–Lo lamento, Anjín-san, pero es igual para todo el mundo -le había dicho el día anterior Mariko cuando la había hallado por casualidad en su sección del castillo-. Incluso el señor Hiro-matsu está esperando. Hace dos días que llegó y aún no ha visto al señor Toranaga. Nadie lo ha hecho.
–Mariko-san, esto es muy importante, y creí que así lo había entendido él, ¿no hay forma de que pueda enviarle un mensaje?
–Por supuesto que sí, Anjín-san. Eso es fácil. Escribe. Si me dices lo que quieres, escribiré yo. Todo el mundo tiene que escribir cuando se trata de lograr una entrevista.
–Te lo agradecería…
–No debes agradecerme nada. Es un placer para mí.
–¿Dónde has estado? Hace cuatro días que no te he visto…
–Por favor, perdóname, ¡pero he tenido que hacer tantas cosas! Es un tanto, un poco difícil para mí, no sé, tantos preparativos…
–¿Qué sucede? Desde hace una semana, el castillo parece una colmena a punto de reventar.
–Lo siento. Todo va bien, Anjín-san.
–¿De verdad? ¡Que lo sientes! Un administrador general se hace el harakiri en la mazmorra. El señor Toranaga se encierra en su torre de marfil, haciendo esperar a la gente sin razón, ¿también eso es corriente? ¿Qué hay del señor Hiro-matsu?
–¡El señor Toranaga es nuestro señor! ¡Lo que él hace está bien hecho!
–¿Y tú, Mariko-san? ¿Por qué no te he visto?
–Por favor, perdóname, lo siento, pero el señor Toranaga me ordenó que te dejara con tus estudios. Ahora estoy visitando a tu consorte, Anjín-san. Nadie sabe que he venido a verte.
–¿Por qué pone dificultades a eso?
–Supongo que estás obligado a hablar tu propia lengua. Han pasado unos días, ¿no?
–¿Cuándo te vas a Osaka?
–No lo sé. Esperaba haberlo hecho hace tres días, pero el señor Toranaga aún no ha firmado mi pase. Lo he arreglado todo, mozos y caballos, y diariamente entrego mis papeles a su secretario para la firma, pero siempre me los devuelven igual diciéndome: «entrégalos mañana».
–Creí que te iba a llevar yo a Osaka por mar. ¿No dijo que te llevaría yo?
–Sí, sí, lo dijo. Pero, Anjín-san, nunca se sabe lo que hará nuestro señor. Cambia sus planes.
–¿Siempre ha sido así?
–Sí y no. Desde Yokosé, se ha sentido abrumado por, ¿cómo lo dices?, por la melancolía, y es muy diferente. Sí, es muy diferente.
–Desde el Primer Puente has estado abrumada por la melancolía y has sido muy diferente. Sí, y ahora eres también muy diferente.
–El Primer Puente fue un principio y un fin, Anjín-san, y nuestra promesa, ¿no?
–Sí, por favor, perdóname.
La joven se había inclinado tristemente y se había ido, y, una vez alejada de él, sin mirar hacia atrás, había musitado: «Tú…», quedando aquella única palabra como flotando en el pasillo con su perfume.
Durante la cena había intentado interrogar a Fujiko. Pero tampoco ella sabía nada de importancia.
–Dozo gomen nasai, Anjín-san…
Se fue a la cama muy agitado, inquieto por las demoras y por las noches sin Mariko. Siempre era malo saber que ella estaba tan cerca, que Buntaro se hubiera ido de la ciudad y que en aquellos momentos el deseo de la mujer fuera tan intenso como el suyo. Hacía pocos días había ido a casa de ella con el pretexto de que necesitaba ayuda de los japoneses. El guardián samurai le había dicho que lo lamentaba mucho, pero que no estaba en casa. Tras darle las gracias, había vagado sin rumbo alguno hacia la puerta principal sur. Pudo ver el océano, pero no distinguir los muelles, en donde creyó ver, a lo lejos, los altos mástiles de su buque.
El océano lo llamaba. Era el horizonte más que su profundidad, la necesidad de un viento que azotara su rostro, mientras entornaba los ojos para protegerse de sus embates, de su fuerza, a la vez que se humedecía los labios con la punta de la lengua para saborear su salitre, el simple hecho de sentir la cubierta bajo sus pies, y, en todo lo alto, las drizas y el resto del aparejo crujiendo, como lamentándose bajo la presión de las velas que, de vez en cuando, parecían charlar con júbilo cuando la fuerte brisa saltaba uno o dos puntos.
Y era la libertad más que el horizonte. Libertad de partir hacia cualquier lugar, con cualquier tiempo y siguiendo cualquier capricho o fantasía. Era el estar sobre el alcázar y ser el árbitro, como allí sólo lo era Toranaga.
Blackthorne miró hacia la parte superior de la torre, en cuyos bajos estaban las mazmorras. Nunca había visto allí ninguna clase de movimiento, aunque sabía que todas las ventanas del piso superior estaban guardadas.
Los gongs sonaron anunciando el cambio de hora. Se guardó el diccionario en la manga, alegrándose de que fuese la hora de hacer su primera comida.
Había arroz y camarones a la parrilla, sopa de pescado y verduras.
–¿Te agradaría algo más, Anjín-san?
–Gracias, Fujiko. Sí, arroz, por favor. Y algo de pescado. Está muy… Buscó en el diccionario la palabra adecuada para traducir «delicioso.» y la pronunció varias veces, para memorizarla.
–Sí, delicioso, ¿verdad?
–Gracias -replicó Fujiko con complacencia-. Este pescado es del Norte. De aguas frías del Norte, ¿lo comprendes? Se llama kuri- ma-ebi.
Blackthorne repitió el nombre para aprenderlo de memoria. Cuando terminó, Fujiko sirvió más cha y extrajo un pequeño paquete del interior de su manga.
–Esto es dinero, Anjín-san -dijo enseñándole las monedas de oró-. Cincuenta koban. Valen ciento cincuenta kokús. ¿Lo quieres? Para los marineros. Por favor, perdóname, ¿lo comprendes?
–Sí, gracias.
–¿Te consideras bien recibido?
–Sí, creo que sí. ¿Dónde lo conseguiste?
–Del jefe de Toranaga-sama -respondió Fujiko buscando una forma sencilla de decirlo-. Me dirigí al hombre importante de Toranaga. Es un jefe. Como Mura, ¿sabes? No es samurai, sólo el hombre del dinero. Firmo en tu nombre.
–¡Ah!, comprendo… gracias. ¿Mi dinero? ¿Mi kokú?
–¡Oh, sí!
–¿Quién paga esta casa, y los criados?
–¡Oh, yo pago! De tu…
–Dime si es suficiente, por favor. ¿Bastante kokú?
–¡Oh, sí! Sí, creo que sí.
–¿Por qué te preocupas? Advierto preocupación en tu rostro.
–¡Oh, por favor, Anjín-san! No estoy preocupada. No, nada de preocupación…
–¿Es el dolor? ¿Sientes mucho dolor?
–Tampoco dolor. Mira…
Fujiko, cuidadosamente, apartó los cojines que Blackthorne deseaba que usara. Luego se arrodilló directamente sobre el tatami, y acto seguido se sentó sobre sus talones y dijo:
–¿Ves? Estoy mejor.
–Ya lo veo, en efecto -respondió Blackthorne, alegrándose por ella- ¿Quieres enseñarme?
La joven se puso en pie lentamente y alzó el borde de su falda para permitirle ver la parte posterior de las piernas. La cicatriz no se había abierto y tampoco mostraba supuración.
–Muy bien -dijo él-. Sí, muy pronto estará como la piel de un bebé.
–Gracias, sí. Muy suave. Gracias, Anjín-san.
Blackthorne notó el cambio en el tono de voz de la mujer, pero no lo comentó. Aquella noche no la despidió. La sesión de amor fue satisfactoria. No más que satisfactoria, pues no siguió una gozosa lasitud.
Antes de dejarlo, la joven se arrodilló, se inclinó ante él y apoyó ambas manos en su frente.
–Te doy gracias con todo mi corazón -dijo-. Por favor, duerme ahora, Anjín-san.
–Gracias, Fujiko-san. Dormiré más tarde.
–Por favor, duerme ahora. Es mi deber y eso me produciría un gran placer.
El contacto de su mano era cálido y seco, pero no agradable. Sin embargo, Blackthorne simuló dormir. La joven lo acarició con cierta torpeza, aunque con enorme paciencia. Luego, silenciosamente, regresó a su habitación. Sólo de nuevo, y contento por ello, Blackthorne apoyó la cabeza sobre ambos brazos y abrió los ojos en plena oscuridad.
Había decidido lo de Fujiko durante el viaje desde Yokosé a Yedo. «Es tu deber», le había dicho Mariko entre sus brazos.
–Creo que sería una equivocación, ¿no? Si queda embarazada, bueno, eso significará para mí cuatro años de navegación para el viaje de ida y vuelta a casa y, durante ese tiempo, sabe Dios lo que podría suceder.
Recordó cómo, en aquel momento, había temblado Mariko de arriba abajo.
–¡Oh, Anjín-san, eso es mucho tiempo!
–Entonces, tres. Pero tú estarás a bordo conmigo. Te llevaré…
–¡Tu promesa, querido! Nada de eso…
–Tienes razón, sí. Pero con Fujiko podrían suceder muchas cosas. No creo que deseara un hijo mío.
–Eso no lo sabes. No te comprendo, Anjín-san. Es tu deber. Ella siempre podría impedir el hecho de tener un hijo, ¿no? No olvides que es tu consorte. En verdad la avergonzarás si no la invitas a compartir tu almohada. Después de todo, el propio Toranaga le ordenó que fuera a tu casa.
–¿Por qué hizo eso?
–No lo sé. Eso no importa. Lo ordenó y es lo mejor para ti y para ella. Es bueno. Ella cumple con sus deberes lo mejor que puede. Por favor, perdóname, pero, ¿no crees que debes cumplir con los tuyos?
–¡Ya está bien de consejos! Ámame y no hables más.
–¿Cómo debo amarte? ¡Ah, como me ha dicho hoy Kikú-san!
–¿Cómo es?
–Así…
–Sí, eso es muy bueno… muy bueno.
–¡Oh!, lo olvidaba, por favor, enciende la lámpara. Tengo que enseñarte algo.
–Después, ahora no…
–¡Oh, por favor!, perdóname, pero tiene que ser ahora. Lo compré para ti. Es un libro de almohada. Los grabados son muy graciosos.
–Ahora no deseo ver un libro de almohada.
–Pero… lo siento, Anjín-san, quizás uno de los grabados te excitará. ¿Cómo puedes saber lo que se hace en la cama sin un libro de almohada?
–Ya estoy excitado.
–Pero Kikú-san dijo que es la mejor forma de elegir posturas. Hay cuarenta y siete. Algunas de ellas son asombrosas y muy difíciles, pero Kikú-san añadió que era muy importante probarlas todas, ¿de qué te ríes?
–Tú también te ríes, ¿por qué no he de hacerlo yo?
–Yo me reía porque te estabas riendo entre dientes y sentía cómo tu estómago se movía de arriba abajo sin que me dejes levantarme. ¡Anjín-san!
–¡Ah, pero no podrás moverte, Mariko, querida mía! No hay ninguna mujer en el mundo que en estos momentos sea capaz de dejar esto…
–Pero, Anjín-san, por favor… déjame ahora… quiero enseñarte…
–Está bien… si tú lo quieres…
–¡Oh, no, Anjín-san! No quería… no debes… no debes terminar… espera un poco, por favor todavía no… no, no me dejes ahora. ¡Oh!… ¡cómo te quiero así… así!
Blackthorne recordó que, haciendo el amor, Mariko lo excitaba más que Kikú, y que Fujiko no podría compararse con ellas. ¿Y Felicity?
«¡Ah! Felicity -pensó, enfocando su gran problema-. Debo de estar loco para amar a Mariko y a Kikú, y, sin embargo… lo cierto es que Felicity ahora ni siquiera puede compararse con Fujiko. Fujiko era limpia. ¡Pobre Felicity! Nunca podré decírselo, pero el recuerdo de los dos, de ella y yo, revoleándonos como un par de armiños en celo sobre el heno o bajo sucias mantas, es algo que me produce escalofríos. Ahora lo conozco todo mucho mejor. Ahora podría enseñarle muchas cosas, pero, ¿desearía ella aprender? ¿Y cómo podríamos llegar a limpiarnos del todo, permanecer limpios y vivir limpios?
»Allá lejos, mi patria, mi hogar, no son más que inmundicia sobre inmundicia, pero es donde están mi esposa y mis hijos y a donde yo pertenezco.»
«No pienses en ese hogar -le había dicho una vez Mariko, cuando, una vez más, entre tantas, las oscuras neblinas abrumaban su cerebro-. El verdadero hogar está aquí. Esta es la realidad. Escucha, si quieres paz debes aprender a beber cha en copa vacía.»
Ella le había enseñado cómo hacerlo. «Piensa en que la realidad está en el interior de la copa, como cálida bebida de color verde pálido de los dioses. Si te concentras en ello con fuerza… ¡Oh! Un maestro Zen podría mostrártela, Anjín-san. ¡Es tan difícil y, a la vez, tan fácil! ¡Cómo me agradaría ser lo suficientemente inteligente para demostrártelo! Entonces todas las cosas del mundo pueden ser tuyas con sólo pedirlas… incluso el don más inalcanzable: la perfecta tranquilidad.»
Él lo había intentado muchas veces, pero jamás había podido beber una bebida que no estaba allí.
«No importa, Anjín-san. Se tarda mucho tiempo en aprenderlo, pero lo conseguirás algún día.»
«¿Puedes hacerlo tú?»
«En muy raras ocasiones. Sólo en momentos de gran tristeza o soledad. Pero el sabor de la irreal cha presta significado a la vida. Es difícil de explicar. Lo logré una o dos veces. Otras obtienes wa nada más que con intentarlo.»
En aquellos instantes, tendido en medio de la oscuridad del castillo, y el sueño tan lejos, encendió la vela con el pedernal y concentró su atención en la pequeña copa de porcelana que Mariko le había regalado y que, desde entonces, siempre mantenía junto a su cama. Durante una hora lo intentó, pero inevitablemente acudían a su mente los mismos pensamientos: «Quiero irme. Quiero quedarme. Temo regresar. Temo permanecer aquí. Odio ambas cosas y a la vez las deseo.
»Si sólo fuera cosa mía, no me iría, todavía no. Pero hay otros implicados y no son eters, aparte que firmé como piloto: Prometo, en nombre de Dios, sacar la flota y, con la gracia de Dios, conducirla a casa de nuevo. Quiero a Mariko. Quiero ver la tierra que Toranaga me ha regalado y necesito estar aquí, disfrutar de mi buena suerte un poco más. Sí. Pero también el deber se impone y esto está por encima de todo.»
Al amanecer, Blackthorne supo que aunque pretendiese demorar de nuevo su decisión, en realidad ya se había decidido. Irrevocablemente.
«Que Dios me ayude. Primero, y ante todo, soy piloto.»
Toranaga desenrolló la diminuta hoja de papel que había llegado dos horas después del amanecer. El mensaje de su madre decía simplemente: Tu hermano está de acuerdo, hijo. Su carta, de confirmación saldrá hoy mismo para que sea entregada en mano. La visita oficial del señor Sudara y su familia debe iniciarse dentro de diez días.
Toranaga tomó asiento. El sol de la mañana se filtraba en el interior del piso aun cuando en el cielo estaban formándose nubes amenazadoras. Reuniendo fuerzas, bajó los escalones apresuradamente hasta llegar a su alojamiento.
–¡Naga-san! – gritó.
–Sí, padre.
–Envíame aquí a Hiro-matsu. Y a mi secretario.
–Sí, padre.
El viejo general llegó rápidamente. A consecuencia de la subida daba la impresión de que todas sus articulaciones crujían tétricamente. Se inclinó con sumo respeto, sosteniendo en sus manos el sable, como siempre, a la vez que en su rostro se reflejaba la misma fiereza y resolución de otras veces.
–Sé bien venido, amigo mío.
–Gracias, señor -dijo Hiro-matsu alzando los ojos-. Me entristece ver que todas las preocupaciones del mundo se reflejan en tu rostro.
–Y a mí me entristece oír y ver tanta traición.
–Sí, la traición es una cosa terrible.
Toranaga vio cómo lo estudiaban los penetrantes ojos del anciano.
–Puedes hablar libremente.
–¿Acaso he dejado de hacerlo alguna vez señor? – interrogó el anciano con grave tono.
–Por favor, perdóname por haberte hecho esperar.
–Perdóname tú a mí por molestarte. ¿Cuál es tu deseo, señor? Por favor, comunícame tu decisión sobre el futuro de tu casa. ¿Será finalmente Osaka… para doblegarme ante esa pila de estiércol?
–¿Y acaso me has visto alguna vez tomar una decisión final? Hiro-matsu frunció el ceño y, acto eguido, enderezó el torso para aliviar el dolor que sentía en la espalda. Luego dijo:
–Siempre te he visto paciente y seguro, y siempre has ganado. Esa es la razón de que ahora no te comprenda. El abandonar no es característico de ti.
–¿No es el Reino más importante que mi futuro?
–No.
–Ishido y los otros regentes todavía son gobernantes legales de acuerdo con la voluntad del Taiko.
–Yo soy el vasallo de Yoshi Toranaga-noh-Minowara y no conozco a ningún otro señor.
–Muy bien. Pasado mañana es el día elegido por mí para partir hacia Osaka.
–Sí, lo he oído.
–Estarás al mando de la escolta. Buntaro ha de ser el segundo en el mando.
El viejo general suspiró hondo.
–También sé eso, señor. Pero desde que he vuelto, señor, estuve hablando con tus principales consejeros y gene…
–Sí, lo sé. ¿Y cuál es su opinión?
–Que no debes abandonar Yedo. Que tus órdenes deben ser temporalmente suspendidas.
–¿Por quién?
–Por mí. Por mis órdenes.
–¿Eso es lo que desean? ¿O es lo que tú has decidido? Hiro-matsu depositó el sable en el suelo más cerca de Toranaga y acto seguido, indefenso, lo miró directamente y dijo:
–Perdóname, señor. Deseo preguntarte qué debo hacer. Mi deber parece decirme que debo tomar el mando e impedir tu salida. Esto obligará a Ishido inmediatamente a venir contra nosotros. Sí, desde luego que perderemos, pero ese parece ser el único y honorable camino a seguir.
–Pero estúpido, ¿no?
El anciano frunció de nuevo el ceño y replicó:
–No. Morimos en la batalla con honor. Volvemos a ganar wa. El Kwanto es un daño de la guerra, pero no veremos al nuevo maestro en esta vida. Shigata ga nai.
–Nunca me ha gustado derrochar inútilmente vidas humanas. Nunca he perdido una batalla y no veo razón alguna por la cual deba sucederme ahora.
–Perder una batalla no es un deshonor, señor. ¿Es honorable rendirse?
–¿Estáis todos de acuerdo en este acto de traición?
–Señor, por favor, perdóname, pero solamente hice preguntas individuales buscando la opinión militar. No hay traición ni conspiración.
–Sin embargo, prestaste oídos a la traición.
–Perdóname, pero si estoy de acuerdo, como tu comandante en jefe, entonces ya no será una traición, sino política legal estatal.
–El tomar decisiones sin contar con tu señor feudal es una traición.
–Hay numerosos precedentes de deposiciones de señores. Tú lo has hecho, Goroda lo ha hecho, el Taiko… todos hemos hecho eso y aún cosas peores. Una victoria nunca… bien, un hombre victorioso nunca comete traición.
–¿Habéis decidido deponerme?
–Pido tu ayuda para esa decisión.
–¡Y eres la única persona en la que yo confiaba!
–Te aseguro por todos los dioses que deseo ser tu más devoto vasallo. Solamente soy un soldado. Ansío cumplir con mi deber para ti. En consecuencia, merezco tu confianza. Toma mi cabeza si eso ha de servir de ayuda. Si eso te convence de que has de luchar, yo daría gustoso mi vida, la sangre de todo mi clan, ¿no es eso lo que hizo tu amigo el general Kiyoshio? Lo lamento, pero no acabo de entender por qué he de permitir que se arroje por la ventana toda una vida de esfuerzos.
–Entonces, ¿te niegas a obedecer mis órdenes de mandar la escolta que partirá pasado mañana para Osaka?
Hubo un silencio y Toranaga comentó distraídamente:
–Pronto lloverá otra vez.
–Sí. En este año hubo muchas lluvias. Han de parar porque, de no ser así, se estropearán las cosechas.
Ambos hombres se miraron fijamente.
–¿Bien?
Puño de Hierro dijo calmosamente:
–Te ruego formalmente, señor, una cosa. ¿Me pides en serio que te escolte pasado mañana, desde Yedo, camino de Osaka?
–Como parece privar el consejo de todos mis asesores a favor de lo contrario, aceptaré su opinión y la tuya. Demoraré mi partida.
Hiro-matsu no estaba preparado para aquella respuesta.
–¡Cómo! – exclamó-. ¿No te irás?
Toranaga se echó a reír, cayó la máscara de su rostro y, una vez más, volvió a ser el viejo Toranaga.
–Jamás tuve la intención de ir a Osaka. ¿Por qué iba a ser tan estúpido?
–¿Cómo, señor?
–Mi acuerdo en Yokosé no fue más que un truco para ganar tiempo -dijo Toranaga afablemente-. Ishido se ha tragado el anzuelo. Y tú y todos mis infieles vasallos también lo hicieron. Sin realizar ninguna concesión he ganado un mes, y asimismo he inquietado a Ishido y a sus sucios aliados.
–¿Nunca tuviste intención de ir? – interrogó Hiro-matsu moviendo la cabeza.
Luego, cuando la claridad de la idea se hizo evidente para él, sonrió, añadiendo:
–¿Es todo esto una artimaña?
–Desde luego. Escucha, había que engañar a todo el mundo, ¿no? A Zataki, a todo el mundo, ¡incluso a ti! O, de lo contrario, los espías habrían hablado con Ishido y éste inmediatamente se habría lanzado sobre nosotros, y así ninguna fortuna de la tierra o dioses podría haber impedido que me aplastara el desastre.
–Eso es verdad… ¡ah, señor, perdóname! Soy un estúpido. Así que todo era una tontería. Pero…, ¿y el general Kiyoshio?
–Dijo que era culpable de traición. No necesito generales traicioneros. Sólo obedientes vasallos.
–Pero, ¿por qué atacar al señor Sudara? ¿Por qué retirarle tu favor?
–Porque me agrada hacerlo así -replicó Toranaga ásperamente.
–Sí. Perdóname. Ese es tu privilegio. Te ruego me perdones por haber dudado de ti.
–¿Por qué debo perdonarte por ser precisamente tú, viejo amigo? Necesitaba que hicieras lo que hiciste. Ahora te necesito más que nunca, por eso te hago objeto de mi confianza. Esto ha de quedar entre nosotros.
–¡Oh, señor, me hacéis tan feliz!
–Sí -dijo Toranaga-. Esa es la única cosa que temo.
–¿Señor?
–Eres comandante en jefe. Sólo tú puedes neutralizar esta estúpida rebelión mientras espero. Confío en ti. Mi hijo no puede controlar a mis generales, aunque jamás exteriorizaría su alegría por el secreto, si lo supiera, pero tu rostro es como un libro abierto, viejo amigo.
–Entonces deja que me quite la vida una vez haya contenido a los generales.
–Eso no sería de ninguna ayuda. Debes mantenerlos unidos y pendientes de mi inminente partida. Tendrás que vigilar la expresión de tu rostro y tu sueño más que nunca. Eres el único en el mundo que lo sabe, eres el único en el que debo confiar.
–Perdona mi estupidez. No fracasaré. Explícame lo que debo hacer.
–Di a mis generales lo que es verdad, que me has persuadido para que siga tu consejo que también es el suyo. Oficialmente demoro mi salida para dentro de siete días. Más tarde la demoraré de nuevo. Esta vez se trata de enfermedad. Eres el único que lo sabe.
–¿Y después? ¿Será Cielo Carmesí?
–No como se proyectó en principio. Cielo Carmesí siempre fue un último plan, ¿no?
–Sí. ¿Y qué hay sobre el Regimiento de Mosquetes? ¿Podría abrir un sendero a través de las montañas?
–En parte, pero no todo el camino hasta Kyoto.
–¿Asesinar a Zataki?
–Podría ser posible. Pero Ishido y sus aliados todavía son invencibles.
Toranaga a continuación explicó los casos de Omi, Yabú, Igurashi y Buntaro, el día del terremoto, y concluyó:
–En aquel momento ordené se llevara a cabo el plan Cielo Carmesí como otro truco para confundir a Ishido… pero el hecho es que todavía la fuerza de Ishido es invencible.
–¿Cómo podemos dividirlas? ¿Qué hay sobre Kiyama y Onoshi?
–No, ésos son verdaderamente implacables contra mí. Todos los cristianos estarán en contra de mi persona, excepto mi cristiano, al que muy pronto haré embarcar con mejores propósitos. Lo que más necesitamos es tiempo. Tengo aliados y amigos secretos en todo el Imperio y, si dispongo de tiempo… cada día que gano debilita más a Ishido. Ese es mi plan de batalla. Cada día de demora es importante.
Escucha. Después de las lluvias, Ishido atacará el Kwanto desde varios puntos para formar una tenaza. Ikawa hacia el sur, Zataki por el norte. Contendremos a Jikkyu en Mishima y luego retrocederemos hasta el paso de Hakoné y Odawara, donde resistiremos finalmente. En el norte contendremos a Zataki en las montañas, a lo largo del camino Hosho-kaidó, en algún punto cerca de Mikawa. Es cierto lo que dijeron Omi e Igurashi: «Podemos aguantar el primer ataque y no debe haber otra gran invasión. Pelearemos y esperaremos detrás de nuestras montañas. Lucharemos, contendremos al enemigo y esperaremos, y después, cuando el fruto esté maduro, será una realidad el Cielo Carmesí.»
–¡Ojalá que eso sea pronto!
–Escucha, viejo amigo, sólo tú puedes controlar a mis generales. Con tiempo y el Kwanto seguro, completamente seguro, podemos resistir el primer ataque. Después los aliados de Ishido comenzarán a derrumbarse. Una vez ocurra eso el futuro de Yaemón estará asegurado y será inviolable el testamento de Taiko.
–¿No serás tú el único poder, señor?
–Por última vez: la ley puede trastornar la razón, pero la razón nunca debe perjudicar a la ley, o toda nuestra sociedad se deshará como un viejo tatami. La ley puede usarse para confundir a la razón, pero la razón no debe emplearse nunca para echar abajo la ley. El testamento, la voluntad de Taiko es ley.
Hiro-matsu se inclinó en ademán de aceptación.
–Muy bien, señor. Puedo asegurar que no lo mencionaré de nuevo. Perdóname. Y ahora…
Hiro-matsu se detuvo para esbozar una sonrisa y añadió:
–Ahora, ¿qué debo hacer?
–Simular que me has convencido para demorar la salida. Mantén a todos en tu puño de hierro.
–¿Cuánto tiempo he de adoptar esa postura?
–No lo sé.
–No confío en mí mismo, señor. Puedo cometer un error sin querer. Creo que podré alejar de mi rostro la alegría por unos pocos días, y con tu permiso, mis «achaques» se habrán agudizado tanto, que tendré que meterme en la cama… nada de visitas.
–Perfecto. Haz eso durante cuatro días. Hoy mismo has de exteriorizar uno de tus dolores. Eso no será nada difícil.
–No, señor. Me alegro de que la batalla comience este año. En el próximo, quizá yo no pueda ayudar.
–Tonterías. Pero será este año, diga yo sí o no. Dentro de dieciséis días dejaré Yedo para ir a Osaka. Por entonces tú habrás dado tu aprobación «de mala gana» y dirigirás la marcha. Solamente tú y yo sabemos que habrá posteriores demoras y que mucho antes de alcanzar mis fronteras regresaré a Yedo.
–Perdóname por haber dudado de ti. Si no fuera porque debo vivir para ayudarte en tus proyectos, me sería imposible vivir con esa vergüenza.
–No hay necesidad de sentir vergüenza, viejo amigo. Si no te hubieras convencido, Ishido y Zataki habrían visto el truco. ¡Oh!, a propósito, ¿cómo estaba Buntaro-san cuando lo viste?
–Hirviendo, señor. Será bueno para él que haya una batalla.
–¿Sugirió deponerme como señor feudal?
–Si me hubiera dicho eso, le habría cortado la cabeza al instante.
–Te mandaré llamar dentro de tres días. Solicita verme a diario, pero recuerda que me negaré hasta entonces.
–Sí, señor -replicó el viejo general, inclinándose servilmente-. Por favor, perdona a este viejo loco. De nuevo has dado luz a mi vida. Gracias.
Acto seguido, Hiro-matsu abandonó la estancia.
A mediodía, Mariko cruzó el patio de la torre del homenaje caminando por entre las filas de guardianes silenciosos, y entró en el edificio. El secretario de Toranaga la estaba esperando en una de las antecámaras del piso bajo.
–Lamento haberte hecho llamar, dama Toda -dijo el hombre con tono de indiferencia.
–Es un placer para mí, Kawanabi-san.
Kawanabi era un samurai de mediana edad, cabeza afeitada y rasgos afilados. Había sido en otro tiempo sacerdote budista. Desde hacía años se encargaba de toda la correspondencia de Toranaga. Normalmente era hombre brillante y entusiasta. En aquellos momentos, al igual que todas las demás personas del castillo, parecía hallarse un tanto descentrado. Entregó a Mariko un pequeño rollo de pergamino.
–Aquí están, debidamente firmados, tus documentos de viaje para Osaka -dijo-. Partirás mañana y llegarás allí tan pronto como sea posible.
–Gracias -musitó Mariko con voz apenas audible.
–El señor Toranaga dice que es probable que te entregue algunos despachos para llevar a la dama Kiritsubo y a la dama Koto. También al general señor Ishido y a la dama Ochiba. Se te entregarán mañana al amanecer si… lo siento, si están dispuestos. Me ocuparé de que te los entreguen.
–Gracias.
De entre unos cuantos rollos de pergamino que se guardaban en un cajón, Kawanabi seleccionó un documento oficial. Luego dijo:
–Se ha ordenado que te entregue esto. Es el aumento en el feudo de tu hijo, tal y cómo lo prometió el señor Toranaga. Diez mil kokús por año. Está fechado en el último día del último mes y… bien, aquí está.
Mariko lo aceptó y lo leyó comprobando los sellos oficiales. Todo era perfecto. Los dos creían que en aquel momento aquello sólo era papel mojado. Si se perdonaba la vida a su hijo, éste se convertiría en ronín.
–Gracias -repitió-. El señor Toranaga nos hace un gran honor. ¿Puedo verlo antes de irme?
–¡Oh, sí! Cuando te vayas de aquí deberás visitar el buque del bárbaro. Lo esperarás allí.
–¿He de… servir de intérprete?
–No dijo nada. Pero, creo que sí, dama Toda -dijo el secretario lanzando una ojeada a una lista que tenía en la mano-. El capitán Yoshinaka ha recibido la orden de escoltaros hasta Osaka, si te complace.
–Para mí será un honor otra vez. Gracias. ¿Puedo preguntarte cómo está el señor Toranaga?
–Parece sentirse bien, al menos para ser un hombre activo como él… bien, ¿qué mas podría decir yo? Lo siento. Por lo menos hoy ha visto al señor Hiro-matsu y han convenido en llevar a cabo una demora. También estuvo de acuerdo en tratar unas cuantas cosas más, como, por ejemplo, la necesidad de estabilizar los precios del arroz por si hay una mala cosecha… pero hay tanto que hacer y… todo eso no es característico de él, dama Toda. Estos son tiempos terribles. Y hay malos augurios. Los adivinos dicen que en este año la cosecha será muy mala.
–No los creeré… hasta que lo vea.
–Prudente, muy prudente. Pero muchos de nosotros no verán la época de siega. Tengo que ir con él a Osaka.
Kawanabi se estremeció y se inclinó hacia delante, nerviosamente, para añadir:
–He oído un rumor… se dice que la plaga se ha extendido de nuevo entre Kyoto y Osaka: viruela. ¿Acaso será esa otra señal de que los dioses nos están dando la espalda?
–Tampoco tú sueles creer en rumores o en señales celestiales, Kawanabi-san, ni tampoco en comunicar a otros tales rumores. Ya sabes lo que piensa de eso el señor Toranaga.
–Lo sé. Lo siento. Pero, bien… en estos días nadie parece comportarse normalmente.
–Quizás el rumor no es cierto… ruego al cielo para que no lo sea -dijo Mariko -. ¿Se ha establecido ya la fecha de partida?
–Entendí que el señor Hiro-matsu había dicho que se demoraba por siete días. Me alegro tanto de que nuestro comandante en jefe haya regresado y que también haya persuadido… desearía que se demorase para siempre esa marcha. Mejor luchar aquí que perder el honor allí, ¿no?
–Sí -convino Mariko-. Ahora que el señor Hiro-matsu ha vuelto quizá nuestro señor comprenda que la rendición no es el mejor camino a seguir.
–Señora… sólo para tus oídos, el señor Hiro-matsu…
El secretario se detuvo, alzó la cabeza y sonrió. Yabú entró en la estancia, haciendo sonar su sable.
–¡Ah, señor Kasigi Yabú, cuánto me alegro de verte!
Tanto él como Mariko se inclinaron cortésmente, y luego dijo el primero:
–El señor Toranaga te está esperando. Por favor, sube en seguida.
–Bien. ¿Para qué quiere verme?
–Lo siento, señor, no me lo ha dicho. Sólo desea verte.
–¿Cómo está?
Kawanabi dudó.
–No hay cambios, señor.
–Su partida… ¿se ha señalado una nueva fecha?
–Tengo entendido que será dentro de siete días.
–Quizás el señor Hiro-matsu la demorará nuevamente, ¿no?
–Eso será cosa de nuestro señor.
–Desde luego -dijo Yabú, abandonando la estancia.
–¿Estabas diciéndome algo sobre el señor Hiro-matsu?
–Sólo para tus oídos, señora, ya que Buntaro-san no está aquí -musitó el secretario -. Cuando el viejo Puño de Hierro salió tras haber visitado al señor Toranaga, tuvo que descansar durante casi una hora. Sentía un gran dolor, señora.
–¡Oh!, sería terrible si ahora le sucediera algo.
–Sí. Sin él habría rebelión. Esta demora no resuelve nada. Sólo es una tregua. El verdadero problema, me temo que desde que el Señor Sudara actuó como segundo del general Kiyoshio, cada vez que se ha mencionado el nombre del señor Sudara, nuestro señor se enfada mucho… es solamente el señor Hiro-matsu quien le ha persuadido para demorar la marcha y ésa es la única cosa que…
Las lágrimas comenzaron a deslizarse por las mejillas del secretario, quien añadió, al cabo de unos segundos:
–¿Qué está sucediendo, señora? Él ha perdido el control, ¿verdad?
–No -replicó Mariko con firmeza, pero sin convicción-. Estoy segura de que todo saldrá bien. Gracias por decírmelo. Trataré de ver al señor Hiro-matsu antes de irme.
–Ve con Dios, señora.
Mariko se sorprendió.
–No sabía que fueses cristiano, Kawanabi-san.
–No lo soy, señora. Pero sé que es tu costumbre.
Mariko se dirigió inmediatamente hacia el palanquín y escolta que la esperaban.
–¡Ah, dama Toda! – exclamó Gyoko saliendo de las sombras e interceptando su paso.
–Buenos días, Gyoko-san, me alegro de verte. ¿Te encuentras bien? – interrogó Mariko cortésmente, aun cuando sintió que un escalofrío recorría todo su cuerpo.
–No muy bien del todo, me temo. Estoy muy triste. Parece que Kikú-san y yo no gozamos del favor de nuestro señor. Desde que llegamos aquí hemos estado confinadas en un albergue sucio de tercera clase, en el que yo no sería capaz de alojar a un cortesano varón de octava clase.
–¡Oh, cuánto lo siento! Estoy segura de que debe de haber algún error.
–¡Ah sí, un error! Así lo espero, señora. Por fin, hoy, me ha concedido permiso para venir al castillo, por fin hay una respuesta a mi solicitud de ver al gran señor, y por fin se me permite inclinarme otra vez ante el gran señor… más tarde, hoy.
Gyoko se detuvo y sonrió socarronamente y añadió, tras hacer una breve pausa:
–Oí que venías a ver al señor secretario y pensé que debía esperar para saludarte. Espero que no te importe.
–Es un placer verte, Gyoko-san. Yo te hubiera visitado a ti y a Kikú-san, o probablemente os hubiera pedido que me visitarais, pero desgraciadamente no ha sido posible.
–Sí, es una pena. Estos son tiempos tristes. Difíciles para los nobles. Difíciles para los campesinos. La pobre Kikú-san está casi enferma de preocupación por no disfrutar del favor de nuestro señor.
–Estoy segura de que no es así, Gyoko-san. El… el señor Toranaga tiene en estos momentos muchos problemas.
–Cierto, cierto. Quizá podríamos tomar algún cha ahora, dama Toda. Para mí sería un honor charlar contigo un momento.
–¡Ah! Lo siento mucho, pero se me ha ordenado que lleve a cabo una tarea oficial. De no ser así, el honor sería para mí.
–¡Ah sí! Tienes que ir ahora al buque de Anjín-san. Lo había olvidado y lo lamento. ¿Cómo está Anjín-san?
–Creo que está bien -respondió Mariko, furiosa al darse cuenta de que Gyoko conocía sus asuntos privados-. Sólo lo he visto una vez, durante unos instantes, desde que llegamos.
–Un hombre interesante. Sí, es una pena. Es triste no poder ver a los amigos de una.
Ambas mujeres sonreían cortésmente y el tono de sus voces era suave. Las dos también sabían que el impaciente samurai las estaba escuchando.
–He oído decir que Anjín-san visitó a sus amigos, a su tripulación. ¿Cómo los encontró?
–Nunca me lo ha dicho, Gyoko-san. Como te dije, sólo lo vi un momento. Lo siento, pero debo irme…
–Y yo repito que es lamentable no ver a los amigos de uno. Por ejemplo, que ellos viven en un pueblo eta.
–¿Cómo?
–Sí. Parece ser que sus amigos pidieron permiso para vivir allí, prefiriendo eso a hacerlo en zonas más civilizadas. Curioso, ¿verdad? Sin embargo, el Anjín-san es diferente. Los rumores dicen que, para ellos, el poblado eta es más como un hogar. Curioso, ¿eh?
Mariko estaba recordando lo extraño que se había mostrado el Anjín-san en las escaleras aquel día. «Esto lo explica -pensó-. ¡Eta! ¡Virgen santa! ¡Pobre hombre! ¡Lo avergonzado que debía de estar!.»
–Lo siento, Gyoko, ¿qué me decías?
–Que resulta curioso el hecho de que el Anjín-san sea tan diferente a los demás.
–¿Cómo son los demás? ¿Los has visto? ¿Has visto a los otros?
–No, señora. Yo no sería capaz de ir allí. ¿Qué tendría yo que ver con ellos? ¿O con eta?. Debo pensar en mis clientes y en mi Kikú-san. Y en mi hijo.
–¡Ah, sí, tu hijo!
El rostro de Gyoko se entristeció bajo su sombrilla, pero los ojos permanecieron brillantes, al cabo de dos segundos dijo:
–Perdóname, pero supongo que no tendrás idea de por qué hemos perdido el favor de nuestro señor Toranaga.
–No. Estoy segura de que estás equivocada. Se estableció un contrato, ¿no?
–¡Oh sí, gracias! Tengo una carta de crédito para los comerciantes de arroz de Mishima. Pero el dinero ahora mismo estaba muy lejos de mi pensamiento. ¿Qué significa el dinero cuando has perdido el favor de tu patrón, sea hombre o mujer?
–Repito que estoy segura de que sigues gozando de su favor.
–¡Ah, favores! Yo estaba preocupada por tu favor, dama Toda.
–Siempre cuentas con mi buena voluntad y amistad, Gyoko-san. Probablemente podremos hablar en otra ocasión. Ahora debo irme…
–¡Qué amable eres! Sí, eso me agradaría mucho – añadió Gyoko con su tono de voz más dulce cuando Mariko se volvía para retirarse-. Pero, ¿dispondrás de tiempo para ello? Te vas mañana, ¿no?¿A Osaka?
Mariko sintió un fuerte dolor en el pecho, como si hubiera penetrado en él el acero de un cepo.
–¿Te sucede algo, señora?
–No… no, no es nada. Bien… durante la Hora del Perro, esta noche… ¿te vendrá eso bien?
–Eres demasiado amable, señora. ¡Oh, sí! Como vas a ver ahora a nuestro maestro antes que yo, ¿intercederías por nosotros? Necesitamos ese pequeño favor.
–Me agradaría hacerlo -respondió Mariko tras reflexionar un momento -. Pueden solicitarse algunos favores y aun así no concederse.
Gyoko se envaró durante un par de segundos y exclamó:
–¡Ah! Ya le has pedido… ¿ya le has pedido que nos favorezca?
–Por supuesto… ¿por qué no iba a hacerlo? – replicó Mariko cautelosamente-. ¿No es Kikú-san un favorito? ¿No eres tú un devoto vasallo? ¿No se te han concedido favores en el pasado?
–Mis peticiones son siempre tan pequeñas. Todo cuanto he dicho antes sigue en vigor, señora. Quizás ahora más.
–¿Acerca de perros con las tripas vacías?
–Acerca de oídos largos y de leguas seguras.
–¡Ah, sí!, y acerca de secretos.
–Sería tan fácil satisfacerme. El favor de mi señor, y el de mi señora, no es mucho pedir, ¿verdad?
–No. Si hay ocasión… pero no puedo prometer nada.
–Hasta esta noche, señora.
Ambas mujeres se inclinaron saludándose mutuamente. Mariko subió al palanquín, ocultando el temblor que trataba de dominarla hasta que el cortejo se puso en movimiento. Gyoko siguió contemplándola.
–Tú, mujer -dijo un joven samurai con aspereza al pasar junto a ella -, ¿qué estás esperando? Vamos, vete de aquí.
–¡Ah! – exclamó Gyoko despreciativamente ante la diversión de los demás presentes-. Mujer… ¿verdad, cachorro? Si yo me fuera de aquí para meter las narices en tus asuntos me sería muy difícil hallarlos, aun cuando no eres todavía lo suficiente hombre como para tener polluelos.
Los otros se echaron a reír. Alzando la barbilla orgullosamente, Gyoko-san se alejó con rápido paso.
–¡Hola! – saludó Blackthorne.
–Buenas tardes, Anjín-san. ¡Pareces feliz!
–Gracias. Feliz por tener ante mí a una encantadora dama.
–Muchas gracias -respondió Mariko-. ¿Cómo está tu buque?
–Magnífico. ¿Te gustaría subir a bordo? Me agradaría enseñártelo.
–¿Está eso permitido? Se me ha ordenado venir aquí para ver al señor Toranaga.
–Sí. Lo estamos esperando ahora mismo.
Blackthorne se volvió para dirigirse al samurai que se hallaba en el muelle.
–Capitán, me llevo a la señora Toda allí. Enseñar buque. Cuando llegue el señor Toranaga… tú me llamas, ¿eh?
–Como quieras, Anjín-san.
Blackthorne abandonó el malecón. Había samurais en las barreras principales y las precauciones de seguridad eran más fuertes que nunca tanto en tierra como a bordo. Primero se acercó hasta el alcázar y dijo con orgullo:
–Todo esto es mío, todo.
–¿Hay aquí algún hombre de tu tripulación?
–No, ninguno. Hoy no, Mariko-san.
Luego indicó con una mano todo cuanto les rodeaba, explicando el significado de cada cosa tan rápidamente como pudo, y acto seguido llevó a la mujer abajo.
–Esta es la cabina o camarote principal.
–¿Es éste tu camarote? – preguntó ella.
Blackthorne afirmó con un movimiento de cabeza. La joven cayó entre sus brazos. Blackthorne la apretó contra sí murmurando:
–¡Oh, cómo te he echado de menos!
–Yo también a ti.
–Tengo muchas cosas que contarte y que preguntarte -dijo Blackthorne.
–Yo nada tengo que decirte, excepto que te amo con todo mi corazón.
La joven se estremeció entre sus brazos, tratando de alejar de sí el terror de que Gyoko o alguien más los denunciara. Musitó:
–Tengo mucho miedo por ti.
–No tengas miedo, Mariko, querida. Todo saldrá bien.
–Eso es lo que me digo a mí misma. Pero hoy es imposible aceptar karma y la voluntad de Dios.
–La última vez, ¡estuviste tan distante!
–Esto es Yedo, mi amor. Y más allá del Primer Puente.
–Fue a causa de Buntaro-san, ¿no fue así?
–Sí -dijo la joven-. Eso y la decisión de Toranaga de rendirse. Es una inutilidad deshonorable… Jamás pensé en que diría esto en alta voz, pero debo decirlo. Lo siento mucho.
–Cuando él se vaya a Osaka, ¿también tú habrás terminado?
–Sí. El clan Toda es demasiado poderoso e importante. En cualquier caso no me dejarían viva.
–Entonces debes venir conmigo. Escaparemos. Haremos…
–Lo siento, pero no hay huida posible.
–A menos que Toranaga lo consienta, ¿no?
–¿Y por qué habría de permitirlo?
Rápidamente, Blackthorne contó a la joven lo que había dicho a Toranaga, pero no que también había preguntado por ella.
–Sé que puedo obligar a los sacerdotes a que traigan a su lado a Kiyama u Onoshi si él me permite tomar este Buque Negro -terminó diciendo con excitación-. ¡Y sé que puedo hacer eso!
–Sí -respondió la joven pensando en que el plan no carecía de cierta lógica -. Tiene que salir bien, Anjín-san. Ahora que Harima se muestra hostil no habrá razón para que Toranaga-sama no ordene un ataque si va a la guerra y no hay rendición.
–Si el señor Kiyama o el señor Onoshi, o ambos, se unen a él, ¿se inclinaría la balanza a favor de Toranaga?
–Sí. Con Zataki y con tiempo. Pero Zataki se opone a Toranaga-sama.
–Escucha. Yo puedo estrangular a los sacerdotes. Lo siento, pero son mis enemigos aunque sean tus sacerdotes. Puedo dominarles en beneficio de Toranaga y también en el mío. ¿Me ayudarás a ayudarle a él?
La joven lo miró y respondió, preguntando a su vez:
–¿Cómo?
–Ayudándome a persuadirle para que me conceda esa oportunidad y persuadirlo también para que demore su viaje a Osaka.
Se oyó el ruido de voces y caballos en el malecón. Sobresaltados, se acercaron hasta las ventanas. Los samurais estaban apartando las barreras. El padre Alvito avanzaba sobre su cabalgadura.
–¿Qué quiere? – preguntó en voz baja Blackthorne con mal humor. Vio cómo el sacerdote desmontaba, extraía un rollo de pergamino de una manga y se lo entregaba al jefe de los samurais. El hombre lo leyó. Alvito miró hacia el buque.
–Es un documento oficial -dijo Mariko casi en voz baja.
–Escucha, Mariko-san, no estoy en contra de la Iglesia. La Iglesia no es un mal. El mal son algunos sacerdotes. Todos no son malos. Alvito tampoco lo es, aunque sí es un fanático. Te juro por Dios que creo que los jesuítas se inclinarán ante el señor Toranaga si consigo su Buque Negro, porque deben de tener dinero. Portugal y España tienen que tener dinero. Toranaga es más importante. ¿Me ayudarás?
–Sí, te ayudaré, Anjín-san. Pero, por favor, escúchame, yo no puedo traicionar a la Iglesia.
–Todo cuanto pido es que hables con Toranaga o me ayudes para poder yo hablar con él si crees que esto último es mejor.
Sonó una trompeta en la distancia. Una vez más miraron a través de las ventanas. Todo el mundo dirigía sus ojos hacia el oeste. Desde la dirección en que se hallaba el castillo se aproximaba un grupo de samurais rodeando a una litera con las cortinas corridas.
Se abrió la puerta del camarote.
–Anjín-san, por favor, ahora vendrás -dijo el samurai.
Blackthorne caminó delante de la joven atravesando la cubierta para bajar al malecón. El saludo con que recibió a Alvito, un leve movimiento de cabeza, fue muy frío. El sacerdote se mostraba igualmente glacial.
Sin embargo, Alvito se mostró muy amable con Mariko.
–¡Hola, Mariko-san! Me alegro mucho de verte.
–Gracias, padre -contestó la joven haciendo una profunda reverencia.
–Que Dios te bendiga, muchacha -dijo el sacerdote al mismo tiempo que hacía la señal de la cruz sobre ella, añadiendo-: In nomine Patris et Filii et Spiritus Sancti.
–Gracias, padre.
Alvito miró a Blackthorne y dijo:
–¡Vaya, piloto! ¿Cómo está vuestro buque?
–Estoy seguro de que vos ya lo sabéis.
–Sí, lo sé.
Alvito dirigió sus ojos hacia el Erasmus, a la vez que apretaba los labios. Luego dijo:
–¡Que Dios le maldiga y a todos los que en él naveguen si se emplea contra la fe y contra Portugal!
–¿Es a eso a lo que habéis venido aquí? ¿Para esparcir más veneno?
–No, piloto -respondió Alvito-. Se me ha pedido que venga a ver a Toranaga. Considero vuestra presencia aquí tan desagradable como vos consideráis la mía.
–Vuestra presencia no es desagradable, padre. Es el mal que representáis.
Alvito enrojeció, y Mariko dijo rápidamente:
–Por favor. Es malo discutir así, en público. Os suplico que seáis más circunspectos.
–En efecto, perdóname, Mariko-san.
El padre Alvito se volvió y contempló la litera que en aquel momento atravesaba una de las barreras. El pendón de Toranaga flotaba al viento y llegaban samurais formando cerrado grupo alrededor de la litera.
El palanquín se detuvo. Se corrieron las cortinas. Yabú se apeó. Todo el mundo quedó sorprendido. Aun así todos los presentes se inclinaron. Yabú devolvió el saludo con arrogancia.
–¡Ah, Anjín-san! – exclamó-. ¿Cómo estás?
–Muy bien, gracias, señor. ¿Y tú?
–Bien, gracias. El señor Toranaga está enfermo. Me pide que venga en su lugar. ¿Comprendes?
–Sí. Comprendo -replicó Blackthorne tratando de ocultar su decepción ante la ausencia de Toranaga-. Lamento mucho que Toranaga esté enfermo.
Yabú se encogió de hombros, saludó a Mariko con una leve inclinación de cabeza, ignoró la presencia de Alvito y estudió el buque durante unos momentos. Al volverse hacia Blackthorne, esbozó una retorcida sonrisa.
–So desu, Anjín-san. Tu buque es diferente a como lo vi la última vez. Sí, el buque es diferente, todo es diferente, incluso nuestro mundo también es diferente, ¿verdad?
–Lo siento, pero no entiendo, señor. Por favor, perdóname, pero hablas con mucha rapidez y mi…
Blackthorne comenzó a buscar la palabra adecuada, pero sus pensamientos quedaron interrumpidos por una gutural exclamación de Yabú:
–Mariko-san, por favor, traduce para mí.
La joven obedeció.
Blackthorne asintió con un movimiento de cabeza y luego dijo:
–Sí, muy diferente, Yabú-sama.
–Sí, muy diferente. Ya no eres un bárbaro, sino un samurai, y lo mismo ocurre con tu buque.
Blackthorne vio la sonrisa en los gruesos labios, la mirada beligerante y, de repente, se vio de nuevo en Anjiro, de rodillas en la playa, Croocq en la caldera, los gritos de Pieterzoon sonando en sus oídos, el hedor de la fosa, y su mente que gritaba: «¡Tan innecesario todo eso, todos los sufrimientos y terror, y Pieterzoon y Spillbergen, y Maetsukker y la cárcel, y eta… todo, todo culpa tuya!»
–¿Te encuentras bien, Anjín-san? – preguntó Mariko, con aprensión, al fijarse en la expresión de los ojos de Blackthorne.
–¿Cómo…? ¡Oh, sí! Estoy bien.
–¿Qué sucede? – interrogó a su vez Yabú. Blackthorne agitó la cabeza.
–Lo siento. Por favor, perdóname. Estoy… no… no es nada. Mal la cabeza… no he dormido bien. Lo siento mucho.
Miró de nuevo a Yabú, con la esperanza de que éste no hubiese captado sus pensamientos y añadió:
–Siento mucho que el señor Toranaga esté enfermo. Espero que mejore pronto, Yabú-sama.
–No, no habrá dificultades en ese sentido.
Yabú estaba pensando en que sí había dificultades. «Tú eres una dificultad. No he tenido más que dificultades desde que tú y tu sucio buque llegasteis a mis costas. Izú se ha ido, se han ido mis cañones, se ha ido todo el honor y ahora mi cabeza está en peligro por culpa de un cobarde.» Hubo otro silencio y añadió:
–No, Anjín-san, no habrá ninguna dificultad. Toranaga-sama me encarga que te entregue tus vasallos como te prometió.
Se fijó en Alvito y continuó diciendo:
–¡Vaya, Tsukku-san! ¿Por qué eres enemigo de Toranaga-sama?
–No lo soy, Kasigi Yabú-sama.
–Lo son tus daimíos cristianos, ¿no?
–Perdóname, señor, pero nosotros somos solamente sacerdotes y no somos responsables de los puntos de vista políticos de aquellos que adoran la Verdadera Fe, ni tampoco ejercemos control alguno sobre los daimíos que…
–¡La Verdadera Fe de esta tierra de los Dioses es Shinto, en unión de Tao, el Camino de Buda!
Alvito no respondió. Yabú se volvió hacia otro lado despreciativamente y bramó una orden. El harapiento grupo de samurais comenzó a formar en línea enfrente del buque. Ninguno estaba armado.
Alvito dio un paso hacia delante y se inclinó.
–Quizá quieras perdonarme, señor. Yo vine aquí a ver al señor Toranaga, y puesto que no vendrá…
–El señor Toranaga te quería aquí para que sirvieras de intérprete con el Anjín-san -le interrumpió Yabú con malos modos, tal y como Toranaga le había dicho que hiciera-. Sí, para interpretar tan bien como sabes hacerlo, hablando directamente y sin la menor duda. Por supuesto que no te negarás a hacer para mí lo que deseaba Toranaga antes de que te vayas, ¿no es verdad?
–Desde luego que no, señor,
–Bien, ¡Mariko-san! El señor Toranaga pide que veas si las respuestas del Anjín-san están bien traducidas.
Alvito enrojeció, pero se contuvo.
–Sí, señor -dijo Mariko sintiendo profundo odio hacia Yabú.
Yabú bramó otra orden. Dos samurais se acercaron hasta la litera y regresaron con el cofre fuerte del buque.
–Tsukku-san, ahora empezarás. Escucha, Anjín-san, primeramente el señor Toranaga me pidió que devolviera esto. Es de tu propiedad, ¿no?
Hizo una seña a un samurai y ordenó:
–Ábrelo.
El cofre estaba lleno de monedas de plata.
–Así estaba cuando se sacó del buque -añadió Yabú.
–Gracias.
Blackthorne apenas creía lo que estaba viendo, ya que aquello le concedía poder para comprar la mejor tripulación sin hacer promesas.
–Ha de colocarse en el cuarto más fuerte del buque.
–Sí, desde luego.
Yabú hizo una seña a los samurais para que embarcaran. Luego, ante la creciente furia de Alvito, que continuaba traduciendo simultáneamente, añadió:
En segundo lugar, el señor Toranaga dice que puedes irte o quedarte. Si estás en nuestra tierra, serás samurai, hatamoto, y te regirás por las leyes de los samurais. En el mar, más allá de nuestras costas, serás como eras antes de que llegaras aquí y, en consecuencia, te gobernarán las leyes bárbaras. Se te concede asimismo el derecho vitalicio de atracar en cualquier puerto que esté bajo el dominio del señor Toranaga, sin ser objeto de investigación por parte de las autoridades portuarias. Y, por último, estos doscientos hombres son tus vasallos. El señor Toranaga me pide que te los entregue con armas tal y como él prometió.
–¿Puedo irme cuando y como quiera? – preguntó Blackthorne con tono de incredulidad.
Sí, Anjín-san, puedes zarpar, como el señor Toranaga ha convenido.
Blackthorne miró a Mariko, pero ella evitó sus ojos, así que Blackthorne los dirigió de nuevo hacia Yabú.
–¿Podría irme mañana? – interrogó.
–Sí, si es que así lo deseas. Y estos hombres… son todos ronín. Todos proceden de las provincias del Norte. Todos han convenido en jurar eterna obediencia tanto a ti como a tu descendencia. Todos son buenos guerreros. Ninguno de ellos ha cometido un delito que haya podido ser probado. Todos ellos se han convertido en ronín, porque sus señores feudales han muerto de una u otra forma o han sido depuestos. Muchos lucharon en buques contra wako.
Yabú sonrió diabólicamente y añadió tras una breve pausa:
–Algunos pueden haber sido wako, ¿entiendes la palabra wako?
–Sí, señor.
Verás que algunos de los que han subido a bordo están atados porque probablemente son bandidos o wako. Han llegado hasta aquí formando grupo como voluntarios para servirte fielmente a cambio de un perdón por sus pasados delitos. Han jurado al señor Noboru, que los eligió para ti siguiendo órdenes del señor Toranaga, que jamás han cometido ningún delito contra el señor Toranaga o alguno de sus samurais. Puedes aceptarlos individualmente, como grupo, o rechazarlos. ¿Comprendes?
–¿Puedo rechazar a cualquiera de ellos?
–¿Por qué habrías de hacer eso? – preguntó Yabú-. El señor Noboru los eligió cuidadosamente.
–Por supuesto. Lo siento -dijo Blackthorne consciente del mal humor que invadía al daimío -. Lo entiendo perfectamente. Pero los que están atados, ¿qué sucederá si los rechazo?
–Se les cortará la cabeza, desde luego. ¿Qué tiene eso que ver con lo demás?
–Nada. Lo siento.
–Sigúeme -dijo Yabú caminando hacia la litera. Blackthorne miró a Mariko.
–Puedo partir. ¡Lo has oído!
–Sí.
–Eso significa… es casi un sueño. Dijo que…
–¡Anjín-san!
Obedientemente, Blackthorne se apresuró a acercarse a Yabú. En aquel momento la litera servía de estrado. Un hombre había montado una pequeña mesa sobre la que había varios rollos de pergamino. Un poco más allá había un samurai que guardaba una pila de sables cortos y largos, lanzas, escudos, hachas, arcos y flechas, que algunos porteadores descargaban de unos caballos. Yabú hizo una seña a Blackthorne para que tomara asiento a su lado. Alvito tomó asiento frente a Mariko al otro lado de la mesa. El hombre, que más bien parecía un amanuense, comenzó a mencionar algunos nombres en voz alta. Cada hombre se acercó hasta la mesa, se inclinó con enorme seriedad, dio su nombre y ascendencia, juró fidelidad, firmó su pergamino y lo selló con una gota de sangre que el amanuense ritualmente hacía saltar de un dedo. Cada uno de ellos se arrodilló ante Blackthorne al final, para luego ponerse en pie y correr hacia el armero. Aceptaron por turno las dos hojas que examinaron cuidadosamente, exteriorizando su admiración ante la calidad de las mismas y, acto seguido, las envainaron en sus fajas con salvaje alegría. Después se repartió a cada hombre otro tipo de armas y un escudo de guerra. Cuando ocuparon sus nuevos puestos totalmente armados ya, una vez más samurais y ya no ronín, los hombres mostraban un aspecto más arrogante y fiero que antes.
Finalmente les tocó el turno a los treinta ronín atados. Blackthorne insistió en cortar personalmente sus ligaduras. Uno por uno juraron fidelidad como lo habían hecho los otros. «Por mi honor como samurai, juro que tus enemigos son mis enemigos y juro una total obediencia.»
Al jurar, cada individuo recogía sus armas.
Yabú, gritó:
–¡Uraga-noh-Tadamasa!
El hombre dio un paso hacia delante. Alvito palideció terriblemente. Uraga -el hermano José- había estado hasta entonces en pie, mezclado entre los demás samurais, inadvertido. Estaba desarmado y vestía un simple quimono y sombrero de paja. Yabú miró al descompuesto Alvito, sonriente, y luego se volvió hacia Blackthorne.
–Anjín-san. Este es Uraga-noh-Tadamasa. Samurai y ahora ronín. ¿Lo reconoces? ¿Comprendes la palabra «reconocer»?
–Sí, la comprendo, y lo reconozco.
–Bien. Una vez fue sacerdote cristiano, ¿no?
–Sí.
–Ahora no. ¿Comprendes? Ahora es ronín.
–Comprendo, Yabú-sama.
Yabú clavó sus ojos en Alvito. Este último contemplaba fijamente al apóstata, que le devolvía la mirada con odio.
–¡Ah, Tsukku-san! – exclamó Yabú-. ¿También tú le reconoces?
–Sí. Lo reconozco, señor.
–¿Estás dispuesto a seguir traduciendo, o ya no tienes estómago para aguantar más?
–Por favor, continúa, señor.
–Bien.
Yabú señaló a Uraga con una mano y dijo:
–Anjín-san, escucha. El señor Toranaga te da este hombre si lo quieres. Una vez fue sacerdote cristiano, un sacerdote novicio. Ahora ya no lo es. Ha denunciado como falso al dios extranjero y ha aceptado la Verdadera Fe de Shinto y…
Yabú se detuvo cuando Alvito dejó de traducir y preguntó:
–¿Has traducido bien eso, Tsukku-san?¿La Verdadera Fe de Shinto?
El sacerdote no contestó. Suspiró hondo y dijo luego:
–Eso es lo que él dijo, Anjín-san, que Dios lo perdone.
Yabú continuó:
–Así, pues, Uraga-san es ronín. Ya no es cristiano. Está dispuesto a servirte. Puede hablar bárbaro y la lengua privada de los sacerdotes, y fue uno de los cuatro jóvenes samurais que se enviaron a tus tierras. Incluso conoció al jefe cristiano de todos los cristianos, eso dicen. Pero ahora los odia a todos, igual que tú, ¿verdad?
Yabú estaba contemplando a Alvito y, de vez. en cuando, miraba a Mariko, que escuchaba atentamente.
–Odias a los cristianos, ¿verdad, Anjín-san?
–La mayoría de los católicos son mis enemigos, sí -respondió Blackthorne, mientras que Mariko miraba fijamente a la distancia-. España y Portugal son enemigos de mi país, sí.
–Los cristianos también son nuestros enemigos, ¿verdad, Tsukku-san?
–No, señor. La Cristiandad te concede una vida inmortal.
–¿Es así, Uraga-san? – interrogó Yabú.
Uraga negó con un movimiento de cabeza. Su tono de voz era desapacible.
–Yo no lo creo así. No. – Díselo al Anjín-san.
–Señor Anjín-san -dijo Uraga con fuerte acento, aun cuando sus palabras portuguesas eran correctas y comprensibles -, no creo que este catolicismo sea la cerradura, perdón, la llave de la inmortalidad.
–Sí -replicó Blackthorne-. Estoy de acuerdo.
–Muy bien -continuó Yabú-. El señor Toranaga te ofrece este ronín, Anjín-san. Es un renegado, pero de buena familia samurai. Uraga jurará y tú lo aceptarás. Será tu secretario, traductor, y hará todo cuanto quieras. Tendrás que darle sables. ¿Qué más, Uraga? Díselo.
–Señor, por favor, perdóname. Primero…
Uraga se destocó. Habían crecido un poco sus cabellos y se afeitaba la cabeza al estilo samurai, pero aún no tenía coleta. Luego continuó:
–Primero, me avergüenzo de que mis cabellos no sean correctos y de no tener coleta como un verdadero samurai. Pero mis cabellos crecerán y no soy por eso menos samurai.
Volvió a cubrirse y tradujo a Yabú lo que acababa de decir y los ronín que se hallaban cerca y podían escuchar, lo hicieron atentamente, cuando continuó:
–Segundo, por favor, perdóname, pero no puedo usar sables ni otras armas. Jamás me han educado en ellas. Pero aprenderé, créeme. Por favor, perdona mi vergüenza. Juro absoluta obediencia hacia ti y te ruego que me aceptes…
El sudor se deslizaba por su rostro y espalda. Blackthorne dijo compasivamente:
–¿Shigata ga nai? Ukeru anatawa desu Uraga-san. ¿Qué importa eso? Te acepto, Uraga-san.
Uraga se inclinó y luego explicó a Yabú lo que había dicho. Nadie se rió. Excepto Yabú, pero su risa quedó cortada por el inicio de un altercado que acababa de estallar entre los dos últimos ronín elegidos que disputaban por la selección de los sables que restaban.
–¡Vosotros dos, callad! – gritó.
Ambos hombres giraron sobre sus talones con la rapidez del rayo y uno de ellos gruñó:
–¡No eres mi amo! ¿Dónde están tus modales? Di por favor, o cállate tú.
Instantáneamente, Yabú se puso en pie y se lanzó contra el beligerante ronín con su sable en alto. Los hombres se apartaron y el ronin huyó. Cerca de la orilla del agua, el hombre desenvainó su sable y se detuvo dando media vuelta para hacer frente al ataque, a la vez que lanzaba un grito de desafío. Inmediatamente todos sus compañeros corrieron en defensa de su amigo, con los sables en alto, y Yabú quedó atrapado. El hombre cargó sobre él. Yabú esquivó un violento sablazo, retrocedió cuando, en aquel mismo momento, los demás hombres se disponían a atacarlo. Demasiado tarde, los samurais de Toranaga corrieron a defenderlo sabiendo que Yabú era hombre muerto.
–¡Alto! – gritó Blackthorne en japonés.
Todo el mundo quedó inmóvil bajo el poder de su voz.
–¡Colocaros ahí!
Señaló al lugar donde antes habían formado y añadió:
–¡Vamos, es una orden!
Durante un momento, todos los hombres que se hallaban en el malecón permanecieron inmóviles. Luego comenzaron a moverse. Se había roto el hechizo. Yabú se lanzó sobre el hombre que le había insultado. El ronín retrocedió, saltando hacia un lado, sosteniendo el sable sobre su cabeza, con ambas manos, esperando temerariamente el próximo ataque de Yabú. Sus amigos dudaron nuevamente.
–¡A un lado! ¡Es una orden! – gritó otra vez Blackthorne. Obedientemente, pero de mala gana, el resto de los hombres retrocedió envainando sus sables. Yabú y el ronín comenzaron a girar trazando amplios círculos, lentamente, estudiándose con sumo cuidado.
–¡Tú! – gritó Blackthorne-. ¡Alto! ¡Alto ese sable! ¡Te lo ordeno! El hombre no apartó sus enfurecidos ojos de Yabú, pero oyó la orden y se humedeció los labios con la punta de la lengua. Fintó primero a la izquierda y luego a la derecha. Yabú se retiró y el hombre se acercó a Blackthorne para depositar el sable a sus pies al mismo tiempo que decía:
–Te obedezco, Anjín-san. Yo no le ataqué.
Cuando Yabú cargó de nuevo sobre él, el ronín saltó hacia un lado esquivando el ataque. Era un hombre joven, más joven que Yabú, y se retiró sin miedo alguno.
–Yabú-san -dijo Blackthorne-. Lo siento mucho, creo que eso es una equivocación, ¿no?
Pero Yabú masculló unas cuantas palabras en japonés y se arrojó de nuevo sobre el joven que, una vez más, esquivó el ataque.
Alvito parecía divertirse fríamente.
–Yabú-san dijo que no existe error alguno, Anjín-san. Dice que este cabrón tiene que morir. ¡Ningún samurai aceptaría tal insulto!
Blackthorne sintió que todos los ojos se clavaban en él. Intentaba desesperadamente decidir qué hacer. Yabú seguía asediando al hombre. Hacia la izquierda, un samurai de Toranaga preparó su arco. El único ruido que se oía era la agitada respiración de ambos hombres y las carreras y gritos de ambos. El ronín retrocedía, luego se volvía y echaba a correr, trazando amplios círculos, saltando de costado. El hombre se esforzaba en salvarse a base de agilidad e inventiva.
Alvito dijo:
–Está enfureciendo a Yabú, Anjín-san. Dice: «Soy un samurai y no asesino a hombres desarmados, como tú. Tú no eres samurai, tú eres un campesino que huele a estiércol… ¡Ah, eso es, tú no eres samurai! Tu madre era eta, tu padre era eta, y…»
El jesuíta se detuvo cuando Yabú lanzó un bramido de rabia y señaló a uno de los hombres diciendo algo. El jesuita tradujo: -Ahora dice: «¡Tú, dale tu sable!» El ronín dudó y miró a Blackthorne. Yabú se volvió hacia este último y le gritó:
–¡Tú, dale su sable!
Blackthorne recogió el sable del suelo.
–Yabú-san -dijo -, te ruego que no luches. Por favor, no busques más pelea.
Pero en el fondo deseaba verlo muerto.
–¡Dale el sable!
Estalló un murmullo de cólera entre los hombres de Blackthorne. Pero este último alzó una mano ordenando:
–¡Silencio!
Luego miró a su vasallo ronín.
–Ven aquí, por favor.
El hombre miró a Yabú, fintó a izquierda y derecha cada vez que Yabú le dirigía un golpe y siempre se las arreglaba para esquivarlo, acercándose más y más a Blackthorne. Pero, en aquel momento, Yabú no atacó más. Esperó como un toro enfurecido dispuesto al ataque. El hombre se inclinó delante de Blackthorne y tomó el sable. Luego se volvió hacia Yabú, y profiriendo un feroz grito de guerra, se lanzó al ataque. Chocaron los sables una y otra vez. Los dos hombres, en pleno silencio, se estudiaban mutuamente trazando círculos cada vez más breves. Entonces Yabú tropezó y el ronín lo atacó teniéndolo como fácil presa. Pero Yabú saltó hacia un lado y atacó a su vez. Las manos del hombre que sostenía la empuñadura del sable quedaron cortadas de cuajo. Durante un instante el ronín permaneció en pie lanzando un terrible alarido de dolor, contemplándose los muñones, y acto seguido Yabú le segó el cuello de un solo tajo.
Hubo un prolongado silencio. Acto seguido, un formidable aplauso general premió a Yabú. Este, por última vez, hundió el sable en el cuerpo del ronín que aún se movía en tierra. Luego se inclinó, tomó la cabeza del hombre, la alzó y escupió en su rostro para arrojarla luego a un lado, vindicado ya su honor. Luego, calmosamente, se acercó hasta donde se hallaba Blackthorne, se inclinó y dijo:
–Por favor, perdona mis malos modales, Anjín-san. Gracias por darle su sable.
Habló con tono cortés, a la vez que Alvito traducía. Yabú miró a su alrededor y añadió:
–Pido disculpas por haber gritado tanto, y doy gracias por haber permitido humedecer mi sable con honor.
Luego contempló el sable que le había regalado Toranaga, lo examinó con mucho cuidado y continuó:
–Nunca toques, Anjín-san, un sable manchado de sangre.
Se quitó la faja de seda y añadió:
–Una hoja de acero tinta en sangre ha de limpiarse con seda o con el cuerpo de un enemigo. De otro modo la estropearías.
Cuando Yabú regresó a su casa tarde en aquel día, los criados le quitaron las ropas empapadas en sudor y le entregaron un quimono limpio calzándole con un tabi nuevo. Yuriko, su esposa, lo estaba esperando en la galería con cha y saké, todo muy caliente, como a él le gustaba beber.
–¿Saké, Yabú-san?
Yuriko era una mujer alta y esbelta, con cabellos que comenzaban a mostrar algunas hebras grises. Su oscuro quimono, de mala calidad, hacía que su piel blanca destacara notablemente.
–Gracias, Yuriko-san.
Yabú bebió el vino, disfrutando del repentino calor que proporcionaba a su reseca garganta.
–He oído decir que todo fue bien.
–Sí. ¡Qué impertinencia la de ese ronín! Me sirvió bien, señora, muy bien. Ahora me siento mucho mejor. Empapé en sangre el sable de Toranaga y ahora sé que realmente es mío.
Yabú terminó la bebida y su esposa volvió a servirle. La mano de Yabú acarició la empuñadura del sable y añadió:
–Pero no te hubiera gustado la lucha. Era un niño: cayó en el primer cebo que le puse.
La esposa le tocó suavemente un brazo y murmuró: -Me alegra que haya sido así, esposo.
–Gracias, pero apenas sudé -respondió Yabú lanzando una carcajada-. Tenías que haber visto al sacerdote. Probablemente te hubieras divertido al verlo tan encolerizado. ¡Caníbal! ¡Bárbaro! Son todos unos caníbales. Es una lástima que no podamos liquidarlos antes de que abandonemos esta tierra.
–¿Crees que el Anjín-san podría hacerlo?
–Va a intentarlo. Con diez de esos buques y otros diez suyos. Yo podría dominar los mares desde aquí hasta Kyushu. Contando con él yo podría atacar a Kiyama, Onoshi, y Hanma, aplastar Jikkyu y sostener a Izú. Solamente necesitamos tiempo, y cada daimío luchará contra su enemigo especial. Izú estaría segura y sería mía nuevamente. No comprendo por qué Toranaga permite que se vaya el Anjín-san. ¡Eso es otra pérdida estúpida!
Yabú se inclinó y aplicó un fuerte puñetazo al tatami. La criada que se hallaba presente parpadeó, pero no dijo nada. Yuriko ni siquiera parpadeó. Sin embargo, en sus facciones pareció florecer algo parecido a una sonrisa.
¿Cómo reaccionó el Anjín-san ante su libertad y sus vasallos? – preguntó.
–Se sentía tan feliz como un anciano soñando que tenía un Yang de cuatro puntas. Él… ¡Oh, sí! – exclamó Yabú frunciendo el ceño -. Pero hay una cosa que todavía no entiendo. Cuando esos wako me rodearon, yo era hombre muerto. No cabe duda. Pero el Anjín-san los detuvo y me devolvió la vida. No había razón alguna para que hiciera tal cosa, ¿no? Poco antes yo había visto cómo el odio se reflejaba en su rostro.
–¿Te devolvió la vida?
–¡Oh, sí! Cosa extraña, ¿no?
–Sí. Están sucediendo cosas muy extrañas, esposo.
Yuriko despidió a la criada con un breve gesto de la mano y luego preguntó con tranquilidad:
–¿Qué deseaba Toranaga?
Yabú se inclinó hacia delante y musitó:
–Al parecer, desea que yo me convierta en comandante en jefe.
–¿Por qué razón? ¿Acaso está muriendo Puño de Hierro? – preguntó Yuriko-. ¿Y el señor Sudara? ¿Y Buntaro? ¿Y el señor Noboru?
–¿Quién lo sabe, señora? Todos han caído en desgracia, ¿no? Toranaga cambia de idea tan a menudo, que nadie puede predecir nunca lo que hará. Primero me pidió que fuese al muelle en su lugar, instruyéndome sobre lo que debía decir, luego me habló sobre Hiro- matsu y acerca de lo viejo que se estaba haciendo, y acto seguido me preguntó qué opinaba sobre el Regimiento de Mosqueteros.
–¿Y no podría estar preparando de nuevo Cielo Carmesí?
–Eso siempre está preparado. Pero aún no lo ha terminado por completo. Se necesita un jefe, un dirigente muy capaz. Una vez lo fue, pero ya no lo es. Ahora es una sombra del Minowara que fue. Me sorprendió su aspecto. Lo lamento. Cometí una equivocación. Tenía que haber ido con Ishido.
–Creo que has elegido bien.
–¿Cómo?
–Primero toma un baño, luego… creo que tengo un regalo para ti.
–¿Qué regalo?
–Tu hermano Mizuno vendrá después de la cena.
–¿Y eso es un regalo? – preguntó Yabú, montando en cólera-. ¿Qué tengo que ver con ese estúpido?
–La prudencia, e incluso una información especial, aun cuando procedan de un estúpido, son tan valiosas como las de un consejero. A veces, incluso más.
–¿Qué información?
–Primero, toma el baño. Y comida. Esta noche necesitarás tener la cabeza muy clara, Yabú-chan.
Yabú habría presionado más a su esposa, pero el baño le tentaba y, además, se sentía invadido por una agradable lasitud, que no experimentaba desde hacía muchos días.
Dejó a su esposa y siguió gozando a solas. Se bañó y, una vez completamente relajado, se acercó a la habitación de la galería. Una de sus doncellas personales sirvió la cena, en completo silencio. Un poco de sopa, pescado y verdura.
La muchacha sonrió atractivamente.
–Señor, ¿debo bajar las luces ahora?
Yabú negó con un movimiento de cabeza.
–Más tarde. Primero di a mi esposa que deseo verla.
Llegó Yuriko, ataviada con un quimono viejo, pero limpio.
–¿So desu ka?
–Tu hermano está esperando. Debemos verlo a solas. Primero tú, señor, luego charlaremos tú y yo, a solas también. Por favor, ten paciencia.
Kasigi Mizuno, el hermano más joven de Yabú y padre de Omi, era un hombre de baja estatura, ojos saltones, frente alta y cabellos escasos. Los dos sables que colgaban de su cintura no parecían sentarle muy bien y daban la impresión de que no podría manejarlos. Tampoco podría hacerlo mucho mejor con arco y flechas.
Mizuno se inclinó y felicitó a Yabú por su habilidad de aquella tarde, ya que la noticia de la hazaña se había extendido rápidamente por el castillo, incrementando la conocida reputación de Yabú como luchador. Luego, ansioso de agradar, fue directamente al grano.
–Hoy he recibido una carta, en clave, de mi hijo, señor. Dama Yuriko pensó en que debía entregártela personalmente.
Entregó el rollo de pergamino a Yabú. El mensaje de Omi decía: «Padre, por favor, di al señor Yabú rápidamente y en privado: Primero, el señor Buntaro vino a Mishima, secretamente, vía, Takato. Uno de sus hombres dejó escapar esto durante una noche de borrachera, que yo había preparado en su honor. Segundo: Durante esta secreta visita, que duró tres días, Buntaro vio al señor Zataki dos veces, y a la señora, madre de Zataki, tres veces. Tercero: Antes de que el señor Hiro-matsu abandonara Mishima, dijo a su nueva consorte, la dama Oko, que no se preocupara, porque»mientras yo viva, el señor Toranaga jamás dejará el Kwanto». Cuarto: Que…» Yabú alzó la cabeza.
–¿Cómo puede saber Omi-san que Puño de Hierro ha dicho tal cosa a su consorte en privado? No tenemos espías en su casa.
–Ahora los tenemos, señor. Sigue leyendo.
–«Cuarto: Que Hiro-matsu está dispuesto a cometer una traición, si es necesario, y confinará a Toranaga en Yedo, si es necesario, y ordenará se lleve a cabo la operación Cielo Carmesí, prescindiendo de la negativa de Toranaga y con o sin el consentimiento del señor Sudara, si es necesario. Quinto: Que éstas son verdades que pueden creerse. La doncella personal de la dama Oko es la hija de la madre adoptiva de mi esposa y entró a servir a la dama Oko aquí en Mishima, cuando su doncella,»curiosamente», contrajo una enfermedad fatal. Sexto: Buntaro-san es algo parecido a un loco, colérico y, a la vez, tolerante, hoy retó y mató a un samurai, maldiciendo el nombre de Anjín-san. Y, por último: Los espías informan que Ikawa Jikkyu ha reunido a diez mil hombres, dispuesto a barrer nuestras fronteras. Por favor, presenta mis saludos al señor Yabú…» El resto del mensaje, tenía poca importancia.
–Jikkyu, ¿eh? ¿Debo encaminarme hacia mi muerte con ese diablo vengativo?
–Por favor, paciencia señor -aconsejó Yuriko-. Díselo, Mizuno-san.
–Señor – dijo el hombre -: durante meses hemos intentado llevar a la práctica tu proyecto, el que sugeriste cuando llegó el bárbaro. Lo recordarás. Con todas aquellas monedas de plata… dijiste que con cien o quinientas puestas en las manos del hombre adecuado, Ikawa Jikkyu quedaría eliminado para siempre.
Hubo un silencio. Al cabo de un rato, Mizuno añadió:
–Parece que Mura, cabecilla de Anjiro, tiene un primo, el cual, a su vez, tiene otro primo, cuyo hermano es el mejor cocinero de Suruga. Hoy he oído decir que ha sido aceptado entre el personal doméstico de la casa Jikkyu. Le han entregado doscientos a cuenta, y el precio total es de cinco mil…
–¡No tenemos tanto dinero! ¡Imposible! ¿Cómo podré hallar cinco mil ahora, en que estoy tan empeñado que ni siquiera puedo reunir cien?
–Perdóname, señor. Lo lamento, pero el dinero ya está preparado. No todas las monedas del bárbaro están en el cofre. Antes de que fueran contadas oficialmente, se perdieron unas cuantas. Lo lamento.
Yabú lo miró boquiabierto.
–¿Cómo? – preguntó.
–Parece ser que Omi-san lo hizo así, en tu nombre, señor. Se trajo aquí el dinero y se lo entregó secretamente a dama Yuriko, a quien se pidió permiso.
Yabú quedó pensativo durante unos minutos. Luego, de repente, preguntó:
–¿Quién lo ordenó?
–Yo, señor, tras haber pedido permiso.
–Gracias, Mizuno-san, y gracias a ti, Yuriko-san -dijo Yabú, inclinándose ante ambos-. Así que Jikkyu, ¿eh? ¡Por fin!
Dio a su hermano una afectuosa palmadita en el hombro.
–Lo has hecho muy bien, hermano. Te enviaré algunas piezas de seda del tesoro. ¿Cómo está la señora, tu esposa?
–Bien, señor, muy bien. Me rogó que aceptaras sus mejores deseos.
–Hemos de comer juntos. Bien… bien. Y ahora veamos el resto de los informes. ¿Cuál es tu opinión?
–Ninguna, señor. Me interesaría mucho conocer la tuya.
–Primero…
Yabú se detuvo, al comprobar que su esposa lo miraba advirtiéndolo con los ojos, por lo cual cambió lo que iba a decir.
–Bien, eso significa que Omi-san, tu hijo, es un vasallo excelente y leal. Cuando mande, lo ascenderé… sí, se merece un ascenso.
Yuriko envió a buscar más cha. Cuando volvieron a estar solos, Yabú preguntó:
–¿Qué significa el resto?
–Por favor, perdóname, señor, pero quiero darte una nueva idea: Toranaga nos toma por imbéciles y jamás tuvo ni tiene la menor intención de ir a rendirse a Osaka.
–¡Tonterías!
–Permíteme exponerte hechos… Señor, no sabes lo afortunado que eres porque ese vasallo tuyo, Omi, y ese imbécil hermano hayan robado mil monedas. La prueba de mi teoría podría ser ésta: Buntaro-san, un hombre digno de confianza, es enviado secretamente a Zataki. ¿Para qué? Evidentemente, para hacer una nueva oferta. ¿Qué tentaría a Zataki? El Kwanto: sólo eso. Por tanto, la oferta es el Kwanto, a cambio de obediencia, una vez Toranaga sea de nuevo Presidente del Consejo de regentes. Hombre nuevo, con nuevo mandato. Entonces él puede permitirse concederlo, ¿neh?
La mujer se detuvo unos segundos y luego añadió:
–Si persuade a Zataki para que traicione a Ishido, se encontrará a mucha menos distancia de la capital, Kioto. ¿Cómo puede cuajar del todo el pacto con su hermano? ¡Rehenes! He oído decir esta misma tarde que el señor Sudara, dama Genjiko y sus hijas e hijo irán a visitar a su amada abuela en Takato, dentro de diez días.
–¿Todos ellos?
–Sí. A continuación, Toranaga devuelve a Anjín-san su barco con todos los cañones y la pólvora, doscientos fanáticos y todo ese dinero, seguramente bastante para comprar más mercenarios bárbaros, la hez wako de Nagasaki. ¿Para qué? Para permitirle atacar y tomar el Buque Negro de los bárbaros. Resultado: nada de Buque Negro, nada de dinero, e inmensas dificultades para los sacerdotes cristianos que dominan a Kiyama, Onoshi y a todos los traidores daimíos cristianos.
–¡Toranaga nunca se atrevería a hacer eso! El Taiko lo intentó y fracasó, y era muy poderoso. Los bárbaros zarparán furiosos. Nunca volveríamos a comerciar.
–Exactamente si lo hiciésemos nosotros. Pero esta vez se trata de un bárbaro contra otro bárbaro, ¿neh? No tiene nada que ver con nosotros. Y supongamos que Anjín-san ataca Nagasaki y la incendia, ¿no podría Anjín-san incendiar también otros puertos y, al mismo tiempo…?
–Y, al mismo tiempo, Toranaga lanzaría la operación Cielo Carmesí -concluyó Yabú.
–¡Oh, sí, sí! – convino Yuriko, alegremente-. ¿No explica esto la actitud de Toranaga? ¿Acaso esta intriga no es muy propia de su manera de ser? ¿No hará lo que ha hecho siempre, esperar, jugando con el tiempo, hasta que haya transcurrido un mes y disponga de las suficientes fuerzas para barrer toda posible oposición? Desde que Zataki trajo a Yokosé las citaciones, ha ganado casi un mes.
Yabú intentó poner en orden sus pensamientos, pero no pudo. – Entonces, ¿estamos seguros?
–No, pero tampoco perdidos. No significa rendición.
La mujer dudó nuevamente y añadió:
–Pero todo el mundo ha sido engañado. Hasta esta noche. Omi ha dado la pista. Nadie ha advertido que Toranaga es un gran actor noh, que puede convertir su rostro en una máscara cuando le conviene, ¿neh?
Yabú guardó silencio durante unos segundos y dijo:
–¡Pero Ishido aún tiene a todo el Japón contra nosotros!
–Sí, menos a Zataki. Y debe de haber otras alianzas secretas. Toranaga y tú podéis defender los pasos hasta que llegue la hora.
–Ishido tiene el castillo de Osaka, el Heredero y la riqueza de Taiko.
–Sí, pero estará acechando desde el interior. Alguien lo traicionará.
–¿Qué debo hacer?
–Lo contrario de Toranaga. Déjalo que espere y apresura los acontecimientos.
–¿Cómo?
–Lo primero que hay que hacer, señor, es lo siguiente: Toranaga ha olvidado lo que has visto esta tarde. La furia total de Tsukku-san. ¿Por qué? Porque Anjín-san amenaza el futuro cristiano, ¿neh? De manera que debes poner en seguida a Anjín-san bajo tu protección. En segundo lugar, Anjín-san te necesita para que lo protejas, guíes y ayudes a conseguir su nueva tripulación en Nagasaki. Sin ti y tus hombres, fracasaría. Sin él y su barco, sin sus cañones y más bárbaros, Nagasaki no arderá. Mientras tanto, Toranaga, apoyado por Zataki y sus fanáticos, y contigo dirigiendo el Regimiento de Mosqueteros, barrerá los pasos Shinano hasta los llanos de Kioto.
–Sí, tienes razón, Yuriko-san. Ha de ser así. ¡Oh, eres tan sabia y prudente!
–La prudencia y la sabiduría no sirven para nada si no se dispone de medios para hacer realidad los proyectos, señor. Tú sólo puedes hacerlo, eres el jefe, el luchador, el general batallador que debe tener Toranaga. Has de verlo esta misma noche.
–No puedo ir a Toranaga y decirle que he intuido su artimaña, ¿neh?
–No, pero puedes rogarle que te deje ir con Anjín-san y decirle que debes partir en seguida. Podemos pensar en un motivo plausible.
–Pero si Anjín-san ataca Nagasaki y el Buque Negro, ¿no dejarán de comerciar y se irán?
–Sí, posiblemente, pero eso ocurrirá el próximo año. Y el próximo año, Toranaga será regente, Presidente de los regentes. Y tú, su comandante en jefe.
Yabú pareció bajar de las nubes.
–¡No! – respondió con firmeza-. Una vez esté en el poder, me ordenará que me haga el harakiri.
–Mucho antes de eso, tendrás el Kwanto.
Yabú quedó perplejo.
–¿Cómo? – inquirió.
–Toranaga jamás entregará el Kwanto a su hermano. Zataki es una continua amenaza, un salvaje lleno de orgullo, ¿neh? Si Zataki no muere en la batalla… quizás una bala o una flecha perdida, y tú mandarías entonces el Regimiento de Mosqueteros en la batalla, señor.
–¿Y quién me garantiza que esa bala perdida o esa flecha no será para mí?
–Podría ser, señor, pero tú no eres pariente de Toranaga ni amenazas su poder. Te convertirás en su más devoto vasallo. Necesita generales que sepan combatir. Ganarás el Kwanto, y ése ha de ser tu único objetivo. Él te lo dará cuando Ishido sea traicionado, porque Toranaga se quedará con Osaka.
–¿Vasallo? Pero has dicho que es preciso esperar y que pronto…
–Ahora te aconsejo que lo apoyes con toda tu fuerza. No sigas sus órdenes a ciegas, como el viejo Puño de Hierro, por el contrario, has de obrar inteligentemente. No olvides, Yabú-san, que en las batallas, como en cualquier otra clase de lucha, los soldados cometen errores y se pierden algunas balas. Mientras mandes el Regimiento, podrás elegir lo que gustes en cualquier momento, ¿neh?
–Sí -murmuró Yabú, asombrado ante las palabras de su esposa.
–Recuerda que vale la pena seguir a Toranaga. Es un Minowara, e Ishido, un campesino. Ishido es el estúpido. Ahora lo veo con claridad. En estos momentos, Ishido debe de estar llamando a las puertas de Odawara, con lluvias o sin ellas. ¿No lo dijo así Omi-san hace meses? ¿Acaso Odawara no carece de una buena guarnición? ¿No está Toranaga aislado?
Yabú dio un fuerte puñetazo en el suelo y exclamó: – ¡Entonces, es la guerra al fin! Tu inteligencia ha quedado perfectamente demostrada al intuir su añagaza. ¡Ah! De manera que ha estado haciendo el zorro todo el tiempo, ¿neh?
–Sí -respondió su esposa.
Mariko había llegado a la misma sorprendente conclusión, aunque no a través de los mismos hechos. Razonó que Toranaga debía de estar jugueteando con algo secreto, dada su increíble conducta, al entregar a Anjín-san el buque, el dinero, todos los cañones y otorgarle manos libres frente a Tsukku-san. En consecuencia, Anjín-san atacaría el Buque Negro. Mariko pensaba en que lo tomaría, perjudicando terriblemente con ello a la Santa Iglesia y obligando a los Santos Padres a que Kiyama y Onoshi traicionaran a Ishido…
«Pero, ¿por qué? – pensó, perpleja-. Si eso es cierto y Toranaga está madurando un plan a largo plazo, no puede ir a Osaka a postrarse ante Ishido. Debe… ¡Ah! ¿Y qué puede significar la demora que hoy aceptó Toranaga a requerimiento de Hiro-matsu? ¡Oh, Virgen santa! ¡Toranaga jamás ha tenido intención de capitular! Todo es un truco.
»¿Para qué? Para ganar tiempo.
»¿Para conseguir qué? Toranaga no puede por menos demostrar lo que siempre ha sido: el todopoderoso jugador de ventaja.
«¿Cuánto tiempo pasará antes de que se quiebre la impaciencia de Ishido, levante su estandarte de batalla y avance contra nosotros? Como máximo, un mes. ¡Así que para el día nueve del mes en este Quinto Año del Keicho, comenzará la batalla del Kwanto!
»Pero, ¿qué habrá ganado Toranaga en dos meses? No lo sé. Lo único que sé es que mi hijo tiene ahora la ocasión de heredar sus diez mil kokús y vivir bien. Además, quizá no desaparezca de la Tierra el linaje de mi padre.»
–¿Señora?
–¿Sí, Chimmoko?
–Gyoko-san está aquí. Dice que tiene una cita.
–¡Ah, sí! ¡Lo había olvidado! Primero calienta un poco de saké, lo traes y la acompañas hasta aquí.
Mariko reflexionó. Recordó cómo la habían rodeado los brazos del hombre con cálida fuerza.
–¿Puedo verte esta noche? – preguntó él cautelosamente cuando Yabú y Tsukku-san se hubieron marchado.
–Sí, sí querido, ¡oh, qué feliz me siento por ti! Di a Fujiko-san… dile que envíe a buscarme después de la Hora del Jabalí.
Examinó en el espejo su maquillaje y peinado e intentó arreglarse un poco más. Se acercaba alguien. Se abrió el shoji.
–¡Ah, señora! – exclamó Gyoko inclinándose profundamente-. Eres muy amable al recibirme.
–Siempre eres bien recibida, Gyoko-san.
Bebieron saké. Chimmoko las sirvió.
–La porcelana es maravillosa, señora.
Durante unos minutos charlaron cortésmente, hasta que despidieron a Chimmoko.
–Lo lamento, Gyoko-san, pero nuestro señor no ha llegado esta tarde. No le he visto, aunque espero hacerlo antes de irme.
–Sí, he oído decir que Yabú-san ha ido al muelle en su lugar.
–Cuando vea a Toranaga-sama, se lo diré una vez más. Pero creo que su respuesta será la misma -dijo Mariko, mientras servía saké para ambas-. Lo lamento mucho, pero sospecho que no aceptará mi petición.
–Lo mismo creo yo. Será negativa, a menos que haya presión.
–No puedo recurrir a ninguna. Lo siento.
–Yo también, señora.
Mariko dejó su taza en el platillo y añadió:
–¿Supones, pues, que algunas lenguas no son de fiar?
Gyoko respondió ásperamente:
–Si fuera a musitar secretos sobre ti, ¿crees que lo haría en tus oídos? ¿Me supones tan ingenua?
–Quizá sea mejor que te vayas. Tengo muchas cosas que hacer.
–¡Sí, señora, y yo también! – replicó Gyoko, con firmeza-. El señor Toranaga me preguntó qué sabía de ti y de Anjín-san. Esta misma tarde le he dicho que no había nada entre vosotros. Le hablé así: «¡Oh, sí, señor, también yo he oído esos estúpidos rumores, pero no hay nada de verdad en ellos! ¡Lo juro por la cabeza de mi hijo, señor, y por las cabezas de los hijos de mi hijo! Si alguien supiera algo, seguramente sería yo, todo es pura comidilla, señor…» ¡Oh, sí señora! Puedes estar segura de que simulé un total asombro y de que actué bien. Quedó convencido.
Gyoko tomó un sorbo de saké y añadió con tono amargo:
–Será la ruina de todos nosotros si consigue pruebas…, cosa que no será muy difícil, ¿neh?
–¿Cómo?
–Pon a prueba a Anjín-san… métodos chinos. Chimmoko… métodos chinos. Yo (Kikú-san), Yoshinaka… lo lamento, incluso tú, señora… métodos chinos.
Mariko exhaló un profundo suspiro e interrogó:
–¿Puedo preguntarte por qué te arriesgaste tanto?
–Porque, en determinadas situaciones, las mujeres deben protegerse unas a otras contra los hombres. Porque, en realidad, yo no he visto nada de nada. Porque tú nunca me has hecho daño. Porque me gustas tú y me gusta el Anjín-san, y creo que los dos tenéis vuestros propios karmas. Y porque a ambos os preferiría vivos y como amigos, antes que muertos, y porque resulta emocionante ver a tres seres humanos revoloteando como alevillas alrededor de la llama de la vida.
–No te creo.
Gyoko rió suavemente.
–Gracias, señora. – Dominándose cuanto pudo, añadió:- Muy bien, te diré las verdaderas razones. Necesito tu ayuda. Sí, Toranaga-sama no hará caso de mi petición, pero quizás a ti se te ocurra alguna forma para que la acepte. Tú eres la única oportunidad que tengo, la única que tendré en toda mi vida, y no puedo abandonarla ligeramente. Ahora ya lo sabes. Por favor, te suplico humildemente me concedas tu ayuda.
Gyoko se inclinó profundamente, y añadió:
–Por favor, perdona mi impertinencia, dama Toda. Cuanto tengo, lo pondré a tu disposición si me ayudas.
Se incorporó y volvió a sentarse sobre los talones, se arregló los pliegues del quimono y bebió saké.
Mariko intentó reflexionar apresuradamente. Su intuición le decía que debía confiar en la mujer, pero su mente se hallaba confusa ante el reciente descubrimiento de lo que pensaba hacer Toranaga, y sentíase aliviada al comprobar que Gyoko no la había denunciado, como había ella esperado lo hiciera. En consecuencia, decidió pensarlo más tarde.
–Sí. Lo intentaré. Por favor, dame tiempo.
–Puedo darte algo mejor que eso. ¿Conoces Amida Tong? ¿Los asesinos?
–¿Qué hay sobre ellos?
–¿Recuerdas, señora, al del castillo de Osaka, al que se opuso a Anjín-san, y no a Toranaga-sama? El mayordomo del señor Kiyama entregó dos mil kokús para aquel atentado…
–¿Kiyama? Pero, ¿por qué?
–Es cristiano, ¿neh? En aquel tiempo, Anjín-san era un enemigo, y si entonces fue así, ¿qué ocurrirá ahora, en que Anjín-san es samurai y está libre con su barco?
–¿Otro Amida? ¿Aquí?
Gyoko se encogió de hombros.
–¡Quién sabe! Pero yo no daría ni un pétalo de rosa por la vida de Anjín-san si se descuida fuera del castillo.
–¿Dónde está ahora?
–En sus cuarteles, señora. Lo visitarás pronto, ¿neh? Quizá no estaría mal avisarle.
–¡Pareces estar bien enterada de todo cuanto ocurre, Gyoko-san!
–Señora, mantengo bien abiertos mis oídos y mis ojos.
Mariko dominó su inquietud por Blackthorne y preguntó:
–¿Se lo has dicho a Toranaga-sama?
–¡Oh, sí, se lo dije! En realidad no se sorprendió en absoluto. Es interesante, ¿no crees?
–Quizá te equivocaste.
–Quizás. En Mishima oí decir que se tramaba una conspiración para envenenar al señor Kiyama. Terrible, ¿neh?
–¿Qué conspiración?
Gyoko explicó los detalles.
–¡Imposible! ¡Un daimío cristiano nunca haría eso a otro!
Mariko llenó las dos tazas. Interrogó:
–¿Puedo preguntarte qué más dijisteis tú y él?
–Le rogué que me permitiera gozar nuevamente de su favor y abandonar mi lugar de residencia tan mísero, a lo cual no opuso objeción alguna. Ahora tendremos habitaciones en el castillo, cerca de Anjín-san, y podré moverme a mi talante. Pidió a Kikú-san que lo entretuviese esta noche, lo cual ya es algo, aunque nada acabará con su melancolía, ¿verdad?
Gyoko contemplaba a Mariko pensativamente. Suspiró profundamente y continuó:
–Sí, está muy triste. Es una pena. Parte del tiempo transcurrió hablando sobre los tres secretos, y me pidió que repitiese lo que sabía, lo que yo te había dicho a ti.
«¡Ah! – pensó Mariko, captando, de repente, otra pista-. ¿Ochi- ba? De manera que aquél era el cebo de Zataki. Y Toranaga también levantaba la espada sobre la cabeza de Omi si era necesario, y podría ser un arma contra Onoshi, e incluso Kiyama.»
–¿Sonríes, señora?
Pero Toda Mariko-noh-Buntaro se limitó a mover la cabeza y a decir tranquilamente:
–Lamento que tu información no lo alegrara.
–Nada de lo que dije mejoró su humor.
–Lo siento de verdad.
–Sí -murmuró Gyoko-. Hay otra cosa, señora, que puede interesarte y reforzar también nuestra amistad. Es muy posible que Anjín-san sea muy fértil. Kikú-san está embarazada.
–¿De Anjín-san?
–Sí. O del señor Toranaga. Posiblemente, Omi-san. Por supuesto que, como siempre, ella tomó precauciones después de haber estado con Omi-san, pero ya sabes que ningún método es perfecto, que nada se puede garantizar en ese sentido y que se cometen muchos errores, ¿neh? Ella cree que después de haber estado con Anjín-san se olvidó del modo, pero no está segura. Fue el día en que llegó el correo a Anjiro… La emoción de partir para Yokosé, unida al hecho de que el señor Toranaga comprara su contrato… Es algo disculpable, ¿verdad?
Gyoko levantó las manos, al parecer muy inquieta, y añadió:
–Después de haber estado con el señor Toranaga, y ante mis sugerencias, ella hizo lo contrario. Las dos encendimos palillos de incienso y rogamos para que fuese un varón.
Mariko examinó el dibujo de su abanico.
–¿Quién? ¿Quién crees que ha podido ser?
–No lo sé, señora. Me gustaría mucho tu consejo.
–Ha de interrumpirse el embarazo. Ahora no hay riesgo para ella.
–Estoy de acuerdo. Mas, por desgracia, no lo está Kikú-san.
–¿Cómo que no? Desde luego, debe abortar. O habrá que decírselo al señor Toranaga. Al fin y al cabo, sucedió después de…
–Quizás ocurriera antes de que él…, señora.
–El señor Toranaga tendrá que saberlo. ¿Por qué Kikú-san se muestra tan estúpida y desobediente?
–Karma, señora. Desea un niño.
–¿De quién?
–No quiere decirlo. Se limitó a manifestar que cualquiera de los tres hombres ha de tener alguna ventaja.
–Sería cosa prudente que por esta vez lo interrumpiera y que en la próxima ocasión se asegurase bien.
–Estoy de acuerdo. Me ha parecido que debías conocer el caso… Faltan aún muchos días para que se le note o para que un aborto pueda entrañar riesgo. Es posible que cambie de idea. En esto no puedo obligarla a nada. Ya no me pertenece, aunque por el momento trato de cuidarla. Sería magnífico que el niño fuese del señor Toranaga. Pero supongamos que tiene ojos azules… Bueno, un último consejo, señora: di a Anjín-san que confíe sólo en Uraga-noh-Tadamasa, nunca en Nagasaki. Allí nunca. Al final, la lealtad de ese hombre siempre se inclinará hacia su tío el señor Harima.
–¿Cómo te enteras de esas cosas, Gyoko?
–Los hombres necesitan liberarse de sus secretos, señora. Es lo que los diferencia de nosotras: necesitan compartir sus secretos, mientras que nosotras los revelamos sólo para obtener alguna ventaja. Con un poco de plata y los oídos bien abiertos (y yo tengo ambas cosas), todo es muy fácil. Sí, los hombres necesitan compartir sus secretos con alguien. Esa es la razón de que seamos superiores a ellos y de que siempre estén en nuestro poder.
Alcanzaron la puerta Sur, único camino al otro lado del primer gran foso del castillo. Allí los esperaba una compañía de samurais. Silenciosamente, los hombres rodearon al grupo de Naga, protegiéndolos, y todos cruzaron el puente. Hasta ahora, nadie les había cerrado el paso. Siguieron caminando hasta el Primer Puente, procurando ocultarse entre las sombras. Una vez al otro lado del Primer Puente, giraron hacia el Sur y desaparecieron entre el laberinto de callejones que conducían al puerto.
El grupo de samurais que los acompañaba se detuvo fuera del cordón que rodeaba el embarcadero del Erasmus. Hicieron una seña a los diez hombres para que avanzaran, saludaron y se perdieron de nuevo en la oscuridad.
Naga los condujo a través de las barreras. Sin el menor comentario, fueron admitidos en el malecón. Había algunas hogueras encendidas y más guardias que antes.
–¿Todo preparado? – preguntó Yabú tomando el mando.
–Sí, señor -respondió el samurai jefe.
–Bien, Anjín-san, ¿has entendido?
–Sí, gracias, Yabú-san.
–Pues entonces, lo mejor será que te des prisa.
Blackthorne vio cómo sus samurais formaban en cuadro a un lado, e hizo una seña a Uraga, levantando una mano, para que se acercara a ellos, como se había acordado de antemano. Sus ojos recorrieron el buque de arriba abajo y de proa a popa, comprobándolo todo, al tiempo que subía a bordo y permanecía de pie en el alcázar, su alcázar. El cielo estaba aún oscuro y no había señal alguna de la aurora. Todo indicaba que el día sería bueno y que la mar permanecería en calma.
Miró hacia el muelle. Yabú y Naga conversaban. Uraga explicaba a sus vasallos lo que sucedía. Entonces se abrieron de nuevo las barreras, y Baccus, Van Nekk y el resto de la tripulación -con la inquietud pintada en los rostros- avanzaron dando tropezones, rodeados por fieros guardianes.
Blackthorne se acercó a la borda y gritó:
–¡Vamos, arriba!
Sus hombres parecieron tranquilizarse al verlo y avanzaron con más decisión, pero las maldiciones de los guardianes hicieron que se detuvieran instantáneamente.
–¡Uraga-san! – gritó Blackthorne-. Diles que dejen subir a bordo a mis hombres. ¡Inmediatamente!
Uraga obedeció con presteza. Los samurais escucharon, miraron hacia el buque y liberaron a la tripulación.
El primero en embarcar fue Vinck, y el último, Baccus. Los hombres estaban aún atemorizados.
–Bueno, piloto, ¿qué ocurre? – jadeó Baccus, logrando hacerse oír entre la catarata de preguntas de los demás.
–¿Va algo mal, piloto? – preguntó, a su vez, Vinck-. ¡Estábamos todos dormidos, cuando, de repente, estalló el infierno a nuestro alrededor, se abrió la puerta y esos monos nos obligaron a ponernos en marcha…!
Blackthorne levantó una mano.
–¡Escuchad!
Cuando se hizo el silencio, empezó a hablar con calma.
–Llevaremos al Erasmus a puerto seguro, al otro lado de…
–No tenemos hombres suficientes, piloto -le interrumpió Vinck-. Jamás los…
–¡Escucha, Johann! Nos van a remolcar. El otro buque llegará dentro de poco. Ginsel, ve a proa, y lanza el cable de amarre. Vinck, hazte cargo del timón, Jan Roper y Baccus, al malacate de proa, y Salamon y Croocq, a popa. Sonk, ve abajo y comprueba las provisiones que tenemos. Sube algo de grog, si lo encuentras. ¡Date prisa!
–¡Esperad un minuto, piloto! – chilló Jan Roper-. ¿Para qué tanta prisa? ¿Adónde vamos y por qué?
Blackthorne sintió que lo invadía una ola de indignación al ser interrogado de aquella manera. Pero se contuvo al pensar que los hombres tenían derecho a enterarse de ciertas cosas, que no eran sus vasallos ni tampoco eta, sino sus camaradas de a bordo, casi sus socios, su tripulación.
–Este es el comienzo de una estación de tormentas. Tai-funs las llaman aquí, Grandes Tormentas. Esta ensenada no es segura. Al otro lado del puerto, algunas leguas al Sur, está el mejor y más seguro punto de amarre. Se halla cerca de un pueblo llamado Yokohama. El Erasmus estará seguro allí y podrá soportar cualquier tipo de tormenta. Ahora, ¡vamos!
Nadie se movió.
Van Nekk preguntó:
–¿Sólo unas cuantas leguas, piloto?
–Sí.
–Y después, ¿qué? Bueno, ¿a qué se debe tanta prisa?
–El señor Toranaga me ha permitido hacerlo ahora -respondió Blackthorne diciendo la verdad a medias-. «Cuanto antes, mejor -pensé yo-. Podría cambiar otra vez de idea, ¿neh? En Yokohama…»
Blackthorne miró hacia otro lado. Yabú subía a bordo con sus seis guardianes. Los hombres se apartaron apresuradamente de Blackthorne.
–¡Jesús! – exclamó Vinck, parpadeando-. ¡Es él! ¡El bastardo que dio lo suyo a Pieterzoon!
Yabú se acercó hasta llegar casi al alcázar y señaló hacia el mar: -Anjín-san, ¡mira, allí! Todo va bien, ¿neh?
Cual gigantesca oruga de mar, una galera se deslizaba silenciosamente hacia ellos procedente del Oeste.
–Muy bien, Yabú-sama. ¿Quieres subir aquí?
–Luego lo haré, Anjín-san.
Yabú dio media vuelta para dirijirse a la pasarela de desembarco. Blackthorne se volvió hacia sus hombres.
–¡Vamos, moveos! Siempre de dos en dos y cuidado con lo que decís. Hablad sólo en holandés. Hay uno a bordo que sabe portugués. Ya os lo explicaré todo cuando estemos en camino. ¡Vamos!
Los hombres se alejaron, contentos de librarse de la presencia de Yabú. Uraga y veinte samurais de Blackthorne subieron a bordo.
Los demás estaban formados en el malecón para embarcar en la galera.
Uraga dijo:
–Estos son tus guardias personales, señor, si ello te complace.
–Me llamo Anjín-san, no señor -replicó Blackthorne.
–Por favor, perdóname, Anjín-san -repuso Uraga, mientras empezaba a subir la escalerilla.
–¡Alto! ¡Abajo! Nadie puede subir al alcázar sin mi permiso. Díselo a los demás.
–Sí, Anjín-san, perdóname.
Blackthorne se acercó a un lado del alcázar para ver cómo atracaba la galera, casi junto al Erasmus.
–¡Ginsel! Ve a tierra y vigila cómo toman nuestras estachas. Que queden bien aseguradas. ¡Vamos!
Una vez todo ordenado a bordo, Blackthorne examinó a los veinte hombres.
–¿Por qué han sido elegidos todos entre el grupo de los que estaban atados, Uraga-san?
–Forman un clan, sen… Anjín-san. Son como hermanos. Solicitan el honor de defenderte.
–Anata-wa-anata-wa-anatawa -dijo Blackthorne, eligiendo a diez hombres para que desembarcaran y fueran reemplazados por sus demás vasallos, que elegiría Uraga al azar. Luego dijo a éste que advirtiese a todos acerca de la necesidad de comportarse como hermanos, de lo contrario, tendrían que hacerse el harakiri allí mismo.
–¿Wakarima.su?
–Hai, Anjín-san. Gomen nasai.
Las estachas quedaron aseguradas en el otro buque. Blackthorne lo inspeccionó todo y comprobó la dirección del viento, pues sabía que incluso en el interior del gran puerto de Yedo, la navegación podría resultar peligrosa si estallaba una tormenta.
–¡Fuera amarras! – gritó-. ¡Ima capitán-san!
El capitán del otro buque levantó una mano, y la galera se apartó suavemente del malecón. Naga iba a bordo del buque, abarrotado de samurais y del resto de los vasallos de Blackthorne. Yabú se encontraba en aquel momento junto a Blackthorne, en el alcázar. El buque giró, lentamente, sobre su quilla, y lo sacudió un ligero temblor cuando quedó inmerso en la fuerza de una corriente. Tanto Blackthorne como la tripulación estaban llenos de júbilo por hallarse de nuevo en el mar. Ginsel, apoyado en un lado de la pequeña plataforma de estribor, con la sondaleza en la mano, iba gritando las brazas de profundidad. El malecón empezó a quedar lejos.
–¡Adelante! Yukkuri sei! ¡Más despacio!
–Hai, Anjín-san -gritó de nuevo.
Juntos, los dos buques penetraron en la corriente central del puerto, a la vez que encendían luces de situación en lo alto de los mástiles.
–Bien, Anjín-san -dijo Yabú-. ¡Muy bien!
Yabú esperó hasta que se hallaron en alta mar. Luego llevó a Blackthorne aparte.
–Anjín-san -dijo cautelosamente-, ayer salvaste mi vida. ¿Comprendes? Al detener a los ronín. ¿Recuerdas?
–Sí. Era mi deber.
–No, no era tu deber. ¿Y recuerdas al otro hombre, al marino aquel de Anjiro?
–Sí.
–Shigata ga nai. Karma. Eso ocurrió antes de que fueras samurai o hatamoto…
Brillaban los ojos de Yabú bajo la luz del fanal. Tocó ligeramente el sable de Blackthorne, y habló en voz baja y clara:
–…antes de lo del Vendedor de Aceite, ¿neh? De samurai a samurai, pido que se olvide todo lo de antes. Todo ha de ser nuevo. Esta noche. Por favor, ¿comprendes?
Blackthorne miró hacia la galera que navegaba delante de ellos, luego examinó la cubierta, miró a sus hombres y respondió:
–Sí. Comprendo.
–¿Comprendes la palabra «odio»?
–Sí.
–El odio nace del terror. Ni yo te temo ni tú tienes por qué temerme. Yo puedo ayudarte mucho. Ahora luchamos en el mismo lado. En el lado de Toranaga. Sin mí no hay wako, ¿comprendes? Deseo lo que tú deseas: tus nuevos buques aquí, tú, capitán de tus nuevos buques. Puedo ayudarte mucho: Primero el Buque Negro… ¡ah, sí, Anjín-san!, convenceré al señor Toranaga. Ya sabes que soy un luchador, ¿no? Yo dirigiré el ataque. Tomaré el Buque Negro para ti en tierra. Juntos tú y yo seremos más fuertes que uno solo, ¿no?
–Sí. ¿Es posible conseguir más hombres? ¿Más de doscientos para mí?
–Tanto si necesitas dos mil como cinco mil, no te preocupes, tú conduce el buque, y yo dirigiré la pelea. ¿De acuerdo?
–Sí. Es un trato justo. Gracias, estoy de acuerdo.
–Muy bien, muy bien, Anjín-san -replicó Yabú, contento.
Sabía que una mutua amistad beneficiaría a ambos, por mucho que lo odiase el bárbaro. Una vez más, la lógica de Yuriko resultaba impecable.
Antes, aquella misma noche, había visto a Toranaga y le había pedido permiso para ir inmediatamente a Osaka con objeto de prepararle el camino.
–Por favor, perdóname, pero creí que el asunto era muy urgente. Después de todo, señor, has de tener allí a alguien de categoría para asegurar que todas tus disposiciones son perfectas. Ishido es un campesino y no entiende de ceremonias, ¿neh?
Se sintió muy satisfecho al ver la facilidad con que aceptó Toranaga.
–Por otra parte, tenemos el buque del bárbaro, señor. Lo mejor es llevarlo en seguida a Yokohama, por si se precisara, en caso de tai-fun. Con tu permiso, yo mismo me encargaré de ello antes de irme. El Regimiento de Mosqueteros puede guardarlo. Luego iré directamente a Osaka con la galera. Por mar sería más rápido y mejor, ¿no?
–Muy bien. Si crees que eso es prudente, hazlo, Yabú-san. Pero llévate a Naga-san. Y déjalo a cargo de todo en Yokohama.
–Sí, señor.
A continuación, Yabú habló a Toranaga acerca de la cólera de Tsukku-san.
El sacerdote estaba muy indignado. Lo bastante como para lanzar a sus conversos contra Anjín-san.
–¿Estás seguro?
–Quizá sería conveniente que, de momento, tomase a Anjín-san bajo mi protección. – Luego, como obedeciendo a un segundo pensamiento, añadió:- Lo más sencillo sería llevar a Anjín-san conmigo. Podría empezar los preparativos en Osaka, continuar hasta Nagasaki, conseguir a los nuevos bárbaros y luego, a mi regreso, acabar todas las disposiciones.
–Haz lo que creas conveniente -había respondido Toranaga-. Dejaré que decidas tú, amigo mío.
Yabú se sentía feliz al poder hacer, al fin, lo que le gustaba. Sólo la presencia de Naga no se había planeado, pero tal detalle no importaba, y sería sin duda muy prudente tenerlo en Yokohama.
Yabú contemplaba a Anjín-san, alto, con los pies ligeramente separados, balanceándose con gran facilidad ante el movimiento del buque, como si formara parte de él, enorme, indiferente. Muy distinto de cuando se hallaba en tierra. Sin darse cuenta, Yabú empezó a adoptar una postura similar, observándolo cuidadosamente.
–Quiero algo más que el Kwanto, Yuriko-san -musitó al oído de su esposa, antes de dejar su casa-. Quiero algo más. Quiero mandar en el mar. Quiero ser el señor del Almirantazgo. Emplearemos todos los ingresos del Kwanto, obtenidos con el plan Omi en escoltar al bárbaro a su patria, en comprar más barcos y traerlos hasta aquí. Omi irá con él, ¿no?
–Sí -había replicado ella, con tono de felicidad-. Podemos confiar en él.
El muelle de Yedo estaba totalmente desierto. El último de los guardianes samurai había desaparecido en uno de los callejones que conducían al castillo. El padre Alvito salió de las sombras, seguido por el hermano Miguel. Alvito miró hacia el mar.
–¡Que Dios lo maldiga y maldiga a cuantos viajan en él!
–Excepto a una persona, padre. Uno de los nuestros viaja en el buque. Y Naga-san. Naga-san ha jurado convertirse en cristiano en el primer mes del próximo año.
–Si es que hay un próximo año para él -respondió Alvito con tristeza-. Ese buque nos destruirá y no podremos evitarlo.
–Dios nos ayudará.
–Sí, pero mientras tanto seguimos siendo soldados de Dios y hemos de ayudarle. Hay que avisar inmediatamente al padre Visitador y al capitán general. ¿No has encontrado todavía una paloma mensajera para Osaka?
–No, padre, a ningún precio. Ni siquiera una para Nagasaki. Hace meses, Toranaga ordenó que se le llevaran todas.
El padre Alvito pareció aún más triste.
–¡Debe de haber alguien que tenga una! Paga lo que sea. Los herejes pueden asestarnos un golpe terrible, Miguel.
–Quizá no, padre.
–¿Por qué se llevan el buque? Desde luego, para su seguridad, pero también para ponerlo fuera de nuestro alcance. ¿Por qué Toranaga ha entregado al hereje doscientos wako y devuelto su oro? Por supuesto, para emplearlo como fuerza de ataque y para pagar más piratas, artilleros y marineros. ¿Por qué conceder la libertad a Blackthorne? Para que nos aniquile con el Buque Negro. ¡Que Dios nos ayude! Toranaga también nos ha abandonado.
–Nosotros lo hemos abandonado, padre.
–¡Nada podemos hacer para ayudarle! Lo hemos intentado todo con los daimíos. Estamos desamparados.
–Si rezáramos más, posiblemente Dios nos mostraría el camino.
–Yo rezo y rezo, pero… quizá Dios nos ha abandonado y con razón, Michael. Tal vez no merezcamos su gracia. Al menos yo no la merezco.
–Es posible que Anjín-san no encuentre artilleros o marineros. También es posible que jamás llegue a Nagasaki.
–Su plata le puede proporcionar todos los hombres que necesite. Incluso católicos, incluso portugueses. Estúpidamente, los hombres piensan más en este mundo que en el otro. No abrirán los ojos. Venden sus almas demasiado fácilmente. Sí, yo rezo para que Blackthorne nunca llegue allí. O sus emisarios.
En compañía del hermano, Alvito, completamente deprimido, caminó hacia la misión jesuita, que se hallaba a una milla al Oeste, cerca de los muelles, tras uno de los grandes almacenes donde normalmente se guardaban las sedas y el arroz de la temporada.
Alvito se detuvo de pronto y miró de nuevo hacia el mar. Amanecía. Ya no se veían los buques.
–¿Qué oportunidad hay de que sea entregado nuestro mensaje?
El día anterior, Miguel había descubierto que uno de los nuevos vasallos de Blackthorne era cristiano. Cuando se filtró la noticia de que algo iba a ocurrir con Anjín-san y su buque, Alvito garrapateó apresuradamente un mensaje para Dell'Aqua, en el que daba las últimas noticias, y rogó al hombre que lo entregara secretamente si alguna vez llegaba a Osaka.
–El mensaje llegará -aseguró el hermano Miguel-. Nuestro hombre sabe que navega con el enemigo.
–¡Ojalá Dios lo guíe! – exclamó Alvito mirando más allá del joven hermano-. ¿Por qué? ¿Por qué se habrá convertido en apóstata?
–Os lo dije, padre -replicó el hermano Miguel-. Quería ser sacerdote, ordenado en nuestra sociedad. No era mucho pedir… ser un orgulloso servidor de Dios.
–Era demasiado orgulloso, hermano.
Alvito pasó de largo ante la misión y se dirigió al gran solar que Toranaga había cedido para la catedral, que pronto se alzaría para mayor gloria de Dios. El jesuita ya la veía en su mente, alta, majestuosa, dominando la ciudad, con sus campanas fundidas, quizás en Macao, Goa o Portugal, y con sus enormes puertas de bronce ampliamente abiertas a los fieles. Hasta podía oler el humo del incienso y oír los cantos en latín. «Pero la guerra destruirá ese sueño -se dijo-. La guerra arruinará esta tierra y será como siempre ha sido.»
–¡Padre! – exclamó en voz baja el hermano Miguel, avisándole. Ante ellos había una mujer contemplando los cimientos, que ya se habían abierto parcialmente. A su lado había dos doncellas. Alvito esperó, inmóvil, observando a las tres mujeres bajo la difusa luz del amanecer. La mujer llevaba la cara cubierta con un velo y estaba ricamente vestida. El hermano Miguel se movió ligeramente. Sus pies tocaron una piedra, y ésta, rodando, fue a dar contra una pala. La mujer se volvió, sorprendida, Alvito la reconoció.
–¿Mariko-san? Soy yo, el padre Alvito.
–¿Padre? ¡Oh! Yo venía… venía a verlo. Partiré en breve, pero deseaba verlo antes de irme.
Alvito se acercó a ella.
–Me alegro mucho de verte, Mariko-san. Sí. He oído decir que te marchabas. He tratado de verte varias veces, pero siempre se me ha prohibido la entrada en el castillo.
En silencio, Mariko observó de nuevo los cimientos de la catedral. Alvito miró de reojo al hermano Miguel, asombrado también al ver una dama de tal importancia vagando a aquellas horas por los muelles.
–¿Has venido sólo a verme, Mariko-san?
–Sí, y para ver zarpar el barco.
–¿Qué deseas de mí?
–Quiero confesar.
–Entonces, hazlo aquí mismo -dijo el padre Alvito-. Que la tuya sea la primera confesión que se haga en este lugar.
–Por favor, perdóname, pero, ¿no podrías decir misa aquí, padre?
–Aquí no hay iglesia, ni altar, ni indumentaria litúrgica, ni, por supuesto, Eucaristía. Puedo hacerlo en nuestra capilla, si vienes…
–¿Podríamos beber cha en copa vacía, padre? Por favor, es que dispongo de muy poco tiempo.
–Sí -replicó el padre Alvito, comprendiéndola.
El padre se dirigió hacia el punto en el que quizás algún día se levantaría el altar bajo un techo abovedado. En aquellos momentos, la bóveda era el cielo, y las aves y el ruido del mar, los majestuosos cantos del coro. El padre empezó a cantar la misa y el hermano Miguel le ayudó, hasta que, juntos trajeron el Infinito a la Tierra.
Pero antes de dar la comunión, el padre se detuvo y dijo:
–Ahora debo oírte en confesión, Mariko-san, María.
Hizo una seña al hermano Miguel para que se alejara y añadió:
–Ante Dios, María…
La mujer se arrodilló y dijo:
–Antes de empezar, padre, ruego un favor.
–¿De mí o de Dios, María?
–Pido un favor ante Dios.
–¿Cuál es?
–La vida de Anjín-san a cambio del conocimiento.
–Su vida no es mía, por lo tanto no la puedo ni conceder ni retener.
–Sí, lo siento, pero se podría dar una orden a todos los cristianos para que su vida no sea sacrificada en nombre de Dios.
–El Anjín-san es el enemigo. Un terrible enemigo de nuestra fe.
–Sí, pero aun así, suplico se salve su vida. A cambio, quizá, podré ser de gran ayuda.
–¿Cómo?
–¿Se me concede el favor, padre? ¿Ante Dios?
–No puedo conceder tales favores. Repito que no es cosa mía conceder, retener ni suprimir. No puedes comerciar con el Señor.
Mariko, dudó, arrodillándose en tierra ante el padre. Luego se inclinó y comenzó a levantarse.
–Muy bien. Entonces, por favor, perdóname…
–Presentaré esa petición al padre Visitador -dijo Alvito.
–Eso no es suficiente, por favor, padre, perdóname.
–Se lo haré saber y le diré que considere tu petición en nombre de Dios. Se lo rogaré.
–Si lo que yo te diga tiene algún valor, ¿jurarás ante Dios que harás todo lo posible para que se salve y lo protejan, siempre y cuando tal protección no vaya en contra de la Iglesia?
–Sí, si no es en contra de la Iglesia.
–¿Y presentarás mi petición al padre Visitador?
–Sí, ante Dios.
–Gracias, padre. Escuche entonces…
Acto seguido, Mariko le expuso sus razonamientos sobre Toranaga y el engaño.
Repentinamente Alvito se dio cuenta de que todo encajaba.
–Tienes razón. ¡Debes tener razón! Que Dios me perdone, ¿cómo pude ser tan estúpido?
–Por favor, escucha de nuevo, padre, he aquí más hechos.
Y a continuación, Mariko musitó en su oído los secretos acerca de Zataki y Onoshi.
–¡No es posible!
–También circula el rumor de que el señor Onoshi proyecta envenenar al señor Kiyama.
–¡Imposible!
–Perdóname, pero sí es muy posible. Son antiguos enemigos.
–¿Quién te ha contado todo esto, María?
–El rumor es que Onoshi envenenará al señor Kiyama durante la fiesta de San Bernardo de este año -replicó María, con tono de cansancio, eludiendo responder directamente a la pregunta del padre. Hubo un silencio y añadió:
–El hijo de Onoshi pronto será dueño de las tierras de Kiyama, el nuevo señor. El general Ishido lo ha aceptado así, con tal que mi dueño ya haya entrado en el Gran Vacío.
–Pruebas, Mariko-san. ¿Dónde están las pruebas?
–Lo siento, pero no tengo ninguna. Pero el señor Harima lo sabe también.
–¿Cómo sabes esto? ¿Cómo estás enterada de que el señor Harima lo sabe también? ¿Acaso forma él parte de esa conspiración?
–No, padre. Es parte del secreto.
–¡Imposible! Onoshi es persona que habla muy poco y es demasiado listo. Si hubiera proyectado eso, nadie lo sabría. Debes de estar equivocada. ¿Quién te dio esta información?
–No puedo decírselo, lo siento. Pero estoy segura de que es cierto.
Alvito pensó en las posibilidades que aquello ofrecía. Luego exclamó:
–¡Uraga! ¡Uraga era el confesor de Onoshi! ¡Oh, Madre de Dios! Uraga ha violado el secreto de confesión y le ha dicho a su señor…
–A lo mejor este secreto no es cierto, padre. Pero yo creo que sí. Solamente Dios puede saber la verdad, ¿neh?
Mariko no había apartado los velos que la cubrían y Alvito no veía su rostro. Amanecía. Miró hacia el mar. Entonces pudo ver a los dos buques en el horizonte, navegando rumbo al Sur. Tuvo la sensación de que le dolía el pecho. Y rezó pidiendo ayuda al cielo.
–¿Y dices que el señor Toranaga ganará?
–No, padre. Nadie ganará, pero, sin su ayuda, el señor Toranaga perderá. No se puede confiar en el señor Zataki. Zataki siempre constituirá la mayor amenaza para mi señor. Zataki sabrá esto y que todas las promesas de Toranaga son papel mojado, porque Toranaga debe intentar eliminarlo. Si yo estuviera en el lugar de Zataki destruiría a Sudara, a la dama Genjiko y a todos sus hijos en el momento en que estuvieran en mis manos. Inmediatamente atacaría las defensas de Toranaga en el Norte. Lanzaría mis legiones contra el Norte y esto haría que Ishido, Ikawa, Jikkyu y todos los demás despertaran de su estúpido letargo. Toranaga podría ser derrotado muy fácilmente, padre.
Alvito esperó unos segundos antes de decir:
–Levanta tus velos, María.
Vio que la mujer se mantenía inmóvil, mostrando un rostro impasible.
–¿Por qué me has contado todo esto?
–Para salvar la vida del Anjín-san.
–¿Traicionas por él, María? Tú, Toda Mariko-noh-Buntaro, hija del señor general Akechi Jinsai, ¿traicionas por un extranjero? ¿Me pides que crea eso?
–No. Lo lamento… también es para proteger a la Iglesia. Primero proteger a la Iglesia, padre… no sé qué hacer. Creí que podría… el señor Toranaga es la única esperanza de la Iglesia. El señor Toranaga debe recibir ayuda ahora. Es un hombre inteligente y bondadoso, la Iglesia prosperará con él. Sé que Ishido es el verdadero enemigo.
–La mayoría de los daimíos cristianos creen que Toranaga destruirá la Iglesia y al Heredero en cuanto derrote a Ishido y se haga con el poder.
–Puede, pero lo dudo. Tratará a la Iglesia con nobleza. Siempre lo ha hecho. Ishido es violentamente anticristiano. Y lo mismo ocurre con la dama Ochiba.
–Todos los cristianos prominentes están en contra de Toranaga.
–Ishido es un campesino. Toranaga-sama es noble, prudente, y desea negociar, comerciar.
–Siempre habrá comercio, gobierne quien gobierne.
–El señor Toranaga siempre ha sido su amigo y, si es honesto con él, él lo será con usted.
Mariko señaló hacia los cimientos y añadió:
–¿No es eso una medida de honestidad? Regaló su tierra incluso cuando usted le falló y él lo había perdido todo… incluso su amistad.
–Quizá.
–Por último, padre, sólo Toranaga-sama puede evitar una guerra perpetua, y esto debe de saberlo bien. Como mujer, le pido que no suframos una interminable guerra.
–Sí, María. Quizá sea él el único que pueda lograr eso.
Alvito miró hacia otro lado. El hermano Miguel se hallaba arrodillado, ausente en sus oraciones, y cerca de la orilla del agua esperaban pacientemente los dos sirvientes. El jesuita dijo:
–Me alegro de que hayas venido a decirme esto. Gracias. Gracias en nombre de la Iglesia y en el mío. Haré todo lo que pueda para cumplir lo que prometí.
Mariko se inclinó sin decir nada.
–¿Llevarás un despacho, Mariko-san? Es para el padre Visitador.
–Sí, si está en Osaka.
–Se trata de un despacho privado.
–Sí.
–Es verbal. Le contarás todo cuanto me has dicho a mí y lo que yo te he dicho.
–Muy bien.
–¿Tengo tu promesa, ante Dios?
–No tiene necesidad de decirme eso, padre. De acuerdo.
Alvito la miró fijamente y murmuró:
–Por favor, perdóname ahora, pero quiero escuchar tu confesión.
Mariko se cubrió de nuevo con los velos.
–Por favor, perdóname, padre, pero ni siquiera soy digna de confesarme.
–Todo el mundo es digno a los ojos de Dios.
–Excepto yo. No, no soy digna de eso, padre.
–Debes confesarte, María. No puedo continuar diciendo misa para ti. Has de presentarte ante Él limpia.
Mariko se arrodilló:
–Perdóname, padre, pues he pecado y sólo puedo confesar que no soy digna de la confesión.
Con ademán de infinita compasión, el padre Alvito apoyó una mano, ligeramente, en su cabeza.
–Hija mía, permíteme pedir a Dios perdón por tus pecados. En su nombre te absuelvo y te concedo Su gracia.
La bendijo y después siguió con la misa en aquella imaginaria catedral bajo el cielo que se estaba iluminando… el servicio más hermoso que jamás se hubiera celebrado para él y para ella.
El Erasmus se hallaba anclado en el mejor puerto contra tormentas que había visto Blackthorne, suficientemente lejos de la costa como para concederle espacio marino y, sin embargo, lo suficientemente cerca como para brindarle seguridad. Había seis brazas de profundidad y exceptuando el estrecho cuello de entrada, las tierras altas que rodeaban al puerto evitaban cualquier embate de una tormenta exterior.
La jornada de viaje desde Yedo había sido fatigosa, aunque sin incidencias. A medio ri hacia el Norte ancló la galera, en un muelle cercano a Yokohama, puerto de pescadores, y en aquellos instantes se hallaban solos a bordo Blackthorne y todos sus hombres, tanto holandeses como japoneses. Yabú y Naga se hallaban en tierra, inspeccionando el Regimiento de Mosqueteros.
–¿Por qué ahora, Uraga-san? – preguntó Blackthorne desde el alcázar, todavía con los ojos enrojecidos por no haber dormido.
Se le había ordenado que la tripulación no se moviera y Uraga le había dicho que aguardase un poco para ver si había algún cristiano entre los vasallos.
Blackthorne añadió al cabo de un breve silencio:
–¿No puede esperar esto a mañana?
–No, señor, lo lamento.
Uraga lo miró, alzando la cabeza hacia el alcázar. Se encontraba ante el grupo de vasallos samurais mientras que el grupo holandés se encontraba más cerca del alcázar. Uraga añadió:
–Por favor, perdóname, pero es muy importante saber esto inmediatamente. Son tus peores enemigos. Por lo tanto, debes estar seguro en beneficio de tu protección. Por mi parte, sólo deseo servirte. No se tardará mucho.
–¿Están todos en cubierta?
–Sí, señor.
Blackthorne se acercó más a la balaustrada del alcázar y preguntó en japonés:
–¿Hay aquí alguien que sea cristiano?
No hubo respuesta.
–Ordeno a todo aquel que sea cristiano que dé un paso al frente.
Nadie se movió, y Blackthorne se volvió hacia Uraga.
–Nombra a diez centinelas para cubierta y que ocupen sus puestos.
–Con tu permiso, Anjín-san…
Uraga sacó de debajo de su quimono un pequeño icono pintado que había traído de Yedo. Lo arrojó boca arriba sobre la cubierta y, acto seguido, lo pisoteó rabiosamente. Blackthorne y la tripulación se sintieron incómodos ante aquel acto, excepto quizá Roper.
–Por favor, haz que cada vasallo haga lo mismo -sugirió Uraga.
–¿Por qué?
–Conozco a los cristianos. Por favor, señor. Es importante que cada hombre haga eso. Ahora mismo.
–Está bien -convino Blackthorne de mala gana.
Uraga se volvió hacia la tripulación de vasallos y dijo:
–A petición mía, nuestro jefe pide que cada uno de nosotros haga esto.
Los samurais gruñeron unos segundos, y uno de ellos manifestó:
–Ya hemos dicho que no somos cristianos. ¿Qué es lo que demuestra pisar un grabado del dios de los bárbaros? Nada.
–Los cristianos son nuestro enemigo principal. Los cristianos son traicioneros. Por favor, perdonadme, pero conozco bien a los cristianos… lo lamento, pero esto es muy necesario para la seguridad de nuestro jefe.
En el acto, uno de los samurais avanzó unos pasos y dijo:
–¡Yo no adoro a ningún dios bárbaro! ¡Vamos, haced vosotros lo mismo!
Y, tras pronunciar estas últimas palabras, pisoteó el icono con fuerza.
Uno por uno fueron realizando la misma operación todos los hombres. Blackthorne contemplaba la escena con gesto de desprecio.
Van Nekk murmuró:
–Eso no está bien.
Vinck miró hacia el alcázar y dijo:
–¡Asquerosos bastardos! ¡Nos cortarán el cuello sin pensarlo un segundo! ¿Estás seguro de poder confiar en ellos, piloto?
–Sí.
Ginsel dijo:
–Ningún católico haría eso, ¿verdad, Johann? Es listo ese Uraga-sama.
–¿Y qué importa si esos mendigos son papistas o no? Todos son sucios samurais.
–Sí -asintió Croocq.
–Aun así, no está bien hacer eso -repitió Nekk.
Los samurais continuaron pisoteando el icono sobre la cubierta y, a continuación, se alejaron formando grupos sueltos. Fue una fea escena y Blackthorne lamentó haberla permitido, ya que había cosas mucho más importantes que hacer antes del crepúsculo. Sí, mucho que hacer, pensó ansioso de bajar a tierra y contemplar el feudo que Toranaga le había regalado, el cual comprendía Yokohama. «El Señor Dios en las alturas -se dijo a sí mismo -, y yo señor de uno de los mayores puertos de la Tierra.»
De repente, un hombre pasó junto al icono, desenvainó el sable y se lanzó hacia Blackthorne. Una docena de sorprendidos samurais le cerraron el paso al alcázar, mientras que Blackthorne apuntaba ya con una pistola. Otros hombres se apartaron, tropezando aquí y allí y lanzando gritos de aviso. El samurai se detuvo, bramando de rabia, y atacó a Uraga, quien se las pudo arreglar para esquivar el golpe. El hombre giró sobre sus talones para hacer frente a los demás samurais, luchó con todos ellos ferozmente durante unos segundos y luego saltó hacia un lado y se arrojó de cabeza por la borda.
Cuatro hombres que sabían nadar arrojaron los sables sobre la cubierta, sujetaron los cuchillos entre los dientes y saltaron tras él, al mismo tiempo que los holandeses se asomaban a la borda.
Blackthorne corrió hacia la borda, pero no pudo ver nada. Al cabo de unos segundos vio cómo se movían unas sombras en el agua y un hombre surgió a la superficie en busca de aire, después se distinguieron cuatro cabezas. Entre ellas flotaba un cadáver con un cuchillo clavado en la garganta.
–Lo siento, Anjín-san, fue su propio cuchillo -exclamó uno de los hombres desde abajo.
–Uraga-san, diles que lo registren y luego que lo abandonen a los peces.
El registro no reveló nada. Cuando todos regresaron a cubierta, Blackthorne señaló hacia el icono con su pistola.
–Todos los samurais… ¡una vez más!
Lo obedecieron instantáneamente. Y todos pasaron por la prueba. Después, y a causa de la presencia de Uraga, al que debía alabar, ordenó que se repitiera la escena por tercera vez. Hubo un inicio de protesta.
–¡Vamos! – bramó Blackthorne-. ¡Rápidamente, si no queréis que os aplaste como cucarachas!
–No hay necesidad de decir eso, piloto -repuso Van Nekk-. ¡No somos malolientes paganos!
–¡No son malolientes paganos! ¡Son samurais!
La cólera mezclada con el temor se extendió entre los hombres. Van Nekk comenzó a decir algo, pero Ginsel se adelantó:
–Bastardos idólatras samurais y ellos, o los hombres como ellos, asesinaron a Pieterzoon, nuestro capitán general, y a Maetsukker.
–Sí, pero sin estos samurais, jamás llegaríamos a casa, ¿entendido?
Todos los samurais guardaban silencio mirándoles. Cautelosamente se acercaron más a Blackthorne para protegerlo. Van Nekk dijo:
–Dejémoslo estar, ¿eh? Creo que nos sentimos un poco nerviosos y muy fatigados. Ha sido una noche muy larga. Aquí no somos nuestros propios dueños, no, no lo somos, ninguno de nosotros. Ni tampoco el piloto. Sabe lo que está haciendo, él es el jefe.
–Sí, lo es. Pero no tiene derecho a ponerse junto a esos puercos y en contra de nosotros. Somos iguales a él -masculló Jan Roper-. Sólo porque está armado como ellos, viste como ellos, y puede hablarles en su lengua, eso no lo convierte en nuestro amo. Tenemos nuestros derechos y ésa es nuestra ley y la suya, aunque sea inglés. Juró obedecer las normas. ¿No fue así, piloto?
–Sí -respondió Blackthorne-. Es nuestra ley en nuestros mares, donde somos los amos. Ahora no lo somos, de manera que a obedecer y rápido.
Mascullando maldiciones, los hombres obedecieron.
–¡Sonk! ¿Encontraste algún grog?
–No señor, ni una sola gota.
–Entonces haré que suban saké a bordo.
Acto seguido, añadió en portugués:
–Uraga-san, vendrás a tierra conmigo y que alguien bogue. Vosotros cuatro -dijo luego en japonés señalando a los que se habían arrojado por la borda -, ahora sois capitanes, ¿entendido? Tomad quince hombres cada uno.
–Hai, Anjín-san.
–¿Cómo te llamas? – preguntó a uno de ellos, un tipo alto con una cicatriz en la mejilla.
–Nawa Chisato, señor.
–Hoy serás capitán. En todo el buque, hasta que yo regrese.
–Sí, señor.
Blackthorne se acercó hasta la pasarela de desembarco. Más abajo había amarrado un esquife.
–¿A dónde vas, piloto? – preguntó ansiosamente Van Nekk.
–A tierra. Regresaré más tarde.
–Bien, ¡iremos todos!
–¡En nombre de Dios, yo iré también!
–¡Y yo!
–¡No! Iré solo.
–¡Por Jesucristo! ¡No nos vas a dejar aquí…! – exclamó Van Nekk -. ¿Qué vamos a hacer? No nos dejes, piloto.
–¡Esperad! – mandó Blackthorne-. Enviaré a bordo comida y bebida.
Ginsel dio un paso hacia Blackthorne y comentó:
–Creí que regresaríamos esta misma noche. ¿Por qué no lo hacemos?
–¿Cuánto tiempo vamos a estar aquí, piloto?
–Piloto, ¿y qué hay de Yedo? – preguntó en voz alta Ginsel-. ¿Cuánto tiempo vamos a permanecer aquí en compañía de estos monos malditos de Dios?
–Sí, monos, como hay Dios en el cielo -dijo alegremente Sonk-. ¿Y qué hay de nuestro equipo y nuestra propia familia?
–Sí, ¿qué hay sobre todo eso, piloto?
–Llegará mañana -respondió Blackthorne conteniendo una maldición-. Tened paciencia. Regresaré tan pronto como pueda. Baccus, quedas al mando.
Y, tras estas palabras, se volvió para irse.
–Voy contigo -manifestó con cierta truculencia Jan Roper siguiéndolo-. Estamos en puerto, así que tenemos preferencia y, además, necesito algunas armas.
Blackthorne se volvió hacia él y una docena de sables abandonaron sus vainas, dispuestos a matar a Roper.
–Una palabra más y eres hombre muerto.
El alto y delgado marino se detuvo y enrojeció violentamente.
Blackthorne añadió:
–Frena tu lengua acerca de estos samurais, porque cualquiera de ellos te decapitaría de un solo tajo antes de que yo pudiera detenerlo, y todo por culpa de tus malos modales. Son gente muy quisquillosa y yo también cuando estoy cerca de ti. Tendrás armas cuando las necesites. ¿Entendido?
Jan Roper asintió con un movimiento de cabeza y retrocedió. Blackthorne se dirigió a los samurais.
–Regresaré pronto.
Descendió por la pasarela y luego embarcó en el esquife. Los samurais todavía adoptaban una actitud amenazadora. Uraga y otro samurai siguieron a Blackthorne. Chisato, el capitán, se acercó a Jan Roper, quien inmediatamente se inclinó y se retiró.
Cuando Blackthorne y sus acompañantes estuvieron alejados del buque, el primero dio las gracias a Uraga por haber descubierto al traidor.
–Por favor, nada de gracias. Fue solamente un deber.
Blackthorne dijo en japonés, para que el otro hombre pudiera entenderlo:
–Sí, tu deber, pero tu kokú cambia ahora mismo. Ahora no serán veinte, sino cien al año.
–¡Oh, señor, gracias! No lo merezco. Sólo cumplí con mi obligación y…
–Habla más despacio. No te entiendo.
Uraga se disculpó y lo dijo con más lentitud.
Blackthorne le alabó de nuevo y luego se acomodó en la popa de la embarcación, casi vencido por el cansancio físico. Logró mantener los ojos abiertos y miró hacia el buque. Van Nekk y los demás hombres se apoyaban sobre la borda. Blackthorne lamentó haberles hecho embarcar, aunque sabía que no tenía otro remedio. Sin ellos el viaje no hubiese sido seguro.
Durmió. Cuando el esquife estuvo cerca del muelle despertó. Al principio no pudo recordar dónde se encontraba. Había estado soñando que estaba en el castillo y entre los brazos de Mariko, exactamente igual que en la pasada noche.
Tras hacerse el amor, en la noche pasada, habían permanecido ambos despiertos cuando Yabú y su samurai había llamado en la puerta. La tarde y parte de la noche habían transcurrido tan maravillosamente bien, que Fujiko había invitado discretamente a Kikú y él jamás la había visto tan bella y exuberante. Cuando las campanas terminaron de dar la Hora del Jabalí, Mariko llegó puntualmente. Hubo entonces alegría y saké, pero muy pronto Mariko hizo que el hechizo de la noche se quebrara.
–Lo siento, pero corres un gran peligro, Anjín-san -explicó.
Y cuando acto seguido relató lo que Gyoko había dicho acerca de desconfiar de Uraga, tanto Kikú como Fujiko se mostraron igualmente nerviosas.
–Por favor, no te preocupes. Lo vigilaré, todo saldrá bien -les había asegurado él.
Mariko dijo luego:
–Probablemente debas vigilar también a Yabú-sama, Anjín-san.
–¿Cómo?
–Esta tarde vi cómo se reflejaba el odio en su rostro, y en el tuyo.
–No tiene importancia. Shigata ga nai, ¿no?
–No, lo siento. Fue un error. ¿Por qué detuviste a tus hombres cuando al principio rodearon a Yabú-sama? Seguramente ésa también fue una equivocación. Lo hubiesen matado rápidamente y tu enemigo habría muerto sin ningún riesgo para ti.
–Eso no hubiera estado bien, Mariko-san. Tantos hombres contra uno. No es honesto.
–Mariko había explicado a Fujiko y a Kikú lo que Blackthorne acababa de decir.
–Por favor, Anjín-san, pero todos creemos que ésa es una forma muy peligrosa de pensar y te rogamos que la dejes a un lado. Es una equivocación ingenua. Por favor, perdóname por ser tan sincera. Yabú-san te destruirá.
–No. Todavía no. Aún soy demasiado importante para él. Y para Omi-san.
–Kikú dice: «Por favor di a Anjín-san que tenga cuidado con Yabú-san, y con ese Uraga. El Anjín-san puede hallar difícil juzgar lo que aquí tiene «importancia».
–Sí, estoy de acuerdo con Kikú-san -había dicho Fujiko.
Más tarde, había partido para entretener a Toranaga. Entonces Mariko quebró de nuevo la paz que reinaba en la estancia.
–Esta noche debo decir sayonara, Anjín-san. Parto al amanecer.
–No, ahora no hay necesidad de hacer eso. Ahora que ya tengo permiso para zarpar te llevaré a Osaka. Conseguiré una galera o un buque costero. En Nagasa…
–No, Anjín-san, lo siento, pero debo obedecer. Ninguna clase de persuasión pudo hacerla cambiar de idea. Blackthorne vio cómo Fujiko lo contemplaba en silencio, dándose cuenta de que recibía un terrible disgusto ante la marcha de Mariko. Luego Blackthorne había clavado sus ojos en Fujiko y ella les rogó que la excusaran un momento. Cerró el shoji tras ella, se quedaron solos, y sabiendo que Fujiko no regresaría, se sintieron seguros por cierto tiempo. Se hicieron el amor de forma vehemente y precipitada. Luego se oyeron pasos y voces en el exterior, y apenas tuvieron tiempo de arreglarse cuando Fujiko se unió a ellos y Yabú entró en la estancia. Traía las órdenes de Toranaga para una inmediata partida secreta.
–… Yokohama, y luego Osaka para una breve parada, Anjín-san, y de nuevo Nagasaki, vuelta a Osaka y de nuevo aquí, a casa. He enviado a buscar tu tripulación para que se presenten todos los hombres a bordo.
La emoción había hecho presa en Blackthorne ante aquella victoria que parecía llover del cielo.
–Sí, Yabú-san, pero Mariko-san también irá a Osaka, ¿no? Será mejor que venga con nosotros. Será más rápido y seguro.
–No es posible, lo siento. Debes darte prisa. ¡Vamonos! La marea, ¿entiendes la palabra «marea», Anjín-san?
–Hai, Yabú-san, pero Mariko-san va a Osaka…
–Lo lamento mucho. Ha recibido órdenes igual que nosotros. ¡Mariko-san! ¡Explícaselo! ¡Dile que se apresure!
Yabú se había mostrado inflexible, y en aquellas horas de la noche no era posible visitar a Toranaga para que retirara la orden. No había podido, pues, hablar más en la intimidad con Mariko o con Fujiko, a no ser despedirse de ellas cortésmente. Pero se encontrarían pronto en Osaka.
–Muy pronto, Anjín-san -había asegurado Mariko.
–Dios del cielo, no me hagas perderla -había musitado para sí Blackthorne.
Sin embargo, Yabú-san le había oído.
–¿Perderla? – interrogó.
–Nosotros tratamos a los buques -respondió Blackthorne- con el pronombre femenino «ella». Para nosotros, los buques son femeninos y no masculinos, ¿lo entiendes?
–Hai.
Blackthorne aún podía ver las diminutas figuras de su tripulación. Se enfrentaba una vez más con el insoluble dilema. Y los nuevos hombres no tratarían amablemente a los samurais, y en su mayoría serían también católicos. ¿Cómo dominarlos a todos? Mariko tenía razón. Cerca de los católicos, él era hombre muerto.
–Incluso yo, Anjín-san -le había dicho la noche anterior.
–No, Mariko-san, tú no.
–Esta tarde dijiste que éramos tus principales enemigos.
–Dije que la mayoría de los católicos lo eran.
–Te matarán, si pueden.
–Sí. Pero tú… ¿nos encontraremos de verdad en Osaka?
–Sí. Yo te amo, Anjín-san, y recuerda, cuidado con Yabú-san.
«Tenía razón acerca de Yabú-san -pensó Blackthorne-. Todo cuanto dice, todo cuanto promete… cometí un terrible error al detener a mi tripulación cuando estaba rodeado y atrapado. Ese bastardo me cortará el cuello tan pronto como yo haya dejado de ser útil por mucho que él simule otra cosa. Y, sin embargo, Yabú también tiene razón. Lo necesito. Nunca llegaré a Nagasaki. Él posiblemente podría prestar su ayuda para persuadir a Toranaga. Contando con él para ponerse al frente de dos mil fanáticos más, podríamos ocupar Nagasaki, e incluso Macao…
«¡Virgen del cielo! Yo, solo, me siento desamparado.»
Entonces recordó lo que Gyoko había contado a Mariko sobre Uraga, sobre la importancia de desconfiar de él. Gyoko estaba equivocada acerca de él. ¿En qué más podría equivocarse la muchacha?