.
De vez en cuando, los guardias abrían la puerta de hierro y gritaban unos nombres. Los llamados saludaban a sus camaradas y salían, pero pronto llegaban otros que ocupaban su sitio.
Uno de los que estaban contra la pared empezó a vomitar y fue trasladado rápidamente a la hilera de en medio, donde se derrumbó, medio asfixiado, bajo el peso de las piernas de otros.
Blackthorne tuvo que cerrar los ojos y esforzarse en dominar su terror y su claustrofobia.
–¡Maldito Toranaga! – no cesaba de decirse-. ¡Ojalá pueda meterte aquí algún día!
Había cuatro de estos bloques celulares. Estaban en un extremo de la ciudad, en un recinto pavimentado y amurallado. Fuera de las murallas había una zona de tierra batida marcada con cuerdas, cerca del río. Allí se levantaban cinco cruces. Cuatro hombres desnudos y una mujer estaban atados por las muñecas y los tobillos a las cruces. Al entrar Blackthorne en el perímetro, siguiendo a sus guardias samurais, había visto cómo los verdugos clavaban sus largas lanzas en el pecho de las víctimas entre las aclamaciones de la multitud. Después habían descolgado a los cinco reos y habían atado a otros cinco, y habían llegado unos samurais que habían despedazado los cadáveres con sus largos sables, entre grandes carcajadas.
Sin que Blackthorne lo advirtiera, el hombre con quien había reñido estaba recobrando el conocimiento. Yacía en la hilera de en medio. De pronto saltó y se lanzó sobre Blackthorne.
Este le vio llegar en el último momento, esquivó hábilmente la embestida y lo derribó. El hombre cayó sobre otros presos, que lo maldijeron, y uno de ellos, vigoroso y con aspecto de bulldog, le dio un terrible golpe en el cuello con el borde de la mano. Se oyó un chasquido seco y la cabeza del hombre se dobló.
–Gracias -dijo Blackthorne recobrando el aliento-. Me llamo Anjín-san. ¿Y tú?
–¡Ah, so desu! ¡Anjín-san! – repuso señalándose a sí mismo-. Minikui.
–¿Minikui-san?
–Hai -añadió algo en japonés.
–Wakarimasen (No comprendo) -dijo Blackthorne encogiéndose de hombros.
–¡Ah, so desu!
Bulldog charló brevemente con sus vecinos. Después, se encogió también de hombros y entre él y Blackthorne levantaron al hombre muerto y lo pusieron junto a los otros cadáveres. Cuando volvieron al rincón, nadie había ocupado su sitio.
La mayoría de los presos dormían o trataban de dormir.
Blackthorne sintió la proximidad de la muerte.
«No te preocupes -se dijo-. Todavía te queda mucho camino por delante antes de morir… No, no puedo vivir mucho tiempo en este agujero del infierno. ¡Oh, Dios, sácame de aquí! ¿Por qué oscila esta cueva? ¿Y no es aquél Rodrigues, que surge de lo profundo con dos cangrejos por ojos? ¿Y qué estás haciendo aquí, Croocq, muchacho? Pensé que te habían soltado. Y ahora estamos los dos en el pueblo y no sé cómo llegué a él, y allí está aquella chica tan bonita junto al muelle… Pero, ¿por qué la arrastran a la playa esos samurais desnudos, y qué hace Omi ahí, riendo? Y ahí está la caldera, y nosotros estamos en la caldera, y… no, ¡no más leña, no más leña! Me estoy ahogando en un líquido apestoso… ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! ¡Oh, Dios! Me muero…, me muero… In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti. Este es el último Sacramento…»
Salió de su pesadilla sintiendo que le estallaban los oídos con la estremecedora rotundidad del último Sacramento. Durante un momento no supo si dormía o estaba despierto porque sus incrédulos oídos volvieron a escuchar la bendición latina y sus incrédulos ojos vieron un europeo flaco y arrugado, inclinado sobre la fila de en medio, a quince pasos de él. Aquel viejo desdentado tenía largos y sucios los cabellos, revuelta la barba y rotas las uñas y se cubría con una bata sucia y raída. Levantó una mano como una garra de buitre y sostuvo una cruz de madera sobre el cadáver medio oculto. Entonces vio a Blackthorne que lo estaba mirando.
–¡Madre de Dios! ¿Sois un ser real? – masculló en el tosco español de los campesinos y santiguándose.
–Si -dijo Blackthorne en español-. ¿Quién sois vos?
El viejo se acercó murmurando y los otros presos lo dejaron pasar o se dejaron pisar sin decir palabra.
–¡Oh, Virgen Santísima! El señor es real. ¿Quién sois? Yo soy fray Domingo… Domingo… de la Sagrada Orden de San Francisco… Pero, ¿es real el señor?
–Sí, soy real -dijo Blackthorne levantándose.
Corrían lágrimas por las mejillas del sacerdote. Este besó repetidamente la cruz y se habría arrodillado si hubiese habido sitio. Bulldog despertó a su vecino. Ambos se apretaron para dejar un sitio donde pudiese sentarse el sacerdote.
–Mis preces al bendito San Francisco han sido escuchadas. Al veros, pensé que estaba viendo otra aparición, un fantasma. Sí, un espíritu maligno. He visto tantos… ¿Cuánto tiempo hace que estáis aquí?
–Llegué ayer. ¿Y vos?
–No lo sé, señor. Hace mucho tiempo. Me encerraron aquí en septiembre… del año de gracia de mil quinientos noventa y ocho.
–Ahora estamos en mayo del mil seiscientos.
–¿Del mil seiscientos?
Un gemido distrajo al monje. Se levantó y se abrió paso entre los cuerpos, pero como no pudo descubrir al moribundo murmuró los últimos ritos a aquella parte de la celda y bendijo a todos.
–Venid conmigo, hijo mío.
Blackthorne vaciló resistiéndose a dejar su sitio. Después se levantó y siguió al monje. A los diez pasos, volvió la cabeza. Su sitio ya no existía. Parecía imposible que hubiese estado allí.
En el rincón más alejado había, increíblemente, un espacio libre. El sitio suficiente para un hombre de baja estatura. Había allí unos cuantos botes, unas tazas y una vieja esterilla de paja.
El padre Domingo se abrió paso hasta aquel sitio e invitó a Blackthorne a seguirlo. Los japoneses lo observaron en silencio y dejaron pasar a Blackthorne.
–Son mi rebaño, señor. Son mis hijos en el Buen Jesús. He convertido a muchos aquí. Este es Juan, aquél Marcos y aquél Matusalén…
El sacerdote se interrumpió para recobrar el aliento.
–Estoy cansado. Muy cansado. Debo… debo…
Su voz se extinguió y se quedó dormido.
Al anochecer llevaron más comida. Cuando Blackthorne iba a levantarse, uno de los japoneses le indicó que no se moviera y le dio un tazón bien repleto. Otro despertó delicadamente al religioso y le ofreció la comida.
–Iyé -dijo el viejo moviendo la cabeza, sonriendo y volviendo a dejar la taza en las manos del hombre.
–Iyé, Farddah-sama.
El monje se dejó convencer y comió un poco, después se levantó haciendo crujir sus articulaciones, y ofreció el tazón a uno de los de la hilera de en medio. Este asió la mano del sacerdote y se la llevó a la frente para que bendijese.
–Me alegro de ver a alguien de mi raza -dijo el sacerdote sentándose otra vez al lado de Blackthorne-. Una de mis ovejas me ha dicho que os llaman «Anjín». ¿Sois capitán de barco?
–Sí.
–¿Venís de Manila?
–No. Nunca había estado en Asia -dijo precavidamente Blackthorne en correcto español-. ¿Por qué estáis vos aquí?
–Por culpa de los jesuitas, hijo mío. Pero vos no sois español… ni portugués… ¿Era portugués el barco? ¡Decid la verdad, en nombre de Dios!
–No, padre. No era portugués. ¡Lo juro por Dios!
–¡Oh, demos gracias a la Santísima Virgen! Perdonadme, señor. Temía que… ¿De dónde procedéis, señor? ¿Del Flandes español? ¿Del Ducado de Brandenburgo? ¿De alguno de nuestros dominios alemanes? Pero, ¿dijisteis que no habíais estado nunca en Asia?
–No.
–Si el señor no estuvo nunca en Asia, debe encontrarse como un niño perdido en la selva. ¡Hay tantas cosas que contar! ¿Sabe el señor que los jesuitas no son más que mercaderes, traficantes de armas y usureros? ¿Que dominan aquí todo el comercio de la seda, todo el comercio con China? ¿Que el Barco Negro anual vale un millón en oro? ¿Que obligaron a Su Santidad el Papa a otorgarles un poder absoluto sobre Asia, a ellos y sus perros portugueses? ¿Que todas las demás religiones están prohibidas aquí? ¿Que los jesuitas trafican en oro, comprándolo y vendiéndolo en provecho propio y de los paganos, contra las órdenes expresas de Su Santidad el Papa Clemente y del rey Felipe, y contra las leyes de este país? ¿Que introdujeron secretamente armas en el Japón para los caudillos cristianos incitándolos a la rebelión? ¿Que su Superior envió un mensaje secreto a nuestro Virrey español en Luzón pidiéndole que enviase conquistadores a esta tierra con el fin de encubrir los errores portugueses con una invasión española? Por su culpa estoy aquí. ¡Y por su culpa fueron martirizados veintiséis santos padres! Ellos piensan que yo no comprendo nada porque vengo de cuna campesina… Pero yo sé leer y escribir, señor… Fui uno de los secretarios de Su Excelencia el Virrey…
Los ánimos y la curiosidad de Blackthorne se habían reanimado con lo que había dicho el sacerdote. ¿Qué cañones? ¿Qué oro? ¿Qué comercio? ¿Qué Barco Negro? ¿Qué invasión? ¿Qué caudillos cristianos? «¿No estás abusando de este enfermo? – se preguntó-. Él se imagina que eres amigo, no enemigo. Yo nunca le he mentido. Pero, ¿no le has dado a entender que eres amigo? Le he contestado lisa y llanamente. Pero, ¿le has informado de algo? No. ¿Es esto justo? Es la primera regla de supervivencia en aguas enemigas: no decir nada.»
Los japoneses próximos habían empezado a rebullir, inquietos. El padre Domingo se fue calmando gradualmente y sus ojos se aclararon. Miró a Blackthorne y calmó a los japoneses.
–Lo siento, señor -dijo jadeando-. Se imaginaron que estaba enojado con vos. ¡Que Dios perdone mi estúpida ira!
Se enjugó un poco de saliva de la barba y se apretó el pecho para mitigar el dolor que sentía.
–¿Qué estabais diciendo, señor? Vuestro barco… ¿fue arrojado contra la costa?
–Sí. En cierto modo. El caso es que llegamos a tierra -respondió Blackthorne.
Estiró con cuidado las piernas. Los hombres, que observaban y escuchaban, le hicieron más sitio. Uno de ellos se levantó y le hizo una seña de que se pusiera cómodo.
–Gracias -dijo él al punto-. ¡Oh! ¿Cómo se dice «gracias», padre?
–Domo. A veces, se dice arigato. Y las mujeres, que deben ser muy corteses, dicen arigato goziemashita.
–Gracias. ¿Cómo se llama él? – preguntó Blackthorne señalando al hombre que se había levantado.
–Ese es González.
–Pero, ¿cuál es su nombre japonés?
–¡Oh, sí! Akabo. Pero esto sólo significa «porteador». Ellos no tienen apellido. Sólo lo tienen los samurais.
–¿Cómo?
–Es su ley, señor. Cada uno se llama según lo que es: mandadero, pescador, cocinero, verdugo, granjero, etcétera. Los hijos y las hijas suelen denominarse Primera Hija, Segunda Hija, Primer Hijo, etcétera. A veces, llaman a un hombre «pescador que vive cerca del olmo» o «pescador de mala mirada». – El monje se encogió de hombros y ahogó un bostezo.– Los japoneses corrientes no tienen nombre. Las prostitutas se ponen nombres como Carpa, Luna, Pétalo, Anguila o Estrella. Es extraño, señor, pero es su ley. Sólo nosotros les ponemos nombres cristianos, verdaderos nombres, cuando los bautizamos trayéndoles la salvación y la palabra de Dios…
Y con un bostezo inclinó la cabeza y cerró los ojos.
–Domo, Akabo-san -dijo Blackthorne al mandadero.
El hombre sonrió tímidamente, se inclinó y respiró hondo. El monje se despertó al cabo de un rato, dijo una breve oración y se rascó.
–¿Dijo el señor que llegó aquí ayer? – preguntó-. ¿Qué os ocurrió?
–Cuando llegamos a tierra, había allí un jesuita -dijo Blackthorne-. Pero vos, padre, ¿decís que os acusaron? ¿Qué os sucedió a vos y a vuestro barco?
–¿Nuestro barco? ¿Me preguntáis por nuestro barco? ¿Veníais de Manila como nosotros? ¡Oh, tonto de mí! Ahora recuerdo que volvíais a vuestro país y no habíais estado nunca en Asia… Me duele la cabeza, señor, ¡cómo me duele…! ¿Nuestro barco? Tenía que llevarnos a casa. De Manila a Acapulco, en México, la tierra de Cortés, y después debíamos seguir por tierra hasta Veracruz y tomar otro barco para cruzar el Atlántico y llegar a mi país. Mi pueblo está cerca de Madrid, señor, en la montaña… Mi barco era el gran galeón San Felipe. Llevábamos un cargamento de especias, oro y plata y monedas por valor de un millón y medio de pesos de plata. Pero nos pilló una gran tormenta que nos arrojó sobre la costa de Shikoku. Se rompió la quilla en el banco de arena en que habíamos embarrancado. Esto fue el tercer día cuando ya habíamos desembarcado el dinero y la mayor parte de la carga. Entonces nos dijeron que todo había sido confiscado, confiscado por el propio Taiko, que éramos piratas y…
Se interrumpió al advertir un súbito silencio. Se había abierto la puerta de la prisión.
Los guardias empezaron a leer nombres de una lista. Bulldog, el hombre que había defendido a Blackthorne, fue uno de los nombrados. Salió sin mirar atrás. También nombraron a Akabo. Este se arrodilló delante del monje, el cual lo bendijo, hizo la señal de la cruz y le administró el último Sacramento. El hombre besó la cruz y se alejó. La puerta se cerró de nuevo.
–¿Van a ejecutarlo? – preguntó Blackthorne.
–Sí, su Calvario está al otro lado de esa puerta. Que la Santa Virgen acoja su alma y la conduzca a la vida eterna.
–¿Qué hizo ese hombre?
–Quebrantó la ley…, su ley, señor. Los japoneses son gente sencilla. Y muy severa. En realidad, sólo tienen una pena: la muerte. Por crucifixión, por estrangulación o por decapitación. Para el delito de incendio provocado, la muerte es en la hoguera. Casi no tienen más castigos, el destierro, algunas veces y cortar el cabello a las mujeres. Pero casi siempre es la muerte.
–Olvidáis la prisión.
El monje se arañó distraídamente las escaras de su brazo.
–Esto no es una de sus penas, hijo mío. Para ellos, la prisión no es más que un lugar para guardar temporalmente al reo mientras deciden su sentencia. Sólo los condenados vienen aquí. Por una corta temporada.
–¡Tonterías! ¿Qué me decís de vos? Lleváis aquí casi dos años.
–Un día vendrán por mí como vienen por los otros. Esto no es más que un lugar de descanso entre el infierno del mundo y la gloria de la Vida Eterna.
–No os creo.
–No temáis, hijo mío. Es la voluntad de Dios. Yo estoy aquí y puedo oíros en confesión y absolveros y haceros perfecto. ¿Queréis confesar ahora?
–No, no, gracias, ahora no -dijo Blackthorne mirando la puerta de hierro-. ¿Ha intentado alguien salir de aquí alguna vez?
–¿Por qué habían de hacerlo? No hay ningún sitio adonde huir, ningún sitio donde esconderse. Las autoridades son muy severas. Cualquiera que ayude a escapar a un preso o incluso a un simple delincuente… -Señaló vagamente la puerta de la cárcel.– González… Akabo… el hombre que acaba de… de dejarnos, es un hombre-kaga. Me dijo que…
–¿Qué es un hombre-kaga?
–¡Oh! Son porteadores, señor, los hombres que llevan los palanquines o los más pequeños kaga de dos plazas, que son como hamacas suspendidas de una pértiga. Pues bien, nos dijo que su compañero había hurtado un pañuelo de seda a un parroquiano. ¡Pobre muchacho! Como él no lo delató, también le habrá costado la vida.
«No te enfurezcas ni te espantes -se dijo Blackthorne-. Ten paciencia. Ya encontrarás una salida. Y no todo lo que dice el cura es verdad. Está trastornado. ¿Y quién no lo estaría después de tanto tiempo?.»
–Estas cárceles son nuevas para ellos, señor -seguía diciendo el monje-. Hace unos años, cuando un hombre era detenido, confesaba su delito y era ejecutado en el acto.
–¿Y si no confesaba?
–Todo el mundo confiesa, y cuanto antes mejor. Esto ocurre también en nuestro mundo.
Al cabo de un rato, Blackthorne dijo:
–Decidme, padre, ¿cómo pudieron los jesuítas meter a un siervo de Dios en este apestoso lugar?
–Hay muy poco, y mucho, que decir. Cuando los hombres del Taiko se apoderaron de todo nuestro dinero y de todo lo demás, nuestro capitán general insistió en ir a la capital a protestar. No había motivo para la confiscación. ¿Acaso no éramos siervos de Su Majestad Católica Imperial, el rey Felipe de España? ¿Acaso no éramos amigos? ¿Acaso no pretendía el Taiko que la Manila española comerciase directamente con el Japón, para destruir el repugnante monopolio de los portugueses? La confiscación era un error. Tenía que serlo.
»Yo acompañé a nuestro capitán general porque hablaba un poco el japonés, no mucho en aquellos tiempos. El San Felipe había embarrancado en el mes de octubre de 1597. Los jesuítas, uno de los cuales se llamaba padre Martín Alvito, se atrevieron a ofrecernos su mediación, aunque el Superior de los franciscanos, fray Braganza, estaba en la capital y era embajador, el verdadero embajador de España en la corte del Taiko, y llevaba cinco años en Kioto. El propio Taiko había pedido personalmente a nuestro virrey en Manila que enviase monjes franciscanos y un embajador al Japón.
«Después de muchos días de espera, celebramos una entrevista con el Taiko, un hombrecillo menudo y feo, y le pedimos que nos devolviera nuestros bienes y nos facilitase otro barco, o pasaje en otro barco, que nuestro capitán general ofreció pagar espléndidamente. Nos pareció que la entrevista había ido bien y volvimos a nuestro monasterio de Kioto a esperar, y mientras tanto seguimos predicando la palabra de Dios a los paganos durante unos meses. Nuestra congregación aumentó. Teníamos un hospital para leprosos y nuestra propia iglesia, señor, y nuestra grey prosperó. Muchísimo. Pero un día, cuando estábamos a punto de convertir a muchos de sus reyes, fuimos traicionados.
»Un día de enero, los franciscanos fuimos llevados ante el magistrado por una acusación del propio Taiko, una acusación de violar sus leyes y de perturbar la paz, y sentenciados a muerte por crucifixión. Eramos cuarenta y tres. Tenían que ser destruidas nuestras iglesias en todo el país y disgregadas nuestras congregaciones. Sólo las nuestras, señor, las de los franciscanos, no las de los jesuitas. Habíamos sido acusados en falso de ser conquistadores, de querer invadir estas costas, a pesar de que eran los jesuitas quienes habían pedido a Su Excelencia, nuestro Virrey, que enviase un ejército de Manila. El daimío de Hizen, Dom Francisco… su nombre japonés es Harima Tadao, pero le pusieron Dom Francisco al bautizarlo, intercedió por nosotros. Es como un rey, pues todos los daimíos son como reyes, y es franciscano e intercedió por nosotros. Pero no sirvió de nada.
»En definitiva, fueron martirizados veintiséis: seis españoles, diecisiete neófitos japoneses, y tres personas más. El bienaventurado Bragaza fue uno de ellos, y había tres muchachos entre los neófitos. ¡Oh, señor! Aquel día acudieron millares de fieles. Según me contaron, cincuenta o quizá cien mil personas presenciaron el santo martirio en Nagasaki. Fue un triste mes de febrero de un año muy triste. Un año de terremotos, tifones, inundaciones, tempestades e incendios en que la mano de Dios cayó pesadamente sobre el Gran Asesino e incluso destruyó su gran castillo de Fushimi al sacudir la tierra. Fue algo terrible, pero también maravilloso de ver: el Dedo de Dios castigando a los paganos y a los pecadores.
»Sí, señor… Fueron martirizados seis buenos españoles, destruida nuestra iglesia y también nuestro rebaño y cerrado el hospital. – La cara del anciano adquirió una expresión afligida.– Yo… yo fui uno de los elegidos para el martirio, pero no debía merecer este honor. Nos llevaron a pie desde Kioto y, cuando llegamos a Osaka, nos dejaron a algunos en nuestras misiones de aquí, y a los otros… a los otros les cortaron una oreja y los hicieron desfilar por las calles como vulgares delincuentes. Después, los bienaventurados hermanos fueron conducidos a pie hacia el Oeste. Su marcha duró un mes. Su santo viaje terminó en el monte llamado Nishizaki, que domina el gran puerto de Nagasaki. Yo supliqué al samurai que me dejara ir con ellos, pero él me obligó a quedarme en la misión de Osaka. Sin razón alguna. Al cabo de unos meses, nos metieron en esta celda. Eramos tres… creo que éramos tres, pero yo era el único español. Los otros eran neófitos, hermanos legos japoneses. Pocos días después, los guardias los llamaron. Pero no pronunciaron mi nombre. Tal vez es voluntad de Dios… Pero es difícil sufrir con paciencia. Muy difícil…
El viejo monje cerró los ojos, rezó y volvió a quedarse dormido.
Blackthorne no pudo dormir aquella noche. Comprendía, con terrible claridad, que no había manera de escapar de allí y que se hallaba al borde de la muerte. En medio de la negra noche, le invadió el terror y, por primera vez en su vida, lloró.
–Hijo mío -murmuró el monje-, ¿qué tenéis?
–Nada, nada -dijo Blackthorne, palpitándole con fuerza el corazón-. Dormid.
–No hay que tener miedo. Todos estamos en manos de Dios -dijo el monje, y se durmió de nuevo.
Al amanecer, les entraron comida y agua. Blackthorne se sentía ahora más fuerte.
«No te abandones -se dijo-. Es estúpido, indigno y peligroso. No vuelvas a hacerlo, o te volverás loco y morirás. Te pondrán en la tercera fila y morirás. Ten cuidado, ten paciencia y está alerta.»
–¿Cómo os sentís hoy, señor?
–Bien, gracias, padre. ¿Y vos?
–Muy bien, gracias.
–¿Cómo se dice esto en japonés?
–Domo, genki desu.
–Domo, genki desu. Ayer me hablasteis, padre, de los Buques Negros portugueses. ¿Cómo son? ¿Habéis visto alguno?
–¡Oh, sí, señor! Son los barcos más grandes del mundo. Casi dos mil toneladas. Se necesitan doscientos hombres y muchachos para manejarlos, y, entre tripulantes y pasajeros, pueden transportar casi mil almas.
–¿Cuántos cañones llevan?
–A veces veinte o treinta en tres puentes.
El padre Domingo se alegraba de contestar preguntas y de hablar y de enseñar, y Blackthorne se alegraba de escuchar y de aprender. Los conocimientos del monje eran muy valiosos.
–¿Cuánto tiempo hace que están aquí los portugueses? – preguntó Blackthorne.
–Este país fue descubierto en 1542, el año en que yo nací. Fueron tres hombres: Da Mota, Peixoto, y no recuerdo el nombre del tercero. Todos ellos eran mercaderes portugueses que comerciaban en las costas de China, con un junco procedente de un puerto de Siam. ¿Habéis estado en Siam?
–No.
–¡Oh, hay mucho que ver en Asia! Esos tres hombres se dedicaban al comercio, pero fueron sorprendidos por un temporal, por un tifón que los desvió de su ruta para desembarcar sanos y salvos en Tanegashima, en Kiusiu. Fue la primera vez que unos europeos pusieron pie en el Japón y en seguida empezó el comercio. Unos años más tarde, Francisco Javier, uno de los miembros fundadores de los jesuitas, llegó aquí. Esto fue en 1549… Francisco Javier murió tres años después en China, solo y abandonado… ¿Le dije al señor que actualmente hay un jesuíta en la corte del Emperador de China, en una ciudad llamada Pekín?
Blackthorne iba almacenando en su memoria los hechos que le contaba el otro, así como palabras y frases japonesas. Preguntaba sobre la vida en el Japón, sobre los daimíos y los samurais, el comercio y Nagasaki, la paz y la guerra, los jesuítas y los franciscanos y los portugueses en Asia, y sobre la Manila española, y una y otra vez sobre el Buque Negro que llegaba anualmente de Macao. Durante tres días y tres noches, Blackthorne conversó con el padre Domingo y lo interrogó, y escuchó y aprendió, y durmió y tuvo pesadillas, y se despertó para seguir preguntando y aprendiendo.
El cuarto día gritaron su nombre:
–¡Anjín-san!
–La confesión, hijo mío. Decidla de prisa.
–Yo… yo no creo que…
Blackthorne advirtió, a pesar de su mente embotada, que estaba hablando en inglés. Por consiguiente, cerró los labios y se echó a andar. El monje se levantó presumiendo que aquellas palabras eran holandesas o alemanas y lo siguió agarrándolo de la muñeca.
–De prisa, señor. Os daré la absolución. Hacedlo por vuestra alma inmortal. Basta con que os arrepintáis ante Dios de todas vuestras faltas pasadas y presentes…
Se acercaban a la puerta de hierro y el monje seguía agarrado a Blackthorne con sorprendente fuerza.
–¡Decidlo ahora! ¡La Santa Virgen cuidará de vos!
Blackthorne desprendió su brazo y dijo roncamente en español:
–Quedad con Dios, padre.
La puerta se cerró de golpe detrás de él.
El día era increíblemente fresco y tranquilo. Las nubes se deslizaban empujadas por un fino viento del Sudeste.
Aspiró profundamente el aire limpio y delicioso y la sangre corrió rauda por sus venas. Sintió la alegría de vivir.
Vanos prisioneros desnudos estaban en el patio, con un oficial, carceleros con lanzas, etas y un grupo de samurais. El oficial vestía un quimono oscuro y una capa de rígidas hombreras que parecían alas y llevaba un sombrerito negro. Aquel hombre se plantaba delante de cada prisionero y leía algo en un delicado rollo y cuando terminaba cada hombre seguía a su grupito de carceleros en dirección a las grandes puertas del patio. Blackthorne fue el último. A diferencia de los otros, le dieron un taparrabo, un quimono de algodón y unas sandalias. Y sus guardias eran samurais.
Había decidido echar a correr en el momento en que cruzasen la puerta, pero al acercarse los samurais lo rodearon más de cerca, impidiéndole huir. Llegaron juntos al portal. Fuera, había una enorme multitud, pulcra y elegante, con quitasoles carmesíes, amarillos y dorados. Un hombre estaba atado ya a su cruz, y ésta se elevó contra el cielo. Y al lado de cada cruz, esperaban dos etas con sus largas lanzas brillando bajo el sol.
Blackthorne retrasó su paso. Los samurais se apretaron más a él dándole prisa. Pensó confusamente que sería mejor morir rápidamente y se dispuso a estirar la mano para agarrar el sable más próximo. Pero no tuvo oportunidad de hacerlo, porque los samurais dieron media vuelta y echaron a andar hacia el campo, en dirección a las calles que conducían a la ciudad y al castillo.
Blackthorne esperó, sin atreverse a respirar, queriendo estar seguro. Cruzaron entre la multitud que retrocedía y saludaba y se metieron por una calle. No había error posible.
Blackthorne se sintió renacer.
Cuando se puso a hablar preguntó en inglés y sin preocuparse de que no le comprendiesen:
–¿A dónde vamos?
Estaba completamente atolondrado. Andaba con pasos ligeros. Las correas de las sandalias no eran incómodas, el tosco contacto del quimono no era desagradable. En realidad, le gustaba. Tal vez era un poco áspero, pero en un día como aquél era lo que le gustaría llevar en el puente de mando.
–¡Dios mío, es maravilloso volver a hablar inglés! – dijo al samurai-. ¡Por Cristo que pensé que era hombre muerto! Acabo de gastar mi octava vida. ¿Sabíais esto, amigos? Ahora sólo me queda una. Pero, ¡no importa! Alban Coradoc solía decir que los marinos tenemos diez vidas.
Los samurais parecían enojarse por su charla incomprensible. «¡Para el carro! – se dijo-. No los irrites más de lo que ya están.» Advirtió que todos los samurais eran Grises, hombres de Ishido. Había preguntado al padre Alvito el nombre del rival de Toranaga. Y Alvito le había dicho: «Ishido.» Esto había sido momentos antes de que le ordenaran levantarse y se lo llevasen preso. ¿Eran todos los Grises hombres de Ishido, como eran de Toranaga todos los Pardos?
–¿A dónde vamos? ¿Allí? – preguntó señalando el castillo que se erguía sobre la ciudad-. Allí, ¿hai?
–Hai – respondió el jefe, que tenía barba gris y una cabeza como una bala de cañón.
«¿Qué querrá Ishido de mí?», se preguntó Blackthorne.
El jefe se metió por otra calle, siempre alejándose del puerto, y entonces Blackthorne vio un pequeño bergantín portugués con su bandera azul y blanca ondeando en la brisa. Diez cañones en el puente principal y uno de a veinte a proa y a popa. El Erasmus podría reducirlo fácilmente. «¿Qué habrá sido de mi tripulación? ¿Qué estarán haciendo en el pueblo? ¡Por Dios que me gustaría verles! Y pensar que me alegré de dejarlos aquel día y de volver a mi casa, donde estaba Onna… Hakú… la casa de… ¿cómo se llamaba?… ¡Ah, sí! Mura-san. ¿Y que habrá sido de la niña que estaba en mi lecho y de aquella otra, la belleza angelical que habló aquel día con Omi-san? La del sueño, que estaba también en la caldera… Pero, ¿por qué recuerdo estas tonterías? Debilitan la mente.
»Para vivir en el mar, hay que tener la cabeza firme», solía decir Alban Caradoc.»
Blackthorne y los samurais andaban ahora por una calle ancha y serpenteante. No había tiendas, sino sólo casas, todas ellas con su jardín y sus altas vallas, y todo -las casas y las vallas y la misma calle – extraordinariamente limpio.
Esta pulcritud resultaba inverosímil para Blackthorne, porque en Londres y las ciudades y pueblos de Inglaterra, y de toda Europa, la basura y los desperdicios eran arrojados a la calle, donde, si no los recogían los basureros, se amontonaban hasta impedir el paso a los peatones, los carruajes y los caballos. Los basureros de Londres eran grandes rebaños de cerdos, que eran llevados de noche por las calles principales. Pero, sobre todo, eran las ratas, las manadas de perros salvajes y los gatos quienes, además del fuego -¡y de las moscas! – hacían la limpieza de Londres.
En Osaka era muy distinto.
«¿Cómo lo harán?», se preguntó. Ni baches, ni montones de estiércol de caballo, ni rodadas, ni basura, ni desperdicios de ninguna clase. Sólo la tierra bien apisonada, barrida y limpia. Paredes de madera y casas de madera resplandecientes y claras. ¿Y dónde están los atajos de pordioseros e inválidos que emponzoñan todas las ciudades de la cristiandad? ¿Y las pandillas de salteadores y de jóvenes salvajes que indefectiblemente acechan en la sombra?
Las personas con las que se cruzaban se inclinaban cortésmente y algunas se arrodillaban. Porteadores corrían llevando palanquines o kagas de una sola plaza. Grupos de samurais -Grises, nunca Pardos- caminaban tranquilamente por las calles.
Pasaban por una calle llena de tiendas cuando a Blackthorne le flaquearon las piernas. Se tambaleó pesadamente y cayó sobre las manos y las rodillas.
Los samurais le ayudaron a incorporarse, pero de momento lo habían abandonado sus fuerzas y no podía seguir andando.
–Gomen nasai, dozo ga matsu (Lo siento, esperad, por favor) -dijo sintiendo que sus piernas se habían agarrotado.
Se frotó los músculos contraídos de las pantorrillas y bendijo a frai Domingo por las inestimables cosas que le había enseñado. El jefe samurai lo miró y habló prolijamente.
–Gomen nasai, nihon go ga hanase-masen (Lo siento, no hablo japonés) -respondió Blackthorne, lenta pero claramente-. Dozo, ga matsu.
–¡Ah! So desu, Anjín-san. Wakarima.su -dijo el hombre comprendiéndolo.
Dio una breve orden y uno de los samurais se alejó rápidamente. Al cabo de un rato, Blackthorne se levantó y trató de reanudar la marcha, pero el jefe de los samurais le hizo una seña indicándole que esperase.
Pronto volvió el samurai con cuatro porteadores semidesnudos y su kaga. El samurai mostró a Blackthorne cómo debía acomodarse allí y sujetar la correa que colgaba del palo central.
El grupo reemprendió la marcha. Blackthorne se recobró muy pronto y prefirió seguir andando, pero estaba aún muy débil. «Necesito un poco de descanso -pensó-. No tengo reservas. Tendría que tomar un baño y comer. Comida de verdad.»
Ahora subían unos anchos escalones que enlazaban dos calles. Penetraron en un distrito residencial, muy nuevo, flanqueado por un tupido bosque de altos árboles y cruzado por unos senderos. Blackthorne pensó que era muy agradable verse fuera de las calles, por el blando césped del sendero que serpenteaba entre los árboles.
Cuando se hubieron adentrado mucho en el bosque, apareció otro grupo de una treintena de Grises en un recodo del camino. Al encontrarse ambos grupos, se detuvieron y, después de los acostumbrados saludos ceremoniales entre los capitanes, todos los ojos se fijaron en Blackthorne. Siguió un alud de preguntas y respuestas, y cuando aquellos hombres empezaban a agruparse para marcharse, su jefe desenvainó tranquilamente el sable y ensartó al capitán de los samurais de Blackthorne. La emboscada fue tan súbita y tan bien planeada que los diez Grises cayeron muertos casi en el acto. Ni siquiera habían tenido tiempo de desenvainar sus sables.
Los hombres-kaga, horrorizados, se habían puesto de rodillas y habían bajado la cabeza hasta el suelo. Blackthorne permaneció de pie al lado de ellos. El capitán samurai, hombre robusto y panzudo, envió centinelas a ambos extremos del camino. Otros hombres se dedicaron a recoger los sables de los muertos. Durante todo esto, nadie prestó la menor atención a Blackthorne hasta que éste empezó a retroceder. Inmediatamente, se oyó una orden sibilante del capitán, que sin duda quería decir que no se moviese de su sitio.
A otra voz de mando, los nuevos Grises se despojaron de sus quimonos de uniforme. Debajo de ellos, apareció una gran variedad de harapos y de quimonos viejos. Y todos se pusieron máscaras, que llevaban ya atadas al cuello. Un hombre recogió los uniformes grises y desapareció con ellos en el bosque.
«Deben de ser bandidos -pensó Blackthorne-. ¿Por qué, si no, las máscaras? ¿Y qué pensarán hacer conmigo?.»
Los bandidos hablaron entre ellos en voz baja observándolo mientras limpiaban sus sables en las ropas de los samurais muertos.
–¿Anjín-san? ¿Hai?
Los ojos del capitán brillaban redondos y penetrantes a través del antifaz.
–Hai -respondió Blackthorne sintiendo que se le ponía la piel de gallina.
El hombre señaló el suelo indicándole claramente que no se moviera.
–¿Wakarimasu ka?
–Hai.
Lo miraron de arriba a abajo. Entonces, uno de los centinelas, ya sin su uniforme gris y enmascarado como los otros, salió un momento de entre los arbustos, a cien pasos de distancia. Hizo una seña con la mano y desapareció de nuevo.
Inmediatamente los hombres rodearon a Blackthorne disponiéndose a marchar. El capitán de los bandidos miró a los hombres-kaga, que temblaron como perros ante un amo cruel y hundieron más sus cabezas en la hierba.
Entonces, el jefe de los bandoleros gritó una orden. Los cuatro porteadores levantaron la cabeza con incredulidad. Al repetirse la orden, se inclinaron, se arrastraron y se incorporaron de nuevo. Después, giraron al unísono sobre sus talones y echaron a correr entre los matorrales.
El bandido sonrió despectivamente e hizo una seña a Blackthorne para que echase a andar, de vuelta a la ciudad.
Él obedeció, resignado. No había escapatoria posible.
Estaban a punto de llegar a la orilla del bosque cuando se detuvieron. Se oyeron ruidos al frente, y otro grupo de treinta samurais dobló el recodo. Pardos y Grises, los Pardos en vanguardia y, en su palanquín, su jefe seguido de unas cuantas acémilas. Ambos grupos se colocaron en posición de combate, mirándose con hostilidad, a setenta pasos los unos de los otros. El jefe de los bandidos se plantó en el espacio intermedio, con bruscos movimientos, y le gritó con furia al otro samurai, señalando a Blackthorne y hacia el lugar donde se había desarrollado la emboscada. Desenvainó su sable y lo levantó, amenazador, sin duda diciendo al otro grupo que se apartase de su camino.
Todos los suyos desenvainaron también sus sables. A una orden suya, uno de los bandidos se colocó detrás de Blackthorne y levantó el sable, mientras el jefe seguía gritando a sus oponentes.
Entonces, Blackthorne vio que se apeaba el hombre del palanquín y lo reconoció inmediatamente. Era Kasigi Yabú. Yabú gritó, a su vez, al jefe de los bandidos, pero éste movió furiosamente la cabeza. Entonces, Yabú dio una orden breve y atacó lanzando un grito de guerra, cojeando ligeramente y con el sable desenvainado, seguido de sus hombres y a poca distancia de los Grises.
Blackthorne se dejó caer al suelo para librarse del sable que le habría partido por la mitad, pero el golpe estuvo mal calculado y el jefe dio media vuelta y huyó entre los matorrales, seguido de sus hombres.
Varios samurais persiguieron a los bandidos en el bosque, otros corrieron por el camino, y los demás se desparramaron en posición defensiva. Yabú se acercó despacio a Blackthorne. – So desu, Anjín-san -dijo, jadeando por el esfuerzo.
–So desu, Kasigi Yabú-san -respondió Blackthorne, empleando la misma frase, que significaba algo así como «bien» o «cierto» o «así estamos». Señaló en la dirección en que habían huido los bandidos.
–Domo -dijo inclinándose cortésmente, de igual a igual, y repitió otra frase de frai Domingo-: Gomen nasai, nihon go ga hanasemasen (Lo siento. No sé hablar japonés.)
–Hai -dijo Yabú, bastante impresionado, y añadió algo que Blackthorne no comprendió.
–¿Tsyuku ga imasu ka? (¿Tienes un intérprete?) -preguntó Black thorne.
–Iyé, Anjín-san. Gomen nasai.
Blackthorne se sintió un poco más tranquilo. Ahora podía comunicar directamente. Su vocabulario era muy reducido, pero era algo para empezar.
«¡Ojalá tuviese un intérprete! – pensaba febrilmente Yabú-. Me gustaría saber lo que te ocurrió con Toranaga, lo que te preguntó y lo que le dijiste sobre el pueblo y los cañones y el cargamento y la galera y Rodrigues. Entonces podría saber lo que voy a decirle hoy.
»¿Por qué quiso verte Toranaga en el momento en que llegamos, y no me llamó a mí? ¿Por qué me ha mandado llamar hoy? ¿Por qué aplazó dos veces nuestra entrevista? ¿Fue por algo que tú o Hiro-matsu le dijisteis? ¿O ha sido una demora normal, debida a sus otras ocupaciones?
»Sí, Toranaga, tienes un problema casi insoluble. La influencia de Ishido se extiende como un incendio. ¿Y te has enterado ya de la traición de Onoshi? ¿Sabes que Ishido me ha ofrecido la cabeza y la provincia de Ikawa Jikkiu si me uno con él en secreto?
»¿Qué buen kami me trajo aquí para salvar la vida de Anjín-san? ¿Por qué lo encarcelaste para ejecutarlo? ¿Por qué quiso Ishido sacarlo de la prisión? ¿Por qué trataron los bandidos de capturarlo para obtener un rescate? Un rescate, ¿de quién? ¿Y por qué vive aún Anjín-san? El bandido habría podido matarle fácilmente.
»¡Oh, sí, capitán! En este momento, daría mil kokú por un intérprete de confianza.
»Seré tu amo. Tú vas a construir mis barcos y adiestrar a mis hombres. Tendré que manejar a Toranaga de algún modo. Y si no lo consigo, ¿qué más da? En mi próxima vida estaré más preparado.»
–¡Buen perro! – dijo Yabú en voz alta, dirigiéndose a Blackthorne y sonriendo ligeramente-. Lo único que te hace falta es una mano firme, unos cuantos huesos y unos pocos latigazos.
El daimío se volvió y miró en la dirección en que habían huido los bandidos. Haciendo bocina con las manos, gritó algo. Inmediatamente, los Pardos volvieron junto a él. El jefe samurai de los Grises estaba plantado en el centro del camino y ordenó también que cesara la persecución. Ninguno de los bandidos había sido apresado.
Cuando el capitán de los Grises se acercó a Yabú empezaron a discutir con gran empeño señalando la ciudad y el castillo. Saltaba a la vista que no estaban de acuerdo.
Por fin, Yabú hizo callar al otro sin soltar la empuñadura de su sable, y con un gesto ordenó a Blackthorne que subiese al palanquín.
–Iyé -dijo el capitán.
Los dos hombres empezaron a ponerse violentos y los Grises y los Pardos se agitaron nerviosos.
–Anjín-san desu shunjin Toranaga-sama…
Blackthorne pillaba alguna palabra suelta. Watakushi significaba «yo»: si se le añadía hitachi, quería decir «nosotros», shunjin significaba «prisionero». Entonces recordó lo que le había dicho Rodrigues, y sacudió la cabeza y los interrumpió vivamente:
–Shunjin, ¡iyé! Watakushi wa Anjín-san.
Los dos hombres lo miraron fijamente.
Blackthorne rompió el silencio y añadió, en un japonés entrecortado, convencido de que sus palabras no serían gramaticales y sí como el lenguaje de un niño, pero esperando que los otros las comprenderían:
–Yo amigo. No prisionero. Comprendedlo, por favor. Amigo. Lo siento, amigo necesita baño. Baño, ¿comprendéis? Cansado. Hambre. Baño. – Señaló el torreón del castillo.– ¡Ir allá! Ahora, por favor. Señor Toranaga uno, señor Ishido dos. Ir ahora.
Y cargando el acento sobre la última ima, subió torpemente al palanquín y se tumbó sobre los almohadones, sacando los pies.
Entonces, Yabú se echó a reír y todos le hicieron coro.
–¡Ah so, Anjín-sama! – dijo Yabú, con una reverencia burlona.
–Iyé, Yabú-sama. Anjín-san -le corrigió Blackthorne, satisfecho. «Sí, bastardo. Ahora sé un par de cosas más. Pero no me he olvidado de ti. Pronto me pasearé sobre tu tumba.»
–El bárbaro estaba en la prisión común con los delincuentes comunes. Por consiguiente, supuse que ya no te interesaba. Desde luego, nunca pretendí entrometerme en tus asuntos privados.
Ishido estaba aparentemente tranquilo y cortés, pero hervía por dentro. Sabía que le habían atrapado en una indiscreción. Era verdad que hubiese debido consultar primero a Toranaga. Así lo exigía la más elemental educación.
–Pido de nuevo disculpas -dijo.
Toranaga miró a Hiro-matsu. La disculpa sonaba como música celestial en sus oídos. Los dos sabían que el otro sangraba interiormente. Estaban en el gran salón de audiencias. Por acuerdo previo entre los dos antagonistas, sólo cinco guardias, hombres dignos de toda confianza, estaban presentes. El resto esperaba fuera. Yabú también esperaba en el exterior. Y estaban aseando al bárbaro. «Muy bien», pensó Toranaga, satisfecho de sí mismo. Pensó un momento en Yabú y decidió no verle aquel mismo día. Por consiguiente, pidió a Hiro-matsu que lo despidiese y se volvió a Ishido.
–Desde luego, acepto tus disculpas. Afortunadamente, no se ha causado ningún daño.
–Entonces, ¿puedo llevar al bárbaro al Heredero cuando esté presentable?
–Yo se lo enviaré cuando haya terminado con él.
–¿Puedo preguntarte cuándo será eso? El Heredero lo esperaba esta mañana.
–Esto no debe preocuparnos a ninguno de los dos, ¿neh? Yaemón sólo tiene siete años. Estoy seguro de que un niño de siete años debe ejercitar la paciencia. ¿Neh? La paciencia es una forma de disciplina y requiere práctica, ¿no es cierto? Yo mismo le explicaré la confusión. Esta mañana voy a darle otra lección de natación.
–¿Sí?
–Sí. Tú también deberías aprender a nadar, señor Ishido. Es un ejercicio excelente y puede ser muy útil durante la guerra. Todos mis samurais saben nadar.
–Los míos practican el arco, la esgrima, la equitación y el tiro.
–Los míos añaden a ello la poesía, la escritura, la confección de ramos de flores y la ceremonia cha-no-yu. Los samurais deberían ser versados en las artes de la paz, para ser fuertes en las artes de la guerra.
–La mayoría de mis hombres son más que versados en estas artes -dijo Ishido, consciente de que su propia escritura era defectuosa y sus conocimientos limitados-. Los samurais nacieron para la guerra. Yo entiendo la guerra muy bien. Esto basta, de momento. Esto y la obediencia a la voluntad de nuestro señor.
–La lección de natación de Yaemón será a la Hora del Caballo.
Tanto el día como la noche se dividían en seis partes iguales. El día empezaba con la Hora de la Liebre, desde las 5 hasta las 7 de la mañana, después venía la Hora del Dragón, de las 7 a las 9. Seguían las horas de la Serpiente, del Caballo, de la Cabra, del Mono, del Gallo, del Perro, del Oso, de la Rata y del Buey, y el ciclo terminaba con la Hora del Tigre, de las 3 a las 5 de la mañana.
–¿Te gustaría tomar parte en la lección? – preguntó.
–No, gracias. Soy demasiado viejo para cambiar los hábitos -dijo débilmente Ishido.
–He oído decir que el capitán de tus hombres ha recibido la orden de hacerse el harakiri.
–Naturalmente. Habría tenido que coger a los bandidos. Al menos, a uno de ellos. Esto nos habría permitido descubrir a los demás.
–Me asombra que esa carroña pueda operar tan cerca del castillo.
–Estoy de acuerdo contigo. Tal vez el bárbaro podría describirlos.
–¿Qué puede saber un bárbaro? – rió Toranaga-. En cuanto a los bandidos, eran ronín, ¿no? Los ronín abundan entre tus hombres. Una investigación en este sentido podría ser eficaz, ¿neh?
–Se está investigando a fondo, en muchas direcciones -dijo Ishido, prescindiendo de la alusión a los ronín, los samurais mercenarios, sin dueño, que se habían incorporado a millares bajo la bandera del Heredero cuando Ishido había difundido el rumor de que él, en nombre del Heredero y de la madre del Heredero, aceptaría su fidelidad, perdonaría y olvidaría sus pasadas culpas, y les recompensaría con largueza.
Ishido sabía que había sido una brillante maniobra, pues le proporcionaba una enorme reserva de samurais adiestrados.
–Hay muchas cosas que no comprendo en esa emboscada -dijo Ishido, con una voz llena de veneno-. Por ejemplo, si los bandidos pretendían un rescate, ¿por qué habían de capturar al bárbaro? ¿A quién hubiesen pedido el rescate? El bárbaro no tiene ningún valor. ¿Y cómo sabían dónde estaría? Hasta ayer no di la orden de que lo llevasen al Heredero, pensando que esto divertiría al chico. Es muy curioso.
–¡Mucho! – dijo Toranaga.
–Además, se da la coincidencia de que el señor Yabú estaba por allí con algunos de tus hombres y algunos de los míos, en el momento exacto. Muy curioso.
–¡Mucho! Pero Yabú estaba allí porque yo lo había enviado a buscar y tus hombres estaban allí porque habíamos convenido, a indicación tuya, que era de buena política que tus hombres acompañasen a los míos mientras yo estuviese en una visita oficial.
–También es extraño que los bandidos, que fueron lo bastante bravos para liquidar a los diez primeros sin oposición, se comportasen como coreanos al llegar nuestros hombres. Había igualdad de fuerzas entre los dos bandos. ¿Por qué no lucharon los bandidos o se llevaron inmediatamente al bárbaro a los montes, en vez de quedarse estúpidamente en el camino principal del castillo? Muy curioso.
–¡Mucho! Desde luego, mañana doblaré mi guardia cuando salga a cazar. Por si acaso. ¿Mantendrás a tus hombres lejos de mi zona de caza? No quisiera que me espantasen las piezas -dijo, taimadamente.
–Desde luego. ¿Y el bárbaro?
–Sigue siendo de mi propiedad. Y también su barco. Pero te lo entregaré cuando haya acabado con él, y podrás enviarlo al campo de ejecución, si lo deseas.
–Gracias. Sí, lo haré. – Ishido cerró el abanico y se lo metió en la manga.– Ese hombre no tiene importancia. Lo importante, y la razón de que haya venido a verte, es… A propósito, he oído decir que mi señora madre está visitando el monasterio Johji.
–¡Ah! Yo diría que es un poco tarde para ver los cerezos en flor.
–Cierto. Pero las ancianas tienen una mentalidad propia y ven las cosas de un modo diferente, ¿neh? Lo que rne preocupa es que está delicada de salud. Tiene que tener mucho cuidado. Se enfría con facilidad.
–Lo mismo le pasa a mi madre. Hay que cuidar de la salud de los viejos.
Toranaga tomó mentalmente nota de que debía enviar un mensaje urgente al superior recordándole que debía extremar sus cuidados con la anciana. Si ésta moría en el monasterio, las repercusiones serían terribles. Todos los daimíos se darían cuenta de que, en el juego de ajedrez por el poder, había empleado como peón a una anciana indefensa, madre de su enemigo, y no había sabido velar por ella. Tomar un rehén era siempre una jugada peligrosa.
Ishido se había vuelto casi ciego de furor al enterarse de que su venerada madre estaba en la plaza fuerte de Toranaga en Nagoya. Habían rodado cabezas. Inmediatamente, Ishido había trazado planes para la destrucción de Toranaga y tomado la solemne resolución de sitiar Nagoya y eliminar el daimío Kazamaki -a cuyo cargo estaba ostensiblemente ella- en cuanto se rompiesen las hostilidades. Por último, había enviado un mensaje particular al superior del monasterio, a través de intermediarios, haciéndole saber que si ella no salía sana y salva de allí antes de veinticuatro horas, Naga, único hijo de Toranaga que estaba a su alcance, y todas las mujeres de éste a quienes pudiese apresar se despertarían en el pueblo de los leprosos. Ishido sabía que mientras su madre estuviese en poder de Toranaga tenía que actuar con cautela. Pero había dejado bien claro que si no la soltaban prendería fuego al Imperio.
–¿Cómo está tu señora madre, señor Toranaga? – preguntó cortés-mente.
–Muy bien, gracias -dijo Toranaga dejando traslucir su satisfacción-. Lleva perfectamente sus setenta y cuatro años. ¡Ojalá esté yo tan fuerte como ella cuando tenga su edad!
«Tienes cincuenta y ocho, Toranaga, pero no llegarás a los cincuenta y nueve -se prometió Ishido para sus adentros.»
–Por favor, transmítele mis mejores deseos de una vida siempre feliz. Gracias de nuevo, y perdona que te haya molestado.
Se inclinó con exquisita cortesía y, conteniendo difícilmente su regocijo, añadió:
–¡Ah, sí! El asunto importante que quería comunicarte es que se ha aplazado la última reunión oficial del Consejo de Regencia. No se celebrará hoy al ponerse el sol.
Toranaga conservó la sonrisa en su semblante, pero tembló interiormente.
–¡Ah! ¿Sí? ¿Por qué?
–El señor Kiyama está enfermo. El señor Sugiyama y el señor Onoshi han convenido en el aplazamiento. Y yo también. Unos pocos días carecen de importancia, tratándose de asuntos de tanta enjundia, ¿no crees?
–Podemos celebrar la reunión sin el señor Kiyama.
–Hemos resuelto no hacerlo -dijo Ishido con un destello provocador en los ojos.
–¿Oficialmente?
–Aquí están nuestros cuatro sellos.
Toranaga estaba rabioso. Cualquier demora suponía para él un riesgo inmenso.
–¿Cuándo será la reunión?
–Creo que el señor Kiyama puede haberse repuesto mañana o pasado mañana.
–Bien. Enviaré mi.médico personal a visitarle.
–Estoy seguro de que os lo agradecería. Pero su propio médico ha prohibido todas las visitas. La enfermedad podría ser contagiosa, ¿neh?
–¿Qué enfermedad?
–No lo sé, mi señor. Digo lo que me han dicho.
–¿Es bárbaro el médico?
–Sí. Tengo entendido que es el mejor médico de los cristianos. Un médico-sacerdote cristiano, para un daimío cristiano. Los nuestros no son lo bastante buenos para… un daimío tan importante -dijo Ishido, riendo entre dientes.
La inquietud de Toranaga fue en aumento. Si el médico hubiese sido japonés, habría podido hacer muchas cosas. Pero, con un médico cristiano -sin duda un sacerdote jesuíta-, bueno… No podía ir contra él, ni siquiera entrometerse en lo que hacía, sin correr el riesgo de enemistarse con todos los daimíos cristianos, riesgo que no podía permitirse. Sabía que su amistad con Tsukku-san no le serviría de nada contra los daimíos cristianos Onoshi o Kiyama. Los cristianos tenían interés en presentar un frente unido. Pronto tendría que acercarse a ellos, a los sacerdotes bárbaros, para llegar a un arreglo, para fijar el precio de su colaboración. «Si Ishido tiene realmente a Onoshi y a Kiyama con él, y dado que todos los daimíos cristianos seguirían a estos dos si actuasen conjuntamente, estoy aislado -pensó-. Y el único camino que me queda es Cielo Carmesí.»
–Visitaré al señor Kiyama pasado mañana -dijo fijando el plazo.
–Pero, ¿y el contagio? Si te ocurriese algo mientras estás en Osaka, mi señor, nunca me lo perdonaría. Eres nuestro invitado, estás a mi cuidado. Debo insistir en que no lo hagas.
–Descuida, mi señor Ishido, ningún contagio puede conmigo. Olvidas la predicción del astrólogo.
Seis años antes, el Taiko había recibido una embajada china que trataba de arreglar la guerra chino-coreana-japonesa, de la que formaba parte un astrólogo. Este había profetizado muchas cosas que después habían resultado verdad. Y este mismo astrólogo había predicho que Toranaga moriría por el sable en su edad madura. Ishido, el famoso conquistador de Corea, moriría de viejo, firme sobre sus pies y siendo el hombre más famoso de su época. Y en cuanto al Taiko, moriría en la cama, respetado, venerado, a una edad provecta y dejando un hijo fuerte y sano para asumir su sucesión.
–No, señor Toranaga, no la he olvidado -dijo Ishido, que la recordaba muy bien-. Pero el contagio puede ser muy molesto. Podrías contraer la viruela, como tu hijo Noboru, o la lepra, como el señor Onoshi. Todavía es joven, pero sufre. ¡Oh, sí! Sufre.
Toranaga se quedó momentáneamente desconcertado. Conocía demasiado bien los estragos de ambas enfermedades. Noboru, el mayor de sus hijos vivos, había contraído la viruela china cuando tenía siete años – ahora hacía diez-, y todos los médicos, japoneses, chinos, coreanos y cristianos habían fracasado ante una enfermedad que lo había desfigurado completamente, pero sin matarlo.
–Por el señor Buda, que no quisiera contraer ninguna de las dos ni ninguna otra -dijo.
–Lo creo -dijo Ishido, que se inclinó de nuevo y salió. Toranaga rompió el silencio.
–¿Y bien?
–Lo mismo da que te quedes o que te marches -dijo Hiro-matsu-. Será un desastre, porque te han traicionado y te han aislado, señor. Si te quedas para la reunión, que no se celebrará en una semana, Ishido movilizará sus legiones alrededor de Osaka y no podrás escapar sin que importe lo que le ocurra a dama Oshiba en Yedo, pues está claro que Ishido está dispuesto a ponerla en peligro con tal de pillarte. Es evidente que te han traicionado y que los cuatro regentes se pronunciarán contra ti. Y si te marchas, dictarán también todas las órdenes que quiera Ishido. Y tendrás que someterte a un voto de cuatro contra uno. Juraste hacerlo. Y no puedes renegar de tu palabra de honor como regente.
–Lo sé.
Hiro-matsu esperó, con creciente ansiedad.
–¿Qué vas a hacer?
–Ante todo, voy a darme un baño -dijo Toranaga con sorprendente jovialidad-. Después veré a ese bárbaro.
La mujer cruzó sin hacer ruido el jardín privado de Toranaga en el castillo, en dirección a la pequeña choza cubierta de ramaje y lindamente instalada en un bosquecillo de meples. Su quimono de seda y su obi eran de lo más sencillo y, sin embargo, los más famosos artesanos de China no habrían podido hacerlos más elegantes. Llevaba el cabello a la última moda de Kioto, peinado hacia arriba y sujeto con largos alfileres de plata. Una sombrilla de colores protegía su blanca piel. Era menuda -no más de cinco pies- pero perfectamente proporcionada. Alrededor del cuello, llevaba una fina cadena de oro y, colgando de ésta, un pequeño crucifijo también de oro.
Kiri esperaba en la galería de la choza, sentada pesadamente a la sombra y reposando sus nalgas sobre el cojín.
–Estás más hermosa que nunca, más joven que nunca, Toda Mariko-san -dijo Kiri, sin envidia, devolviéndole su saludo.
–¡Ojalá fuese verdad, Kiritsubo-san! – respondió Mariko sonriendo y arrodillándose sobre un almohadón.
–Lo es. ¿Cuándo nos vimos por última vez? ¿Hace dos años? ¿Tres? No has cambiado nada en veinte años. Pues debe hacer casi veinte años que nos conocimos. ¿Te acuerdas? Fue en una fiesta que dio el señor Goroda. Tú tenías catorce años y acababas de casarte.
–Y estaba asustada.
–No. No lo estabas.
–Hace dieciséis años, Kiritsubo-san, no veinte. Sí, lo recuerdo muy bien.
«Demasiado bien -pensó, afligida-. Fue el día en que mi hermano me dijo al oído que creía que nuestro venerado padre iba a vengarse de su señor feudal, el dictador Goroda. Iba a asesinarlo. Y yo no avisé a mi esposo o a Hiro-matsu, su padre, ambos fieles vasallos del Dictador, de que uno de sus más grandes generales estaba tramando una traición. Falté a mi deber con mi señor, con mi marido y con su familia que, debido al matrimonio, es mi única familia. Guardé silencio para proteger a mi amado padre, que mancilló mil años de honor. ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, señor Jesús de Nazaret, salva a esta pecadora de la condenación eterna…!»
–Hace dieciséis años -dijo serenamente Mariko.
–Aquel año, yo estaba encinta del señor Toranaga -dijo Kiri.
Y pensó: «Si el señor Goroda no hubiese sido vilmente traicionado y asesinado por tu padre, mi señor Toranaga no habría tenido que luchar en la batalla de Nagakudé y yo no me habría enfriado y no habría perdido a mi hijo. Tal vez fue sólo mi karma.»
–¡Ah, Mariko-san! – exclamó, sin malicia-. ¿Por qué no puedo tener tu figura y tus hermosos cabellos y andar con tanta distinción? – Kiri se echó a reír.– La respuesta es sencilla: porque como demasiado.
–¿Qué importa esto? Tú gozas del favor del señor Toranaga, ¿neh? Eres feliz.
–¿Acaso tú no lo eres?
–Yo no soy más que un instrumento de mi señor Buntaro. Si mi marido es feliz, yo soy feliz. Su placer es mi placer. Me pasa lo mismo que a ti -dijo Mariko.
–Sí. Pero no es lo mismo.
Kiri se abanicó y pensó: «Me alegro de no ser igual que tú, Mariko, con toda tu belleza y tu valor y tus conocimientos. ¡No! No podría estar casada un solo día con ese hombre odioso, feo, orgulloso y violento. Tan distinto de su padre, el señor Hiro-matsu… ¿Cómo has podido soportar tu tragedia? Parece imposible que no se perciba una sola sombra de ella en tu cara ni en tu alma.»
–Eres una mujer admirable, Toda Buntaro Mariko-san.
–Gracias, Kiritsubo Toshiko-san. ¡Cuánto me alegro de verte, Kiri-san!
–Y yo de verte a ti. ¿Cómo está tu hijo?
–Estupendo, estupendo, estupendo. Saruji tiene ahora quince años, ¿te imaginas? Alto y fuerte como su padre y el señor Hiro-matsu ha dado a Saruji un feudo propio, y ahora… ¿sabes que va a casarse?
–No. ¿Con quién?
–Ella es nieta del señor Kiyama. El señor Toranaga lo dispuso perfectamente. Una boda magnífica para nuestra familia. Sólo quisiera que la chica fuese más… más atenta con mi hijo, más solícita. – Mariko rió, con cierta timidez.– Bueno, parezco una suegra como todas. Pero creo que convendrás conmigo en que tiene aún muchas cosas que aprender.
–Tendrás tiempo de enseñarla.
–Así lo espero. – Las manos de Mariko reposaban quietas en su falda.– Mi marido me ha hecho venir aquí. ¿Quiere verme el señor Toranaga?
–Sí. Quiere que le hagas de intérprete.
–¿Con quién? – preguntó Mariko, sorprendida.
–Con el nuevo bárbaro.
–¡Oh! ¿Y el padre Tsukku-san? ¿Está enfermo?
–No -dijo Kiri jugando con su abanico-. Supongo que sólo podemos hacer conjeturas sobre por qué quiere el señor Toranaga que vengas tú, en vez del sacerdote. Pero yo diría que debe tratarse de un asunto muy privado. En tal caso, tendrás que jurar por tu Dios cristiano no divulgar nada acerca de esta reunión. No decir nada a nadie.
–Desde luego -dijo Mariko, intranquila.
Comprendía claramente que lo que Kiri había querido decir era que no debía decir nada a su marido ni a su padre, ni a su confesor. Como era su marido quien le había ordenado venir, sin duda a requerimiento del señor Toranaga, su deber para con éste era superior al que le ligaba a su marido. Por consiguiente, podía no darle información. Pero, ¿y a su confesor? ¿Podía no decirle nada? ¿Y por qué había de hacer ella de intérprete, en vez del padre Tsukku-san? Sabía que una vez más y contra su voluntad se veía metida en la clase de intriga política que había destrozado su vida y lamentó de nuevo que su familia fuese antigua y derivada de los Fujimoto y que ella hubiese nacido con el don de las lenguas que le había permitido aprender el casi incomprensible portugués y el latín, e incluso lamentó haber nacido. «Pero entonces -pensó- no habría visto a mi hijo, ni habría sabido nada de Cristo Niño ni de Su Verdad, ni de la Vida Eterna.»
–Muy bien, Kiri-san -dijo con temor-. Juro por el señor mi Dios que no divulgaré nada de lo que se diga hoy aquí, ni nada de lo que interprete en cualquier momento para mi señor.
–También supongo que debes prescindir de tus propios sentimientos y traducir exactamente lo que se diga. Este nuevo bárbaro es muy extraño y dice cosas muy particulares. Estoy segura de que mi señor te ha elegido entre todos por razones especiales.
–Estoy aquí para cumplir los deseos del señor Toranaga. No debe temer por mi lealtad.
–Nadie la ha puesto nunca en duda, señora. No he querido ofenderte.
Una lluvia de primavera salpicó los pétalos y el musgo y las hojas, y cesó poco después dejándolo todo más bello después de su paso.
–Quisiera pedirte un favor, Mariko-san. ¿Quieres poner tu crucifijo debajo de tu quimono?
Los dedos de Mariko asieron el crucifijo en ademán defensivo.
–¿Por qué? Mi señor Toranaga jamás se opuso a mi conversión y tampoco el señor Hiro-matsu, jefe de mi clan. En cuanto a mi esposo, me permite tenerlo y llevarlo.
–Sí. Pero los crucifijos enloquecen a ese bárbaro, y mi señor Toranaga quiere que esté tranquilo.
Blackthorne no había visto nunca una mujer tan menuda.
–Konnichi wa -dijo-. Konnichi, Toranaga-sama.
Se inclinó como un cortesano y saludó al niño que estaba arrodillado junto a Toranaga, con los ojos muy abiertos, y a la mujer gorda que estaba detrás de éste. Se hallaban todos en la galería que circundaba la pequeña choza. Esta se componía de una sola y pequeña habitación y una cocina en el fondo. Estaba montada sobre unas pilastras de madera de un pie de altura, sobre una alfombra de pura y blanca arena. Era una casa de té ceremonial para el rito del cha-no-yu, construida para este solo fin con materiales caros y raros, aunque, a veces, debido a su aislamiento, era también empleada para citas y conversaciones privadas.
Blackthorne se ciñó el quimono y se sentó en el almohadón que habían colocado sobre la arena, delante de ellos y a nivel más bajo.
–Gomen nasai, Toranaga-sama, nihon go ga hanase-masen. ¿Tsu- yaku go imasu ka?
–Yo soy tu intérprete, señor -dijo Mariko en un portugués casi perfecto-. Pero, ¿hablas japonés?
–No, señorita, sólo unas pocas palabras o frases -respondió Blackthorne, sorprendido.
Había esperado que el padre Alvito fuese el intérprete y que Toranaga hubiese estado acompañado de algunos samurais y tal vez del daimío Yabú. Pero allí no había ningún samurai, aunque muchos estaban apostados alrededor del jardín.
–Mi señor Toranaga pregunta dónde… Pero tal vez debería preguntarte primero si prefieres hablar en latín.
–Lo que tú prefieras, señorita.
«¿Quién será esa mujer? – pensó-. ¿Dónde aprendió un portugués tan perfecto? ¿Y el latín? Sin duda de los jesuitas. En una de sus escuelas.»
–Entonces, hablaremos portugués -dijo ella-.Mi señor desea saber dónde aprendiste tus «pocas palabras y frases».
–Había un monje en la prisión, señorita, un monje franciscano que me enseñó palabras tales como «comida, amigo, baño, ir, venir, verdadero, falso, aquí, allí, yo, tú, por favor, gracias, quiero, no quiero, prisionero, sí, no», etcétera. Desgraciadamente, sólo cosas rudimentarias. Ten la bondad de decirle al señor Toranaga que ahora podré responder mejor a sus preguntas, que procuraré complacerle y que le doy las gracias por haberme sacado de la prisión.
Sabía que tenía que hablar con sencillez, con frases cortas y con mucho cuidado, porque, a diferencia del sacerdote, esta mujer esperaba que hubiese terminado y daba después una sinopsis o una versión de lo que había dicho. El baño, el masaje, la comida y dos horas de sueño, le habían refrescado de un modo extraordinario. Las servidoras del baño, mujeres hábiles y vigorosas, le habían restregado y lavado el cabello trenzándolo en una bonita coleta y el barbero le había recortado la barba. Le habían dado un taparrabo limpio, un quimono y un cinto, un tabi y unas sandalias para los pies.
Había esperado con impaciencia que lo llevaran otra vez a presencia de Toranaga planeando lo que le diría y le revelaría y la manera de burlar al padre Alvito y de ganar ascendiente sobre él. Y sobre Toranaga. Pues ahora sabía, por lo que le había dicho el padre Domingo sobre los japoneses, los portugueses, la política y el comercio, que podía ayudar a Toranaga y que éste podía recompensarle a su vez con las riquezas que deseaba.
Y ahora, al no tener que luchar con el cura, se sentía aún más confiado.
Toranaga escuchaba atentamente a la muñeca-intérprete.
«¿Estará casada? – pensó Blackthorne-. No lleva anillo de boda. Es interesante. No lleva joyas de ninguna clase, excepto los alfileres de plata en el cabello. Y tampoco las lleva la otra mujer, la gorda.»
Rebuscó en su memoria. Aquellas dos mujeres de la aldea tampoco llevaban joyas y tampoco las de la casa de Mura. ¿Por qué?
¿Y quién era la gorda? ¿La esposa de Toranaga? ¿O la niñera del chico? ¿Sería éste el hijo de Toranaga? ¿O nieto suyo?
El chico era bajito, pero estirado. Tenía los ojos redondos y el cabello negro, atado en una coleta y llevaba la cabeza sin afeitar. Daba muestras de una curiosidad enorme.
Sin pensarlo, Blackthorne le guiñó un ojo. El chico dio un salto, se echó a reír e interrumpió a Mariko, y señaló y habló, y todos le escucharon con indulgencia y nadie le mandó callar. Cuando hubo terminado, Toranaga dirigió unas breves palabras a Blackthorne.
–El señor Toranaga pregunta por qué has hecho esto, señor.
–¡Oh!, sólo para divertir al pequeño. Es un niño como los demás y los niños de mi país suelen reírse cuando se les hace esto. Mi hijo debe ser de su misma edad. Ahora tiene siete años.
–El Heredero tiene siete -dijo Mariko tras una pausa, y después tradujo lo que él había dicho.
–¿El Heredero? ¿Quiere esto decir que ese muchacho es el único hijo del señor Toranaga?
–El señor Toranaga me pide que te diga que hagas el favor de limitarte a contestar sus preguntas, por ahora. – Después añadió: – Estoy segura de que, si tienes paciencia, piloto-capitán Blackthorne, podrás preguntar más tarde lo que desees.
–Muy bien.
–Como tu nombre es muy difícil de pronunciar, porque no tenemos los sonidos adecuados para ello, ¿puedo emplear, en interés del señor Toranaga, tu nombre japonés de Anjín-san?
–Desde luego.
–Gracias. Mi señor pregunta si tienes otros hijos.
–Una hija. Nació poco antes de salir yo de Inglaterra. Por consiguiente, ahora tiene dos años.
–¿Tienes una o muchas mujeres?
–Una. Es nuestra costumbre. Como los portugueses y los españoles. Nosotros no tenemos consortes oficiales.
–¿Es ésta tu primera esposa, señor?
–Sí.
–Por favor, ¿cuántos años tienes?
–Treinta y seis.
–¿Dónde vives en Inglaterra?
–En las afueras de Chathan. Es un pequeño puerto cerca de Londres.
–¿Londres es vuestra capital?
–Sí.
–Él pregunta qué idiomas hablas.
–Inglés, portugués, español, holandés y, naturalmente, latín.
–¿Qué es el holandés?
–Una lengua que se habla en Europa, en los Países Bajos. Muy parecida al alemán.
Ella frunció el ceño.
–¿Es el holandés una lengua pagana? ¿Y el alemán?
–Ambos son países no católicos -dijo él, cautelosamente.
–Perdón, ¿no es esto lo mismo que ser pagano?
–No, señorita. El cristianismo se divide en dos religiones muy distintas: catolicismo y protestantismo. La secta del Japón es católica. Ahora, hay mucha hostilidad entre ambas sectas.
Notó que Toranaga se impacientaba.
«Ten cuidado -se dijo-. Sin duda ella es católica.»
–Tal vez el señor Toranaga no quiere hablar de religión, señorita -repuso en voz alta-, pues ya tratamos un poco de esto en nuestro primer encuentro.
–¿Eres cristiano protestante?
–Sí.
–Y los cristianos católicos, ¿son enemigos tuyos?
–La mayoría me considerarían hereje y enemigo suyo.
Había muchos guardias alrededor del jardín. Todos se mantenían muy apartados y eran Pardos. Entonces, Blackthorne advirtió que había diez Grises, sentados en grupo aparte, a la sombra, y mirando al chico.
«¿Qué significa esto?» se preguntó.
–Mi señor desea saber de ti y de tu familia -dijo Mariko-. De tu país, de tu reina y de los anteriores gobernantes, de sus hábitos, de sus costumbres y de su historia. Y también de otros países, como España y Portugal. Quiere saberlo todo sobre el mundo en que vives. Sobre vuestros barcos, armas, comestibles, comercio… Cómo son vuestras guerras y cómo gobernáis los barcos, cómo gobernaste tú el tuyo y qué te ocurrió durante el viaje… Sí, mi señor desea saber la verdad acerca de todo.
–Se lo diré gustoso. Pero requerirá bastante tiempo.
–Mi señor dice que tiene tiempo de sobra. A propósito, yo soy la señora Mariko Buntaro, no señorita.
–Sí, señora -Blackthorne miró a Toranaga-. ¿Por dónde quiere que empiece?
Ella se lo preguntó y una débil sonrisa cruzó por el semblante de Toranaga.
–Dice que empieces por el principio.
Blackthorne sabía que esto era otra prueba. Entre tantas posibilidades, ¿por dónde debía empezar? ¿Y a quién debía dirigirse? ¿A Toranaga, al chico o a la mujer? Evidentemente, si sólo hubiese habido hombres presentes, a Toranaga. Pero, ¿y ahora? ¿Por qué estaban aquí las mujeres y el chico? Esto debía tener una significación.
–Pues, bien… -Entonces tuvo un destello de inspiración.– Tal vez sería lo mejor que dibujase un mapa del mundo, señora, tal como lo conocemos -dijo atropelladamente-. ¿Qué os parece?
Ella lo tradujo y Blackthorne vio un destello de interés en los ojos de Toranaga, pero no en los del niño ni de la mujer. ¿Cómo interesarles también?
–Mi señor dice que sí. Enviaré a buscar papel.
–Gracias. Pero de momento no hará falta. Después, si me das materiales de escribir, podré trazar un mapa más exacto.
Blackthorne se levantó de su almohadón y se arrodilló en el suelo. Con el dedo índice, empezó a trazar un tosco mapa sobre la arena, invertido para que ellos pudiesen verlo mejor.
–La Tierra es redonda como una naranja, pero este mapa es como su piel, cortado en óvalos, de norte a sur, aplanada y estirada un poco por las puntas. Un holandés llamado Mercator inventó la manera de hacer esto exactamente, hace veinte años. Es el primer mapa bien hecho del mundo. Incluso podemos navegar con esto, o con sus globos terráqueos -había esbozado audazmente los continentes-. Esto es el Norte y esto el Sur, el Este y el Oeste. El Japón está aquí. Mi país está allá, al otro lado del mundo. Todo eso es desconocido e inexplorado…
Eliminó con la mano toda Norteamérica, al norte de una línea que iba de México hasta Terranova, toda la América del Sur, a excepción del Perú y de una estrecha franja de costa alrededor del continente, y después todo lo situado al norte y al este de Noruega y al este de Moscovia, toda Asia, todas las tierras interiores de África, todo lo que había al sur de Java, y la punta de América del Sur.
–Conocemos las líneas costeras, pero poco más. Los interiores de África, de las Américas y de Asia, son casi otros tantos misterios.
Hizo una pausa para que lo captasen bien. Mariko traducía ahora con más facilidad, y él advirtió que crecía el interés de todos. El chico se movió y se acercó un poco.
–El Heredero desea saber dónde estamos nosotros en el mapa.
–Aquí. Esto es Catay, China, según creo. No sé a qué distancia estamos de la costa. Yo tardé dos años en ir desde aquí hasta aquí.
Toranaga y la mujer gorda se estiraron para ver mejor.
–El Heredero pregunta por qué somos tan pequeños en tu mapa.
–Sólo es cuestión de escala, señora. En este continente, hay casi mil leguas, de tres millas cada una, desde Terranova, aquí, hasta México, aquí. Desde el lugar donde estamos hasta Yedo, hay unas cien leguas.
Hubo un silencio y después una conversación entre ellos.
–El señor Toranaga desea saber sobre el mapa cómo llegaste al Japón.
–Por esta ruta. Esto es el paso, o el estrecho de Magallanes, aquí, en la punta de América del Sur. Se llama así por el nombre del navegante portugués que lo descubrió hace ochenta años. Desde entonces, los portugueses y los españoles han mantenido en secreto esta ruta, para su empleo exclusivo. Nosotros fuimos los primeros extranjeros en cruzar el paso. Yo tenía uno de sus libros de ruta secretos, una especie de mapa, pero, incluso así, tuvimos que esperar seis meses para pasar, pues los vientos nos eran contrarios.
Ella tradujo sus palabras. Toranaga levantó la cabeza dando muestras de incredulidad.
–Mi señor dice que estás equivocado. Todos los bar…, todos los portugueses vienen del Sur. Es su ruta, la única ruta.
–Sí. Es verdad que los portugueses prefieren este camino, nosotros lo llamamos cabo de Buena Esperanza, porque tienen docenas de fuertes a lo largo de aquellas costas, de África, la India y las Islas de las Especias, donde pueden abastecerse e invernar. Y sus galeones de guerra patrullan por aquellos mares y los monopolizan. En cambio, los españoles emplean el paso de Magallanes para ir a sus colonias americanas del Pacífico y a las Filipinas, o bien cruzan el estrecho istmo de Panamá por tierra para ahorrarse meses de viaje. Para nosotros era más seguro seguir la ruta del estrecho de Magallanes, pues en otro caso habríamos tenido que desafiar a todos los fuertes portugueses enemigos. Por favor, dile al señor Toranaga que ahora conozco la situación de muchos de ellos. Y diré de paso que, en la mayoría de ellos, hay soldados japoneses. El fraile que me dio la información en la prisión era español y hostil a los portugueses y también a los jesuítas.
Blackthorne vio una reacción inmediata en la cara de ella y en la de Toranaga cuando hubo traducido sus palabras.
–¿Soldados japoneses? ¿Quieres decir samurais?
–Supongo que más bien son ronín.
–Hablaste de una carta «secreta». Mi señor desea saber cómo la obtuviste.
–Un hombre llamado Pieter Suyderhof, de Holanda, era secretario particular del Primado de Goa. Este es el título de sumo sacerdote católico, y Goa es la capital de la India portuguesa. Sabréis, desde luego, que los portugueses tratan de apoderarse de aquel continente por la fuerza. Como secretario particular de este arzobispo, que era también virrey portugués a la sazón, pasaban toda clase de documentos por sus manos. Después de muchos años, obtuvo algunos de sus libros de ruta o cartas y las copió. En ellos figuraban los secretos para cruzar el paso de Magallanes y también para doblar el cabo de Buena Esperanza, así como los bajíos y arrecifes desde Goa hasta el Japón, vía Macao. Mi libro de ruta era el del estrecho de Magallanes. Estaba entre los papeles que perdí con mi barco. Son vitales para mí y podrían tener un valor inmenso para el señor Toranaga.
–Mi señor dice que ha dado orden de buscarlos. Continúa, por favor.
–Cuando Suyderhof regresó a Holanda, los vendió a la «Compañía de Mercaderes de la India Oriental», que tenía el monopolio de la exploración en el Lejano Oriente.
Ella lo miraba fríamente.
–¿Era un espía pagado ese hombre?
–Le pagaron sus mapas, sí.
–Mi señor pregunta por qué ese arzobispo empleaba a un enemigo.
–Según contó Pieter Suyderhof, a ese arzobispo, que era jesuita, sólo le interesaba el comercio. Suyderhof dobló sus ingresos y por esto era su «niño mimado». Era un mercader sumamente listo (los holandeses suelen ser mejores que los portugueses en esto) y por ello no comprobaron muy a fondo sus credenciales. Además, muchos hombres de ojos azules y cabellos rubios, alemanes o de otros países de Europa, son católicos.
Blackthorne esperó que ella hubiese traducido esto y después añadió cautelosamente:
–Era jefe de los espías de Holanda en Asia y colocó algunos de sus hombres en barcos portugueses. Por favor, dile al señor Toranaga que sin el comercio con el Japón la India portuguesa no viviría mucho tiempo.
Toranaga mantuvo los ojos fijos en el mapa mientras Mariko hablaba. No mostró ninguna reacción a lo que decía ella. Blackthorne se preguntó si lo habría traducido todo.
–Mi señor quisiera un mapa detallado del mundo sobre papel y lo antes posible, con todas las bases portuguesas marcadas en él y con el número de ronín de cada una. Dice que tengas la bondad de proseguir.
Blackthorne comprendió que había dado un paso gigantesco. Pero el niño bostezó y en vista de ello decidió cambiar de rumbo, pero en dirección al mismo puerto.
–Nuestro mundo no es siempre como parece. Por ejemplo, al sur de esta línea, a la que llamamos ecuador, las estaciones están invertidas. Cuando aquí es verano, allí es invierno, y cuando aquí hace calor, allí se hielan de frío.
–¿Cómo es eso?
–No lo sé, pero es verdad. Bueno, la ruta hacia el Japón pasa por uno de esos dos estrechos meridionales. Los ingleses estamos buscando una ruta por el Norte, ya sea hacia el Nordeste, por encima de las Siberias, o hacia el Noroeste, por encima de las Américas. Yo he llegado hasta aquí. Todo el suelo es perpetuamente de nieve y de hielo y hace tanto frío que si no se llevasen guantes de piel los dedos se helarían en unos momentos. Las gentes que viven allí se llaman lapones. Van vestidos de pieles. Los hombres cazan y las mujeres hacen todo el trabajo.
–¿Sorewa honto desu ka? – preguntó Toranaga con impaciencia. (¿Qué hay de verdad en esto?)
–Yo viví con ellos casi un año. Nos atraparon los hielos y tuvimos que esperar al deshielo. Se alimentan de pescado, de focas, y a veces de osos polares y de ballenas, y comen la carne cruda. Su mayor golosina es la grasa cruda de ballena.
–¡Oh, vamos, Anjín-san!
–Es verdad. Y viven en casitas redondas hechas enteramente de nieve, y nunca se bañan.
–¡Cómo! ¿Nunca? – exclamó ella.
Él movió la cabeza y resolvió no decirle que el baño era raro en Inglaterra, incluso más raro que en Portugal y en España que eran países cálidos.
Ella tradujo y Toranaga sacudió la cabeza con incredulidad.
–Mi señor dice que esto es una gran exageración. Nadie puede vivir sin bañarse. Ni siquiera los salvajes.
–Es verdad: honto -dijo él serenamente y levantando la mano -. Lo juro por Jesús de Nazaret y por mi alma.
Ella lo observó en silencio.
–¿Todo?
–Sí. El señor Toranaga quería la verdad. ¿Por qué había de mentirle? Mi vida está en sus manos. Es fácil probar la verdad… Pero no, sería difícil probar lo que he dicho porque tendríais que ir allí a verlo con vuestros ojos. Desde luego, los portugueses y los españoles, que son mis enemigos, no me apoyarían. Pero el señor Toranaga me pidió la verdad y puede estar seguro de que se la digo.
–El señor Toranaga dice que es increíble que un ser humano pueda vivir sin bañarse.
–Algunas de vuestras costumbres son también difíciles de creer. Pero es verdad que en el poco tiempo que llevo en vuestro país me he bañado más veces que en muchos años anteriores. Y confieso francamente que me ha sentado bien.
–¿Qué piensas de él, Mariko-san? – preguntó Toranaga.
–Estoy convencida de que dice la verdad o de que cree decirla. Al parecer, podría serte muy valioso, mi señor. ¡Tenemos tan pocos conocimientos del mundo exterior! ¿Te interesa esto? Yo no lo sé. Pero es casi como si hubiese bajado de las estrellas o subido del fondo del mar. Si es enemigo de los portugueses y de los españoles, su información, en el caso de que sea verídica, tal vez podría ser vital para tus intereses, ¿neh?
–Soy de la misma opinión -dijo Kiri.
–¿Y tú qué opinas, Yaemón-sama?
–¿Yo, tío? ¡Oh! Creo que es feo y no me gustan sus cabellos de oro y sus ojos de gato, y ni siquiera parece humano -dijo el niño de un tirón-. Me alegro de no haber nacido bárbaro como él, sino samurai como mi padre. ¿Podemos nadar otro rato?
–Mañana, Yaemón -dijo Toranaga lamentando no poder hablar directamente con el marino.
Mientras hablaban entre ellos, Blackthorne decidió que había llegado el momento. Entonces, Mariko se volvió de nuevo a él.
–Mi señor pregunta por qué estuviste en el Norte.
–Era capitán de un barco. Buscábamos un paso en el Nordeste, señora. Sé que muchas cosas que puedo deciros os parecerán risibles -empezó-. Por ejemplo, hace setenta años, los reyes de España y de Portugal firmaron un tratado solemne repartiéndose la propiedad del Nuevo Mundo, del mundo por descubrir. Como vuestro país cae dentro de la mitad portuguesa, pertenece oficialmente a Portugal, señor Toranaga. Tú, todos los tuyos, este castillo y todo lo demás fue dado a Portugal.
–Por favor, Anjín-san. Perdóname, pero es ridículo.
–Convengo en que su arrogancia es increíble. Pero es verdad.
Toranaga se echó a reír, burlonamente.
–Mi señor Toranaga dice que igual podrían repartirse el cielo entre él y el Emperador de China, ¿neh?
–Por favor, dile al señor Toranaga que no es lo mismo -dijo Blackthorne, consciente de que pisaba un terreno peligroso-. Esto está escrito en documentos legales que otorgan a cada rey el derecho a reclamar como propio todo país no católico descubierto por sus súbditos -trazó una raya con el dedo sobre el mapa, que cortaba el Brasil de Norte a Sur-. Todo lo que está al este de esta línea pertenece a Portugal, y todo lo que está al oeste, a España. Pedro Cabral descubrió el Brasil en 1500 y, por consiguiente, Portugal posee ahora el Brasil, se ha enriquecido con el oro y la plata extraída de sus minas y ha saqueado los templos indígenas. Todo el resto de América descubierto hasta ahora es de España: México, Perú, casi todo el continente del Sur. Exterminaron las naciones incas. Ahora, España es la nación más rica del mundo gracias al oro y la plata que los conquistadores robaron a los incas y a los mejicanos y que enviaron a su país.
Mariko estaba ahora muy seria. Había captado en seguida el significado de la lección de Blackthorne. Y también lo había captado Toranaga.
–Mi señor dice que esta conversación es vana. ¿Cómo pueden arrogarse tales derechos?
–No lo hicieron -dijo gravemente Blackthorne-. Se los otorgó el Papa a cambio de difundir la palabra de Dios.
–No lo creo -exclamó ella.
–Por favor, traduce lo que he dicho, señora. Es honto.
Ella obedeció y habló largamente, visiblemente turbada. Después:
–Mi señor… mi señor dice que estás… que estás tratando de empozoñarle contra tus enemigos. Di la verdad. Por tu propia vida, señor.
–El papa Alejandro VI trazó la primera línea de demarcación en 1493. En 1506, el papa Julio II aprobó algunos cambios en el Tratado de Tordesillas firmado por España y Portugal en 1494 y alteró un poco la línea. Y el papa Clemente VII sancionó el Tratado de Zaragoza de 1529, que trazaba una línea aquí -trazó sobre la arena una línea de longitud que pasaba por la punta meridional del Japón-. Esto dio a Portugal un derecho exclusivo sobre tu país, sobre todos estos países, desde el Japón a China hasta África, a cambio de difundir el catolicismo.
Mariko, haciendo un esfuerzo, repitió lo que había dicho él. Después, volvió a escuchar a Blackthorne, detestando todo lo que oía.
–Dice el capitán, señor -tradujo-, que en… en los días en que se tomaron estas decisiones por Su Santidad el Papa, todo su mundo, incluso el país de Anjín-san, era cristiano católico. Todavía no… no se había producido el cisma. Por consiguiente, estas decisiones papales obligarían a todas las naciones. Pero añade que, aunque se dio a los portugueses el derecho a explotar en exclusiva el Japón, España y Portugal luchan continuamente por esta propiedad debido a la riqueza de nuestro comercio con China.
–¿Qué opinas, Kiri-san? – preguntó Toranaga, tan impresionado como los demás, menos el niño, que jugaba con su abanico.
–Él cree que dice la verdad -respondió Kiri-. Sí, estoy convencida. Pero, ¿cómo probarla… en todo o en parte?
–¿Cómo la probarías tú, Mariko-san? – preguntó Toranaga, más turbado por la reacción de Mariko que por lo que se había dicho, pero alegrándose de haberla tenido como intérprete.
–Yo preguntaría al padre Tsukku-san -dijo ella-. Y también enviaría a alguien, a un vasallo de confianza, a ver el mundo. Tal vez con Anjín-san.
–Si el sacerdote no confirma estas declaraciones -dijo Kiri- esto no querrá decir necesariamente que Anjín-san esté mintiendo, ¿neh? ¿Por qué no enviar a buscar al más destacado sacerdote cristiano y preguntarle acerca de estos hechos? Veamos lo que dice. Sus rostros son casi siempre abiertos y carecen de toda sutileza.
Toranaga asintió con la cabeza y miró a Mariko.
–Por lo que sabes de los bárbaros del Sur, Mariko-san, ¿crees que las órdenes del Papa serían obedecidas?
–Sin duda alguna.
–¿Serían consideradas sus órdenes como si hablase el Dios cristiano?
–Sí.
–¿Obedecerían sus órdenes todos los cristianos católicos?
–Sí.
–¿Incluso nuestros cristianos?
–Yo diría que sí.
–¿Incluso tú?
–Sí, señor. Si fuese una orden directa de Su Santidad dirigida personalmente a mí. Lo haría para salvar mi alma. Pero, mientras esto no se produzca, sólo obedeceré a mi señor, al jefe de mi familia y a mi esposo. Soy japonesa, cristiana, sí, pero, ante todo, soy samurai.
–Entonces, creo que convendría que esa Santidad se mantuviese alejado de nuestras costas -Toranaga reflexionó un momento. Después, decidió lo que tenía que hacer con el bárbaro Anjín-san-. Dile…
Pero se interrumpió de pronto. Todas las miradas se dirigieron al camino y a la anciana que se acercaba. Llevaba el hábito encapuchado de las monjas budistas. La acompañaban cuatro Grises. Los Grises se detuvieron y ella avanzó sola.
–Gracias, Kiritsubo-san -dijo la mujer devolviendo a todos el saludo.
Se llamaba Yodoko. Era la viuda del Taiko, y después de la muerte de éste se había hecho monja budista.
–Lamento haber venido a interrumpirte y sin ser invitada, señor Toranaga.
–No necesitas invitación, y siempre eres bien venida, Yodoko-sama.
–Gracias, muchas gracias -repuso ella mirando a Blackthorne y entornando los párpados para ver mejor-. De todos modos, te he interrumpido. No veo bien… ¿Es un bárbaro? Mis ojos empeoran cada día. No es Tsukku-san, ¿verdad?
–No, es el nuevo bárbaro -dijo Toranaga.
–¡Oh, él! – exclamó Yodoko mirándolo fijamente-. Por favor, dile que no puedo verle bien. De ahí mi descortesía.
Mariko obedeció. Después, Yodoko se volvió al niño y lo miró fingiendo no haberlo visto antes.
–¡Oh, hijo mío! Estás aquí. Te estaba buscando. ¡Cuánto me alegro de verte, Kwampaku!
–Gracias, Primera Madre -dijo Yaemón correspondiendo a la reverencia de ella-. ¡Oh! Tendrías que haber oído al bárbaro. Nos ha dibujado un mapa del mundo y nos ha contado cosas muy raras sobre gentes que no se bañan nunca y viven en casas de nieve y llevan pieles como kami malignos.
La vieja gruñó:
–Creo que cuanto menos vengas por aquí mejor será, hijo mío. Nunca he podido entenderlos. Huelen que apestan. No sé cómo el señor Taiko, tu padre, podía aguantarlos. Pero él es un hombre y tú eres un hombre, y los hombres tenéis más paciencia que esta infeliz mujer.
–La paciencia es importante para el hombre y vital para el caudillo -dijo Toranaga-. Y el afán de saber es también una buena cualidad, ¿no es cierto Yaemón-sama? Y el saber viene de los lugares más extraños.
–Sí, tío. ¡Oh, sí! – dijo Yaemón -. ¿Verdad que tiene razón, Primera Madre?
–Sí, sí. De acuerdo. Pero me alegro de ser mujer y de no tener que preocuparme de estas cosas, ¿neh? – Yodoko abrazó al niño que se había sentado a su lado.– Bueno, hijo mío. ¿Por qué he venido aquí? A buscar al Kwampaku. ¿Por qué? Porque el Kwampaku llegará tarde a la comida y a su lección de escritura.
–¡Odio las lecciones de escritura! Prefiero nadar.
–Un caudillo tiene que escribir bien -dijo Toranaga-, y el Kwampaku, mejor que todos los demás. Si no, ¿cómo podría escribir a Su Alteza Imperial y a los grandes daimíos? Un caudillo tiene que hacer muchas cosas difíciles.
–Sí, tío. Es muy difícil ser Kwampaku -dijo Yaemón dándose importancia. Después preguntó-: ¿Cuándo vendrá madre a casa?
Yodoko miró a Toranaga.
–Pronto.
–Espero que muy pronto -dijo Toranaga.
Sabía que Yodoko había sido enviada por Ishido a buscar al niño. Toranaga había traído al chico y a los guardias directamente al jardín para irritar más a su enemigo. Y también para mostrar el extraño piloto al niño y privar a Ishido del placer de hacerlo él.
–Ser responsable de mi hijo es una tarea muy pesada para mí -dijo Yodoko-. Sería buena cosa tener a dama Ochiba aquí, en Osaka. Entonces, yo podría regresar al templo, ¿neh? ¿Cómo está ella y cómo está dama Genjiko?
–Las dos gozan de excelente salud -contestó Toranaga.
Hacía nueve años que, en una desacostumbrada muestra de amistad, el Taiko lo había invitado privadamente a casarse con dama Genjiko, hermana menor de dama Ochiba, su consorte favorita.
–Así, nuestras casas estarán unidas para siempre, ¿neh? – le había dicho el Taiko.
–Sí, señor. Obedeceré, aunque no merezco tanto honor -había respondido Toranaga, respetuosamente, deseando establecer este lazo con el Taiko.
Pero sabía que si bien Yodoko, esposa del Taiko, aprobaría sin duda el proyecto, su consorte Ochiba, que lo odiaba, emplearía su influencia para impedir el matrimonio. También era más prudente no tener a la hermana de Ochiba por esposa, pues esto le daría un poder enorme sobre él. En cambio si se casaba con su hijo Sudara, Toranaga, como jefe supremo de la familia, dominaría completamente la situación. Había necesitado toda su habilidad para urdir el matrimonio entre Sudara y Genjiko, pero lo había conseguido y ahora Genjiko tenía un valor enorme para él como defensa contra Ochiba, porque ésta adoraba a su hermana.
–Mi nuera no ha empezado aún a dar a luz, aunque esperábamos que fuese ayer. En todo caso, supongo que dama Ochiba la dejará en cuanto haya pasado el peligro.
–Después de tres niñas, ya es hora de que Genjiko te dé un nieto varón, ¿neh? Rezaré para que sea así.
–Gracias -dijo Toranaga, convencido de su sinceridad, a pesar de que él sólo representaba un peligro para su casa.
–He oído decir que tu dama Sazuko está encinta.
–Sí. Soy muy afortunado -dijo Toranaga, regocijándose al pensar en su última consorte, en su juventud, su vigor y su ternura.
–Buda te ha bendecido.
Yodoko sintió un poco de envidia. Le parecía injusto que Toranaga tuviese cinco hijos y cuatro hijas y cinco nietas, a los que habría que añadir el hijo de Sazuko que estaba a punto de llegar y tal vez otros muchos más, pues aún era vigoroso y tenía muchas consortes en su casa. En cambio, todas las esperanzas de ella se centraban en este único niño de siete años, que era tan hijo suyo como de Ochiba. «Sí, también es hijo mío -pensó-. ¡Y cuánto odié a Ochiba al principio!»
Se sobresaltó al ver que todos la miraban fijamente.
–¿Qué?
Yaemón frunció el ceño.
–He preguntado dos veces si podíamos marcharnos y dar yo mis lecciones, Primera Madre.
–Lo siento, hijo mío. Estaba distraída.
Kiri la ayudó a levantarse. Yaemón echó a correr. Los Grises se habían puesto ya de pie, y uno de ellos lo agarró y lo cargó delicadamente sobre sus hombros.
–¿Quieres acompañarme un trecho, señor Toranaga? Necesito un brazo fuerte en el que apoyarme.
Toranaga se puso de pie con sorprendente agilidad. Ella se apoyó en su brazo, pero no con fuerza.
–Sí, necesito un brazo firme. Yaemón también lo necesita. Y también el reino.
Y cuando se hubieron alejado de los otros, añadió:
–Conviértete en el único regente. Asume el poder y gobierna tú solo. Hasta que Yaemón sea mayor de edad.
–El testamento del Taiko lo prohíbe, aunque yo lo deseara, y conste que no es así.
–Tora-chan -dijo ella empleando el apodo que le había dado el Taiko hacía mucho tiempo-, tú y yo tenemos pocos secretos. Si quieres, puedes hacerlo. Yo respondo de dama Ochiba. Asume el poder por todo el tiempo que vivas. Conviértete en Shogún y nombra a Yaemón tu único heredero. Así podrá ser Shogún después de ti. ¿Acaso no lleva sangre de los Fujimoto?
Toranaga la miró fijamente.
–¿Piensas que los daimíos se avendrían a esto y que Su Alteza el Hijo del Cielo lo aprobaría?
–No. No por lo que respecta sólo a Yaemón. Pero, si tú fueses primero Shogún y lo adoptaras, podrías persuadirlos a todos. Dama Oshiba y yo te apoyaríamos.
–¿Ha convenido ella en esto? – preguntó Toranaga, pasmado.
–No. Nunca lo hemos discutido. Es una idea mía. Pero estará de acuerdo. Respondo de ella.
–Esta conversación es imposible, señora.
–Tú puedes con Ishido y con todos los demás. Siempre has podido. Y me espanta lo que oigo, Tora-chan. Rumores de guerra. Y si la guerra empieza, durará eternamente y consumirá a Yaemón.
–Sí. Si empieza, durará eternamente.
–Entonces, ¡toma el poder! Yaemón es un niño excelente. Sé que tú le quieres. Tiene la inteligencia de su padre, y, si tú lo guías, todos saldremos beneficiados. Él tendría su herencia.
–Yo no me opongo a él ni a su sucesión. ¿Cuántas veces tengo que decirlo?
–El Heredero será destruido si tú no lo apoyas activamente.
–¡Yo lo apoyo! – dijo Toranaga-. Así lo prometí al Taiko, tu difunto marido.
Yodoko suspiró y se arrebujó en su hábito.
–Mis viejos huesos están helados. Demasiados secretos y luchas, Tora-chan. Y traiciones y muertes y victorias. Sólo soy una mujer, y estoy muy sola. Me alegro de haberme consagrado a Buda, y pienso sobre todo en él y en mi vida futura. Pero en ésta tengo que proteger a mi hijo y decirte estas cosas. Espero que perdones mi impertinencia.
–Siempre busco y aprecio tus consejos.
–Gracias. – Irguió un poco la espalda.– Escucha… Mientras yo viva, ni el Heredero ni dama Ochiba irán contra ti. ¿Pensarás en mi proposición?
–El testamento de mi difunto señor me lo prohíbe. No puedo ir contra su voluntad ni contra mi promesa formal como regente. Anduvieron un rato en silencio. Después, Yodoko suspiró.
–¿Por qué no la tomas por esposa?
Toranaga se detuvo en seco.
–¿A Ochiba?
–¿Por qué no? Sería perfecta para ti. Es hermosa, joven y vigorosa, y lleva sangre de los Fujimoto y de los Minowara. Tú no tienes ahora esposa oficial. Entonces, ¿por qué no? Esto resolvería el problema de la sucesión e impediría la división del reino. Seguramente tendrías otros hijos con ella. Yaemón te sucedería y después sus hijos o los otros hijos de ella. Podrías ser Shogún. Adoptarías oficialmente a Yaemón y éste sería tan hijo tuyo como los otros. ¿Por qué no casarte con dama Ochiba?
«Porque es un gato salvaje, una tigresa traidora con la cara y el cuerpo de una diosa, que se cree emperatriz y actúa como tal -pensó Toranaga-. No podría fiarme de ella en la cama. Sería capaz de saltarme los ojos con un alfiler durante mi sueño. ¡Oh, no! Es imposible. Por muchas razones, entre ellas la de que me odia y ha tramado mi caída y la de mi casa desde que parió por vez primera, hace once años.
»Ya entonces, cuando ella tenía diecisiete, se empeñó en destruirme. Exteriormente, es dulce como el primer melocotón maduro del verano y tan fragante como éste. Pero, interiormente, es dura como una hoja de acero. Hizo que el Taiko enloqueciese por ella, con exclusión de todas las demás. Ya a los quince años, Ochiba sabía lo que quería y cómo conseguirlo. Después, se produjo el milagro y dio al Taiko un hijo varón, el único que tuvo de sus muchísimas mujeres. ¿Cuántas? Al menos cien, de todas las edades y castas, desde una princesa Fujimoto hasta una cortesana de cuarta categoría.
»Le dio su primer hijo cuando tenía él cincuenta y tres años, un chiquillo enclenque y enfermizo que murió muy pronto, provocando que el Taiko se rasgase las vestiduras, casi loco de dolor, culpándose a sí mismo y no a ella. Al cabo de cuatro años, ella volvió a parir milagrosamente, y fue milagrosamente otro varón, esta vez milagrosamente lleno de salud.
»¿Fue el Taiko el verdadero padre de Yaemón? ¡Oh, cuánto daría por saber la verdad! Pero, ¿llegaremos a saberla algún día? Probablemente, no.
»¿Habría tenido ella la astucia de acostarse con otro hombre eliminándolo después para su propia seguridad, y no una, sino dos veces?
«¿Podía ser tan traidora? ¡Oh, sí!
«¿Casarse con Ochiba? ¡Nunca!»
–Es para mí un honor que me hayas hecho esta sugerencia -dijo Toranaga después de esta meditación.
–Tú eres un hombre, Tora-chan. Podrías manejar fácilmente a una mujer como ella. Eres el único hombre del Imperio capaz de ello, ¿neh? Ella sería una pareja maravillosa para ti. Mira cómo lucha ahora por proteger los intereses de su hijo, a pesar de que no es más que una mujer indefensa. Sería una esposa digna de ti.
–No creo que se aviniera siquiera a pensarlo.
–¿Y si lo hiciese?
–Me gustaría saberlo. Confidencialmente. Esto sería un honor inestimable.
–Muchas personas creen que sólo tú te interpones entre Yaemón y la sucesión.
–Muchas personas están locas.
–Sí, pero no tú, Toranaga-sama. Y tampoco dama Ochiba.
«Y tampoco tú, señora», pensó él.
Con otro hábil lanzamiento y una breve ascensión se halló en el corredor de arriba. Los centinelas apostados en las esquinas de las murallas almenadas no lo oyeron, a pesar de que estaban alerta.
Al llegar a un ángulo del pasillo, se detuvo y miró a su alrededor. Un samurai guardaba la puerta del fondo. La luz de unas velas oscilaba en el silencio. El guardián estaba sentado con las piernas cruzadas. Bostezó, se reclinó en la pared y se estiró, cerrando un momento los ojos. Inmediatamente, el asesino dio un salto, formó un lazo corredizo con la cuerda de seda, lo dejó caer sobre el cuello del guardián y apretó con fuerza. Una breve cuchillada entre las vértebras, con la precisión de un cirujano, acabó con el guerrero.
El hombre abrió la puerta. La sala de audiencias estaba desierta y no había guardias en las puertas interiores. Arrastró el cadáver al interior y cerró la puerta. Cruzó el salón sin vacilar y escogió la puerta interior izquierda. Empuñó el curvo cuchillo con la diestra. Llamó suavemente.
–«En tiempos del emperador Shirakawa… -dijo, dando la primera parte del santo y seña.
Desde el otro lado de la puerta, alguien respondió:
…vivía un sabio llamado Enraku-ji…
…que escribió la trigésima primera sutra.» Traigo un mensaje urgente para el señor Toranaga.
La puerta se abrió y el asesino saltó hacia delante. El cuchillo se hundió en el cuello del samurai, exactamente debajo del mentón, y con la misma rapidez se clavó en la garganta del segundo guardián. Los dos estaban muertos antes de caer al suelo.
El hombre echó a correr por el pasillo interior que estaba débilmente iluminado. Entonces, se abrió un shoji. El hombre se detuvo en seco y volvió lentamente la cabeza.
Kiri lo miró fijamente desde una distancia de diez pasos. Llevaba una bandeja en la mano.
Dejó caer la bandeja al suelo y sacó una daga de su obi moviendo la boca sin hacer ruido alguno. El hombre corrió hacia el extremo del pasillo donde se abrió una puerta y apareció un samurai medio dormido.
El asesino corrió en su dirección y abrió un shoji que había a la derecha. Kiri chillaba y había sonado ya la alarma, pero el hombre siguió corriendo con pasos seguros y cruzó la antecámara, saltando sobre las mujeres y sus doncellas y saliendo al pasillo interior del otro lado.
Allí, la oscuridad era total, pero el hombre avanzó resueltamente, abrió la puerta que buscaba y se arrojó sobre la figura que yacía en el lecho. Pero el brazo que empuñaba el cuchillo fue sujetado por una mano de hierro. El hombre luchó con astucia, consiguió desprenderse y se lanzó de nuevo sobre la figura, dispuesta a descargar el golpe mortal. Pero el otro le esquivó con sorprendente agilidad y le largó una patada en el bajo vientre. El dolor le inmovilizó, mientras su víctima se ponía a salvo.
Entonces llegaron varios samurais, algunos con linternas, y Naga, que sólo se cubría con un taparrabo, se plantó entre el asesino y Blackthorne con el sable en alto.
–¡Ríndete!
El asesino hizo una finta y gritó Namu Amida Butsu – «en el nombre del Buda Amida» – y con ambas manos, se hundió el cuchillo debajo del mentón. Naga describió un arco con su sable, y la cabeza de aquel hombre rodó por el suelo.
En medio del silencio, Naga la cogió y le arrancó la máscara.
–¿Le conoce alguien?
Nadie respondió. Naga escupió a la cara, arrojó la cabeza a uno de sus hombres, desgarró la negra vestidura, levantó el brazo derecho del muerto y encontró lo que buscaba. Un pequeño tatuaje en el sobaco: el signo chino del Buda Amida.
–¿Quién es el oficial de guardia?
–Yo, señor -dijo un hombre, pálido por la emoción.
Naga saltó hacia él y los demás se apartaron. El oficial no intentó siquiera esquivar el terrible sablazo que le arrancó la cabeza y parte de un hombro y el brazo.
–Hayabusa-san, ordena a todos los samurais de esta guardia que se reúnan en el patio -dijo Naga a un oficial-. Dobla la próxima guardia. Saca el cadáver de aquí. En cuanto a los demás…
Se interrumpió al ver llegar a Kiri, todavía con su daga en la mano. Miró el cadáver y después a Blackthorne.
–¿No está herido Anjín-san? – preguntó.
Naga se acercó al capitán y le abrió el quimono de dormir, para ver si estaba herido.
–Bien -dijo-. Parece ileso, Kiritsubo-san.
Vio que Anjín-san señalaba el cadáver y decía algo.
–No te comprendo -dijo Naga-. Quédate aquí, Anjín-san.
Y, dirigiéndose a uno de sus hombres:
–Traedle de comer y de beber, si lo desea.
–El asesino llevaba el tatuaje Amida, ¿neh? – preguntó Kiri.
–Sí, dama Kiritsubo.
–Son diablos…
–Sí.
Naga la saludó y miró a uno de los aterrados samurais.
–Sigúeme. ¡Y trae la cabeza!
Y salió, preguntándose cómo se lo diría a su padre.
–¡Oh, Buda, gracias por haber salvado a mi padre!
–Era un ronín -dijo brevemente Toranaga-. Nunca descubrirás su identidad, Hiro-matsu-san.
–Sí. Pero Ishido es el responsable. Te pido, por favor, que me dejes llamar a nuestras legiones. Pondré fin a esto de una vez para siempre.
–No -dijo Toranaga-. ¿Estás seguro de que Anjín-san no ha sufrido daño?
–Está ileso, señor.
–Hiro-matsu-san. Degradarás a todos los que estaban de guardia por haber descuidado su deber. Se les prohíbe hacerse el harakiri. Vivirán, para vergüenza suya, como soldados de última categoría.
Miró a su hijo Naga. Aquella misma noche, más temprano, había llegado un mensaje urgente del monasterio Johji, de Nagoya, informando de la amenaza de Ishido contra Naga. En él se añadía que el superior había considerado prudente soltar al punto a la madre de Ishido y devolverla a la ciudad con sus doncellas.
No me atrevo a poner tontamente en peligro la vida de uno de tus ilustres hijos. Además, la salud de ella no es buena. Tiene un enfriamiento. Si tiene que morir, es mejor que muera en su casa.
–Naga-san, tú también eres responsable de que haya podido llegar el asesino hasta aquí. Te impongo una multa de la mitad de tu renta anual. Ahora, saldrás inmediatamente para Yedo. Llevarás veinte hombres contigo y te presentarás a tu hermano. ¡No pierdas un instante! ¡Vete! Se volvió hacia Hiro-matsu y le dijo con la misma brusquedad: -Cuadruplica mi guardia. Cancela mi caza de hoy y de mañana. El día siguiente a la reunión del Consejo de Regencia, saldré de Osaka.
Haz todos los preparativos. Mientras tanto, permaneceré aquí y no recibiré a nadie que no haya sido invitado. A nadie.
Hizo un irritado ademán de despedida.
–Podéis marcharos todos. Tú, Hiro-matsu, quédate.
La habitación se vació. Toranaga se sumió en profundos pensamientos. No había rastro de irritación en su semblante.
–Si quisieras contratar los servicios de la sociedad secreta Amida Tong, ¿dónde los buscarías? ¿Cómo te pondrías en contacto con ellos?
–No lo sé, señor.
–¿Quién podría saberlo?
–Kasigi Yabú.
Toranaga miró a través de una aspillera. Las primeras luces de la aurora se mezclaban con la oscuridad en oriente. – Tráelo aquí cuando haya amanecido.
–¿Lo crees responsable?
Toranaga no le contestó, sino que volvió a su meditación. Al cabo de un rato, el viejo soldado no pudo soportar el silencio.
–Debo decirte algo más, señor, pues yo soy responsable de tu seguridad hasta que estés de regreso en Yedo. Habrá más atentados contra ti, y todos nuestros espías informan sobre movimientos de tropas. Ishido está movilizando.
–Sí -dijo Toranaga, como sin darle importancia-. Después de Yabú, quiero ver a Tsukku-san y después a Mariko-san. Dobla la guardia de Anjín-san.
–Esta noche han llegado mensajes informando de que el señor Onoshi tiene cien mil hombres reforzando sus defensas de Kiusiu -dijo Hiro-matsu, lleno de inquietud por la seguridad de Toranaga.
–Le preguntaré acerca de esto cuando nos reunamos.
Hiro-matsu estalló:
–No te comprendo en absoluto. Debo decirte que te pones estúpidamente en peligro. Sí, estúpidamente. Puedes cortarme la cabeza por decirte esto, pero es la verdad. Si Kiyama y Onoshi votan con Ishido, serás inculpado. Puedes darte por muerto… Lo has arriesgado todo, viniendo aquí, y has perdido. Huye mientras estés a tiempo.
–Todavía no corro peligro.
–El ataque de esta noche, ¿no significa nada para ti? Si no hubieras cambiado otra vez de habitación, estarías muerto.
–Es posible, pero no lo creo -dijo Toranaga-. El asesino estaba muy bien informado. Conocía el camino e incluso el santo y seña, ¿neh? Kiri-san oyó cómo lo pronunciaba. No era yo su víctima. Era Anjín-san.
Toranaga había previsto el peligro que acechaba al bárbaro después de las extraordinarias revelaciones de la mañana. Estaba claro que Anjín-san era demasiado peligroso para alguien, pero Toranaga no había presumido que el ataque se produjese con tanta rapidez y dentro de sus propios departamentos. «¿Quién me está traicionando?» Estaba seguro de que ni Kiri ni Mariko se habían ido de la lengua. Pero los castillos y los jardines tienen siempre lugares secretos desde los que escuchar. «Estoy en el centro de la fortaleza enemiga -pensó-. Y donde yo tengo un espía, Ishido y los otros deben de tener veinte.»
–Dobla la guardia de Anjín-san. Para mí, vale tanto como diez mil hombres.
Al marcharse dama Yodoko por la mañana, él había vuelto al jardín de la casa de té y había observado la visible fatiga de Anjín-san. Por consiguiente, lo había despedido, diciéndole que continuarían el día siguiente. Y lo había confiado al cuidado de Kiri, con instrucciones de que le hiciera ver por un médico para fortalecerlo, de que le diese comida bárbara si así lo deseaba, e incluso le cediera el dormitorio que usaba Toranaga la mayoría de las noches.
Entonces, Anjín-san le había pedido que soltara al monje de la cárcel, pues era viejo y estaba enfermo. Él le había contestado que lo pensaría, pero no le había dicho que había ordenado ya a unos samurais que fuesen a buscarle a la prisión inmediatamente, pues tal vez era también valioso tanto para él como para Ishido.
Toranaga conocía desde hacía tiempo la existencia de este sacerdote. Sabía que era español y que no quería a los portugueses. Pero el hombre había sido encerrado allí por el Taiko, era prisionero de éste y Toranaga no tenía jurisdicción sobre nadie en Osaka. Había enviado deliberadamente a Anjín-san a aquella prisión, no sólo para hacer ver a Ishido que no daba valor alguno al extranjero, sino también con la esperanza de que el imponente capitán pudiese obtener información del monje.
El primer y torpe atentado contra la vida de Anjín-san había sido preparado e inmediatamente había levantado a su alrededor un muro protector. Minikui, espía de Toranaga, había sido sacado el día siguiente de Osaka y recompensado espléndidamente. Después, otros espías le habían informado de que los dos hombres se habían hecho amigos y de que el monje hablaba y Anjín-san le hacía preguntas y escuchaba. Entonces, inesperadamente, Ishido había tratado de apoderarse de él, influido por alguien.
Toranaga e Hiro-matsu habían planeado la «emboscada» -los «bandidos ronín» eran uno de los pequeños grupos de samurais distinguidos que tenían secretamente repartidos dentro y fuera de Osaka-, así como el encuentro con Yabú, que, sin sospecharlo, había efectuado el «rescate».
Todo había salido a las mil maravillas. Hasta entonces.
Los samurais que habían ido en busca del monje habían vuelto con las manos vacías.
–El sacerdote ha muerto -le había dicho-. Los delincuentes que estaban a su alrededor dijeron que se había derrumbado al llamarlo los carceleros. Yo mismo comprobé que estaba muerto. He traído el cadáver. Algunos de los criminales dijeron que eran conversos suyos. Querían conservar su cuerpo y se resistieron. Por consiguiente, tuve que matar a algunos, pero traje el cadáver. Está en el patio, señor.
–¿Por qué murió el monje? – se preguntó de nuevo Toranaga.
Después vio que Hiro-matsu lo miraba interrogador.
–¿Qué?
–Te he preguntado quién puede querer la muerte del capitán.
–Los cristianos.
Kasigi Yabú siguió a Hiro-matsu por el pasillo, sintiéndose importante bajo la luz del amanecer. La brisa tenía un agradable olor a sal que le recordaba Mishima, su ciudad natal. Se alegraba de ver por fin a Toranaga y de que acabase su espera. Se había bañado y se había vestido con cuidado. Había escrito sus últimas cartas a su esposa y a su madre y había sellado su testamento definitivo para el caso de que la entrevista terminara mal para él. Llevaba el sable Murasama, dentro de su vaina de combate.
Doblaron otra esquina e Hiro-matsu abrió inesperadamente una puerta reforzada con hierro y lo precedió por una escalera de piedra que conducía a la parte central interior de la fortaleza. Había muchos guardias, y Yabú presintió el peligro.
La escalera de caracol subía hacia lo alto y terminaba en un reducto fácilmente defendible. Unos guardias abrieron la puerta de hierro. Salieron a las murallas.
Para sorpresa de Yabú, Toranaga estaba allí y se levantó para saludarle con una deferencia que él no tenía derecho a esperar. A fin de cuentas, Toranaga era señor de las Ocho Provincias, mientras que él era solamente señor de Izú. Unos almohadones habían sido dispuestos cuidadosamente. Había una tetera envuelta en una funda de seda. Una joven ricamente vestida, de cara cuadrada y no muy bonita, hizo una profunda reverencia. Se llamaba Sazuko, era la séptima y más joven consorte oficial de Toranaga y estaba embarazada.
–¡Cuánto me alegro de verte, Kasigi Yabú-san! Lamento haberte hecho esperar tanto.
Yabú estuvo seguro de que Toranaga había decidido cortarle la cabeza, pues, por costumbre universal, el enemigo se mostraba más cortés cuando planeaba o había planeado la destrucción de uno. Se despojó de ambos sables y los dejó cuidadosamente sobre las losas permitiendo que le alejaran de ellos y lo condujesen al sitio de honor.
–Esta es mi señora Sazuko. Sazuko, éste es mi aliado, el famoso señor Kasigi Yabú de Izú, el daimío que nos trajo al bárbaro y el barco del tesoro.
Ella se inclinó, cortés, y él le devolvió el saludo y ella se inclinó de nuevo. Después, ofreció a Yabú la primera taza de té, pero él, siguiendo el ritual, declinó el honor y le pidió que la ofreciese a Toranaga, el cual la rechazó e insistió en que la aceptase él. Por fin, y también de acuerdo con el ritual, se dejó convencer, como invitado de honor que era. Hiro-matsu aceptó la segunda taza, sosteniendo difícilmente la porcelana con sus nudosos dedos y sujetando con la otra mano la empuñadura del sable sobre sus rodillas. Toranaga aceptó la tercera taza y sorbió su cha, y después los tres observaron la Naturaleza y la subida del sol en el silencio del cielo.
Chillaron las gaviotas. Comenzaron los ruidos de la ciudad. Había nacido el día.
Dama Sazuko suspiró, llenos los ojos de lágrimas.
–Me siento como una diosa en esta altura, contemplando tanta belleza, ¿neh? Es triste que se haya ido para siempre, señor. Muy triste, ¿neh?
–Sí -dijo Toranaga.
Cuando el sol se hubo levantado a medias sobre el horizonte, ella saludó y se fue. Para sorpresa de Yabú, los guardias se marcharon también. Quedaron solos los tres.
–Me alegró recibir tu obsequio, Yabú-san. Fue magnífico: el barco y todo lo que había en él.
–Todo lo que tengo es tuyo -dijo Yabú, todavía profundamente conmovido por el amanecer y pensando que era un detalle muy elegante por parte de Toranaga ofrecerle la última visión de aquella inmensidad-. ¡Gracias por esta aurora!
–Sí -dijo Toranaga-. Es mi regalo. Y me alegro de que te haya gustado, como a mí me gustó el tuyo.
Hubo un silencio.
–Yabú-san. ¿Qué sabes de la Amida Tong?
–Sólo lo que sabe casi todo el mundo: que es una sociedad secreta compuesta de unidades de diez hombres, un jefe y nunca más de diez acólitos, hombres y mujeres, por cada zona. Hacen voto secreto de obediencia, de castidad y de muerte y de dedicar la vida a convertirse en un arma perfecta y mortal. Han de matar solamente por orden del jefe, y si fracasan en su intento de matar a la persona señalada, sea hombre, mujer o niño, tienen que quitarse inmediatamente la vida. Ninguno de ellos ha sido nunca cazado vivo. – Yabú conocía ya el atentado contra Toranaga.– No hay manera de vengarse de ellos, porque nadie sabe quiénes son, dónde viven, ni dónde se instruyen.
–Si quisieras emplearlos, ¿qué harías?
–Daría el soplo en tres lugares: en el Monasterio Hernán, en el santuario Amida y en el Monasterio Johji. Si uno es aceptado como patrono, unos intermediarios establecen contacto con él en el plazo de diez días. Todo es tan secreto y complicado que aunque uno quisiera traicionarles o sorprenderles no lo conseguiría. El décimo día piden una cantidad de dinero, en plata, cuyo importe depende de la persona a quien haya que asesinar. No admiten regateos y cobran por anticipado. Sólo garantizan que uno de sus miembros intentará el asesinato dentro de diez días.
–Entonces, ¿crees que nunca podré descubrir quién pagó la agresión de hoy?
–No.
–¿Crees que se repetirá?
–Tal vez sí. O tal vez no.
–¿Los has empleado tú alguna vez?
–No.
Yabú sintió algo detrás de él y presumió que serían los guardias que habrían vuelto en secreto. Midió la distancia que le separaba de sus sables. Se preguntó una vez más si intentaría matar a Toranaga. Había decidido hacerlo y ahora vacilaba. Había cambiado. ¿Por qué?
–¿Qué habrías pagado tú por mi cabeza? – le preguntó Toranaga.
–No hay bastante plata en toda Asia para tentarme a hacer una cosa parecida.
–¿Qué tendrían que pagar otros?
–Veinte mil kokú, cincuenta mil, cien mil, tal vez más. No lo sé.
–¿Pagarías tú cien mil kokú para llegar a ser Shogún? Tu estirpe se remonta a los Takashima, ¿neh?
–No pagaría nada -dijo soberbiamente Yabú-. El dinero es basura, un juguete para las mujeres o para los sucios mercaderes. Pero si esto fuese posible, que no lo es, daría mi vida y la vida de mi esposa, de mi madre y de todos los míos, excepto mi único hijo varón, y la de todos mis samurais de Izú y de todos sus hijos y mujeres, para ser un día Shogún.
–¿Y qué darías por las Ocho Provincias?
–También todo, menos la vida de mi esposa, de mi madre y de mi hijo.
–¿Y por la provincia de Suruga?
–Nada -dijo Yabú, despectivamente-. Ikawa Jikkyu no vale nada. Si no les corto la cabeza a él y a todos los suyos en esta vida, lo haré en la otra.
–¿Y si yo te lo entregase? Con toda Suruga… y quizá también con la provincia de Totomi.
Yabú se cansó súbitamente de aquel juego del gato y el ratón y de la charla sobre los Amida.
–Sé que quieres mi cabeza, señor Toranaga, y estoy dispuesto. Acabemos de una vez.
–No quiero tu cabeza, Yabú-san -dijo Toranaga-. ¿Cómo puedes pensar una cosa así? ¿Qué enemigo ha vertido veneno en tus oídos? ¿Tal vez Ishido?
Yabú se volvió despacio. Había esperado ver samurais detrás de él, con los sables desenvainados. Pero no había nadie. Volvió a mirar a Toranaga.
–No lo comprendo -dijo.
–Te he hecho venir aquí para que pudiésemos hablar en privado. Y contemplar la aurora. ¿Te gustaría gobernar las provincias de Izú, Suruga y Totomi… si no pierdo esta guerra?
–Sí. Mucho -dijo Yabú sintiendo renacer sus esperanzas.
–¿Te convertirías en mi vasallo? ¿Me aceptarías como señor feudal?
Yabú no vaciló.
–¡Nunca! – dijo-. Como aliado, sí. Como mi caudillo, sí. Siempre seré menos que tú. Pondré mi vida y todo lo que tengo a tu servicio. Pero Izú es mía. Soy daimío de Izú y nunca cederé a nadie este poder.
Toranaga se rascó una ingle.
–¿Qué te ha ofrecido Ishido?
–La cabeza de Jikkyu… en el momento en que hayas perdido la tuya. Y su provincia.
–¿A cambio de qué?
–De mi apoyo cuando empiece la guerra. Debería atacarte por el flanco sur.
–¿Aceptaste?
–Me conoces demasiado para saber que no.
Los espías de Toranaga en la casa de Ishido habían murmurado que se había cerrado el trato y que éste incluía el asesinato de sus tres hijos: Noburu, Sudara y Naga.
–¿Nada más? ¿Sólo tu apoyo?
–Con todos los medios a mi disposición -dijo delicadamente Yabú.
–¿Incluido el asesinato?
–Cuando empiece la guerra, lucharé con todas mis fuerzas. Por mi aliado. Necesitamos un solo regente durante la minoría de edad de Yaemón. La guerra entre tú e Ishido es inevitable. Es el único camino.
Yabú trataba de leer los pensamientos de Toranaga. Sabía que éste necesitaba su apoyo y que, en definitiva, acabaría venciéndole. Pero, de momento, ¿qué debía hacer? Decidió jugar fuerte.
–Puedo ser muy valioso para ti. Puedo ayudarte a ser el único regente -dijo.
–¿Por qué he de desear ser único regente?
–Cuando Ishido ataque, puedo ayudarte a vencerle.
–¿Cómo?
Le contó su plan de los cañones y mosquetes.
–¿Un regimiento de quinientos samurais con armas de fuego? – saltó Hiro-matsu -. Sería horrible. No podría mantenerse secreto. Si empezáramos nosotros, el enemigo nos imitaría. Un horror que no terminaría nunca. Sería una lucha sin honor y sin futuro.
–¿Acaso no es la guerra que se avecina la única que nos interesa, señor Hiro-matsu? – replicó Yabú-. ¿No nos preocupa la seguridad del señor Toranaga? Lo único que necesita el señor Toranaga es ganar esta única y grande batalla. En ella caerán las cabezas de todos sus enemigos. Y obtendrá el poder. Afirmo que esta estrategia le dará la victoria.
–Y yo digo que no. Es un plan repugnante y deshonroso.
Yabú se volvió a Toranaga.
–Una nueva era requiere una idea clara del significado del honor.
–¿Qué dijo Ishido de tu plan? – preguntó Toranaga.
–No lo discutí con él.
–¿Por qué? Si piensas que es valioso para mí, también lo sería para él. O tal vez más.
–Tú no eres un campesino como Ishido. Eres el caudillo más sabio y más experimentado del Imperio.
«¿Cuál es la verdadera razón? ¿O se lo has dicho también a Ishido?», se preguntó Toranaga.
–Si pusiéramos en práctica este plan, ¿serían los hombres la mitad tuyos y la mitad míos?
–De acuerdo. Yo tendría el mando.
–¿Secundado por mi delegado?
–De acuerdo. Pero necesitaré a Anjín-san para adiestrar a nuestros fusileros y nuestros artilleros.
–Pero él seguiría siendo de mi exclusiva propiedad y le protegerías como al Heredero. Serías responsable de él y harías con él todo lo que yo ordenase.
Toranaga observó un momento las nubes carmesíes. «Este plan es una locura -pensó-. Tendré que desatar mi Cielo Carmesí y atacar Kioto al frente de mis legiones. Cien mil contra diez veces este número.»
–¿Quién será el intérprete? No puedo utilizar eternamente a Toda Mariko-san.
–Sólo unas semanas, señor. Haré que el bárbaro aprenda nuestra lengua.
–Esto requeriría años. Los únicos bárbaros que han llegado a dominarla son los sacerdotes cristianos, ¿neh? Pero han tardado años.
–Te prometo que Anjín-san aprenderá rápidamente -dijo Yabú, y le explicó el plan de Omi como si fuese idea suya.
–Podría ser demasiado peligroso.
–Aprendería rápidamente, ¿neh? Además, está amansado.
Después de una pausa, Toranaga dijo:
–¿Cómo mantendrías el secreto durante la instrucción?
–Izú es una península muy segura. Estableceré la base en Anjiro, muy al sur y lejos de Mishima y de la frontera para mayor seguridad.
–Bien. Enviaremos palomas mensajeras de Anjiro a Osaka y Yedo al mismo tiempo.
–Magnífico. Sólo necesito cinco o seis meses y…
–Tendremos suerte si disponemos de seis días -gruñó Hiro-matsu-. ¿Qué ha sido de tu famosa red de espionaje, Yabú-san? ¿No has tenido noticias de que Ishido y Onoshi están movilizando? ¿No estamos encerrados aquí?
Yabú no respondió.
–¿Y bien? – dijo Toranaga.
–Los informes -repuso Yabú- indican que sucede todo esto y algo más. Si son seis días, serán seis días. Pero creo que eres demasiado listo para dejarte atrapar aquí o provocar una guerra prematura.
–Si convengo en tu plan, ¿me aceptarás como caudillo?
–Sí. Y cuando triunfes, será para mí un honor aceptar Suruga y Totomi como parte de mi feudo perpetuo.
–Totomi dependerá del éxito de tu plan.
–Conforme.
–¿Me obedecerás? ¿Por tu honor?
–Sí. Por bushido, por el señor Buda, por la vida de mi madre, de mi esposa y de mi posteridad futura.
–Bien -dijo Toranaga-. Orinemos para cerrar el trato.
Se dirigió al borde de la muralla y se plantó sobre el mismo parapeto. Setenta pies más abajo estaba el jardín interior. Hiro-matsu contuvo la respiración, aterrado por la bravata de su dueño. Vio cómo éste se volvía e invitaba a Yabú a acompañarle. Yabú obedeció. El menor contacto habría podido enviarlos a ambos a la muerte.
Toranaga se abrió el quimono y apartó el taparrabo, y lo propio hizo Yabú. Los dos orinaron, y sus orines se mezclaron y cayeron sobre el jardín.
–La última vez que sellé un trato de esta manera fue con el propio Taiko -dijo Toranaga, muy aliviado después de haber vaciado su vejiga-. Fue cuando decidió darme el Kwanto, las Ocho Provincias, como feudo. Derrotamos a Hojo y cortamos cinco mil cabezas en un año. Lo arrojamos de allí con toda su tribu. Tal vez tengas razón, Kasigi Yabú-san. Tal vez puedas ayudarme como yo ayudé al Taiko. Sin mí, el Taiko nunca habría sido Taiko.
–Puedo ayudarte a convertirte en el único regente, Toranaga-sama. Pero no en Shogún.
–Desde luego. No ambiciono este honor por más que digan mis enemigos.
Toranaga saltó sobre las losas y miró a Yabú, que seguía sobre el estrecho parapeto ciñéndose el cinto. Sintió la cruel tentación de darle un empujón por su insolencia. Pero se sentó y lanzó un ruidoso cuesco.
–Así es mejor. ¿Cómo está tu vejiga, Puño de Hierro?
–Cansada, señor, muy cansada.
El viejo se apartó y orinó también por encima del parapeto, pero sin encaramarse sobre él.
–Yabú-san. Esto debe mantenerse en secreto. Creo que deberías marcharte dentro de dos o tres días -dijo Toranaga.
–Sí. ¿Con los cañones y el bárbaro, Toranaga-sama?
–Sí. Iréis en barco. – Toranaga miró a Hiro-matsu.– Prepara la galera.
–El barco está a punto. Las armas y la pólvora siguen en la bodega -respondió Hiro-matsu cuyo semblante reflejaba su disgusto.
–Bien.
«Lo he conseguido -habría querido gritar Yabú-. Tengo las armas, tengo a Anjín-san, lo tengo todo. Y tengo seis meses. Toranaga no desencadenará la guerra tan de prisa. Y aunque Ishido lo asesinara en los próximos días, seguiría teniéndolo todo. ¡Oh, Buda, protege a Toranaga hasta que me haya hecho a la mar!.»
–Gracias -dijo con sinceridad-. Nunca has tenido un aliado más fiel.
Cuando Yabú se hubo marchado, Hiro-matsu se volvió a Toranaga.
–Ha sido una mala cosa. Este trato es vergonzoso. Me avergüenzo de que mi consejo valga tan poco. Te ha manejado como un muñeco. Incluso ha tenido la desfachatez de llevar su sable Muramasa en tu presencia.
–Ya me he dado cuenta -dijo Toranaga.
–Creo que los dioses te han hechizado, señor. Cierras los ojos ante semejante insulto y permites que él se regocije delante de ti. Permites que Ishido te avergüence delante de todos. Impides que yo y los míos te protejamos. Niegas a mi nieta, que es una dama samurai, el honor y la paz de la muerte. Tu enemigo se ha burlado de ti y ahora cierras el trato más descabellado con un hombre tan traidor como lo fue su padre. ¡Te han embrujado! Yo te pregunto, te grito y te insulto y tú no haces más que mirarme. Uno de los dos se ha vuelto loco. Te pido permiso para hacerme el harakiri, y si no quieres concederme esta paz me afeitaré la cabeza y me haré monje. Cualquier cosa, pero deja que me vaya de aquí.
–No harás nada de esto. En cambio, enviarás a buscar al sacerdote bárbaro, a Tsukku-san. Y Toranaga se echó a reír.