QUINTA PARTE

CAPITULO LII

Una vez más en el atestado fondeadero de Osaka, tras el largo viaje en galera, Blackthorne volvió a experimentar el mismo peso aplastante de la ciudad, igual que cuando la viese por primera vez. El tifón había dejado muchos claros, y algunas zonas se encontraban aún ennegrecidas por el fuego, pero su inmensidad había quedado casi intacta y seguía aún dominada por el castillo. Incluso desde aquella distancia, más de una legua, pudo divisar la colosal circunferencia de la primera gran muralla.

–¡Dios mío! – exclamó nervioso Vinck, que estaba a su lado en la proa-. ¡Parece imposible que sea tan grande! Amsterdam parecería una cagada de mosca a su lado.

–Sí. La tormenta ha dañado la ciudad, pero no demasiado. No hay nada que pueda alcanzar al castillo.

–¡Cuánto me gustaría estar en casa! – añadió Vinck-. Hace ya un año que abandonamos el hogar.

Blackthorne se había traído con él a Vinck desde Yokohama y había enviado a los demás, de vuelta, a Yedo, dejando el Erasmus a salvo en el puerto, bajo el mando de Naga. Aquella noche habían sostenido una violenta discusión acerca del oro en lingotes que había en el barco. El dinero era de la Compañía, y no suyo. Van Nekk era el tesorero de la expedición y jefe mercantil y, junto con el capitán general, tenía jurisdicción legal sobre todo aquello. Después de haberlo contado y recontado, y encontrándolo correcto, excepto unas mil monedas, Van Nekk, apoyado por Jan Roper, había discutido sobre la cantidad que podía llevarse consigo para conseguir nuevos hombres.

–¡Quieres demasiado, piloto! ¡Tienes que ofrecer mucho menos!

–Se ha cogido lo que tenemos que pagar. Necesito marineros y artilleros. – Había golpeado con el puño la mesa de la gran cabina.– ¿Cómo vamos a poder regresar a casa?

Al final, los había persuadido para que le dejasen coger lo suficiente, pero le causó disgusto que le hicieran perder los nervios con aquellas nimiedades. Al día siguiente había zarpado con ellos de regreso a Yedo, la décima parte del tesoro serviría para hacer aquellos pagos, y el resto quedaría guardado en el navío.

–¿Quién nos asegura que estará a salvo aquí? – preguntó Jan Roper.

–¡Pues quédate y guárdalo tú!

Pero ninguno había querido permanecer a bordo. Se había acordado que Vinck lo acompañase.

–¿Y por qué él, piloto? – inquirió Van Nekk.

–Porque es un marino y necesitaré ayuda.

Una vez en el mar, Blackthorne comenzó a enseñar a Vinck la forma de ser japonesa. Vinck fue estoico al respecto, confiando en Blackthorne. Había navegado demasiados años con él, pero no conocía semejantes costumbres.

–Por ti, piloto, me bañaré y lavaré cada día, pero que Dios me maldiga antes de ponerme un camisón…

Al cabo de diez días, Vinck se había acostumbrado bastante a las prácticas higiénicas.

–No tendremos que ir al castillo, ¿verdad, piloto?

–No.

–Prefiero mantenerme lejos de allí.

Aquel día fue espléndido, el sol brillaba sobre un mar en calma. Los remeros aún seguían con fuerzas y se mostraban disciplinados.

–Vinck, allí se produjo la emboscada…

–¡Por favor, vigila los bajíos!

Blackthorne le había contado a Vinck lo referente a las peripecias de su huida, los fuegos de señales de las almenas, los montones de cadáveres por el suelo, la fragata enemiga que se le echó encima.

Yabú se acercó a ellos.

–Anjín-san, eso es bueno, ¿neh? – señaló hacia el lugar devastado.

–No, es malo, Yabú-san.

–Son enemigos, ¿neh?

–Las personas nunca son enemigos. Sólo Ishido y los samurais son enemigos, ¿neh?

–El castillo es enemigo. Aquí todos son enemigos.

Blackthorne observó a Yabú mientras se dirigía hacia la proa y el viento le entreabría el quimono sobre su poderoso pecho.

–¡Me gustaría matar a ese bastardo, piloto! – exclamó Vinck.

–Sí. No te preocupes, que yo tampoco he olvidado lo del viejo Pieterzoon.

–¿Qué plan tenemos?

–Pues atracar y esperar. Tendrá que estar fuera un día o dos, y necesitamos de toda la serenidad del mundo. Toranaga ha dicho que enviará mensajes para que lleguen sanos y salvos cuantos necesitéis. Pero aun así, permaneceremos a bordo.

Yabú se acercó a Blackthorne.

–Anjín-san, ¿no sería mejor que fuésemos con la galera a Nagasaki? Así no tendríamos que esperar.

–Muy bien -accedió Blackthorne, aunque sin tragar el anzuelo.

–Me gustas, Anjín-san -se rió Yabú -. Pero si te quedases solo, no tardarías en morir. Nagasaki es muy malo para ti.

–Osaka es malo… todo es malo…

–Karma -rió Yabú de nuevo. Blackthorne hizo ver que le seguía la corriente.

Blackthorne había aprendido muchas cosas acerca de Yabú. Cada día lo odiaba más, desconfiaba más de él, pero también le respetaba más, pues sabía que su karma iba unido al de él.

–Yabú-san tiene razón, Anjín-san -dijo Uraga-. Él puede protegerte en Nagasaki, pero yo no.

–¿A causa de tu tío, señor Harima?

–Sí. A lo mejor ya he sido declarado fuera de la ley, ¿neh? Mí tío es cristiano, y creo que un cristiano con arroz…

–¿Cómo es eso?

–Nagasaki es su feudo. Nagasaki posee un gran puerto en la costa de Kyushu, pero no es el mejor de todos. Se hizo cristiano y ordenó que todos sus vasallos se convirtiesen al cristianismo. También me lo ordenó a mí en una escuela de los jesuitas. Luego me envió como uno de sus mensajeros al Papa. Otorgó tierras a los jesuitas, a los que…, ¿cómo diría yo…?, adula. Pero su corazón sigue siendo japonés.

–¿Saben los jesuitas cómo piensas?

–Por supuesto.

–Será mejor que te quedes aquí en Osaka, Uraga-san.

–Perdóname, señor. Pero soy tu vasallo, y si vas a Nagasaki, yo también iré.

Blackthorne sabía que Uraga se había convertido en una ayuda muy valiosa. El hombre había revelado muchos secretos de los jesuitas. Y también estaba informado acerca de Harima y de Kiyama, de cómo pensaban los daimíos cristianos y de por qué, probablemente, tomarían partido por Ishido. «Esto no tendría precio en Londres», pensó. Pero aún le quedaba mucho por saber. Por ejemplo, el comercio de seda entre China y Japón ascendía a diez millones, en oro, al año. Los jesuitas tenían incluso a uno de sus sacerdotes en la corte del emperador de China, en Pekín, sacerdote al que honraban con un rango cortesano, era confidente de los gobernantes y hablaba perfectamente en chino. «¡Si pudiese enviar una carta o un mensajero!», se dijo.

A cambio de aquellas noticias, Blackthorne empezó a enseñarle a Uraga cosas de navegación, le habló del gran cisma religioso y del Parlamento. También le enseñó a manejar las armas, igual que a Yabú. Eran unos discípulos muy buenos. La única preocupación de Uraga era que no tenía aún la coleta de samurai. Pero pronto le crecería.

Oyóse un grito de aviso.

–¡Anjín-san! – El capitán japonés señaló hacia un elegante cúter, con veinte hombres a los remos, que se acercaba a ellos por estribor. En lo alto del mástil se veía el monograma de Ishido, y a los lados, el del Consejo de Regentes.

–¿Quién es? – preguntó Blackthorne, al ver que la tensión se apoderaba de los hombres.

–Lo siento, no puedo verlo -respondió.

–¿Yabú-san?

Este se encogió de hombros:

–Un funcionario.

Al acercarse más el cúter, Blackthorne distinguió a un anciano, bajo el pabellón de popa, con indumentaria de ceremonial. No llevaba espadas y lo rodeaban los Grises de Ishido.

El jefe de tambores cesó de percutir mientras el cúter se acercaba al costado de la nave. Los hombres ayudaron a subir a bordo al funcionario, tras el cual subió un piloto japonés, y luego, numerosos arqueros se hicieron cargo de la galera.

Yabú y el anciano, con toda solemnidad, se sentaron en unos cojines, cuya desigualdad pretendía determinar el rango. El más importante, a popa, fue ocupado por el funcionario. Los samurais, Yabú y los Grises, sentados de cuclillas o arrodillados en la cubierta principal, los rodeaban en unos lugares más inferiores.

–El Consejo os da la bienvenida, Kasigi Yabú, en nombre de Su Alteza Imperial -dijo aquel hombre, pequeño y regordete. Era un consejero de los Regentes, que tenía también un rango en la Corte Imperial. Se llamaba Ogaki Takamoto, era Príncipe de Séptimo rango y actuaba como intermediario entre la Corte de Su Alteza Imperial (el Hijo del Cielo) y los regentes.

–Gracias, príncipe Ogaki. Es un privilegio para mí el estar aquí gracias a la ayuda del señor Toranaga -dijo Yabú, impresionado por el honor que se le hacía.

–Sí, estoy seguro de ello. Claro que también estáis aquí gracias a nosotros, ¿neh? – comentó, secamente, Ogaki.

–Sí -replicó Yabú-. ¿Cuándo llega el señor Toranaga? Lamento que el tifón me haya retrasado cinco días. No tengo noticias de él desde que lo dejé.

–Claro, el tifón… El Consejo se congratula de saber que el tifón no os ha alcanzado -pareció escupir Ogaki-. En cuanto a vuestro dueño, siento deciros que aún no ha llegado a Odawara. Ha habido unos prolongados retrasos y ciertas enfermedades. Es lamentable, ¿neh?

–Oh, sí, claro. ¿Supongo que no se tratará de nada serio? – preguntó Yabú con rapidez, muy contento de participar en el secreto de Toranaga.

–No, afortunadamente no ha sido nada grave. – De nuevo su voz pareció una tos seca.– El señor Ishido cree que vuestro amo llegará mañana a Odawara.

Yabú se mostró sorprendido.

–Cuando lo dejé, hace veintiún días, todo estaba dispuesto para su inmediata partida, luego, el señor Hiro-matsu se puso enfermo. Ya sé que el señor Toranaga estaba ansioso por emprender el viaje, como yo también lo estoy respecto de los preparativos para su llegada.

–Todo está dispuesto -respondió el hombrecillo.

–Supongo que el Consejo no pondrá objeciones a que inspeccione los arreglos efectuados, ¿neh? – Yabú se mostró pensativo.– Es esencial que la ceremonia esté a la altura del Consejo y de la ocasión, ¿neh?

–Algo digno de Su Majestad Imperial, el Hijo del Cielo. Se trata de su requerimiento…

–Sí, pero… -a Yabú se le quitaron las ganas de hacer bien las cosas-. Queréis decir…, ¿queréis decir que Su Alteza Imperial estará aquí?

–El muy Alto se ha mostrado de acuerdo con la humilde petición de los regentes de aceptar personalmente la obediencia del nuevo Consejo, de todos los principales daimíos, incluyendo al señor Toranaga, su familia y sus vasallos. Se ha pedido a los consejeros principales de Su Alteza Imperial que elijan un día propicio, un día de ritual. Será el vigésimo segundo día de este mes, en este quinto año de la Era Keicho.

Yabú se quedó estupefacto.

–¿Dentro de diecinueve días?

–Al mediodía. Los augurios son perfectos. El señor Toranaga ha sido informado hace catorce días por los mensajeros imperiales. Su inmediata y humilde aceptación ha llegado a los regentes hace tres días. Aquí está vuestra invitación, señor Kasigi Yabú, para la ceremonia.

Yabú se quedó amedrentado en cuanto vio el sello imperial de dieciséis pétalos de crisantemo. Sabía que nadie, ni siquiera Toranaga, podía rechazar una citación así. Una negativa constituiría un impensable insulto a la Divinidad, una rebelión abierta, y, como todas las tierras pertenecían al emperador reinante, habría acto seguido una expropiación de las tierras, a lo que seguiría una invitación imperial a efectuar al instante un seppuku, que comunicaría por mediación de los regentes, también con el Gran Sello.

Yabú trató frenéticamente de recobrar su compostura.

–Lo siento, ¿no os encontráis bien? – preguntó solícito Ogaki.

–Lo siento -murmuró Yabú-, pero ni en mis sueños más increíbles… Nadie podía imaginar que el Exaltado nos haría… ese honor, ¿neh?

–Estoy de acuerdo. Es algo extraordinario…

–Asombroso… Que Su Alteza Imperial abandone Kioto y venga a Osaka…

–Así es. En el vigésimo segundo día, el Exaltado y las Insignias imperiales estarán aquí.

Las insignias imperiales, a falta de las cuales ninguna sucesión era válida, eran los Tres Sagrados Tesoros, considerados divinos, y que todos creían que habían sido traídos a la Tierra por el dios Minigi-noh-Mikoto, y que habían sido entregados personalmente por él a su nieto, Jimmu Tenno, el primer emperador humano y, personalmente por él, a su sucesor hasta el presente poseedor, el emperador Go-Nijo: la Espada, la Joya y el Espejo. La Espada sagrada y la Joya siempre habían viajado con el emperador cuando había permanecido alguna noche fuera del palacio, el Espejo estaba guardado en el santuario interior en el gran recinto sintoísta de Ise. La Espada, el Espejo y la Joya pertenecían al Hijo del Cielo. Eran los símbolos divinos de su autoridad legítima, de su divinidad. Cuando se desplazaba, el divino trono se desplazaba con él.

Yabú gimoteó:

–Es casi imposible creer que tales preparativos para su llegada puedan hacerse a tiempo.

–El señor general Ishido, por medio de los regentes, pidió al Exaltado, desde que se enteró por el señor Zataki en Yokosé, que el señor Toranaga estaba de acuerdo, e igualmente asombrado, que viniese a Osaka. El gran honor que vuestro dueño ha hecho a los regentes, los ha urgido a la petición al Hijo del Cielo de que concediese la gracia de honrar la ocasión con su presencia. – De nuevo se oyó una tos seca.– Por favor, ¿puedo tal vez pediros una aceptación formal, por escrito, tan pronto como sea conveniente?

–¿Puedo hacerla al instante? – solicitó Yabú, sintiéndose muy débil.

–Estoy seguro de que los Regentes lo apreciarán.

El debilitado Yabú ordenó que le trajeran útiles de escribir. La palabra diecinueve no hacía más que resonar en su cerebro. ¡Diecinueve días! Toranaga sólo podía aplazarlo durante diecinueve días y luego también debería estar aquí. «Es tiempo suficiente para obtener Nagasaki y regresar a salvo a Osaka, pero no será tiempo bastante para llevar a cabo el ataque transportado por mar contra el Buque Negro y tomarlo. Tampoco habrá tiempo suficiente para presionar a Harima, a Kiyama o a Onoshi, o a los sacerdotes cristianos, ni tampoco para lanzar el Cielo Carmesí. Y en ese caso todo el plan de Toranaga no será más que otra ilusión… La respuesta al dilema que se me plantea está clara: o creo firmemente en Toranaga y ayudo al Anjín-san, como estaba planeado, a obtener los hombres necesarios para tomar el Buque Negro de la forma más rápida posible, o bien voy a ver a Ishido y le cuento todo cuanto sé y trato de salvar mi vida y la de Izú. ¿Qué hacer?.»

Al poco trajeron papel, pincel y tinta. Yabú dejó a un lado su angustia por un momento para concentrarse en escribir lo más perfecta y bellamente que pudo. Era impensable replicar a la presencia con una mente confusa. En cuanto hubo acabado su aceptación, tomó una decisión crítica: seguiría al pie de la letra el consejo de Yuriko. Al punto sintió que le quitaban un peso de su wa y se sintió limpio. Estampó su firma artísticamente.

¿Cómo ser el mejor vasallo de Toranaga? Nada más sencillo: era preciso eliminar de este mundo a Ishido.

Oyó que Ogaki decía:

–Mañana estáis invitado a la recepción formal dada por el señor general Ishido con motivo del cumpleaños de la dama Ochiba.

Aún fatigada por el viaje, Mariko abrazó primero a Kiri, luego estrechó entre sus brazos a la dama Sazuko, admiró el bebé y abrazó de nuevo a Kiri. Las doncellas trajeron solícitas el cha, y el saké, colocando asimismo cojines y hierbas de olor, abriendo y cerrando los sbojis, vigilando el jardín interior en su sección del castillo de Osaka, moviendo abanicos, parloteando e incluso llorando.

Por fin, Kiri dio una palmada, despidió a las sirvientas y buscó su cojín especial. Estaba muy acalorada. Mariko y la señora Sazuko la abanicaron y la atendieron y sólo después de haberse bebido sus buenas tres tazas de saké fue capaz de recuperar de nuevo el aliento.

–Estoy mejor -dijo-. Mariko-san, ¿así que es verdad que estás aquí?

–Sí, sí, es cierto, Kiri-san.

Sazuko, que parecía tener menos de diecisiete años, añadió:

–Estábamos preocupadas ante tantos rumores…

No eran nada más que rumores, Mariko-chan -le interrumpió Kiri-. Hay muchas cosas que deseo saber.

–Pobre Kiri-san, toma un poco más de saké -dijo con solicitud Sazuko-. Tal vez has perdido el obi y…

–Ya estoy perfectamente -Kiri se golpeó con las manos su voluminoso estómago-. ¡Oh, Mariko-san!, qué agradable resulta ver de nuevo un rostro amistoso de fuera del castillo de Osaka.

–Sí -dijo Sazuko, aproximándose más a Mariko-. Cuando salimos por nuestra puerta, los Grises nos rodearon como si fuésemos abejas reinas. No nos dejaban abandonar el castillo más que con el permiso del Consejo. Y como el Consejo casi nunca se reúne, no conceden permisos. El doctor sigue diciendo que no estoy para viajes, pero me encuentro bien, igual que el niño y… Pero háblanos primero de ti…

Kiri la interrumpió.

–Háblanos primero de cómo se encuentra tu amo.

La muchacha se rió.

–Iba a preguntar eso, Kiri-san.

Kiri trató de adoptar una posición más cómoda.

–El karma es el karma, ¿neh?

–¿Así que no ha habido cambios, no hay esperanzas? – preguntó la muchacha.

Kiri le dio unos golpecitos en la mano.

–Hay que creer que el karma es el karma, muchacha. Y que el señor Toranaga es el hombre más grande y más sabio. Esto es suficiente, lo demás sólo es ilusión. ¿Tienes algún mensaje para nosotros, Mariko-chan?

–¡Oh!, lo siento. Sí, aquí están. Hay dos para ti, Kiri-chan: uno de vuestro amo y otro del señor Hiro-matsu. Este es para ti, Sazuko, de tu señor, pero me ha pedido que te diga que desea ver a su nuevo hijo. Me hizo recordar que te lo dijera tres veces… -y lo repitió.

Las lágrimas se deslizaron por las mejillas de la muchacha. Se excusó y salió de la estancia.

–Pobre chiquilla. Es muy duro para ella estar aquí. – Kiri no rompió los sellos de sus rollos de escritura.– ¿Ya sabes que Su Majestad Imperial estará presente?

–Sí. – Mariko también se había puesto grave.– Me llegó hace una semana un mensaje del señor Toranaga. El mensaje no daba más detalles y mencionaba el día de su llegada. ¿Has tenido noticias de él?

–Directamente no, sólo de una forma privada, y hace ya un mes. ¿Dónde está la verdad?

–Es algo confidencial.

–Diecinueve días es mucho tiempo, ¿no es verdad, Kiri-chan?

–Bastan para ir a Yedo y regresar de nuevo, si uno se apresura, es el tiempo suficiente para vivir una vida entera, si se desea, tiempo bastante para librar una batalla o para perder un Imperio… Perdóname, tendrás que cambiarte y bañarte. Ya tendremos mucho tiempo después para hablar.

–No te preocupes, no estoy cansada.

–Pero debes hacerlo. ¿Te quedarás en esta casa?

–Sí. Es donde me permite ir el pase del señor general Ishido. Su bienvenida fue muy cordial.

–Dudo que sea bien venido ni siquiera en el infierno.

–¿Y qué otras cosas hay por aquí?

–No muchas más que antes. Sé que ordenó la muerte y torturas del señor Sugiyama, pero no tengo pruebas. La semana pasada una de las consortes del señor Oda intentó escapar con sus hijos, disfrazada de mujer de la limpieza. Los centinelas dispararon contra ellos por error.

–¡Qué horrible!

–Claro que dieron muchas «excusas». Ishido alega que lo más importante es la seguridad. Hubo un atentado frustrado contra su persona…

–¿Por qué no pueden las damas irse libremente?

–El Consejo ha ordenado que las esposas y sus familias aguarden a sus esposos, que deben regresar para la ceremonia. El general es responsable de su seguridad…

–Lo mismo pasa en el exterior, Kiri-san. Hay muchas más barreras que antes en Tokaido. Y cincuenta ri custodian a Ishido. Hay patrullas por todas partes.

–Todos lo temen, excepto nosotros y nuestros escasos samurais.

–¿Está bien la dama Sazuko y los niños, Kiri-san?

–Sí, podrás verlo por ti misma.

Mariko advirtió que Kiri tenía más cabellos grises que antes.

–Nada ha cambiado desde que escribí al señor Toranaga, a Anjiro. Somos unos rehenes y seguiremos siéndolo hasta que llegue el día. Luego esto se solucionará.

–Ahora que Su Alteza Imperial está a punto de llegar todo acabará, ¿neh?

–Sí. Así parece. Ahora vete y descansa, Mariko-san, pero ven a cenar con nosotras esta noche. Entonces podremos hablar, ¿neh? Tu famoso bárbaro hatamoto, he oído decir que fue herido por salvar a nuestro amo, ha fondeado esta mañana en el puerto, y viene con Kasigi Yabú-san.

–¡Oh! Estaba muy preocupada por ellos. Zarparon por mar un día antes que yo. También nosotros fuimos en parte atrapados por el tifón cerca de Nagoya, pero no nos fue muy mal la cosa. Temo mucho al mar.

–Aquí lo único malo que nos ha sucedido han sido los incendios. Se quemaron miles de hogares, pero apenas murieron dos mil personas. Hoy nos hemos enterado de que la fuerza principal de la tormenta alcanzó a Kyushu, en la costa este y a parte de Shikoku. Han muerto decenas de millares de personas. Aún no se ha podido calibrar la extensión total de los daños…

–¿Y las cosechas? – preguntó en seguida Mariko.

–Casi toda ha quedado destruida: campos y más campos. Los granjeros confían en recuperar una parte, ¿pero quién puede saberlo? Si no se producen daños en el Kwanto durante la temporada, su arroz puede abastecer a todo el Imperio durante este año y el siguiente.

–Las cosas irían mejor si el señor Toranaga pudiese dominar las cosechas lo mismo que Ishido, ¿neh?

–Sí. Pero, lo siento, diecinueve días no es tiempo bastante para obtener una cosecha, ni con todas las oraciones del mundo. Kiri añadió:

–Si su barco partió el día antes, debes de haberte apresurado mucho.

–No se debe desperdiciar el tiempo, Kiri-san. No me gusta mucho viajar.

–¿Y Buntaro-san? ¿Se encuentra bien?

–Sí. Está a cargo de Mishima y de toda la frontera, por el momento. Le he visto brevemente al venir aquí. ¿Sabes dónde se aloja Kasigi Yabú-sama? Tengo un mensaje para él.

–En una de nuestras casas de huéspedes. Lo encontraré y mandaré tu mensaje al instante.

Kiri aceptó más vino.

–Gracias, Mariko-chan. He oído decir que Anjín-san está todavía en la galera.

–Es un hombre muy interesante, Kiri-san. Se ha hecho muy útil a nuestro amo.

–He oído todo eso. Deseo escuchar todo lo que se refiera a él, al terremoto y a todas tus noticias. Además, mañana por la noche el señor Ishido dará una fiesta por ser el cumpleaños de dama Ochiba. Como es natural, se te invita. También me he enterado de que se invitará a Anjín-san. Dama Ochiba desea ver qué aspecto tiene. Acuérdate de que se reúna con el Heredero. ¿También será la primera vez que lo veas?

–Sí, pobre hombre. ¿Lo mostrarán como si fuese una ballena capturada?

–Sí -añadió Kiri con placidez -. Junto con todos nosotros, Mariko-chan, nos guste o no.

Uraga corría furtivamente por la avenida hacia la playa. La noche era oscura, aunque brillaba el firmamento y el aire era agradable. Se había puesto la túnica anaranjada de un sacerdote budista, con el inevitable sombrero de paja y unas sandalias baratas. Tras él se encontraban los almacenes y la mole casi europea del edificio de la Misión de los jesuítas. Dobló una esquina y apresuró el paso. Por allí había muy pocas personas. Una compañía de Grises con antorchas patrullaba por la playa. Acortó el paso y saludó cortésmente al pasar ante ellos, aunque con la arrogancia propia de un sacerdote. Los samurais apenas repararon en él.

Recorrió con paso firme la zona de playa entre la pleamar y la bajamar y pasó ante las embarcaciones pesqueras. Era el momento de la marea baja. Esparcidos por la bahía y entre los bancos de arena se encontraban los pescadores nocturnos, cual si fuesen luciérnagas, cazando con arpones y a la luz de las antorchas. Amarrado a uno de los muelles había una lorca de los jesuitas, con las banderas de Portugal y de la Compañía de Jesús desplegadas, había antorchas y más Grises cerca de la plancha. Cambió de dirección para rodear la embarcación, y se dirigió hacia la ciudad, que estaba a pocas manzanas de distancia. Atravesó la Calle Diecinueve, cortó por diversas avenidas y se encontró de nuevo con una calle que iba a dar a los muelles.

–¡Alto!

La orden le llegó desde la oscuridad. Uraga se detuvo víctima de un repentino pánico. Los Grises se lanzaron hacia él y lo rodearon.

–¿A dónde vas, sacerdote?

–Al este de la ciudad -respondió Uraga altivo, aunque tenía la boca seca-. A nuestro santuario de Nichiren.

–Eres de Nichiren, ¿neh?

Uno de los samurais dijo con aspereza:

–No soy uno de ellos. Soy un budista Zen, al igual que señor general.

–Zen, sí, claro, el Zen es lo mejor -respondió otro-. Me gustaría entender eso. Es demasiado complicado para mi vieja cabeza.

–Estás sudando demasiado para ser un sacerdote, ¿no es cierto? ¿Por qué sudas?

–¿Crees que los sacerdotes no sudan?

Algunos rieron y otros acercaron una antorcha.

–¿Por qué tienen que sudar? – añadió el hombre rudo-. Se pasan todo el día durmiendo y salen por la noche. Y de continuo se atiborran con alimentos por los que no han trabajado. Los sacerdotes son parásitos, como las pulgas.

–Dejémosle, sólo es…

–Quítate el sombrero, sacerdote.

Uraga se quedó rígido.

–¿Por qué? ¿Por qué os mofáis de un hombre que sirve a Buda?

El samurai se adelantó, insistiendo:

–¡He dicho que te quites el sombrero!

Uraga obedeció. Su cabeza estaba ahora afeitada como la de un sacerdote.

Tras esta comprobación, Uraga se volvió a encasquetar el sombrero.

–Sería mejor que patrullarais en lugar de dedicaros a insultar a inocentes sacerdotes.

Tras decir esto se alejó, aunque le temblaban las rodillas. De todos modos estaba muy orgulloso de sí mismo. Cerca de la galera se volvió de nuevo cauteloso y aguardó un momento al abrigo de un edificio. Luego se encaminó hacia la zona iluminada por las antorchas.

–Buenas noches -les dijo con cortesía a los Grises. Luego añadió una bendición religiosa-: Namu Amida Butsu. (En el nombre del Buda Amida.) Gracias. Namu Amida Butsu.

Los Grises le dejaron franco el paso. Sus órdenes eran que todos los bárbaros y los samurais permanecieran en tierra, excepto Yabú y su guardia de honor. Nadie les había dicho nada respecto a los sacerdotes budistas que quisiesen subir al barco.

Muy cansado, Uraga alcanzó la cubierta principal.

–Uraga-san -le llamó en voz baja Blackthorne desde el alcázar-. Ven aquí.

Uraga trató de acomodar sus ojos a la oscuridad. Vio a Blackthorne y aspiró su peculiar aroma, adivinó que la segunda sombra debía de ser aquel otro bárbaro de nombre impronunciable que también hablaba portugués.

–Ah, Anjín-san -musitó y se dirigió hacia él, mientras rodeaba a los diez guardias esparcidos por la cubierta.

Esperó al pie de la pasarela hasta que se le acercó Blackthorne procedente del alcázar.

–Espera -le avisó Blackthorne en voz baja, mientras le señalaba-. Mira hacia la playa. Hacia allá, cerca del almacén. ¿Lo ves? No, un poco más al Norte. ¿Lo ves ahora?

Una sombra se movió de prisa y luego volvió a sumergirse en la oscuridad.

–¿Qué es?

–Te he estado mirando mientras te aproximabas por la carretera. Te han seguido. ¿No has podido verlo?

–No, señor -replicó Uraga, mientras le asaltaban los pensamientos-. No he visto a nadie.

–No lleva espada, por lo cual no es samurai. ¿Será jesuita?

–No lo sé. No lo he pensado. Tendré más cuidado en lo sucesivo. Perdóname por no haberle visto.

–Piensa en ello. – Blackthorne miró a Vinck.– Vete abajo, Johann. Yo me quedaré vigilando y te despertaré al amanecer. Gracias por esperar. Y respecto a ti -añadió Blackthorne-, ¿qué ha sucedido? Estaba muy preocupado.

–El mensajero de Yabú-sama ha sido muy lento, Anjín-san. Aquí está mi informe.

–Exactamente, ¿qué has estado haciendo todo este tiempo?

–¿Exactamente, señor? Elegí un lugar tranquilo cerca de la plaza del mercado, desde donde se divisase el Primer Puente, y empecé a meditar, según la costumbre de los jesuítas, Anjín-san, pero no acerca de Dios, sino sólo acerca de ti, de Yabú-sama y de tu futuro. – Uraga sonrió.– Muchos de los que pasaban echaron monedas a mi escudilla de pedir limosnas. Dejé que el cuerpo descansase y que sólo trabajase la mente, al mismo tiempo que contemplaba el Primer Puente. El mensajero de Yabú-sama llegó después de oscurecer e hizo ver que oraba conmigo hasta que estuvimos completamente solos. El mensajero me susurró: «Yabú-sama dice que quiere estar en el castillo esta noche y que desea volver mañana por la mañana. Mañana por la noche se celebrará en el castillo un acto oficial al que se os invita, de parte del señor general Ishido. Finalmente, se os considerará de los «Setenta». – Uraga lo miró con fijeza.– El samurai lo repitió dos veces, por lo que supongo se trata de un código privado.

Blackthorne asintió, pero no explicó que formaba parte de las muchas señales convenidas entre Yabú y él mismo. «Setenta» significaba que podía estar seguro de que el navío estaría preparado para una retirada instantánea por mar. A pesar de todos los samurais, marinos y remeros confinados a bordo, el barco estaba dispuesto. Todo el mundo tenía conciencia de que se encontraban en aguas enemigas y que tendrían que hacer frente a numerosos problemas. Blackthorne no ignoraba que se necesitarían muchos esfuerzos para que el barco pudiese hacerse a la mar.

–Continúa, Uraga-san.

–Esto es todo, excepto que debo decirte que Toda Mariko-san ha llegado hoy.

–¿No es muy poco tiempo para hacer el viaje por tierra hasta aquí desde Yedo?

–Sí, señor. Mientras estaba vigilando, he visto cómo su compañía cruzaba el puente. Era por la tarde, en plena Hora de la Cabra. Los caballos estaban espumeantes y cubiertos de lodo y los mozos muy cansados. Yoshinaka-san los dirigía.

–¿No te vio nadie?

–No, señor. Creo que no.

–¿Cuántas personas había?

–Unos doscientos samurais, además de los mozos y de los caballos para llevar la impedimenta. Un número doble de Grises los escoltaban. Uno de los caballos de carga llevaba unos cuévanos para transportar palomas.

–Está bien. ¿Algo más?

–En cuanto pude me alejé. Cerca de la Misión hay una tienda que prepara fideos y tallarines y a la que acuden muchos comerciantes y corredores de arroz y de seda. Me dirigí allí a comer y a escuchar. El padre Visitador tiene de nuevo allí su residencia. Existen muchos conversos en la zona de Osaka. Les han concedido permiso para celebrar una misa multitudinaria en honor de los señores Kiyama y Onoshi.

–¿Eso es importante?

–Sí, y resulta asombroso que se permita abiertamente una celebración religiosa así. Lo hacen para conmemorar la fiesta de San Bernardo. Veinte días es el día siguiente a la Ceremonia de Obediencia ante el Exaltado.

Yabú, a través de Uraga, había hablado a Blackthorne acerca del Emperador. La noticia se había filtrado por todo el navío, aumentando la premonición de desastre que ya temía cada uno.

–¿Qué más?

–En la plaza del mercado circulaban muchos rumores, casi todos ellos inquietantes. Yodoko-sama, la viuda del Taiko, está muy enferma. Esto es algo malo, Anjín-san, porque su consejo es siempre escuchado y siempre es razonable. Dicen que el señor Toranaga está ya muy cerca de Nagoya, otros dicen que aún no ha llegado a Odawara, así que nadie sabe qué creer. Todos están de acuerdo en que este año será terrible la cosecha, aquí en Osaka, lo cual significa que el Kwanto adquirirá gran importancia. La mayoría de la gente cree que comenzará una guerra civil tan pronto como muera el señor Toranaga, en cuyo momento los grandes daimíos empezarán a combatirse entre sí. El precio del oro está muy alto y la tasa de interés ha subido al setenta por ciento…

–Eso es excesivo, debes de estar equivocado.

–Perdóname, Anjín-san -dijo Uraga -, pero nunca baja del cincuenta por ciento y, por lo general, está entre el setenta e incluso el ochenta por ciento. Hace casi veinte años, el padre Visitador pidió al fa Sagrado, al Papa, como decís vosotros, que permitiese a la Compañía hacer préstamos al diez por ciento. Fue una sugerencia apropiada y se aprobó, Anjín-san: esto dio mucho lustre a la cristiandad y se produjeron muchas conversiones, dado que sólo los cristianos podían obtener préstamos, que siempre eran bastante modestos. ¿No pagáis unos intereses tan altos en vuestro país?

–Raramente. ¡Eso es usura! ¿Sabes lo que quiere decir «usura»?

–Comprendo la palabra. Pero, para nosotros, la usura no comienza hasta que se sobrepasa el ciento por ciento. También tengo que decir que el arroz está muy caro y esto es un mal presagio: está a doble precio que cuando estuve aquí hace unas pocas semanas. Las tierras son baratas. Ahora es un buen momento para comprar tierras. O una casa. Con el tifón y los incendios se han destruido unas diez mil casas y murieron de dos mil a tres mil personas. Eso es todo, Anjín-san.

–Muy bien. Lo has hecho muy bien. ¡Has errado en tu auténtica vocación! Muy bien…

–Gracias, señor.

Blackthorne pensó un momento y luego le preguntó acerca del acto que se iba a celebrar al día siguiente. Uraga le informó lo mejor que pudo. Finalmente, Uraga le contó cómo se había escapado de la patrulla.

–Una última cosa, señor. Fui a la Misión. Los guardias estaban muy alerta y no pude entrar. Estuve, de todos modos, observando un rato y antes de irme vi cómo entraba Chimmoko, la sirvienta de la dama Toda.

–¿Estás seguro?

–Sí. Estaba con ella otra criada…

–¿Se trataría de dama Mariko disfrazada?

–No, señor. Estoy seguro de que no. Aquella segunda criada era demasiado alta.

–¿Qué querrá decir todo esto? – preguntó Blackthorne más bien para sí.

–Dama Mariko es cristiana, católica, ¿neh? Conoce muy bien al padre Visitador. Es el que la ha convertido. Dama Mariko es la dama más importante, la más famosa del Reino, después de las tres pertenecientes a la alta nobleza: dama Ochiba, dama Genjiko y Yodoko-sama, la esposa del Taiko.

–¿Podría querer confesarse Mariko-san? ¿O una misa? ¿O un sermón? ¿Mandaría a Chimmoko para que lo arreglase en su nombre?

–Nada de eso, Anjín-san. Todas las damas de los daimíos, y tanto los amigos del señor general como los que se le oponen, están confinados en el castillo, ¿neh? Permanecen allí cual peces en una pecera dorada, aguardando que los arponeen.

–Deja eso, ya es de por sí bastante desagradable todo.

Al cabo de un momento, Uraga prosiguió:

–Tal vez Chimmoko llevaba una citación para el padre Visitador para que la fuese a ver. Seguramente estaba bajo vigilancia cuando cruzó el Primer Puente. Probablemente también Toda Mariko-noh-Buntaro-noh-Jinsai estaba bajo vigilancia desde el momento que cruzó las fronteras del señor Toranaga, ¿neh?

–¿Podemos saber si el padre Visitador acude al castillo?

–Sí. Eso es fácil.

–¿Puedes saber lo que dice o lo que hace?

–Eso es más difícil. Lo siento mucho, pero tal vez hablen en portugués o en latín, ¿neh? ¿Y quién habla esos dos idiomas, excepto vos y yo? Me reconocerían por eso. – Uraga señaló hacia el castillo y la ciudad.– Aquí hay muchos cristianos. Cualquiera podría ganar mucho si os eliminasen a vos o a mí, ¿neh?

Blackthorne no respondió. No era necesaria una respuesta. Su mente estaba ahora absorta en lo que estaría haciendo, pensando y planeando Toranaga y en dónde se encontraba exactamente Mariko y para qué habría ido a Nagasaki.

–¿Así que dices que el decimonoveno día es el último día, el día límite, Yabú-san? – repitió casi con náuseas al saber que la trampa estaba a punto de abrirse para Toranaga. Y luego para él y para el Erasmus.

–¡Shigata ga nai! Debemos ir rápidamente a Nagasaki y volver. Rápidamente, ¿comprendes? Sólo cuatro días para conseguir hombres. Y luego regresar.

–Pero, ¿por qué? Cuando Toranaga esté aquí, todos moriremos, ¿neh? – había dicho.

Pero Yabú regresó a tierra y le había dicho que pasado mañana podrían irse. Le hubiera gustado tener al Erasmus en vez de la galera. Si hubiera tenido el Erasmus sabía que podía hacer algo para evitar Osaka y dirigirse directamente a Nagasaki o, lo cual era aún más probable, habría buscado algún puerto abrigado y hubiera adiestrado a sus vasallos en el manejo del buque.

–Lo siento señor. Se trata del karma -le dijo al cabo de un momento Uraga.

–Sí. Karma.

Entonces Blackthorne intuyó el peligro y movió el cuerpo antes de que su mente se lo ordenara. Se estaba zafando cuando pasó una flecha silbando, que erró el blanco por muy poco, y que se hundió en el mamparo. Dio un empujón a Uraga para que se pusiese a salvo cuando otra flecha se hincó en la garganta de Uraga, atravesándola. Los samurais comenzaron a chillar y a mirar al mar desde la regala. Los Grises que estaban de guardia en la orilla se precipitaron a bordo. Otra descarga llegó desde la noche a través del mar y todos se desparramaron en busca de protección. Blackthorne se dirigió a la regala y vio un barco pesquero cercano, que apagaba sus antorchas y se desvanecía en la oscuridad.

Uraga agonizaba, mientras los Grises corrían por el alcázar, con las ballestas dispuestas, y en todo el buque reinaba un gran alboroto. Vinck subió a la cubierta, con la pistola preparada y agachando la cabeza mientras corría.

–¡Dios mío! ¿qué pasa aquí? ¿Estás bien, piloto?

–Sí. Vigila. Están en los barcos pesqueros… -dijo Blackthorne, señalando a Uraga, el cual tenía el dardo clavado y manaba sangre por la nariz, la boca y los oídos.

Blackthorne cogió con una mano la púa de la flecha, mientras apoyaba la otra en la cálida y temblorosa carne y empujaba con todas sus fuerzas. Sacó la flecha limpiamente, pero la sangre brotó a borbotones. Uraga empezaba a dar señales de ahogo.

Los Grises y los samurais de Blackthorne los rodeaban. Algunos llevaban escudos, con los que protegieron a Blackthorne, quedando ellos al descubierto. Otros se pusieron a salvo cuando ya había pasado el peligro.

Blackthorne cogió en brazos a Uraga. Sabía que debía hacer algo, pero no sabía qué.

En los ojos de Uraga había una súplica. Su boca se abría, pero no salía de ella ningún sonido. Advirtió que sus dedos se movían mecánicamente haciendo la señal de la cruz. Notó que el cuerpo de Uraga temblaba y que su boca parecía querer emitir un mudo alarido. Le recordó los estertores de un pez arponeado.

Uraga murió en medio de atroces sufrimientos.

CAPITULO LVI

Blackthorne atravesaba el castillo con su guardia de honor, compuesta por treinta vasallos y una escolta de Grises diez veces mayor. Marchaba orgulloso con su nuevo uniforme, un quimono castaño con las cinco cifras de Toranaga y, por primera vez, cubierto con un solemne y amplio manto. Sus rubios cabellos estaban recogidos por detrás, en una pulcra cola. Las espadas que le había dado Toranaga colgaban perfectamente de su fajín. Calzaba tabis nuevos y sandalias con correa.

Blackthorne iba pensando en la mala suerte que había sido perder a Uraga, ignorando si el ataque había sido contra éste o contra él mismo. «He perdido mi mejor fuente de información.»

–A mediodía debes ir al castillo, Anjín-san -le había dicho Yabú aquella misma mañana, cuando regresó a la galera-. Los Grises vendrán a buscaros. ¿Comprendéis?

–Sí, Yabú-sama.

–Ahora estáis completamente seguro. Lamento lo del ataque. ¡Shigata ga nai! Los Grises os escoltarán para que lleguéis sano y salvo. Esta noche os quedaréis en el castillo, que será abandonado por Toranaga. Mañana nos iremos nosotros a Nagasaki.

–¿Tenemos permiso? – preguntó.

Yabú movió la cabeza, visiblemente exasperado.

–Mi plan es el de ir a Mishima a recoger al señor Hiro-matsu, así como al señor Sudara y a su familia. ¿Comprendéis?

–Sí.

–Muy bien. Ahora dormid, Anjín-san. No os preocupéis por el ataque. Se ha ordenado que, a partir de ahora, todos los navíos permanezcan alejados de aquí. Aquí hay kinjiru.

–Comprendo. Excusadme, ¿pero qué va a pasar esta noche? ¿Por qué tengo que ir al castillo?

Yabú sonrió. Le dijo que Ishido sentía curiosidad por volverlo a ver.

–Al ser su huésped, estaréis a salvo.

Y, una vez más, abandonó la galera.

Blackthorne volvió abajo, dejando como observador a Vinck. Dormía profundamente cuando Vinck lo despertó. Subió de nuevo rápidamente a cubierta.

En aquel momento entraba en el puerto una pequeña fragata portuguesa de veinte cañones.

–Debe de ser Rodrigues. No hay nadie que navegue con tanto velamen desplegado.

–Si yo fuese tú, piloto, saldría pitando, con marea o sin ella. Aquí somos como mariposas en una botella de grog. Vayámonos…

–¡Nos quedaremos! ¿Puedes meterte esto en la cabeza? Permaneceremos aquí hasta que se nos permita irnos. No nos moveremos hasta que lo ordene Ishido.

Volvió a bajar, pero ya no pudo dormir. A mediodía llegaron los Grises. Fuertemente escoltado, se dirigió con ellos hacia el castillo. Los Grises lo condujeron hacia la parte del castillo ocupada por Toranaga, que ya había visitado otra vez, donde Kiritsubo, dama Sazuko y sus hijos estaban cómodamente instalados, junto con el resto de los samurais de Toranaga. Se dio un baño y se puso las nuevas ropas que habían dejado para él.

–¿Está dama Mariko?

–No, señor, lo siento -le había dicho el criado.

–¿Dónde puedo encontrarla? He de entregarle un mensaje urgente.

–Lo siento, Anjín-san. No lo sé. Perdonadme.

Ningún otro criado mostróse más explícito. Todos se limitaban a decir:

–Lo siento. No lo sé.

Una vez vestido, recurrió a su diccionario para recordar las palabras clave que pudiese necesitar y prepararse lo mejor posible.

Ahora atravesaba la parte más interior del foso. Había antorchas por todas partes.

Trató de dominar su ansiedad mientras atravesaba el puente de madera. Otros invitados, escoltados por los Grises, seguían el mismo camino. Notó cómo le observaban.

Los Grises lo llevaron de nuevo a través del laberinto y de su amplia puerta y allí lo abandonaron. Lo mismo hicieron sus hombres. Se colocaron a un lado, junto con los otros samurais y se dispusieron a esperarlo. Se acercó a una enorme puerta alumbrada por antorchas.

Tras ella había una inmensa estancia con vigas y artesonado de oro. Sostenían las vigas columnas recubiertas de oro. Eran de maderas preciosas. Contempló las suntuosas colgaduras. En la estancia se encontraban unos quinientos samurais junto a sus damas. Las polícromas indumentarias se mezclaban con los perfumes y olores de las maderas preciosas que ardían en pequeños braseros. Los ojos de Blackthorne recorrieron la sala en busca de Mariko, de Yabú o de cualquier cara amiga. Pero no encontró ninguna. A un lado había una fila de invitados que aguardaban, para entrar, ante la plataforma levadiza. El príncipe Ogaki Takamoto se hallaba allí de pie. Blackthorne reconoció a Ishido – alto y acicalado -, que estaba también a un lado de la plataforma. Sola, al otro lado, se encontraba dama Ochiba, cómodamente sentada en unos cojines. Incluso a aquella distancia pudo distinguir la exquisita riqueza de su quimono, con hebras de oro sobre la rarísima seda azul oscura.

Las filas de invitados se adelantaron. Blackthorne permanecía de pie en un extremo, en un lugar iluminado y su cabeza sobresalía de los más cercanos. Cortésmente se hizo a un lado para dejar el paso a algunos huéspedes, y vio cómo los ojos de Ochiba se dirigían hacia él. También lo miró Ishido. Se dijeron algo, y el abanico de la dama se movió. Volvieron a mirarlo. Se dirigió hacia uno de los muros para no estar tan a la vista, pero un Gris le impidió el paso.

–Dozo -le dijo amablemente el samurai, señalando hacia la fila.

–Hai, domo -respondió Blackthorne, mientras se unía a los demás. Todos lo miraban. Incómodos, los hombres y las mujeres de la fila se apartaron de él, hasta que no quedó nadie entre él y la plataforma. De momento quedó como rígido. Luego, rodeado de un profundo silencio, se adelantó.

Se arrodilló ante la plataforma, y se inclinó, primero hacia la mujer y luego hacia Ishido, como había visto hacer a los demás. Al levantarse lo obsesionaba la idea de que las espadas se le pudiesen caer o él dar un resbalón, pero todo salió satisfactoriamente. Empezó a alejarse.

–Espera, por favor, Anjín-san -le dijo ella.

Se detuvo. Su deliciosa feminidad parecía envuelta en un halo luminoso.

–¿Es verdad lo que se dice? ¿Que habláis nuestra lengua?

–Excusadme, Alteza -musitó Blackthorne, empleando las frases que tenía preparadas-. Lo siento, pero sólo sé unas cuantas palabras y, respetuosamente, os ruego que utilicéis palabras simples al hablarme, así tendré el honor de entenderos. – Todos seguían atentamente la escena. – ¿Puedo, con todo el respeto, felicitaros por vuestro cumpleaños y rogar para que viváis y podáis cumplirlo mil veces más?

–¡Oh! Esas no son palabras muy simples, Anjín-san -replicó dama Ochiba, muy impresionada.

–Excusadme, Alteza. Las aprendí anoche. La forma correcta de decirlas, ¿neh?

–¿Quién os lo ha enseñado?

–Mi vasallo, Uraga-noh-Tadamasa.

Dama Ochiba miró a Ishido, el cual empezó a hablarle muy rápidamente a Blackthorne, que sólo captó la palabra «flechas».

–¿El sacerdote cristiano renegado que fue muerto anoche en vuestro navio?

–¿Qué, Alteza?

–El samurai al que mataron, ¿neh? Anoche en el barco, ¿no?

–¡Ah! Sí, él. – Blackthorne miró primero a Ishido y luego a ella.– Perdonadme, Alteza, ¿me permitís dar la bienvenida al señor general?

–Sí, tenéis nuestro permiso.

–Buenas noches, señor general -dijo Blackthorne con afectada cortesía-. La última vez que nos vimos me comporté como un insensato. Perdonadme.

Ishido empleó de nuevo un tono superficial:

–Sí, os comportasteis como tal y os mostrasteis muy descortés. Espero que no ocurra más en lo sucesivo.

–Os ruego nuevamente que me disculpéis.

–Esas tonterías son corrientes entre los bárbaros, ¿neh?

Aquella rudeza en público con un invitado era excesiva. Durante unos segundos, los ojos de Blackthorne se dirigieron hacia dama Ochiba, y pudo comprobar que su mirada reflejaba también sorpresa.

–Señor general, estáis en lo cierto. Los bárbaros cometen siempre torpezas. Lo siento, pero ahora soy un samurai, hatamoto, lo cual es un gran honor para mí. Ya no soy un bárbaro. Ahora sé cómo debe comportarse un samurai y sé también algo de bushido. Y de wa. Perdonadme, pero ya no soy un bárbaro, ¿neh?

Pronunció la última palabra como un desafío. No ignoraba que los japoneses sabían lo que era la virilidad y el orgullo, y lo honraban.

Ishido sonrió.

–Muy bien, samurai Anjín-san -replicó en tono jovial-. Acepto vuestras excusas. Son ciertos los rumores que corren sobre vuestro valor. Bien, muy bien. Yo debo, a mi vez, pediros disculpas. Es terrible que unos inmundos ronín hayan podido hacer algo semejante. ¡Un ataque nocturno!

–Estoy de acuerdo, señor. Fue horrible. Murieron cuatro hombres. Uno de los míos y tres Grises.

–Sí, fue horrible, Anjín-san, pero no volverá a ocurrir. Pondré guardias, unos celosos vigilantes. No habrá más ataques asesinos. ¡Ni uno más! Aquí estaréis tan seguro como en el castillo.

–Muchas gracias. Siento causar problemas.

–En absoluto. Sois muy importante, ¿neh? Sois un samurai. Ocupáis un lugar especial entre los samurais del señor Toranaga. No lo olvidaré… No tengáis miedo.

Blackthorne ofreció una flor a dama Ochiba, la cual la aceptó, tras un diálogo muy cortés. Todos aplaudieron. Al cesar los aplausos, dama Ochiba dijo:

–Mariko-san, vuestro pupilo es digno de elogio, ¿neh?

–Buenas noches, dama Toda -dijo Blackthorne. Y se arriesgó a añadir en latín, estimulado por su éxito-: La noche se ha hecho aún más bella con vuestra presencia.

–Gracias, Anjín-san -replicó ella, en japonés, con las mejillas encendidas. Luego se adelantó hacia la plataforma y se inclinó ante Ochiba-. Yo he hecho poco, Ochiba-sama. Todo el mérito es de Anjín-san y del diccionario que le dieron los padres cristianos.

–¡Ah, sí, el diccionario…!

Ochiba le dijo a Blackthorne que se lo enseñase y, con ayuda de Mariko, que se lo explicase detenidamente. Quedó fascinada. Se volvió hacia Ishido:

–Necesitaremos más ejemplares, señor general. Os ruego ordenéis que nos faciliten un centenar de estos diccionarios. Con ellos, nuestros jóvenes podrán aprender pronto el bárbaro, ¿neh?

–Sí, es una buena idea, mi dama. Pronto tendremos nuestros propios intérpretes, los mejores -sonrió Ishido-. Así acabaremos con el monopolio de los cristianos, ¿neh?

Un samurai de piel acerada de unos sesenta años, dijo:

–Los cristianos no poseen tal monopolio, señor general. Se trata de algo que pedimos nosotros a los padres cristianos… De hecho, insistimos en que fuesen intérpretes y negociadores, porque son los únicos que pueden hablar a ambas partes y tienen la confianza de ambos lados. El señor Goroda inició esta costumbre, ¿neh? Luego la continuó el Taiko.

–De acuerdo, señor Kiyama. No pretendo mostrarme irrespetuoso con los daimíos o samurais que se han hecho cristianos. Me refiero sólo al monopolio de los sacerdotes cristianos – replicó Ishido-. Sería mejor para nosotros que nuestro pueblo, y no los sacerdotes extranjeros (e incluso cualquier clase de sacerdotes), fuese el que controlase nuestro comercio con China.

–Nunca se ha producido un fraude -replicó Kiyama-. Los precios son correctos, el mercado es ágil y eficiente, y los padres manejan a su propia gente. Sin los bárbaros del Sur no habría seda ni comercio con China. Sin los padres tendríamos muchos problemas. Perdonadme por mencionar esto.

–¡Ah, señor Kiyama! – intervino dama Ochiba-. Estoy segura de que el señor Ishido se siente honrado de que lo hayáis corregido, ¿no es así, señor general? ¿Qué podría hacer el Consejo sin las observaciones del señor Kiyama?

–Desde luego -puntualizó Ishido.

Kiyama se inclinó, visiblemente complacido.

Luego Mariko advirtió que Kiyama no perdía de vista a Blackthorne.

–Perdonadme, señor Kiyama. ¿Puedo presentarle a Anjín-san?

Kiyama se volvió hacia Blackthorne y le preguntó cortésmente:

–¿Es verdad lo que afirman de que sois cristiano?

–¿Qué decís?

Kiyama no se dignó repetir la pregunta, y Mariko la tradujo.

–Lo siento, señor Kiyama -respondió Blackthorne en japonés -. Sí, soy cristiano… Pero de una secta diferente.

–Vuestra secta no es bien recibida en mis tierras. No en Nagasaki ni en Kyushu. Ni en ninguna de las tierras de mis daimíos cristianos.

Mariko se hizo violencia para mantener su sonrisa. Se estaba preguntando si Kiyama habría ordenado personalmente el asesinato de Amida y el ataque de la noche anterior. Se limitó a traducir, eliminando las descortesías de Kiyama, mientras todos escuchaban con gran atención.

–No soy ningún sacerdote, señor -prosiguió Blackthorne, dirigiéndose a Kiyama-. En nuestras tierras sólo se trata de comercio. No hay sacerdotes que hablen o enseñen. Sólo comerciamos.

–No deseo vuestro comercio. No deseo que estéis en mis posesiones. Os lo prohíbo bajo pena de muerte. ¿Me comprendéis?

–Sí, os comprendo -respondió Blackthorne-. Lo siento.

–Muy bien. – Kiyama se volvió hacia Ishido.– Deberíamos excluir por completo del Imperio a esa secta y a esos bárbaros. Lo propondré en la próxima reunión del Consejo. Debo declarar abiertamente que, según mi opinión, el señor Toranaga está mal aconsejado por los extranjeros con que se relaciona, y, en particular, por este samurai. Es un precedente muy peligroso.

–Seguramente esto carece de importancia. Todos los errores del actual señor del Kwanto se corregirán muy pronto. ¿Neh?

–Todos cometemos errores, señor general -respondió Kiyama con énfasis-. Sólo Dios es perfecto. El único error real del señor Toranaga es haber dado preferencia a sus propios intereses en vez de a los del Heredero.

–Sí -afirmó Ishido.

–Perdóname -terció Mariko-. Pero eso no es cierto. Lo siento, pero ambos estáis equivocados respecto a mi amo.

Kiyama se volvió hacia ella. Le contestó cortésmente.

–Es algo correcto para ti adoptar esa posición, Mariko-san. Pero, por favor, no discutas eso esta noche. De todos modos, señor general, ¿dónde está ahora el señor Toranaga? ¿Cuáles son sus últimas noticias?

–Ayer, según el portador de las palomas, creo que estaba en Mishima. En la actualidad, recibo informes diarios de su avance.

–Muy bien. ¿Así que en dos días habrá abandonado sus propias fronteras? – preguntó Kiyama.

–Sí. El señor Ikawa Jikkyu está preparado para recibirlo según sus méritos.

–Muy bien. – Kiyama sonrió a Ochiba. Era muy indulgente hacia ella.– Ese día, señora, en honor de semejante ocasión, ¿podrás tal vez preguntar al Heredero si permitirá a los regentes inclinarse ante él?

–El Heredero quedará muy honrado, señor -replicó-. Y luego, tal vez, tú y cuantos están aquí, seáis los invitados a una competición poética. ¿Podrán hacer de jueces los regentes?

Aquello motivó aplausos.

–Gracias, pero, por favor, tal vez sea mejor que el príncipe Ogaki y alguna de las damas quieran actuar como jueces.

–Muy bien, si así lo deseas.

–Muy bien, señora, ¿Y cuál ha de ser el tema? ¿Y el primer verso del poema? – preguntó Kiyama muy complacido, dado que era muy renombrado por sus poesías, al igual que por su manejo de las armas y su ferocidad en la guerra.

–Por favor, Mariko-san, ¿puedes responder al señor Kiyama? – dijo Ochiba.

De nuevo, muchos admiraron su destreza, también Mariko tenía fama de poetisa.

Mariko quedó complacida ante aquello. Luego pensó un momento.

–El tema se referirá a hoy, y la primera línea del verso será: «Sobre una rama deshojada…»

–Excelente -respondió Kiyama-, nos complacerá mucho competir con vos, señora.

–Tendrás que excusarme, pero no podré hacerlo -respondió Mariko-. Mañana abandonaré Osaka junto con las damas Kiritsubo y Sazuko.

La sonrisa de Ishido se desvaneció.

–¿Y adónde iréis?

–A reunirnos con nuestro señor.

–Pero el señor Toranaga estará aquí dentro de pocos días, ¿neh?

–Hace meses que la dama Sazuko no ha visto a su marido y mi señor Toranaga aún no ha tenido el placer de contemplar a su último hijo. Como es natural, la dama Kiritsubo nos acompañará.

–El señor Toranaga llegará aquí tan pronto que no es necesario salir a su encuentro.

–Pero yo sí creo que es necesario, señor general. Además, esto es un asunto privado que no se debe discutir aquí. Me iré mañana a presentar mis respetos a mi señor, con sus damas.

Ishido se limitó a decir con frialdad:

–Estás aquí, señora, por una invitación personal del Hijo del Cielo, con la complacencia de los regentes. Sé paciente. Tu señor estará aquí muy pronto.

–Estoy de acuerdo, señor. Pero la invitación de Su Majestad Imperial es para el vigésimo segundo día. No se le ha dado la orden, ni a mí ni a nadie, de que permanezcamos confinados en Osaka hasta ese momento. ¿O no es así?

–Olvidas el buen comportamiento, dama Toda.

–Perdóname, pero eso es la última cosa que pretendo. Lo siento. – Mariko se volvió hacia Ogaki, el cortesano. – ¿Señor, la invitación del Exaltado incluye el que permanezca aquí hasta que llegue?

–La invitación es para el vigésimo segundo día de este mes, dama. Entonces es cuando se requiere tu presencia.

–Gracias, señor. – Mariko se inclinó de nuevo y se colocó frente a la plataforma.– Se requiere mi presencia entonces, señor general. No antes. Por tanto, me iré mañana.

–Sé paciente, señora. Los regentes te han dado la bienvenida y hay muchos preparativos para los cuales se necesitará de tu ayuda antes de que llegue el Exaltado.

–Lo siento, señor, pero las órdenes de mi señor tienen prioridad. Debo irme mañana.

–No te irás mañana y se te pide, mejor, se te ruega, Mariko-san, que tomes parte en la competición de dama Ochiba…

–¿Así que he de considerarme confinada aquí contra mi voluntad?

Ochiba añadió:

–¿No será mejor que dejemos esto ahora, Mariko-san?

–Lo siento, Ochiba-sama, pero yo soy una persona sencilla. He de decir abiertamente que tengo órdenes de mi señor. Si no puedo obedecerlas, he de saber por qué. Señor general, ¿he de quedar confinada aquí hasta el vigésimo segundo día? Y si es así, ¿por orden de quién?

–Eres persona respetada -le dijo Ishido-. Y repito, señora, que tu señor estará aquí muy pronto.

Mariko sintió su poder, aunque luchó por resistirse.

–Sí, pero lo siento y, de nuevo, respetuosamente, pregunto: ¿estoy confinada en Osaka durante los próximos dieciocho días, y si es así, por orden de quién?

–No, no estás confinada -respondió Ishido clavando los ojos en ella.

–Gracias, señor. Te pido perdón por haber hablado tan directamente -añadió Mariko.

–Pero, dama Toda, puesto que has elegido hablar de esa forma tan presuntuosa, es mi deber pedir a los regentes que hagan una declaración formal, por si existen otras personas que comparten este malentendido. Hasta ese momento deberás estar preparada para responder a las preguntas que te hagan y recibir las órdenes que sean precisas.

–Lo siento, pero no puedo retrasar mi partida por unos cuantos días.

–¿Así que te niegas a obedecer al Consejo de Regentes? – inquirió airado Ishido.

–No, señor -respondió orgullosamente Mariko-. A menos que se hagan cargo de mis deberes hacia mi señor, dado que estos deberes son supremos al tratarse de un samurai…

–¡Has de estar dispuesta a reunirte con los regentes con filial paciencia!

–Lo siento. Tengo órdenes de mi señor de escoltar a sus damas para que se reúnan con él. Al instante.

Se sacó un rollo de escritura de una manga y lo entregó a Ishido. Este lo abrió y lo examinó. Luego levantó los ojos y dijo:

–Incluso así, deberás esperar las órdenes de los regentes. El incidente queda zanjado…

–¡El asunto quedará zanjado, señor general, cuando emplees mejores modales! No soy una campesina y no se me puede pisotear así. Soy Toda Mariko-noh-Buntaro-noh-Hiro-matsu, hija del señor Akechi Jinsai, del linaje Takashima. Hemos sido samurais durante mil años y afirmo que nunca me convertiré en cautiva, en rehén o en confinada. Durante los próximos dieciocho días, hasta que llegue el día, por mandato del Exaltado, soy libre de hacer lo que desee, lo mismo que cualquiera…

–Óyeme cuidadosamente: aguardarás la decisión de los regentes.

–No, lo siento, mi primer deber radica en obedecer a mi señor.

Ishido, rabioso, se adelantó hacia ella.

Aunque Blackthorne no había entendido casi nada de lo que se había dicho, su mano derecha se introdujo, sin que se advirtiera, en su manga izquierda, a fin de tener dispuesto el cuchillo.

Ishido se detuvo ante ella:

–Deberás…

En aquel momento se produjo un movimiento en la puerta de entrada. Una doncella se abrió paso entre la multitud y corrió hacia Ochiba.

–Por favor, señora… -murmuró-. Se trata de Yodoko-sarna… Está preguntando por ti… Has de apresurarte, el Heredero ya está aquí.

Con preocupación, Ochiba miró hacia Mariko e Ishido. Luego se marchó.

Ishido dudó un momento.

–Ya llegaremos después a un acuerdo, Mariko-san -exclamó y luego siguió a Ochiba, con caminar pesado sobre sus tatamis.

Blackthorne se acercó a Mariko:

–Mariko-san -le preguntó-, ¿qué sucede?

–¡Mariko-san! – dijo Kiyama.

–¿Qué, señor?

–Te sugiero que regreses a casa. ¿Me puede ser permitido hablarte después…, digamos a la Hora del Verraco?

–Sí, de acuerdo.

–Este es un día de mal presagio, Mariko-san. – Luego se volvió hacia la estancia y dijo con autoridad:- Sugiero que regresemos a nuestras casas a aguardar…, a aguardar y a orar para que el Infinito pueda llevarse a dama Yodoko suavemente y con honor hacia Su paz, si es que le ha llegado su hora. – Luego miró a Saruji y añadió:- Ven conmigo.

Luego salió. Saruji comenzó a seguirlo, aunque no deseaba abandonar a su madre, pero se vio impelido por la orden e intimidado por la atención fija en él.

Mariko hizo una medio reverencia hacia la estancia y empezó a alejarse. Kiri se pasó la lengua por los labios resecos. Dama Sazuko estaba al lado de ella. Kiri cogió a dama Sazuko la mano y ambas mujeres siguieron a Mariko. Yabú se adelantó junto con Blackthorne, conscientes de que eran los únicos samurais presentes que llevaban el uniforme de Toranaga.

Afuera, los aguardaban los Grises.

–¿Pero qué dioses te han poseído para adoptar esta postura? Es algo estúpido, ¿neh?

–Lo siento -respondió Mariko, ocultando sus verdaderas razones y deseando que Yabú la dejase en paz, furiosa por sus pocos correctos modales-. Ocurrió de repente, señor. Durante un momento no era otra cosa que la celebración de un cumpleaños, pero luego… No lo sé. Excúsame, Yabú-sama. Te pido perdón, Anjín-san.

–Has desencadenado una tormenta que nos engullirá a todos… Es estúpido, ¿neh?

–Sí, pero no es cierto que debamos permanecer aquí, y el señor Toranaga me dio órdenes de que…

–¡Esas órdenes son de locos! ¡Los diablos se han debido de meter en tu cabeza! ¡Tienes que presentar excusas y retractarte! Ishido podría cancelar nuestros permisos para marcharnos y lo arrumarías todo.

–Lo siento -repuso-. Nada ha cambiado. Dentro del castillo podemos movernos con entera libertad, a pesar de la escolta.

–Te detendrán. ¿Por qué lo hiciste…?

–Mariko-san tiene razón -intervino Kiri -. Nada ha cambiado. Nos veremos pronto, Mariko-san.

Luego siguió andando por su ala del castillo, y los Pardos cerraron la puerta fortificada. Mariko se dirigió hacia su casa con Yabú y Blackthorne.

Ahora recordaba haber visto cómo la mano de Blackthorne aferró el cuchillo. «Sí, Anjín-san -pensó-. Eres el único con quien puedo contar. Estarás allí cuando te necesite.» Luego dijo, en voz alta:

–Perdona mi estupidez, Yabú-sama. En realidad, tienes razón. Lo siento. Soy una mujer estúpida.

–¡Desde luego! Porque es estúpido oponerse a Ishido en su propio cubil, ¿neh?

–Lo siento. Perdóname. ¿Puedo ofreceros saké o cha? – Dio una palmada. Al instante se abrió la puerta interior y apareció Chimmoko. – Trae cha y saké para mis invitados. Y comida. ¡Y ponte presentable! ¿Cómo te atreves a aparecer así?

Chimmoko se deshizo en lágrimas.

–Lo siento, señor. Disculpad su insolencia.

–No tiene importancia, ¿neh? ¿Y qué pasa con Ishido? Te has referido a que no erais campesinos y eso hirió al señor general. ¡Te has creado un enemigo!

–¿Lo crees así? Perdóname, por favor. No quería insultarle precisamente a él.

–Pero él es un campesino, siempre lo ha sido, siempre lo será, y siempre ha odiado a quienes, como tú, sois auténticos samurais. Fue algo estúpido atacar a Ishido delante de todos.

–Sí, tienes razón. Es una lástima que todos nuestros jefes no sean tan fuertes e inteligentes como tú, señor. Si fuese así, el señor Toranaga no tendría ahora problemas.

–Lo cierto es que me has puesto en un verdadero compromiso.

–Excúsame, por favor. Ha sido culpa mía. – Mariko intentó contener las lágrimas.– ¿Puedo explicar mi estupidez a Anjín-san? Tal vez él pueda sugerir alguna solución…

–Sí. Muy bien.

Mariko se volvió hacia Blackthorne y le habló en portugués:

–Escucha, por favor. Anjín-san. Escucha y no hagas preguntas por el momento. Lo siento, pero antes hemos de calmar a este malhumorado bastardo, ¿no lo dices así?

Le explicó lo ocurrido y por qué se había marchado Ochiba. – Malo, ¿neh?

–Sí. El señor Yabú te pide consejo. ¿Qué podemos hacer para arreglar esta estupidez mía?

–¿Qué estupidez? – Blackthorne la miró fijamente y su inquietud aumentó. Mariko bajó la cabeza. Luego dijo a Yabú:- Ahora entiendo… Ahora he de pensar…

Yabú le contestó en tono áspero:

–¿En qué hay que pensar? Estamos en un verdadero compromiso.

Mariko tradujo, sin levantar la mirada.

–Es cierto, ¿verdad, Mariko-san? – opinó Blackthorne-. Siempre ha sido verdad, ¿neh?

–Sí, lo siento.

Miró hacia fuera. Habían colocado antorchas en unos soportes de las murallas de piedra que rodeaban el jardín central. Hacia el Oeste se veía la puerta de hierro, guardada por algunos Pardos.

–Tengo que hablarte en privado -dijo Mariko, sin volverse.

–Y yo a ti.

–Esta noche nos veremos -añadió ella. Luego miró a Yabú.– Anjín-san está de acuerdo contigo, en lo referente a mi estupidez. Lo siento.

–Sí, pero, ¿qué soluciona eso?

–Anjín-san -siguió Mariko -, a última hora de esta noche iré a ver a Kiritsubo-san. Sé dónde está tu estancia. Te encontraré.

–Muy bien.

–Yabú-sama -siguió Mariko humildemente -, esta noche iré a ver a Kiritsubo-san. Es un hombre sabio y tal vez nos dé una solución.

–Sólo existe una solución -respondió Yabú-. Mañana presentarás tus excusas. Y permanecerás aquí.

Kiyama llegó puntualmente. Saruji iba con él. Tras las presentaciones, Kiyama observó, con gravedad: – Ahora, Mariko-san, explícanos el porqué.

–No hay guerra, señor. No podemos ser confinados ni tratados como rehenes. Puedo ir donde me plazca.

–No hace falta estar en una guerra para hacer rehenes. Ya lo sabes. Dama Ochiba fue mantenida como rehén en Yedo, en atención a la segundad de su amo aquí, y no estábamos en guerra. El señor Sudara y su familia son mantenidos hoy como rehenes y tampoco hay guerra, ¿neh?

Ella mantuvo la cabeza inclinada.

–Aquí hay muchos que son rehenes sólo para que sus señores muestren obediencia al Consejo de Regentes, los gobernantes legales del reino. Eso es una cosa prudente. Es una costumbre, ¿neh?

–Sí, señor.

–Muy bien. Pues dinos la verdadera razón.

–¡Señor!

–¡No admito juegos! – gritó Kiyama-. ¡Yo tampoco soy un campesino! Deseo saber por qué has obrado así esta noche.

Mariko levantó la vista.

–Lo siento, pero el señor general me enojó con su arrogancia, señor. Tengo órdenes. No hay ningún mal en que me lleve a Kiri y a dama Sazuko durante unos días para que vean a su amo.

–Sabes muy bien que eso es imposible. El señor Toranaga también debe de saberlo.

–Lo siento, pero mi amo me dio esas órdenes. Un samurai no debe poner reparos a las órdenes de su señor.

–Sí, pero yo los pongo porque eso carece de sentido. Tu amo no puede decidir disparates ni cometer errores. Y debo insistir en que he de haceros estas preguntas.

–Perdóname, señor, os lo ruego. Pero no hay nada que discutir.

–¿Que no? ¿Y Saruji? Por otra parte, debo conocer toda tu vida, pues siempre la he honrado. Hiro-matsu-sama es mi más antiguo amigo viviente, y tu padre fue un amigo muy querido y un honrado aliado de mi padre hasta el fin de sus días.

–Un samurai nunca debe discutir las órdenes de su señor natural.

–Ahora, Mariko-san, sólo puedes hacer una de estas dos cosas: o presentar excusas y quedarte, o intentar marcharte. Y entonces te detendrán.

–Sí. Lo comprendo.

–Deberás presentar tus excusas mañana. Convocaré una reunión de los Regentes, y ellos emitirán una resolución respecto a todo este asunto. Entonces se te permitirá irte con Kiritsubo y con dama Sazuko.

–Perdón, pero ¿cuánto tiempo exigirá eso?

–No lo sé. Unos cuantos días.

–Lo siento, pero no tengo esos días. Se me ha ordenado que me vaya al instante.

–¡Mírame! – Ella obedeció.– Yo, Kiyama Ukon-noh-Odanaga, señor de Higo, Satsuma y Osumi, un Regente del Japón, de la línea Fujimoto, daimío cristiano del Japón, te pido que te quedes.

–Lo siento. Mi señor natural me prohíbe que me quede.

–¿No comprendes lo que te estoy diciendo?

–Sí, señor. Pero no tengo elección. Perdóname.

Saruji empezó a decir algo, pero luego cambió de idea y declaró:

–Perdóname, madre, pero… ¿no es tu deber hacia el Heredero más importante que tu deber hacia el señor Toranaga? El Heredero es nuestro señor real, ¿neh?

Mariko pensó en ello.

–Sí, hijo mío. Y no. El señor Toranaga tiene jurisdicción sobre mí y el Heredero no.

–Perdóname, madre. No lo entiendo pero, según mi parecer, si el Heredero da una orden, ésta estará por encima de nuestro señor Toranaga.

Ella no replicó.

–Respóndeme.

–¿Eso es lo que piensas, hijo mío? ¿O alguien te lo ha metido en la cabeza?

Saruji frunció el entrecejo, tratando de recordar.

–Nosotros, el señor Kiyama y su dama, lo hemos discutido. Y el padre Visitador. No recuerdo. Creo que se me ha ocurrido a mí. El padre Visitador me dijo que estaba en lo cierto, ¿no es así, señor?

–Dijo que el Heredero es más importante en el Reino que el señor Toranaga. Legalmente. Respóndele directamente, Mariko-san.

Mariko dijo:

–Si el Heredero fuera un hombre de edad, Kwampaku, el verdadero gobernante de su Reino, al igual que lo fue el Taiko, su padre, entonces lo obedecería en esta cuestión por encima del señor Toranaga. Pero ahora Yaemón es un chiquillo, incluso legalmente, incapaz de adoptar resoluciones. ¿Es bastante con esta respuesta?

–Pero…, sigue siendo el Heredero, ¿neh? Los regentes lo escuchan… el señor Toranaga lo honra. ¿Qué significa un año, o unos cuantos años, madre? Si no presentas excusas… Lo siento, perdóname, pero estoy preocupado por ti.

Mariko hubiera deseado ir hacia él, abrazarlo y protegerlo. Pero no lo hizo.

–Yo no tengo miedo, hijo mío. No temo a nada de esta tierra. Sólo temo al juicio de Dios -exclamó volviéndose hacia Kiyama.

–Sí -respondió Kiyama-. Sé lo que es eso. La Virgen te bendiga por ello. – Luego hizo una pausa. – Mariko-san, ¿presentarás tus excusas en público ante el señor general?

–Sí, gustosa, cuando retire todas las tropas de mi camino y me dé a mí, a la dama Kiritsubo y a la dama Sazuko permiso por escrito para poderme ir mañana.

–¿No vas a obedecer una orden de los regentes?

–Perdóname, señor, pero, en este asunto, no.

–¿No respetarás un requerimiento de ellos?

–Perdóname, pero en este asunto, no.

–¿Estarías de acuerdo ante un requerimiento del Heredero y de la dama Ochiba?

–Perdóname, ¿qué requerimiento?

–El de visitarlos, el de permanecer con ellos unos cuantos días, mientras se resuelve todo este caso.

–Perdóname, señor, pero, ¿qué hay que resolver?

–El futuro y buen orden del Reino, por una parte, y el futuro de la Madre Iglesia, por otra… ¡Y tú por otra! Está clarísimo que ese trato tan próximo con los bárbaros ha perturbado tu cerebro…

Mariko no respondió nada y le volvió la espalda.

Con un esfuerzo, Kiyama intentó autodominarse.

–Excusa mi…, mi mal gusto. Y mis malos modales. Mi única justificación es que me encuentro gravemente implicado. – Se inclinó con dignidad.– Presento mis excusas…

–Es falta mía, señor. Perdóname por destruir tu armonía y por causarte problemas. Pero no me queda alternativa.

–Tu hijo te da una. Yo te puedo dar varias.

Ella no respondió.

En aquella estancia, el aire se había hecho sofocante para todos, aunque la noche era fría y la brisa hacía oscilar la llama de las antorchas.

–Así, pues, ¿qué resuelves?

–No tengo elección, señor.

–Muy bien, Mariko-san. No hay nada más que decir. Sólo puedo decirte de nuevo que no fuerces tu marcha. Te lo pido.

Ella inclinó la cabeza.

–Saruji-san, espérame fuera, por favor -ordenó Kiyama. El joven estaba muy turbado y casi era incapaz de hablar. – Sí, señor. – Se inclinó hacia Mariko.– Excúsame, madre. – Dios te conserve en Sus manos durante toda la eternidad.

–Y a ti.

–Amén -dijo Kiyama.

–Buenas noches, hijo mío.

–Buenas noches, madre.

Cuando estuvieron solos, Kiyama dijo:

–El padre Visitador está muy preocupado.

–¿Por mí, señor?

–Sí. Y por la santa Iglesia… Y por los bárbaros. Y por el buque de los bárbaros. Háblame primero de él.

–Es un hombre único, muy fuerte y muy inteligente. En el mar es… Le pertenece. Parece formar parte del navío y del mar. Y, fuera del mar, no existe un hombre que se le pueda comparar en valentía.

–¿Incluso el Rodrigues-san?

–El Anjín-san vale por lo menos el doble.

–Háblame del navio.

Ella obedeció.

–Háblame de sus vasallos.

Ella le contó lo que había sucedido.

–¿Le dará el señor Toranaga su navío, dinero, vasallos y la libertad?

–Mi amo nunca me lo ha dicho, señor.

–Dame tu opinión.

–En este caso particular -dijo Mariko- los enemigos particulares del Anjín-san son los mismos que los de mi señor: los portugueses, los Padres sagrados que ayudan a los portugueses y los señores Harima, Onoshi y tú mismo, señor.

–¿Y por qué nos considera Anjín-san sus enemigos especiales?

–Por Nagasaki, por el comercio y por vuestro control costero de Kyusu, señor. Y porque tú eres el jefe de los daimíos católicos.

–La Iglesia no es enemiga del señor Toranaga. Ni tampoco los Padres sagrados.

–Lo siento, pero creo que el señor Toranaga cree que los Padres sagrados apoyan al señor general Ishido, lo mismo que tú.

–Yo apoyo al Heredero. Estoy en contra de tu amo porque quiere arruinar nuestra Iglesia.

–Lo siento, pero eso no es verdad. Señor, mi amo es muy superior al señor general. Vos habéis combatido veinte veces más como su aliado que contra él. ¿Por qué estás de parte de su reconocido enemigo? El señor Toranaga siempre ha deseado el comercio y no es simplemente anticristiano, como el señor general y la dama Ochiba.

–Perdóname, Mariko-san, pero ante Dios, creo que el señor Toranaga detesta en secreto nuestra fe cristiana, secretamente abomina de nuestra Iglesia y se ha comprometido en secreto a destruir la sucesión y eliminar al Heredero y a la dama Ochiba. Su meta es el shogunado. Sólo eso… En secreto, desea ser shogún, está planeando ser shogún y todo apunta a ese único fin.

–Ante Dios, señor, no lo creo.

–Tú misma lo has admitido, ese Anjín-san y su navío es muy peligroso para la Iglesia, ¿neh? Rodrigues conviene con vos en que si ese Anjín-san captura el Buque Negro en el mar, eso puede ser muy malo.

–Sí, yo también lo creo, señor.

–Ello lastimaría mucho a nuestra Madre Iglesia, ¿neh?

–Sí.

–¿Pero no querréis ayudar a la Iglesia contra ese hombre?

–No está en contra de la Iglesia, señor, ni realmente contra los Padres, aunque desconfíe de ellos. Sólo está contra los enemigos de su reina. Y el Buque Negro es su objetivo, para beneficiarse con él.

–Pero se opone a la verdadera fe y, además, es un hereje, ¿neh?

–Sí. Pero no creo que nada de lo que hemos dicho respecto de los Padres sea verdad. Y muchas cosas no se nos han dicho. Tsukku-san admite muchas cosas. Mi señor feudal me ordenó que me convirtiera en el confidente del Anjín-san, para enseñarle nuestro idioma y nuestras costumbres, para aprender también de él lo que pueda ser de valor para nosotros.

–¿Crees ser valiosa para Toranaga? ¿Neh?

–Señor, la obediencia a un señor feudal es la primera regla en la vida de un samurai. ¿No es obediencia lo que exiges de tus vasallos?

–Sí. Pero la herejía es terrible y, al parecer, estás aliada con el bárbaro contra nuestra Iglesia y has sido contagiada por él. Ruego a Dios que te abra los ojos, Mariko-san, antes de que te condenes. Finalmente, el padre Visitador me ha dicho que tienes algunas informaciones privadas para mí.

–¿Señor?

Aquello era por completo inesperado.

–Me ha dicho que se ha recibido hace unos pocos días un mensaje del Tsukku-san. Un mensaje especial de Yedo. Tienes ciertas informaciones acerca…, acerca de mis aliados.

–He pedido ver al padre Visitador mañana por la mañana.

–Sí. Me lo ha dicho. ¿Y bien?

–Excúsame, pero hasta que lo haya visto mañana…

–¡No mañana, ahora! El padre Visitador me ha contado que esto tiene que ver con el señor Onoshi y que se refiere a la Iglesia. Y debes decírmelo al instante. Ante Dios, eso es lo que me dijo. ¿Hay cosas que no quieres confiarme?

–Lo siento. Pero he llegado a un acuerdo con el Tsukku-san. Me ha pedido que hable abiertamente al padre Visitador. Eso es todo, señor.

–El padre Visitador te diría que me lo contases ahora.

Mariko se percató de que no tenía alternativa. La suerte estaba echada. Le contó la conjura contra su vida. Todo lo que ella sabía. También le contó exactamente de dónde procedía la información.

–¿De su confesor? ¿Él…?

–Sí, lo siento.

–Lamento la muerte de Uraga. – Kiyama dijo, incluso mortificado, que el ataque nocturno contra el Anjín-san había sido un fracaso, como la emboscada anterior, y ahora habían matado al único hombre que podía demostrar que su enemigo Onoshi era un traidor.– Uraga arderá para siempre en el fuego del infierno por ese sacrilegio. Fue terrible lo que hizo. Merece la excomunión y el fuego del infierno, pero, a pesar de ello, me hizo un servicio al contarme eso…, si es verdad. – Kiyama se la quedó mirando convertido de pronto en un anciano.– No puedo creer que Onoshi pudiera hacerlo. O que el señor Harima quisiera formar parte de ello.

–Sí. ¿Podéis…, podéis preguntarle al señor Harima si es cierto?

–Sí, pero nunca revelaría una cosa así. Es muy triste, ¿neh? Es terrible la forma de ser del hombre.

–Sí.

–No lo creo, Mariko-san. La muerte de Uraga no nos proporcionará nunca las pruebas. Tomaré precauciones, pero…, no puedo creerlo.

–Sí. Una cosa, señor. ¿No es muy extraño que el señor general haya puesto una guardia al Anjín-san?

–¿Qué hay de extraño?

–¿Por qué protegerlo? ¿No lo detesta en realidad? Es muy extraño, ¿neh? ¿No será que el señor general también considera ahora al Anjín-san como una posible arma contra los daimíos católicos?

–No puedo seguiros.

–Si, Dios no lo quiera, si tú murieras, el señor Onoshi se convertiría en el jefe supremo de Kyushu, ¿neh? ¿Qué puede hacer el señor general para dominar a Onoshi? Nada…, excepto, tal vez, emplear al Anjín-san.

–Es posible -respondió despacio Kiyama.

–Sólo existe una razón para proteger al Anjín-san: emplearlo. ¿Dónde? Sólo contra los portugueses y, por ende, contra los daimíos cristianos de Kyushu. ¿Neh?

–Es posible.

–Creo que el Anjín-san es tan valioso para ti como para Onoshi o para mi amo. Vivo. Sus conocimientos son enormes. Sólo él nos puede proteger contra los bárbaros, incluso contra los portugueses.

–Los podemos aplastar y expulsar en el momento que queramos -respondió Kiyama-. Son como tábanos en un caballo, nada más.

–Si la Santa Madre Iglesia vence y todas las tierras se convierten en cristianas, como rogamos que ocurra, ¿qué pasará entonces? ¿Podrán sobrevivir nuestras leyes? ¿Sobrevivirá el bushido? ¿Contra los Mandamientos? Sugiero que eso sucederá, como en todas partes del mundo católico, no cuando los Padres sagrados sean los jefes supremos, sino cuando nosotros estemos preparados.

Él no respondió. Luego Mariko siguió:

–Señor, te pido que preguntes al Anjín-san qué es lo que ha ocurrido en otras partes del mundo.

–No lo haré. Creo que te ha embrujado, Mariko-san. Yo creo en los Padres sagrados. Creo que vuestro Anjín-san está dominado por Satanás, y te pido que compruebes si su herejía ya os ha contaminado. Por tres veces has usado la palabra «católicos» cuando querías decir cristianos. ¿No significa eso que convienes con él en que existen dos fes, dos versiones igualmente ciertas de la verdadera fe? ¿No vais contra los intereses de la Iglesia? – Se levantó.– Gracias por tu información. Queda con Dios.

Mariko se sacó de la manga un rollo sellado de papel.

–El señor Toranaga me pidió que te diera esto.

Kiyama miró el intacto sello.

–¿Sabes lo que es, Mariko-san?

–Sí. Se me ordenó que lo destruyera o que pasase el mensaje verbalmente si me interceptaban.

Kiyama rompió los sellos. El mensaje reiteraba el deseo de Toranaga de conseguir la paz entre ellos, su total ayuda al Heredero y a la sucesión y, brevemente, daba información acerca de Onoshi. Acababa así: «Carezco de pruebas respecto del señor Onoshi, pero Uraga-noh-Ta-damasa las obtendrá y, de un modo deliberado, se pondrá en contacto contigo en Osaka para preguntarte si lo deseas. No obstante, poseo pruebas de que Ishido también ha traicionado el acuerdo secreto entre tú y él, de conceder el Kwanto a tus descendientes una vez que yo muera. El Kwanto ha sido prometido en secreto a mi hermano, Zataki, a cambio de traicionarme, pero tú has sido traicionado también. Una vez que yo haya muerto, tú y vuestro linaje seréis aislados y destruidos, al igual que toda la Iglesia cristiana. Te ruego que reconsideres todo esto. Pronto tendrás pruebas de mi sinceridad.»

Kiyama releyó el mensaje y ella lo observó como se le había ordenado.

«Obsérvalo cuidadosamente, Mariko-san -le había dicho Toranaga-. No estoy convencido de su acuerdo con Ishido respecto al Kwanto. Los espías me han informado de ello, pero no estoy seguro. Sabrás lo que ha hecho -o no ha hecho- si le das el mensaje en el momento oportuno.»

Vio la reacción de Kiyama. «¡Así que era verdad!», pensó.

El anciano daimío levantó la vista y dijo rotundamente:

–Y tú eres la prueba de su sinceridad ¿neh? ¿La víctima propiciatoria?

–No, señor.

–No te creo. Y no lo creo a él. Quizá sí lo de la traición de Onoshi. Pero el resto… Es uno de los viejos trucos del señor Toranaga, el mezclar las verdades a medias junto a la miel y el veneno. Me temo que serás tú, Mariko-san, la que acabarás siendo traicionada.

CAPITULO LIV

–Nos iremos este mediodía.

–No, Mariko-san.

Dama Sazuko estaba casi a punto de llorar.

–Sí -dijo Kiri-. Nos iremos como dices.

–¡Pero nos detendrán! – exclamó la muchacha-. Todo es inútil.

–No -respondió Mariko -, estás equivocada, Sazuko-san, es muy necesario.

Intervino Kiri.

–Mariko-san tiene razón. Tenemos órdenes. – Sugirió algunos detalles de la huida.– Podemos estar listos al alba, si lo deseas.

–Nos iremos al mediodía. Eso es lo que él dijo, Kiri-chan -replicó Mariko.

–Necesitaremos pocas cosas, ¿neh? – Sí.

–Muy pocas -siguió Sazuko-, pero todo es absurdo, pues nos detendrán…

–Tal vez no puedan -respondió Kiri-. Mariko dice que nos dejarán salir. El señor Toranaga cree que nos permitirán marchar. Cree que es eso lo que desean. Vete y descansa. Ahora debo hablar con Mariko-san.

La muchacha se fue. Estaba muy turbada.

Kiri enlazó las manos.

–¿Y bien, Mariko-san?

–He mandado un mensaje cifrado por medio de las palomas mensajeras, contando al señor Toranaga lo que ha sucedido esta noche. Ha salido con las primeras luces. Los hombres de Ishido intentarán seguramente destruir el resto de mis palomas mensajeras mañana, si se presentan problemas y no puedo traerlas aquí. ¿Hay algún mensaje que desees mandar al instante?

–Sí. Lo escribiré ahora. ¿Qué crees que va a suceder?

–El señor Toranaga está seguro de que si insisto, nos podremos marchar.

–No estoy de acuerdo. Y, por favor, perdóname, pero no creo ni siquiera que tengas fe en el intento.

–Estás equivocada. Claro que nos pueden detener mañana y, si lo hacen, ello acarreará unas peleas y amenazas terribles, pero eso no quiere decir nada. – Mariko se echó a reír.– Repetirán esas amenazas día y noche. Pero al siguiente día se nos permitirá marchar.

Kiri movió la cabeza.

–Si nos permitieran escapar, también se irían los demás rehenes de Osaka. Ishido nos habría amenazado inútilmente y perdería prestigio. No podría soportarlo.

–Sí. – Mariko estaba muy satisfecha.– También él se encuentra atrapado.

Kiri se la quedó mirando.

–Dentro de dieciocho días, nuestro señor estará aquí, ¿neh?. Debe estar aquí.

–Sí.

–Lo siento, pero entonces, ¿por qué es tan importante que nos vayamos al instante?

–Él cree que es lo suficientemente importante, Kiri-san. Lo suficiente como para ordenarlo.

–Entonces, ¿tiene algún plan?

–¿No tiene siempre muchos planes?

–Dado que el Exaltado ha convenido en estar presente, nuestro señor está atrapado, ¿neh?

–Sí.

Kiri echó un vistazo a la puerta shoji. Estaba cerrada. Se adelantó y dijo con suavidad:

–Entonces, ¿por qué me dijo en secreto que pusiese estos pensamientos en la cabeza de dama Ochiba?

La confianza de Mariko empezó a debilitarse.

–¿Te dijo eso?

–Sí. En Yokosé, después de haber visto por primera vez al señor Zataki. ¿Por qué se puso él mismo la trampa?

–No lo sé.

Kiri se mordió los labios.

–Quiero saberlo. Pronto lo sabremos, pero no creo que me estés diciendo todo lo que sabes, Mariko-san. Debo confiar en ti, Mariko-san, pero todo esto impide a mi cabeza trabajar, ¿neh?

–Te ruego que me excuses.

–Estoy muy orgullosa de ti -respondió Kiri-. Desearía tener tu valor, como frente a Ishido y los demás.

–Fue muy fácil para mí. Es nuestro señor quien nos ha dicho que debemos irnos.

–Es muy peligroso lo que vamos a hacer. Así, ¿cómo puedo ayudaros?

–Debes apoyarme.

–Ya sabes que es así. Siempre ha sido así.

–Me quedaré contigo hasta el alba. Pero antes debo hablar con Anjín-san.

–Sí. Pero será mejor que vaya contigo.

Las dos mujeres abandonaron los apartamentos de Kiri, con una escolta de Grises, pasaron ante otros Pardos, que se inclinaron. Al llegar Kiri, hizo un ademán hacia la puerta.

–¿Anjín-san? – llamó Mariko.

–¿Hai?

La puerta se abrió. Blackthorne estaba allí de pie. A su lado, en la estancia, había dos Grises.

–Hola, Mariko-san.

–Hola. – Mariko echó un vistazo hacia los Grises.– Tengo que hablar en privado con el Anjín-san.

–Habladle, señora -respondió con gran deferencia el capitán-. Desgraciadamente, el señor Ishido nos ha ordenado, personalmente, bajo pena de muerte inmediata, que no lo dejemos solo.

Yoshinaka, oficial de guardia aquella noche, se adelantó:

–Perdóname, dama Toda. Estoy de acuerdo con esos guardias respecto del Anjín-san. Se los han puesto a petición personal del señor Ishido. Lo siento.

–Dado que el señor Ishido está implicado personalmente en la seguridad del Anjín-san, son bien venidos -respondió ella, aunque por dentro no estaba nada complacida.

Yoshinaka dijo al capitán de los Grises:

–Seré responsable de él mientras la dama Toda esté con el Anjín-san. Podéis aguardar afuera.

–Lo siento -replicó con firmeza el samurai-. Yo y mis hombres no tenemos alternativa: debemos observarlo todo con nuestros propios ojos.

–Estaré contenta de que os quedéis -comentó Kiri.

–Lo siento, Kiritsubo-san, pero debemos estar presentes. Excúsame, dama Toda -continuó algo incómodo el capitán -, aunque ninguno de ellos habla el bárbaro.

–Nadie sugiere que seas tan descortés como para escuchar -replicó Mariko casi enfadada-. Pero las costumbres de los bárbaros son diferentes a las nuestras.

Yoshinaka observó:

–Como es obvio, los Grises deben obedecer a su señor. Esta noche estabas completamente de acuerdo en que el primer deber de un samurai es servir a su señor feudal, dama Toda, e incluso lo has manifestado en público.

–Perfectamente de acuerdo, señora -convino el capitán de los Grises, con el mismo orgullo mesurado-. No existe otra razón para la vida de un samurai, ¿neh?

–Gracias -le respondió ella.

–También podemos honrar las costumbres del Anjín-san si podemos, capitán -añadió Yoshinaka-. Tal vez yo tenga una solución. Sigúeme, por favor. – Se dirigió a la sala de audiencias.– Por favor, señora, podéis permanecer aquí con el Anjín-san, sentados. – Señaló hacia el lejano estrado.– Los guardias del Anjín-san pueden permanecer en la puerta y cumplir su deber hacia su señor. Así podremos hablar cuanto queramos, según las costumbres del Anjín-san. ¿Neh?

Mariko explicó a Blackthorne lo que Yoshinaka había dicho. Luego, prudentemente, siguió en latín.

–No dejarán que nos marchemos esta noche. No tenemos otra alternativa, a no ser que ordene matarlos al instante, si tal es tu deseo.

–Mi deseo es hablar contigo en privado -replicó Blackthorne-. Pero no al precio de unas vidas. Te doy las gracias por preguntármelo.

Mariko se volvió hacia Yoshinaka.

–Muy bien, gracias, Yoshinaka-san. ¿Puedes ordenar que traigan unos braseros de incienso para mantener alejados a los mosquitos?

–De acuerdo. Te ruego que me excuses dama Toda: ¿hay alguna noticia más de dama Yodoko?

–No, Yoshinaka-san. Hemos oído decir que ha descansado bien, sin dolores. – Mariko sonrió a Blackthorne.– ¿Vamos hacia allí y nos sentamos, Anjín-san?

–El latín es más seguro, Anjín-san.

–¿Pueden oírnos desde allí?

–No, no lo creo, si hablamos bajo y moviendo poco los labios.

–Muy bien. ¿Qué ha pasado con Kiyama?

–Te amo…

–Tú…

–Esta noche no es posible vernos a solas, amor mío. Pero tengo un plan.

–¿Mañana? Pero, ¿qué ocurre con tu partida?

–Mañana podrían detenerme, Anjín-san. Pero no te preocupes. Al día siguiente seremos libres de poder irnos, como deseamos. Si mañana por la noche me detienen, quisiera estar contigo.

–¿Cómo?

–Kiri me ayudará. No me preguntes cómo ni por qué. Será fácil… – Calló un momento, mientras colocaban los braseros.

–Ishido es mi enemigo -comentó Blackthorne-. Entonces, ¿por qué hay tantos guardias a mi alrededor?

–Para protegerte. También creo que Ishido pretende utilizarte contra el Barco Negro, en Nagasaki, y contra los señores Kiyama y Onoshi.

–Sí, yo también opino así.

Ella vio que sus ojos la buscaban.

–¿Qué ocurre, Anjín-san?

–Contrariamente a lo que Yabú cree, me parece que todo lo de esta noche se ha hecho de modo deliberado, siguiendo órdenes de Toranaga.

–Sí, me ha dado órdenes.

Blackthorne volvió a hablar en portugués.

–Te está traicionando. Sólo eres un señuelo. ¿No lo crees así? Te utilizan para una de sus trampas.

–¿Por qué dices eso?

–Eres el cebo, lo mismo que yo. Es algo obvio, ¿neh? El cebo de Yabú. Toranaga te envía como al sacrificio.

–No, estás equivocado, Anjín-san. Lo siento, pero estás en un error.

Blackthorne comentó en latín:

–Le he dicho que eres hermosa y que te amo, pero que eres una mentirosa.

–Nadie me ha manifestado una cosa así hasta ahora.

–¿Qué ganará Toranaga sacrificándonos?

Ella no respondió.

–Mariko-san, tengo el deber de preguntártelo. He de saber qué puede ganar con ello.

–No lo sé. Pero lo hice deliberadamente y en público, como deseaba Toranaga.

–¿Por qué?

–Porque Ishido es un campesino y nos permitirá marchar. El desafío ha de ser ante sus iguales. Dama Ochiba aprueba que vayamos a reunimos con el señor Toranaga. Le hablé de ello y no se opuso. No debes preocuparte por nada.

Él comentó:

–¿Te ha ordenado Yabú que presentes tus excusas y te quedes?

–No va a ser obedecido, lo siento.

–¿A causa de las órdenes de Toranaga?

–Sí. Pero no sólo por sus órdenes, sino también por mis deseos. Le sugerí todo esto.

–¿Qué sucederá mañana?

Mariko le contó lo que le había dicho Kiri.

–¿Y qué pasa con los diecinueve días, dieciocho ya ahora? Toranaga debe de estar aquí para entonces, ¿neh?

–Sí.

–En ese caso, ¿no es, como dice Ishido, una pérdida de tiempo?

–Sinceramente, no lo sé. Sólo sé que diecinueve o dieciocho días, e incluso sólo tres, pueden ser una eternidad.

–¿Y si Ishido no te deja marchar mañana?

–Es la única oportunidad que tenemos. Todos nosotros. Ishido debe ser humillado.

–¿Es eso cierto?

–Sí, lo afirmo ante Dios, Anjín-san.

CAPITULO LV