–Tiene que haber una solución, capitán general -dijo pacientemente Dell’Aqua.

–¿Queréis que realice una clara acción de guerra contra una nación amiga?

–¡Claro que no!

Todos los que estaban en el gran camarote sabían que se hallaban cogidos en la misma trampa. Cualquier acción abierta les pondría de lleno junto a Toranaga contra Ishido, cosa que debían evitar a toda costa para el caso de que Ishido acabase triunfando. En aquellos momentos, Ishido controlaba Osaka y la capital, Kioto, así como a la mayoría de los regentes. Y a través de los daimíos Onoshi y Kiyama, dominaba la mayor parte de la isla meridional de Kiusiu y el puerto de Nagasaki, centro principal de todo el comercio y, por lo tanto, todo el comercio y el Buque Negro de aquel año.

Toranaga dijo por medio del padre Alvito:

–¿Por qué es esto tan difícil? Sólo quiero que arrojéis a los piratas de la boca del puerto.

Toranaga estaba incómodamente sentado en el sitio de honor, en el sillón de alto respaldo, a la cabecera de la mesa. Alvito se sentaba a su lado, el capitán general, enfrente, y junto a éste, Dell'Aqua. Mariko estaba en pie detrás de Toranaga, y los guardias samurais esperaban en la puerta, de cara a los marineros armados. Todos los europeos comprendían que, aunque Alvito traducía a Toranaga todo lo que se decía allí, Mariko estaba presente para asegurarse de que no se dijera nada en perjuicio de los intereses de su señor y de que la traducción fuese exacta.

Dell'Aqua se inclinó.

–Tal vez, señor, podrías enviar mensajeros al señor Ishido. Tal vez la solución esté en la negociación. Podríamos ofrecer este barco como terreno neutral para las negociaciones. Quizá de esta manera podríais terminar la guerra.

Toranaga rió desdeñosamente.

–¿Qué guerra? Ishido y yo no estamos en guerra.

–Acabamos de ver el combate en tierra, señor.

–¡No seáis ingenuos! ¿Quiénes han muerto? Unos cuantos ronín despreciables. ¿Quién atacó a quién? Sólo unos ronín, unos bandidos o unos fanáticos equivocados.

–¿Y la emboscada? Tenemos entendido que hubo una lucha entre Pardos y Grises.

–Unos bandidos atacaron a los Pardos y a los Grises. Mis hombres sólo lucharon para protegerme. De noche, suelen producirse escaramuzas por equivocación. Si los Pardos mataron a unos cuantos Grises o los Grises mataron a unos cuantos Pardos, fue por un lamentable error. ¿Qué son unos pocos hombres para cualquiera de nosotros? Nada. No estamos en guerra.

Toranaga advirtió su incredulidad y añadió:

–Diles, Tsukku-san, que en el Japón son los ejércitos los que hacen la guerra. Esas ridiculas escaramuzas y tentativas de asesinato son simples ensayos que hay que olvidar cuando fracasan. La guerra no empezó esta noche. Empezó cuando murió el Taiko. Incluso antes, al no tener un hijo para sucederle. O tal vez incluso antes, cuando Goroda, el señor protector, fue asesinado. Lo de esta noche no tiene una significación perdurable. Pero vosotros no entendéis nuestro reino ni nuestra política. ¿Cómo podríais entenderlo? ¡Claro que Ishido está tratando de matarme! Lo mismo hacen otros daimíos. Lo han hecho en el pasado y lo harán en el futuro. Kiyama y Onoshi han sido amigos y enemigos míos. Si me matan, esto simplificará las cosas para Ishido, el verdadero enemigo, pero sólo momentáneamente. Yo estoy ahora en una trampa, y si esta encerrona tiene éxito él sólo conseguirá una ventaja momentánea. Si logro escapar, no habrá habido tal encerrona. Pero debéis comprender todos vosotros que mi muerte no eliminará la causa de la guerra ni evitará ulteriores conflictos. Sólo si Ishido muere, no habrá conflicto. Por consiguiente, ahora no hay ninguna guerra formalmente declarada.

Removióse en el sillón, molesto por el olor a comida aceitosa y a cuerpos sin lavar que llenaba el camarote.

–Pero tenemos un problema inmediato -prosiguió-. Necesito vuestros cañones. Y los necesito ahora. Los piratas me asedian desde la entrada del puerto. Como dije antes, pronto llegará el momento en que cada cual tenga que tomar partido. Pues bien, ¿cuál es tu posición, y la de tu jefe, y la de toda la Iglesia Cristiana? ¿Están mis amigos portugueses conmigo o contra mí?

–Podéis estar seguro, señor Toranaga -dijo Dell'Aqua-, de que todos apoyamos vuestros intereses.

–Bien. En tal caso, expulsad inmediatamente a los piratas.

–Esto sería un acto de guerra y no beneficiaría a nadie. Tal vez podríamos hacer un trato -dijo Ferriera.

Alvito no tradujo esto, sino que dijo:

–El capitán general dice que sólo tratamos de no mezclarnos en vuestra política, señor Toranaga. Somos comerciantes.

Mariko dijo en japonés a Toranaga:

–Perdón, señor, pero esto no es correcto. No es lo que él ha dicho.

Alvito suspiró.

–Me he limitado a cambiar algunas de sus palabras, señor. El capitán general, como extranjero que es, ignora ciertas sutilezas. No comprende bien el Japón.

–¿Y tú, Tsukku-san?

–Lo procuro, señor.

–¿Qué ha dicho exactamente?

Alvito se lo dijo.

Después de una pausa, dijo Toranaga:

–Anjín-san me dijo que los portugueses estaban muy interesados en el comercio y que tratándose de comercio carecen de buenos modales y de humor. Comprendo y admito tu explicación, Tsukku-san. Pero en lo sucesivo sírvete traducir exactamente lo que se diga.

–Sí, señor.

–Dile esto al capitán general: Cuando se haya solucionado el conflicto fomentaré el comercio. Yo soy partidario del comercio. Ishido no lo es.

Dell'Aqua había observado el intercambio de frases y esperó que Alvito hubiese disimulado la estupidez de Ferriera.

–Nosotros no somos políticos, señor. Somos religiosos y representantes de la fe y de los fieles. Apoyamos tus intereses.

–De acuerdo. Estaba pensando… -Alvito interrumpió su traducción. Su rostro se iluminó, y por un instante dejó fluir el japonés de Toranaga-. Perdón, eminentísimo señor, pero el señor Toranaga ha dicho: «Estaba pensando en pediros que construyáis un templo, un templo muy grande, en Yedo, como prueba de mi confianza en vuestros intereses.»

Durante años, desde que Toranaga se había erigido en señor de las Ocho Provincias, Dell'Aqua había maniobrado para obtener esta concesión. Y obtenerla ahora de él, en la tercera ciudad en importancia del Imperio, era algo que no tenía precio. El Visitador comprendió que había llegado el momento de resolver el problema de los cañones.

–Dadle las gracias, Martín Tsukku-san -dijo empleando la frase en clave convenida previamente con Alvito- y decidle que siempre procuraremos servirle. ¡Ah, sí! – añadió, a causa del capitán general-. Preguntadle qué piensa acerca de la catedral.

–Os ruego que me permitáis hablar directamente por unos momentos, señor -dijo Alvito a Toranaga-. Mi superior te da las gracias y dice que tal vez será posible hacer lo que pediste. Él procurará siempre ayudarte.

–Procurar es una palabra abstracta y nada satisfactoria.

–Sí, señor -Alvito lanzó una mirada a los guardias, que desde luego, escuchaban disimuladamente-. Pero recuerdo que tú mismo dijiste antes que a veces es prudente ser abstracto.

Toranaga comprendió al momento. Hizo un gesto de despedida a sus hombres.

–Esperad fuera. Todos.

Ellos obedecieron de mala gana. Alvito se volvió a Ferriera.

–Ya no necesitamos vuestros guardias, capitán general.

Cuando los samurais se hubieron marchado, Ferriera despidió a sus hombres y miró a Mariko. Él llevaba unas pistolas en el cinto y otra en la bota.

Alvito dijo a Toranaga:

–¿Deseáis, señor, que esté presente dama Mariko?

Toranaga comprendió de nuevo. Reflexionó un momento, hizo un breve movimiento de cabeza y dijo sin volverse:

–Mariko-san, dile a uno de los guardias que te acompañe hasta donde está Anjín-san. Quédate con él hasta que yo te avise.

–Sí, señor.

La puerta se cerró tras ella.

Se quedaron solos los cuatro. Ferriera dijo:

–¿Cuál es la oferta? ¿Qué nos ofrece?

–Tened paciencia, capitán general -le respondió Dell'Aqua, tamborileando con los dedos sobre su cruz y rogando por el éxito.

–Señor -dijo Alvito a Toranaga-, mi superior dice que tratará de hacer cuanto le pediste. Dentro de cuarenta días. Te comunicará privadamente la marcha del asunto. Si lo permites, yo seré su correo.

–¿Y si fracasa?

–No será por falta de empeño, de persuasión y de reflexión. Te da su palabra.

–¿Ante el Dios cristiano?

–Sí. Ante Dios.

–Bien. Que lo ponga por escrito. Con su sello.

–A veces no conviene poner por escrito los acuerdos importantes, los acuerdos delicados, señor.

–¿Quieres decir con ello que no lo haréis si yo no hago constar también mi conformidad por escrito?

–No he hecho más que recordar tu afirmación de que la palabra de honor de un samurai es más importante que un pedazo de papel. El Visitador te da su palabra ante Dios, su palabra de honor, lo mismo que lo haría un samurai. Y tu palabra es suficiente para él. Por esto pensé que le entristecería tu desconfianza. Y ahora, ¿quieres que le pida su firma?

Toranaga dijo, después de una pausa:

–Está bien. Me da su palabra ante el Dios Jesús, ¿neh?

–Yo te la doy en su nombre. He jurado por la Santa Cruz que hará todo lo posible.

–¿Y también tú, Tsukku-san?

–También empeño mi palabra ante Dios y juro por la Santa Cruz que haré cuanto pueda para ayudar a persuadir a los señores Onoshi y Kiyama de convertirse en aliados tuyos.

–A cambio de esto, yo os concederé lo prometido. El día cuarenta y uno podréis empezar a colocar los cimientos del más grande templo cristiano del Imperio.

–¿Podéis reservarnos en seguida el terreno, señor?

–En cuanto llegue a Yedo. Y ahora, ¿qué me decís sobre los piratas de las barcas de pesca? ¿Los echaréis en seguida?

–Si tuvieras cañones, ¿lo harías tú mismo?

–Desde luego, Tsukku-san.

–Os pido disculpas si os parezco tortuoso, señor, pero tenemos que hacer un plan. Los cañones no nos pertenecen. Espera un momento, por favor – Alvito se volvió a Dell’Aqua-. Lo de la catedral está arreglado, eminentísimo señor. – Después se dirigió a Ferriera iniciando el plan convenido.– Os alegraréis de no haberlo hundido, capitán general. El señor Toranaga pregunta si llevaríais diez mil ducados de oro por su cuenta cuando vayáis a Goa con el Buque Negro, para invertirlos en el mercado de oro de la India. Nosotros estaríamos dispuestos a colaborar en la transacción, valiéndonos de nuestras relaciones allí y colocando el oro en vuestro interés. El señor Toranaga os ofrece la mitad de las ganancias.

Alvito y Dell'Aqua pensaban que al cabo de seis meses, cuando regresara el Buque Negro, Toranaga habría recuperado su puesto de presidente del Consejo de Regencia y estaría encantado de autorizar la provechosa transacción, o habría muerto.

–Podríais ganar fácilmente cuatro mil ducados, sin el menor riesgo – concluyó Alvito.

–¿A cambio de qué? Esto es más que el subsidio anual del rey de España a toda la Compañía de Jesús en Asia. ¿A cambio de qué?

–El señor Toranaga dice que los piratas le impiden salir del puerto. Y él sabe mejor que vos si son piratas.

Ferriera respondió con voz indiferente, y los dos comprendieron que lo hacía por Toranaga:

–Es una imprudencia confiar en ese hombre. Su enemigo tiene todos los triunfos en la mano. Todos los reyes cristianos están contra él. Yo mismo lo he oído decir a los dos principales. Dicen que ese japonés es su verdadero enemigo. Y los creo, más que a ese bastardo cretino.

–Estoy seguro de que el señor Toranaga sabe mejor que nosotros quiénes son piratas y quiénes no lo son -dijo Dell'Aqua, imperturbable, pues conocía la solución igual que Alvito-. Supongo que no os opondréis a que el señor Toranaga se libre él mismo de los piratas.

–Claro que no.

–Tenéis muchos cañones de reserva a bordo -dijo el Visitador-. ¿Por qué no darle algunos? Quiero decir, vendérselos. Vos vendéis armas continuamente. Y él las compra. Cuatro cañones serían más que suficientes. Y sería fácil transportarlos en la lancha con la pólvora y las municiones necesarias. Y así todo estaría arreglado.

Ferriera suspiró.

–Los cañones, eminentísimo señor, son inútiles a bordo de la galera. No hay portañolas ni cuerdas, ni montantes. No podrían emplear los cañones, aunque tuviesen artilleros, y no los tienen.

Los dos sacerdotes se quedaron pasmados.

–¿A menos que…?

–En absoluto.

–Pero sin duda podrían adaptar…

–Esa galera no puede emplear cañones, si no se hacen unas reformas en ella. Y éstas requerirían al menos una semana.

–¿Nan ja? – dijo Toranaga, receloso, comprendiendo que algo andaba mal, aunque los otros tratasen de disimularlo.

–Toranaga pregunta qué sucede -dijo Alvito.

Dell’Aqua comprendió que el asunto se escapaba de sus manos.

–Tenéis que ayudarnos, capitán general. Por favor. Os lo pido francamente. Hemos conseguido enormes concesiones para la fe. Debéis creerme y confiar en nosotros. Debéis ayudar a Toranaga a salir del puerto, sea como sea. Os lo suplico por el bien de la Iglesia. La catedral, por sí sola, es una concesión enorme. Por favor.

Ferriera no dejó traslucir su triunfal entusiasmo. Incluso dio un tono de gravedad a su voz.

–Ya que pedís ayuda en nombre de la Iglesia, eminentísimo señor, haré lo que os interesa. Lo sacaré de esta trampa. Pero, a cambio de ello, quiero la capitanía general del Buque Negro del próximo año, sea cual fuere el resultado del año actual.

–Esto es una concesión personal del rey de España. No depende de mí su otorgación.

–ítem más: acepto el ofrecimiento de su oro, pero quiero que me garanticéis que no habrá inconvenientes por parte del virrey de Goa ni aquí sobre el oro y los Buques Negros.

–¿Os atrevéis a tomarnos como rehenes, a la Iglesia y a mí?

–Es simplemente una transacción mercantil entre vos, yo y ese mono.

–No es ningún mono, capitán general. Recordadlo.

–ítem más. El quince por ciento del cargamento de este año, en vez del diez.

–¡Imposible!

–ítem más. Para dejar las cosas claras, eminentísimo señor, me daréis vuestra palabra, ante Dios y ahora mismo, de que ni vos ni ninguno de los sacerdotes bajo vuestra jurisdicción me amenazaréis con la excomunión, a menos que cometa algún sacrilegio en el futuro. Y además, que vos y los santos padres me ayudaréis activamente, así como a los dos Buques Negros.

–¿Y qué más, capitán general? Porque supongo que esto no es todo. ¿Qué más queréis?

–Por último, quiero a ese hereje.

Mariko miró a Blackthorne desde la puerta del camarote. El inglés yacía medio inconsciente en el suelo vomitando su primera papilla.

–¿Es efecto de un veneno, o está borracho? – preguntó a Totomi Kana, el samurai, tratando inútilmente de no oler el hedor de la comida y del vómito, el hedor del asqueroso marino que estaba ante ella y el permanente olor de la sentina que invadía toda la embarcación-. Cualquiera diría que lo han envenenado, ¿neh?

–Tal vez sí, Mariko-san. ¡Mira cuánta porquería!

El samurai señaló la mesa, con un ademán de asco. Estaba llena de fuentes de madera con los restos de una mutilada pata de buey asada y sanguinolenta, medio esqueleto de un pollo asado, pedazos de pan y de queso, cerveza derramada, mantequilla, salsa a base de manteca de cerdo y una botella de aguardiente medio vacía.

Era la primera vez que veían carne en una mesa.

–¿Qué queréis? – preguntó el contramaestre-. Aquí no hay monos, ¿yakarimasu? No monos-san en esta habitación. – Miró al samurai y le hizo un gesto de despedida.– ¡Fuera! ¡Lárgate! – Miró de nuevo a Mariko.– ¿Cómo te llamas? Namu, ¿eh?

–¿Qué está diciendo, Mariko-san? – preguntó el samurai.

El contramaestre miró un momento al samurai y se volvió de nuevo hacia Mariko. Ella apartó de la mesa sus hipnotizados ojos y miró al contramaestre.

–Disculpa, señor. No te he entendido. ¿Qué has dicho?

El contramaestre se quedó boquiabierto. Era un hombre gordo, de ojos muy juntos y grandes orejas, y con los cabellos recogidos en una coleta que parecía de pelos de rata embreados. Un crucifijo pendía de su cuello grasiento, y llevaba pistolas al cinto.

–¿Eh? ¿Sabes hablar portugués? ¿Una japonesa que habla bien el portugués? ¿Dónde aprendiste la lengua de la civilización?

–El padre cristiano me enseñó.

–¡Que me zurzan! ¡Virgen Santa! ¡Una flor-san que habla como la gente civilizada!

Blackthorne vomitó de nuevo y trató de ponerse de pie.

–¿Puedes…, por favor, puedes poner al capitán allí? – dijo ella señalando la litera.

–Sí. Si me ayuda ese mono.

–¿Quién? Perdón, ¿quién has dicho?

–¡Él! El japonés…

Las palabras restallaron en los oídos de Mariko, que necesitó toda su fuerza de voluntad para no perder la calma. Hizo una seña al samurai.

–Kana-san, ¿quieres ayudar a ese bárbaro? Hay que poner a Anjín-san allí.

–Con mucho gusto, señora.

Los dos hombres levantaron a Blackthorne y lo echaron sobre la litera. Tenía la cabeza pesada y boqueaba estúpidamente.

–Habría que lavarlo -dijo Mariko en japonés, todavía aturdida por el nombre que el contramaestre había dado a Kana.

–Sí, Mariko-san. Ordena al bárbaro que traiga servidores.

–Sí -repuso contemplando la mesa con ojos incrédulos-. ¿Comen realmente eso?

El contramaestre siguió su mirada. Después se inclinó sobre la mesa, arrancó un muslo de pollo y se lo ofreció.

–¿Tienes hambre? Esto está muy bueno, Flor-san. Es fresco. Verdadero capón de Macao.

–No, gracias. Comer carne está prohibido. Es contrario a la ley, y contrario al budismo y al shintoísmo.

–¡No en Nagasaki! – replicó el contramaestre echándose a reír-. Muchos japoneses comen carne siempre. Es decir, siempre que pueden, y también beben nuestro grog. Tú eres cristiana, ¿eh? Pruébalo. ¿Cómo puedes saber, si no lo pruebas?

–No gracias.

–El hombre no puede vivir sin carne. Esto es comida de verdad. Da vigor y alegría.

Ofreció el muslo a Kana:

–¿Quieres?

Kana movió la cabeza con repugnancia.

–¡Iyé!

El contramaestre se encogió de hombros y arrojó el muslo sobre la mesa.

–Como quieras.

Y volviéndose a Mariko le preguntó:

–¿Qué tienes en el brazo? ¿Te hirieron en la pelea?

–Sí, pero no es de gravedad -dijo Mariko moviendo un poco el brazo para demostrárselo y tragándose el dolor.

–¡Pobrecilla! Dime, ¿qué buscas aquí, señorita?

–Quería ver a An…, al capitán. El señor Toranaga me ha enviado. ¿Está borracho el capitán?

–Sí. Y además, la comida. El pobre diablo ha comido y ha bebido demasiado de prisa. Se ha bebido media botella de un trago. Todos los ingleses son iguales.

Miró a Mariko de arriba abajo.

–Nunca había visto una flor tan pequeña como tú. Y nunca había hablado con un japo que conociera la lengua civilizada.

–¿Llamas siempre japos y monos a las damas japonesas y a los samurais?

El marinero lanzó una breve carcajada.

–Bueno, señorita, se me ha escapado. Solemos llamar así a los proxenetas y a las rameras de Nagasaki. No quise ofenderte. Nunca había hablado con una señorita civilizada, ni sabía que existiera.

–Lo mismo me ocurre a mí, señor. Nunca había hablado con un portugués civilizado, aparte un santo padre. Nosotros somos japoneses, no japos. Y los monos son animales, ¿no?

–Claro -dijo el contramaestre, mostrando los dientes rotos-. Hablas como una dama. No he querido ofenderte, señorita.

Blackthorne empezó a murmurar. Ella se acercó a la litera y lo sacudió delicadamente.

–¡Anjín-san! ¡Anjín-san!

–Sí… ¿Sí? – farfulló Blackthorne abriendo los ojos-. ¡Ah! Hola… Lo siento… Yo…

El dolor de cabeza y las vueltas que daba el camarote le obligaron a tumbarse de nuevo.

–Por favor, llama a un criado. Hay que lavarlo.

–Aquí hay esclavos, pero no para esto, señorita. Deja en paz al inglés. ¿Qué es un poco de vómito para un hereje?

–¿No hay criados? – preguntó ella, asombrada.

–Tenemos esclavos, negros, bastardos, pero son perezosos. Yo no me dejaría lavar por uno de ellos -añadió, con una mueca.

Mariko comprendió que no tenía otra alternativa. El señor Toranaga podía necesitar a Anjín-san inmediatamente. Era su deber.

–Entonces, necesito agua -dijo-. Para lavarlo.

–Hay un barril debajo de la escalera. En la cubierta inferior.

–Por favor, di que me traigan un poco.

–Envíalo a él -dijo el contramaestre señalando a Kana.

–No. Sírvete traerla tú. En seguida.

–¿Eres su barragana? – dijo él mirando a Blackthorne.

–¿Qué?

–La barragana del inglés.

–¿Qué es una barragana, señor?

–Su mujer. Su amiga, su novia, su querida.

–No. No, señor. No soy su barragana.

–Entonces, ¿lo eres de ese mo… de ese samurai? ¿O tal vez del rey, del que acaba de subir a bordo, Tora-como-se-llame? ¿Eres una de sus mancebas?

–No.

–¿Ni de nadie de a bordo?

Ella negó con la cabeza.

–Por favor, un poco de agua.

El contramaestre asintió con la cabeza y salió.

–Es el hombre más feo y más apestoso que jamás haya visto -dijo el samurai-. ¿Qué te decía?

–Pues… me ha preguntado si yo era una de las consortes del capitán.

El samurai se dirigió a la puerta.

–¡Kana-san!

–Exijo el derecho a vengar este insulto en nombre de tu mando. ¡Inmediatamente! ¡Suponer que tú eres capaz de cohabitar con un bárbaro…!

–¡Kana-san! Por favor, cierra la puerta.

–¡Tú eres Toda Mariko-san! ¿Cómo se ha atrevido a insultarte? ¡La ofensa debe ser lavada!

–Lo será, Kana-san, y te doy las gracias. Te confiero el derecho. Pero aquí estamos a las órdenes del señor Toranaga. Mientras él no dé su aprobación, no debes hacer nada.

Kana cerró la puerta de mala gana.

–De acuerdo. Pero te pido formalmente que solicites la autorización del señor Toranaga antes de marcharnos.

–Sí. Gracias por preocuparte tanto por mi honor.

«¿Qué haría Kana si supiese todo lo que se ha dicho? – se preguntó horrorizada-. ¿Y qué haría el señor Toranaga? ¿O Hiro-matsu? ¿O mi marido?» Para calmar la ira de Kana, cambió rápidamente de tema:

–Anjín-san parece un hombre desvalido. Como un niño. Por lo visto, los bárbaros no pueden digerir el vino. Lo mismo que algunos de nuestros hombres.

–Sí. Pero no ha sido el vino. No puede ser. Es lo que ha comido.

Blackthorne se removió inquieto pugnando por recobrar la conciencia.

–No tienen servidores en este barco, Kana-san. Por consiguiente, tendré que hacer de doncella de Anjín-san -dijo Mariko, y empezó a desnudar a Blackthorne, torpemente a causa de su brazo.

–Deja que te ayude. Solía hacer esto con mi padre, cuando el saké se le subía a la cabeza.

–Es bueno para el hombre emborracharse de vez en cuando. Así se expulsan los malos espíritus.

–Sí, pero mi padre sufría mucho el día siguiente.

–Mi marido padece mucho durante varios días.

Después de una breve pausa, Kana dijo:

–Permita Buda que el señor Buntaro logre escapar.

Se abrió la puerta, y el contramaestre dejó un balde de agua en el suelo. Le disgustó la desnudez de Blackthorne y sacando una manta de debajo de la litera lo cubrió con ella.

–Pillará un resfriado mortal. Aparte esto, es vergonzoso hacer una cosa así a un hombre, aunque sea ése.

–¿Qué?

–Nada. ¿Cómo te llamas, señorita? – dijo con ojos brillantes.

Ella no contestó. Apartó la manta y lavó a Blackthorne, contenta de poder hacer algo. Cuando hubo terminado, envolvió el quimono y el sucio taparrabo.

–¿Harás que laven esto, señor?

–¿Eh?

–Hay que lavarlo en seguida. ¿Puedes llamar a un esclavo?

–Ya te he dicho que son un puñado de perezosos negros bastardos. Tardarían una semana o más. Tíralo, señorita, pues no vale la pena. Nuestro capitán Rodrigues me dijo que le diese ropa adecuada. Mira -dijo abriendo un armario-. Ropa de ésta.

–Yo no sé vestir a un hombre con esas prendas.

Sin embargo, entre ella y el samurai, y bajo la dirección del contramaestre, consiguieron vestirle. Mariko se apartó un mechón de cabellos que le tapaba los ojos.

–Señor, ¿está correctamente vestido Anjín-san?

–Sí. Sólo faltan las botas. Aquí están. Pero esto puede esperar.

El contramaestre se acercó a ella temblándole las aletas de la nariz. Bajó la voz, manteniéndose de espaldas al samurai.

–¿Quieres que juguemos un poco?

–¿Qué?

–Me gustas, señorita. ¿Qué dices? Hay un catre en el camarote contiguo. Envía a tu amigo a cubierta. El inglés tardará una hora en reponerse. Pagaré lo de costumbre.

–¿Qué?

–Te ganarás una moneda de cobre… Incluso tres si te portas bien. ¿Qué dices?

El samurai vio el horror pintado en la cara de ella.

–¿Qué pasa, Mariko-san?

–Él… ha dicho…

Kana desenvainó inmediatamente el sable, pero el otro le apuntó con dos pistolas con el gatillo levantado. A pesar de todo, se dispuso a atacar.

–¡Alto, Kana-san! – jadeó Mariko-. El señor Toranaga prohibió cualquier ataque si él no lo ordenaba.

–¡Vamos, acércate si te atreves, mono del diablo! Y tú, dile a ese mono que envaine el sable si no quiere que le vuele la cabeza en un santiamén.

Mariko estaba a un pie de distancia del contramaestre. Tenía la diestra introducida en su obi tocando el puño de su estilete con la palma. Pero recordó su deber y sacó la mano.

–Envaina tu sable, Kana-san, por favor. Debemos obedecer al señor Toranaga. Debemos obedecerle.

Haciendo un supremo esfuerzo, Kana obedeció.

–¡Me entran ganas de mandarte al infierno, japo!

–Disculpadle, señor, y también a mí -dijo Mariko tratando de parecer cortés-. Ha sido una equivocación…

–Disculpadle, señor. Lo siento.

El hombre se humedeció los labios.

–Lo olvidaré si eres amable, Florecilla. Entra en el camarote contiguo, dile a ese mono… que se quede aquí, y lo olvidaré.

–¿Cómo… cómo os llamáis, señor?

–Pesaro. Manuel Pesaro. ¿Por qué?

–Por nada. Disculpad el error, señor Pesaro.

–Métete en el otro camarote. En seguida.

–¿Qué sucede? ¿Qué…?

Blackthorne no sabía si estaba despierto o si todo era una pesadilla, pero presintió el peligro. ¿Qué pasa?

–¡Ese apestoso japo me ha atacado!

–Ha sido una equivocación, Anjín-san -dijo Mariko-. Ya… ya le he pedido excusas al señor Pesaro.

–¿Mariko? ¿Eres tú, Mariko-san?

–Hai, Anjín-san. Honto. Honto.

Ella se acercó. El contramaestre seguía apuntando a Kana. Ella tuvo que pasar rozándolo y le costó un esfuerzo aún mayor no sacar el cuchillo y clavárselo en el pecho. En el mismo momento, se abrió la puerta. El joven timonel entró en el camarote con un cubo de agua. Al ver las pistolas abrió unos ojos como naranjas y echó a correr.

–¿Dónde está Rodrigues? – preguntó Blackthorne tratando de poner orden en sus ideas.

–Arriba, donde debe estar un buen capitán -dijo el contramaestre con voz áspera-. Ese japo me ha atacado.

–Ayudadme a subir a cubierta -dijo Blackthorne agarrándose a los lados de la litera.

Mariko lo cogió del brazo, pero no pudo levantarlo.

El contramaestre señaló a Kana con una de sus pistolas.

–Dile que lo ayude. Y dile que si hay un Dios en el cielo, estará colgando de una verga antes de una hora.

El primer piloto, Santiago, separó el oído del agujero secreto de la pared del camarote grande en el momento en que Dell'Aqua hubo dicho: «Todo está arreglado.» Sin hacer ruido cruzó el oscuro camarote, salió al pasillo y cerró cuidadosamente la puerta. Era un hombre alto y enjuto, de cara avispada y con el cabello recogido en una coleta. Su ropa estaba limpia, y, como la mayoría de los marineros, iba descalzo. Subió rápidamente la escalera, cruzó corriendo la cubierta principal y subió al alcázar, donde estaba Rodrigues hablando con Mariko. Se excusó y se inclinó para acercar la boca al oído de Rodrigues y empezó a contarle todo lo que había oído -y que le habían enviado a escuchar-, de manera que no pudiesen enterarse los otros que estaban en el alcázar.

Blackthorne hallábase sentado en la popa, apoyado en la borda y descansando la cabeza sobre las rodillas encogidas. Mariko estaba sentada muy tiesa frente a Rodrigues, al estilo japonés, y Kana, el samurai, se mantenía a su lado. Unos marineros armados bullían en cubierta y en las cofas, y otros dos estaban al timón. El barco permanecía de cara al viento, bajo un aire suave y en una noche límpida, aunque habían aumentado los nimbos anunciadores de lluvia. A unas cien yardas de él estaba la galera, de costado y a merced de los cañones, con los remos recogidos, a excepción de dos por banda para contrarrestar el impulso de la ligera marea. Las barcas de pesca llenas de samurais hostiles estaban más cerca una de otra, pero todavía no se tocaban.

Mariko observaba a Rodrigues y al piloto. No podía oír lo que decían, pero, aunque hubiese podido oírlo, su educación la abría obligado a cerrar los oídos. En las casas de papel, la intimidad era imposible sin cortesía y consideración, y como la vida civilizada no podía existir sin intimidad, todos los japoneses eran educados para hacer oídos sordos. Para bien de todos.

Cuando ella había subido a cubierta con Blackthorne, Rodrigues había escuchado la explicación del contramaestre y las balbucientes aclaraciones de Mariko en el sentido de que la culpa había sido suya, de que había interpretado mal lo que había dicho aquél, y de que ella había sido la causa de que Kana desenvainara el sable para proteger su honor. El contramaestre había escuchado con sonrisa burlona y sin dejar de apuntar con las pistolas a la espalda del samurai.

–Yo sólo le he preguntado si era la barragana del inglés, al ver la tranquilidad con que lo lavaba y lo vestía.

–Guarda tus pistolas, contramaestre.

–Es peligroso. ¡Hay que atarlo!

–Yo lo vigilaré. Y ahora, vete.

–Ese mono me habría matado si yo no hubiese sido más rápido. Hay que colgarlo de una verga. ¡Es lo que hacemos en Nagasaki!

–Aquí no estamos en Nagasaki. ¡Vete en seguida!

Cuando el contramaestre se hubo marchado, Rodrigues preguntó:

–¿Qué os dijo, señora? De verdad.

–Nada, señor. Os lo ruego.

–Pido disculpas por la insolencia de ese hombre con vos y con el samurai. Por favor, decidle al samurai que le pido perdón. Y a vos os pido que olvidéis las ofensas del contramaestre. Si tuviésemos jaleo a bordo, sería en perjuicio de vuestro señor y del mío. Os prometo que le ajustaré las cuentas a mi manera en el momento oportuno.

Ella había hablado con Kana y éste había acabado por dejarse persuadir.

–Kana-san dice que está bien, pero que si un día se tropieza con el contramaestre Pesaro en tierra, le cortará la cabeza.

–¡Bien dicho! Sí. Domo-arigato, Kana-san -dijo Rodrigues con una sonrisa-, y domo arigato goziemashita, Mariko-san.

–¿Habláis japonés?

–¡Oh, no! Sólo unas pocas palabras. Tengo una esposa en Nagasaki.

–¿Lleváis mucho tiempo en el Japón?

–Salí en dos ocasiones de Lisboa. En conjunto, he pasado siete años en estas aguas, aquí y en viajes de ida y vuelta a Macao y a Goa… No hagáis caso de ese hombre, es eta. Pero Buda dijo que incluso los eta tienen derecho a la vida. ¿neh?

–Desde luego -dijo Mariko, aunque había grabado para siempre la cara y el nombre del contramaestre en su memoria.

–Mi esposa habla un poco el portugués, pero no tan perfectamente como vos ni mucho menos. ¿Sois cristiana?

–Sí.

–Mi esposa es conversa. Su padre es samurai, pero poco importante. Su señor feudal es el señor Kiyama.

–Es muy afortunada de tener un marido como vos -dijo Mariko cortésmente, pero preguntándose cómo había podido ella casarse y vivir con un bárbaro-. La señora, vuestra esposa, ¿come carne como la que hay en el camarote?

–No -respondió Rodrigues, echándose a reír y mostrando unos dientes blancos y finos y firmes-. Y en mi casa de Nagasaki, yo tampoco como carne. Lo hago en el mar y en Europa. Es nuestra costumbre. Y también lo era vuestra, mil años antes de Buda, ¿neh? Antes de que viniese Buda para mostrar al Tao, el Camino, todo el mundo comía carne. Incluso aquí, señora. Incluso aquí. Pero ahora algunos de nosotros hemos aprendido algo, ¿neh?

Mariko reflexionó sobre esto. Después dijo:

–¿Acaso todos los portugueses nos llaman monos y japos a espaldas nuestras?

Rodrigues tiró de un arete que llevaba.

–¿Y acaso vosotros no nos llamáis bárbaros? Incluso a la cara. Y somos civilizados, o al menos nos imaginamos serlo, señora. En la India, la tierra de Buda, llaman «Diablos del Este» a los japoneses, y no dejan desembarcar a ninguno que vaya armado. Vosotros llamáis «negros» a los indios y decís que no son humanos. ¿Cómo llaman los chinos a los japoneses? ¿Cómo llamáis vosotros a los chinos? ¿Y también a los coreanos? Comedores de ajos, ¿neh?

–Creo que esto no gustaría al señor Toranaga. Ni al señor Hiro-matsu, ni siquiera al padre de vuestra esposa.

–El buen Jesús dijo: «Veis la paja en el ojo del vecino y no veis la viga en el vuestro.»

Ella volvió a pensar en esto observando cómo el primer piloto murmuraba al oído del capitán portugués. «Es verdad. Nosotros nos burlamos de los demás, pero somos ciudadanos del País de los Dioses y, por tanto, especialmente elegidos por los dioses. Sólo nuestro pueblo está protegido por un emperador divino. Por tanto, ¿no somos absolutamente únicos y superiores a los demás? ¿Y si se es japonés y cristiano? No lo sé. Virgen Santa, dame comprensión. Ese capitán Rodrigues es tan extraño como el capitán inglés. ¿Por qué son tan especiales? ¿Será por su adiestramiento? Hacen cosas increíbles, ¿neh? ¿Cómo pueden navegar alrededor del mundo y surcar los mares con la misma facilidad con que nosotros andamos por la tierra? ¿Podría la esposa de Rodrigues darme la respuesta? Me gustaría conocerla y hablar con ella.

El piloto bajó aún más la voz.

–¿Qué ha dicho? – exclamó Rodrigues lanzando una involuntaria imprecación.

Mariko trató de escuchar a pesar suyo. Pero no pudo oír lo que repitió el piloto. Entonces vio que los dos miraban a Blackthorne y siguió su mirada, turbada por su preocupación.

–¿Qué más ha ocurrido, Santiago? – preguntó Rodrigues cautelosamente recordando la presencia de Mariko.

El piloto se lo dijo en un murmullo casi inaudible.

–¿Cuánto tiempo estarán abajo?

–Estaban brindando. Por su trato.

–¡Bastardos! – Rodrigues agarró al piloto por la camisa.– ¡Ni una palabra de esto! ¡Júralo por tu vida!

–No hace falta decirlo, capitán.

–Siempre hace falta -repuso Rodrigues mirando a Blackthorne-. ¡Despiértalo!

El piloto se acercó a él y lo sacudió bruscamente.

–¿Qué es eso? ¿Eh?

–¡Pégale!

Santiago le dio una bofetada.

–¡Por Jesucristo que…!

Blackthorne se puso de pie, congestionado el semblante, pero se tambaleó y cayó al suelo.

–¡Maldito inglés! ¡Despierta! – Rodrigues llamó, furioso, a los dos timoneles-. ¡Arrojadlo por la borda!

–¿Eh?

–¡Ahora mismo!

Mientras los dos hombres lo cogían apresuradamente, Mariko dijo:

–Capitán Rodrigues, no debéis…

Pero antes de que ella o Kana pudiesen intervenir, Blackthorne había sido arrojado por la borda. Cayó desde una altura de veinte pies, levantando una nube de espuma, y desapareció. Pero surgió al cabo de un momento, tosiendo y boqueando, golpeando el agua y despejada la cabeza por el frío.

Ayudado por Mariko, Rodrigues se levantó de la silla y se asomó a la barandilla. Blackthorne seguía tosiendo, pero braceaba en dirección al costado del barco, maldiciendo a los que lo habían arrojado al agua. Rodrigues le gritó:

–¡No te acerques a mi barco!

Después ordenó al primer piloto:

–Toma el bote, recoge al inglés y llévalo a la galera. De prisa. Dile… -Y bajó la voz.

–¡Capitán! – dijo Mariko-. Anjín-san está bajo la protección del señor Toranaga. Pido que sea subido a bordo en seguida.

–Un momento, Mariko-san. – Rodrigues siguió murmurando a Santiago, el cual asintió con la cabeza y se alejó corriendo.– Lo siento, Mariko-san, gomen kudasai, pero era urgente. Había que despertar al inglés. Yo sabía que él sabe nadar. ¡Tiene que estar alerta y no puede perder tiempo!

–¿Por qué?

–Soy su amigo. ¿Os lo dijo él?

–Sí. Pero Inglaterra y Portugal están en guerra.

–Los marinos debemos estar por encima de la guerra.

–Entonces, ¿a quién debéis fidelidad?

–A la bandera.

–¿Queréis decir a vuestro rey?

–Sí y no, señora. Yo le debía la vida al inglés. – Rodrigues observaba la lancha.– Mantén la dirección. Ahora, ponte a favor del viento -ordenó al timonel.

–Sí, señor.

Rodrigues y Mariko observaban la lancha. Los hombres sacaron a Blackthorne del agua y empezaron a remar de firme en dirección a la galera.

–¿Qué le habéis dicho, señor? – preguntó Mariko.

–¿A quién?

–Al hombre al que habéis enviado en busca de Anjín-san.

–Sólo que le diera recuerdos al inglés -respondió él con un tono de despreocupación.

Ella lo tradujo a Kana.

Cuando Rodrigues vio la lancha junto a la galera empezó a respirar de nuevo. «Santa María, Madre de Dios…»

El capitán general y los jesuítas subieron a cubierta. Toranaga y sus guardias los seguían.

–¡Rodrigues, lanzad el bote! Los padres se dirigen a tierra -dijo Ferriera.

–¿Y después?

–Zarparemos. Rumbo a Yedo.

–¿Por qué a Yedo? ¿No íbamos a Macao? – replicó Rodrigues fingiendo una absoluta inocencia.

–Primero llevaremos a Toranaga a su ciudad.

–¿Qué? ¿Y la galera?

–Se quedará aquí o se abrirá paso luchando.

Rodrigues pareció más sorprendido aún. Miró la galera y después a Mariko. Y vio sus ojos acusadores.

–Matsu -le dijo el capitán en voz baja.

–¿Qué? – preguntó el padre Alvito -. ¿Paciencia? ¿Por qué tiene que tener paciencia, Rodrigues?

–Estaba rezando una avemaria, padre. Y le decía a la señora que es buena cosa para aprender a tener paciencia.

Ferriera miraba la galera.

–¿Qué hace allí nuestro bote?

–He enviado al inglés a la galera.

–¿Qué?

–He enviado el inglés a la galera. ¿Qué ocurre, capitán general? El inglés me ha insultado y lo he echado por la borda. Habría dejado que se ahogase, pero sabe nadar. Por consiguiente, he enviado el piloto a recogerlo y le he dicho que lo llevara a su barco, ya que parece gozar del favor del señor Toranaga. ¿Hay algo malo en ello?

–Traedlo de nuevo aquí.

–Tendría que enviar hombres armados para el abordaje. Gritaba y maldecía como un diablo del infierno. Esta vez no vendrá de buen grado.

–Quiero que vuelva aquí.

–¿Cuál es el problema? ¿No dijisteis que la galera iba a quedarse o tendría que luchar? En todo caso, el inglés está con el agua al cuello. ¡Buena cosa! ¿Qué necesidad tenemos de esa escoria? Seguro que los padres prefieren tenerlo lejos de su vista. ¿No es así, padre?

Dell'Aqua no respondió. Esto alteraba el plan que Ferriera había propuesto y que había sido aceptado por ellos y por Toranaga. Los sacerdotes irían en seguida a tierra para aplacar a Ishido, a Kiyama y a Onoshi afirmando que habían creído la historia de Toranaga sobre los piratas y que no sabían que éste se hubiese «escapado» del castillo. Mientras tanto, la fragata se dirigía a la boca del puerto dejando la galera como cebo a las barcas de pesca. Si se producía un ataque abierto contra la fragata, ésta lo rechazaría a cañonazos.

El Visitador apoyó amablemente una mano en el hombro de Ferriera y volvió la espalda a la galera.

–Tal vez es mejor que el hereje esté allí -dijo, y pensó: «¡Qué extraños son los caminos de Dios!.»

Ferriera hubiera querido oponerse. Él quería verlo ahogarse. Un hombre al agua cuando empieza a amanecer… No deja rastro, no hay testigos, es fácil. Toranaga no se habría enterado de nada. Un trágico accidente, y nada más. Era la suerte que se merecía Blackthorne.

–¿Nan ja? – preguntó Toranaga.

El padre Alvito le dijo que el capitán estaba en la galera y le explicó la razón. Toranaga se volvió a Mariko, la cual asintió con la cabeza y añadió lo que había dicho Rodrigues con anterioridad.

Toranaga se acercó a la borda y atisbó en la oscuridad. Más barcas de pesca eran lanzadas en la playa norte, y las otras estarían muy pronto en su sitio. Sabía que Anjín-san era un engorro político y aquello era una manera fácil de desprenderse de él. Pero, ¿lo quería realmente?

«Es karma -pensó- que Anjín-san esté en la galera y no aquí, donde estaría a salvo. ¿Neh? Anjín-san se hundirá con el barco, junto con Yabú y los otros y las armas y esto también es karma. Puedo perder los mosquetes. Puedo perder a Yabú. Pero, ¿a Anjín-san?

»Sí.

«Porque tengo en reserva otros ocho extraños bárbaros, y tal vez sus conocimientos colectivos sean iguales o superiores a los de ese hombre. Lo importante es volver a Yedo lo más rápidamente posible para preparar la guerra, que es ya inevitable.»

–Es karma, Tsukku-san. ¿Neh?

–Sí, señor. – Alvito contempló, satisfecho, al capitán general.– El señor Toranaga sugiere que no se haga nada. Es la voluntad de Dios.

–¿De veras?

De pronto empezó a sonar el tambor de la galera. Los remos mordieron furiosamente el agua.

–Por el amor de Dios, ¿qué están haciendo? – gritó Ferriera.

Y entonces, mientras veían alejarse la galera, el pabellón de Toranaga fue arriado lentamente de la verga.

–Parece como si quisieran anunciar a todas las malditas barcas de pesca del puerto que el señor Toranaga no está ya a bordo -dijo Rodrigues.

–¿Qué va a hacer él?

–No lo sé.

–¿No lo sabéis? – preguntó Ferriera.

–No. Pero si yo estuviera en su lugar pondría rumbo al mar abierto y dejaría a la fragata en el atolladero… o al menos lo intentaría. Es como si el inglés nos apuntase con el dedo. ¿Qué hacemos ahora?

–Poned rumbo a Yedo.

El capitán general habría querido añadir: «Y si abordáis la galera, tanto mejor.» Pero no lo hizo porque Mariko estaba escuchando.

Los curas se dirigieron a tierra en la lancha, muy aliviados.

–¡Izad las velas! – gritó Rodrigues-. ¡Rumbo Sur-Sudoeste!

–Señora, tened la bondad de decirle al señor Toranaga que estaría más seguro abajo -dijo Ferriera.

–Él os da las gracias, pero dice que se quedará aquí.

Feirrera se encogió de hombros y se acercó al borde del alcázar.

–¡Cargad los cañones! ¡Con metralla! ¡Posición de combate!

CAPITULO XXVIII

–¡Isogi! – gritó Blackthorne apremiando al tambor para que acelerase el ritmo.

Se volvió a mirar la fragata que se les venía encima con todas las velas desplegadas y calculó la próxima virada que debería hacer. Debido al viento, la fragata tenía que dar varias bordadas para llegar a la boca del puerto, mientras que la galera podía maniobrar a voluntad. En cambio, la galera les aventajaba en velocidad.

Yabú volvía a hablarle, pero él no le prestó atención.

–No comprendo, wakarimasen, Yabú-san. Escucha. Toranaga me dijo: Anjín-san, ¡ichi-ban ima! ¡Ahora soy primer capitán-san! ¿Wakarimasu ka, Yabú-san?

Señaló el rumbo en la brújula al capitán japonés, el cual gesticuló al ver que la fragata, ahora a menos de cincuenta yardas de ellos, los alcanzaba rápidamente.

–¡Mantén el rumbo, por Dios! – dijo.

La brisa enfriaba su ropa mojada dándole escalofríos, pero contribuyendo a aclarar sus ideas. Miró el cielo. No había nubes cerca de la Luna brillante, y el viento era favorable. «Por ahí no hay peligro -pensó-. ¡Quiera Dios que la Luna siga brillando hasta que hayamos pasado!.»

–¡Eh, capitán! – gritó en inglés, sabiendo que lo mismo daba que hablase inglés o portugués, holandés o latín-. Manda que me traigan saké. ¡Saké! ¿Wakarimasu ka?

–Hein, Anjín-san.

Un marinero salió corriendo y, al mirar por encima del hombro, se quedó aterrorizado al ver el tamaño de la fragata y la velocidad con que se acercaba. Blackthorne mantuvo el rumbo tratando de obligar a la fragata a virar antes de ganar todo el espacio a barlovento. Pero ésta no se desvió y avanzó directamente sobre él. En el último segundo, Blackthorne se apartó de su camino y el bauprés de la fragata casi rozó su castillo de popa.

Entonces, la fragata viró en dirección a la costa más lejana, donde tendría que virar de nuevo para correr viento en popa, antes de dar una última bordada y dirigirse a la boca del puerto.

Por un instante, las dos embarcaciones estuvieron tan cerca la una de la otra que casi se tocaron. Después, la fragata se alejó, haciendo bailar a la galera en el oleaje.

–¡Isogi, isogi, por Dios!

Los remeros redoblaron su esfuerzo y Blackthorne ordenó por señas que se pusieran más hombres a los remos hasta agotar todas las reservas. Tenían que llegar a la boca del puerto antes que la fragata, o estarían perdidos.

La galera devoraba la distancia. Pero lo propio hacía la fragata.

Entonces llegó el saké, pero la joven que había auxiliado a Mariko lo tomó de las manos del marinero y lo ofreció a Blackthorne con unos ademanes inseguros. Había permanecido valientemente sobrecubierta, aunque saltaba a la vista que aquél no era su elemento. Sus manos eran fuertes, iba muy bien peinada y llevaba un rico quimono, pulcro y elegante. La galera cabeceó y la muchacha se tambaleó y dejó caer la taza. Su cara no cambió, pero enrojeció de vergüenza.

–No ha sido nada – dijo él al agacharse ella para recoger la taza-. No importa. ¿Namae ka?

–Usagi Fujiko, Anjín-san.

–Bien, Fujiko-san. Dámelo. Dozo.

Alargó la mano, asió el frasco y bebió directamente de él, a grandes tragos, ansioso de sentir su calor dentro del cuerpo. Después concentró la atención en el nuevo rumbo, sorteando los bajíos de que le había hablado Santiago por orden de Rodrigues.

Ahora tenía la cabeza más clara y se sentía bastante fuerte si tenía cuidado. Pero sabía que, a semejanza del barco, carecía de reservas.

La fragata navegaba bien a barlovento y se adelantó un centenar de yardas en dirección a tierra.

–¡Isogi, por Dios! ¡O vamos a perder!

La emoción de la carrera y de encontrarse de nuevo solo en el puesto de mando -más por su fuerza de voluntad que por sus condiciones-, unida al raro privilegio de tener a Yabú en su poder, le llenaba de maligna satisfacción. «Si no fuese porque la embarcación se hundiría, y yo con ella, la lanzaría contra las rocas para ver cómo te ahogas, Yabú, cara de cerdo. ¡Lo haría por el viejo Pieterzoon! Pero, ¿no salvó Yabú a Rodrigues cuando yo no pude hacerlo? ¿No atacó a los bandidos cuando me tendieron una emboscada? Y esta noche se ha portado como un valiente. Sí, es un cerdo, pero un cerdo valiente. Esta es la pura verdad.»

La joven le ofreció el frasco de saké.

–Domo -dijo él.

Vio que Yabú y el piloto japonés lo miraban fijamente.

–¿Níirc desu ka, Anjín-san? ¿Nan ja?

–¡Ichi-ban! ¡Número uno! – respondió señalando la fragata y apurando el frasco, que fue recogido por Fujiko.

–¿Saké, Anjín-san?

–Domo, ¡iyé!

Los dos barcos estaban ahora muy cerca de las apretujadas barcas de pesca. La galera avanzaba en derechura hacia el paso que habían dejado deliberadamente entre ellas, y la fragata daba la última virada para dirigirse a la entrada del puerto. Aquí el viento era más fresco, al menguar la protección de las puntas de tierra, y a una milla estaba el mar abierto. Las ráfagas hinchaban las velas de la fragata, las cuerdas daban chasquidos como pistoletazos y hervía la espuma en la proa y en la estela.

Los remeros estaban sudorosos y empezaban a flaquear. Un hombre se derrumbó. Y otro. Los cincuenta y pico ronin-samurais ocupaban ya sus posiciones. Al frente, los arqueros de las barcas de pesca, a ambos lados del estrecho canal, armaban sus arcos. Blackthorne vio pequeños braseros en muchas de las barcas y comprendió que iban a lanzarles flechas incendiarias.

Se había preparado para el combate lo mejor que había podido. Yabú había comprendido que tendrían que luchar y también había pensado inmediatamente en las flechas de fuego. Blackthorne había levantado unos mamparos protectores de madera alrededor del timón. Había abierto algunas cajas de mosquetes y había ordenado a los que sabían hacerlo que las cargaran con pólvora y proyectiles. Y había subido algunos barrilitos de pólvora al alcázar y les había puesto mecha.

Cuando Santiago, el primer piloto, lo había ayudado a subir a la lancha, le había dicho que Rodrigues iba a ayudarle, con la gracia de Dios.

–¿Por qué? – había preguntado él.

–Mi capitán me ha dicho que os diga que tuvo que arrojaros por la borda para despejaros la cabeza, señor.

–¿Por qué?

–Porque, según dijo que os dijera, señor capitán, había peligro a bordo del Santa Teresa, peligro para vos.

–¿Qué peligro?

–Tendréis que salir de aquí por vuestros propios medios si podéis. Pero él os ayudará.

–¿Por qué?

–¡Por el amor de Dios! Tened vuestra lengua de hereje y escuchad. Tenemos poco tiempo.

Entonces, el piloto lo había informado de los escollos y los rumbos y el paso del canal, y también del plan. Y le había dado dos pistolas.

–Mi capitán pregunta si sois buen tirador.

–No -mintió.

–Por último dijo que vayáis con Dios.

–Lo mismo os digo a él y a vos.

–Por mí podéis iros al infierno.

Blackthorne había puesto mecha a los barrilitos para el caso de que empezara el bombardeo o no hubiese tal plan o que resultara falso. Incluso un barril tan pequeño con la mecha encendida y empujado hasta el costado de la fragata, la hundiría con la misma seguridad que setenta cañonazos.

La entrada del puerto tenía una anchura de cuatrocientas yardas. El agua era profunda en casi toda su extensión, pues las puntas de tierra surgían verticalmente del mar.

El pasillo entre las barcas de pesca que acechaban era de cien yardas. El Santa Teresa estaba ganando distancia rápidamente. Blackthorne se mantuvo en el centro del canal e hizo una seña a Yabú para que estuviese alerta. Todos los ronin-samurais estaban agazapados detrás de la borda, invisibles, esperando que Blackthorne diese la señal. Yabú mandaría la tropa. Y Anjín-san sería el único que gobernaría el barco.

La fragata estaba a cincuenta yardas a popa, avanzando en la dirección de la galera y dando pruebas de que quería pasar por el centro del canal.

A bordo de la fragata, Ferriera murmuró a Rodrigues:

–Abordad la galera.

–No podemos hacerlo mientras Toranaga y la joven estén aquí.

–¡Señora! – gritó Ferriera-. Señora, sería mejor que vos y vuestro señor fueseis abajo. Estaríais más seguros en la cubierta de los cañones.

Mariko tradujo sus palabras a Toranaga, el cual reflexionó un momento y después empezó a bajar la escalera. En el alcázar, Ferriera repitió:

–¡Abordad la galera, Rodrigues!

–¿Por qué matar a vuestro enemigo si otros se encargan de hacerlo?

–¿Vais a abordarla o no? – preguntó Feirrera, poseído del afán de matar.

–Si permanece donde está, sí.

–Entonces, ¡ojalá siga donde está!

–¿Qué pensabais hacer con el inglés? ¿Por qué os enojasteis tanto al ver que no estaba a bordo?

–No confío en vos, Rodrigues. Dos veces os habéis puesto, o pareció que os poníais, a favor del hereje y contra mí. Si hubiese otro capitán aceptable en toda Asia, os dejaría en tierra, Rodrigues.

–Y os ahogaríais. Oléis a muerto y sólo yo puedo protegeros.

Ferriera se santiguó, pues era supersticioso.

–¡Tú y tu sucia lengua! ¿Cómo te atreves a decir esto?

–Mi madre era gitana y era la séptima hija de un séptimo hijo, como yo.

–¡Embustero!

Rodrigues sonrió y le gritó al timonel:

–Manten el rumbo y, si esa zorra panzuda no se aparta, ¡húndela!

Blackthorne sujetaba con firmeza la rueda del timón, aunque le dolían los brazos y las piernas. El capitán de remeros golpeaba el tambor y los remeros hacían un esfuerzo final.

La fragata estaba ya a veinte yardas a popa, a quince, a diez. Entonces, Blackthorne viró con fuerza a babor. La fragata casi se rozó con ellos. Blackthorne viró después a estribor y mantuvo la galera paralela a la fragata, a diez yardas de distancia. Y juntas, una al lado de la otra, se dispusieron a pasar entre sus enemigos.

–¡Hala, hala, bastardos! – gritó Blackthorne queriendo mantener la posición, pues su única protección era el casco y las velas de la fragata.

Sonaron algunos disparos de mosquete y volaron flechas incendiarias sin causar grandes daños. Sólo algunas, por error, se clavaron en las velas bajas de la fragata prendiéndoles fuego.

Todos los jefes samurais de los botes detuvieron, horrorizados, a sus arqueros. Nadie, hasta entonces, se había atrevido a atacar a un barco de los bárbaros del Sur. ¿Acaso no eran éstos los únicos que traían la seda que hacía soportable el húmedo calor del verano y el frío del invierno y alegraba la primavera y el otoño? ¿No estaban los bárbaros del Sur protegidos por decretos imperiales?

Por esto los jefes samurais contuvieron a sus hombres mientras permaneció la galera bajo las alas protectoras de la fragata. Y sólo cuando los marineros hubieron apagado las llamas empezaron a respirar.

Cuando cesaron las flechas, Blackthorne se sintió también más tranquilo. Y Rodrigues. El plan funcionaba. «Pero mi capitán dice que debéis estar preparado para lo imprevisto», le había dicho Santiago.

–¡Empuja a ese bastardo a un lado! – dijo Ferriera-. ¡Maldición! Os ordené que lo lanzarais contra los monos.

–¡Cinco puntos a babor! – mandó Rodrigues, complaciente. Blackthorne oyó la orden. Inmediatamente giró también cinco grados a babor y se encomendó a Dios. Si Rodrigues mantenía demasiado tiempo el rumbo, chocarían con las barcas de pesca y podía darse por perdido. Si él aflojaba el ritmo y se ponía detrás de la fragata, el enemigo se le echaría encima, tanto si creía que Toranaga estaba a bordo como si no. Tenía que mantenerse al lado de la otra embarcación.

–¡Cinco puntos a estribor! – gritó Rodrigues en el último momento. De nuevo giró Blackthorne cinco grados a estribor para mantener su posición con respecto a la fragata. El piloto comprendió así como los remeros y el jefe de éstos remaron con todas las fuerzas que les quedaban. Yabú ordenó a los ronin-samurais que dejasen los arcos y ayudaran a aquéllos, y él mismo cogió un remo. Sólo les faltaban cien yardas que recorrer. Codo a codo.

Entonces, algunos Grises de las barcas de pesca, más intrépidos que los otros, se cruzaron en su ruta y lanzaron garfios sobre la galera. La proa de ésta chocó con las barcas. Los garfios fueron arrojados por la borda antes de que se clavaran. Los samurais que los sostenían se ahogaron.

–¡Más a babor!

–No me atrevo, capitán general. Toranaga no es tonto, y mirad, ¡hay un escollo al frente!

Ferriera vio el escollo cerca de la última barca de pesca.

–¡Cielos! ¡Arrójalo contra él!

–¡Dos puntos a babor!

De nuevo se desvió la fragata, y lo propio hizo Blackthorne. Este también había visto las rocas. Embistió a otra barca y varias flechas cayeron sobre la galera. Mantuvo el rumbo todo lo que pudo y después gritó para avisar a Rodrigues:

–¡Cinco puntos a estribor!

Rodrigues se apartó, pero manteniéndose un poco en la línea de colisión, cosa no prevista en el plan.

–¡Adelante, bastardo! – gritó, excitado por la caza y por el temor.

Blackthorne tenía que elegir inmediatamente entre las rocas y la fragata. Y eligió.

Giró más a estribor, sacó la pistola y apuntó.

–¡Apártate, por Dios! – gritó, y apretó el gatillo.

La bala silbó sobre el alcázar de la fragata, exactamente entre el capitán general y Rodrigues.

El primero se agachó, y el segundo se estremeció.

–¡Inglés hijo de perra! ¿Ha sido por suerte? ¿Lo has hecho adrede o has tirado a matar?

Vio la segunda pistola en la mano de Blackthorne y que Toranaga lo estaba mirando.

«¡Santa Madre de Dios! ¿Qué debo hacer? ¿Seguir el plan o cambiarlo? ¿Debo matar al inglés en bien de todos? ¿Sí o no? Tú debes decidir, Rodrigues.»

–¡Timón a estribor! – gritó cediendo el paso a la galera.

–Mi señor pregunta por qué estuvisteis a punto de abordar la galera.

–No ha sido más que un juego, señora, un juego de marinos. Para probar sus nervios.

–¿Y el disparo?

–Otro juego… para probar los míos.

–Mi señor dice que estos juegos son una tontería.

–Por favor, presentadle mis excusas. Lo importante es que él está a salvo y también la galera, y me alegro. Honto.

–¿Convinisteis esta escapada, este ardid, con Anjín-san?

–Ocurrió que él es muy listo y calculó bien el tiempo. La luna iluminó su ruta, el mar le favoreció y nadie cometió el menor error.

–Pero, ¿por qué no lo han echado a pique los enemigos?

–No lo sé. Sin duda ha sido por voluntad de Dios.

–¿De veras? – preguntó Ferriera sin volverse, mirando la galera que les seguía a popa.

Estaban a salvo y habían dejado muy atrás la boca del puerto. Navegaban sin prisa. La mayor parte de los remos de la galera habían sido retirados temporalmente, dejando sólo los necesarios para avanzar tranquilamente mientras se recuperaba la mayoría de los remeros.

Rodrigues no prestó atención a Ferriera y sí a Toranaga. Durante la carrera lo había observado minuciosamente. El hombre se había fijado en todo y no había dejado de hacer preguntas, por medio de Mariko, al piloto o a los marineros. ¿Para qué servía esto? ¿Cómo se cargaba un cañón? ¿Cuánta pólvora? ¿Cómo se disparaban? ¿Qué objeto tenían las cuerdas?

–Mi señor os da las gracias por haberle dejado utilizar vuestro barco. Ahora quiere volver al suyo.

–¿Qué? – dijo Ferriera volviéndose en redondo-. Llegaremos a Yedo mucho antes que la galera. Será un placer para nosotros que el señor Toranaga continúe a bordo.

–El señor Toranaga os da las gracias, pero desea volver en seguida a su barco.

–Muy bien. Haced lo que él dice, Rodrigues. Avisad a la galera y bajad el bote. – Ferriera estaba contrariado. Tenía ganas de visitar Yedo y quería conocer mejor a Toranaga, ya que buena parte de su futuro dependía de él. No creía lo que había dicho Toranaga sobre los medios de evitar la guerra. «Estamos en guerra, al lado de ese mono y contra Ishido, nos guste o no nos guste.» Y a él no le gustaba.– Sentiré verme privado de la compañía del señor Toranaga.

–Mi señor os da las gracias -dijo Mariko. Y, volviéndose hacia Rodrigues, añadió-: Mi señor dice que os recompensará por la galera cuando volváis con el Buque Negro.

–No vale la pena. Sólo he cumplido mi deber. Perdonad que no me levante de la silla… Mi pierna, ¿neh? Id con Dios.

–Gracias, capitán. Quedad con él.

Al bajar cansadamente la escalerilla, detrás de Toranaga, Mariko advirtió que Pesaro mandaba el bote. Se le puso la piel de gallina y casi tembló. Pero logró dominarse y agradeció a Toranaga que los hubiera sacado del apestoso barco.

En el alcázar, Ferriera se detuvo ante Rodrigues y señaló la galera.

–Os arrepentiréis de haberle perdonado la vida.

–Su vida está en manos de Dios. El inglés es un capitán «aceptable» si se prescinde de su religión, capitán general.

–Ya lo he pensado.

–¿Y bien?

–Cuanto antes lleguemos a Macao, tanto mejor. Procurad que sea así, Rodrigues -dijo Feirrera, y se marchó.

La pierna le dolía mucho a Rodrigues. Tomó un trago de ron.

–¡Que Ferriera se vaya al infierno! – gruñó-. Pero, por favor, no antes de que lleguemos a Lisboa.

El viento cambió ligeramente y una nube se acercó a la aureola de la Luna. La lluvia no estaba lejos y la aurora empezaba a teñir el cielo. Rodrigues puso toda su atención en el barco, en sus velas y en su posición. Cuando quedó enteramente satisfecho, observó el bote y, por último, la galera.

Bebió más ron, contento de que su plan hubiese funcionado tan bien. Incluido el pistoletazo que había puesto fin a la cuestión. Y se alegraba de la decisión que había tomado.

–Pero, a pesar de todo, inglés -dijo, con profunda tristeza-, el capitán general tiene razón. Contigo, la herejía ha llegado al Edén.

CAPITULO XXIX

–¿Anjín-san?

–¿Hai? – dijo Blackthorne saliendo de su profundo sueño.

–Te traemos comida. Y cha.

Vio a una doncella con una bandeja y a Mariko, que ya no llevaba el brazo en cabestrillo, a su lado. Y se dio cuenta de que yacía en la litera del capitán, la misma que había empleado durante el viaje de Rodrigues desde Anjiro a Osaka y que, en cierto modo, le resultaba casi tan familiar como la suya a bordo del Erasmus. ¡El Erasmus! Sería estupendo volver a estar en él y ver de nuevo a los muchachos.

Se estiró, satisfecho, y tomó la taza que Mariko le ofrecía.

–Gracias. Esto es delicioso. ¿Cómo va el brazo?

–Mucho mejor, gracias -dijo Mariko moviéndolo para demostrarlo-. Sólo fue una herida superficial.

Blackthorne se estiró de nuevo y abrió un tragaluz. Se veía una costa rocosa a unas doscientas yardas de distancia.

–¿Dónde estamos?

–Frente a la costa de la provincia de Totomi, Anjín-san. El señor Toranaga quiso nadar un poco y dejar descansar unas horas a los remeros. Mañana estaremos en Anjiro.

–¿La aldea de pescadores? Es imposible. Ahora es casi mediodía, y al amanecer estábamos frente a Osaka. ¡Es imposible!

–¡Ah! Esto fue ayer, Anjín-san. Has estado durmiendo un día y una noche y la mitad de otro día -respondió ella-. El señor Toranaga dijo que te dejásemos dormir. Ahora piensa que nadar un poco te ayudaría a despabilarte. Después de comer.

La comida consistía en dos tazones de arroz y pescado asado, con una salsa oscura, salada y avinagrada que, según le había dicho ella, se hacía con alubias fermentadas.

–Gracias… Sí, me gustará nadar un poco. ¿He dormido casi treinta y seis horas? No es extraño que me sienta perfectamente.

Tomó la bandeja de manos de la doncella. Estaba hambriento, pero no comió en seguida.

–¿Por qué tiene miedo esa muchacha? – preguntó.

–No lo tiene, Anjín-san. Sólo está un poco nerviosa. Nunca había visto tan de cerca a un extranjero.

–Dile que cuando hay Luna llena, los bárbaros echan llamas por la boca y les salen cuernos.

–¡Líbrame Dios de hacerlo! – rió Mariko, y señaló la mesita-. Allí hay polvo para los dientes, un cepillo, agua y toallas limpias. Me alegro de que estés bien. Y es cierto lo que decían. Tienes mucho valor.

Sus miradas se cruzaron un momento. Después, ella hizo una cortés reverencia y la doncella la imitó. La puerta se cerró detrás de ambas.

«No pienses en ella -se dijo-. Piensa en Toranaga o en Anjiro. ¿Por qué nos detenemos mañana en Anjiro? ¿Para desembarcar a Yabú? ¡Buena carga nos quitaríamos de encima! Omi estará en Anjiro. ¿Y bien? ¿Por qué no pido a Toranaga la cabeza de Omi? Me debe algunos favores. ¿O por qué no le pido que me deje desafiar a Omi-san? Pero, ¿cómo? ¿A sable o a pistola? A sable no tengo la menor probabilidad a mi favor, y con pistola sería un asesinato. Es mejor no hacer nada y esperar.»

Blackthorne empleaba los palillos como había visto manejarlos a los hombres de la cárcel, levantando el tazón de arroz hasta los labios y empujando los granos del borde de la taza a la boca con los palitos. Los trozos de pescado resultaban más difíciles. Todavía no era lo bastante diestro Por consiguiente, empleó los dedos alegrándose de estar solo, porque sabía que comer con los dedos habría sido una descortesía en presencia de Mariko, de Toranaga y de cualquier japonés.

Cuando lo hubo despachado todo, notó que seguía teniendo hambre.

«Ve a buscar más comida -se dijo en voz alta-. ¡Dios mío! ¡Cuánto daría por un poco de pan tierno y unos huevos fritos con mantequilla y un trozo de queso…!.»

Subió a cubierta. Casi todos estaban desnudos. Algunos de los hombres se secaban, otros tomaban un baño de sol y unos cuantos se lanzaban al agua desde la borda. En el mar, junto al barco, samurais y marineros nadaban o se rociaban como niños.

–Konnichi wa, Anjín-san.

–Konnichi wa, Toranaga-sama -dijo él.

Toranaga, completamente desnudo, subía la escala que había sido bajada hasta el mar.

–¿Sonata wa oyogitamo ka? – dijo, señalando el mar y sacudiéndose el agua bajo el sol brillante.

–Hai, Toranaga-sama, domo -replicó Blackthorne, suponiendo que le preguntaba si quería nadar.

Toranaga señaló de nuevo el mar, dijo unas palabras y llamó a Mariko para que hiciera de intérprete.

–Toranaga-sama dice que pareces muy descansado, Anjín-san. El agua es vigorosa.

–Vigorizadora -la corrigió él, amablemente-. Sí.

–¡Oh, gracias! Vigorizadora. Él te invita a nadar.

Toranaga estaba tranquilamente apoyado en la borda secándose el agua de las orejas con una toalla pequeña. Al no destapársele el oído izquierdo, dobló la cabeza y golpeó el suelo con el talón izquierdo, hasta que aquél se hubo destapado. Blackthorne vio que Toranaga era muy musculoso, aparte la barriga. Bastante violento, debido a la presencia de Mariko, se desnudó y anduvo hasta la punta de la pasarela, consciente de que ella y la joven Fujiko, arrodillada en la popa bajo una sombrilla amarilla y acompañada de una doncella, lo estaban observando. Entonces, incapaz de seguir bajando desnudo hasta el agua, se zambulló en el pálido mar azul. Fue un buen salto, y el frío del agua le causó una impresión deliciosa. El fondo arenoso estaba a tres brazas de profundidad, y en él había unas algas ondulantes y multitud de peces a los que no asustaban los nadadores. Cerca del fondo se amortiguó su impulso, y él se retorció, jugó con los peces, salió a la superficie y empezó a dar unas brazadas aparentemente perezosas, fáciles, pero muy rápidas, que le había enseñado Alban Caradoc, y se dirigió a la orilla.

La pequeña bahía estaba desierta. Muchas rocas, una diminuta playa de pequeños guijarros y ninguna señal de vida. Las montañas se elevaban a mil pies en un cielo azul e inmenso.

Se tumbó sobre una roca a tomar el sol. Cuatro samurais habían nadado con él y no estaban lejos. Sonreían y agitaban las manos. Después, volvió nadando a la goleta y ellos lo siguieron. Toranaga aún le estaba esperando.

Subió a cubierta. Sus ropas habían desaparecido. Fujiko, Mariko y dos doncellas todavía estaban allí. Una de las doncellas saludó y le ofreció una toalla ridiculamente pequeña, y él la tomó y empezó a secarse volviéndose de cara a la borda.

«No tienes que preocuparte -se dijo-. Si estás desnudo en una habitación cerrada con Felicity, te sientes tranquilo, ¿no? En cambio, te inquietas cuando estás en público y en presencia de mujeres, de ella. ¿Por qué? Ellas no dan importancia a la desnudez. Estás en el Japón. Tienes que actuar como ellos. Ser como ellos y portarte como un rey.»

–El señor Toranaga dice que nadas muy bien. ¿Quieres enseñarle esa brazada? – le dijo Mariko.

–Lo haré con mucho gusto.

–Y tu manera de zambullirte… Nosotros no habíamos visto nunca una cosa así. Nos limitamos a dejarnos caer. Él quiere también aprender a hacerlo.

–¿Ahora?

–Sí, por favor.

–Puedo enseñarle… Al menos, lo intentaré.

Una doncella le ofreció un quimono de algodón, y él se lo puso, aliviado, y se ciñó el cinturón. Ya tranquilo, explicó la manera de hacer la zambullida, estirando los brazos al lado de la cabeza y saltando, pero teniendo cuidado de no caer de plano.

–Para empezar, lo mejor es colocarse al final de la escalerilla y dejarse caer de cabeza, sin saltar ni correr. Así es como nosotros enseñamos a los niños.

Toranaga lo escuchó, le hizo algunas preguntas y, cuando quedó satisfecho, dijo por medio de Mariko:

–Bien. Creo que lo he comprendido.

Se dirigió a la plataforma de la escalera y antes de que Blackthorne pudiera detenerlo, se lanzó al agua desde una altura de quince pies. La panzada fue terrible. Nadie se rió. Toranaga subió a cubierta y probó de nuevo. Volvió a caer plano. Otros samurais fracasaron igualmente.

–No es fácil -dijo Blackthorne-. Yo tardé mucho tiempo en aprender. Descansa y mañana probaremos otra vez.

–El señor Toranaga dice: «Mañana será mañana. Yo quiero aprender hoy a zambullirme.»

Blackthorne se quitó el quimono y les hizo una demostración. Los samurais lo imitaron. Y fracasaron de nuevo. También Toranaga. Seis veces.

Después de otra demostración, Blackthorne se encaramó al pie de la escala y vio a Mariko entre los hombres, desnuda, dispuesta también a lanzarse al espacio. Su cuerpo era exquisito. Llevaba un vendaje limpio en el brazo.

–Espera, Mariko-san. Es mejor que la primera vez pruebes desde aquí.

Ella bajó hasta donde estaba él con el pequeño crucifijo subrayando su desnudez. Él le enseñó cómo debía doblar el cuerpo y saltar sujetándola por la cintura y haciéndola girar para que cayese de cabeza.

Después lo intentó Toranaga desde poca altura y alcanzó un éxito relativo. A continuación, Blackthorne subió a cubierta, se plantó en la plataforma y les mostró la manera de dejarse caer como un muerto. Pensó que así era más fácil, convencido de que era importante que Toranaga triunfase en su empeño.

–Tienes que mantenerte rígido. Como una espada. De esta manera, no puedes fallar.

Se dejó caer. Penetró limpiamente en el agua, braceó un poco y esperó.

Toranaga puso rígidos los brazos y tiesa la columna vertebral. Tenía el pecho y la barriga colorados a causa de las panzadas. Se dejó caer hacia delante, tal como le había enseñado Blackthorne. Aunque dobló las piernas al caer, entró de cabeza en el agua y recibió una gran ovación cuando salió a la superficie. Lo repitió y le salió mejor. Después lo intentó Mariko. Una mueca de dolor se pintó en su cara al levantar los brazos. Pero se mantuvo tiesa como una flecha y se dejó caer. Entró limpiamente en el agua.

–Ha sido una zambullida muy buena. Francamente buena -dijo él dándole la mano y ayudándola a subir a la plataforma-. Y ahora, descansa. Podría abrirse la herida del brazo. «¡Dios mío, qué mujer!», murmuró.

Al ponerse el sol, Toranaga envió a buscar a Blackthorne. Estaba sentado en el puente de popa, sobre una esterilla limpia, junto a un pequeño brasero de carbón donde humeaban unos tacos de madera aromática. Esto servía tanto para perfumar el aire como para alejar las mariposas nocturnas y a los mosquitos. Su quimono aparecía limpio y planchado, y las grandes hombreras, como alas del almidonado manto, le daban una apariencia formidable. También Yabú y Mariko se habían vestido de gala. Fujiko estaba también presente. Veinte samurais, sentados, montaban guardia en silencio. Se habían encendido antorchas y la galera seguía meciéndose suavemente anclada en la bahía.

–¿Saké, Anjín-san?

–Domo, Toranaga-sama.

Blackthorne hizo una reverencia, aceptó la tacita que le ofrecía Fujiko, brindó por Toranaga y se la bebió de un trago.

–El señor Toranaga dice que pasaremos la noche aquí. Mañana llegaremos a Anjiro. Quisiera saber más de tu país y del mundo exterior.

–Desde luego. ¿Qué quiere saber? Inglaterra es un país templado. Tal vez tenemos un invierno malo de cada siete y lo mismo puede decirse del verano. Hay hambre cada seis años, aunque a veces la sufrimos dos años seguidos.

–También aquí hay hambre. El hambre es cosa mala. ¿Cuál es la situación actual de tu país a este respecto?

–Hemos tenido tres años de malas cosechas en el último decenio, sin sol que madurase el trigo. Esto está en manos del Todopoderoso. Pero Inglaterra es muy fuerte. Tenemos prosperidad. Fabricamos toda nuestra ropa y todas nuestras armas y la mayor parte de los paños de lana de Europa.

Blackthorne decidió no contarle nada de las epidemias, ni de las algaradas o insurrecciones provocadas por el vallado de las tierras comunales, ni de la emigración de los campesinos a los pueblos y a las ciudades. En cambio, le habló de los buenos reyes y de las buenas reinas, de los sabios gobernantes, de los prudentes parlamentos y de las guerras triunfales.

–El señor Toranaga quiere que contestes claramente. ¿Sostienes que sólo el dominio del mar os protege de España y Portugal?

–Sí. Sólo esto. El dominio de nuestros mares asegura nuestra libertad. Vosotros sois una nación isleña como nosotros. Sin el dominio de los mares, ¿no estaríais indefensos contra un enemigo exterior?

–Mi señor está de acuerdo contigo.

–¡Ah! ¿También vosotros habéis sido invadidos?

Al volverse a Toranaga, Blackthorne advirtió un ligero fruncimiento de cejas y recordó que debía limitarse a contestar sin hacer preguntas. Cuando ella volvió a hablar, su voz era más grave:

–El señor Toranaga me dice que conteste tu pregunta, Anjín-san. Sí, fuimos invadidos dos veces. Hace más de trescientos años. Debió de ser en el año 1274 de vuestro calendario. Nos atacaron los mogoles de Kublai Jan, que acababa de conquistar China y Corea, cuando nos negamos a someternos a su autoridad. Unos cuantos miles de hombres desembarcaron en Kiusiu, pero nuestros samurais lograron contenerlos y al cabo de poco tiempo el enemigo se retiró. Pero volvieron siete años después. Esta vez, la fuerza invasora consistía en casi mil barcos chinos y coreanos, que transportaban doscientos mil guerreros mogoles, chinos y coreanos, casi todos, de caballería. Nada podíamos hacer contra una superioridad tan abrumadora. Y empezaron a desembarcar en la bahía de Hakata, en Kiusiu, pero, antes de que pudiesen desplegar todos sus ejércitos, un gran viento, un tai-fun, vino del Sur y destruyó la flota y todo lo que ésta contenía. Fue un kamikazi, un Viento Divino, Anjín-san -dijo ella, muy convencida-, un kamikazi enviado por los dioses para proteger a este País de los Dioses contra el invasor extranjero. Los mogoles ya no volvieron más, y al cabo de unos ocho años, su dinastía, los Chin, fue expulsada de China. Los dioses nos protegieron contra ellos. Y siempre nos protegerán de las invasiones. Después de todo, éste es su país, ¿neh?

Blackthorne pensó que este número enorme de barcos y de hombres hacía que la Armada española enviada contra Inglaterra pareciese insignificante.

–También a nosotros nos ayudó una tempestad, señora -dijo con igual seriedad-. En todo caso, nos consideramos afortunados de vivir en una isla. Damos gracias a Dios por ello y por el canal. Y por nuestra flota. Teniendo vosotros tan cerca la poderosa China, y estando en guerra con ella, me sorprende que no tengáis una Marina fuerte. ¿No teméis otro ataque?

Mariko no le respondió, sino que tradujo a Toranaga lo que él había dicho. Cuando hubo terminado, Toranaga habló con Yabú, el cual asintió con la cabeza y le respondió con la misma seriedad. Después, Mariko se volvió de nuevo a Blackthorne.

–Anjín-san, ¿cuántos barcos necesitáis para dominar vuestros mares?

–No lo sé exactamente, pero ahora la reina tiene unos ciento cincuenta barcos, todos ellos construidos únicamente para la guerra.

–Mi señor pregunta cuántos barcos al año construye tu reina.

–Veinte o treinta barcos de guerra, que son los mejores y más veloces del mundo. Pero, generalmente, los barcos son construidos por grupos particulares de mercaderes, que los venden a la Corona.

–¿Y obtienen un beneficio?

Blackthorne recordó la opinión de los samurais sobre los beneficios y el dinero.

–La reina les paga generosamente algo más de lo que han costado, para fomentar el estudio de nuevos sistemas de construcción. Sin el favor real, esto sería imposible. Por ejemplo, mi barco, el Erasmus, es de una clase nueva, construido en Holanda con licencia inglesa y sobre un diseño inglés.

–¿Podrías construir aquí un barco como ése?

–Desde luego si tuviese carpinteros, intérpretes y los materiales y el tiempo necesarios. Ante todo, tendría que construir un barco más pequeño. Nunca he construido enteramente uno yo solo, y por esto, tendría que experimentar… -Y tratando de disimular su excitación ante la idea, agregó:- Si el señor Toranaga quiere un barco, o unos barcos, podría concertarse un trato. Tal vez podría encargar la construcción de cierto número de barcos de guerra a Inglaterra. Podríamos traérselos aquí, aparejados y armados según sus deseos.

Mariko tradujo. El interés de Toranaga fue en aumento. Y también el de Yabú.

–Mi señor pregunta si nuestros marineros podrían aprender a manejar estos barcos.

–Seguro, pero a base de algún tiempo. Podríamos convenir en que uno de nuestros maestros de navegación permaneciera un año con vosotros. Él podría trazar un programa de aprendizaje. Y en pocos años tendríais vuestra propia flota, una flota sin rival.

Mariko habló un rato. Toranaga la interrogó con interés, y lo mismo hizo Yabú.

–Yabú-san pregunta si sería una flota sin rival.

–Sí, mejor que todo lo que puedan tener los españoles. O los portugueses.

Se hizo un silencio. Saltaba a la vista que Toranaga estaba entusiasmado con la idea, aunque trataba de disimularlo.

–Mi señor pregunta si estás seguro de que podría arreglarse.

–Sí.

–¿Cuánto tiempo se necesitaría?

–Dos años para volver yo a casa. Dos años para construir uno o varios barcos. Dos años para volver. Habría que pagar la mitad del precio por adelantado y la otra mitad al efectuar la entrega.

Toranaga reflexionó mientras añadía al brasero unos tacos de madera aromática. Todos lo observaban y esperaban. Después habló largo rato con Yabú.

–Anjín-san, ¿cuántos barcos podrías traer?

–Lo mejor sería una flotilla de cinco barcos de una vez. Hay que prever la pérdida de un barco al menos por las tormentas, las tempestades o los encuentros con los españoles y los portugueses, los cuales, sin duda, tratarán de impedir que tengáis barcos de guerra. En diez años, el señor Toranaga podría tener una flota de quince o veinte barcos.

Esperó que ella tradujera esto, y después siguió hablando despacio:

–La primera flotilla podría traeros maestros carpinteros, artilleros, marineros y pilotos. En diez o quince años, Inglaterra podría proporcionar al señor Toranaga treinta barcos de guerra modernos, más que suficientes para dominar vuestros mares. Nosotros… -iba a decir «venderíamos», pero cambió la expresión- mi reina se sentiría honrada de ayudarte a formar tu propia marina de guerra, y si éste fuese tu deseo, cuidaríamos de la instrucción y del aprovisionamiento.

«¡Oh, sí! – pensó, entusiasmado-. Podríamos proporcionarte la oficialidad y el almirante, y la reina te ofrecería una alianza en firme que sería buena para vosotros y para nosotros y que incluiría el comercio. Y entonces, amigo Toranaga, nuestras dos naciones expulsarían a los españoles y a los portugueses de estos mares y los dominarían para siempre. Si lo consigo, haré cambiar el rumbo de la Historia. Tendré riquezas y honores que nunca pude soñar.»

–Mi señor dice que es una lástima que no hables nuestra lengua.

–Sí, pero estoy seguro de que tú traduces perfectamente.

–Él dice que no es una crítica de mi labor, Anjín-san, sino una observación. Y es verdad. Sería mejor para mi señor poder hablar directamente contigo como lo hago yo.

–¿No tenéis ningún diccionario, Mariko-san? O gramáticas de portugués-japones o de latín-japones. Si el señor Toranaga pudiese proporcionarme libros y maestros, trataría de aprender vuestra lengua.

–No tenemos libros de ésos.

–Pero los tienen los jesuítas. Tú misma lo dijiste.

Ella habló con Toranaga, y Blackthorne vio que los ojos de Toranaga y de Yabú se animaban y que los dos sonreían.

–Mi señor dice que te ayudará, Anjín-san.

Por orden de Toranaga, Fujiko sirvió más saké a Blackthorne y a Yabú. Toranaga bebió cha, lo mismo que Mariko. Incapaz de contenerse, Blackthorne preguntó:

–¿Qué dice él de mi sugerencia? ¿Qué responde?

–Debes tener paciencia, Anjín-san. Ya te contestará a su debido tiempo.

–Ten la bondad de preguntárselo ahora.

De mala gana, Mariko se volvió a Toranaga.

–Discúlpame, señor, pero Anjín-san pregunta con la mayor cortesía qué piensas de su plan. Te suplica humildemente una respuesta.

–Le responderé a su debido tiempo.

Mariko dijo a Blackthorne:

–Mi señor dice que estudiará tu plan y reflexionará cuidadosamente sobre lo que has dicho. Te pide que tengas paciencia.

–Domo, Toranaga-sama.

–Ahora voy a acostarme. Zarparemos al amanecer.

Toranaga se levantó. Todos le siguieron menos Blackthorne, que se quedó solo en la noche.

Cuando apuntaba la aurora, Toranaga soltó cuatro de las palomas mensajeras que habían sido llevadas al barco con el equipaje. Las aves trazaron dos círculos en el cielo y después se separaron, volando dos de ellas a Osaka, y dos, a Yedo. El mensaje cifrado a Kiritsubo era una orden que debía transmitir a Hiro-matsu, según la cual tenían que tratar de salir inmediatamente y en paz. Si se lo impedían, debían encerrarse en su recinto, y si forzaban la puerta, prender fuego a aquella parte del castillo y suicidarse.

El mensaje a su hijo Sudara, en Yedo, le informaba de que había escapado y estaba a salvo y le ordenaba que continuase los preparativos secretos para la guerra.

Al mediodía habían cruzado el golfo entre las provincias de Totomi y de Izú y estaban frente al cabo Ito, la punta más meridional de la península de Izú. El viento era suave, el oleaje, discreto, y la única vela les ayudaba en su avance.

Después, al virar ellos hacia el Norte, desde un profundo canal entre la tierra firme y unos cuantos islotes rocosos, oyeron un fuerte estruendo por el lado de tierra.

Todos los remos se inmovilizaron.

De pronto se abrió una enorme fisura en el acantilado y un alud de un millón de toneladas de roca cayó al mar. El agua pareció hervir unos momentos. Una pequeña ola llegó hasta la galera y pasó. Cesó el alud. Un nuevo estruendo, ahora más grave y retumbante, pero más lejano. Algunas rocas se desprendieron de los cantiles. Todos escuchaban y esperaban, observando la pared del acantilado. Sonido de gaviotas, de resaca y de viento. Toranaga hizo una señal al hombre del tambor, que volvió a marcar el ritmo. Los remos golpearon el agua. Volvió la normalidad a bordo.

–¿Qué ha sido? – preguntó Blackthorne.

–Sólo un terremoto -dijo Mariko, perpleja-. ¿No tenéis terremotos en tu país?

–No. Nunca. Es el primero que he visto.

–Nosotros los tenemos con frecuencia, Anjín-san. Este no ha sido nada. El centro debió de estar en otra parte, tal vez mar adentro. Has tenido suerte de presenciar un terremoto pequeño.

–Pues a mí me pareció que se estremecía toda la tierra. Habría jurado que veía… Había oído hablar de temblores de tierra. En Tierra Santa y en el país de los otomanos, a veces los hay. ¡Jesús! – Respiró hondo, pues el corazón le palpitaba con fuerza.– Habría jurado que todo el acantilado temblaba.

–Y así ha sido, Anjín-san. Si estás en tierra, es la impresión más terrible del mundo. No avisa. El peor que presencié fue una noche, cerca de Osaka, hace seis años. Las sacudidas, algunas muy fuertes, duraron una semana o más. El gran castillo nuevo del Taiko, en Fujimi, quedó totalmente destruido. Cientos de miles de personas perecieron en aquel terremoto y en los incendios que siguieron. A veces, se producen fuertes terremotos en el mar y, según la leyenda, son los que producen las grandes olas. Estas tienen diez o veinte pies de altura y pueden destruir ciudades enteras. Yedo fue medio destruida hace unos años por una de estas olas.

–¿Y esto es normal para vosotros?

–¡Oh, sí! Todos los años tenemos terremotos en este País de los Dioses. Y también incendios, inundaciones, grandes olas y temporales monstruosos, los tai-funs. La Naturaleza es muy dura con nosotros. – Brillaron lágrimas en las comisuras de sus párpados.– Tal vez por esto amamos tanto la vida, Anjín-san. No tenemos más remedio. En este País de los Dioses, la muerte es nuestra herencia.

TERCERA PARTE

CAPITULO XXX

–¿Seguro que todo está a punto, Mura?

–Sí, Omi-san, así lo creo. Hemos cumplido exactamente tus órdenes y las de Igurashi-san.

–Mejor que no falle nada, o la aldea tendrá otro jefe antes de que se ponga el sol -le dijo ásperamente Igurashi, primer lugarteniente de Yabú, guiñando su único ojo, enrojecido por la falta de sueño.

Había llegado el día anterior de Yedo con el primer contingente de samurais y con instrucciones concretas.

Mura no le contestó. Asintió respetuosamente con la cabeza y mantuvo los ojos clavados en el suelo.

Estaban de pie en la playa, cerca del malecón, delante de las hileras de lugareños arrodillados, silenciosos, pasmados y exhaustos, que esperaban la llegada de la galera. Todos llevaban sus mejores vestidos. Las barcas de pesca habían sido limpiadas, bien dispuestas las redes y enrolladas las cuerdas. Incluso habían rastrillado la playa alo largo de la bahía.

–Nada fallará, Igurashi-san -dijo Omi.

Había dormido poco en la última semana, desde que llegaron las órdenes de Yabú desde Osaka por medio de una de las palomas mensajeras de Toranaga. Había movilizado toda la aldea y todos los hombres aptos en veinte ri a la redonda, para preparar Anjiro para la llegada de los samurais y de Yabú. Y ahora que Igurashi le había confiado el gran secreto de que el gran daimío Toranaga acompañaba a su tío, después de haberse librado de la trampa de Ishido, todavía se alegraba más de haber gastado tanto dinero.

Aquella mañana, las primeras compañías de samurais habían llegado de Mishima, la capital de Yabú, en el Norte. También ellos estaban formados militarmente, como los otros, en la playa, en la plaza y en la colina con sus estandartes ondeando a la ligera brisa y con sus lanzas brillando bajo el sol. Tres mil samurais, la élite del ejército de Yabú. Quinientos jinetes.

Omi no tenía miedo. Había hecho todo lo que se podía hacer y lo había comprobado todo personalmente. Si algo salía mal, sería simplemente karma. «Pero nada saldrá mal», pensó entusiasmado. Había gastado quinientos kokú en los preparativos, más de toda su renta anual antes de que Yabú aumentase su feudo. De momento, le había espantado esta cifra, pero Midori, su esposa, le había dicho que debían gastar con prodigalidad, que el coste era minúsculo, comparado con el honor que les hacía el señor Yabú.

–Y si viene el señor Toranaga -le había murmurado-, ¿quién sabe las grandes oportunidades que te esperan?

«Ella tiene razón», pensó Omi con orgullo.

Volvió a examinar la playa y la plaza de la aldea. Todo parecía perfecto. Su madre y Midori esperaban bajo el dosel que había sido preparado para recibir a Yabú y a su invitado Toranaga.

–Escucha, Mura-san -murmuró cautelosamente Uo, el pescador, que era uno de los cinco ancianos del pueblo arrodillados con Mura al frente de los demás-. Estoy asustado, ¿sabes? Si mease, mearía polvo.

–Entonces, no lo hagas, viejo amigo -dijo Mura reprimiendo una sonrisa.

Uo era un hombre de anchos hombros y fuerte complexión, de grandes manos y nariz rota, y tenía una expresión lastimera.

–No lo haré. Pero creo que voy a peerme.

Uo era famoso por su humor, su valor y la cantidad de ventosidades que era capaz de expulsar. El año anterior, a raíz de una competición de pedos con la vecina aldea del Norte, había quedado campeón de campeones para honra y gloria de Anjiro.

Mura contempló la falda del monte y la empalizada de bambú que rodeaba la fortaleza temporal que habían construido a toda velocidad y con grandes sudores. Trescientos hombres, cavando, transportando materiales y construyendo. La casa nueva había sido más fácil. Estaba en la loma, inmediatamente debajo de la casa de Omi y más pequeña que ésta, pero tenía un tejado de azulejos, un jardín provisional y una casita de baño. «Supongo que Omi se trasladará a ella y ofrecerá la suya al señor Yabú», pensó Mura.

Mura se alegraba mucho de ser cristiano. Podía pedir la intercesión del Único Dios como medida adicional para la protección de su aldea. Se había hecho cristiano en su juventud porque su señor se había convertido y había ordenado inmediatamente a sus vasallos que abrazasen el cristianismo. Y cuando, hacía veinte años, su señor había muerto luchando en favor de Toranaga contra el Taiko, Mura había seguido siendo cristiano para honrar su memoria. «El buen soldado sólo sirve a un señor -pensó-, a un señor verdadero.»

Ninjín, un hombre de cara redonda y dientes de macho cabrío, se sentía particularmente agitado por la presencia de tantos samurais.

–Lo siento, Mura-san, pero lo que has hecho es peligroso, es terrible, ¿neh? El pequeño terremoto de esta mañana ha sido una señal de los dioses, un mal presagio. Has cometido un terrible error, Mura-san.

–Lo hecho, hecho está, Ninjín. Olvídalo.

–¿Cómo puedo olvidarlo? Está en mi bodega, y…

–Una parte está en tu bodega. Yo tengo mucho en la mía -dijo Uo, que ya no sonreía.

–No hay nada en ninguna parte, amigos míos. Nada -dijo Mura, cautelosamente-. No hay absolutamente nada.

Por orden suya se habían sustraído, en los últimos días, treinta kokú de arroz de la comisaría de los samurais y los habían ocultado en diversos lugares de la aldea, junto con otras provisiones y equipos y… armas.

–Nada de armas -había protestado Uo -. El arroz, sí, pero no quiero armas.

–Pronto estallará la guerra.

–La ley prohíbe tener armas -había gemido Ninjín.

–Es una ley nueva, que apenas si tiene doce años -se había burlado Mura-. Antes, podíamos tener las armas que quisiéramos y ser lo que quisiéramos. Pero pronto volverá a ser todo como antes. Y nosotros volveremos a ser soldados.

–Entonces, esperemos -había suplicado Ninjín-. Por favor. Ahora, es contra la ley. Si la ley cambia, será karma. El Taiko dictó la ley: nada de armas. Ninguna. Bajo pena de muerte.

–¡Abrid los ojos de una vez! ¡El Taiko murió! Yo os digo que muy pronto Omi-san necesitará hombres adiestrados. Y la mayoría de nosotros hemos hecho la guerra, ¿neh? Hemos pescado y hemos guerreado, cada cosa a su tiempo, ¿no es cierto?

–Pero nos cogerán, tendrán que hacerlo -había lloriqueado Ninjín-. Y no tendrán piedad. Nos cocerán como cocieron al bárbaro.

–Escuchad, amigos -había dicho Mura-. Nunca volveremos a tener una oportunidad igual. Nos la ha enviado Dios. O los dioses. Debemos apoderarnos de todos los cuchillos, flechas, lanzas, espadas, mosquetes, escudos y arcos que se pongan al alcance de nuestras manos. Los samurais creerán que los han robado otros samurais, pues no se fían los unos de los otros. Debemos recuperar nuestro derecho a la guerra, ¿neh? Mi padre murió en combate, y también mi abuelo y mi bisabuelo. ¿En cuántas batallas has estado tú, Ninjín? En docenas, ¿neh? ¿Y tú, Uo? ¿En veinte? ¿En treinta?

–Más. ¿Acaso no serví al Taiko, maldita sea su memoria? No olvides, Ninjín, que Mura-san es jefe de la aldea. Y si el jefe de la aldea dice armas, hemos de tener armas.

Arrodillado bajo el sol, Mura estaba convencido de que había actuado correctamente. La nueva guerra no duraría eternamente y su mundo volvería a ser lo que siempre había sido.

–¡Mirad! – dijo Uo, señalando involuntariamente con el dedo.

Se hizo un súbito silencio. La galera estaba doblando la punta de tierra.

Fujiko estaba humildemente arrodillada delante de Toranaga, en el camarote principal utilizado por él durante el viaje. Estaban solos.

–Te lo ruego, señor -suplicó ella-. Aparta de mí esta sentencia.

–No es una sentencia. Es una orden.

–Te obedeceré, naturalmente. Pero no puedo hacer…

–¿No puedes? – dijo, furioso, Toranaga-. ¿Cómo te atreves a discutir? Te digo que tienes que ser consorte del piloto, ¿y tienes la impertinencia de discutirlo?

–Te pido disculpas, señor, con todo mi corazón -dijo Fujiko, atropelladamente-. No pretendo discutir. Sólo quiero decir que no puedo hacer esto en la forma que tú deseas. Te suplico que lo comprendas. Perdóname, señor, pero no es posible ser feliz… o simular que se es feliz -tocó la esterilla con la frente-. Humildemente te suplico que me permitas quitarme la vida.

–Ya te dije en otra ocasión que aborrezco las muertes inútiles. Tengo una misión para ti.

–Por favor, señor, deseo morir. Te lo suplico humildemente. Deseo reunirme con mi esposo y con mi hijo.

La voz de Toranaga restalló, ahogando los ruidos de la galera.

–Ya te negué este honor. No lo mereces. Y sólo porque tu abuelo, el señor Hiro-matsu, es un viejo amigo mío, he escuchado pacientemente tus impertinencias. ¡Basta de tonterías, mujer! ¡Deja de portarte como un terco campesino!

–Te pido humildemente permiso para cortarme la cabellera y hacerme monja. Buda querrá…

–No. Te he dado una orden. ¡Obedece!

–¿Obedecer? – dijo ella, sin mirarlo, rígido el semblante. Y después, como hablando consigo misma-. Pensaba que me habías ordenado ir a Yedo.

–¡Te ordené que vinieras a este barco! Olvidas tu posición, olvidas tu herencia, olvidas tu deber. Estoy disgustado contigo. Vete y prepárate.

Pero ella no se movió.

–Tal vez sería mejor que te enviase con los eta. A una de sus casas. Tal vez allí recordarías tus buenos modales y tu deber.

Ella se estremeció. Pero murmuró, retadora:

–¡Al menos serían japoneses!

–Soy tu señor, y harás lo que te ordeno.

Fujiko vaciló. Después, se encogió de hombros.

–Señor, pido sinceramente perdón por haberte molestado, por destruir tu wa, tu armonía, y por mis malos modales. Tenías razón. Yo estaba equivocada.

Se levantó y se dirigió a la puerta del camarote, sin hacer el menor ruido.

–Si te concedo lo que deseas -dijo Toranaga-, ¿harás, en justa correspondencia, lo que yo quiero, y pondrás en ello todo tu corazón?

Ella se volvió, despacio.

–¿Puedo preguntarte por cuánto tiempo deberé ser consorte del bárbaro?

–Un año.

Ella se volvió y agarró el tirador de la puerta.

–Medio año -dijo Toranaga.

Fujiko se detuvo y se apoyó en la puerta, temblando.

–Sí. Gracias, señor. Gracias.

Toranaga se puso de pie y se encaminó hacia la puerta. Ella la abrió y se inclinó al pasar él, y la cerró después. Entonces, unas lágrimas silenciosas acudieron a sus ojos.

Era una samurai.

Toranaga subió a cubierta, muy satisfecho. Había conseguido lo que quería, sin grandes contratiempos. Era importante que la joven se convirtiese en la consorte del capitán, feliz al menos en apariencia, y seis meses serían más que suficientes.

Entonces vio a los samurais de Yabú apretujados alrededor de la bahía, y se desvaneció su impresión de bienestar.

–Bien venido a Izú, señor Toranaga -dijo Yabú-. Ordené que viniesen unos cuantos hombres para darte escolta.

–Muy bien.

–Todo se ha hecho según lo que hablamos en Osaka -dijo Yabú-. Pero, ¿por qué no te quedas unos días conmigo? Sería un honor para mí, y podría resultar muy provechoso.

–Nada me complacería más, pero debo llegar a Yedo lo antes posible, Yabú-san.

–Dos o tres días. Por favor. Unos pocos días sin preocupaciones sería buena cosa para ti, ¿neh? Tu salud es importante para mí… y para todos tus aliados. Un poco de descanso, buena comida y algo de caza.

Toranaga buscaba desesperadamente una solución. Quedarse allí, con sólo cincuenta guardias, era absurdo. Estaría completamente en poder de Yabú y su situación sería peor que en Osaka. Al menos, Ishido era previsible y se regía por ciertas normas.

«En cambio, Yabú es traidor como un tiburón -se dijo- y no se puede bromear con los tiburones.»

¿Matarlo o desembarcar? He aquí el dilema.

–Eres muy amable -dijo-, pero debo ir a Yedo.

«Jamás hubiera creído que Yabú tuviese tiempo de reunir tantos hombres aquí», murmuró para sus adentros.

–Permíteme que insista, Toranaga-sama. La caza es muy rica en esta región. Y tengo halcones. Un poco de caza después del confinamiento en Osaka sería muy agradable, ¿neh?

–Sí, me gustaría cazar hoy. Lástima que perdiese allí mis halcones.

–No los has perdido. Seguro que Hiro-matsu te los llevará a Yedo.

–Le ordené que los soltase en cuanto nosotros estuviésemos a salvo. Cuando hubieran llegado a Yedo, habrían olvidado mis enseñanzas y habrían adquirido malos hábitos. Es una de mis normas: utiliza sólo los halcones adiestrados por ti mismo y no permitas que tengan otro dueño. De este modo, sólo yo seré responsable de sus errores.

«Necesito a ese tiburón -pensó amargamente Toranaga-. Matarlo ahora sería prematuro.»

Dos cuerdas fueron lanzadas a tierra, atadas y aseguradas. Se tensaron y crujieron y la galera quedó atracada de costado. Bajaron la pasarela y Yabú se situó en la plataforma.

Inmediatamente, los numerosos samurais lanzaron al unísono su grito de combate ¡Kasigi! ¡Kasigi!, y este rugido hizo que las gaviotas chillaran y levantasen el vuelo. Los samurais se inclinaron como un solo hombre.

Yabú correspondió a su saludo, se volvió a Toranaga y le invitó con un gesto cordial.

–Bajemos a tierra.

Toranaga contempló a los apretujados samurais y a los lugareños postrados en el polvo, y se preguntó:

«¿Será aquí donde he de morir por el sable, según predijo el astrólogo? La primera parte de su profecía se ha cumplido ya. Mi nombre está ahora escrito en los muros de Osaka.»

Pero alejó este pensamiento. En lo alto de la pasarela, gritó imperiosamente a sus cincuenta samurais, que ahora llevaban uniforme Pardo como él:

–¡Todos vosotros os quedaréis aquí! Tú, capitán, prepara la partida inmediata. Mariko-san, te quedarás tres días en Anjiro. Desembarca en seguida con Anjín-san y Fujiko-san y esperadme en la plaza.

Después se volvió hacia el muelle y, con gran sorpresa de Yabú, dijo, aumentando el volumen de su voz:

–Ahora, Yabú-san, pasaré revista a tus regimientos.

Y, sin perder momento, se adelantó a Yabú y empezó a bajar la pasarela con la natural y confiada arrogancia de un general curtido en el combate.

Un murmullo de asombro corrió por el muelle al reconocerlo los allí reunidos. Aquella revista era absolutamente inesperada. Su nombre pasó de boca en boca, y el fuerte murmullo y el pasmo producido por su presencia le llenaron de satisfacción. Sintió que Yabú le seguía, pero no se volvió.

–¡Ah, Igurashi-san! – dijo con una cordialidad que no sentía-. ¡Cuánto me alegro de verte! Ven conmigo y revistaremos juntos a tus hombres.

–Sí, señor.

–Y tú debes ser Kasigí Omi-san. Tu padre es un viejo camarada de armas mío. Ven tú también.

–Sí, señor -respondió Omi-. Gracias, señor.

Toranaga marcó un paso vivo. Se había llevado a aquellos dos hombres para impedir que hablaran en privado con Yabú y convencido de que su vida dependía de que conservase la iniciativa.

–¿No luchaste con nosotros en Odawara, Igurashi-san? – preguntó, sabiendo que era allí donde el samurai había perdido un ojo.

–Sí, señor. Tuve este honor. Estuve con el señor Yabú y combatimos en el ala derecha del Taiko.

Habían llegado delante del primer regimiento. La voz de Toranaga se elevó.

–Sí. Vosotros y los hombres de Izú nos ayudasteis mucho. Tal vez si no hubiese sido por vosotros no habría ganado yo el Kwanto. ¿Eh, Yabú-sama? – añadió, deteniéndose de pronto y dando a Yabú, públicamente, aquel título honorífico.

El halago desconcertó a Yabú. Estaba convencido de que lo merecía, pero no lo había esperado de Toranaga.

–Tal vez, pero lo dudo. El Taiko ordenó el aniquilamiento del clan Beppu. Por consiguiente, fue aniquilado.

Esto había sido diez años antes, cuando sólo el poderosísimo y antiguo clan Beppu, que tenía por jefe a Beppu Genzaemón, se enfrentó con las fuerzas combinadas del general Nakamura -el futuro Taiko- y de Toranaga. Durante siglos, los Beppu habían poseído las Ocho Provincias, el Kwanto. Ciento cincuenta mil hombres habían puesto sitio a su castillo-ciudad de Odawara, que guardaba el paso que conducía, a través de las montañas, a las increíblemente ricas llanuras situadas más allá. El asedio había durado once meses. La nueva consorte de Nakamura, la patricia dama Ochiba, radiante de hermosura y que apenas tenía dieciocho años, había ido a reunirse con él en el campamento, llevando en brazos a su hijo, el primogénito en quien tenía Nakamura puesta toda su ilusión. Y dama Ochiba se había presentado acompañada de su hermana menor, Genjiko, a quien se proponía Nakamura dar en matrimonio a Toranaga.

–Señor -había dicho Toranaga-, ciertamente será un honor para mí estrechar los lazos entre nuestras casas, pero en vez de que dama Genjiko se case conmigo, como sugieres, permite que se case con Sudara, mi hijo y heredero.

Le había costado algunos días persuadir a Nakamura, pero éste había acabado por aceptar. Cuando se anunció la decisión a dama Ochiba, esta había respondido al punto:

–Humildemente, señor, me opongo a este matrimonio.

Nakamura se había echado a reír.

–¡También yo! – había dicho-. Sudara sólo tiene diez años, y Genji-ko, trece. Pero aún así están prometidos y se casarán cuando él cumpla quince años.

–Desde luego, señor -había dicho inmediatamente Toranaga.

–Bien. Pero, escucha. Primero, tú y Sudara juraréis eterna lealtad a mi hijo.

Y así lo habían hecho. Después, durante el décimo mes de asedio, había muerto aquel primer hijo de Nakamura a causa de las fiebres, de una intoxicación de la sangre o de un malévolo kami.

–¡Que todos los dioses maldigan a Odawara y a Toranaga! – había rugido Ochiba-. Toranaga tiene la culpa de que estemos aquí. Él ambiciona el Kwanto y tiene la culpa de que nuestro hijo haya muerto. Es tu verdadero enemigo. ¡Quiere que tú mueras y que yo muera! Mátalo, o ponló al frente de los atacantes. ¡Que pague con su vida la vida de nuestro hijo! Pido venganza…

En consecuencia, Toranaga había dirigido el ataque. Había tomado el castillo de Odawara, minando las murallas y efectuando un ataque frontal. Después, el encolerizado Nakamura había arrasado la ciudad. Con la caída de ésta y la persecución de todos los Beppu, el imperio quedó sometido y Nakamura se convirtió en primer Kwampaku y después en Taiko. Pero muchos habían muerto en Odawara.

«Demasiados», pensó ahora Toranaga en la playa de Anjiro mientras observaba a Yabú.

–Es una lástima que el Taiko esté muerto, ¿neh?

–Sí.

–Mi cuñado era un gran caudillo. Y también un gran maestro. Yo, como él, nunca olvido a un amigo. Ni a un enemigo.

–El señor Yaemón será pronto mayor de edad. Y tiene el espíritu del Taiko. Señor Toranaga…

Pero antes de que Yabú pudiese impedir la revista, Toranaga echó a andar de nuevo y él no tuvo más remedio que seguirle.

Toranaga recorrió las filas rezumando afabilidad, deteniéndose ante uno de los hombres aquí y allá, reconociendo a algunos, rebuscando caras y nombres en su memoria. Tenía la rara habilidad de ciertos generales que, al pasar revista a la tropa, dan a cada uno la impresión momentánea de que se han fijado sólo en él o incluso de que han hablado sólo con él entre todos sus camaradas. Toranaga hacía lo que debía hacer, lo que había hecho mil veces: dominar a los hombres con su voluntad.

Cuando hubo pasado revista al último samurai, Yabú, Igurashi y Omi estaban exhaustos. No así Toranaga, el cual, también antes de que Yabú pudiese impedírselo, se situó rápidamente en un punto ventajoso, donde permaneció erguido y solo.

–¡Samurais de Izú, vasallos de mi amigo y aliado Kasigi Yabú-sama! – gritó con voz sonora-. ¡Me siento honrado al estar aquí! Es para mí un honor ver parte de las fuerzas de Izú, parte de las fuerzas de mi gran aliado. Escuchad, samurais. Negros nubarrones se ciernen sobre el Imperio y amenazan la paz del Taiko. ¡Que todos los samurais estén alerta! ¡Afilad vuestras armas! ¡Juntos defenderemos su voluntad! ¡Y triunfaremos! ¡Que los dioses aplasten sin piedad a todos los que desobedecen las órdenes del Taiko! – Después, levantó ambos brazos y lanzó su grito de guerra: ¡Kasigi!, e increíblemente, se inclinó ante las legiones en una prolongada reverencia.

Todos lo miraron fijamente. Después, los regimientos gritaron una y otra vez: ¡Toranaga! Y los samurais correspondieron a su saludo.

Incluso Yabú se inclinó, cediendo a la fuerza del momento.

Antes de que pudiese erguirse de nuevo, Toranaga reemprendió la marcha a paso rápido.

–Ve con él, Omi-san -ordenó Yabú, pues habría sido incorrecto correr él mismo detrás de él.

Cuando Omi se hubo marchado, Yabú dijo a Igurashi:

–¿Qué noticias hay de Yedo?

–Dama Yuriko, tu esposa, dijo que te informase de que se está realizando una tremenda movilización de todo Kwanto. Cree que Toranaga se está preparando para la guerra, para un súbito ataque, tal vez contra la propia Osaka.

–¿Qué hay de Ishido?

–Nada, antes de que saliésemos. Esto fue hace cinco días. No supe lo de la escapada de Toranaga hasta ayer, por una paloma mensajera enviada por tu dama desde Yedo. Su mensaje decía: «Toranaga consiguió escapar de Osaka con nuestro señor en una galera. Prepara su recibimiento en Anjiro.» Pensé que era mejor mantenerlo secreto, salvo para Omi-san, pero todos estamos preparados.

–¿Cómo?

–He ordenado unas «maniobras» de guerra en toda Izú. Dentro de tres días quedarán bloqueados todos los pasos y carreteras de Izú. En el Norte, hay una flota presuntamente pirata que puede abordar cualquier barco sin escolta, de día o de noche. Y aquí hay sitio para ti y para un invitado, por importante que sea.

–Bien. ¿Algo más? ¿Alguna otra noticia?

–Esta mañana ha llegado un mensaje cifrado de Osaka: «Toranaga ha dimitido del Consejo de Regencia.»

–¡Imposible! ¿Por qué había de dimitir?

–No lo sé. No lo entiendo. Pero debe de ser verdad, señor. Nunca nos ha fallado esta fuente de información.

–¿Dama Sazuko? – preguntó cautelosamente Yabú, nombrando ala consorte más joven de Toranaga, cuya doncella era espía suya.

Igurashi asintió con la cabeza.

–Sí. Pero no lo entiendo en absoluto. Ahora, los regentes lo acusarán, ¿no? Ordenarán su muerte.

–Tal vez Ishido le obligó a hacerlo. Pero, ¿cómo? No hubo ningún rumor al respecto. Y si lo ha hecho, está perdido. Debe de ser una noticia falsa.

Yabú bajó precipitadamente del montículo y vio que Toranaga cruzaba la plaza en dirección a Mariko y al bárbaro, cerca de los cuales estaba Fujiko. Mariko echó a andar al lado de Toranaga y los otros esperaron en la plaza. Entonces, Yabú vio que él entregaba a la joven un pequeño rollo de pergamino.

«¿Qué nuevo ardid está planeando Toranaga?», se preguntó.

Toranaga se detuvo en el muelle. No subió al barco buscando la protección de sus hombres. Sabía que el asunto tenía que resolverse en tierra. No podía escapar. Observó a Yabú y a Igurashi que se acercaban. La aparente impasibilidad de Yabú le dijo muchas cosas.

Yabú ordenó a los demás que se alejasen y los dos hombres se quedaron solos.

–He recibido noticias inquietantes de Osaka. ¿Has dimitido del Consejo de Regencia?

–Sí. He dimitido.

–Entonces, te has suicidado, has destruido tu casa, has destruido a todos tus vasallos, aliados y amigos. Has enterrado a Izú, y me has matado a mí.

–Desde luego, el Consejo de Regencia puede apoderarse de tu feudo y quitarte la vida si le place.

–¡Por todos los dioses vivos y muertos y por nacer! Disculpa mis malos modales, pero tu… tu increíble actitud… ¡Oh! Perdona una vez más… En todo caso, será mejor que te quedes aquí, señor Toranaga.

–Preferiría marcharme en seguida.

–Aquí o en Yedo, ¿qué más da? La orden de los regentes llegará inmediatamente. Supongo que querrás hacerte el harakiri. Con dignidad. En paz. Será para mí un honor actuar de ayudante.

–Gracias. Sí, comprendo que quieras mi cabeza.

–La mía también está en peligro.

–Sí, Ishido no vacilará en pedirla. Pero primero se apoderará de Izú. ¡Oh, sí, Izú está perdida con él en el poder!

–No me atormentes. ¡Sé lo que va a ocurrir!

–No trato de atormentarte, amigo mío -dijo Toranaga disfrutando con la pérdida de dignidad de Yabú-. Sólo digo que, con Ishido en el poder, tú estás perdido e Izú está perdida, porque su pariente Ikawa Jikkyu ambiciona Izú, ¿neh? Pero Ishido no tiene el poder, Yabú-san. Todavía no lo tiene.

Y le explicó, de amigo a amigo, por qué había dimitido.

–¡El Consejo, anulado! – dijo Yabú, sin poder creerlo.

–No hay tal Consejo. No lo habrá, hasta que sus miembros vuelvan a ser en número de cinco. – Toranaga sonrió.– Piénsalo, Yabú-san. Ahora soy más fuerte que nunca, ¿neh? Ishido ha sido neutralizado y Jikkyu también. Ahora tienes todo el tiempo necesario para instruir a tus fusileros. Suruga y Totomi son tuyas. Y tuya es la cabeza de Jikkyu. Dentro de unos meses verás su cabeza y las de todos los suyos clavadas en una pica y podrás pasearte a caballo por tus nuevos dominios.

De pronto, dio media vuelta y gritó:

–¡Igurashi-san!

Quinientos hombres oyeron su voz de mando. Igurashi iba a acercarse corriendo, pero antes de que hubiera dado tres pasos, Toranaga le ordenó:

–Trae contigo una guardia de honor. ¡Cincuenta hombres! ¡En seguida!

No quería dar un momento de respiro a Yabú para que éste no advirtiera un punto terriblemente débil en su argumentación: que, si Ishido estaba ahora en un atasco y no tenía poder, la cabeza de Toranaga servida en bandeja de plata tendría un valor enorme para él y, por consiguiente, para Yabú. O, mejor aún. Si Toranaga era apresado como un vulgar delincuente y entregado en las puertas del castillo de Osaka, esto supondría para Yabú la inmortalidad y las llaves de Kwanto.

Mientras la guardia de honor formaba ante él, Toranaga dijo con voz fuerte:

–Para celebrar esta ocasión, Yabú-sama, ruego que te dignes aceptar esto como prueba de amistad.

Cogió su sable largo, lo sostuvo con ambas manos y se lo ofreció.

Yabú lo tomó como en sueños. Era de un valor incalculable, herencia de los Minowara y famoso en todo el país. Toranaga lo poseía hacía quince años. Se lo había regalado Nakamura en presencia de todos los daimíos importantes del Imperio, excepto Beppu Genzaemón, como pago parcial de un acuerdo secreto.

Esto había ocurrido poco después de la batalla de Nagakudé. Toranaga acababa de derrotar al general Nakamura, el futuro Taiko, cuando éste no era más que un advenedizo, sin mandato, ni poder, ni título formales, y cuando sus ambiciones de poder absoluto estaban aún en la balanza. En vez de reunir una fuerza abrumadora y sepultar a Toranaga, según su política acostumbrada, Nakamura había decidido mostrarse conciliador. Había ofrecido a Toranaga un tratado de amistad y de alianza, y, para cimentarlo, a su media hermana por esposa. Toranaga se había casado con ella con toda la pompa y la ceremonia a su alcance, y el mismo día había concluido un pacto secreto de amistad con el inmensamente poderoso clan de los Beppu, enemigos declarados de Nakamura, que en aquella época seguían imperando orgullosos en el Kwanto.

Entonces, Toranaga había esperado el inevitable ataque de Nakamura. Pero no se había producido. En vez de esto, y aunque pareciese imposible, Nakamura había enviado a su amada y venerada madre al campamento de Toranaga con el pretexto de visitar a su hijastra, la esposa de Toranaga, pero en realidad como rehén, y a cambio de ello había invitado a Toranaga a una importante reunión de todos los daimíos convocada en Osaka. Toranaga lo había pensado mucho, pero había acabado por aceptar la invitación, diciendo a su aliado Beppu Genzaemón que era imprudente que asistieran los dos. Después había movilizado secretamente a seis mil samurais contra una previsible traición de Nakamura y había dejado a su nueva esposa y a su madre a cargo de su hijo mayor, Noboru. Inmediatamente, Noboru había amontonado leña seca en el tejado de su residencia y les había dicho que le prendería fuego si algo le ocurría a su padre.

Toranaga sonrió al recordarlo. La noche antes de su prevista llegada a Osaka, Nakamura, desdeñando como siempre los convencionalismos, lo había visitado, solo y desarmado.

–Escucha -le había dicho-. Estoy a punto de ganar el reino. Pero para conseguir el poder total necesito que me respeten los antiguos clanes, los señores feudales hereditarios, los actuales herederos de los Fujimoto, de los Takashima y de los Minowara.

–Tienes mi respeto. Siempre lo has tenido.

El hombrecillo de cara de mono se había reído de buena gana.

–Tú venciste limpiamente en Nagakudé. Eres el mejor general que he conocido, el mayor daimío del reino. Pero vamos a dejar de jugar entre nosotros. Quiero que mañana te inclines ante mí como vasallo en presencia de todos los daimíos. Si tú me rindes vasallaje, todos los demás se apresurarán a tocar el suelo con la frente y a mover el rabo. Y los pocos que no lo hagan… Bueno, que se anden con cuidado.

–Y te convertirás en señor de todo el Japón, ¿neh?

–Sí. El primero en la Historia. Y gracias a ti. Confieso que tu ayuda me es imprescindible. Pero escucha, si haces esto por mí, tendrás el primer lugar detrás de mí. Todos los honores que desees. Todo. Habrá de sobras para los dos.

–¿De veras?

–Sí. Primero tendré el Japón. Después Corea. Después China. Dije a Goroda que quería esto, y lo tendré. Entonces podré darte el Japón… ¡una provincia de mi China!

–¿Y ahora, señor Nakamura? Ahora tengo que someterme, ¿neh? Estoy en tu poder, ¿neh? Tu poder es abrumador en relación con el mío… y los Beppu me amenazan por la espalda.

–Pronto les ajustaré las cuentas -había dicho el guerrero campesino-. Esa insolente carroña rehusó mi invitación a presentarse aquí mañana… Me devolvieron mi mensaje cubierto de palomina. ¿Quieres sus tierras? ¿Quieres todo el Kwanto?

–No quiero nada de ellos ni de nadie -había dicho él.

–Mentiroso -había dicho afablemente Nakamura-. Escucha, Tora-san: tengo casi cincuenta años, pero ninguna de mis mujeres me ha dado un hijo. Lo tengo todo, pero no tengo hijos y nunca los tendré. Es mi karma. Tú tienes cuatro hijos vivos y quién sabe cuántas hijas. Tú tienes cuarenta y tres años y puedes engendrar doce hijos más. Este es tu karma. Y también eres Minowara, y esto es karma. ¿Y si yo adoptase a uno de tus hijos y lo nombrase mi heredero?

–¿Ahora?

–Pronto. Digamos dentro de tres años. Antes no me importaba tener un heredero, pero ahora las cosas han cambiado. Nuestro difunto señor Goroda cometió la estupidez de dejarse asesinar. Ahora el país es mío, puede ser mío. ¿Qué dices?

–¿Formalizarías el acuerdo públicamente dentro de dos años?

–Sí. Dentro de dos años. Puedes confiar en mí, tenemos intereses comunes. Dentro de dos años públicamente. Y tú y yo decidiremos cuál de tus hijos debe ser el heredero. De este modo, lo compartiremos todo, ¿eh? Nuestra dinastía conjunta quedará implantada para el futuro y no habrá problemas, lo cual es bueno para mí y para ti. Los frutos serán copiosos. Primero, el Kwanto, ¿eh?

–Tal vez Beppu Genzaemón se someta si yo me someto.

–No puedo permitírselo, Tora-san. Tú ambicionas sus tierras.

–Yo no ambiciono nada.

Nakamura había lanzado una alegre carcajada.

–Ya. Pero deberías ambicionarlas. El Kwanto es digno de ti. Rodeado de montañas, es fácil de defender. Con el delta dominarás los más ricos arrozales del Imperio. Estarás de espaldas al mar y tendrás una renta de un millón de kokú. Pero no hagas de Kamakura tu capital. No, de Odawara.

–Kamakura ha sido siempre la capital del Kwanto.

–Pero no te la aconsejo como capital. Hay siete pasos que conducen a ella. Demasiados para una buena defensa. Y no está junto al mar. Sería más seguro ir más lejos. Necesitas un puerto de mar. Y una vez vi uno: Yedo, un pueblo de pescadores, pero que tú podrías convertir en una gran ciudad. Fácil de defender y perfecto para el comercio. Tú eres partidario del comercio. Yo también. Bueno, debes tener un puerto de mar. En cuanto a Odawara, vamos a arrasarla para que sirva de lección.

–Será muy difícil.

–Sí, pero también será una buena lección para todos los otros daimíos, ¿neh?

–Tomar esta ciudad al asalto sería muy costoso.

De nuevo aquella risa.

–Lo sería para ti si no te unieras conmigo. Yo tendría que pasar por tus tierras actuales para llegar allí… ¿Sabes que estás en primera línea de los Beppu, que eres el peón de los Beppu? Juntos, podríais tenerme a raya un año o dos, incluso tres. Pero, en definitiva, pasaría. ¡Oh, sí!

–Entonces, ¿por qué perder el tiempo con ellos? Dalos a todos por muertos menos a tu yerno, si así lo quieres… ¡Ah! Sé que tienes una alianza con ellos, pero eso no vale un tazón de estiércol. Bueno, ¿qué contestas? Los frutos serán copiosos. Primero, el Kwanto… que será tuyo. Después, tendré todo el Japón. Después Corea… Esto será fácil. Y después, China. Difícil, pero no imposible. Sé que un campesino no puede ser shogún, pero «nuestro» hijo lo será y podrá sentarse en el Trono del Dragón de China. Y si no él, su hijo. Y ahora, no hablemos más. ¿Qué contestas?

–Orinemos para cerrar el trato -había dicho Toranaga, que había ganado todo lo que quería y tenía planeado.

Y al día siguiente, ante la majestuosa y pasmada asamblea de los truculentos daimíos, había ofrecido humildemente su sable y sus tierras y su honor y su herencia al encumbrado campesino y señor de la guerra. Había suplicado que se le permitiese servir a Nakamura y a su estirpe para siempre. Y él, Yoshi Toranaga-Minowara, se había inclinado y había tocado el polvo con la frente. El futuro Taiko se había mostrado magnánimo, había tomado sus tierras y le había dado el Kwanto como feudo para cuando fuese conquistado, y había ordenado la guerra total contra los Beppu por sus insultos al Emperador. También había regalado a Toranaga el sable que había adquirido recientemente de una de las tesorerías imperiales. Este sable había sido confeccionado por el maestro armero Miyoshi-Go, hacía siglos, y había pertenecido antaño al más famoso guerrero de la Historia, Minowara Yoshimoto, primer shogún Minowara.

Toranaga recordó aquel día. Y recordó otros, cuando, unos años más tarde, dama Ochiba parió un hijo varón, y cuando, increíblemente, después de morir convenientemente el primer hijo del Taiko, había nacido el segundo, Yaemón, arruinando todo su plan. Karma.

Vio que Yabú sostenía, reverente, el sable de su antepasado.

–¿Es tan afilado como dicen? – preguntó Yabú.

–Sí.

–Me haces un gran honor. Guardaré tu obsequio como un tesoro -dijo Yabú, inclinándose, consciente de que, gracias a este obsequio, sería el primero en el país, después de Toranaga.

Toranaga le devolvió el saludo y, desarmado, se dirigió a la pasarela, pidiendo al cielo que la avaricia de Yabú lo mantuviera hechizado unos momentos más.

–¡Partamos! – ordenó al subir a bordo, y, volviéndose hacia la orilla, agitó la mano alegremente.

Alguien rompió el silencio y gritó su nombre, otros le hicieron coro. Y sonó un rumor general de aprobación, por el honor dispensado a su señor. Unas manos complacientes empujaron la galera apartándola del muelle. Los remeros tiraron con fuerza de los remos y la embarcación emprendió su singladura.

Blackthorne anduvo tristemente hasta el malecón.

–¿Cuándo volverá, Mariko-san?

–No lo sé, Anjín-san.

–¿Cómo iremos a Yedo?

–Nos quedaremos aquí. Al menos, yo me quedaré tres días. Después partiré para Yedo.

–¿Y yo?

–Tú te quedarás aquí.

–¿Por qué?

–Manifestaste interés por aprender nuestra lengua. Y además, tienes trabajo aquí.

–¿Qué trabajo?

–Lo siento, pero no lo sé. El señor Yabú te lo dirá. Mi señor me dejó como intérprete por tres días.

Blackthorne tuvo un mal pensamiento. Llevaba sus pistolas al cinto, pero no tenía más pólvora ni municiones, y tampoco cuchillos. Todo estaba en el camarote, a bordo de la galera.

–¿Por qué no me dijiste que nos quedábamos aquí? – preguntó-. Sólo dijiste que debíamos desembarcar.

–Yo no sabía que te quedarías -respondió ella-. El señor Toranaga me lo ha dicho hace un momento, en la plaza.

–¿Por qué no me lo ha dicho él mismo?

–No lo sé.

–Se suponía que yo iría a Yedo. Allí está mi tripulación. Allí está mi barco. ¿Qué ha sido de ellos?

–Sólo ha dicho que tenías que quedarte aquí.

–¿Por cuánto tiempo?

–No me lo ha dicho, Anjín-san. Tal vez el señor Yabú lo sabe. Ten paciencia, por favor.

Blackthorne podía ver a Toranaga de pie en el alcázar mirando hacia tierra.

–Creo que él sabía que yo iba a quedarme aquí, ¿no?

Ella no le respondió. ¡Qué infantil era Anjín-san al expresar todo lo que pensaba! ¡Y qué listo había sido Toranaga al librarse de aquella trampa!

Fujiko y las dos doncellas estaban cerca de ella, esperando pacientemente en la sombra con la madre y la esposa de Omi. La galera adquiría velocidad, pero estaba todavía al alcance de las flechas. Mariko, que observaba atentamente a Yabú, sabía que tendría que intervenir en cualquier momento.

–¿No es verdad? ¿No es verdad? – insistió Blackthorne.

–¿Qué? ¡Oh, lo siento! No lo sé, Anjín-san. Sólo puedo decirte que el señor Toranaga es muy inteligente, el hombre más inteligente -dijo sabiendo que Blackthorne no comprendía nada de lo ocurrido allí-. Ten paciencia, Anjín-san. No tienes nada que temer.

–No temo nada, Mariko-san. Pero estoy cansado de que me muevan sobre el tablero como un peón de ajedrez.

Entonces, ella vio que el rostro de Yabú se congestionaba.

–¡Las armas! – gritó Yabú-. ¡Los mosquetes están en la galera! Mariko comprendió que había llegado el momento. Corrió hacia él en el momento en que se volvía para dar órdenes a Igurashi.

–Perdona, señor Yabú -le dijo-, pero no tienes que preocuparte por tus mosquetes. El señor Toranaga me dijo que te pidiera disculpas por su apresurada partida, pero que tiene cosas urgentes que hacer en Yedo en beneficio de los dos. Dijo que te devolverá la galera inmediatamente. Con las armas. Y con un suplemento de pólvora. Y también con los doscientos cincuenta hombres que le pediste. Estarán aquí dentro de cinco o seis días.

Después, cuando Yabú lo hubo comprendido bien, se sacó un rollo de pergamino de la manga.

–Mi señor te suplica que leas esto. Se refiere a Anjín-san.

Yabú tomó el rollo y miró a Anjín-san.

Blackthorne, que observaba desde una distancia de treinta pasos, sintió escalofríos bajo la penetrante mirada de Yabú. Oyó que Mariko le hablaba con su voz cantarína, pero esto no lo tranquilizó. Su mano se cerró disimuladamente sobre la culata de la pistola.

–¡Anjín-san! – le llamó Mariko-. ¡Ten la bondad de venir!

Al acercarse Blackthorne, Yabú levantó los ojos del pergamino y lo saludó con un amistoso movimiento de cabeza. Cuando hubo terminado la lectura, devolvió el documento a Mariko y dijo unas palabras, en parte a ella y en parte a él.

Mariko ofreció respetuosamente el documento a Blackthorne. Este lo tomó y examinó los incomprensibles caracteres.

–El señor Yabú dice que eres bienvenido a esta aldea. Este documento lleva el sello del señor Toranaga, Anjín-san. Consérvalo, pues te confiere un raro honor. El señor Toranaga te ha nombrado hatamoto. Es el título de un miembro especial de su servicio personal. Cuentas con su absoluta protección, Anjín-san. Más tarde te explicaré los privilegios, pero el señor Toranaga te ha señalado también un salario de veinte kokús al mes. Esto equivale…

Yabú la interrumpió y habló largamente. Mariko tradujo:

–El señor Yabú espera que te sentirás contento y dice que se hará todo lo posible para que encuentres cómoda tu estancia. Te proporcionarán una casa. Y maestros. Te pide que aprendas el japonés lo más rápidamente posible. Esta noche te hará algunas preguntas y te hablará de un trabajo especial.

–Por favor, pregúntale qué trabajo.

–Me permito aconsejarte un poco más de paciencia, Anjín-san. No es el momento oportuno, te lo digo de veras

–Está bien.

–¿Wakarimasu ka, Anjín-san? – dijo Yabú.

–Hai, Yabú-san. Domo.

Yabú ordenó a Igurashi que despidiese al regimiento y se volvió a los aldeanos, que estaban aún postrados en la arena.

Permaneció plantado ante ellos, en la hermosa y tibia tarde de primavera, sosteniendo todavía el sable de Toranaga. Sus palabras restallaron sobre ellos. Señaló a Blackthorne con el sable y les arengó durante unos momentos más y terminó bruscamente.

–¿Wakarimasu ka? – preguntó entonces Mura a los lugareños, todos los cuales contestaron hai, mezclando sus voces con el susurro de las olas en la playa.

–¿Qué pasa? – preguntó Blackthorne a Mariko.

Pero Mura gritó ¡Keirei! y los lugareños volvieron a inclinarse profundamente, primero ante Yabú y después ante Blackthorne. Yabú se alejó sin mirar atrás.

–¿Qué pasa, Mariko-san?

–El…, el señor Yabú les ha dicho que tú eres un huésped distinguido. Que también eres un honorable servidor del señor Toranaga. Que estás aquí, principalmente, para aprender nuestra lengua. Que ha otorgado a la aldea el honor y la responsabilidad de enseñarte. La aldea es responsable, Anjín-san. Todos están aquí para ayudarte. Les ha dicho que si dentro de seis meses no has aprendido satisfactoriamente, será incendiada la aldea, pero que antes hará crucificar a todos sus moradores, hombres, mujeres y niños.